La pastora, las ovejas y los corderos (1867)

En el siguiente pasaje, Don Bosco, fundador del Oratorio de Valdocco, relata a sus jóvenes un sueño que tuvo entre el 29 y el 30 de mayo de 1867 y que narró la noche del Domingo de la Santísima Trinidad. En una llanura infinita, rebaños y corderos se convierten en alegoría del mundo y de los muchachos: prados exuberantes o desiertos áridos figuran la gracia y el pecado; cuernos y heridas denuncian escándalo y deshonor; la cifra «3» preanuncia tres carestías –espiritual, moral, material– que amenazan a quien se aleja de Dios. Del relato brota el apremiante llamado del santo: custodiar la inocencia, volver a la gracia con la penitencia, para que cada joven pueda revestirse de las flores de la pureza y participar de la alegría prometida por el buen Pastor.

El domingo de la Santísima Trinidad, 16 de junio, en cuya festividad, hacía veintiséis años, había celebrado don Bosco su primera misa, los jóvenes esperaban con impaciencia que les contara un sueño, según les había prometido el día 13 del mismo mes. Su ardiente deseo era buscar el bien espiritual de su rebaño, y su norma, las amonestaciones y promesas del capítulo XXVII, versículos 23 – 25 del libro de los Proverbios: Diligenter agnosce vultum pecoris tui, tuosque greges considera: non enim habebis jugiter potestatem; sed corona tribuetur in generationem et generationem. Aperta sunt prata, et apparuerunt herbas virentes, et collecta sunt foena de montibus… (Conoce a fondo el estado de tu ganado, aplica tu corazón a tu rebaño; porque no es eterna la riqueza; no se transmiten los tesoros de edad en edad. Cortada la hierba, aparecido el retoño, y apilado el heno de los montes…). En sus oraciones pedía al cielo el conocimiento exacto de sus ovejas; la gracia de vigilar atentamente; de asegurar la custodia del redil aun después de su muerte y de proveerle de fácil alimento material y espiritual. Don Bosco, pues, después de las oraciones de la noche, habló así:

En una de las últimas noches del mes de María, el 29 o el 30 de mayo, estando en la cama y no pudiendo dormir, pensaba en mis queridos jóvenes y me decía a mí mismo:
– ¡Oh si pudiese soñar algo que les sirviese de provecho!
Después de reflexionar durante un rato añadí:
– ¡Sí! Ahora quiero soñar algo para contarlo a mis jóvenes.
Y he aquí que me quedé dormido. Apenas el sueño se apoderó de mí, me pareció encontrarme en una inmensa llanura cubierta de un número extraordinario de ovejas de gran tamaño, las cuales, divididas en rebaños, pacían en los extensos prados que se ofrecían ante mi vista. Quise acercarme a ellas y se me ocurrió buscar al pastor, causándome gran maravilla que pudiese haber en el mundo quien pudiera poseer tan crecido número de animales de aquella especie. Después de breves indagaciones me encontré ante un pastor apoyado en su cayado. Inmediatamente comencé a preguntarle:
– ¿De quién es este rebaño tan numeroso?
El pastor no me contestó. Volví a repetir la pregunta y entonces me dijo:
– ¿Y a ti qué te interesa?
– ¿Por qué, repliqué, me contesta de esa manera?
– Pues bien, dijo el pastor, este rebaño es de su dueño.
– ¿De su dueño? Eso ya me lo suponía, dije para mí. Y continué en alta voz:
– ¿Y quién es el dueño?
– No te preocupes, me dijo, ya lo sabrás.
Después, recorriendo en su compañía aquel valle, comencé a observar el rebaño y la región en que nos encontrábamos. Algunas zonas estaban cubiertas de rica vegetación; numerosos árboles extendían sus ramas proporcionando agradable sombra, y una hierba fresquísima que servía de alimento a gran número de ovejas de hermosa y lucida presencia. En otros parajes la llanura era estéril, arenosa, llena de piedras, recubierta de espinos, desprovistos de hojas, y de grama amarillenta; no había en toda ella ni un tallo de hierba fresca; a pesar de ello, también allí había numerosas ovejas paciendo, pero su aspecto era miserable.
Hice algunas preguntas a mi guía referentes a este rebaño, pero él, sin contestarme a ninguna, dijo:
– Tú no estás destinado a cuidarlas. En éstas no debes pensar. Te voy a llevar a que veas el rebaño que te ha sido reservado.
– Pero ¿tú quién eres?
– Soy el dueño; ven conmigo; vamos hacia aquella parte y verás.
Y me condujo a otro lugar de la llanura donde había millares y millares de corderillos. Tan numerosos eran, que no se podían contar y estaban tan flacos que apenas si se podían tener en pie. El prado en que estaban era seco, árido y arenoso, no descubriéndose en él ni un tallo de hierba fresca, ni un arroyuelo, sino nada más que algunos gamones secos y matas escuálidas. Todo el pasto había sido totalmente destruido por los mismos corderos.
A primera vista se podía deducir que aquellos pobres animales, que estaban además cubiertos de llagas, habían sufrido mucho y continuaban sufriendo. ¡Cosa extraña! Cada uno tenía dos cuernos largos y gruesos que le salían de la frente, como si fuesen carneros viejos, y en la punta de cada cuerno tenían un apéndice en forma de ese. Contemplé maravillado aquella rara particularidad, causándome gran inquietud el no saberme explicar por qué aquellos corderillos tenían los cuernos tan largos y tan gruesos y la causa de que hubiesen destruido tan pronto la hierba del prado.
– Pero ¿cómo puede ser esto?, dije al pastor. ¿Unos corderos tan pequeños y ya tienen unos cuernos tan grandes:
– Mira bien, me dijo, observa atentamente.
Y al hacerlo pude comprobar que aquellos animales tenían grabado el número 3 en todas las partes del cuerpo: en el lomo, en la cabeza, en el hocico, en las orejas, en las narices, en las patas, en las pezuñas.
– ¿Qué quiere decir esto?, pregunté a mi guía. A la verdad que no entiendo nada.
– ¿Cómo? ¿Que no comprendes nada?, me replicó el pastor. Escucha, pues, y todo lo comprenderás. Esta extensa llanura es figura del mundo. Los lugares cubiertos de hierba significan la palabra de Dios y la gracia. Los parajes estériles y áridos, aquellos sitios en los cuales no se escucha la palabra divina, en los que sólo se procura agradar al mundo. Las ovejas son los hombres hechos y derechos; los corderos, los jovencitos, para atender a los cuales ha mandado Dios a don Bosco. Este rincón de la llanura que contemplas, representa el Oratorio y los corderos en él reunidos, tus hijos. Este lugar tan árido es símbolo del estado de pecado. Los cuernos son imagen de la deshonra. La letra S quiere decir Scandalum (escándalo). Los escandalosos, por la fuerza del mal ejemplo, marchan a su perdición. Entre los corderos observarás algunos que tienen los cuernos rotos; fueron escandalosos, pero ahora cesaron en sus escándalos. El número 3 quiere decir que soportan la pena de su culpa; esto es, que tendrán que sufrir tres grandes carestías: una carestía espiritual, otra moral y otra material. 1.° La carestía de los auxilios espirituales; pedirán estos auxilios y no los tendrán. 2.° La carestía de la palabra de Dios. 3.° La carestía del pan material. El que los corderos hayan agotado toda la hierba quiere decir que no les queda más que el deshonor y el número 3, o sea, las carestías. Este espectáculo significa también los sufrimientos que padecen actualmente muchos jóvenes en medio del mundo. En el Oratorio, en cambio, incluso los que son indignos de ello, no carecen del pan material.
Mientras yo escuchaba y observaba todas aquellas cosas como desmemoriado, he aquí una nueva maravilla. Todos aquellos corderos cambiaban de aspecto.
Levantándose sobre las patas posteriores adquirían una estatura elevada y la forma de otros tantos jóvenes. Yo me acerqué para comprobar si conocía alguno. Eran todos muchachos del Oratorio. A muchísimos no los había visto nunca, pero todos aseguraban que pertenecían a nuestro Oratorio. Y entre los que eran desconocidos para mí había unos pocos que están actualmente aquí. Son los que no se presentan nunca a don Bosco; los que no acuden jamás a pedirle un consejo; los que, por el contrario, huyen de él; en una palabra: los jóvenes a los cuales don Bosco aún no conoce… Pero la inmensa mayoría de los desconocidos estaba integrada por los que no están ni han estado en el Oratorio.
Mientras observaba con pena aquella multitud, el que me acompañaba me tomó de la mano y me dijo:
– Ven conmigo y verás otras cosas. Y así diciendo me condujo a un extremo apartado del valle rodeado de pequeñas colinas y cercado de un vallado de plantas esbeltas, en el cual había un gran prado cubierto de verdor, lo más riente que imaginarse puede y embalsamado por multitud de plantas aromáticas, esmaltado de flores silvestres y en el que, además, se descubrían frescos bosquecillos y corrientes de agua límpida. En él me encontré con una gran multitud de chicos, todos alegres, dedicados a formar un hermosísimo vestido con flores del prado.
– Al menos, tienes a éstos que te proporcionan grandes consuelos.
– ¿Quiénes son?, pregunté.
– Son los que están en gracia de Dios.
¡Ah! Os puedo asegurar que jamás vi criaturas tan bellas y resplandecientes y que nunca habría podido imaginar tanta hermosura. Sería imposible que me pusiese a describirlo, pues sería echar a perder lo que no se puede imaginar si no se ve. Pero me estaba reservado un espectáculo aún más sorprendente. Mientras estaba yo contemplando con inmenso placer a aquellos jóvenes, entre los que había muchos a los cuales no conocía, el guía me dijo:
– Ven, ven conmigo y te haré ver algo que te proporcionará una alegría y un consuelo aún mayor. Y me condujo a otro prado todo esmaltado de flores más bellas y olorosas que las que había visto anteriormente. Parecía un jardín regio. En él pude ver un número menor de jóvenes que en el prado anterior, pero de una tan extraordinaria belleza y de un esplendor tal que anulaban por completo a los que había admirado poco antes. Algunos de éstos están en el Oratorio, otros lo estarán con el tiempo.
Entonces el pastor me dijo:
– Estos son los que conservan la bella azucena de la pureza. Estos están revestidos aún con la estola de la inocencia.
Yo contemplaba extático aquel espectáculo. Casi todos llevaban en la cabeza una corona de flores de belleza indescriptible. Dichas flores estaban compuestas por otras florecillas de sorprendente gallardía y de colores tan vivos y variados que encantaban al que las miraba. Había más de mil colores en una sola flor y en cada flor se veían más de mil flores. Hasta los pies de aquellos jóvenes descendía una vestidura de fascinante blancura, entretejida de guirnaldas de flores, semejantes a las que formaban la corona. La luz encantadora que partía de las flores iluminaba toda la persona haciendo reflejar en ella la propia belleza. Las flores se espejaban unas en otras y las de las coronas en las que formaban las guirnaldas, reverberando cada una los rayos emitidos por las otras. Un rayo de un color al encontrarse con otro de distinto color daba origen a nuevos rayos, diversos entre sí y, por consiguiente, cada nuevo rayo producía otros distintos, de manera que yo jamás habría creído que en el paraíso hubiese un espectáculo tan múltiple y encantador. Pero esto no es todo. Los rayos de las flores y de las coronas de unos jóvenes se reflejaban en las flores y en los de las coronas de todos los demás; lo mismo sucedía con las guirnaldas y con las vestiduras de cada uno. Además, el resplandor del rostro de un joven al expandirse, se fundía con el resplandor del rostro de los compañeros y al reverberar sobre aquellas facciones inocentes y redondas, producían tanta luz que deslumbraban la vista e impedían fijar los ojos en ellas.
Y así, en uno solo, se concentraban las bellezas de todos los compañeros con una armonía de luz inefable. Era la gloria accidental de los santos. No hay imagen humana capaz de dar una idea, aunque pálida, de la belleza que adquiría cada uno de aquellos jóvenes, en medio de un océano de esplendor tan grande. Entre ellos pude ver a algunos que se encuentran actualmente en el Oratorio y estoy seguro de que, si pudiesen apreciar, aunque sólo fuese la décima parte de la hermosura de que los vi revestidos, estarían dispuestos a sufrir el tormento del fuego, a dejarse descuartizar, a afrontar el más cruel de los martirios, antes que perderla.
Apenas pude reaccionar un poco, después de haber contemplado semejante espectáculo, me volví a mi guía y le dije:
– Pero ¿en tan crecido número de mis jóvenes, son tan pocos los inocentes? ¿Tan contados son los que nunca han perdido la gracia de Dios?
El pastor respondió:
– ¿Cómo? ¿Te parece pequeño su número? Por otra parte, ten presente que los que han tenido la desgracia de perder el hermoso lirio de la pureza, y, por tanto, la inocencia, pueden seguir a sus compañeros por el camino de la penitencia. ¿Ves allá? En aquel prado hay muchas flores; con ellas pueden tejer una corona y una vestidura hermosísima y seguir también a los inocentes en la gloria.
– Dime algo más que yo pueda comunicar a mis jóvenes, añadí entonces.
– Repíteles que si supiesen cuán bella y preciosa es a los ojos de Dios la inocencia y la pureza, estarían dispuestos a hacer cualquier sacrificio para conservarla. Diles que se animen a cultivar esta bella virtud, la cual supera a las demás en hermosura y esplendor. Por algo los castos son los que crescunt tanquam lilia in conspectu Domini. (Crecen como lirios a los ojos del Señor).
Yo quise entonces introducirme en medio de aquellos mis queridos hijos tan bellamente coronados, pero tropecé al andar y me desperté encontrándome en la cama.
Hijos míos: ¿sois todos inocentes? Tal vez entre vosotros hay algunos que lo son y a ellos van dirigidas estas mis palabras. Por caridad: no perdáis un tesoro de tan inestimable valor. ¡La inocencia es algo que vale tanto como el Paraíso, como el mismo Dios! ¡Si hubieseis podido admirar la belleza de aquellos jovencitos recubiertos de flores! El conjunto de aquel espectáculo era tal, que yo habría dado cualquier cosa por seguir gozando de él, y si fuese pintor, consideraría como una gracia grande el poder plasmar en el lienzo, de alguna manera, lo que vi. Si conocieseis la belleza de un inocente, os someteríais a las pruebas más penosas, incluso a la misma muerte, con tal de conservar el tesoro de la inocencia.
El número de los que habían recuperado la gracia, aunque me produjo un gran consuelo, creí, con todo, que sería mayor. También me maravillé de ver a alguno que aquí parece bueno y en el sueño tenía unos cuernos muy grandes y muy gruesos…
Don Bosco terminó haciendo una cálida exhortación a los que habían perdido la inocencia para que se empeñasen voluntariosamente en
recuperar la gracia por medio de la penitencia.
Dos días después, el 18 de junio, el siervo de Dios subía a su tribuna y daba algunas nuevas explicaciones del sueño.
No sería necesaria explicación alguna respecto al sueño, pero volveré a repetir lo que ya os dije. La gran llanura es el mundo, y los distintos parajes y el estado al que fueron llamados aquí todos nuestros jóvenes. El rincón donde estaban los corderos es el Oratorio. Los corderos son todos los jóvenes que estuvieron, están y estarán en el Oratorio. Los tres prados de esta zona, el árido, el verde y el florido, indican los estados de pecado, de gracia y de inocencia. Los cuernos de los corderos son los escándalos dados en el pasado. Había, además, quienes tenían los cuernos rotos, o sea los que fueron escandalosos y después se enmendaron por completo. Todas aquellas cifras que representaban el número 3, y que se veían grabadas en las distintas partes del cuerpo de cada cordero, simbolizan, según me dijo el pastor, tres castigos que Dios enviará a los jóvenes: 1.° Carestía de auxilios espirituales. 2.° Carestía moral, o sea, falta de instrucción religiosa y de la palabra de Dios. 3.° Carestía material, o sea, carencia incluso del alimento. Los jóvenes resplandecientes son los que se encuentran en gracia de Dios y, sobre todo, los que conservan la inocencia bautismal y la bella virtud de la pureza. íQué gloria tan grande les espera a los tales!
Entreguémonos, pues, queridos jóvenes, con el mayor entusiasmo a la práctica de la virtud. El que no esté en gracia de Dios, que la adquiera y después emplee todos los medios necesarios y la ayuda de Dios para conservarse en ella hasta la muerte; pues, si es cierto que no todos podemos estar en compañía de los inocentes y formar corona a Jesús, Cordero Inmaculado, al menos podemos seguir detrás de ellos.
Uno de vosotros me preguntó si estaba entre los inocentes y yo le dije que no, que tenía los cuernos rotos. Me preguntó también si tenía llagas y le dije que sí.
– ¿Y qué significan esas llagas?, me preguntó.
Yo le respondí:
– No temas. Tus llagas están ya casi cicatrizadas y desaparecerán con el tiempo; tales llagas no son deshonrosas, como no lo son las cicatrices de un combatiente, el cual, a pesar de las heridas y de los ataques del enemigo, supo vencer y conseguir la victoria. ¡Por tanto, son cicatrices gloriosas! Pero aún es más honroso combatir en medio del enemigo sin ser herido. La incolumidad del que lo consigue es causa de admiración para todos.
Explicando este sueño, don Bosco dijo también que no pasaría mucho tiempo sin que se dejasen sentir estos tres males; – Peste, hambre y también falta de medios para hacer bien a las almas.
Añadió que no pasarían tres meses sin que sucediese algo de particular.
Este sueño produjo en los jóvenes la impresión y los frutos que había conseguido otras muchas veces con relatos semejantes.
(MB IT VIII 839- 845 / MB ES 713-718)




Los corderitos y la tormenta de verano (1878)

El relato onírico que sigue, narrado por Don Bosco la tarde del 24 de octubre de 1878, es mucho más que un simple entretenimiento vespertino para los jóvenes del Oratorio. A través de la delicada imagen de los corderitos sorprendidos por una violenta tormenta de verano, el santo educador dibuja una vívida alegoría de las vacaciones escolares: un tiempo aparentemente despreocupado, pero cargado de peligros espirituales. El prado acogedor representa el mundo exterior, el granizo simboliza las tentaciones, mientras que el jardín protegido alude a la seguridad que ofrece la vida de gracia, los sacramentos y la comunidad educativa. En este sueño, que se convierte en catequesis, Don Bosco recuerda a sus muchachos —y a nosotros— la urgencia de vigilar, recurrir a la ayuda divina y apoyarse mutuamente para regresar íntegros a la vida cotidiana.

            Sobre la salida de los jóvenes para las vacaciones de este año y sobre el regreso, no quedó consignada noticia alguna, a excepción de un sueño relacionado con los efectos que este tiempo de asueto suele acarrear. Don Bosco lo contó en la noche del 24 de octubre. Apenas anunció que iba a proceder a su narración, las manifestaciones de satisfacción fueron grandes.

            Estoy muy contento de volver a ver al ejército de mis hijos armados contra diabolum. Esta expresión, aunque latina, la comprende hasta el mismo Cottino.
Tendría que deciros muchas cosas, porque es la primera vez que os hablo después de las vacaciones; pero ahora os quiero contar un sueño. Vosotros sabéis que los sueños se tienen durmiendo y que no hay que hacerles mucho caso, pero si no hay mal ninguno en no creer en ellos, tal vez tampoco lo hay en creer en ellos, pudiéndonos servir a veces de lección, como, por ejemplo, éste.
            Me encontraba en Lanzo durante la primera tanda de ejercicios y estaba durmiendo, cuando, como os he dicho, tuve un sueño. Parecióme estar en un lugar que no sabría identificar, pero se hallaba próximo a un pueblo en el que se veía un jardín y junto a éste un amplísimo prado. Estaba en compañía de algunos amigos que me invitaron a entrar en el jardín. Penetré en él y vi una multitud de corderillos que saltaban, corrían y hacían mil cabriolas según su costumbre. Cuando he aquí que se abrió una puerta que ponía en comunicación con el prado, y los corderillos corrieron a él para pastar.
            Muchos, sin embargo, no se preocuparon en salir, sino que se quedaron en el jardín, e iban de un lado para otro despuntando algunas hierbecillas alimentándose de esta manera, puesto que no había hierba en tanta abundancia como en el prado, al que había salido el mayor número de aquellos animales. -Voy a ver qué es lo que hacen estos animales ahí fuera, me dije. Fuimos al prado y los vi paciendo tranquilamente. Mas he aquí que de pronto se oscurece el cielo, brillan los relámpagos, retumba el trueno y se aproxima una tempestad.
            – Qué será de estos animales si los pilla la tormenta?, me decía yo. Vamos a ponerlos a salvo. Y comencé a llamarlos. Después, yo por una parte y mis compañeros por otras, procurábamos llevarlos hacia la entrada del jardín. Pero ellos no querían entrar; uno corría por aquí, otro escapaba por allá, nosotros intentábamos perseguirlos, ¡pero que si quieres!, ellos eran más veloces que nuestras piernas. Entretanto comenzaron a caer densas gotas, después a llover intensamente y yo no conseguía reunir el ganado. Una o dos ovejas entraron afortunadamente en el jardín, pero las demás, y eran muchísimas, continuaron en el prado. -Bien, si no quieren entrar en el jardín, peor para ellas, dije yo. Vamos a retirarnos nosotros. Y así lo hicimos.
            En el jardín había una fuente sobre la cual se veía escrito con caracteres cubitales: Fons signatus, fuente sellada. Estaba cerrada, pero de pronto se abrió, el agua subió hacia la altura y se dividió formando un arco iris, semejante a una bóveda, como la de este pórtico.
            Entretanto menudeaban cada vez más los relámpagos, seguidos de fragorosos truenos, y comenzó a granizar. Nosotros, con todos los corderillos que estaban en el jardín, nos amparamos y cobijamos bajo aquella bóveda maravillosa donde no penetraba el agua ni el granizo.
            – Pero ¿qué es esto?, preguntaba yo a los amigos. ¿Qué será de los pobrecillos que han quedado fuera?
            – Ya verás, me dijeron. Mira la frente de estos corderos, ¿qué observas?
            Me fijé y vi que sobre la frente de cada uno estaba escrito el nombre de un muchacho del Oratorio.
            – ¿Qué es esto?, pregunté.
            – ¡Verás, verás!
            Entretanto, yo no podía detenerme más y quise salir para ver qué les había sucedido a los pobres corderillos que estaban en el prado. -Recogeré a los que hayan muerto y los enviaré al Oratorio, pensaba entre mí. Pero, al salir de debajo de aquel arco, la lluvia caía sobre mí y vi a aquellas pobres bestezuelas tendidas en tierra, moviendo las patas intentando levantarse para dirigirse hacia el jardín; pero no podían andar. Abrí la puerta, levanté la voz, más sus esfuerzos eran inútiles. La lluvia y el granizo continuaban azotándolas de tal manera que infundían lastima; una era herida en la cabeza, otra en la quijada, ésta en un ojo, aquélla en una pata, otras en diversas partes del cuerpo.
            Después de algún tiempo, la tempestad cesó por completo.
            – Observa, me dijo el que estaba a mi lado, la frente de estos corderos.
            Y vi escrito en el lugar indicado el nombre de cada uno de los muchachos del Oratorio.
            – Conozco al muchacho que lleva este nombre, me dije; y no me parece precisamente un corderillo.
            – Verás, verás, me fue respondido.
            Seguidamente me presentaron un vaso de oro con tapadera de plata y al mismo tiempo escuché estas palabras:
            – Toca con tu mano untada en este bálsamo las heridas de estos animales y curarán inmediatamente.
            Yo, entonces, comencé a llamarlos:
            – ¡Brrr, brrr! No se movían. Repetí la llamada y nada; intenté acercarme a uno y se apartó arrastrándose. Yo les seguía, pero el juego volvía a repetirse. – ¿No quiere? ¡Peor para él!, exclamé. Iré en busca de otro.
            Y así lo hice, pero también éste escapó. A cuantos me aproximaba para ungirlos y curarlos, emprendían la fuga. Yo los perseguía, pero inútilmente. Al fin alcancé a uno: ¡pobrecillo!, tenía los ojos fuera de las órbitas y en tan mal estado que daba compasión, Se los toqué con la mano, curó y, saltando, corrió al jardín.
            Entonces, otras muchas ovejas, al ver esto, no manifestaron repugnancia, se dejaron tocar y curar y entraron en el jardín. Pero eran muchas las que quedaban fuera, especialmente las más llagadas, a las cuales no me fue posible acercarme.
            – ¡Si no se quieren curar, peor para ellas! Pero no sé cómo podré hacer para que entren en el jardín.
            – Déjalo de mi cuenta, me dijo uno de los amigos que estaban conmigo. Ya vendrán, ya vendrán. – ¡Ya veremos!, dije. Coloqué el vaso donde había estado primeramente y volví al jardín. Este había cambiado de aspecto por completo, y pude leer a su entrada: Oratorio. Apenas penetré en él, he aquí que los corderitos que no habían querido venir, se acercaron, entraron apresuradamente y corrieron a echarse por un lado y por otro; pero tampoco entonces pude acercarme a ellos. Hubo varios que, no queriendo recibir el ungüento, consiguieron que éste se convirtiese para ellos en veneno que en lugar de curarles las llagas se las irritaba aún más.
            – ¡Mira!, me dijo un amigo. ¿Ves aquel estandarte?
            Me volví y vi tremolar al viento un gran estandarte en el que se leía escrito en grandes caracteres: «Vacaciones».
            – Sí, lo veo, repliqué.
            – Ahí tienes el efecto de las vacaciones, añadió uno de los que me acompañaban, mientras yo me sentía abrumado de dolor al contemplar aquel espectáculo. -Tus jóvenes, continuó el tal, salen del Oratorio para ir a pasar las vacaciones, decididos a alimentarse con la palabra de Dios y a conservarse buenos: pero después sobreviene el temporal, esto es las tentaciones; seguidamente la lluvia, o asaltos del demonio; después cae el granizo, que representa las caídas en el pecado. Algunos recobran la salud con la confesión, pero otros no usan bien este Sacramento, o no se acercan a él en absoluto. No lo olvides y no te canses jamás de repetirlo a tus jóvenes: las vacaciones son como una gran tempestad para sus almas.
            Observaba yo a aquellos corderos descubriendo en algunos de ellos heridas mortales; estaba buscando la manera de curarlos, cuando don José Scappini, que había hecho ruido en la habitación próxima, me despertó.
            Este es el sueño, y aunque es un sueño tiene un significado que no hará ningún mal al que le preste fe. Puedo deciros que anoté algunos nombres de los muchos que vi en la frente de los corderos y confrontándolos con los jóvenes, comprobé que se conducían como indicaba el sueño. Sea como fuere, debemos, en esta Novena de los Santos, corresponder a la bondad de Dios, que quiere usar de misericordia con nosotros, y, mediante una buena confesión, curar las heridas de nuestra conciencia. Debemos, además, ponernos todos de acuerdo para combatir al demonio y, con el auxilio del cielo, saldremos victoriosos de esta lucha y conseguiremos recibir el premio de la victoria en el Paraíso.

            Este sueño hubo de influir grandemente en la buena marcha del nuevo curso escolar; en efecto, en la Novena de la Inmaculada, las cosas procedían tan bien, que don Bosco manifestó su satisfacción diciendo:
            – Los jóvenes se encuentran actualmente en un punto, tanto por aplicación como por conducta, al que, en años anteriores, apenas habían llegado en el mes de febrero. En la fiesta de la Inmaculada vieron éstos repetirse la bonita función de despedida de la cuarta expedición de misioneros.
(MB IT XIII 647-649 / MB ES 553-554)




Obsequios de los jóvenes a María (1865)

En el sueño narrado por Don Bosco en la Crónica del Oratorio, fechado el 30 de mayo, la devoción mariana se convierte en un vívido juicio simbólico sobre los jóvenes del Oratorio: una procesión de jóvenes se presenta, cada uno con un don, ante un altar espléndidamente adornado en honor a la Virgen. Un ángel, custodio de la comunidad, acoge o rechaza las ofrendas, revelando su significado moral: flores perfumadas o marchitas, espinas de desobediencia, animales que encarnan vicios graves como la impureza, el robo y el escándalo. En el corazón de la visión resuena el mensaje educativo de Don Bosco: la humildad, la obediencia y la castidad son los tres pilares para merecer la corona de rosas de María.

            En medio de estas penas don Bosco se consolaba con la devoción a María Santísima, honrada durante el mes de mayo por toda la comunidad de una manera especial. De sus pláticas de la noche solamente nos ha conservado la Crónica la del día 30 de mayo, que por cierto es preciosa en extremo.

30 de mayo

            Contemplé un gran altar dedicado a María y magníficamente adornado. Vi a todos los alumnos del Oratorio avanzando procesionalmente hacia él. Cantaban loas a la Virgen, pero no todos del mismo modo, aunque cantaban la misma canción. Muchos cantaban bien y con precisión de compás, aunque unos más fuerte y otros más bajos. Algunos cantaban con voces malas y muy roncas, éstos desentonaban, ésos caminaban en silencio y se salían de la fila, aquéllos bostezaban y parecían aburridos; algunos topaban unos contra otros y se reían entre sí. Todos llevaban regalos para ofrecérselos a María. Tenían todos un ramo de flores, quien más grande, quien más pequeño y distintos los unos de los otros. Unos tenían un manojo de rosas, otros de claveles, otros de violetas, etc. Algunos llevaban a la Virgen regalos muy extraños.

            Quien llevaba una cabeza de cerdito, quien un gato, quien un plato de sapos, quien un conejo, quien un corderito u otros regalos. Había un hermoso joven delante del altar que, si se le miraba atentamente, se veía que detrás de las espaldas tenía alas. Era, tal vez, el Ángel de la Guarda del Oratorio, el cual, conforme iban llegando los muchachos recibía sus regalos y los colocaba en el altar.
            Los primeros ofrecieron magníficos ramos de flores y él, sin decir nada, los colocó al pie del altar. Muchos otros entregaron sus ramos. El los miró; los desató, hizo quitar algunas flores estropeadas, que tiró fuera, y volviendo a arreglar el ramo, lo colocó en el altar. A otros, que tenían en su ramo flores bonitas, pero sin perfume, como las dalias, las camelias, etc., el Ángel hizo quitar también éstas porque la Virgen quiere realidades y no apariencias. Así rehecho el ramo, el Ángel lo ofreció a la Virgen. Muchos tenían espinas, pocas o muchas, entre las flores y, otros, clavos. El Ángel quitó éstos y aquéllas.

            Llegó finalmente el que llevaba el cerdito y el Ángel le dijo: -¿Cómo te atreves a presentar este regalo a María? ¿Sabes qué significa el cerdo? Significa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este pecado. Retírate, pues; no eres digno de estar ante Ella.
            Vinieron los que llevaban un gato y el Ángel les dijo:
            – ¿También vosotros os atrevéis a ofrecer a María estos dones? El gato es la imagen del robo, ¿y vosotros lo ofrecéis a la Virgen? Son ladrones los que roban dinero, objetos, libros a los compañeros, los que sustraen cosas de comer al Oratorio, los que destrozan los vestidos por rabia, los que malgastan el dinero de sus padres no estudiando, etc. E hizo que también éstos se pusieran aparte.
            Llegaron los que llevaban platos con sapos y el Ángel, mirándoles indignado, les dijo: -Los sapos simbolizan el vergonzoso pecado del escándalo y, ¿vosotros venís a ofrecérselos a la Virgen? Retiraos, id con los que no son dignos. Y se retiraron confundidos. Avanzaban otros con un cuchillo clavado en el corazón. El cuchillo significaba los sacrilegios. El Ángel les dijo:
            – ¿No veis que lleváis la muerte en el alma: ¿Que estáis con vida por misericordia de Dios y que de lo contrario estaríais perdidos para siempre? ¡Por favor! ¡Que os arranquen ese cuchillo! También éstos fueron echados fuera.
            Poco a poco se acercaron todos los demás jóvenes y ofrecían corderos, conejos, pescado, nueces, uvas, etc., etc. El Ángel recibió todo y lo puso sobre el altar. Y después de haber separado así los buenos de los malos, hizo formar en filas ante el altar aquéllos cuyos dones habían sido aceptados por María. Con gran dolor vi que los que habían sido puestos aparte eran más numerosos de lo que yo creía.
            Salieron por ambos lados del altar otros dos ángeles que sostenían dos riquísimas cestas llenas de magníficas coronas hechas con rosas estupendas. No eran rosas terrenales, sino como artificiales, símbolo de la inmortalidad.
            Y el Ángel de la Guarda fue tomando una a una aquellas coronas y coronó a todos los jóvenes formados ante el altar. Las había grandes y pequeñas, pero todas de una belleza incomparable. Os he de advertir que no solamente se hallaban allí los actuales alumnos de la casa, sino también muchos más que yo no había visto nunca.
            En esto que sucedió algo admirable. Había muchachos de cara tan fea que casi daban asco y repulsión; a éstos les tocaron las coronas más hermosas, señal de que a un exterior tan feo suplía el regalo de la virtud de la castidad, en grado eminente. Muchos otros tenían la misma virtud, pero en grado menos elevado. Muchos se distinguían por otras virtudes, como la obediencia, la humildad, el amor de Dios, y todos tenían coronas proporcionadas al grado de sus virtudes. El Ángel les dijo:
            -María ha querido que hoy fueseis coronados con hermosas flores. Procurad, sin embargo, seguir de modo que no os sean arrebatadas. Hay tres medios para conservarlas: 1.° humildad, 2.° obediencia, y 3.° castidad; son tres virtudes que siempre os harán gratos a María y un día os harán dignos de recibir una corona infinitamente más hermosa que ésta.
            Entonces los jóvenes empezaron a cantar ante el altar el Ave maris Stella.
            Terminada la primera estrofa, y procesionalmente, como habían llegado, iniciaron la marcha cantando: Load a María, pero con voces tan fuertes que yo quedé estupefacto, maravillado. Les seguí durante un rato y luego volví atrás para ver a los muchachos que el Ángel había puesto aparte: pero no los vi más.
            Amigos míos: yo sé quiénes fueron coronados y quiénes fueron rechazados por el Ángel. Se lo diré a cada uno en particular para que todos procuréis ofrecer a María obsequios que ella se digne aceptar.
            Mientras tanto, he aquí algunas observaciones: La primera. -Todos llevaban flores a la Virgen y, entre ellas, las había de muchas clases, pero observé que todos, unos más otros menos, tenían espinas en medio de las flores. Pensé y volví a pensar qué significaban aquellas espinas y descubrí que significaban la desobediencia. Tener dinero sin licencia y sin querer entregarlo al Administrador; pedir permiso para ir a un sitio y después ir a otro; llegar tarde a clase cuando ya hace tiempo que están los demás en ella, hacer merendolas clandestinas; entrar en los dormitorios de otros, lo que está severamente prohibido, no importa el motivo o pretexto que tengáis; levantarse tarde por la mañana; abandonar las prácticas reglamentarias; hablar en horas de silencio; comprar libros sin hacerlos revisar; enviar cartas por medio de terceros para que no sean vistas y recibirlas por el mismo medio; hacer tratos, comprar y vender cosas entre vosotros: esto es lo que significan las espinas. Muchos de vosotros preguntaréis si es pecado transgredir los reglamentos de la casa. Lo he pensado seriamente y os respondo que sí. No digo si ello es grave o leve; hay que regularse por las circunstancias, pero pecado lo es. Alguno me dirá que en la ley de Dios no se habla de que debamos obedecer los reglamentos de la casa. Escuchad: está en los mandamientos: – ¡Honrar padre y madre! ¿Sabéis qué quieren decir las palabras padre y madre? Comprenden también a los que hacen sus veces. Además, ¿no está escrito en la Escritura: Oboedite praepositis vestris? (Obedeced a vuestros dirigentes). Si a vosotros os toca obedecer, es lógico que a ellos toca mandar. Este es el origen de los reglamentos del Oratorio y ésta la razón de si se deben cumplir o no.
            Segunda observación. -Algunos llevaban entre sus flores unos clavos, clavos que habían servido para enclavar al buen Jesús. ¿Cómo? Siempre se empieza por las cosas pequeñas y luego se llega a las grandes. Aquel tal quería tener dinero para satisfacer sus caprichos y gastarlo a su antojo y por eso no quiso entregarlo; vendió después sus libros de clase y terminó por robar dinero y prendas a sus compañeros. Aquel otro quería estimular el garguero y llegaron las botellas, etc.; después se permitió otras licencias hasta caer en pecado mortal. Así se explican los clavos de aquellos ramos, así es como se crucifica al buen Jesús. Ya dice el Apóstol que los pecados vuelven a crucificar al Salvador. Rursus crucifigentes Filium Dei (Crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios).
            Tercera observación. -Muchos jóvenes tenían, entre las flores frescas y olorosas de sus ramos, flores secas y marchitas o sin perfume alguno. Estas significaban las buenas obras hechas en pecado mortal, las cuales no sirven para acrecentar sus méritos; las flores sin perfume son las obras buenas hechas por fines humanos, por ambición o solamente para agradar a superiores y maestros. Por esto el Ángel les reprochaba que se atreviesen a presentar a María tales obsequios y les mandaba atrás para que arreglasen su ramo. Ellos se retiraban, lo deshacían, quitaban las flores secas y después, arregladas las flores, las ataban como antes y las llevaban de nuevo al Ángel, el cual las aceptaba y ponía sobre la mesa. Una vez terminada su ofrenda, sin ningún orden, se juntaban con los otros que debían recibir la corona.

            Yo vi en este sueño todo lo que sucedió y sucederá a mis muchachos. A muchos ya se lo he dicho, a otros se lo diré. Por vuestra parte, procurad que la Santísima Virgen reciba de vosotros dones que no tengan que ser rechazados.
(MB IT VIII, 129-132 / MB ES 120-122)

Foto de apertura: Carlo Acutis durante una visita al Santuario mariano de Fátima.




La pureza y los medios para conservarla (1884)

En este sueño de Don Bosco, aparece un jardín paradisíaco: una ladera verde, árboles engalanados y, en el centro, un inmenso tapiz cándido adornado con inscripciones bíblicas que exaltan la pureza. Al borde están sentadas dos jovencitas de doce años, vestidas de blanco con cinturones rojos y coronas de flores: personifican la Inocencia y la Penitencia. Con voz suave dialogan sobre el valor de la inocencia bautismal, sobre los peligros que la amenazan y sobre los sacrificios necesarios para custodiarla: oración, mortificación, obediencia, pureza de los sentidos.

            Le pareció a don Bosco tener ante sí un inmenso y encantador collado, cubierto de verdor, en suave pendiente y completamente llano. En las faldas del mismo, se formaba un escalón, más bien bajo, desde el cual se subía a la vereda donde estaba don Bosco. Aquello parecía el Paraíso terrenal iluminado por una luz más pura y más viva que la del sol. Estaba todo cubierto de verde hierba, esmaltada de multitud de bellas y variadas flores y sombreado por un ingente número de árboles que, entrelazando las ramas entre sí, las extendían a guisa de amplios festones.
            En medio del vergel y hasta el límite del mismo, se extendía una alfombra de mágico candor, tan luciente que deslumbraba la vista. Tenía una longitud de muchas millas. Ofrecía toda la magnificencia de un regio estrado. Como ornato, sobre la franja que corría a lo largo de su borde, se veían varias inscripciones en caracteres dorados.
            Por un lado, se leía: Beati immaculati qui ambulant in lege Domini.
            Bienaventurados los puros que andan por los caminos de la ley del Señor.
            Y en el otro: Non privabit bonis eos qui ambulant in innocentia. No dejará sin bienes a los que viven en la inocencia.
            En el tercer lado: Non confundentur in tempore malo; in diebus famis saturabuntur. No se sentirán confundidos en el tiempo de la adversidad y, en los días de hambre, serán saciados.
            En el cuarto: Novit Dominus dies immaculatorum et haereditas eorum in aeternum erit. Conoció el Señor los días de los inocentes y la herencia de ellos será eterna.
            En las cuatro esquinas del estrado, en torno de un magnífico rosetón, se veían estas cuatro inscripciones:
            Cum simplicibus sermocinatio ejus: Su conversación será con los sencillos.
            Proteget gradientes simpliciter: Protege a los que suben con humildad.
            Qui ambulant simpliciter, ambulant confidenter: Los que caminan con sencillez, proceden confiadamente.
            Voluntas eius in iis qui simpliciter ambulant: Su voluntad se manifiesta a los que viven sencillamente.
            En mitad del estrado, había esta última inscripción: Qui ambulat simpliciter salvus erit: El que procede con sencillez será salvo.
            En el centro de la pradera, sobre el borde superior de aquella blanca alfombra, se levantaba un estandarte blanquísimo, sobre el cual se leía también escrito con caracteres de oro: Fili mi, tu semper mecum es et omnia mea tua sunt: Hijo mío, tú siempre has estado conmigo y todo lo mío te pertenece.
            Si don Bosco se sentía maravillado a la vista del jardín, más le llamaron la atención dos hermosas jovencitas, como de doce años, que estaban sentadas al borde de la alfombra donde el terreno formaba el escalón. Una celestial modestia se reflejaba en todo su gracioso continente. De sus ojos constantemente fijos en la altura, fluía no solamente una ingenua sencillez de paloma, sino que también brillaba en ellos la luz de un amor purísimo y de un gozo verdaderamente celestial. Sus frentes despejadas y serenas parecían el asiento del candor y de la sinceridad; sobre sus labios florecía una alegre y encantadora sonrisa. Los rasgos de sus rostros denotaban un corazón tierno y fervoroso. Los graciosos movimientos de la persona les comunicaba un aire tal de sobrehumana grandeza y de nobleza que contrastaba con su juventud.
            Una vestidura blanca les bajaba hasta los pies, sobre la cual no se distinguía ni mancha, ni arruga y ni siquiera un granito de polvo. Tenían ceñidos los costados con una faja bordada de lirios, de violetas y de rosas. Un adorno semejante, en forma de collar, rodeaba su cuello compuesto de las mismas flores, pero de forma diversa. Como brazaletes llevaban en las muñecas un hacecillo de margaritas blancas.
            Todos estos adornos y flores tenían formas y colores de una belleza imposible de describir. Todas las piedras más preciosas del mundo, engarzadas con la más exquisita de las artes, parecerían un poco de fango en su comparación.
            Sus blanquísimas sandalias estaban adornadas con una cinta blanca de bordes dorados con una graciosa lazada en el centro. Blanco también, con pequeños hilos de oro, era el cordoncillo con que estaban atadas.
            Su larga cabellera estaba sujeta con una corona que les ceñía la frente y era tan abundante que, al salir de la corona, formaba exuberantes bucles, cayendo después por la espalda a guisa de abundantes rizos.
            Ambas habían comenzado un diálogo: unas veces alternaban en el hablar; otras, se hacían preguntas o bien prorrumpían en exclamaciones. A veces, las dos permanecían sentadas; otras, una estaba sentada y la otra de pie o bien paseaban. Pero nunca salían de la superficie de aquella blanca alfombra y jamás tocaban las hierbas ni las flores. Don Bosco, en su sueño, permanecía a manera de espectador. Ni él dirigió palabra alguna a las jovencitas ni las jovencitas a él, pues ni se dieron cuenta de su presencia; la una decía a la otra con suavísimo acento:
            – ¿Qué es la inocencia? El estado afortunado de la gracia santificante, conservado merced a la constante y exacta observancia de la ley divina.
            Y la otra doncella, con voz no menos dulce:
            – La conservación de la pureza, de la inocencia, es fuente y origen de toda ciencia y de toda virtud.
            Y la primera:
            – ¡Qué brillo, qué gloria, qué esplendor de virtud, vivir bien entre los malos y, entre los malignos y malvados, conservar el candor de la inocencia y la pureza de las costumbres!
            La segunda se puso de pie y, deteniéndose junto a la compañera:
            – Bienaventurado el jovencito que no va detrás de los consejos de los impíos y no sigue el camino de los pecadores, sino que su complacencia es la ley del Señor, la cual medita día y noche.
            Y será como el árbol plantado a lo largo de las corrientes de las aguas de la gracia del Señor, el cual dará a su tiempo fruto copioso de buenas obras: aunque sople el viento, no caerán de él las hojas de las santas intenciones y del mérito y todo cuanto haga tendrá un próspero efecto y cada circunstancia de su vida cooperará a acrecentar su premio. Y, así diciendo, señalaba los árboles del jardín, cargados de frutos bellísimos, que esparcían por el aire un perfume delicioso, mientras unos arroyuelos de aguas limpísimas que, unas veces, discurrían por dos orillas floridas, otras, caían formando pequeñas cascadas o formaban pequeños lagos y bañaban sus pies, con un murmullo que parecía el sonido misterioso de una música lejana.
            La primera doncella replicó:
            – Es como un lirio entre las espinas que Dios acoge en su jardín y, después, lo toma para ornamento de su corazón; y puede decir a su Señor: Mi Amado para mí y yo para mi Amado, pues se apacienta en medio de lirios.
            Y, al decir esto, indicaba un gran número de lirios hermosísimos que alzaban su blanca corola entre las hierbas y las demás flores, mientras señalaba en la lejanía un altísimo valladar verde que rodeaba todo el jardín. Este valladar estaba todo cuajado de espinas y, detrás de él, vagaban unos monstruos asquerosos que intentaban penetrar en el jardín, pero se lo impedían las espinas del seto.
            – ¡Es cierto! ¡Cuánta verdad encierran tus palabras!, añadió la segunda, ¡Bienaventurado el jovencito que sea hallado sin culpa! ¿Pero quién será el tal y qué alabanzas diremos en su honor? Pues ha obrado cosas admirables en su vida. Fue encontrado perfecto y tendrá la gloria eterna; pudo haber pecado y no pecó; hacer el mal y no lo hizo. Por esto, sus bienes han sido establecidos por el Señor y sus obras buenas serán celebradas por todas las congregaciones de los Santos.
            – ¡Y, en la tierra, qué gloria les está reservada! Los llamará, les señalará un lugar en su santuario, los hará ministros de sus misterios y les dará un nombre sempiterno que jamás perecerá, concluyó la primera.
            La segunda se puso de pie y exclamó:
            – ¿Quién puede describir la belleza de un inocente? Su alma está espléndidamente vestida, como una de nosotras, adornada con la blanca estola del santo Bautismo. En su cuello, en sus brazos resplandecen gemas divinas, lleva en su dedo el anillo de la alianza con Dios. Camina velozmente en su viaje hacia la eternidad. Se abre delante de sus ojos un sendero sembrado de estrellas… Es tabernáculo viviente del Espíritu Santo. Con la sangre de Jesús que corre por sus venas y tiñe sus mejillas y sus labios, con la Santísima Trinidad en el corazón inmaculado, despide a su alrededor torrentes de luz que le revisten de un esplendor mayor que el del sol. Desde lo alto, llueven pétalos de flores celestes que llenan el aire. Todo el ambiente se puebla de las suaves armonías de los ángeles que hacen eco a sus plegarias. María Santísima está a su lado pronta a defenderla. El cielo está abierto para ella.  Se ha convertido en espectáculo para las inmensas legiones de los Santos y de los Espíritus bienaventurados que le invitan agitando sus palmas. Dios, entre los inaccesibles fulgores de su trono de gloria, le señala con la diestra el lugar que le tiene destinado, mientras que, con la izquierda, sostiene la espléndida corona con que le ha de coronar para siempre. El inocente es el deseo, la alegría, el aplauso del Paraíso. Y, sobre su rostro, está esculpida una alegría inefable. Es hijo de Dios. Dios es su Padre. El Paraíso es su herencia. Está continuamente con Dios. Lo ve, lo ama, lo sirve, lo posee, lo goza, posee un rayo de las delicias celestiales; está en posesión de todos los tesoros, de todas las gracias, de todos los secretos, de todos los dones, de todas sus perfecciones y de Dios mismo.
            – Por esto, se presenta tan gloriosa la inocencia en los Santos del Antiguo Testamento y en los del Nuevo, y especialmente en los Mártires. ¡Oh, Inocencia, cuán bella eres! Tentada, creces en perfección, humillada, te levantas más sublime; combatida, sales triunfante; sacrificada, vuelas a recibir la corona. Tú eres libre en la esclavitud, tranquila y segura en los peligros, alegre entre las cadenas. Los poderosos se inclinan ante ti, los príncipes te acogen, los grandes te buscan. Los buenos te obedecen, los malos te envidian, los rivales te emulan, los adversarios sucumben ante ti. Y tú saldrás siempre victoriosa, incluso cuando los hombres te condenen injustamente.
            Las dos doncellas hicieron una pequeña pausa, como para tomar un poco de aliento después de haber desahogado tan encendidos anhelos, y luego se tomaron de la mano y se miraron una a otra.
            – ¡Oh, si los jóvenes conociesen el precioso tesoro de la inocencia, cómo cuidarían, desde el principio de su vida, la estola del santo bautismo! Mas, por el contrario, no reflexionan, no piensan lo que quiere decir mancillarla. La inocencia es un licor preciosísimo.
            – Pero está encerrado en un frágil vaso de barro y, si no se le lleva con cautela, se rompe con la mayor facilidad.
            – La inocencia es una piedra preciosa.
            – Pero no se conoce su valor, se pierde y fácilmente se la cambia por un objeto vil.
            – La inocencia es un espejo de oro, que refleja la imagen de Dios.
            – Pero basta un poco de aire húmedo para empañarlo y hay que conservarlo envuelto en un velo.
            – La inocencia es un lirio.
            – Pero el solo contacto de una mano poco delicada puede marchitarlo.
            – La inocencia es una blanca vestidura. Omni tempore sint vestimenta tua candida.
            – Pero basta una sola mancha para hacerla perder su valor; por eso, es necesario caminar con mucha precaución.
            – La inocencia queda violada, si es afeada por una sola mancha, y pierde el tesoro de su gracia.
            – Basta un solo pecado mortal.
            – Y, una vez perdida, queda perdida para siempre.
            – ¡Qué desgracia la de tantas inocencias que se pierden cada día! Cuando un jovencito cae en el pecado, el Paraíso se le cierra; la Virgen Santísima y el Ángel de la guarda desaparecen, cesan las músicas y se eclipsa la luz. Dios no está ya en su corazón, desaparece el camino de estrellas que antes recorría; cae y queda al momento solo como una isla en medio del mar, de un mar de fuego que se extiende hasta el extremo horizonte de la eternidad, abismándose hasta la profundidad del caos… Sobre su cabeza brillan en el cielo, amenazantes, los rayos de la divina justicia. Satanás se ha convertido en su compañero, lo ha cargado de cadenas, le ha puesto un pie en el cuello y, con el bidente levantado en alto, ha exclamado:
            – ¡He vencido! Tu hijo es mi esclavo. Ya no te pertenece, para él se ha terminado la alegría.
            Si la justicia de Dios le priva en aquel momento del único punto de apoyo con que cuenta, está perdido para siempre.
            – ¡Y puede levantarse! La misericordia de Dios es infinita. Una buena confesión le puede devolver la gracia y el título de hijo de Dios.
            – Pero la inocencia, jamás. ¡Y qué consecuencias se originarán del primer pecado! Conoce el mal que antes no conocía; sentirá terriblemente el influjo de las malas inclinaciones; con la deuda enorme que ha contraído con la divina justicia, se sentirá más débil en los combates espirituales. Sentirá lo que antes no sentía, los efectos de la vergüenza, de la tristeza, del remordimiento.
            – Y pensar que antes se había dicho de él: Dejad que los niños se acerquen a Mí. Ellos serán como los ángeles de Dios en el cielo, Hijo mío, dame tu corazón.
            – ¡Ah, qué delito tan espantoso cometen aquellos desgraciados que son culpables de que un niño pierda la inocencia! Jesús ha dicho: El que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en Mí, mejor le fuera que le atasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen a lo más profundo del mar. ¡Ay del mundo a causa de los escándalos! No es posible impedir los escándalos, pero ¡ay de aquellos que escandalizan! Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños que creen en Mí, porque os aseguro que sus ángeles en el cielo ven perpetuamente el rostro de mi Padre e está en los cielos y piden venganza.
            – ¡Desgraciados! Pero no menos infelices son los que se dejan robar la inocencia.
            Y aquí las dos jovencitas comenzaron a pasear; el tema de su conversación era sobre cuál es el medio para conservar la inocencia.
            Una decía:
            – Es un gran error el de los jóvenes, al creer que la penitencia la debe practicar solamente quien ha pecado. La penitencia es también necesaria para conservar la inocencia. Si San Luis no hubiese hecho penitencia, habría caído sin duda en pecado mortal. Esto se debería predicar, inculcar, enseñar continuamente a los jóvenes. ¡Cuántos más numerosos serían los que conservarían la inocencia, mientras que ahora son tan pocos!
            – Lo dice el Apóstol: Hemos de llevar siempre, por todas partes, en nuestro cuerpo, la mortificación de Jesucristo, a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nosotros.
            – Y Jesús, santo, inmaculado e inocente, pasó una vida de privaciones y dolores.
            – Así también María y todos los Santos.
            – Y fue para dar ejemplo a todos los jóvenes. Dice San Pablo: «Si vivís según la carne, moriréis; si, con el espíritu dais muerte a las acciones de la carne, viviréis».
            – Por tanto, sin la penitencia no se puede conservar la inocencia.
            – Y, con todo, muchos querrían conservar la inocencia, viviendo libremente.
            – ¡Necios! ¿Acaso no está escrito: Fue arrebatado para que la malicia no alterase su espíritu y la seducción no indujese su alma a error?
            Mas la ofuscación de la vanidad oscurece el bien y el vértigo de la concupiscencia pervierte al alma inocente. Por tanto, dos enemigos tienen los inocentes: las máximas perversas y las malas conversaciones de los malvados y la concupiscencia. ¿No dice el Señor que la muerte en plena juventud es un premio que evita al inocente los combates? «Porque agradó al Señor, fue por El amado y, porque vivía entre los pecadores, fue llevado a otro lugar. Habiendo muerto en edad temprana, recorrió un largo camino. Porque Dios amaba su alma, lo sacó de en medio de la iniquidad. Fue arrebatado para que la malicia no alterase su espíritu y la seducción no indujese su alma a error».
            – Afortunados los niños que abrazan la cruz de la penitencia y con firme propósito dicen con Job: Donec deficiam, non recedam ab innocentia mea. Hasta que muera no me apartaré del camino de la inocencia.
            –
Por tanto, mortificación para superar el fastidio que sienten en la oración.
            – Está escrito: Psallam et intelligam in via immaculata. Quando venies ad me? Petite et accipietis. Pater noster!
            – Mortificación de la inteligencia mediante la humildad, obedecer a los Superiores y a los reglamentos.
            – También está escrito: Si mei non fuerint dominati, tunc immaculatus ero et emundabor a delicto maximo. Y esto es la soberbia. Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. El que se humilla será exaltado y el que se exalta será humillado. Obedeced a vuestros Superiores.
            – Mortificación en decir siempre la verdad, en manifestar los propios defectos y los peligros en los cuales puede uno encontrarse. Entonces recibirá siempre consejo, especialmente del confesor.
            – Pro anima tua, ne confundaris dicere verum. Por amor de tu alma no tengas vergüenza de decir la verdad. Porque hay una vergüenza que trae consigo el pecado y hay otra vergüenza que trae consigo la gloria y la gracia.
            – Mortificación del corazón, frenando sus movimientos desordenados, amando a todos por amor de Dios y apartándonos resueltamente de aquellos que pretenden mancillar nuestra inocencia.
            – Lo ha dicho Jesús: Si tu mano o tu pie te sirven de escándalo, córtalos y arrójalos lejos de ti; es mejor para ti llegar a la vida, con una mano o con un pie de menos, que, con ambas manos o con ambos pies, ser precipitado al fuego eterno. Y si tu ojo te sirve de escándalo, sácatelo y arrójalo lejos de ti; es mejor entrar en la vida eterna, con un solo ojo, que con los dos ser arrojado al fuego del infierno.
            – Mortificación en soportar valientemente y con franqueza las burlas del respeto humano. Exacuerunt, ut gladium, linguas suas: intenderunt arcum, rem amaram, ut saggitent in occulis immaculatum.
            – Y vencerán estas mofas malignas, temiendo ser descubiertos por los Superiores, pensando en las terribles palabras de Jesús: El que se avergonzare de Mí y de mis palabras, se avergonzará de él el Hijo del hombre, cuando venga con toda su majestad y con la del Padre y de los santos Ángeles.
            – Mortificación de los ojos, al mirar, al leer, apartándose de toda lectura mala e inoportuna.
            – Un punto esencial. He hecho pacto con mis ojos de no pensar ni siquiera en una virgen. Y en los salmos: Guarda tus ojos para que no vean la vanidad,
            – Mortificación del oído y no escuchar malas conversaciones, palabras hirientes o impías.
            – Se lee en el Eclesiástico: Saepi aures tuas spinis, linguam nequam noli audire. Rodea con un seto de espinas tus oídos y no escuches la mala lengua.
            – Mortificación en el hablar: no dejarse vencer por la curiosidad.
            – También está escrito: Coloca una puerta y un candado a tu boca. Ten cuidado de no pecar con la lengua, para que no seas derribado a vista de los enemigos que te insidian y tu caída llegue a ser incurable y mortal.
            – Mortificación del gusto: no comer, no beber demasiado.
            – El demasiado comer y el demasiado beber fue causa del diluvio universal y del fuego sobre Sodoma y Gomorra y de los mil castigos que cayeron sobre el pueblo hebreo.
            – Mortificarse, en suma, sufriendo cuanto nos sucede a lo largo del día, el frío, el calor y no buscar nuestras satisfacciones. Mortificad vuestros miembros terrenos, dice San Pablo.
            – Recordad el dicho de Jesús: Si quis vult post me venire, abneget semetipsum et tollat crucem suam quotidie et sequatur me.
            – Dios mismo, con su próvida mano, rodea de espinas y de cruces a sus inocentes, como hizo con Job, con José, con Tobías y con otros Santos. Quia acceptus eras Deo, necesse fuit ut tentatio probaret te.
            – El camino del inocente tiene sus pruebas, sus sacrificios, pero recibe fuerza en la Comunión, porque quien comulga frecuentemente tiene la vida eterna, está en Jesús y Jesús en él. Vive la misma vida de Jesús y El lo resucitará en el último día. Es éste el trigo de los elegidos y el vino que engendra vírgenes. Parasti in conspectu meo mensam adversus eos, qui tribulant me. Cadent a latere tuo mille et decem millia a dextris tuis, ad te autem non appropinquabunt.
            –
La Virgen Santísima a quien tanto ama es su Madre. Ego mater pulchrae dilectionis et timoris et agnitionis et sanctae spei. In me gratia omnis (para conocer) viae et veritatis; in me omnis spes vitae et virtutis. Ego diligentes me diligo. Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt. Terribilis ut castrorum acies ordinata.
           
Las dos doncellas se volvieron entonces y comenzaron a subir lentamente la pendiente.Y la una exclamó:
            –
La salud de los justos viene del Señor. El es su protector en el tiempo de la tribulación. El Señor los ayudará y los librará. El los librará de las manos de los pecadores y los salvará porque esperaron en El.
            Y la otra prosiguió:
            – Dios me dotó de fortaleza y el camino que recorro es inmaculado.
            Al llegar ambas doncellas al centro de aquella alfombra, se volvieron.
            – Sí, gritó una de ellas, la inocencia coronada por la penitencia es la reina de todas las virtudes.
            Y la otra exclamó también:
            – ¡Cuán gloriosa y bella es la generación de los castos! Su memoria es inmortal y admirable a los ojos de Dios y de los hombres. La gente la imita cuando está presente y la desea, cuando ha partido para el cielo, y, coronada, triunfa en la eternidad, después de vencer los combates de la castidad. ¡Y qué triunfo! ¡Qué gozo! Qué gloria al presentar a Dios, inmaculada, la estola del santo Bautismo, después de tantos combates entre los aplausos, los cánticos, el fulgor de los ejércitos celestiales.
            Mientras hablaban de esta manera del premio reservado a la inocencia conservada mediante la penitencia, don Bosco vio aparecer legiones de ángeles que, bajando del cielo, se asentaban sobre el blanco tapiz. Y se unían a aquellas dos doncellas, conservando ellas el puesto del centro. Formaban una gran multitud que cantaba: Benedictus Deus et Pater Domini Nostri Jesus Christi, qui benedixit nos in omni benedictione spirituali in coelestibus in Christo; qui elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius in charitate et praedestinavit nos in adoptionem per Jesum Christum.
            Las dos niñas se pusieron entonces a cantar un himno maravilloso, pero con tales palabras y tales notas, que sólo los ángeles que estabanmás próximos al centro podían modular. Los otros también cantaban, pero don Bosco no podía oír sus voces, observando sólo los gestos y el movimiento de los labios al adaptar la boca al canto.
            Las dos niñas cantaban: Me propter innocentiam suscepisti et confirmasti me in conspectu tuo in aeternum. Benedictus Dominus Deus a saeculo et usque in saeculum; fiat, fiat!
            Entretanto, a las primeras escuadras de ángeles se añadieron otras y otras. Su vestido era de varios colores y adornos, diversos los unos de los otros y especialmente diferente del de las doncellas. Pero la riqueza y magnificencia de los mismos era divina. La belleza de cada uno era tal que la mente humana no la podría concebir en manera alguna, ni formarse la más remota idea de ellos. El espectáculo que ofrecía esta escena era indescriptible; pero sólo a fuerza de añadir palabras a palabras, se podría explicar en cierta manera el concepto.
            Terminado el canto de las dos niñas, entonaron todos juntos un himno inmenso y tan armonioso que jamás se oyó cosa igual ni se oirá sobre la tierra.
            He aquí lo que cantaban: Ei, qui potens est vos conservare sine peccato et constituere ante conspectum gloriae suae immaculatos in exultatione, in adventu Domini nostri Jesu Christi: Soli Deo Salvatori nostro, per Jesum Christum Dominum nostrum, gloria et magnificentia, imperium et potestas ante omne saeculum, et nunc et in omnia saecula saeculorum. Amen.
           
Mientras cantaban, iban llegando nuevas escuadras de ángeles y, cuando el canto hubo terminado, poco a poco, todos se elevaron en el aire y desaparecieron al mismo tiempo que aquella visión.
            Y don Bosco se despertó.

(MB IT XVII, 722-730 / MB ES 625-632)




El sueño de las 22 lunas (1854)

Era un día de fiesta del mes de marzo de 1854. Don Bosco reunió, después de la función de vísperas, a todos los alumnos internos en un local situado detrás de la sacristía y les anunció que iba a contarles un sueño. Estaban presentes entre otros los muchachos Cagliero, Turchi, Anfossi y los clérigos Reviglio y Buzzetti, de cuyos labios oímos nuestra narración. Todos estaban persuadidos de que don Bosco ocultaba las comunicaciones que recibía del cielo, bajo el nombre de sueño. El sueño fue el siguiente:

            — Me encontraba yo en medio de vosotros en el patio y me alegraba en mi corazón al contemplaros tan vivarachos, alegres y contentos. Quiénes saltaban, quiénes gritaban, otros corrían. De pronto vi que uno de vosotros salió por una puerta de la casa y comenzó a pasear entre los compañeros con una especie de chistera o turbante en la cabeza. Era el tal turbante transparente, estaba iluminado por dentro y ostentaba en el centro una hermosa luna en la que aparecía grabado el número 22. Yo, admirado, procuré inmediatamente acercarme al joven en cuestión para decirle que dejase aquel disfraz carnavalesco; pero he aquí que, entre tanto, el ambiente empezó a oscurecerse y, como a toque de campana, el patio quedó desierto, yendo todos los jóvenes a reunirse en filas debajo de los pórticos. Todos reflejaban en sus rostros un gran temor y diez o doce tenían la cara cubierta de mortal palidez. Yo pasé por delante de todos para examinarlos y entre ellos descubrí al que llevaba la luna sobre la cabeza, el cual estaba más pálido que los demás; de sus hombros pendía un manto fúnebre. Me dirigí a él para preguntarle el significado de todo aquello, cuando una mano me detuvo y vi a un desconocido de aspecto grave y noble continente, que me dijo:
            — Antes de acercarte a él, escúchame; todavía tiene veintidós lunas de tiempo; antes de que hayan pasado, este joven morirá. No le pierdas de vista y prepáralo.
            Yo quise pedir a aquel personaje alguna otra explicación sobre lo que me acababa de decir y sobre su repentina aparición, pero no logré verle más. El joven en cuestión, mis queridos hijos, me es conocido y está en medio de vosotros.
            Un vivo terror se apoderó de los oyentes, tanto más que era la primera vez que don Bosco anunciaba en público y con cierta solemnidad la muerte de uno de los de casa. El buen padre no pudo por menos de notarlo y prosiguió:
            — Yo conozco al de las lunas, está en medio de vosotros. Pero no quiero que os asustéis. Como os he dicho, se trata de un sueño y sabéis que no siempre se debe prestar fe a los sueños. De todas maneras, sea como fuere, lo cierto es que debemos estar siempre preparados, como nos lo recomienda el Divino Salvador en el Evangelio y no cometer pecados; entonces la muerte no nos causará espanto. Sed todos buenos, no ofendáis al Señor, y yo entre tanto no perderé de vista al del número 22, el de las veintidós lunas o veintidós meses, que eso quiere decir; y espero que tendrá una buena muerte.
            Esta noticia, si bien asustó mucho al principio a los muchachos, hizo inmediatamente un grandísimo bien entre ellos, pues todos procuraban mantenerse en gracia de Dios, con el pensamiento de la muerte, mientras contaban las lunas que se iban sucediendo.
            Don Bosco, de vez en cuando, les preguntaba:
            — ¿Cuántas lunas faltan aún?
            Y lo muchachos respondían:
            — Veinte, dieciocho, quince, etc.
            A veces, algunos que no perdían una sola de sus palabras, se le acercaban para decirle el número de lunas que habían pasado, e intentaban hacer pronósticos, adivinar…, pero don Bosco guardaba silencio.
            El joven Piano, que había entrado en el Oratorio en el mes de noviembre (1854), oyó hablar de la luna novena, y por los superiores y compañeros vino a saber la predicción de don Bosco. Y también, como los demás, empezó a prestar atención a los acontecimientos.
            Finalizó el año de 1854; pasaron algunos meses del 1855 y llegó el mes de octubre, esto es, el correspondiente a la luna vigésima. Clagliero, ya clérigo, había sido encargado de vigilar tres habitaciones situadas en la antigua casa Pinardi, que servían de dormitorio a algunos muchachos. Había entre ellos un tal Segundo Gurgo, natural de Pettinengo, en la región de Biella, que contaba unos diecisiete años, bien desarrollado y robusto, prototipo del joven lleno de salud, que ofrecía garantías por su aspecto de poder vivir larga vida y alcanzar una extrema vejez.
            Su padre lo había recomendado a don Bosco para que lo aceptase como interno. Era un pianista excelente y un buen organista; estudiaba música de la mañana a la noche y ganaba sus buenos dineros dando clases en Turín.
            Don Bosco, a lo largo del año, había pedido de vez en cuando al clérigo Cagliero informes sobre la conducta de sus asistidos con particular interés. En el mes de octubre lo llamó y le dijo:
            — ¿Dónde duermes?
            — En la última habitación, y desde ella asisto a las otras dos, replicó Cagliero.
            — Y ¿no sería mejor que trasladases tu cama a la habitación del centro?
            — Como usted quiera; pero le hago saber que las otras dos habitaciones no tienen humedad, mientras que una de las paredes de la segunda corresponde al muro del campanario de la iglesia recientemente construido. Por tanto, hay en ella un poco de humedad: se acerca el invierno y podría acarrearme alguna enfermedad. Por otra parte, desde donde estoy instalado ahora, puedo asistir muy bien a todos los jóvenes de mi dormitorio.
            — En cuanto a asistirlos, sé que lo puedes hacer bien, pero creo que es mejor que te traslades a la habitación del centro.
            Cagliero obedeció, pero después de algún tiempo pidió permiso a don Bosco para llevar su cama de nuevo a la habitación anterior.
            Don Bosco no se lo consintió.
            — Continúa, le dijo, donde estás y duerme tranquilo, porque tu salud no se resentirá lo más mínimo.
            El clérigo Cagliero se tranquilizó, y algunos días después fue llamado por don Bosco.
            — ¿Cuántos sois en tu nueva habitación?
            — Tres, respondió; Garovaglia, el joven Segundo Gurgo y yo, más el piano que hace el número cuatro.
            — Bien, dijo don Bosco, muy bien. Sois tres pianistas y Gurgo os podrá dar lecciones de música. Tú procura no perderlo de vista.
            Y no añadió nada más. El clérigo, acuciado por la curiosidad y sospechando algo, comenzó a hacerle preguntas, pero don Bosco le interrumpió diciendo:
            — El porqué de todo esto lo sabrás a su tiempo.
            El secreto no era otro, sino que en aquella habitación estaba el joven de las veintidós lunas.
            A principios de diciembre no había ningún enfermo en el Oratorio y don Bosco, subiendo a su tribuna después de las oraciones de la noche, anunció que uno de los jóvenes presentes moriría antes de la fiesta de Navidad.
            Ante esta nueva predicción y el próximo cumplimiento de las veintidós lunas, reinaba en la casa gran preocupación; los muchachos recordaban frecuentemente las palabras de don Bosco y temían la realización de lo anunciado.
            Don Bosco, por aquellos días, llamó nuevamente al clérigo Cagliero preguntándole si Gurgo se portaba bien y si, después de dar las clases de música en la ciudad, regresaba a casa temprano. Cagliero le respondió que todo procedía normalmente, no habiendo novedad alguna entre sus compañeros.
            — Muy bien, añadió el siervo de Dios, estoy contento; procura que todos observen buena conducta y avísame si sucediese cualquier inconveniente.
            Y, dicho esto, no añadió más.
            Mas he aquí que, hacia la mitad de diciembre, Gurgo se sintió asaltado por un cólico violento y tan pernicioso que, habiendo sido llamado el médico con toda urgencia, por consejo de éste, se le administraron al paciente los últimos sacramentos. Ocho días duró la penosa enfermedad y Gurgo fue mejorando, gracias a los cuidados del doctor Debernardi, de forma que pronto pudo levantarse del lecho convaleciente. El mal había sido conjurado y el médico aseguraba que el joven se había librado de la muerte. Entre tanto, se había avisado al padre del muchacho, pues no habiendo muerto hasta entonces nadie en el Oratorio, don Bosco quería librar a sus alumnos de tan desagradable espectáculo. La novena de Navidad había comenzado y Gurgo, casi curado, pensaba ir a su pueblo natal para pasar las pascuas con sus parientes. A pesar de ello, cuando se daban buenas noticias a don Bosco sobre este joven, parecía que el buen padre se resistía a creerlas.
            Se personó en el Oratorio el señor Gurgo; al encontrar a su hijo en tan buen estado de salud, obtenido el permiso correspondiente, fue a reservar los asientos en la diligencia para marchar con él al día siguiente a Novara, y de allí a Pettinengo, donde se repondría del todo, disfrutando de los aires nativos.
            Era el domingo 23 de diciembre; Gurgo manifestó aquella tarde deseos de comer un poco de carne, alimento que le había sido prohibido por el médico. El padre, por complacerlo, fue a comprarla y la hizo cocer en una cacerolita. El joven bebió el caldo y comió la carne, que ciertamente debía estar medio cruda, en cantidad un poco excesiva. El padre se marchó y en la habitación quedaron Cagliero y el enfermo. Mas he aquí que, a cierta hora de la noche, el paciente comenzó a quejarse de fuertes dolores de vientre. El cólico se le había repetido de un modo más alarmante. Gurgo llamó por su nombre al asistente:
            — ¡Cagliero, Cagliero! ¡Ya terminé de darte las clases de piano!
            — Ten paciencia, ¡ánimo!, respondió Cagliero.
            — Ya no iré más a casa. Ruega por mí, no sabes lo mal que me siento. Pide por mí a la Santísima Virgen.
            — Sí, lo haré; invócala tú también.
            Seguidamente Cagliero comenzó a rezar por el enfermo, pero, vencido por el sueño, se quedó dormido. Mas he aquí que, de pronto, el enfermero lo sacude e, indicándole a Gurgo, corre a llamar inmediatamente a don Víctor Alasonatti, que dormía en la habitación contigua.
            Llegó éste, y al cabo de unos instantes Gurgo expiraba.
            La desolación en la casa fue general. Cagliero se encontró por la mañana a don Bosco, que bajaba las escaleras para ir a celebrar; el buen padre estaba hondamente apenado, porque ya le habían comunicado la dolorosa noticia. En el Oratorio se comentó mucho esta muerte. Era la luna vigésima segunda aún no cumplida; y Gurgo, al morir el día 24 de diciembre antes de la aurora, había hecho que se cumpliese la segunda predicción de don Bosco, a saber, que no habría asistido a la fiesta de Navidad.
            Después de la comida, jóvenes y clérigos rodearon silenciosos a don Bosco. De pronto el clérigo Juan Turchi le preguntó si Gurgo era el de las lunas.
            — Sí, respondió don Bosco: él era; el mismo que vi en el sueño.
            Seguidamente añadió:
            — Os daríais cuenta de que yo, hace tiempo, lo puse a dormir en una habitación especial, recomendando a uno de mis mejores asistentes que llevase su cama a la misma habitación para que lo tuviese bajo su vigilancia. El asistente fue el clérigo Juan Cagliero.
            Y volviéndose al aludido, le dijo:
            — Otra vez no hagas tantas observaciones a lo que te diga don Bosco. ¿Comprendes ahora por qué yo no quería que abandonases la habitación en la que estaba aquel pobrecito? Tú me lo pediste insistentemente, pero yo no te lo concedía porque quería que Gurgo tuviese junto a sí a alguien que velase por él. Si él viviese todavía, podría dar testimonio de las muchas veces que le hablé, como quien no quiere la cosa, de la muerte, y de los cuidados que le prodigué, para prepararlo a un feliz tránsito.
            «Entonces, escribe monseñor Cagliero, comprendí el motivo de las especiales recomendaciones que me hizo don Bosco y aprendí a conocer y apreciar mejor la importancia de sus palabras y de sus paternales avisos».
            La noche anterior a la fiesta de Navidad, narra Pedro Enría, aún recuerdo que don Bosco subió a la tribuna mirando a su alrededor como si buscase a alguien. Y dijo:
            — Es el primer joven que muere en el Oratorio. Ha hecho las cosas bien y esperamos que esté ya en el Paraíso. Os recomiendo a todos que estéis siempre preparados…
            Y no pudo proseguir porque su corazón estaba muy dolorido. La muerte le había arrebatado un hijo».
(MB IT V, 377-383 / MB ES V, 272-277)




Paseo de los jóvenes al Paraíso (1861)

Vamos a proceder a la narración de otro hermoso sueño que tuvo don Bosco durante las noches del 3, 4 y 5 de abril del año 1861. «Varias circunstancias que en él se admiran -comenta don Juan Bonetti- convencerán plenamente al lector de que se trata de uno de esos sueños que el Señor se complace en infundir de vez en cuando a sus fieles siervos.» Bonetti y Ruffino lo describen con todo detalle tal y como nosotros lo exponemos seguidamente:

            En la noche del 7 de abril de 1861, después de las oraciones, subió don Bosco a la tribuna, desde donde solía hablar, para decir una buena palabra a los jovencitos y comenzó así:
            – Tengo algo muy curioso que contaros. Se trata de un sueño. Un sueño no es una cosa real. Os lo digo para que no le deis mayor importancia de la que merece. Antes de comenzar mi narración debo hacer algunas observaciones. Yo os lo cuento todo, de la misma manera que me agrada me digáis todas vuestras cosas. Sabéis que no tengo secretos para vosotros, pero lo que se dice aquí debe quedar entre nosotros. No me atrevería a asegurar que se haga reo de pecado quien lo contase a personas extrañas, pero es mejor que estas cosas no pasen del dintel del Oratorio. Comentadlo entre vosotros, reíd, bromead, sobre cuanto os voy a decir, cuanto os plazca, pero sólo con aquellas personas que sean de vuestra confianza y que creáis pueden sacar de ello algún provecho, si las consideráis convenientemente capacitadas para ello.
El sueño consta de tres partes; lo tuve durante tres noches consecutivas; por eso, hoy os contaré una parte y las otras dos en las noches siguientes. Lo que más admiración me produjo fue que reanudé el sueño la segunda y tercera noche en el punto preciso en que había quedado la noche precedente al despertarme.

PRIMERA PARTE
            Los sueños se tienen durmiendo y, por tanto, yo dormía al comenzar a soñar.
Algunos días antes había estado fuera de Turín, y pasé muy cerca de las colinas de Moncalieri. El espectáculo de aquellas colinas que comenzaban a cubrirse de verdor, me quedó impreso en la mente, y, por tanto, bien pudo ser que las noches siguientes, al dormir, la idea de aquel hermoso espectáculo viniese de nuevo a impresionar mi fantasía y ésta avivase en mí el deseo de dar un paseo. Lo cierto es que, en sueños contemplé una amplia y dilatada llanura: ante mis ojos se levantaba una alta y extensa colina. Estábamos todos parados cuando, de pronto, hice a mis jóvenes la siguiente propuesta:
            – Vamos a dar un buen paseo?
            – Pero, ¿adónde?
            Nos miramos los unos a los otros; reflexionamos unos instantes y después, no sé por qué causa extraña, alguno comenzó a decir:
            – Vamos al Paraíso?
            – Sí, sí; vamos a dar un paseo al Paraíso -replicaron los demás.
            – ¡Bien, bien! ¡Vamos! -exclamaron todos a una.
            Partiendo de la llanura, después de caminar un poco, nos encontramos al pie de la colina. Al comenzar a subir por un sendero ¡qué admirable espectáculo! Sobre toda la extensión que podíamos abarcar con la vista, la dilatada ladera de aquella colina estaba cubierta de bellísimas plantas de todas las especies: frágiles y bajas, fuertes y robustas; con todo, estas últimas no eran más gruesas que un brazo. Había perales, manzanos, cerezos, ciruelos, vides de variadísimos aspectos, etc., etc. Lo más singular era que en cada una de las plantas se veían flores que comenzaban a brotar y otras plenamente formadas y dotadas de bellísimos colores; frutos pequeños y verdes y otros gruesos y maduros; de forma que en aquellas plantas había cuanto de hermoso producen la primavera, el estío y el otoño. La abundancia de frutos era tal, que parecía que las ramas no podrían resistir el peso.

            Los muchachos se acercaban a mí llenos de curiosidad y me preguntaban la explicación de aquel fenómeno, pues no sabían darse razón de semejante milagro. Recuerdo que, para satisfacerles un poco, les di la siguiente respuesta:
            – Tened presente que el paraíso no es como nuestra tierra, donde cambian las temperaturas y las estaciones. Habéis de saber que aquí no hay cambio alguno; la temperatura es siempre igual, suavísima, adaptada a las exigencias de cada planta. Por eso cada una de éstas recoge en sí cuanto de hermoso y bueno hay en cada estación del año.
            Quedamos, pues, completamente extáticos, contemplando aquel jardín encantador. Soplaba una suave brisa; en la atmósfera reinaba la más completa calma; se percibía un sosiego, un ambiente de suavísimos perfumes que penetraba por todos nuestros sentidos, haciéndonos comprender que estábamos gustando de las delicias de todas aquellas frutas. Los jóvenes tomaban de aquí una pera, de allá una manzana, de acullá una ciruela o un racimo de uvas, mientras que, al mismo tiempo, seguíamos subiendo todos juntos la colina. Cuando llegamos a la cumbre creíamos estar en el Paraíso; en cambio, estábamos bien distantes de él… Desde aquella elevación, y del otro lado de una gran llanura o explanada que estaba en el centro de una extensa altiplanicie, se divisaba una montaña tan alta que su cúspide tocaba a las nubes. Por ella subía trepando trabajosamente, pero con gran celeridad, una gran multitud de gentes y en lo más elevado estaba El que invitaba a los que subían a que continuasen sin desmayo la ascensión. Veíamos a otros descender desde la cumbre a lo más bajo para ayudar a los que estaban ya muy cansados, por haber escalado un paraje difícil y escarpado. Los que, finalmente, llegaban a la meta eran recibidos con gran júbilo, con extraordinario regocijo. Todos nos dimos cuenta de que el Paraíso estaba allá y, encaminándonos hacia la altiplanicie, proseguimos después en dirección a la montaña para intentar la subida. Ya habíamos recorrido un buen trozo de camino, cuando numerosos jóvenes, emprendieron una veloz carrera, para llegar antes, se adelantaron mucho a la multitud de sus compañeros.
            Mas, antes de llegar a la falda de aquella montaña, vimos en la altiplanicie un lago lleno de sangre, de una extensión como desde el Oratorio a la Plaza Castillo. Alrededor de este lago, en sus orillas, había manos, pies, y brazos cortados; piernas, cráneos y miembros descuartizados. ¡Qué horrible espectáculo! Parecía que en aquel paraje se hubiera reñido una cruenta batalla. Los jóvenes que se habían adelantado corriendo y que habían sido los primeros en llegar, estaban horrorizados. Yo, que me encontraba aún muy lejos, y que de nada me había dado cuenta, al observar sus gestos de estupor, y que se habían detenido con una gran melancolía reflejada en sus rostros, les grité:
            – Por qué esa tristeza? ¿Qué os sucede? ¡Seguid adelante!
            – Sí? ¡Que sigamos adelante! Venga, venga a ver, -me respondieron. Apresuré el paso y pude contemplar aquel espectáculo. Todos los demás jóvenes que acababan de llegar, y que poco antes estaban tan alegres, quedaron silenciosos y llenos de melancolía. Yo, entretanto, erguido sobre la playa del lago misterioso, observaba a mi alrededor. No era posible seguir adelante. De frente, en la
orilla opuesta, se veía escrito en grandes caracteres: «PER SANGUINEM» (por sangre).
Los jóvenes se preguntaban unos a otros:
            – Qué es esto? ¿Qué quiere decir todo esto? Entonces pregunté a UNO que ahora no recuerdo quién era, el cual me dijo:
            – Aquí está la sangre vertida por tantos y tantos que alcanzaron ya la cumbre de la montaña que ahora están en el Paraíso. ¡Esta es la sangre de los mártires! ¡Aquí está la sangre de Jesucristo, con la que fueron rociados los cuerpos de aquéllos que dieron testimonio de la fe! Nadie puede ir al Paraíso sin pasar por este lago y sin ser rociado con esta sangre. Esta sangre, defensora de la Santa Montaña, representa a la Iglesia Católica. Todo aquel que intente asaltarla morirá víctima de su locura. Todas estas manos y todos estos pies truncados, estas calaveras deshechas, los miembros cortados en pedazos que veis diseminados por las orillas son los restos miserables de los enemigos que quisieron combatir contra la Iglesia. ¡Todos fueron destrozados! ¡Todos perecieron en este lago! Aquel joven, en el curso de su conversación, nombró a numerosos mártires, entre los cuales también a los soldados del Papa, caídos en el campo de batalla por defender el poder temporal del Pontificado.
            Dicho esto, señalando hacia nuestra derecha, en dirección Este, nos indicó un inmenso valle, cuatro o cinco veces más extenso que el valle de sangre, y añadió:
            – Veis allá aquel valle? Pues allá irá a parar la sangre de aquéllos que, siguiendo este camino, escalarán la montaña; la sangre de los justos, de los que morirán por la fe en los tiempos venideros.
            Yo procuraba animar a mis jóvenes, que no podían disimular el terror que los invadía al ver y escuchar aquellas cosas, diciéndoles que si moríamos mártires, nuestra sangre sería recogida en aquel valle, pero que nuestros miembros no serían arrojados a las orillas como los que habíamos visto.
            Entretanto, los muchachos se apresuraron a ponerse en marcha. Bordeando las orillas del lago, teníamos a nuestra izquierda la cumbre de la colina que habíamos cruzado y a la derecha el lago y la montaña. A cierta distancia, donde terminaba el lago de sangre, había un paraje plantado de encinas, laureles, palmeras y otras plantas diversas. Nos introdujimos en él para comprobar si era posible el acceso a la montaña; pero, he aquí que ante nuestra vista se ofreció otro nuevo espectáculo. Vimos otro lago enorme, lleno de agua, y en ella una gran cantidad de miembros partidos y descuartizados. En la orilla se veía escrito en caracteres cubitales: «PER AQUAM» (por agua).

            – Qué es esto? ¿Quién nos explicará el significado de esto?
            – En este lago está, -nos dijo UNO- el agua que brotó del costado de Jesucristo, la cual fue poca en cantidad, pero aumentó en forma considerable y sigue aumentando y aumentará en el futuro. Esta es el agua del Santo Bautismo, con el cual fueron lavados y purificados los que escalaron ya esta montaña y con la que deberán ser bautizados y purificados los que han de subir a ella en el porvenir. En ella tendrán que ser bañados todos aquellos que quieran ir al Paraíso. Al Paraíso se llega, o por medio de la inocencia o por medio de la penitencia. Nadie puede salvarse sin haberse bañado en esta agua.

            Seguidamente, señalando los restos humanos, prosiguió:
            – Estos miembros pertenecen a aquellos que atacaron a la Iglesia en el tiempo presente.
            Seguidamente vimos mucha gente y también a algunos de nuestros jóvenes caminando sobre las aguas con una celeridad extraordinaria; con una rapidez, que apenas si tocaban la superficie con la punta de los pies y, casi sin mojarse, llegaban a la otra orilla.
            Nosotros contemplábamos atónitos aquel portento, cuando nos fue dicho:
            – Estos son los justos, porque el alma de los santos, cuando está separada del cuerpo, y el mismo cuerpo cuando está glorificado, no sólo puede caminar ligera y velozmente sobre el agua, sino también volar por el mismo aire.
            Entonces, todos los jóvenes desearon correr sobre las aguas del lago, como aquéllos a los cuales habían visto. Después me miraron como para interrogarme con la mirada, pero ninguno se atrevía a iniciar la marcha. Yo les dije:
            – Por mi parte, no me atrevo; es una temeridad creerse tan justos como para poder cruzar sobre esas aguas sin hundirse.
            Entonces todos exclamaron:
            – ¡Si usted no se atreve, mucho menos nosotros!
            Proseguimos adelante, siempre girando alrededor de la montaña, cuando he aquí que llegamos a un tercer lago, amplio como el primero y lleno de fuego, en el cual se veían trozos de miembros humanos despedazados. En la orilla opuesta se leía un cartel: «PER IGNEM» (por fuego).

            – Aquí, nos dijo el mismo intérprete, está el fuego de la caridad de Dios y de los santos; las llamas del amor y del deseo, por las que deben pasar los que no lo hicieron por la sangre y el agua. Este es también el fuego con que fueron atormentados y consumidos por los tiranos los cuerpos de tantos mártires. Muchos son los que tuvieron que pasar por aquí para llegar a la cumbre de la montaña. Estas llamas servirán también de suplicio a los enemigos de la Iglesia. Por tercera vez veíamos triturados a los enemigos del Señor en el campo de sus derrotas.

            Nos apresuramos, pues, a seguir adelante y del lado de allá de este lago vimos otro a manera de amplísimo anfiteatro que ofrecía un aspecto aún más horrible. Estaba lleno de bestias feroces, de lobos, osos, tigres, leones, panteras, serpientes, perros, gatos y otros muchísimos monstruos que estaban con sus fauces abiertas prestos a devorar a quien se acercase. Vimos mucha gente caminando sobre sus cabezas. Algunos jóvenes comenzaron a correr sobre ellos, pasando sin temor sobre las cabezas de aquellas alimañas sin sufrir el menor daño. Yo quise llamarlos, y les gritaba con todas mis fuerzas.
            – ¡No! ¡Por caridad! ¡Deteneos! ¡No prosigáis! ¿No veis cómo esos animales están dispuestos a destrozaros y devoraros después? Pero mi voz no fue escuchada y continuaron caminando sobre los dientes y sobre las cabezas de aquellos animales, como sobre la más segura de las sendas. El intérprete de siempre me dijo entonces: -Estos animales son los demonios, los peligros y los lazos del mundo. Los que pasan impunemente sobre las cabezas de las alimañas son las almas justas, los inocentes. ¿No recuerdas que está escrito? Super aspidem et basiliscum ambulabunt et conculcabunt leonem et draconem? (¿Caminarán sobre el áspid y el basilisco y pisotearán al león y al dragón?). A estas almas se refería el profeta David. Y en el Evangelio se lee: Ecce dedi vobis potestatem calcandi supra serpentes et scorpiones et super omnem virtutem inimici: et nihil vobis nocebit. (He aquí que os he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y sobre los más esforzados enemigos, y no os harán el menor daño).
Entonces nos preguntamos:

            – Cómo haremos para pasar al lado de allá? ¿Tendremos que caminar también nosotros sobre esas horribles cabezas?
            – ¡Sí, sí, vamos! -me dijo uno.
            – ¡Oh! Yo no me siento con valor para hacerlo -respondí-, sería una presunción el suponerse tan justo como para poder pasar ileso sobre
las cabezas de esos monstruos feroces. Id vosotros, si queréis; yo no voy.
Y los muchachos volvieron a exclamar:
            – ¡Ah, si usted no se atreve, mucho menos nosotros!
            Nos alejamos del lago de las bestias y a poco contemplamos una extensa zona de terreno, ocupada por una gran muchedumbre. Parecía o era realidad que a algunos les faltaban las narices, a otros las orejas, algunos tenían la cabeza cortada; quienes estaban sin brazos; éstos sin piernas, aquéllos sin manos o sin pies. Unos no tenían lengua y a otros les habían sacado los ojos. Los jóvenes estaban maravillados de ver a toda aquella pobre gente tan mal parada, cuando UNO nos dijo:
            – Estos son los amigos de Dios; los que por salvarse mortificaron sus sentidos: el oído, la vista, la lengua, haciendo además muchas obras buenas. Gran número de ellos perdieron las partes del cuerpo de que se ven privados, por las grandes obras de penitencia a que se entregaron o por el trabajo a que se dieron en aras de amor a Dios o al prójimo. Los de la cabeza cortada son los que se consagraron al Señor de una manera particular.
Mientras considerábamos estas cosas, vimos una gran muchedumbre de personas, parte de las cuales habían atravesado el lago y subían la montaña poniéndose en contacto con otros que, habiendo llegado antes a la cumbre, descendían para darles la mano y les animaban a que subiesen. Después, éstos aplaudían exclamando:
            – ¡Bien! ¡Bravo! Al oír aquel ruido de aplausos y aquellas voces, me desperté y me di cuenta de que estaba en la cama.
Esta es la primera parte del sueño, esto es, lo que soñé la primera noche. En la noche del 8 de abril don Bosco se presentó ante los muchachos que estaban deseosos de oír la continuación del sueño. Comenzó recordando la prohibición de ponerse las manos encima y también les prohibió moverse de sitio en la sala de estudio y dar vueltas de acá para allá, yendo de una a otra mesa. Y añadió:
            – El que deba salir del estudio por cualquier motivo, pida siempre permiso al jefe de la mesa. El siervo de Dios se dio cuenta de la impaciencia de los jóvenes y, echando una mirada a su alrededor, prosiguió, después de una breve pausa, con aspecto sonriente:

SEGUNDA PARTE
            ¡Recordaréis que había un gran lago que había de llenarse de sangre, al fondo del valle, cerca del primer lago! Después de haber contemplado las varias escenas anteriormente descritas y de recorrer la altiplanicie de que os hablé, nos encontramos ante un paso libre por el que poder proseguir nuestro camino. Proseguimos, pues, adelante mis muchachos y yo, a través de un valle que nos llevó a una gran plaza. Penetramos en ella; la entrada de dicha plaza era ancha y espaciosa, pero después se iba estrechando cada vez más, de forma que, al fondo, cerca ya de la montaña, terminaba en un sendero abierto entre dos rocas, por el que apenas si podía pasar un hombre. La plaza estaba llena de gente alegre que se divertía despreocupadamente, dirigiéndose al mismo tiempo al sendero que llevaba a la montaña. Nosotros nos preguntábamos unos a otros:
            – Será éste el camino que conduce al Paraíso?
            Entre tanto, los que se encontraban en aquel lugar se dirigían uno tras otro con la idea de pasar por aquella angostura, y para conseguirlo tenían que recogerse bien las ropas, encoger los miembros cuanto podían e incluso abandonar el equipaje o cuanto llevaban consigo. Esto me dio a entender que, en realidad, aquél era el camino del Paraíso, puesto que para ir al cielo no basta solamente estar libre de pecado, sino también de todo pensamiento, de todo afecto terrenal, según el dicho del Apóstol: Nihil coinquinatum intrabit in ea. (Nada contaminado entrará en ella).
            Nosotros estuvimos observando a los que pasaban por espacio como de una hora. Pero ¡cuán necio fui! En vez de intentar el paso de aquel sendero, preferimos volver atrás para ver lo que había al otro lado de la plaza. Habíamos divisado otra muchedumbre de gente en aquel lugar y deseábamos saber qué era lo que hacían. Atravesamos, pues, por un camino muy ancho y cuyo fin no podía ser apreciado por el ojo humano. Allí contemplamos un extraño espectáculo. Vimos a numerosos hombres y también a bastantes de nuestros jóvenes uncidos con animales de diversas especies. Algunos estaban emparejados con bueyes. Yo pensaba: -Qué querrá decir esto? Entonces recordé que el buey es el símbolo de la pereza, y deduje que aquellos jóvenes eran los perezosos. Los conocía a todos: eran los lentos, los flojos en el cumplimiento de sus deberes. Y al verlos me decía a mí mismo: -Sí, sí; les está muy bien empleado. No quieren hacer nada y ahora tienen que soportar la compañía de ese animal.
            Vi a otros uncidos con asnos. Eran los testarudos. Así emparejados tenían que soportar pesadas cargas o pacer en compañía de aquellos animales. Eran los que no hacían caso de los consejos ni de las órdenes de los superiores. Vi a otros uncidos con mulos y con caballos y recordé lo que dice el Señor: Factus est sicut equus et mulus quibus non est intelectus. (Hízose como caballo y mulo, que no tienen inteligencia). Eran los que no quieren pensar nunca en las cosas del alma: los desgraciados sin seso.
            Vi a otros que pacían en compañía de los puercos: se revolcaban en las inmundicias y en el fango como esos animales y como ellos hozaban en el cieno. Eran los que se alimentan solamente de cosas terrenas; los que viven entregados a las bajas pasiones; los que están alejados del Padre Celestial. ¡Oh lamentable espectáculo! Entonces me acordé de lo que dice el Evangelio del Hijo pródigo: que quedó reducido al más miserable de los estados luxuriose vivendo (viviendo lujuriosamente).

            Vi después a muchísima gente y a numerosos jóvenes en compañía de gatos, perros, gallos, conejos, etc.; o sea, a los ladrones, a los escandalosos, a los soberbios, a los tímidos por respeto humano, y así sucesivamente. Al contemplar esta variedad de escenas, nos dimos cuenta de que el gran valle representaba el mundo. Observé detenidamente a cada uno de aquellos jóvenes y desde allí nos dirigimos a otro lugar también muy espacioso, que formaba parte de la inmensa llanura. El terreno ofrecía un poco de pendiente, de forma que caminábamos casi sin darnos cuenta.

            A cierta distancia vimos que el paraje tomaba el aspecto de un jardín y nos dijimos:
            – Vamos a ver qué es aquello?
            – ¡Vamos! -exclamaron todos.
            Y comenzamos a encontrar hermosísimas rosas encarnadas.
            – ¡Oh, qué bellas rosas! ¡Oh, qué bellas rosas! -gritaban los jóvenes mientras corrían a cortarlas-. Pero, apenas las tuvieron en sus manos, se dieron cuenta de que despedían un olor desagradable en extremo. Los muchachos no pudieron disimular su desagrado. Vimos también numerosísimas violetas, en apariencia lozanas y que creímos despedirían agradable fragancia; pero cuando nos acercamos a cortarlas para formar algunos ramilletes, nos dimos cuenta de que sus tallos estaban marchitos y que despedían un olor hediondo.

            Proseguimos siempre adelante y he aquí que nos encontramos en unos encantadores bosquecillos cubiertos de árboles tan cargados de frutos que era un placer el contemplarlos. En especial, los manzanos, ¡qué deliciosa apariencia tenían! Un joven corrió inmediatamente y cortó de una rama una hermosa fruta de apariencia fragante y madura, mas apenas le hubo clavado los dientes, la arrojó indignado lejos de sí. Estaba llena de tierra y de arena y al gustarla sintió deseos de vomitar.
            – Pero, ¿qué es esto? -nos preguntamos.
            Uno de nuestros jóvenes, cuyo nombre no recuerdo, nos dijo: -Esto significa la belleza y la bondad aparente del mundo. ¡Todo en él es insípido, engañoso!
Mientras estábamos pensando adónde nos conduciría nuestro sendero, nos dimos cuenta de que el camino que llevábamos descendía casi insensiblemente. Entonces un jovencito observó:
            – Por aquí vamos bajando cada vez más; me parece que no vamos bien.
            – Ya veremos -le respondí.
            Y seguidamente apareció una muchedumbre incalculable que corría por aquel mismo camino que llevábamos nosotros. Unos iban en coche, otros a caballo, otros a pie. Algunos saltaban, brincaban, cantaban y danzaban al son de la música y al compás de los tambores. El ruido y la algarabía eran ensordecedores.
            – Vamos a detenernos un poco -nos dijimos- y observemos a esta gente antes de proseguir en su compañía.
            Entonces un joven descubrió en medio de aquella multitud a algunos que parecían dirigir a cada una de las comparsas. Eran individuos de agradable apariencia, vestidos de una manera elegante, pero por debajo del sombrero asomaban los cuernos. Aquella llanura, pues, era el mundo pervertido dirigido por el maligno. Est via quae videtur recta, et novissima ejus ducunt ad mortem. (Es un camino que al hombre parece recto, pero sus postrimerías conducen a la muerte, Prov 16, 25). De pronto UNO nos dijo:
            – Mirad cómo los hombres van a parar al infierno casi sin darse cuenta de ello.
Después de haber contemplado esto y de oír estas palabras, llamé a los jóvenes que iban delante de mí, los cuales vinieron a mi encuentro corriendo y gritando.
            – ¡Nosotros no queremos seguir por ahí!
            Y seguidamente volvieron precipitadamente hacia atrás deshaciendo el camino recorrido y dejándome solo.
            – Sí, tenéis razón -les dije cuando me uní a ellos-; huyamos pronto de aquí; volvamos atrás; de otra manera, sin darnos cuenta, iremos también a parar al infierno.

            Quisimos, pues, volver a la plaza de la que habíamos partido y seguir el sendero que nos conduciría a la montaña del Paraíso; pero cuál no sería nuestra sorpresa cuando, tras un largo caminar, nos encontramos en un prado. Nos volvimos a una y otra parte sin lograr orientarnos.

Algunos decían:
            – Hemos equivocado el camino.
Otros gritaban:
            – No; no nos hemos equivocado: el camino es éste. Mientras los jóvenes discutían entre sí y cada uno quería mantener el propio parecer, yo me desperté.
Esta es la segunda parte del sueño correspondiente a la segunda noche. Mas, antes de que os retiréis, escuchad. No quiero que deis importancia a mi sueño, pero recordad que los placeres que conducen a la perdición no son más que aparentes; sólo ofrecen la belleza exterior. Estad en guardia contra aquellos vicios que nos hacen semejantes a los animales, hasta el punto de emparejarnos con ellos; ¡especialmente cuidado con ciertos pecados que nos asemejan a los animales inmundos! ¡Oh, cuán deshonroso es para una criatura racional, tener que ser comparada, a los bueyes y a los asnos! ¡Cuán abominable es para quien fue creado a imagen y semejanza de Dios y constituido heredero del Paraíso, revolcarse en el fango como los cerdos al cometer aquellos pecados que la Escritura señala al decir: ¡Luxuriose vivendo!

            Solamente os he contado las circunstancias principales del sueño y de forma resumida; pues, si os lo hubiese expuesto tal y como fue, hubiera sido demasiado largo. Igualmente, ayer por la noche solamente os hice un resumen de cuanto vi. Mañana os contaré la tercera parte.

            En efecto: en la noche del sábado 9 de abril, don Bosco continuaba la narración.

TERCERA PARTE
            No querría contaros mis sueños. Antes de ayer, apenas hube comenzado mi narración, me arrepentí de la promesa que os hice; y yo habría deseado no haber dado principio a la exposición de lo que deseáis saber. Pero he de decir que si callo, guardando mi secreto para mí, sufro mucho, y, en cambio, publicándolo, me proporciono un desahogo que me hace mucho bien. Por tanto, proseguiré el relato. Mas antes he de advertir que, en las noches precedentes, hube de suprimir muchas cosas, de las que no era conveniente hablaros, pasando por alto otras, que se pueden ver con los ojos, pero que no se pueden expresar con palabras. Después de contemplar, pues, como de corrida, todas aquellas escenas ya descritas; después de haber visto lugares diversos y las maneras de ir al infierno, nosotros queríamos a toda costa llegar al Paraíso. Pero yendo de una parte a otra, nos desviamos del camino, atraídos por otras cosas. Finalmente, después de adivinar la senda que debíamos seguir, llegamos a la plaza en la que había concentrada tanta gente, toda ella dispuesta a llegar a la montaña; me refiero a aquella plaza de tan colosales proporciones que terminaba en un paso estrecho y difícil entre dos rocas. El que lo atravesaba, apenas había salido a la otra parte, debía pasar un puente bastante largo, muy estrecho y sin barandilla, debajo del cual se abría un espantoso abismo.
            – ¡Oh! Allá está el camino que conduce al Paraíso -nos dijimos-; aquél es. ¡Vamos!
Y nos dirigimos hacia él. Algunos jóvenes comenzaron a correr dejándonos atrás. Yo hubiera querido que me esperasen, pero ellos estaban empeñados en llegar antes que nosotros; mas al llegar al paso estrecho, se detuvieron asustados sin atreverse a seguir adelante. Yo les animaba, incitándoles a pasar:

            – ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Qué hacéis?
            – Sí, sí -me respondieron-; venga usted y haga la prueba. Nos estremece la idea de tener que pasar por un lugar tan estrecho y después tener que atravesar el puente; si diésemos un paso en falso, caeríamos dentro de aquellas aguas turbulentas, encajonadas en el abismo, y nadie daría ya con nosotros.
Pero, finalmente, hubo uno que se decidió a ser el primero en avanzar, siguiéndole después otro, y así todos pasamos del lado de allá, encontrándonos al pie de la montaña. Dispuestos a emprender la subida no encontramos sendero alguno que nos la facilitase, y, al bordear la falda, nos salieron al paso multitud de dificultades e impedimentos. Unas veces era una serie de macizos desordenadamente dispuestos; otras, una roca que era necesario salvar; ora, un precipicio; ya, un seto espinoso que se oponía a nuestro paso. La subida se ofrecía cada vez más empinada, por lo que nos dimos cuenta de que era grande la fatiga que nos aguardaba. A pesar de ello, no nos desanimamos, comenzando la escalada con el mayor denuedo. Después de un corto espacio de penosa ascensión, en la que lo mismo nos servíamos de las manos que de los pies, ayudándonos recíprocamente, los obstáculos comenzaron a desaparecer y, al fin nos encontramos ante un sendero practicable por el que pudimos subir cómodamente.
            Cuando he aquí que llegamos a cierto lugar de la montaña en el que vimos a numerosa gente que sufría de manera horrible; grande fue nuestra sorpresa y compasión al observar tan extraño espectáculo. No os puedo decir lo que vi, porque os causaría una pena demasiado intensa y, por otra parte, no seríais capaces de resistir mi descripción. Nada, pues, os diré sobre esto, prosiguiendo adelante mi relato.
            Entre tanto vimos también a otras numerosas personas que subían por las laderas de la montaña hasta llegar a la cumbre, donde eran acogidas por los que las aguardaban con manifestaciones de júbilo y grandes aplausos. Al mismo tiempo, oímos una música verdaderamente divina: un conjunto de voces dulcísimas que modulaban suavísimos himnos. Esto nos animaba más y más a continuar la subida. Mientras proseguíamos adelante yo pensaba y les decía a mis muchachos:
            – ¿Pero nosotros que queremos llegar al Paraíso, estamos ya muertos? Siempre he oído decir que antes es necesario ser juzgado. ¿Y nosotros hemos sido juzgados?
            – No -me respondieron-. Nosotros estamos todavía vivos; aún no hemos sido juzgados. Y reíamos al hacer tales comentarios.
            – Sea como fuere -volví a decir-; vivos o muertos prosigamos adelante para poder ver lo que hay allá arriba; algo habrá. Y aceleramos la marcha.
            A fuerza de caminar, llegamos por fin a la cumbre de la montaña. Los que estaban ya en la cima, se aprestaban a festejar nuestra llegada, cuando me volví hacia atrás para comprobar si estaban conmigo todos los jóvenes; pero con gran dolor pude constatar que me encontraba casi solo. De todos mis compañeros, sólo tres o cuatro habían permanecido junto a mí.
            – Y los demás? -pregunté, mientras me detenía bastante contrariado.
            – ¡Oh! -me dijeron-; se han quedado por el camino, quienes, en una parte, quienes en otra; pero tal vez lleguen aquí. Miré hacia abajo y los vi esparcidos por la montaña, entretenidos unos en buscar caracoles entre las piedras; otros, en hacer ramos de flores silvestres; éstos, en arrancar frutas verdes; aquéllos, en perseguir mariposas; algunos, en perseguir grillos, no faltando quienes se habían sentado a descansar sobre un matorral bajo la sombra de una planta. Entonces comencé a gritar con todas mis fuerzas mientras me descoyuntaba los brazos por atraer la atención de aquellos muchachos, llamándoles al mismo tiempo a cada uno por su nombre, incitándoles a que se diesen prisa, pues no era aquel el momento más oportuno para detenerse. Algunos atendieron a mis indicaciones, llegando a ocho los que se juntaron a mí, pero los demás no me hicieron caso y continuaron ocupados en aquellas bagatelas, sin preocuparse de momento por escalar la cumbre. Yo no quería de ninguna manera llegar al Paraíso con tan exiguo acompañamiento; por eso, resuelto a ir en busca de los remisos, dije a los que me acompañaban:
            – Voy a bajar en busca de aquéllos; quedaos vosotros aquí.
            Dicho y hecho. A cuantos encontraba en mi bajada les ordenaba proseguir hacia arriba. A unos les hacía una advertencia; a otros, un amable reproche; a éste le daba una reprimenda; a aquél, una palmada; al otro, un empujón.
            – Seguid para arriba, por caridad -les decía afanosamente-; no os detengáis con esas bagatelas. De esta manera al encontrarme de nuevo al pie de la montaña ya había avisado a casi todos y me encontraba entre las breñas del monte que habíamos subido con tanto trabajo. Vi a algunos que, cansados por la fatiga de la ascensión y desanimados por lo que aún les quedaba por escalar, habían resuelto volver hacia abajo. Por mi parte, determiné emprender de nuevo la subida para reunirme con los jóvenes que habían quedado en la cumbre, pero tropecé con una piedra y me desperté.
            Ya os he contado el sueño. Sólo deseo de vosotros dos cosas. Os vuelvo a repetir que no contéis fuera de casa, a ninguna persona extraña, nada de cuanto os he dicho; pues, si algún extraño oyese estas cosas, tal vez las tomaría a risa. Yo os las cuento para haceros pasar un rato agradable. Comentad, pues, el sueño entre vosotros cuanto queráis, pero deseo que no le deis más importancia que la que se puede dar a los sueños. Además, quiero recomendaros otra cosa y es, que ninguno venga a preguntarme si estaba o no estaba, quién era o quién no era; qué hacía o qué dejaba de hacer, si se hallaba entre los pocos o entre los muchos, qué lugar ocupaba, etc.; porque sería repetir la música de este invierno. El contestar a tantas preguntas podría ser para algunos más perjudicial que útil y yo no quiero inquietarlas conciencias.
            Solamente os quiero hacer presente que, si el sueño no hubiese sido un sueño, sino una realidad, y en verdad hubiésemos tenido que morir entonces, entre tantos jóvenes como estáis aquí reunidos; si nos hubiésemos dirigido al Paraíso, sólo un número insignificante habría llegado a la meta. De setecientos o tal vez ochocientos, quizá tres o cuatro. Pero, no os alarméis; entendámonos. Os explicaré esta exorbitante desproporción: quiero decir que sólo tres o cuatro habrían llegado directamente al Paraíso, sin pasar algún tiempo por las llamas del Purgatorio. Algunos permanecerían en este lugar de expiación algunos minutos; otros, tal vez un día; otros, varios días o varias semanas; en resumen, que casi todos tenían que pasar un período más o menos largo allí. ¿Queréis saber qué es lo que hay que hacer para evitar el Purgatorio? Procurad ganar todas las indulgencias que podáis. Si practicáis aquellas devociones a las que van anejas indulgencias, tras cumplir los requisitos señalados se entiende; si ganáis indulgencias plenarias, iréis directamente al Paraíso.
            Don Bosco no dio de este sueño explicación alguna personal y práctica a cada uno de los alumnos, como en otras ocasiones; haciendo muy contadas reflexiones sobre las distintas escenas presentadas en el mismo. No era cosa fácil el hacerlo. Se trataba, como probaremos más adelante, de ideas plasmadas en múltiples cuadros; que lo mismo se sucedían unas a otras que aparecían simultáneamente, representando el Oratorio del presente y del futuro; a todos los alumnos de entonces en el Oratorio y a los que vendrían después, con su retrato moral y su suerte en el porvenir; a la Pía Sociedad Salesiana con su crecimiento, sus peripecias y azares; a la Iglesia Católica con las odiosas persecuciones preparadas por sus enemigos, y los triunfos que alcanzaría; y así sucesivamente con referencia a otros hechos particulares o generales.
            Ante perspectivas tan amplias, entrelazándose y confundiéndose, en el desarrollo de las escenas, hechos, personas y cosas, no podía don Bosco, no sabía exponer por entero lo que se había desarrollado tan vivamente ante su imaginación; y era conveniente, y aun justo, callar muchas cosas o manifestarlas sólo a personas prudentes, a las que podía servir este secreto de consuelo o de aviso.
            Así, pues, al exponer don Bosco a los muchachos varios sueños, de los que a su tiempo tendremos que hablar, elegía lo que les podía ser más útil, por ser ésta la intención del que inspiraba aquellas misteriosas revelaciones. Pero, de vez en cuando, don Bosco, por la honda impresión que había recibido, y también por el estudio de la selección, aludía confusamente y de pasada a otros hechos, cosas, e ideas, a veces diríase que incoherentes y ajenas a su relato, pero que revelaban ser mucho más lo que callaba que lo que decía.
            Esto había hecho precisamente en aquellos días al describir su magnífico paseo; y nosotros trataremos de explicarlo brevemente, ya con algunas palabras de don Bosco, ya con algunas reflexiones nuestras, que sometemos al discreto examen de los lectores. Diremos pues:
1.° La colina que don Bosco encuentra al principio de su camino, parece que representa el Oratorio. Prevalece en ella una vegetación joven. No existen árboles añosos de tronco alto y grueso. En todas las estaciones se recogen flores y frutos; lo mismo sucederá en el Oratorio. Este, como todas las obras de Dios, se mantiene de la beneficencia, de la cual dice el Eclesiástico en el Capítulo XL, que es como un jardín bendecido por Dios que da preciosos frutos; frutos de inmortalidad, semejante al Paraíso terrenal; entre los demás árboles estaba el árbol de la vida.
2.° El que sube a la montaña es el hombre dichoso descrito en el Salmo LXXXIII, cuya fortaleza radica toda en el Señor. A pesar de encontrarse en esta tierra, en este valle de lágrimas, ascensiones in corde suo disposuit (determinó en su corazón subir), está dispuesto a subir continuamente hasta llegar al tabernáculo del Altísimo, o sea, al cielo. Y en su compañía otros muchos. Y el legislador, Jesucristo, le bendecirá, le colmará de gracias celestiales e irá de virtud en virtud y llegará a ver a Dios en la bienaventurada Sión y será eternamente feliz.
3.° Los lagos son como el compendio de la historia de la Iglesia. Aquellos miembros innumerables, que se veían descuartizados a las orillas de los mismos, pertenecen a los perseguidores de la Iglesia, a los herejes, a los cismáticos y a los cristianos rebeldes. De ciertas palabras del sueño se deduce que don Bosco había visto algunos acontecimientos presentes y futuros. A unos cuantos en privado -dice la crónica- al hablarles el siervo de Dios de aquel valle vacío, que estaba del otro lado del lago de sangre, les dijo:

            Ese valle se ha de llenar especialmente con la sangre de los sacerdotes y pudiera ser que pronto.
            Estos días -continúa la crónica- don Bosco ha ido a visitar al Cardenal De Angelis. Su Eminencia le dijo:
            – Cuénteme algo que me cause alegría.
            – Le contaré un sueño. -le replicó don Bosco.»-Le escucharé con sumo gusto.
            El siervo de Dios comenzó a narrar lo que anteriormente hemos descrito, pero con mayor número de detalles y consideraciones; pero, al llegar a la descripción del lago de sangre, el Cardenal se tornó serio y melancólico. Entonces don Bosco interrumpió el relato diciendo:
            – ¡Aquí termino!
            – Prosiga, prosiga -le dijo el Cardenal.
            – Basta, ya basta -concluyó don Bosco y prosiguió hablando de cosas amenas.»
4.° La escena que representa el paso estrechísimo entre las dos rocas, el puentecillo de madera, símbolo de la Cruz de Jesucristo, la seguridad de pasar a la otra parte en quien está sostenido por la fe, el peligro de caer en el precipicio al avanzar sin rectitud de intención, los obstáculos de toda suerte hasta llegar al lugar en que el sendero se hace más practicable; todo esto, si no estamos en un error, se refiere a las vocaciones religiosas. Los que estaban en la plaza debían ser jovencitos llamados por Dios a servirle en la Sociedad Salesiana. En efecto, se hace constar que la gente que estaba esperando en el momento de entrar por el sendero que conducía al Paraíso, estaba contenta, parecía feliz y se divertía: características todas aplicadas de una manera especial a la juventud. Añadamos que, al subir la montaña, unos se detenían y otros volvían atrás. ¿No representa esto el enfriamiento en la propia vocación? Don Bosco dio a esta parte del sueño un significado que indirectamente podía aplicarse a la vocación, pero no creyó oportuno hablar más explícitamente de ello.
5.° En la montaña, apenas vencidos los obstáculos que se ofrecieron en su falda, el siervo de Dios vio una multitud víctima del sufrimiento. «Algunos le preguntaron privadamente -escribe don Juan Bonetti- y él les respondió:
Este lugar representa al Purgatorio. Si tuviese que hacer una plática sobre dicho tema, no haría más que describir lo que vi. Son cosas que meten miedo. Sólo diré que, entre las diversas clases de tormentos, vi a unos que eran aplastados por prensas; debajo de las cuales veíanse asomar las manos, los pies, la cabeza y los ojos se les salían de las órbitas. Quedaban deslomados, triturados e infundían un terror indescriptible en el corazón de quien los miraba.»

            Añadimos una postrera e importante observación, aplicable a este sueño y a todos los demás. En estos sueños o visiones, por así llamarlos, entra casi siempre en escena un personaje misterioso que hace de guía y de intérprete a don Bosco. -Quien podrá ser? He aquí la parte más sorprendente y bella de estos sueños que don Bosco, tras narrarlos, conservaba en el secreto de su corazón.

(MB IT VI, 864-882 / MB ES VI,853-666)