Las loterías: auténticas empresas

Don Bosco no fue solo un incansable educador y pastor de almas, sino también un hombre de extraordinaria iniciativa, capaz de inventar soluciones nuevas y valientes para sostener sus obras. Las necesidades económicas del Oratorio de Valdocco, en continua expansión, lo impulsaron a buscar medios cada vez más eficaces para garantizar comida, alojamiento, escuela y trabajo a miles de muchachos. Entre estos, las loterías representaron una de las intuiciones más ingeniosas: verdaderas empresas colectivas que involucraban a nobles, sacerdotes, benefactores y ciudadanos comunes. No era sencillo, ya que la legislación piamontesa regulaba con rigor las loterías, permitiendo su organización a particulares solo en casos bien definidos. Y no se trataba solo de recaudar fondos, sino de crear una red de solidaridad que uniera a la sociedad turinesa en torno al proyecto educativo y espiritual del Oratorio. La primera, en 1851, fue una aventura memorable, llena de imprevistos y éxitos.

El mucho dinero que llegaba a las manos de Don Bosco permanecía allí poco tiempo, ya que se utilizaba inmediatamente para proporcionar comida, alojamiento, escuela y trabajo a decenas de miles de muchachos o para construir colegios, orfanatos e iglesias o para apoyar las misiones en Sudamérica. Sus cuentas, como sabemos, estaban siempre en números rojos; las deudas le acompañaron durante toda su vida.
Ahora bien, entre los medios inteligentemente adoptados por Don Bosco para financiar sus obras podemos sin duda presentar las loterías: unas quince fueron organizadas por él, tanto pequeñas como grandes. La primera, modesta, fue la de Turín en 1851 a favor de la iglesia de San Francisco de Sales en Valdocco y la última, grandiosa, a mediados de la década de 1880, fue la destinada a sufragar los inmensos gastos de la iglesia y el Hospicio del Sagrado Corazón en la estación Termini de Roma.
Una verdadera historia de tales loterías aún no ha sido escrita, aunque no faltan fuentes al respecto. Sólo con referencia a la primera, la de 1851, nosotros mismos hemos recuperado una docena de inéditos. Con ellas reconstruimos su tormentosa historia en dos episodios.

Solicitud de autorización
Según la ley del 24 de febrero de 1820 – modificada por las Reales Patentes de enero de 1835 y por las Instrucciones de la Compañía General de las Reales Finanzas del 24 de agosto de 1835 y más tarde por las Reales Patentes del 17 de julio de 1845 – se requería una autorización gubernamental previa para cualquier lotería nacional (Reino de Cerdeña).
Para Don Bosco se trataba ante todo de tener la certeza moral de tener éxito en el proyecto. La tuvo gracias al apoyo económico y moral de los primeros benefactores: las nobles familias Callori y Fassati y el canónigo Anglesio de Cottolengo. Así pues, se lanzó a lo que resultaría ser una auténtica empresa. En poco tiempo, consiguió crear una comisión organizadora, compuesta inicialmente por dieciséis personalidades de renombre, ampliada más tarde a veinte. Entre ellas se encontraban numerosas autoridades civiles oficialmente reconocidas, como un senador (nombrado tesorero), dos tenientes de alcalde, tres concejales municipales; después, prestigiosos sacerdotes como los teólogos Pietro Baricco, teniente de alcalde y secretario de la Comisión, Giovanni Borel, capellán de la corte, Giuseppe Ortalda, director de la Opera Pia di Propaganda Fide, Roberto Murialdo, cofundador del Collegio degli Artigianelli y de la Asociación de Caridad; y por último, hombres experimentados como un ingeniero, un estimado orfebre, un comerciante mayorista, etc. Todas personas en su mayoría con propiedades, conocidas de Don Bosco y “vecinas” a la obra de Valdocco.
Completada la Comisión, a principios de diciembre de 1851 Don Bosco remitió la petición formal al Intendente General de Finanzas, Cavalier Alessandro Pernati di Momo (futuro Senador y Ministro del Interior del Reino) así como “amigo” de la obra de Valdocco.

El llamamiento a las donaciones
A la solicitud de autorización adjuntó una circular muy interesante en la que, tras esbozar una conmovedora historia del Oratorio -apreciado por la familia real, las autoridades gubernamentales y las municipales-, señalaba que la constante necesidad de ampliar la Obra de Valdocco para acoger cada vez a más jóvenes, estaba consumiendo los recursos económicos de la caridad privada. Por ello, para sufragar los gastos de finalización de la nueva capilla en construcción, se tomó la decisión de apelar a la caridad pública mediante una lotería de donativos que se ofrecerían espontáneamente: “Este medio consiste en una lotería de objetos, que el abajo firmante tuvo la idea de emprender para sufragar los gastos de finalización de la nueva capilla, y a la que su señoría querrá sin duda prestar su apoyo, reflexionando sobre la excelencia de la obra a la que va dirigida. Cualquiera que sea el objeto que su señoría quiera ofrecer, ya sea de seda, lana, metal o madera, o la obra de un artista reputado, o de un modesto obrero, o de un esforzado artesano, o de un caritativo gentilhombre, todo será aceptado con gratitud, porque en materia de caridad, toda pequeña ayuda es una gran cosa, y porque las ofrendas, incluso pequeñas, de muchos juntos pueden bastar para completar la obra deseada”.
En la circular también indicaba los nombres de los promotores, a los que se podían entregar los donativos, y de las personas de confianza que luego los recogerían y custodiarían. Entre los 46 promotores había diversas categorías de personas: profesionales, profesores, empresarios, estudiantes, clérigos, tenderos, comerciantes, sacerdotes; en cambio, entre los cerca de 90 promotores parecían prevalecer las mujeres de la nobleza (baronesa, marquesa, condesa y sus asistentes).
No dejó de adjuntar a la solicitud el “plan de lotería” en todos sus múltiples aspectos formales: recogida de los objetos, recepción de la entrega de los objetos, valoración de los mismos, boletos autentificados que debían venderse en número proporcional al número y valor de los objetos, exposición de los mismos al público, sorteo de los ganadores, publicación de los números extraídos, momento de la recogida de los premios, etc. Una serie de tareas exigentes que Don Bosco no eludió. La capilla Pinardi ya no era suficiente para sus jóvenes: necesitaban una iglesia más grande, la proyectada de San Francisco de Sales (¡una docena de años más tarde necesitarían otra aún más grande, la de María Auxiliadora!)

Respuesta positiva
Dada la seriedad de la iniciativa y la alta “calidad” de los miembros de la Comisión proponente, la respuesta de la Intendencia sólo podía ser positiva e inmediata. El 17 de diciembre, el mencionado teniente de alcalde Pietro Baricco transmitió a Don Bosco el decreto relativo, con la invitación a transmitir copias de los futuros actos formales de la lotería a la administración municipal, responsable de la regularidad de todos los requisitos legales. En ese momento, antes de Navidad, Don Bosco envió la circular mencionada a la imprenta, la hizo circular y comenzó a recoger regalos.
Le dieron dos meses para hacerlo, ya que durante el año también se celebraban otras loterías. Sin embargo, los regalos llegaron lentamente, por lo que a mediados de enero Don Bosco se vio obligado a reimprimir la circular anterior y pidió la colaboración de todos los jóvenes de Valdocco y amigos para escribir direcciones, visitar a bienhechores conocidos, dar publicidad a la iniciativa y recoger los regalos.
Pero “lo mejor” aún estaba por llegar.

La sala de exposiciones
Valdocco no tenía espacio para exponer los regalos, así que Don Bosco pidió al teniente de alcalde Baricco, tesorero de la comisión de lotería, que solicitara al Ministerio de la Guerra tres salas en la parte del convento de Santo Domingo que estaba a disposición del ejército. Los padres dominicos accedieron. El ministro Alfonso Lamarmora se las concedió el 16 de enero. Pero pronto Don Bosco se dio cuenta de que no serían lo suficientemente grandes, así que pidió al rey, a través del limosnero, el abad Stanislao Gazzelli, una habitación más grande. El superintendente real Pamparà le dijo que el rey no disponía de un local adecuado y le propuso alquilarlo para el juego del Trincotto (o pallacorda: una especie de tenis de mano ante litteram) a sus expensas. Este local, sin embargo, sólo estaría disponible durante el mes de marzo y bajo ciertas condiciones. Don Bosco rechazó la propuesta, pero aceptó las 200 liras que le ofrecía el rey por el alquiler del local. Entonces fue en busca de otra sala y encontró una adecuada por recomendación del ayuntamiento, detrás de la iglesia de Santo Domingo, a unos cientos de metros de Valdocco.

Llegada de los regalos
Mientras tanto, Don Bosco había solicitado al ministro de Hacienda, el famoso conde Camillo Cavour, una reducción o exención en el coste del franqueo de las cartas circulares, los billetes y los propios regalos. A través del hermano del conde, el muy religioso marqués Gustavo di Cavour, recibió la aprobación de varias reducciones postales.
Ahora se trataba de encontrar un experto que evaluara el importe de los regalos y el consiguiente número de billetes a vender. Don Bosco preguntó al Intendente y también sugirió su nombre: un orfebre que era miembro de la Comisión. El Intendente, sin embargo, contestó a través del alcalde pidiéndole una copia doble de los regalos llegados para nombrar a su propio experto. Don Bosco llevó a cabo inmediatamente la petición y así el 19 de febrero el experto valoró los 700 objetos recogidos en 4124,20 liras. Al cabo de tres meses se llegó a los 1000 regalos, al cabo de cuatro meses a los 2000, hasta llegar a los 3251 regalos, gracias a las continuas “pesquisas” de Don Bosco con particulares, sacerdotes y obispos y a sus repetidas peticiones formales a la Comuna para que ampliara el plazo de extracción. Don Bosco tampoco dejó de criticar la estimación que hacía el tasador municipal de los regalos que llegaban continuamente, que según él era inferior a su valor real; y de hecho se añadieron otros tasadores, especialmente un pintor para las obras de arte.
La cifra final fue tal que se autorizó a Don Bosco a emitir 99.999 billetes al precio de 50 céntimos cada uno. Al catálogo ya impreso con los regalos numerados con el nombre del donante y de los promotores se añadió un suplemento con los últimos regalos llegados. Entre ellos estaban los del Papa, el Rey, la Reina Madre, la Reina Consorte, diputados, senadores, autoridades municipales, pero también mucha gente humilde, sobre todo mujeres, que ofrecían objetos y enseres domésticos, incluso de poco valor (vaso, tintero, vela, jarra, sacacorchos, gorra, dedal, tijeras, lámpara, cinta métrica, pipa, llavero, jabón, sacapuntas, azucarero). Los regalos más ofrecidos fueron libros, 629 de ellos, y cuadros, 265. Incluso los chicos de Valdocco compitieron por ofrecer su propio pequeño regalo, tal vez un librito que les había regalado el propio Don Bosco.

Un trabajo ingente hasta que se sortearon los números
Llegados a este punto era necesario imprimir los boletos en una serie progresiva en dos formas (talón pequeño y boleto), hacer firmar ambos por dos miembros de la comisión, enviar el boleto con una nota, documentar el dinero recaudado A muchos benefactores se les enviaron docenas de boletos, con una invitación a quedárselos o a pasárselos a amigos y conocidos.
La fecha del sorteo, fijada inicialmente para el 30 de abril, se aplazó al 31 de mayo y después al 30 de junio, para celebrarse a mediados de julio. Este último aplazamiento se debió a la explosión del polvorín de Borgo Dora que devastó la zona de Valdocco.
Durante dos tardes, los días 12 y 13 de julio de 1852, se sortearon boletos en el balcón del ayuntamiento. Cuatro urnas de rueda de diferentes colores contenían 10 balas (del 0 al 9) idénticas y del mismo color que la rueda. Introducidas una a una por el teniente de alcalde en las urnas, y puestas a girar, ocho jóvenes del Oratorio realizaron la operación y el número sorteado fue proclamado en voz alta y luego publicado en la prensa. Muchos regalos quedaron en el Oratorio, donde fueron reutilizados posteriormente.

¿Mereció la pena?
Por los cerca de 74.000 boletos vendidos, una vez deducidos los gastos, a Don Bosco le quedaron unas 26.000 liras, que repartió a partes iguales con la obra vecina del Cottolengo. Un pequeño capital, desde luego (la mitad del precio de compra de la casa de campo Pinardi el año anterior), pero el mayor resultado del agotador trabajo al que se sometió para llevar a cabo la lotería -documentado por docenas de cartas a menudo inéditas- fue la implicación directa y sentida de miles de personas de todas las clases sociales en su “incipiente proyecto de Valdocco”: en darlo a conocer, apreciarlo y luego apoyarlo económica, social y políticamente.
Don Bosco recurrió muchas veces a las loterías y siempre con un doble objetivo: recaudar fondos para sus obras en favor de los niños pobres, para las misiones, y ofrecer vías para que los creyentes (y los no creyentes) practicaran la caridad, el medio más eficaz, como repetía continuamente, para “obtener el perdón de los pecados y asegurarse la vida eterna”.

“Siempre he necesitado de todos” Don Bosco
Al senador Giuseppe Cotta
Giuseppe Cotta, banquero, fue un gran benefactor de Don Bosco. Se conserva en los archivos la siguiente declaración en papel timbrado fechada el 5 de febrero de 1849: “Los abajo firmantes sacerdotes T. Borrelli Gioanni de Turín y D. Bosco Gio di Castelnuovo d’Asti se declaran deudores de tres mil francos al Excelentísimo Cavaliere Cotta que se los prestó para una obra pía. Esta suma deberá ser reembolsada por los abajo firmantes en un año con los intereses legales”. Firmado Sacerdote Giovanni Borel, D. Bosco Gio.
Al pie de la misma página y en la misma fecha el P. Cafasso Giuseppe escribe: “El abajo firmante da las gracias claramente al Excelentísimo Señor. Cav. Cotta por lo antedicho y al mismo tiempo se hace fiador del mismo por la suma mencionada”. Al pie de la página, Cotta firma que recibió 2.000 liras el 10 de abril de 1849, otras 500 liras el 21 de julio de 1849 y el saldo el 4 de enero de 1851.




El oratorio festivo de Valdocco

En 1935, tras la canonización de Don Bosco en 1934, los salesianos se ocuparon de recoger testimonios sobre él. Un tal Pietro Pons, que de niño había asistido al oratorio festivo de Valdocco durante unos diez años (de 1871 a 1882), y que también había cursado dos años de escuela primaria (con las aulas bajo la Basílica de María Auxiliadora) el 8 de noviembre dio un hermoso testimonio de aquellos años. Extractamos algunos pasajes del mismo, casi todos inéditos.

La figura de Don Bosco
Era el centro de atracción de todo el Oratorio. Así lo recuerda nuestro antiguo oratoriano Pietro Pons a finales de los años 70: “Ya no tenía vigor, pero siempre estaba tranquilo y sonriente. Tenía dos ojos que perforaban y penetraban la mente. Aparecía entre nosotros: era una alegría para todos. D. Rua, D. Lazzero estaban a su lado como si tuvieran al Señor en medio de ellos. D. Barberis y todos los muchachos corrían hacia él, rodeándolo, algunos caminando a los costados, otros detrás de él para tener el rostro vuelto hacia él. Era una fortuna, un codiciado privilegio poder estar cerca de él, hablar con él. Se paseaba hablando y mirando a todo el mundo con esos dos ojos que giraban a todos los lados, electrizando los corazones de alegría”.
Entre los episodios que se le han quedado grabados 60 años después, recuerda dos en particular: “Un día… apareció solo en la puerta principal del santuario. Entonces una bandada de muchachos se abalanzó sobre él como una ráfaga de viento. Pero él sostiene en la mano el paraguas, que tiene un mango y una asta tan gruesa como la de los campesinos. Lo levanta y, utilizándolo como una espada, hace malabarismos para repeler aquel afectuoso asalto, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, para abrirse paso. Toca a uno con la punta, a otro a un lado, pero mientras tanto los otros se acercan por el otro lado. Así continúa el juego, la broma, alegrando los corazones, deseosos de ver al buen Padre regresar de su viaje. Parecía un cura de pueblo, pero de los buenos”.

Los juegos y el pequeño teatro
Un oratorio salesiano sin juegos es impensable. El anciano antiguo alumno recuerda: “el patio estaba ocupado por un edificio, la iglesia de Maria A. y al fondo un muro bajo… una especie de caseta descansaba en la esquina izquierda, donde siempre había alguien para vigilar a los que entraban… Nada más entrar a la derecha, había un columpio con un solo asiento, luego las barras paralelas y la barra fija para los niños mayores, que se divertían haciendo sus piruetas y saltos mortales, y también el trapecio, y el paso volador simple, que estaban, sin embargo, cerca de las sacristías, más allá de la capilla de San José”. Y de nuevo: “Este patio tenía una hermosa longitud y se prestaba muy bien a las carreras de velocidad que partían del lado de la iglesia y volvían allí a la vuelta. También se jugaba a los ataúdes rotos, a las carreras de sacos y a las piñatas. Estos últimos juegos se anunciaban desde el domingo anterior. También se jugaba a la cucaña, pero el árbol se plantaba con el extremo delgado en la parte inferior para que fuera más difícil subir. Había loterías y el boleto se pagaba a uno o dos céntimos. Dentro de la casita había una pequeña biblioteca guardada en un armario”.

Al juego se unía el famoso “pequeño teatro” en el que se representaban auténticos dramas como “El hijo del cruzado”, se cantaban los romances de Don Cagliero y se presentaban “musicales” como el del Zapatero personificado por el legendario Carlo Gastini [un brillante animador de los antiguos alumnos]. La obra, a la que asistían gratuitamente los padres, se celebraba en la sala situada bajo la nave de la iglesia de María A., pero el antiguo oratorio recuerda también que “una vez se representó en la casa Moretta [la actual iglesia parroquial, cerca de la plaza]. Allí vivía gente pobre en la más escuálida miseria. En los sótanos que se ven bajo el balcón había una pobre madre, que al mediodía llevaba a su Carlos, con el cuerpo rígido por una enfermedad, sobre los hombros para que tomara el sol”.

Servicios religiosos y reuniones formativas
En el oratorio festivo no faltaban los servicios religiosos de los domingos por la mañana: santa misa con comunión, oraciones del buen cristiano; seguidos por la tarde de recreo, catecismo y sermón de don Giulio Barberis. Ya anciano, “D. Bosco nunca venía a decir misa ni a predicar, sino sólo a visitar y a quedarse con los chicos durante el recreo… Los catequistas y los asistentes tenían a sus alumnos con ellos en la iglesia durante los oficios y les enseñaban el catecismo. A todos se les impartía una pequeña doctrina. Cada fiesta había que memorizar la lección y también la explicación”. Las fiestas solemnes terminaban con una procesión y una merienda para todos: “A la salida de la iglesia después de la misa había un desayuno. Un joven a la derecha de la puerta daba la hogaza de pan, otro a la izquierda le ponía dos fetas de salami con un tenedor”. Aquellos chicos se contentaban con poco, pero estaban encantados. Cuando los chicos internos se unían a los oratorianos para cantar las vísperas, ¡sus voces se oían en Via Milano y Via Corte d’appello!
Las reuniones de los grupos de formación también se celebraban en el oratorio festivo. En la casita cercana a la iglesia de San Francisco, había “una sala pequeña y baja con capacidad para unas veinte personas… En la sala había una pequeña mesa para el conferenciante, había bancos para las reuniones y conferencias de los mayores en general, y de la Compañía de San Luis, casi todos los domingos”.
¿Quiénes eran los oratorianos?
De sus casi 200 compañeros – aunque su número disminuía en invierno debido al regreso de los temporeros con sus familias – nuestro vivaracho anciano recordaba que muchos eran de Biella “casi todos ‘bic’, es decir, que llevaban el cubo de madera lleno de cal y la cesta de mimbre llena de ladrillos a los albañiles de los edificios”. Otros eran “aprendices de albañil, mecánico, hojalatero”. Pobres aprendices: trabajaban de la mañana a la noche todos los días y sólo los domingos podían permitirse un poco de recreo “en casa de Don Bosco” (como se llamaba su oratorio): “Jugábamos al burro que vuela, bajo la dirección del entonces señor Milanesio [futuro sacerdote que fue un gran misionero en la Patagonia]. El Sr. Ponzano, más tarde sacerdote, era profesor de gimnasia. Nos hacía hacer ejercicios con el peso corporal, con palos, y otros aparatos”.
Los recuerdos de Pietro Pons son mucho más amplios, tan ricos en sugerencias lejanas, como impregnados de una sombra de nostalgia; esperan ser conocidos en su totalidad. Esperamos hacerlo pronto.




La “noche buena”

            Una noche, Don Bosco, entristecido por cierta indisciplina general que se notaba en el Oratorio de Valdocco entre los muchachos que estaban dentro, vino, como de costumbre, a decirles unas palabras después de la oración de la tarde. Se detuvo un momento en silencio sobre el pequeño pupitre, en la esquina de los soportales, donde solía dar a los jóvenes las llamadas “Buenas noches”, que consistían en un breve sermón vespertino. Mirando a su alrededor, dijo:
            – No estoy contento con vosotros. Es todo lo que puedo decir esta noche.
            Y descendió de su silla, escondiendo las manos en las mangas de su túnica, para no dejarse besar, como solían hacer los jóvenes antes de irse a descansar. Luego subió lentamente las escaleras hasta su habitación sin decir palabra a nadie. Aquella manera suya producía un efecto mágico. Se oyeron algunos sollozos reprimidos entre los jóvenes, muchos rostros se llenaron de lágrimas y todos se fueron a dormir pensativos, convencidos de haber disgustado no sólo a Don Bosco, sino también al Señor (MB IV, 565).

El toque de la tarde
            El salesiano Don Juan Gnolfo en su estudio: Las “Buenas Noches” de Don Bosco, señala que la mañana es el despertar de la vida y de la actividad, la tarde en cambio es propicia para sembrar en la mente de los jóvenes una idea que germina en ellos incluso en el sueño. Y con una atrevida comparación se refiere incluso al “tañido vespertino” de Dante:
            Era ya la hora que vuelve el deseo
            a los marineros y enternece el corazón…
            Es precisamente a la hora de la oración vespertina cuando Alighieri describe, de hecho, en el octavo Canto del «Purgatorio», a los Reyes en un pequeño valle mientras cantan el himno de la Liturgia de las Horas Te lucis ante terminum… (Antes que termine la luz, oh Dios, te buscamos, para que nos guardes).
            ¡Momento entrañable y sublime el de las “Buenas noches” de Don Bosco! Comenzaba con la alabanza y la oración de la noche y terminaba con sus palabras que abrían el corazón de sus hijos a la reflexión, a la alegría y a la esperanza. Realmente le importaba ese encuentro nocturno con toda la comunidad de Valdocco. El P. G. B. Lemoyne remonta su origen a Mamá Margarita. La buena madre, al acostar al primer niño huérfano que llegó de Val Sesia, le hizo algunas recomendaciones. De ahí derivaría en los colegios salesianos la hermosa costumbre de dirigir breves palabras a los jóvenes antes de enviarlos a descansar (MB III, 208-209). Don E. Ceria, citando las palabras del Santo al recordar los primeros tiempos del Oratorio: “Comencé a dar un sermón muy breve por la noche después de las oraciones” (MO, 205), piensa más bien en una iniciativa directa de Don Bosco. Sin embargo, si el P. Lemoyne aceptó la idea de algunos de los primeros discípulos, fue porque pensó que las «Buenas Noches» de Mamá Margarita cumplían emblemáticamente el propósito de Don Bosco al introducir esa costumbre (Anales III, 857).

Características de las “Buenas Noches”
            Una característica de las “Buenas Noches” de Don Bosco era el tema que trataba: un hecho de actualidad que impactara, algo concreto que creara suspenso y permitiera también preguntas de los oyentes. A veces él mismo hacía preguntas, estableciendo así un diálogo muy atractivo para todos.
            Otras características eran la variedad de temas tratados y la brevedad del discurso para evitar la monotonía y el consiguiente aburrimiento de los oyentes. Sin embargo, Don Bosco no siempre era breve, sobre todo cuando relataba sus famosos sueños o los viajes que había realizado. Pero solían ser discursos de pocos minutos.
            No se trataba, en definitiva, ni de sermones ni de lecciones escolares, sino de breves palabras afectuosas que el buen padre dirigía a sus hijos antes de enviarlos a descansar.
            Las excepciones a la regla causaban, por supuesto, una enorme impresión, como ocurrió la tarde del 16 de septiembre de 1867. Después de haber intentado todos los medios de corrección por parte de los superiores, algunos muchachos resultaron ser incorregibles y constituían un escándalo para sus compañeros.
            Don Bosco tomó la pequeña cátedra. Comenzó citando el pasaje evangélico en el que el Divino Salvador pronuncia palabras terribles contra los que escandalizan a los niños. Recordó las serias amonestaciones que había hecho repetidamente a aquellos escandalosos, los beneficios que habían obtenido en el colegio, el amor paterno con que se les había rodeado, y luego continuó:
            “Ellos creen que no son conocidos, pero yo sé quiénes son y podría nombrarlos en público. Si no los nombro, no piensen que no soy plenamente consciente de ellos…. Que, si quisiera nombrarlos, podría decir: Eres tú, o A… (y pronunciar nombre y apellido) un lobo que merodea entre sus camaradas y los aleja de los superiores ridiculizando sus advertencias… Eres tú, oh B… un ladrón que con tus discursos mancha la inocencia de los demás… Eres tú, oh C… un asesino que con ciertas figuras, con ciertos libros, arranca a sus hijos del lado de María… Eres tú o D… un demonio que estropea a sus compañeros y les impide asistir a los Sacramentos con tus burlas…”.
            Se nombraron seis. La voz de Don Bosco era tranquila. Cada vez que pronunciaba un nombre, se oía un grito ahogado del culpable que resonaba en medio del hosco silencio de los atónitos compañeros.
            Al día siguiente, algunos fueron enviados a casa. Los que se quedaron cambiaron de vida: ¡el “buen padre” Don Bosco no era un buen hombre! Y excepciones de este tipo confirman la regla de su «Buenas noches».

La clave de la moralidad
            No en vano, un día de 1875, Don Bosco, ante quienes se asombraban de que en el Oratorio no hubiera ciertos desórdenes de los que se quejaban en otros colegios, enumeró los secretos puestos en práctica en Valdocco, y entre ellos señaló el siguiente: “Un poderoso medio de persuasión para el bien es dirigir a los jóvenes, cada noche después de las oraciones, dos palabras confidenciales. Así se corta la raíz de los desórdenes incluso antes de que surjan” (MB XI, 222).
            Y en su precioso documento El Sistema Preventivo en la Educación de la Juventud, dejó escrito que las “Buenas Noches” del Director de la Casa podían llegar a ser “la clave de la moralidad, de la buena marcha y del éxito en la educación” (Constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales, p. 239-240).

            Don Bosco hacía que sus jóvenes vivieran el día entre dos momentos solemnes, aunque fueran muy diferentes, por la mañana la Eucaristía, para que el día no apagara su ardor juvenil, por la tarde las oraciones y las “Buenas Noches” para que antes de dormir reflexionaran sobre los valores que iluminarían la noche.




Don Bosco y la música

            Para la educación de sus jóvenes, Don Bosco utilizaba mucho la música. Ya de niño le gustaba cantar. Como tenía una hermosa voz, el señor John Robert, cantor principal de la parroquia, le enseñó a cantar todavía. En pocos meses, Giovanni pudo entrar en la orquesta e interpretar partes musicales con excelentes resultados. Al mismo tiempo, empezó a practicar la «spinetta», que era el instrumento de cuerda pulsada con teclado, y también el violín (MB I, 232).
            Sacerdote en Turín, ejerció de profesor de música de sus primeros oratorianos, formando poco a poco verdaderos coros que atraían con sus cantos la simpatía de los oyentes.
            Tras la apertura del hospicio, puso en marcha una escuela de canto gregoriano y, con el tiempo, también llevó a sus jóvenes cantores a iglesias de la ciudad y de fuera de Turín para que interpretaran su repertorio.
            Compuso alabanzas sagradas como la del Niño Jesús, «Ah, cantemos al son del júbilo…». También inició a algunos de sus discípulos en el estudio de la música, entre ellos Don Giovanni Cagliero, que más tarde se hizo famoso por sus creaciones musicales, ganándose la estima de los expertos. En 1855 Don Bosco organizó la primera banda instrumental en el Oratorio.
            Sin embargo, ¡no iba con el buen Don Bosco! Ya en los años sesenta incluyó en uno de sus Reglamentos un capítulo sobre las escuelas nocturnas de música en el que decía, entre otras cosas:
«A todo alumno músico se le exige una promesa formal de no ir a cantar o tocar en teatros públicos, ni en ninguna otra diversión en la que la Religión y las buenas costumbres pudieran verse comprometidas» (MB VII, 855).

Música para niños
            A un religioso francés que había fundado un Oratorio festivo y le preguntó si era conveniente enseñar música a los niños, le respondió: «¡Un Oratorio sin música es como un cuerpo sin alma!».(MB V, 347).
            Don Bosco hablaba bastante bien el francés, aunque con cierta libertad gramatical y de expresión. A este respecto fue famosa una de sus respuestas sobre la música de los muchachos. El abad L. Mendre de Marsella, coadjutor de la parroquia de San José, le apreciaba mucho. Un día, se sentó a su lado durante un entretenimiento en el Oratorio de San León. Los pequeños músicos hacían de vez en cuando el taco. El abad, que sabía mucho de música, freía y chasqueaba cada desafinación. Don Bosco le susurró al oído en su francés: «Monsieur Mendre, la musique de les enfants elle s’écoute avec le coeur et non avec les oreilles » (Señor Abad Mendre, la música de los niños se escucha con el corazón y no con los oídos). Más tarde, el abad recordó esa respuesta innumerables veces, revelando la sabiduría y la bondad de Don Bosco (MB XV, 76 n.2).
            Todo esto no significa, sin embargo, que Don Bosco antepusiera la música a la disciplina en el Oratorio. Era siempre afable, pero no pasaba fácilmente por alto las faltas de obediencia. Durante algunos años había permitido a los jóvenes miembros de la banda dar un paseo y almorzar en el campo el día de Santa Cecilia. Pero en 1859, debido a algunos incidentes, empezó a prohibir tales diversiones. Los jóvenes no protestaron abiertamente, pero la mitad de ellos, incitados por un jefe que les había prometido obtener el permiso de Don Bosco, y esperando la impunidad, decidieron salir del Oratorio de todos modos y organizar un almuerzo por su cuenta antes de la fiesta de Santa Cecilia. Habían tomado esta decisión pensando que Don Bosco no se daría cuenta y no tomaría medidas. Así que fueron, en los últimos días de octubre, a comer a una posada cercana. Después de comer vagaron de nuevo por la ciudad y por la noche volvieron a cenar en el mismo lugar, regresando a Valdocco medio borrachos ya entrada la noche. Sólo el señor Buzzetti, invitado en el último momento, se había negado a unirse a aquellos desobedientes y avisó a Don Bosco. Éste declaró tranquilamente disuelta la banda y ordenó a Buzzetti que recogiera y guardara bajo llave todos los instrumentos y pensara en nuevos alumnos para iniciar la música instrumental. A la mañana siguiente, mandó llamar uno por uno a todos los músicos díscolos, lamentando ante cada uno de ellos que le hubieran obligado a ser muy estricto. Luego los devolvió a sus parientes o tutores, recomendando a algunos más necesitados a los talleres de la ciudad. Sólo uno de aquellos chicos traviesos fue aceptado más tarde, porque Don Rua aseguró a Don Bosco que era un muchacho inexperto que se había dejado engañar por sus compañeros. ¡Y Don Bosco lo mantuvo a prueba durante algún tiempo!
            Pero con las penas no hay que olvidar los consuelos. El 9 de junio de 1868 fue una fecha memorable en la vida de Don Bosco y en la historia de la Congregación. La nueva Iglesia de María Auxiliadora, que él había construido con inmensos sacrificios, fue finalmente consagrada. Los asistentes a las solemnes celebraciones se sintieron profundamente conmovidos. Una multitud desbordante abarrotaba la hermosa iglesia de Don Bosco. El Arzobispo de Turín, Mons. Riccardi, celebró el rito solemne de la consagración. En el oficio vespertino del día siguiente, durante las Vísperas Solemnes, el coro de Valdocco entonó la gran antífona musicada por el P. Cagliero: Sancta Maria succurre miseris. La multitud de fieles estaba entusiasmada. Tres poderosos coros lo habían interpretado a la perfección. Ciento cincuenta tenores y bajos cantaron en la nave cerca del altar de San José, doscientos sopranos y contraltos se situaron en lo alto de la barandilla bajo la cúpula, un tercer coro, formado por otros cien tenores y bajos, se situó en la orquesta que entonces daba a la parte trasera de la iglesia. Los tres coros, conectados por un dispositivo eléctrico, mantenían la sincronía a las órdenes del Maestro. El biógrafo, presente en la representación, escribió más tarde:
            En el momento en que todos los coros lograron una armonía, se produjo una especie de hechizo. Las voces se enlazaron y el eco las lanzó en todas direcciones, de modo que el público se sintió inmerso en un mar de voces, sin poder discernir cómo y de dónde procedían. Las exclamaciones que entonces se oyeron indicaban cómo todos se sentían subyugados por tan alta maestría. El mismo Don Bosco no podía contener su intensa emoción. Y él, que nunca en la iglesia, durante la oración, se permitía decir una palabra, dirigió sus ojos húmedos de lágrimas a un canónigo amigo suyo y en voz baja le dijo: «Querido Anfossi, ¿no crees que estás en el Paraíso?»
(MB IX, 247-248).




El sueño del elefante (1863)

Como don Bosco no había podido dar el último día del año el aguinaldo a sus alumnos, al regresar de Borgo Cornalense, el día 4, domingo, les había prometido dárselo por la noche de la fiesta de Epifanía. Era el 6 de enero de 1863 y todos los alumnos, aprendices y estudiantes reunidos, esperaban ansiosos el aguinaldo. Recitadas las oraciones, subió el buen padre a la tribuna de costumbre y empezó a hablar así:

            Esta es la noche del aguinaldo. Todos los años, por las fiestas de Navidad, acostumbro elevar oraciones a Dios para que se complazca inspirarme un aguinaldo que os pueda ser útil. Pero este año he redoblado las plegarias considerando el crecido número de alumnos. Transcurrió el último día del año, llegó el jueves, el viernes, y nada de nuevo. La noche del viernes fui a descansar, cansado por los trabajos del día, y no pude dormir durante la noche, de modo que por la mañana me levanté postrado y medio muerto. No me apuré por esto, antes, al contrario, me alegré, porque sabía que ordinariamente cuando el Señor está para manifestarme alguna cosa, lo paso muy mal la noche anterior. Proseguí por tanto mis habituales ocupaciones en el pueblo de Borgo Cornalense y el sábado por la tarde llegué entre vosotros. Después de confesar me fui a dormir, y debido al cansancio motivado por las pláticas y las confesiones de Borgo, y lo poquísimo que había descansado la noche precedente, me quedé dormido. Y aquí comienza el sueño que me ha de servir para daros el aguinaldo.

            Mis queridos jóvenes, soñé que era un día festivo, a la hora del recreo después de comer y que os divertíais de mil maneras. Me pareció encontrarme en mi habitación con el caballero Vallauri, profesor de bellas letras. Habíamos hablado de algunos temas literarios y de otras cosas relacionadas con la religión. De pronto, oí a la puerta el tantán de alguien que llamaba.
            Corrí a abrir. Era mi madre, muerta hace seis años, que me decía asustada:
            -Ven a ver, ven a ver.
            – Qué hay?, le pregunté.
            Y sin más, me condujo al balcón desde donde vi en el patio en medio de los jóvenes un elefante de tamaño colosal.
            – Pero ¿cómo puede ser eso? exclamé. ¡Vamos abajo!
            Y lleno de pavor miraba al caballero Vallauri y él a mí como si nos preguntásemos la causa de la presencia de aquella bestia descomunal en medio de los muchachos. Sin pérdida de tiempo bajamos los tres a los pórticos.
            Muchos de vosotros, como es natural, os habíais acercado a ver al elefante. Este parecía de índole dócil; se divertía correteando con los jóvenes; los acariciaba con la trompa; era tan inteligente, que obedecía los mandatos de sus pequeños amigos como si hubiese sido amaestrado y domesticado en el Oratorio desde sus primeros años, de forma que numerosos jóvenes le acariciaban con toda confianza y le seguían por doquier. Mas no todos estabais alrededor de él. Pronto vi que la mayor parte huíais asustados de una a otra parte buscando un lugar de refugio, y que al fin penetrasteis en la iglesia.
            Yo también intenté entrar en ella por la puerta que da al patio, pero al pasar junto a la estatua de la Virgen, colocada cerca de la fuente, toqué la extremidad de su manto como para invocar su patrocinio, y entonces Ella levantó el brazo derecho. Vallauri quiso imitarme haciendo lo mismo por la otra parte y la Virgen levantó el brazo izquierdo.
            Yo estaba sorprendido, sin saber explicarme un hecho tan extraño.
            Llegó entretanto la hora de las funciones sagradas y vosotros os dirigisteis todos a la iglesia. También yo entré en ella y vi al elefante de pie al fondo del templo, cerca de la puerta.
            Se cantaron las Vísperas y después de la plática me dirigí al altar acompañado de don Víctor Alasonatti y de don Angel Savio para dar la bendición con el Santísimo Sacramento. Pero en el momento solemne en que todos estaban profundamente inclinados para adorar al Santo de los Santos, vi, siempre al fondo de la iglesia, en el centro del pasillo, entre las dos hileras de los bancos, al elefante arrodillado e inclinado, pero en sentido inverso, esto es, con la trompa y los colmillos vueltos en dirección a la puerta principal.
            Terminada la función, quise salir inmediatamente al patio para ver qué sucedía; pero, como tuviese que atender en la sacristía a alguien que me quería comunicar una noticia, hube de detenerme un poco.
            Salí poco después bajo los pórticos, mientras vosotros reanudabais en el patio vuestros juegos. El elefante, al salir de la iglesia, se dirigió al segundo patio, alrededor del cual están los edificios en obra. Tened presente esta circunstancia, pues en aquel patio tuvo lugar la escena desagradable que voy a contaros ahora.
            De pronto vi aparecer al final del patio un estandarte en el que se leía escrito con caracteres cubitales: Sancta María, succurre miseris. (Santa María, socorre a los desgraciados.)
            Los jóvenes formaban detrás procesionalmente. Cuando de repente, y sin que nadie lo esperara, vi al elefante que al principio parecía tan manso, arrojarse contra los circunstantes dando furiosos bramidos y agarrando con la trompa a los que estaban más próximos a él, los levantaba en alto, los arrojaba al suelo, pisoteándolos y haciendo un estrago horrible. Mas a pesar de ello, los que habían sido maltratados de esta manera no morían, sino que quedaban en estado de poder sanar de las heridas espantosas que les produjeran las acometidas de la bestia.
            La dispersión fue entonces general: unos gritaban; otros lloraban; algunos, al verse heridos, pedían auxilio a los compañeros, mientras, cosa verdaderamente incalificable, ciertos jóvenes a los que la bestia no había hecho daño alguno, en lugar de ayudar y socorrer a los heridos, hacían un pacto con el elefante para proporcionarle nuevas víctimas.
            Mientras sucedían estas cosas (yo me encontraba en el segundo arco del pórtico junto a la fuente) aquella estatuita que veis allá (don Bosco indicaba la estatua de la Santísima Virgen) se animó y aumentó de tamaño; se convirtió en una persona de elevada estatura, levantó los brazos y abrió el manto, en el cual se veían bordadas, con exquisito arte, numerosas inscripciones. El manto alcanzó tales proporciones que llegó a cubrir a todos los que acudían a guarecerse bajo él: allí todos se encontraban seguros. Los primeros en acudir a tal refugio fueron los jóvenes mejores, que formaban un grupo escogido. Pero al ver la Santísima Virgen que muchos no se apresuraban a acudir a Ella, gritaba en alta voz:
            – ¡Venite ad me ommes! (¡Venid todos a mí!).
            Y he aquí que la muchedumbre de los jóvenes seguía afluyendo al amparo de aquel manto, que se extendía cada vez más y más.
            Algunos, en cambio, en vez de refugiarse en él, corrían de una parte a otra, resultandos heridos antes de ponerse en seguro. La Santísima Virgen, angustiada, con el rostro encendido, continuaba gritando, pero cada vez eran menos los que acudían a Ella.
            El elefante proseguía causando estragos, y algunos jóvenes, manejando una y dos espadas, situándose a una y otra parte, dificultaban a los compañeros, que aún se encontraban en el patio, que acudiesen a María, amenazando e hiriendo. A los de las espadas el elefante no les molestaba lo más mínimo.
            Algunos de los muchachos que se habían refugiado cerca de la Virgen, animados por Ella, comenzaron a hacer frecuentes correrías; y en sus salidas conseguían arrebatar al elefante alguna presa, y transportaban al herido bajo el manto de la estatua misteriosa, quedando los tales inmediatamente sanos. Después, los emisarios de María volvían a emprender nuevas conquistas. Varios de ellos, armados con palos, alejaban a la bestia de sus víctimas, manteniendo a raya a los cómplices de la misma. Y no cesaron en su empeño, aun a costa de la propia vida, consiguiendo poner a salvo a casi todos.
            El patio aparecía ya desierto. Algunos muchachos estaban tendidos en el suelo, casi muertos. Hacia una parte, junto a los pórticos, se veía una multitud de jóvenes bajo el manto de la Virgen. Por la otra, a cierta distancia, estaba el elefante con diez o doce muchachos que le habían ayudado en su labor destructora, esgrimiendo aun insolentemente en tono amenazador sus espadas. Cuando he aquí que el animal, irguiéndose sobre las patas posteriores, se convirtió en un horrible fantasma de largos cuernos; y tomando un amplio manto negro o una red, envolvió en ella a los miserables que le habían ayudado, dando al mismo tiempo un tremendo rugido. Seguidamente los envolvió a todos en una espesa humareda y, abriéndose la tierra bajo sus pies, desaparecieron con el monstruo.
            Al finalizar esta horrible escena miré a mi alrededor para decir algo a mi madre y al caballero Vallauri, pero no los vi.
            Me volví entonces a María, deseoso de leer las inscripciones bordadas en su manto, y vi que algunas estaban tomadas literalmente de las Sagradas Escrituras, y otras un poco modificadas. Leí éstas entre otras muchas: Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt: qui me invenerit, inveniet vitam; si quis est parvulus veniat ad me; refugium peccatorum; salus credentium; plena omnis pietatis, mansuetudinis et misericordiae. Beati qui custodiunt vias meas. (Los que me honran tendrán la vida eterna; el que me encuentre, encontrará la vida; si uno es niño venga a mí; refugio de los pecadores; salud de los que creen; toda llena de piedad, de mansedumbre y de misericordia. Dichosos los que guardan mis caminos).
            Tras la desaparición del elefante todo quedó tranquilo. La Virgen parecía como cansada de tanto gritar. Después de un breve silencio dirigió a los jóvenes la palabra, diciéndoles bellas frases de consuelo y de esperanza; repitiendo la misma sentencia que veis bajo aquel nicho, mandada escribir por mí: Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt. Después dijo:
            – Vosotros que habéis escuchado mi voz y habéis escapado de los estragos del demonio, habéis visto y podido observar a vuestros compañeros pervertidos. ¿Queréis saber cuál fue la causa de su perdición? Sunt colloquia prava: las malas conversaciones contra la pureza, las malas acciones a que se entregaron después de las conversaciones inconvenientes. Visteis también a vuestros compañeros armados de espadas: son los que procuran vuestra ruina alejándoos de mí; los que fueron la causa de la perdición de muchos de sus condiscípulos. Pero quos diutius expectat durius dammat. Aquéllos a los que Dios espera durante más largo tiempo, son después más severamente castigados; y aquel demonio infernal, después de envolverlos en sus redes, los llevó consigo a la perdición eterna. Ahora vosotros, marchaos tranquilos, pero no olvidéis mis palabras: huid de los compañeros amigos de Satanás; evitad las conversaciones malas, especialmente contra la pureza; poned en mí una ilimitada confianza, y mi manto os servirá siempre de refugio seguro.
            Dichas estas y otras palabras semejantes, se esfumó y nada quedó en el lugar que antes ocupara, a excepción de nuestra querida estatuita.
            Entonces vi aparecer nuevamente a mi difunta madre; otra vez se alzó el estandarte con la inscripción: Sancta Maria, succurre miseris. Todos los jóvenes se colocaron en orden detrás de él y así procesionalmente dispuestos, entonaron la canción: Load a María.
            Pero pronto el canto comenzó a decaer; después desapareció todo aquel espectáculo y yo me desperté completamente bañado en sudor. Esto es lo que soñé.
            – Hijos míos: deducid vosotros mismos el aguinaldo. Los que estaban bajo el manto, los que fueron arrojados a los aires por el elefante, los que manejaban la espada se darán cuenta de su situación si examinan sus conciencias. Yo solamente os repito las palabras de la Santísima Virgen: Venite ad me, omnes, recurrid todos a Ella; en toda suerte de peligros invocad a María, y os aseguro que seréis escuchados. Por lo demás, los que fueron tan cruelmente maltratados por la bestia, hagan el propósito de huir de las malas conversaciones, de los malos compañeros; y los que pretendían alejar a los demás de María, que cambien de vida o que abandonen esta Casa. Quien desee saber el lugar que ocupaba en el sueño, que venga a verme a mi habitación y yo se lo diré. Pero lo repito: los ministros de Satanás, que cambien de vida o que se marchen. ¡Buenas noches!

            Estas palabras fueron pronunciadas por Don Bosco con tal unción y con tal emoción, que los jóvenes, pensando en el sueño, no le dejaron en paz durante más de una semana. Por las mañanas las confesiones fueron numerosísimas y después de la comida un buen número se entrevistó con el siervo de Dios, para preguntarle qué lugar ocupaba en el sueño misterioso.
            Que no se trataba de un sueño, sino más bien de una visión, lo había afirmado indirectamente don Bosco mismo, al decir:
            – Cuando el Señor quiere manifestarme algo, paso… etc… Suelo elevar a Dios especiales plegarias para que me ilumine…
            Y después, al prohibir que se bromease sobre el tema de esta narración.
            Pero aún hay más.
            En esta ocasión el mismo siervo de Dios escribió en un papel los nombres de los alumnos que había visto heridos en el sueño, de los que manejaban la espada y de los que esgrimían dos; y enseñó la lista a don Celestino Durando, encargándole de vigilarlos. Este nos proporcionó dicha lista, que tenemos ante la vista. Los heridos son trece, a saber: los que probablemente no se refugiaron bajo el manto de la Virgen; los que manejaban una espada eran diecisiete; los que esgrimían dos, se reducían a tres. La nota al lado de algún nombre indica un cambio de conducta. Hemos de observar también que el sueño, como veremos más adelante, no se refería solamente al tiempo presente, sino también al futuro.
            Sobre la realidad del sueño, los mismos jóvenes fueron los mejores testigos. Uno de ellos decía: «No creía yo que don Bosco me conociese tan bien; me ha manifestado el estado de mi alma, y las tentaciones a que estoy sometido, con tal precisión, que nada podría añadir.
            A otros dos jóvenes, a los cuales don Bosco aseguraba haberlos visto con la espada, se les oyó exclamar: “¡Ah, sí, es cierto; hace tiempo que me he dado cuenta de ello; lo sabía!” Y cambiaron de conducta.
            Un día, después de comer, hablaba de su sueño y tras haber manifestado que algunos jóvenes ya se habían marchado y otros tendrían que hacerlo, para alejar las espadas de la casa, comenzó a comentar la astucia de los tales, como él la llamaba; y a propósito de ello refirió el siguiente hecho:
            Un joven escribió hace poco tiempo a su casa endosando a las personas más dignas del Oratorio, como superiores y sacerdotes, graves calumnias e insultos. Temiendo que don Bosco pudiese leer aquella carta, estudió y encontró la manera de que llegase a manos de sus parientes sin que nadie lo pudiese impedir. La carta salió por la tarde, lo llamé; se presentó en mi habitación y tras de hacerle recapacitar sobre su falta, le pregunté el motivo que le había inducido a escribir tantas mentiras. El negó descaradamente el hecho; y yo le dejé hablar; después, comenzando por la primera palabra, le repetí toda la carta.
            Confundido y asustado, se arrojó llorando a mis pies, diciendo:
            – Entonces mi carta no ha salido?
            – Sí, le respondí; a esta hora está en tu casa; pero debes pensar en la reparación.
            Algunos preguntaron al siervo de Dios cómo lo había sabido; y don Bosco respondió sonriendo:
            – ¡Ah, mi astucia…!».
            Esta astucia debía ser la misma del sueño, que no sólo se refería al momento presente, sino a la vida futura de cada alumno, uno de los cuales, que sostenía estrecha relación con don Miguel Rúa, le escribía así a la vuelta de muchos años. Es de advertir que la carta lleva el nombre y apellido del comunicante con el nombre de la calle y el número de su casa en Turín.

Queridísimo Padre (don Miguel Rúa):

            …Recuerdo entre otras cosas una visión que tuvo don Bosco en 1863, do yo estaba interno en su casa. Vio en ella el futuro de todos los suyos y él mismo nos lo contó después de las oraciones de la noche. Fue el sueño del elefante (Describe aquí cuanto hemos expuesto y sigue): don Bosco, al terminar la narración, nos dijo:
            Si deseáis saber dónde estabais, venid a mi habitación, y yo os lo diré.

            Yo también fui.
            – Tú, me dijo, eras uno de los que corrían junto al elefante, antes y después de las funciones religiosas, y naturalmente, te apresó, te lanzó por los aires con la trompa y al caer quedaste malparado, de forma que no podías escapar, aunque hicieras esfuerzos. Luego, un compañero tuyo sacerdote, desconocido por ti, se acercó, te agarró por un brazo y te trasladó hasta el manto de la Virgen. Te salvaste.
            Esto no fue un sueño, como expresaba don Bosco, sino una verdadera revelación del futuro, que el Señor hacía a su Siervo. Acaeció durante el segundo año de mi estancia en el Oratorio, en una época en la que yo era modelo de mis compañeros, lo mismo en el estudio que en la piedad, y, sin embargo, don Bosco me vio en aquel estado.
            Llegaron las vacaciones de 1863. Marché para descansar, por mi maltrecha salud y no regresé más al Oratorio. Tenía trece años cumplidos. Al año siguiente mi padre me puso a aprender el oficio de zapatero. Dos años después (1866) me trasladé a Francia, para perfeccionarme en mi profesión. Allí me encontré con gente sectaria y poco a poco abandoné la iglesia y las prácticas religiosas, comencé a leer libros escépticos y llegué al extremo de aborrecer la santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, como la más dañosa de las religiones. Dos años más tarde regresé a la patria y seguí lo mismo, leyendo siempre libros impíos y alejándome cada vez más de la verdadera Iglesia.
            Con todo, durante este tiempo nunca dejé de pedir a Dios Padre, en nombre de Jesucristo, que me iluminase y diese a conocer la verdadera religión.
            Durante estas circunstancias, al menos trece años, realizaba todo esfuerzo para levantarme, pero estaba herido, era presa del elefante, no me podía mover.
            A fines del año 1878 se dio una misión en una parroquia. Asistían muchos a las instrucciones y también yo empecé a ir, para oír a aquellos famosos oradores.
            Escuché cosas hermosas, verdades irrefutables, y finalmente la última plática, que trataba precisamente del Santísimo Sacramento, el último y principal punto que me quedaba en duda (pues yo no creía ya en la presencia de Jesucristo en el Santísimo Sacramento, ni real ni espiritual). Supo el predicador explicar tan maravillosamente la verdad, confutar los errores y convencerme, que yo, tocado por la gracia del Señor, decidí confesarme y retornar bajo el manto de la Virgen María. Desde entonces no dejo de agradecer a Dios y a la bienaventurada Virgen el favor recibido.
            Advierto que, para afirmación de la visión, supe después que aquel predicador misionero era compañero mío del Oratorio de don Bosco.

            Turín, 25 de febrero, 1891.
            DOMlNGO N….

            PS. Si V.R. cree conveniente publicar esta mi carta, le otorgo plena facultad hasta para retocarla, a condición de que no se cambie el sentido, porque es la pura verdad. Respetuosamente beso su mano, amado padre Rúa, entendiendo que, al hacerlo, beso la de nuestro querido don Bosco.

            Mediante este sueño don Bosco ciertamente recibió también luz para poder juzgar las vocaciones al estado religioso o eclesiástico, las aptitudes de unos y de otros para realizar el bien. Había visto a aquellos valientes que combatían al elefante y a sus partidarios para salvar a los compañeros, curarles las heridas y llevarlos bajo el manto de la Virgen. El, por tanto, continuaba aceptando las peticiones de los que, entre éstos, deseaban formar parte de la Pía Sociedad, o admitiendo, a los que ya eran novicios, a pronunciar los votos trienales. Será su eterno título honorífico el haber sido elegidos por don Bosco. Algunos de ellos no pronunciaron los votos o, cumplida la promesa trienal, salieron del Oratorio; pero es una realidad que perseveraron casi todos en su misión de salvar e instruir a la juventud como sacerdotes diocesanos o como profesores seglares en las escuelas del Estado.
(MB IT VII, 356-363 / MB ES VII, 307-314)




Bullying. ¿Algo nuevo? También hubo en tiempos de Don Bosco

Ciertamente no es ningún misterio para los conocedores más atentos de la “realidad viva” de Valdocco, y no sólo de la “ideal” o “virtual”, que la vida cotidiana en una estructura decididamente restringida para acoger las 24 horas del día y durante muchos meses al año a varios centenares de niños, muchachos y jóvenes de diferentes edades, orígenes, dialectos, intereses, planteaba problemas educativos y disciplinarios no indiferentes a Don Bosco y a sus jóvenes educadores. Presentamos dos episodios significativos en este sentido, en su mayoría desconocidos.

La violenta riña
En otoño de 1861, la viuda del pintor Agostino Cottolengo, hermano del célebre san Benito Cottolengo, teniendo que colocar a sus dos hijos, José y Mateo Luis, en la capital del recién nacido Reino de Italia por motivos de estudio, pidió a su cuñado, canónigo Luis Cottolengo de Chieri, para encontrar un internado adecuado. Este último sugirió el oratorio de Don Bosco y así, el 23 de octubre, los dos hermanos, acompañados por otro tío, Ignacio Cottolengo, fraile dominico, entraron en Valdocco con 50 liras mensuales al internado. Sin embargo, antes de Navidad, Mateo Luis, de 14 años, ya había regresado a casa por motivos de salud, mientras que su hermano mayor, José, que había vuelto a Valdocco tras las vacaciones navideñas, fue expulsado un mes después por motivos de fuerza mayor. ¿Qué había sucedido?
Había sucedido que el 10 de febrero de 1862, José, de 16 años, había llegado a las manos con un tal José Chicco, de nueve años, sobrino del canónigo Simón Chicco di Carmagnola, que probablemente pagaba su pensión.
En la riña, con un palo, el niño se llevó obviamente la peor parte, resultando seriamente herido. Don Bosco se preocupó de hospitalizarlo con la familia Masera de confianza, para evitar que la noticia del desagradable episodio se extendiera dentro y fuera de la casa. El niño fue examinado por un médico, que redactó un informe bastante pesado, útil “para los que tienen razón”.

El alejamiento temporal del matón
Para no correr riesgos y por razones disciplinarias evidentes, Don Bosco se vio obligado el 15 de febrero a alejar por un tiempo al joven Cottolengo, haciéndole acompañar no a Bra a casa de su madre, que habría sufrido demasiado, sino a Chieri, a su tío canónigo. Este, dos semanas más tarde, preguntó a Don Bosco por el estado de salud de Chicco y los gastos médicos ocasionados, para que los pagara de su bolsillo. También le preguntó si estaba dispuesto a aceptar que su sobrino regresara a Valdocco. Don Bosco le contestó que el niño herido ya estaba casi completamente curado y que no había que preocuparse por los gastos médicos porque “tenemos que tratar con gente honrada”. En cuanto a aceptar que su sobrino vuelva con él, “imagínese si puedo negarme”, escribió. Pero con dos condiciones: que el niño reconozca su error y que el canónigo Cottolengo escribiría al canónigo Chicco para disculparse en nombre de su sobrino y rogarle que “dijera una simple palabra” a Don Bosco para que acogiera al joven de nuevo en Valdocco. Don Bosco le aseguró que sí podía. Chicco no sólo aceptó las disculpas -ya le había escrito al respecto- sino que ya había dispuesto el ingreso del sobrino “en casa de un familiar para evitar cualquier publicidad”. A mediados de marzo, ambos hermanos Cottolengo fueron acogidos de nuevo en Valdocco “de manera amable”. Sin embargo, Mateo Luis permaneció allí sólo hasta Pascua debido a los habituales problemas de salud, mientras que José hasta el final de sus estudios.

Una amistad consolidada y una pequeña ganancia
No contentos aún con que el asunto hubiera terminado con satisfacción mutua, al año siguiente el canónigo Cottolengo volvió a insistir a Don Bosco para que pagar el médico y las medicinas del niño herido. El conónigo Chicco, interrogado por Don Bosco, respondió que el gasto total había sido de 100 liras, pero que él y la familia del niño no pedían nada; pero que, si Cottolengo insistía en pagar la cuenta, él cedería esta suma “a favor del Oratorio de San Francisco de Sales”. Así que tenía que ocurrir.
Así pues, un episodio de bullying se había resuelto de manera brillante y educativa: el agresor se había arrepentido, la “víctima” había sido bien asistida, los tíos se habían unido por el bien de sus sobrinos, las madres no habían sufrido, Don Bosco y la obra de Valdocco, tras haber corrido algunos riesgos, habían ganado en amistades, simpatía… y, algo siempre apreciado en aquel internado para chicos pobres, una pequeña contribución económica. Sacar el bien del mal no es para todos, Don Bosco lo consiguió. Hay mucho que aprender.

Una carta muy interesante que abre una mirada al mundo de Valdocco
Ahora bien, presentamos un caso aún más grave, que de nuevo puede ser instructivo para los padres y educadores de hoy en día que lidian con muchachos difíciles y rebeldes.
He aquí el hecho. En 1865, un tal Carlo Boglietti, abofeteado por insubordinación grave por el asistente del taller de encuadernación, el clérigo José Mazzarello, denunció el hecho ante el tribunal de primera instancia urbano de Borgo Dora, que abrió una investigación, citando como testigos al acusado, al acusador y a tres muchachos. Don Bosco, deseoso de zanjar el asunto con menos molestias por parte de las autoridades, pensó que lo mejor era dirigirse directamente y por adelantado por carta al propio magistrado. Como director de un hogar educativo creía que podía y debía hacerlo “en nombre de todos […] dispuesto a dar a quien sea la mayor satisfacción”.

Dos premisas jurídicas importantes
En su carta defiende en primer lugar su derecho y su responsabilidad como padre educador de los niños que le han sido confiados: señala inmediatamente que el artículo 650 del Código Penal, cuestionado por la citación, “parece totalmente ajeno al asunto que nos ocupa, ya que si se interpretara en el sentido exigido por el tribunal urbano, se introduciría en el régimen doméstico de las familias, y los padres y sus tutores ya no podrían corregir a sus hijos ni prevenir la insolencia y la insubordinación, [cosas] que serían gravemente perjudiciales para la moralidad pública y privada”.
En segundo lugar, reiteró que la facultad de “utilizar todos los medios que se juzgaran oportunos […] para mantener a raya a ciertos jóvenes” le había sido concedida por la autoridad gubernamental que le había enviado a los niños; sólo en casos desesperados -de hecho, “varias veces”- había tenido que recurrir “al brazo de la seguridad pública”.

El episodio, los precedentes y las consecuencias educativas
En cuanto al joven Carlos en cuestión, Don Bosco escribió que, ante los continuos gestos y actitudes de rebeldía, “fue paternal e inútilmente amonestado varias veces; que no sólo se mostró incorregible, sino que insultó, amenazó y maldijo al clérigo Mazzarello en la cara de sus compañeros”, hasta el punto de que “aquel asistente de carácter muy suave y manso se asustó tanto por ello, que desde entonces estuvo siempre enfermo sin haber podido reanudar nunca sus funciones y aún vive como un enfermo”.
El chico se había escapado entonces del internado y, a través de su hermana, había informado a sus superiores de su fuga sólo “cuando supo que ya no se podía ocultar la noticia a la policía”, lo que no había hecho antes “para preservar su honor”. Desgraciadamente, sus compañeros habían continuado en su violenta protesta, hasta tal punto que – volvió a escribir Don Bosco – “fue necesario expulsar a algunos de ellos del establecimiento, a otros con dolor entregarlos a las autoridades de seguridad pública que los llevaron a la cárcel”.

Las peticiones de Don Bosco
Frente a un joven “indisciplinado, que insultaba y amenazaba a sus superiores” y que luego tenía “la audacia de citar ante las autoridades a aquellos que por su bien […] consagraron su vida y su dinero”, Don Bosco sostenía en general que “la autoridad pública debe acudir siempre en ayuda de la autoridad privada y no de otro modo”. En el caso concreto no se opuso entonces a un procedimiento penal, pero con dos condiciones precisas: que el muchacho presentara primero a un adulto para pagar “los gastos que pudieran ser necesarios y que asumiera la responsabilidad de las graves consecuencias que pudieran producirse”.
Para evitar un posible juicio, que sin duda sería aprovechado por la prensa contraria, Don Bosco jugó sus cartas: pidió de antemano que “los daños que el asistente había sufrido en su honor y en su persona fueran reparados al menos hasta que pudiera reanudar sus ocupaciones ordinarias”, «que las costas de este caso corrieran a su cargo” y que ni el muchacho ni “su pariente o consejero” el señor Esteban Caneparo vinieran a Valdocco “a renovar los actos de insubordinación y los escándalos ya causados”.

Conclusión
No se sabe cómo llegó a su fin este triste asunto; lo más probable es que se llegara a una conciliación previa entre las partes. Sin embargo, es bueno saber que los muchachos de Valdocco no eran todos Domingo Savio, Francisco Besucco o incluso Miguel Magone. También había jóvenes “presos” que hacían pasar un mal rato a Don Bosco y a sus jóvenes educadores. La educación de los jóvenes siempre ha sido un arte exigente no exento de riesgos; ayer como hoy, es necesaria una estrecha colaboración entre padres, profesores, educadores, agentes de seguridad, todos interesados en el bien exclusivo de los jóvenes.