Corona de los siete dolores de María

La publicación “Corona de los siete dolores de María” representa una devoción querida que san Juan Bosco inculcaba a sus jóvenes. Siguiendo la estructura del “Vía Crucis”, las siete escenas dolorosas se presentan con breves consideraciones y oraciones, para guiar a una participación más viva en los sufrimientos de María y de su Hijo. Rico en imágenes afectivas y espiritualidad contrita, el texto refleja el deseo de unirse a la Dolorosa en la compasión redentora. Las indulgencias concedidas por varios Pontífices atestiguan el alto valor pastoral del texto, que es un pequeño tesoro de oración y reflexión para alimentar el amor hacia la Madre de los dolores.

Prólogo
El fin principal de esta pequeña obra es facilitar el recuerdo y la meditación de los más amargos Dolores del tierno Corazón de María, cosa que a Ella le agrada mucho, como ha revelado varias veces a sus devotos, y un medio muy eficaz para nosotros para obtener su patrocinio.
Para que sea más fácil el ejercicio de tal meditación, se practicará primero con un rosario en el que se mencionan los siete principales dolores de María, que luego se podrán meditar en siete breves consideraciones distintas, de la manera que se suele hacer en el Vía Crucis.
Que el Señor nos acompañe con su gracia celestial y bendición para que se logre el deseado propósito, de modo que el alma de cada uno quede vivamente penetrada por la frecuente memoria de los dolores de María con beneficio espiritual para el alma, y todo para mayor gloria de Dios.

Corona de los siete dolores de la Bienaventurada Virgen María con siete breves consideraciones sobre los mismos expuestas en forma del Vía Crucis

Preparación
Queridos hermanos y hermanas en Jesucristo, hacemos nuestros ejercicios habituales meditando devotamente los más amargos dolores que la Bienaventurada Virgen María padeció en la vida y muerte de su amado Hijo y nuestro Divino Salvador. Imaginémonos presentes junto a Jesús colgado en la cruz, y que su afligida madre nos diga a cada uno: Venid y ved si hay dolor igual al mío.
Persuadidos de que esta Madre piadosa quiere concedernos especial protección al meditar sus dolores, invoquemos la ayuda divina con las siguientes oraciones:

Antífona: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Envía tu Espíritu y serán creados
Y renovarás la faz de la tierra.
Acuérdate de tu congregación,
Que poseíste desde el principio.
Señor, escucha mi oración.
Y llegue a ti mi clamor.

Oremos.
Ilumina, te rogamos, Señor, nuestras mentes con la claridad de tu luz, para que podamos ver lo que debe hacerse y podamos actuar rectamente. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

Primer dolor. Profecía de Simeón
El primer dolor fue cuando la Bienaventurada Virgen Madre de Dios, habiendo presentado a su único Hijo en el Templo en brazos del santo anciano Simeón, recibió de él la palabra: esta será una espada que atravesará tu alma, lo que indicaba la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Virgen dolorosa, por aquella agudísima espada con la que el santo anciano Simeón te predijo que sería traspasada tu alma en la pasión y muerte de tu querido Jesús, te suplico me concedas la gracia de tener siempre presente la memoria de tu corazón traspasado y de los amargos sufrimientos padecidos por tu Hijo por mi salvación. Así sea.

Segundo dolor. Huida a Egipto
El segundo dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando tuvo que huir a Egipto por la persecución del cruel Herodes, que impíamente buscaba matar a su amado Hijo.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, María, mar amarguísimo de lágrimas, por aquel dolor que sentiste huyendo a Egipto para asegurar a tu Hijo de la bárbara crueldad de Herodes, te suplico que quieras ser mi guía, para que por medio tuyo quede libre de las persecuciones de los enemigos visibles e invisibles de mi alma. Así sea.

Tercer dolor. Pérdida de Jesús en el templo
El tercer dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando en tiempo de Pascua, después de haber estado con su esposo José y con el amado hijo Jesús Salvador en Jerusalén, al regresar a su pobre casa, lo perdió y durante tres días continuos suspiró por la pérdida de su único Amado.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Madre desconsolada, tú que en la pérdida de la presencia corporal de tu Hijo lo buscaste ansiosamente durante tres días continuos, ¡oh!, obtén gracia para todos los pecadores para que también ellos lo busquen con actos de contrición y lo encuentren. Así sea.

Cuarto dolor. Encuentro de Jesús que lleva la cruz
El cuarto dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando se encontró con su dulcísimo Hijo que llevaba una pesada cruz sobre sus delicados hombros hacia el Monte Calvario para ser crucificado por nuestra salvación.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Virgen más apasionada que ninguna otra, por aquel espasmo que sentiste en el corazón al encontrarte con tu Hijo mientras llevaba el madero de la Santísima Cruz hacia el Monte Calvario, haz, te ruego, que yo lo acompañe siempre con el pensamiento, llore mis culpas, causa manifiesta de sus y vuestros tormentos. Así sea.

Quinto dolor. Crucifixión de Jesús
El quinto dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando vio a su Hijo levantado sobre el duro tronco de la Cruz, que de todas partes de su Santísimo Cuerpo derramaba sangre.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Rosa entre las espinas, por aquellos amargos dolores que traspasaron tu pecho al contemplar con tus propios ojos a tu Hijo traspasado y levantado en la Cruz, obtén para mí, te ruego, que con meditaciones asiduas solo busque a Jesús crucificado por mis pecados. Así sea.

Sexto dolor. Descendimiento de Jesús de la cruz
El sexto dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando su amado Hijo, herido en el costado después de su muerte y bajado de la Cruz, así cruelmente muerto, fue puesto entre sus Santísimas brazos.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Virgen afligida, tú que, derrotado en la Cruz tu Hijo, lo recibiste muerto en tu regazo, y besando aquellas santísimas llagas, derramaste sobre ellas un mar de lágrimas, ¡oh!, haz que también yo con lágrimas de verdadera compunción lave continuamente las heridas mortales que me causaron mis pecados. Así sea.

Séptimo dolor. Sepultura de Jesús
El séptimo dolor de María Virgen Señora y Abogada de nosotros sus siervos y miserables pecadores fue cuando acompañó el Santísimo Cuerpo de su Hijo a la sepultura.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Mártir de los Mártires María, por aquel acerbo tormento que sufriste cuando, sepultado tu Hijo, tuviste que alejarte de aquella tumba amada, obtén gracia, te ruego, para todos los pecadores, para que conozcan cuán grave daño es para el alma estar lejos de su Dios. Así sea.

Se rezarán tres Ave Marías en señal de profundo respeto a las lágrimas que derramó la Bienaventurada Virgen en todos sus Dolores para obtener por medio suyo un llanto semejante por nuestros pecados.
Ave María etc.

Terminada la Corona se recita el llanto de la Bienaventurada Virgen, es decir, el himno Stabat Mater etc.
Himno – Llanto de la Bienaventurada Virgen María

Stabat Mater dolorosa
Iuxta crucem lacrymosa,
Dum pendebat Filius.

Cuius animam gementem
Contristatam et dolentem
Pertransivit gladius.

O quam tristis et afflicta
Fuit illa benedicta
Mater unigeniti!

Quae moerebat, et dolebat,
Pia Mater dum videbat.
Nati poenas inclyti.

Quis est homo, qui non fleret,
Matrem Christi si videret
In tanto supplicio?

Quis non posset contristari,
Christi Matrem contemplari
Dolentem cum filio?

Pro peccatis suae gentis
Vidit Iesum in tormentis
Et flagellis subditum.

Vidit suum dulcem natura
Moriendo desolatum,
Dum emisit spiritum.

Eia mater fons amoris,
Me sentire vim doloris
Fac, ut tecum lugeam.

Fac ut ardeat cor meum
In amando Christum Deum,
Ut sibi complaceam.

Sancta Mater istud agas,
Crucifixi fige plagas
Cordi meo valide.

Tui nati vulnerati
Tam dignati pro me pati
Poenas mecum divide.

Fac me tecum pie flere,
Crucifixo condolere,
Donec ego vixero.

Iuxta Crucem tecum stare,
Et me tibi sociare
In planctu desidero.

Virgo virginum praeclara,
Mihi iam non sia amara,
Fac me tecum plangere.

Fac ut portem Christi mortem,
Passionis fac consortem,
Et plagas recolere.

Fac me plagis vulnerari,
Fac me cruce inebriari,
Et cruore Filii.

Flammis ne urar succensus,
Per te, Virgo, sim defensus
In die Iudicii.

Christe, cum sit hine exire,
Da per matrem me venire
Ad palmam victoriae.

Quando corpus morietur,
Fac ut animae donetur
Paradisi gloria. Amen.

Estaba la Madre dolorosa,
llorando junto a la Cruz,
de la que penda su Hijo.

Su alma quejumbrosa,
apesadumbrada y gimiente,
atravesada por una espalda.

Que triste y afligida,
estaba la bendita Madre
del Hijo Unigénito!

Se lamentaba y afligida
y temblaba viendo sufrir
a su Divino Hijo.

Qu hombre no llorara
viendo a la Madre de Cristo
en tan gran suplicio?

Quien no se entristecerá,
al contemplar a la querida Madre,
sufriendo con su Hijo?

Por los pecados de su pueblo,
vio a Jess en el tormento,
y sometido a azotes.

Ella vio a su dulce Hijo
entregar el espíritu
y morir desamparado.

Madre, fuente de amor,
hazme sentir todo tu dolor
para que llore contigo!

Haz que arda mi corazón
en el amor a Cristo Señor,
para que as le complazca.

Santa Mara, hazlo as!,
Graba las heridas del Crucificado
profundamente en mi corazón.

Comparte conmigo las penas
de tu Hijo querido, que se ha dignado
a sufrir la pasión por mí.

Haz que llore contigo,
que sufra con el Crucificado
mientras viva.

Deseo permanecer contigo,
cerca de la Cruz,
y compartir tu dolor.

Virgen excelsa entre las vírgenes,
no seas amarga conmigo,
haz que contigo me lamente.

Haz que soporte la muerte de Cristo,
haz que comparta Su pasión
y contemple Sus heridas.

Haz que sus heridas me hieran,
embriagadas por esta Cruz,
y por el amor de tu Hijo.

Inflamado y ardiendo,
que sea por ti defendido, oh Virgen,
en el da del Juicio.

Haz que sea protegido por la Cruz,
fortificado por la muerte de Cristo,
fortalecido por la gracia.

Cuando muera mi cuerpo,
haz que se conceda a mi alma
la gloria del paraíso.

El Sumo Pontífice Inocencio XI concede la indulgencia de 100 días cada vez que se reza el Stabat Mater. Benedicto XIII otorgó la indulgencia de siete años a quien recite la Corona de los siete dolores de María. Muchísimas otras indulgencias fueron concedidas por otros sumos Pontífices, especialmente a los Hermanos y Hermanas de la compañía de María Dolorosa.

Los siete dolores de María meditados en forma del Vía Crucis

Se invoque la ayuda divina diciendo:
Actiones nostras, quaesumus Domine, aspirando praeveni, et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur. Per Christum Dominum Nostrum. Amen.

Acto de Contrición
¡Muy afligida Virgen! ¡Ay! ¡Cuán ingrato he sido en el tiempo pasado hacia mi Dios, con cuánta ingratitud he correspondido a sus innumerables beneficios! Ahora me arrepiento, y en la amargura de mi corazón y en el llanto de mi alma, le pido humildemente perdón por haber ultrajado su infinita bondad, resolviendo en adelante, con la gracia celestial, no ofenderle jamás más. ¡Oh! Por todos los dolores que soportaste en la bárbara pasión de tu amado Jesús, te ruego con los suspiros más profundos que me obtengas de Él piedad y misericordia por mis pecados. Acepta este santo ejercicio que estoy por hacer y recíbelo en unión con aquellos padecimientos y dolores que sufriste por tu hijo Jesús. ¡Ah, concédemelo! Sí, concédemelo para que esas mismas espadas que traspasaron tu espíritu, atraviesen también el mío, y que viva y muera en la amistad de mi Señor, para participar eternamente de la gloria que Él me ha ganado con su precioso Sangre. Así sea.

Primer dolor
En este primer dolor imaginémonos encontrarnos en el templo de Jerusalén, donde la Santísima Virgen escuchó la profecía del anciano Simeón.

Meditación
¡Ah! ¿Qué angustias habrá sentido el corazón de María al escuchar las dolorosas palabras con que el santo anciano Simeón le predijo la amarga pasión y la atroz muerte de su dulcísimo Jesús? Mientras en ese mismo instante se le presentaron en la mente los ultrajes, los tormentos y las matanzas que los impíos judíos harían al Redentor del mundo. Pero ¿sabes cuál fue la espada más penetrante que en esta circunstancia la traspasó? Fue considerar la ingratitud con que su amado Hijo sería correspondido por los hombres. Ahora, reflexionando que, por causa de tus pecados, miserablemente estás entre esos tales, ¡ah! échate a los pies de esta Madre Dolorosa y dile llorando así (cada uno se arrodilla): ¡Oh! Virgen piadosísima, que sufriste un tan acerbo espasmo en tu espíritu al ver el abuso que yo, criatura indigna, habría hecho de la sangre de tu amado Hijo, haz, sí haz por tu muy afligido Corazón, que en adelante corresponda a las Divinas Misericordias, aproveche las gracias celestiales, no reciba en vano tantas luces y tantas inspiraciones que te dignarás obtener para mí, para que tenga la suerte de estar entre aquellos por quienes la amarga pasión de Jesús sea de eterna salvación. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Segundo dolor
En este segundo dolor consideremos el penosísimo viaje que la Virgen hizo hacia Egipto para liberar a Jesús de la cruel persecución de Herodes.

Meditación
Considera el amargo dolor que habrá sentido María cuando de noche tuvo que ponerse en camino por orden del Ángel para preservar a su Hijo de la matanza ordenada por aquel fiero Príncipe. ¡Ah! que a cada grito de animal, a cada soplo de viento, a cada movimiento de hoja que escuchaba por aquellas calles desiertas se llenaba de miedo por temor a algún daño al niño Jesús que llevaba consigo. Ahora se volvía de un lado, ahora del otro, a veces aceleraba el paso, ahora se escondía creyendo que la habían alcanzado los soldados, que arrancándola de sus brazos a su amadísimo Hijo le harían bajo su mirada un trato bárbaro, y fijando la mirada llorosa sobre su Jesús y apretándolo fuertemente al pecho, dándole mil besos, enviaba desde el corazón los suspiros más angustiosos. Y aquí reflexiona cuántas veces has renovado este acerbo dolor a María forzando a su Hijo con tus graves pecados a huir de tu alma. Ahora que conoces el gran mal cometido, vuélvete arrepentido a esta piadosa Madre y dile así:
¡Ah, Madre dulcísima! Una vez Herodes os obligó a ti y a tu Jesús a huir por la inhumana persecución ordenada por él; pero yo, ¡oh!, cuántas veces obligué a mi Redentor y por consiguiente a ti también a salir rápidamente de mi corazón, introduciendo en él el maldito pecado, despiadado enemigo tuyo y de mi Dios. ¡Oh! todo doliente y contrito te pido humildemente perdón.
Sí, misericordia, oh querida Madre, misericordia, y te prometo en adelante, con la ayuda divina, mantener siempre a mi Salvador y a ti en el total dominio de mi alma. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Tercer dolor
En este tercer dolor consideremos a la muy afligida Virgen que, llorosa, va en busca de su perdido Jesús.

Meditación
¡Cuán grande fue el dolor de María cuando se dio cuenta de haber perdido a su amado Hijo! y cómo aumentó su pena cuando, habiéndolo buscado diligentemente entre amigos, parientes y vecinos, no pudo tener noticia alguna de Él. Ella, sin atender a las incomodidades, al cansancio, a los peligros, vagó tres días continuos por las comarcas de Judea, repitiendo aquellas palabras de desolación: ¿acaso alguien ha visto a aquel que verdaderamente ama mi alma? ¡Ah! la gran ansiedad con que lo buscaba le hacía imaginar en cada momento verlo o escuchar su voz; pero luego, al darse cuenta de la decepción, ¡oh!, cómo se horrorizaba y sentía más intensamente el pesar de tan deplorable pérdida. Gran confusión para ti, pecador, que habiendo perdido tantas veces a tu Jesús con tus graves faltas, no te has preocupado en buscarlo, claro signo de que poco o nada valoras el precioso tesoro de la Divina amistad. Llora, pues, tu ceguera, y volviéndote a esta Madre Dolorosa, dile suspirando así:
¡Muy afligida Virgen! Haz que aprenda de ti el verdadero modo de buscar a Jesús que he perdido por seguir mis pasiones y las iniquidades del demonio, para que logre encontrarlo, y cuando lo haya recuperado, repita continuamente tus palabras: He encontrado a aquel que verdaderamente ama mi corazón; lo retendré siempre conmigo, y nunca más lo dejaré partir. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Cuarto dolor
En el cuarto dolor consideremos el encuentro que tuvo la Virgen Dolorosa con su apasionado Hijo.

Meditación
Venid, corazones endurecidos, y ved si podéis soportar este espectáculo tan lloroso. Es una madre la más tierna, la más amorosa, que encuentra a su Hijo el más dulce, el más amable; ¿y cómo lo encuentra? ¡Oh, Dios! en medio de la más impía chusma que lo arrastra cruelmente a la muerte, cargado de heridas, goteando sangre, desgarrado por las heridas, con una corona de espinas en la cabeza y con un tronco pesado sobre los hombros, fatigado, jadeante, débil, que parece a cada paso querer exhalar el último suspiro.

¡Ah! considera, alma mía, la detención mortal que hace la Santísima Virgen al primer vistazo que fija sobre su atormentado Jesús; quisiera darle el último adiós, pero ¿cómo, si el dolor le impide pronunciar palabra? Quisiera arrojarse a su cuello, pero queda inmóvil y petrificada por la fuerza de la aflicción interna; quisiera desahogarse con el llanto, pero siente el corazón tan cerrado y oprimido que no logra derramar una lágrima. ¡Oh! ¿y quién puede contener las lágrimas al ver a una pobre Madre sumida en tan gran aflicción? Pero ¿quién es la causa de tan acerbo dolor? ¡Ah, soy yo, sí, soy yo con mis pecados que he hecho tan bárbara herida a tu tierno corazón, oh Virgen Dolorosa! ¿Quién lo creería? Permanezco insensible sin conmoverme en absoluto. Pero si fui ingrato en el pasado, en adelante no lo seré más.
Mientras tanto, postrado a tus pies, oh Virgen Santísima, te pido humildemente perdón por tanto pesar que te he causado. Lo sé y lo confieso, que no merezco piedad, siendo yo la verdadera causa por la que caíste en dolor al encontrar a tu Jesús todo cubierto de heridas; pero recuerda, sí recuerda que eres madre de misericordia. ¡Ah, muéstrate tal hacia mí, que te prometo en adelante ser más fiel a mi Redentor, y así compensar tantos disgustos que he dado a tu muy afligido espíritu! Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Quinto dolor
En este quinto dolor imaginémonos encontrarnos en el Monte Calvario donde la muy afligida Virgen vio expirar en la Cruz a su amado Hijo.

Meditación
Aquí estamos en el Calvario donde ya están levantados dos altares de sacrificio, uno en el cuerpo de Jesús, otro en el corazón de María. ¡Oh espectáculo funesto! Contemplamos a la Madre ahogada en un mar de aflicciones al ver arrebatada por la muerte despiadada a la querida y amable criatura de sus entrañas. ¡Ay de mí! Cada martillazo, cada herida, cada desgarradura que recibe el Salvador sobre su carne, resuena profundamente en el corazón de la Virgen. Ella está a los pies de la Cruz tan penetrada por el dolor y traspasada por el duelo que no sabrías decidir quién será el primero en expirar, si Jesús o María. Fija la mirada en el rostro agonizante de su Hijo, contempla las pupilas languideciendo, el rostro pálido, los labios lívidos, la respiración dificultosa y finalmente sabe que ya no vive y que ha entregado el espíritu en el seno de su eterno Padre. ¡Ah, qué esfuerzo hace entonces su alma por separarse del cuerpo y unirse a la de Jesús! ¿Y quién puede soportar tal vista?
Oh Madre dolorosísima, tú en lugar de retirarte del Calvario para no sentir tan vivamente las angustias, permaneces inmóvil para absorber hasta la última gota el amargo cáliz de tus aflicciones. ¡Qué confusión debe ser esta para mí que busco todos los medios para evitar las cruces y esos pequeños sufrimientos que por mi bien el Señor se digna enviarme! Virgen dolorosísima, me humillo ante ti, ¡oh! haz que conozca una vez claramente el valor y el gran mérito del padecer, para que me tome tanto apego que nunca me canse de exclamar con San Francisco Javier: Plus Domine, Plus Domine, más sufrir, Dios mío. ¡Ah sí, más sufrir, oh Dios mío! Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Sexto dolor
En este sexto dolor imaginémonos ver a la Virgen desconsolada que recibe en sus brazos a su Hijo muerto bajado de la Cruz.

Meditación
Considera el amargo dolor que penetró el alma de María cuando vio en su seno el cuerpo muerto de su amado Jesús. ¡Ah! Al fijar la mirada sobre sus heridas y llagas, al mirarlo teñido de su propia sangre, fue tal el ímpetu del dolor interior que su corazón fue mortalmente traspasado, y si no murió fue la omnipotencia divina la que la conservó con vida. ¡Oh pobre Madre, sí, pobre madre, que llevas a la tumba al querido objeto de tus más tiernas complacencias, y que de un ramo de rosas se ha convertido en un manojo de espinas por los malos tratos y desgarraduras hechas por los impíos malhechores! ¿Y quién no te compadecerá? ¿Quién no se sentirá desgarrado por el dolor al verte en un estado de aflicción que conmueve hasta la piedra más dura? Contemplo a Juan inconsolable, a Magdalena con las otras Marías que lloran amargamente, a Nicodemo que ya no puede soportar el dolor. ¿Y yo? ¡yo solo no derramo una lágrima en medio de tanto duelo! ¡Ingrato e ingrato que soy!
¡Oh, Madre piadosísima, aquí estoy a tus pies, recíbeme bajo tu poderosa protección y haz que este mi corazón quede traspasado por esa misma espada que atravesó de parte a parte tu muy afligido espíritu, para que se ablande una vez y llore de verdad mis graves pecados que te han causado tan cruel martirio! Y así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Séptimo dolor
En este séptimo dolor consideremos a la Virgen dolorosísima que ve cerrar en el sepulcro a su Hijo muerto.

Meditación
Considera qué suspiro mortal lanzó el afligido corazón de María cuando vio puesto en la tumba a su amado Jesús. ¡Oh qué pena, qué duelo sintió su espíritu cuando se levantó la piedra con que se debía cerrar aquel sacratísimo monumento! No era posible despegarla del borde del sepulcro, mientras el dolor era tal que la volvía insensible e inmóvil, sin cesar de contemplar aquellas llagas y aquellas crueles heridas. Cuando luego se cerró la tumba, entonces sí que fue tan fuerte la fuerza del dolor interior que sin duda habría caído muerta si Dios no la hubiera conservado con vida. ¡Oh madre tan afligida! Ahora partirás con el cuerpo de este lugar, pero aquí seguramente quedará tu corazón, siendo aquí tu verdadero tesoro. ¡Ah destino, que en compañía de él quede todo nuestro afecto, todo nuestro amor, allí cómo podrá ser que no nos consumamos de benevolencia hacia el Salvador que dio toda su sangre por nuestra salvación? ¿Cómo podrá ser que no te amemos a ti que tanto sufriste por nuestra causa?

Ahora nosotros, dolientes y arrepentidos de haber causado tantos dolores a tu Hijo y a ti tanta amargura, nos postramos a tus pies y por todos esos dolores que nos hiciste la gracia de meditar, concédenos este favor: que la memoria de los mismos quede siempre vivamente impresa en nuestra mente, que se consuman nuestros corazones por amor a nuestro buen Dios y a ti, nuestra dulcísima Madre, y que el último suspiro de nuestra vida se una a los que derramaste desde lo más profundo de tu alma en la dolorosa pasión de Jesús, a quien sea honor, gloria y acción de gracias por todos los siglos de los siglos. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Luego se dice el Stabat Mater, como arriba.

Antífona. Tuam ipsius animam (ait ad Mariam Simeon) pertransiet gladius.
Ora por nosotros, Virgen Dolorosísima.
Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.

Oremos
Dios, en cuya pasión según la profecía de Simeón, la dulcísima alma de la Gloriosa Virgen y Madre María Dolorosa fue traspasada por la espada, concede propicio que quienes recordamos la memoria de sus dolores, alcancemos felizmente el efecto de tu pasión. Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Alabado sea Dios y la Virgen Dolorosísima.
Con permiso de la Revisión Eclesiástica

La Fiesta de los Siete Dolores de María Virgen Dolorosa que celebra la Pía Unión y Sociedad, cae el tercer domingo de septiembre en la Iglesia de San Francisco de Asís.

Texto de la 3ª edición, Turín, Imprenta de Giulio Speirani e hijos, 1871




La Décima Colina (1864)

El sueño de la «Décima Colina», narrado por Don Bosco en octubre de 1864, es una de las páginas más evocadoras de la tradición salesiana. En él, el santo se encuentra en un valle inmenso lleno de jóvenes: algunos ya en el Oratorio, otros aún por conocer. Guiado por una voz misteriosa, debe conducirlos más allá de un escarpado terraplén y luego a través de diez colinas, símbolo de los diez mandamientos, hacia una luz que prefigura el Paraíso. El carro de la Inocencia, las huestes penitenciales y la música celestial dibujan un fresco educativo: muestran la dificultad de preservar la pureza, el valor del arrepentimiento y el papel insustituible de los educadores. Con esta visión profética, Don Bosco anticipa la expansión mundial de su obra y el compromiso de acompañar a cada joven en el camino de la salvación.

Don Bosco había soñado la noche precedente. Al mismo tiempo, un joven llamado C… E…, de Casal Monferrato, tuvo también el mismo sueño, pareciéndole que se encontraba con don Bosco y que hablaba con él. Al levantarse estaba tan impresionado que fue a contar cuanto había soñado a su profesor, el cual le aconsejó que se entrevistara con el siervo de Dios. El joven obedeció inmediatamente y se encontró con don Bosco, que bajaba las escaleras en su busca para hacer lo mismo.
Le pareció encontrarse en un extensísimo valle ocupado por millares y millares de jovencitos; tantos eran, que el siervo de Dios no creyó nunca hubiese tantos muchachos en el mundo. Entre aquellos jóvenes vio a los que estuvieron y a los que están en la casa y a los que un día estarían en ella. Mezclados con ellos estaban los sacerdotes y los clérigos de la misma.
Una montaña altísima cerraba aquel valle por un lado. Mientras don Bosco pensaba en lo que haría con aquellos muchachos, una voz le dijo:
– ¿Ves aquella montaña? Pues bien, es necesario que tú y los tuyos ganen su cumbre.

Entonces, él dio orden a todas aquellas turbas de encaminarse al lugar indicado. Los jóvenes se pusieron en marcha y comenzaron a escalar la montaña a toda prisa. Los sacerdotes de la casa corrían delante animando a los muchachos a la subida, levantaban a los caídos y cargaban sobre sus espaldas a los que no podían proseguir a causa del cansancio. Don Miguel Rúa, con las bocamangas de la sotana arremangadas, trabajaba más que ninguno y, tomando a los muchachos de dos en dos, los lanzaba por el aire en dirección a la montaña, sobre la cual caían de pie, y correteaban después alegremente por una y otra parte.
Don Juan Cagliero y don Juan Bautista Francesia recorrían las filas gritando:
– ¡Animo, adelante! ¡Adelante, ánimo!
En poco más de una hora aquellos numerosos grupos de jóvenes habían alcanzado la cumbre; don Bosco también había ganado la meta.
– ¿Y ahora qué hacemos?, dijo.
Y la voz añadió:
Debes recorrer con tus jóvenes esas diez colinas que contemplas ante tu vista, dispuestas una detrás de otra.
– Pero ¿cómo podremos soportar un viaje tan largo, con tantos muchachos tan pequeños y tan delicados?
– El que no pueda caminar con sus pies, será transportado, se le respondió.
Y he aquí que, en efecto, apareció por un extremo de la colina un magnífico carruaje. Tan hermoso era que resultaría imposible describirlo, pero algo se puede decir. Tenía forma triangular y estaba dotado de tres ruedas que se movían en todas direcciones. De los tres ángulos partían tres astas que se unían en un punto sobre el mismo carruaje formando como la techumbre de un cobertizo. Sobre el punto de unión se levantaba un magnífico estandarte en el que estaba escrita con caracteres cubitales, esta palabra: Inocencia. Una franja corría alrededor de todo el carruaje formando orla en la cual aparecía la siguiente inscripción: Adjutorium Dei Altissimi Patris et Filii et Spiritus Sancti (Ayuda del Altísimo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo).
El vehículo, que resplandecía como el oro y que estaba guarnecido de piedras preciosas, avanzó hasta colocarse en medio de los jóvenes. Después de recibida la orden, muchos niños subieron a él. Eran quinientos. ¡Apenas quinientos, entre tantos millares de jóvenes, eran todavía inocentes!
Una vez ocupado el carro, don Bosco pensaba por qué camino habría de dirigirse, cuando vio abrirse ante sus ojos un camino ancho y cómodo, pero todo cubierto de espinas. De pronto aparecieron seis jóvenes que habían muerto en el Oratorio, vestidos de blanco y enarbolando una hermosísima bandera en la que se leía: Penitencia. Estos fueron a colocarse a la cabeza de todas aquellas falanges de muchachos que habían de continuar el viaje a pie. Seguidamente se dio la señal de partida. Muchos sacerdotes se lanzaron a los varales del carruaje, que comenzó a moverse, tirado por ellos. Los seis jóvenes vestidos de blanco les siguieron. Detrás iba toda la muchedumbre de muchachos. Acompañados de una música hermosísima, indescriptible; los que iban en el carruaje entonaron el Laudate, pueri, Dominum (Alabad, niños, al Señor).
Don Bosco proseguía su camino como embriagado por aquella melodía del cielo, cuando se le ocurrió mirar hacia atrás para comprobar si todos los jóvenes le seguían. Pero ¡oh doloroso espectáculo! Muchos se habían quedado en el valle y muchos otros se habían vuelto atrás. Con indecible dolor, decidió rehacer el camino para persuadir a aquellos insensatos a que continuasen en la empresa y para ayudarles a seguirle. Pero se le prohibió terminantemente.
– Si no les ayudo, estos pobrecitos se perderán, exclamó él.

– Peor para ellos, le fue respondido; fueron llamados como los demás y no quisieron seguirte. Han visto el camino que hay que recorrer y eso basta. Don Bosco quería replicar; rogó, insistió, pero todo fue inútil.
– También tú tienes que obedecer, le dijeron. Y tuvo que proseguir el camino.
Aún no se había rehecho de este dolor, cuando sucedió otro lamentable incidente:
Muchos de los chicos que se encontraban en el carruaje, poco a poco, habían caído a tierra. De los quinientos, apenas si quedaban ciento cincuenta bajo el estandarte de la inocencia.
A don Bosco le parecía que el corazón le iba a estallar en el pecho por la insoportable angustia. Abrigaba, con todo, la esperanza de que aquello fuese solamente un sueño; hacía toda clase de esfuerzos para despertarse, pero cada vez se convencía más de que se trataba de una terrible realidad. Daba palmadas y oía el ruido producido por sus manos; gemía y percibía sus gemidos resonando en la habitación, quería disipar aquella terrible pesadilla, pero no podía.

– ¡Ah, mis queridos jóvenes!, exclamó al llegar a este punto de la narración del sueño, yo he visto y he reconocido a los que se quedaron en el valle; a los que se volvieron atrás y a los que cayeron del carruaje. Os reconocí a todos. Pero no lo dudéis: haré toda suerte de esfuerzos a mi alcance para salvaros. Muchos de vosotros invitados por mí a confesarse, no respondisteis a mi llamada. Por caridad, salvad vuestras almas.
Muchos de los chicos que cayeron del carro fueron a colocarse poco a poco entre las filas de los que caminaban detrás de la segunda bandera. Entretanto, la música del carro continuaba siendo tan dulce, que el dolor de don Bosco fue desapareciendo. Habían pasado ya siete colinas y al llegar a la octava, la muchedumbre de jóvenes llegó a un bellísimo poblado en el que se tomó un poco de descanso. Las casas eran de una riqueza y de una belleza indescriptibles.
Al hablar a los jóvenes sobre aquel lugar, exclamó don Bosco:
– Os diré con santa Teresa lo que ella afirmó del Paraíso: son cosas que si se habla de ellas pierden valor, porque son tan bellas que es inútil esforzarse en describirlas. Por tanto, sólo añadiré que las columnas de aquellas casas parecían de oro, de cristal y de diamante al mismo tiempo, de forma que producían una grata impresión, saciaban a la vista e infundían un gozo extraordinario. Los campos estaban repletos de árboles en cuyas ramas aparecían, al mismo tiempo, flores, yemas, frutos maduros y frutos verdes. Era un espectáculo encantador.
Los jovencitos se desparramaron por todas partes; atraídos unos por una cosa, otros por otra, y deseosos al mismo tiempo de probar aquellas frutas.
Fue en este poblado donde aquel joven de Casale se encontró con don Bosco y sostuvo con él un largo diálogo. Ambos recordaban después las preguntas y respuestas de la conversación que habían mantenido. ¡Singular combinación de dos sueños!
Don Bosco experimentó aquí otra extraña sorpresa. Vio de pronto a sus jóvenes como si se hubiesen tornado viejos; sin dientes, con el rostro lleno de arrugas, el cabello blanco; encorvados, caminando con dificultad, apoyados en un bastón. El siervo de Dios estaba maravillado de aquella metamorfosis, pero la voz le dijo:
– Tú te maravillas; pero has de saber que no hace horas que saliste del valle, sino años y años. Ha sido la música la que ha hecho que el camino te pareciera corto. En prueba de lo que te digo, observa tu fisonomía y te convencerás de que estoy diciendo la verdad. Entonces le fue presentado un espejo a don Bosco. Se miró en él y comprobó que su aspecto era el de un hombre anciano, de rostro cubierto de arrugas y de boca desdentada.

La comitiva, entretanto, volvió a ponerse en marcha y los jóvenes manifestaban deseos, de cuando en cuando, de detenerse para contemplar aquellas cosas nuevas. Pero don Bosco les decía: -Adelante, adelante, no necesitamos nada; no tenemos hambre, no tenemos sed; por tanto, prosigamos adelante.
(Al fondo, en la lejanía, sobre la décima colina despuntaba una luz que iba siempre en aumento, como si saliese de una maravillosa puerta.) Volvió a oírse nuevamente el canto, tan armonioso, que solamente en el Paraíso se puede oír y gustar una cosa igual. No era una música instrumental, ni parecía de voces humanas. Era algo imposible de describir, y tanto fue el júbilo que inundó el alma de Don Bosco, que se despertó encontrándose en el lecho.
He aquí cómo explicó el siervo de Dios su sueño:
– El valle es el mundo. La montaña, los obstáculos que impiden despegarnos de él. El carro, lo entendéis. Los grupos de jóvenes a pie, son los que, perdida la inocencia, se arrepintieron de sus pecados.
Don Bosco añadió también que las diez colinas representaban los diez mandamientos de la ley de Dios, cuya observancia conduce a la vida eterna.
Después añadió que, si había necesidad de ello, estaba dispuesto a decir confidencialmente a algunos jóvenes el papel que desempeñaban en el sueño, si se quedaron en el valle o si se cayeron del carruaje.
Al bajar don Bosco de la tribuna, el alumno Antonio Ferraris se acercó a él y le contó ante nosotros, que oímos sus palabras, que en la noche anterior había soñado que se encontraba en compañía de su madre, la cual le había preguntado que, si para la fiesta de Pascua, iría a casa a pasar unos días de vacaciones, y que él había dicho que antes de dicha fiesta habría volado al Paraíso. Después, confidencialmente, dijo algunas palabras al oído de don Bosco. Antonio Ferraris murió el 16 de marzo de 1865.
Nosotros escribimos el sueño inmediatamente, y la misma noche del 22 de octubre de 1864, añadimos al final la siguiente apostilla: «Tengo la seguridad de que don Bosco en sus explicaciones procuró velar lo que el sueño tiene de más sorprendente, al menos respecto a algunas circunstancias. La explicación de los diez mandamientos no me satisface. La octava colina sobre la cual don Bosco hace una parada y se contempla en el espejo tan anciano, creo que quiere indicar que el siervo de Dios moriría pasados los sesenta años. El futuro hablará».
Este futuro es ya pasado y hemos de ratificar nuestra opinión. El sueño indicaba a don Bosco la duración de su vida. Confrontemos con éste el de la Rueda, que sólo pudimos conocer unos años después. Las vueltas de la rueda proceden por decenios: y así se avanza de una a otra colina, de diez en diez años. Las colinas son diez, representando unos cien años, que es el máximo de la vida del hombre. En el primer decenio vemos a don Bosco, aún niño, comenzando su misión entre sus compañeros de I Becchi, dando así principio a su viaje; después comprobamos cómo recorre siete colinas, esto es, siete decenios, llegando, por tanto, a los setenta años de edad, sube a la octava colina y en ella descansa: contempla casas y campos maravillosos, o mejor dicho, su Pía Sociedad, que ha crecido y producido frutos por la bondad infinita de Dios. El camino a recorrer en la octava colina es aún largo y el siervo de Dios emprende la marcha; pero no llega a la novena colina porque se despierta antes. Y así finalizó su carrera en el octavo decenio, pues murió a los setenta y dos años y cinco meses de edad.
¿Qué opina el lector de todo esto? Añadiremos que a la noche siguiente, habiéndonos preguntado don Bosco a nosotros mismos, cuál era nuestro pensamiento sobre este sueño, le respondimos que nos parecía que no se refería solamente a los jóvenes, sino que también quería significar la dilatación de la Pía Sociedad por todo el mundo.
– Pero ¿cómo?, replicó uno de nuestros hermanos; tenemos ya los colegios de Mirabello y de Lanzo y se abrirá alguno más en el Piamonte. ¿Qué más quieres?
– Son muy diferentes los destinos anunciados por el sueño.
Y don Bosco aprobaba sonriente nuestra opinión.
(MB IT VII, 796-802 / MB ES VII, 677-683)




El sabio

Al emperador Ciro el Grande le gustaba conversar amistosamente con un amigo muy sabio llamado Akkad.
Un día, recién llegado agotado de una campaña bélica contra los medos, Ciro se detuvo junto a su viejo amigo para pasar unos días con él.
“Estoy agotado, querido Akkad. Todas estas batallas me están agotando. Cómo me gustaría poder detenerme y pasar tiempo contigo, charlando a orillas del Éufrates…”
“Pero, querido señor, a estas alturas ya has derrotado a los medos, ¿qué harás?”
“Quiero tomar Babilonia y someterla”.
“¿Y después de Babilonia?”
“Someteré a Grecia”.
“¿Y después de Grecia?”
“Conquistaré Roma”.
“¿Y después de eso?”
“Me detendré. Volveré aquí y pasaremos días felices conversando amistosamente a orillas del Éufrates…”.
“¿Y por qué, señor, amigo mío, no empezamos de una vez?”

Siempre habrá otro día para decir “te quiero”.
Acuérdate hoy de sus seres queridos y susúrreles al oído, diles cuánto los quiere. Tómese el tiempo de decir “lo siento”, “por favor, escúcheme”, “gracias”.
Mañana no te arrepentirás de lo que has hecho hoy
.




Entrevista al Rector Mayor, Don Fabio Attard

Hemos entrevistado en exclusiva al Rector Mayor de los Salesianos, Don Fabio Attard, repasando las etapas fundamentales de su vocación y su trayectoria humana y espiritual. Su vocación nació en el oratorio y se consolidó a través de un rico itinerario formativo que lo llevó de Irlanda a Túnez, de Malta a Roma. De 2008 a 2020 fue Consejero General para la Pastoral Juvenil, cargo que desempeñó con una visión multicultural adquirida a través de experiencias en diferentes contextos. Su mensaje central es la santidad como fundamento de la acción educativa salesiana: «Me gustaría ver una Congregación más santa», afirma, subrayando que la eficiencia profesional debe arraigarse en la identidad consagrada.

¿Cuál es tu historia vocacional?
Nací en Gozo, Malta, el 23 de marzo de 1959, quinto de siete hijos. Cuando nací, mi padre era farmacéutico en un hospital, mientras que mi madre había montado una pequeña tienda de telas y confección, que con el tiempo creció hasta convertirse en una pequeña cadena de cinco tiendas. Era una mujer muy trabajadora, pero el negocio siempre fue familiar.

Fui a la escuela primaria y secundaria locales. Un aspecto muy bonito y particular de mi infancia es que mi padre era catequista laico en el oratorio, que hasta 1965 había sido dirigido por los salesianos. De joven, él había frecuentado ese oratorio y luego se había quedado allí como único catequista laico. Cuando yo empecé a frecuentarlo, a los seis años, los salesianos acababan de abandonar la obra. Tomó el relevo un joven sacerdote (que todavía vive) que continuó las actividades del oratorio con el mismo espíritu salesiano, ya que él mismo había vivido allí como seminarista.
Se seguía con el catecismo, la bendición eucarística diaria, el fútbol, el teatro, el coro, las excursiones, las fiestas… todo lo que se vive normalmente en un oratorio. Había muchos niños y jóvenes, y yo crecí en ese ambiente. En práctica, mi vida transcurría entre la familia y el oratorio. También era monaguillo en mi parroquia. Así, al terminar la escuela secundaria, me orienté hacia el sacerdocio, porque desde niño tenía este deseo en el corazón.

Hoy me doy cuenta de lo mucho que me influyó aquel joven sacerdote, al que miraba con admiración: siempre estaba con nosotros en el patio, en las actividades del oratorio. Sin embargo, en aquella época los salesianos ya no estaban allí. Así que ingresé en el seminario, donde en aquel entonces se hacían dos años de preparación como internos. Durante el tercer año, que correspondía al primer año de filosofía, conocí a un amigo de la familia de unos 35 años, una vocación adulta, que había ingresado como aspirante salesiano (hoy sigue vivo y es coadjutor). Cuando dio ese paso, se encendió una llama dentro de mí. Y con la ayuda de mi director espiritual, comencé un discernimiento vocacional.
Fue un camino importante, pero también exigente: tenía 19 años, pero ese guía espiritual me ayudó a buscar la voluntad de Dios, y no simplemente la mía. Así, el último año, el cuarto de filosofía, en lugar de seguirlo al seminario, lo viví como aspirante salesiano, completando los dos años de filosofía requeridos.

En mi familia, el ambiente estaba muy marcado por la fe. Asistíamos todos los días a misa, rezábamos el rosario en casa, estábamos muy unidos. Incluso hoy, aunque nuestros padres están en el cielo, mantenemos esa misma unidad entre hermanos y hermanas.

Otra experiencia familiar que me marcó profundamente, aunque solo me di cuenta con el tiempo. Mi hermano, el segundo de la familia, murió a los 25 años por insuficiencia renal. Hoy, con los avances de la medicina, seguiría vivo gracias a la diálisis y los trasplantes, pero entonces no había tantas posibilidades. Estuve a su lado durante los últimos tres años de su vida: compartíamos la misma habitación y a menudo le ayudaba por la noche. Era un joven sereno, alegre, que vivió su fragilidad con una alegría extraordinaria.
Tenía 16 años cuando murió. Han pasado cincuenta años, pero cuando pienso en aquella época, en aquella experiencia cotidiana de cercanía, hecha de pequeños gestos, reconozco lo mucho que marcó mi vida.

Nací en una familia donde había fe, sentido del trabajo y responsabilidad compartida. Mis padres son para mí dos ejemplos extraordinarios: vivieron con gran fe y serenidad la cruz, sin hacer pesar nunca nada a nadie, y al mismo tiempo supieron transmitir la alegría de la vida familiar. Puedo decir que tuve una infancia muy bonita. No éramos ricos ni pobres, pero siempre sobrios y discretos. Nos enseñaron a trabajar, a administrar bien los recursos, a no malgastar, a vivir con dignidad, con elegancia y, sobre todo, con atención a los pobres y a los enfermos.

¿Cómo reaccionó tu familia cuando tomaste la decisión de seguir la vocación consagrada?
Había llegado el momento en que, junto con mi director espiritual, habíamos aclarado que mi camino era el de los salesianos. También tenía que comunicárselo a mis padres. Recuerdo que era una tarde tranquila, estábamos cenando juntos, solo nosotros tres. En un momento dado, dije: «Quiero decirles algo: he discernido y he decidido entrar en los salesianos».

Mi padre se puso muy contento. Me respondió enseguida: «Que el Señor te bendiga». Mi madre, en cambio, se echó a llorar, como suelen hacer todas las madres. Me preguntó: «¿Entonces te vas?». Pero mi padre intervino con dulzura y firmeza: «Se vaya o no, este es su camino».
Me bendijeron y me animaron. Son momentos que quedan grabados para siempre.
Recuerdo especialmente lo que ocurrió al final de la vida de mis padres. Mi padre murió en 1997 y, seis meses después, a mi madre le diagnosticaron un tumor incurable.

En aquella época, mis superiores me habían pedido que fuera profesor a la Universidad Pontificia Salesiana (UPS), pero no sabía qué decisión tomar. Mi madre no estaba bien, estaba a punto de morir. Hablando con mis hermanos, me dijeron: «Haz lo que te piden tus superiores».
Estaba en casa y se lo comenté: «Mamá, mis superiores me piden que me vaya a Roma».
Ella, con la lucidez de una verdadera madre, me respondió: «Escucha, hijo mío, si dependiera de mí, te pediría que te quedaras aquí, porque no tengo a nadie más y no querría ser una carga para tus hermanos. Pero…», y aquí dijo una frase que llevo en mi corazón, «tú no eres mío, tú perteneces a Dios. Haz lo que te digan tus superiores».

Esa frase, pronunciada un año antes de su muerte, es para mí un tesoro, una herencia preciosa. Mi madre era una mujer inteligente, sabia, perspicaz: sabía que la enfermedad la llevaría al final, pero en ese momento supo ser libre interiormente. Libre para decir palabras que confirmaban una vez más el don que ella misma había hecho a Dios: ofrecer un hijo a la vida consagrada.
La reacción de mi familia, desde el principio hasta el final, estuvo siempre marcada por un profundo respeto y un gran apoyo. Y aún hoy, mis hermanos y hermanas siguen manteniendo este espíritu.

¿Cuál ha sido tu trayectoria formativa desde el noviciado hasta hoy?
Ha sido un camino muy rico y variado. Empecé el prenoviciado en Malta y luego hice el noviciado en Dublín, Irlanda. Una experiencia realmente bonita.
Después del noviciado, mis compañeros se trasladaron a Maynooth para estudiar filosofía en la universidad, pero yo ya la había completado anteriormente. Por eso, los superiores me pidieron que me quedara un año más en el noviciado, donde enseñé italiano y latín. Posteriormente, volví a Malta para realizar dos años de prácticas, que fueron muy bonitos y enriquecedores.

Después me enviaron a Roma para estudiar teología en la Universidad Pontificia Salesiana, donde pasé tres años extraordinarios. Esos años me abrieron mucho la mente. Vivíamos en la residencia con cuarenta hermanos procedentes de veinte países diferentes: Asia, Europa, América Latina… incluso el cuerpo docente era internacional. Era mediados de los años 80, unos veinte años después del Concilio Vaticano II, y todavía se respiraba mucho entusiasmo: había animados debates teológicos, la teología de la liberación, el interés por el método y la praxis. Esos estudios me enseñaron a leer la fe no solo como contenido intelectual, sino como una opción de vida.

Después de esos tres años, continué con otros dos de especialización en teología moral en la Academia Alfonsiana, con los padres redentoristas. Allí también conocí a figuras importantes, como el famoso Bernhard Häring, con quien entablé una amistad personal y al que visitaba regularmente cada mes para conversar con él. Fueron cinco años en total, entre el bachillerato y la licenciatura, que me formaron profundamente desde el punto de vista teológico.

Posteriormente, me ofrecí para las misiones y mis superiores me enviaron a Túnez, junto con otro salesiano, para restablecer la presencia salesiana en el país. Nos hicimos cargo de una escuela gestionada por una congregación femenina que, al no tener más vocaciones, estaba a punto de cerrar. Era una escuela con 700 alumnos, por lo que tuvimos que aprender francés y también árabe. Para prepararnos, pasamos unos meses en Lyon, Francia, y luego nos dedicamos al estudio del árabe.
Me quedé allí tres años. Fue otra gran experiencia, porque nos encontramos viviendo la fe y el carisma salesiano en un contexto en el que no se podía hablar explícitamente de Jesús. Sin embargo, era posible construir itinerarios educativos basados en valores humanos: respeto, disponibilidad, verdad. Nuestro testimonio era silencioso pero elocuente. En ese entorno aprendí a conocer y amar el mundo musulmán. Todos —estudiantes, profesores y familias— eran musulmanes y nos acogieron con gran calidez. Nos hicieron sentir parte de su familia. He vuelto varias veces a Túnez y siempre he encontrado el mismo respeto y aprecio, más allá de nuestra pertenencia religiosa.

Después de esa experiencia, regresé a Malta y trabajé durante cinco años en el ámbito social. En concreto, en una casa salesiana que acoge a jóvenes que necesitan un acompañamiento educativo más atento, incluso en régimen residencial.

Tras estos ocho años en total de pastoral (entre Túnez y Malta), se me ofreció la posibilidad de completar el doctorado. Decidí volver a Irlanda, porque el tema estaba relacionado con la conciencia según el pensamiento del cardenal John Henry Newman, hoy santo. Una vez terminado el doctorado, el Rector Mayor de entonces, don Juan Edmundo Vecchi, de feliz memoria, me pidió que entrara como profesor de teología moral en la Universidad Pontificia Salesiana.

Mirando todo mi camino, desde el aspirantado hasta el doctorado, puedo decir que ha sido un conjunto de experiencias no solo de contenidos, sino también de contextos culturales muy diferentes. Doy gracias al Señor y a la Congregación por haberme ofrecido la posibilidad de vivir una formación tan variada y rica.

Entonces, sabes maltés porque es tu lengua materna, inglés porque es la segunda lengua en Malta, latín porque lo has enseñado, italiano porque has estudiado en Italia, francés y árabe porque has estado en Manouba, en Túnez… ¿Cuántas lenguas sabes?
Cinco, seis idiomas, más o menos. Pero cuando me preguntan por los idiomas, siempre digo que son coincidencias históricas.

En Malta crecemos con dos idiomas: el maltés y el inglés, y en la escuela se estudia un tercer idioma. En mi época también se enseñaba italiano. Además, me daban bien los idiomas, así que elegí también el latín. Más tarde, al ir a Túnez, fue necesario aprender francés y también árabe.
En Roma, al vivir con muchos estudiantes de español, el oído se acostumbra, y cuando fui elegido Consejero para la Pastoral Juvenil, profundicé un poco en el español, que es un idioma muy bonito.
Todas las lenguas son hermosas. Por supuesto, aprenderlas requiere esfuerzo, estudio y práctica. Hay quienes tienen más facilidad y quienes menos: es una cuestión de disposición personal. Pero no es un mérito ni una culpa. Es simplemente un don, una predisposición natural.

Desde 2008 hasta 2020 has sido Consejero General de Pastoral Juvenil durante dos mandatos. ¿Cómo te ha ayudado tu experiencia en esta misión?
Cuando el Señor nos confía una misión, llevamos con nosotros todo el bagaje de experiencias que hemos acumulado a lo largo del tiempo.

Al haber vivido en diferentes contextos culturales, no corría el riesgo de verlo todo a través del filtro de una sola cultura. Soy europeo, vengo del Mediterráneo, de un país que fue colonia inglesa, pero he tenido la gracia de vivir en comunidades internacionales y multiculturales.

Los años de estudio en la UPS también me han ayudado mucho. Teníamos profesores que no se limitaban a transmitir contenidos, sino que nos enseñaban a sintetizar, a construir un método. Por ejemplo, si estudiábamos historia de la Iglesia, comprendíamos lo esencial que era para entender la patrística. Si abordábamos la teología bíblica, aprendíamos a relacionarla con la teología sacramental, con la moral, con la historia de la espiritualidad. En definitiva, nos enseñaban a pensar de forma orgánica.
Esta capacidad de síntesis, esta arquitectura del pensamiento, se convierte luego en parte de tu formación personal. Cuando estudias teología, aprendes a identificar puntos fijos y a conectarlos. Y lo mismo ocurre con una propuesta pastoral, pedagógica o filosófica. Cuando te encuentras con personas de gran profundidad, absorbes no solo lo que dicen, sino también cómo lo dicen, y eso forma tu estilo.

Otro elemento importante es que, en el momento de mi elección, ya había vivido experiencias en entornos misioneros, donde la religión católica era prácticamente inexistente, y había trabajado con personas marginadas y vulnerables. También había adquirido cierta experiencia en el mundo universitario y, paralelamente, me había dedicado mucho al acompañamiento espiritual.

Además, entre 2005 y 2008, justo después de la experiencia en la UPS, la Arquidiócesis de Malta me pidió que fundara un Instituto de Formación Pastoral, a raíz de un Sínodo diocesano que había reconocido su necesidad. El arzobispo me confió la tarea de ponerlo en marcha desde cero. Lo primero que hice fue formar un equipo con sacerdotes, religiosos y laicos, hombres y mujeres. Creamos un nuevo método formativo, que todavía se utiliza hoy en día. El instituto sigue funcionando muy bien y, en cierto modo, esa experiencia fue una preparación muy valiosa para el trabajo que realicé posteriormente en la pastoral juvenil.

Desde el principio siempre he creído en el trabajo en equipo y en la colaboración con los laicos. Mi primera experiencia como director fue precisamente en este estilo: un equipo educativo estable, hoy diríamos una CEP (Comunidad Educativa Pastoral), con reuniones sistemáticas, no ocasionales. Nos reuníamos cada semana con los educadores y los profesionales. Y este enfoque, que con el tiempo se ha convertido en un método, ha seguido siendo una referencia para mí.

A todo esto se suma la experiencia académica: seis años como profesor en la Universidad Pontificia Salesiana, donde llegaban estudiantes de más de cien países, y luego como examinador y director de tesis doctorales en la Academia Alfonsiana.
Creo que todo ello me ha preparado para vivir esa responsabilidad con lucidez y visión.
Así, cuando la Congregación, durante el Capítulo General de 2008, me pidió que asumiera este cargo, ya llevaba conmigo una visión amplia y multicultural. Y esto me ayudó, porque reunir la diversidad no me resultaba difícil: era parte de la normalidad. Por supuesto, no se trataba simplemente de hacer una «macedonia» de experiencias: había que encontrar los hilos conductores, dar coherencia y unidad.

Lo que he podido vivir como Consejero General no ha sido un mérito personal. Creo que cualquier salesiano, si hubiera tenido las mismas oportunidades y el apoyo de la Congregación, podría haber vivido experiencias similares y haber aportado su contribución con generosidad.

¿Hay alguna oración, una buena noche salesiana, una costumbre que nunca falta?
La devoción a María. En casa crecimos con el rosario diario, rezado en familia. No era una obligación, era algo natural: lo hacíamos antes de comer, porque siempre comíamos juntos. Entonces era posible. Hoy quizá lo sea menos, pero entonces se vivía así: la familia reunida, la oración compartida, la mesa común.
Al principio quizá no me daba cuenta de lo profunda que era esa devoción mariana. Pero con el paso de los años, cuando se empieza a distinguir lo esencial de lo secundario, comprendí cuánto había acompañado esa presencia materna a mi vida.
La devoción a María se expresa de diversas formas: el rosario diario, cuando es posible; un momento de recogimiento ante una imagen o una estatua de la Virgen; una oración sencilla, pero hecha con el corazón. Son gestos que acompañan el camino de la fe.

Naturalmente hay algunos puntos fijos: la Eucaristía diaria y la meditación diaria. Son pilares que no se discuten, se viven. No solo porque somos consagrados, sino porque somos creyentes. Y la fe solo se vive alimentándola.
Cuando la alimentamos, crece en nosotros. Y solo si crece en nosotros, podemos ayudar a que crezca también en los demás. Para nosotros, que somos educadores, es evidente: si nuestra fe no se traduce en vida concreta, todo lo demás se convierte en fachada.
Estas prácticas —la oración, la meditación, la devoción— no están reservadas a los santos. Son expresión de honestidad. Si he tomado una decisión de fe, también tengo la responsabilidad de cultivarla. De lo contrario, todo se reduce a algo exterior, aparente. Y esto, con el tiempo, no se sostiene.

Si pudieras volver atrás, ¿tomarías las mismas decisiones?
Por supuesto que sí. En mi vida ha habido momentos muy difíciles, como le pasa a todo el mundo. No quiero pasar por la «víctima de turno». Creo que toda persona, para crecer, debe atravesar fases de oscuridad, momentos de desolación, de soledad, de sentirse traicionada o acusada injustamente. Y yo he vivido esos momentos. Pero he tenido la gracia de tener a mi lado a un director espiritual.

Cuando se viven ciertas dificultades acompañados por alguien, se intuye que todo lo que Dios permite tiene un sentido, un propósito. Y cuando se sale de ese «túnel», se descubre que se es una persona diferente, más madura. Es como si, a través de esa prueba, nos transformáramos.
Si me hubiera quedado solo, habría corrido el riesgo de tomar decisiones equivocadas, sin visión, cegado por la fatiga del momento. Cuando se está enfadado, cuando se siente uno solo, no es momento de decidir. Es momento de caminar, de pedir ayuda, de dejarse acompañar.
Vivir ciertos momentos con la ayuda de alguien es como ser una masa puesta en el horno: el fuego la cuece, la madura. Por eso, a la pregunta de si cambiaría algo, mi respuesta es: no. Porque incluso los momentos más difíciles, incluso aquellos que no entendía, me han ayudado a convertirme en la persona que soy hoy.
¿Me siento una persona perfecta? No. Pero siento que estoy en camino, cada día, tratando de vivir ante la misericordia y la bondad de Dios.
Y hoy, mientras concedo esta entrevista, puedo decir con sinceridad que me siento feliz. Quizás aún no he comprendido plenamente lo que significa ser Rector Mayor —se necesita tiempo—, pero sé que es una misión, no un paseo. Conlleva sus dificultades. Sin embargo, me siento amado y estimado por mis colaboradores y por toda la Congregación.
Y todo lo que soy hoy, lo soy gracias a lo que he vivido, incluso en los momentos más difíciles. No los cambiaría. Me han hecho ser quien soy.

¿Tienes algún proyecto que te importe especialmente?
Sí. Si cierro los ojos e imagino algo que realmente deseo, me gustaría ver una Congregación más santa. Más santa. Más santa.
Me inspiró profundamente la primera carta de don Pascual Chávez de 2002, titulada «Sed santos». Esa carta me tocó dentro, me dejó huella.
Los proyectos son muchos, y todos válidos, bien estructurados, con visiones amplias y profundas. Pero ¿qué valor tienen si los llevan a cabo personas que no son santas? Podemos hacer un trabajo excelente, podemos incluso ser apreciados —y esto, en sí mismo, no es negativo—, pero no trabajamos para alcanzar el éxito. Nuestro punto de partida es una identidad: somos personas consagradas.
Lo que proponemos solo tiene sentido si nace de ahí. Está claro que deseamos que nuestros proyectos tengan éxito, pero aún más deseamos que aporten gracia, que toquen a las personas en lo más profundo. No basta con ser eficientes. Debemos ser eficaces, en el sentido más profundo: eficaces en el testimonio, en la identidad, en la fe.

La eficiencia puede existir incluso sin ninguna referencia religiosa. Podemos ser excelentes profesionales, pero eso no basta. Nuestra consagración no es un detalle: es el fundamento. Si se vuelve marginal, si la dejamos de lado para dar espacio a la eficiencia, entonces perdemos nuestra identidad.
Y la gente nos observa. En las escuelas salesianas se reconoce que los resultados son buenos, y eso es bueno. Pero ¿nos reconocen también como hombres de Dios? Esa es la pregunta.
Si solo nos ven como buenos profesionales, entonces solo somos eficientes. Pero nuestra vida debe alimentarse de Él —el Camino, la Verdad y la Vida— y no de lo que «yo pienso», «yo quiero» o «me parece».

Por eso, más que hablar de un proyecto personal, prefiero hablar de un deseo profundo: llegar a ser santos. Y hablar de ello de manera concreta, no idealizada.
Cuando Don Bosco hablaba a sus chicos de estudio, salud y santidad, no se refería a una santidad hecha solo de oración en la capilla. Pensaba en una santidad vivida en la relación con Dios y alimentada por la relación con Dios. La santidad cristiana es el reflejo de esta relación viva y cotidiana.

¿Qué consejo le darías a un joven que se pregunta sobre su vocación?
Le diría que descubra, paso a paso, cuál es el proyecto de Dios para él.
El camino vocacional no es una pregunta que se hace uno mismo y luego se espera una respuesta inmediata por parte de la Iglesia. Es una peregrinación. Cuando un chico me dice: «No sé si hacerme salesiano o no», trato de alejarlo de esa formulación. Porque no se trata simplemente de decidir: «Me hago salesiano». La vocación no es una opción en relación con una «cosa».
También en mi propia experiencia, cuando le dije a mi director espiritual: «Quiero ser salesiano, tengo que serlo», él, con mucha calma, me hizo reflexionar: «¿Es realmente la voluntad de Dios? ¿O es solo un deseo tuyo?»

Y es justo que un joven busque lo que desea, es algo sano. Pero quien lo acompaña tiene la tarea de educar esa búsqueda, de transformarla de entusiasmo inicial en camino de maduración interior.
«¿Quieres hacer el bien? Bien. Entonces conócete a ti mismo, reconoce que eres amado por Dios».
Solo a partir de esa relación profunda con Dios puede surgir la verdadera pregunta: «¿Cuál es el proyecto de Dios para mí?».
Porque lo que hoy deseo, mañana puede que ya no me baste. Si la vocación se reduce a lo que «me gusta», entonces será algo frágil. La vocación es, en cambio, una voz interior que interpela, que pide entrar en diálogo con Dios y responder.
Cuando un joven llega a este punto, cuando es acompañado a descubrir ese espacio interior donde habita Dios, entonces comienza realmente a caminar.
Por eso, quien acompaña debe ser muy atento, profundo, paciente. Nunca superficial.
El Evangelio de Emaús es una imagen perfecta: Jesús se acerca a los dos discípulos, los escucha aunque sabe que están hablando con confusión. Luego, después de escucharlos, comienza a hablar. Y ellos, al final, lo invitan: «Quédate con nosotros, porque se hace tarde».
Y lo reconocen en el gesto de partir el pan. Luego se dicen: «¿No ardía nuestro corazón mientras él nos hablaba por el camino?».

Hoy muchos jóvenes están en búsqueda. Nuestra tarea, como educadores, es no ser precipitados. Sino ayudarles, con calma y gradualidad, a descubrir la grandeza que ya hay en su corazón. Porque allí, en esa profundidad, encuentran a Cristo. Como dice san Agustín: «Tú estabas dentro de mí, y yo fuera. Y allí te buscaba».

¿Tienes algún mensaje que transmitir hoy a la Familia Salesiana?
Es el mismo mensaje que he compartido estos días, durante el encuentro de la Consulta de la Familia Salesiana: La fe. Arraigarnos cada vez más en la persona de Cristo.
De este arraigo nace un conocimiento auténtico de Don Bosco. Los primeros salesianos, cuando quisieron escribir un libro sobre el verdadero Don Bosco, no lo titularon «Don Bosco apóstol de los jóvenes», sino «Don Bosco con Dios», un texto escrito por Don Eugenio Ceria en 1929.
Y esto nos hace reflexionar. Porque ellos, que lo habían visto en acción todos los días, no eligieron destacar al Don Bosco incansable, organizador, educador. No, quisieron contar al Don Bosco profundamente unido a Dios.
Quienes lo conocieron bien no se detuvieron en las apariencias, sino que fueron a la raíz: Don Bosco era un hombre inmerso en Dios.
A la Familia Salesiana les digo: hemos recibido un tesoro. Un don inmenso. Pero todo don conlleva una responsabilidad.
En mi discurso final dije: «No basta con amar a Don Bosco, hay que conocerlo».
Y solo podemos conocerlo verdaderamente si somos personas de fe.

Debemos mirarlo con los ojos de la fe. Solo así podemos encontrar al creyente que fue Don Bosco, en quien actuó con fuerza el Espíritu Santo: con dýnamis, con cháris, con carisma, con gracia.
No podemos limitarnos a repetir algunas de sus máximas o a contar sus milagros. Porque corremos el riesgo de quedarnos en las anécdotas de Don Bosco, en lugar de quedarnos en la historia de Don Bosco, porque Don Bosco es más grande que Don Bosco.
Esto significa estudio, reflexión, profundidad. Significa evitar toda superficialidad.

Y entonces podremos decir con verdad: «Esta es mi fe, este es mi carisma: arraigados en Cristo, siguiendo los pasos de Don Bosco».