Santo Domingo Savio. Los lugares de la infancia

Santo Domingo Savio, el “pequeño gran santo”, vivió su breve pero intensa niñez entre las colinas del Piamonte, en lugares hoy cargados de memoria y espiritualidad. Con motivo de su beatificación en 1950, la figura de este joven discípulo de Don Bosco fue celebrada como símbolo de pureza, fe y dedicación evangélica. Recorramos los lugares principales de su infancia —Riva presso Chieri, Morialdo y Mondonio— a través de testimonios históricos y relatos vívidos, revelando el ambiente familiar, escolar y espiritual que forjó su camino hacia la santidad.

            El Año Santo de 1950 fue también el de la Beatificación de Domingo Savio, que tuvo lugar el 5 de marzo. El discípulo de Don Bosco, de 15 años, fue el primer santo laico “confesor” que subió a los altares a tan temprana edad.
            Aquel día, la Basílica de San Pedro estaba abarrotada de jóvenes que daban testimonio, con su presencia en Roma, de una juventud cristiana totalmente abierta a los ideales más sublimes del Evangelio. Se transformó, según Radio Vaticano, en un inmenso y ruidoso Oratorio Salesiano. Cuando el velo que cubría la figura del nuevo Beato cayó de los rayos de Bernini, un frenético aplauso se levantó de toda la basílica y el eco llegó hasta la plaza, donde se descubrió el tapiz que representaba al Beato desde la Logia de las Bendiciones.
            El sistema educativo de Don Bosco recibió aquel día su máximo reconocimiento. Quisimos volver a visitar los lugares de la infancia de Domingo, tras releer la detallada información de don Michele Molineris en esa Nueva Vida de Domingo Savio, en la que describe con su conocida seriedad documental lo que no dicen las biografías de Santo Domingo Savio.

En Riva cerca de Chieri
            Nos encontramos en primer lugar en San Giovanni di Riva junto a Chieri, la aldea donde nació nuestro “pequeño gran Santo” el 2 de abril de 1842, de Carlo Savio y Brigida Gaiato, el segundo de diez hijos, heredando del primero, que sólo sobrevivió 15 días después de su nacimiento, su nombre y su primogenitura.
            Su padre, como sabemos, procedía de Ranello, una aldea de Castelnuovo d’Asti, y de joven había ido a vivir con su tío Carlo, herrero en Mondonio, en una casa de la actual Via Giunipero, en el n.º 1, aún llamada “ca dèlfré” o casa del herrero. Allí, de “Barba Carlòto” había aprendido el oficio. Algún tiempo después de su matrimonio, contraído el 2 de marzo de 1840, se había independizado, trasladándose a la casa Gastaldi de San Giovanni di Riva. Alquiló una vivienda con habitaciones en la planta baja, aptas para cocina, almacén y taller, y dormitorios en el primer piso, a los que se accedía por una escalera exterior hoy desaparecida.
            Posteriormente, en 1978, los herederos de Gastaldi vendieron la casa de campo y la granja contigua a los Salesianos. Y hoy, un moderno centro juvenil, dirigido por antiguos alumnos y cooperadores salesianos, da memoria y nueva vida a la casita donde nació Domingo.

En Morialdo
            En noviembre de 1843, es decir, cuando Domingo aún no había cumplido los dos años, la familia Savio, por motivos de trabajo, se trasladó a Morialdo, la aldea de Castelnuovo vinculada al nombre de San Juan Bosco, que nació en Cascina Biglione, una aldea del distrito de Becchi.
            En Morialdo, los Savio alquilaron unas pequeñas habitaciones cerca del porche de entrada de la granja propiedad de Viale Giovanna, que se había casado con Stefano Persoglio. Más tarde, su hijo Persoglio Alberto vendió toda la granja a Pianta Giuseppe y familia.
            En la actualidad, esta granja es también, en su mayor parte, propiedad de los Salesianos que, tras restaurarla, la han utilizado para encuentros de niños y adolescentes y para visitas de peregrinos. A menos de 2 km del Colle Don Bosco, está situada en un entorno campestre, entre festones de viñas, campos fértiles y prados ondulados, con un aire de alegría en primavera y de nostalgia en otoño, cuando las hojas amarillentas se doran con los rayos del sol, con un panorama encantador en los días buenos, cuando la cadena de los Alpes se extiende en el horizonte desde la cima del Monte Rosa, cerca de Albugnano, hasta el Gran Paradiso, hasta Rocciamelone, bajando hasta Monviso, es verdaderamente un lugar para visitar y aprovechar días de intensa vida espiritual, una escuela de santidad al estilo de Don Bosco.
            La familia Savio permaneció en Morialdo hasta febrero de 1853, es decir, nueve años y tres meses. Domingo, que sólo vivió 14 años y meses, pasó allí casi dos tercios de su corta existencia. Por tanto, se le puede considerar no sólo alumno e hijo espiritual de Don Bosco, sino también su paisano.

En Mondonio
            Por qué la familia Savio abandonó Morialdo, sugiere el P. Molineris. Su tío el herrero había muerto y el padre de Domingo podía heredar no sólo las herramientas del oficio, sino también la clientela de Mondonio. Esa fue probablemente la razón del traslado, que tuvo lugar, sin embargo, no a la casa de Via Giunipero, sino a la parte baja del pueblo, donde alquilaron a los hermanos Bertello la primera casa a la izquierda de la calle principal del pueblo. La pequeña casa constaba, y sigue constando hoy, de una planta baja con dos habitaciones, adaptadas como cocina y taller, y una planta superior, encima de la cocina, con dos habitaciones y espacio suficiente para un taller con puerta a la rampa a la calle.
            Sabemos que los cónyuges Savio tuvieron diez hijos, tres de los cuales murieron muy jóvenes y otros tres, incluido el nuestro, no llegaron a cumplir los 15 años. La madre murió en 1871 a la edad de 51 años. El padre, que se quedó solo en casa con su hijo Juan, después de haber acogido a las tres hijas supervivientes, pidió hospitalidad a Don Bosco en 1879 y murió en Valdocco el 16 de diciembre de 1891.
            En Valdocco, Domingo había ingresado el 29 de octubre de 1854, permaneciendo allí, salvo breves periodos vacacionales, hasta el 1 de marzo de 1857. Murió ocho días después en Mondonio, en la pequeña habitación junto a la cocina, el 9 de marzo de ese año. Su estancia en Mondonio fue, por tanto, de unos 20 meses en total, y en Valdocco de 2 años y 4 meses.

Recuerdos de Morialdo
            De este breve repaso a las tres casas de los Savio, se desprende que la de Morialdo debe ser la más rica en recuerdos. San Giovanni di Riva recuerda el nacimiento de Domingo, y Mondonio un año en la escuela y su santa muerte, pero Morialdo recuerda su vida en familia, en la iglesia y en la escuela. “Minòt”, como le llamaban allí, cuántas cosas habrá oído, visto y aprendido de su padre y de su madre, cuánta fe y amor demostró en la pequeña iglesia de San Pietro, cuánta inteligencia y bondad en la escuela de Don Giovanni Zucca, y cuánta diversión y vivacidad en el patio de recreo con sus compañeros de aldea.
            Fue en Morialdo donde Domingo Savio se preparó para su Primera Comunión, que hizo en la iglesia parroquial de Castelnuovo el 8 de abril de 1849. Fue allí, cuando sólo tenía 7 años, donde escribió las “Memorias”, es decir, las intenciones de su Primera Comunión:
            1. 1. Me confesaré muy a menudo y comulgaré todas las veces que el confesor me lo permita;
            2. Quiero santificar los días de fiesta;
            3. Mis amigos serán Jesús y María;
            4. La muerte, pero no los pecados.
            Recuerdos que fueron la guía de sus actos hasta el final de su vida.
            El comportamiento, la forma de pensar y de actuar de un niño reflejan el entorno en el que vivió, y especialmente la familia en la que pasó su infancia. Por eso, si se quiere comprender algo sobre Domingo, siempre es bueno reflexionar sobre su vida en aquella granja de Morialdo.

La familia
            La suya no era una familia de agricultores. Su padre era herrero y su madre costurera. Sus padres no eran de constitución robusta. Los signos de la fatiga se podían ver en el rostro de su padre, mientras que la finura de líneas distinguía el rostro de su madre. El padre de Domingo era un hombre de iniciativa y coraje. Su madre procedía del no muy lejano Cerreto d’Asti, donde tenía un taller de costura “y con su habilidad nos quitaba el aburrimiento de bajar al valle a buscar telas”. Y seguía siendo costurera también en Morialdo. ¿Lo habrá sabido Don Bosco? Curioso, sin embargo, su diálogo con el pequeño Domingo, que había ido a buscarle a casa de los Becchi:
            – Bueno ¿Qué le parece?
            – Eh, me parece que hay buena tela
(en piamontés.: Eh, m’a smia ch’a-j’sia bon-a stòfa!).
            – ¿Para qué se puede utilizar esta tela?
            – Para hacer un hermoso vestido para regalarle al Señor.
            – Así pues, yo soy la tela: usted será el sastre, tómeme con usted (en piem.: ch’èmpija ansema a chiel) y hará un hermoso vestido para el Señor
” (OE XI, 185).
            Un diálogo impagable entre dos compatriotas que se entendieron a la primera. Y su lenguaje era el adecuado para el hijo de la modista.
            Cuando murió su madre, el 14 de julio de 1871, el párroco de Mondonio, Don Giovanni Pastrone, dijo a sus llorosas hijas para consolarlas: “No lloréis, porque vuestra madre era una mujer santa; y ahora ya está en el Paraíso”.
            Su hijo Domingo, que la había precedido en el cielo hace unos años, también le había dicho a ella y a su padre, antes de fallecer: “No lloréis, ya veo al Señor y a la Virgen con los brazos abiertos esperándome”. Estas últimas palabras suyas, atestiguadas por su vecina Anastasia Molino, presente en el momento de su muerte, fueron el sello de una vida gozosa, el signo manifiesto de esa santidad que la Iglesia reconoció solemnemente el 5 de marzo de 1950, dándole más tarde la confirmación definitiva el 12 de junio de 1954 con su canonización.

Foto en el frontispicio. La casa donde murió Domingo en 1857. Es una construcción de tipo rural que data probablemente de finales del siglo XVII. Reconstruida sobre otra casa aún más antigua, es uno de los monumentos más queridos por los mondonienses.




Don Bosco International

Don Bosco International (DBI) es una organización no gubernamental con sede en Bruselas, que representa a los Salesianos de Don Bosco ante las instituciones de la Unión Europea, con un enfoque en la defensa de los derechos de los menores, el desarrollo de los jóvenes y la educación. Fundada en 2014, DBI colabora con varios socios europeos para promover políticas sociales y educativas inclusivas, prestando atención a los sujetos vulnerables. La organización promueve la participación juvenil en la definición de las políticas, valorando la importancia de la educación informal. A través de actividades de networking y advocacy, DBI busca crear sinergias con las instituciones europeas, las organizaciones de la sociedad civil y las redes salesianas a nivel global. Los valores guía son la solidaridad, la formación integral de los jóvenes y el diálogo intercultural. DBI organiza seminarios, conferencias y proyectos europeos destinados a garantizar una mayor presencia de los jóvenes en los procesos de toma de decisiones, favoreciendo un contexto inclusivo que los apoye en el camino de crecimiento, autonomía y desarrollo espiritual, a través de intercambios culturales y formativos. La secretaria ejecutiva, Sara Sechi, nos explica la actividad de esta institución.

La defensa como acto de responsabilidad para y con nuestros jóvenes
Don Bosco International (DBI) es la organización que se encarga de la representación institucional de los Salesianos de Don Bosco ante las instituciones europeas y las organizaciones de la sociedad civil que giran en torno a ellas. La misión del DBI se centra en la defensa, traducible como “incidencia política”, es decir, todas aquellas acciones dirigidas a influir en un proceso decisorio-legislativo, en nuestro caso el europeo. La oficina del DBI tiene su sede en Bruselas y está alojada en la comunidad salesiana de Woluwe-Saint-Lambert (Inspectoría FRB). El trabajo en la capital europea es dinámico y estimulante, pero la cercanía de la comunidad nos permite mantener vivo el carisma salesiano en nuestra misión, evitando quedar atrapados en la llamada “burbuja europea”, ese mundo de relaciones y dinámicas “privilegiadas” a menudo distantes de nuestras realidades.
La acción del DBI sigue dos direcciones: por un lado, acercar la misión educativa-pastoral salesiana a las instituciones a través del intercambio de buenas prácticas, instancias de los jóvenes, proyectos y resultados relacionados, creando espacios de diálogo y participación para aquellos que tradicionalmente no los tendrían; por otro, llevar la dimensión europea dentro de la Congregación a través del seguimiento y la información sobre los procesos en curso y las nuevas iniciativas, la facilitación de nuevos contactos con representantes institucionales, ONG y organizaciones confesionales que puedan dar lugar a nuevas colaboraciones.
Una pregunta que surge a menudo espontáneamente es cómo el DBI logra crear concretamente una incidencia política. En las acciones de defensa es fundamental el trabajo en red con otras organizaciones o entidades que compartan principios, valores y objetivos. A tal propósito, el DBI garantiza una presencia activa en alianzas, formales e informales, de ONG o actores confesionales que trabajan juntos en temas importantes para la misión de Don Bosco: la lucha contra la pobreza y la inclusión social, la defensa de los derechos de los jóvenes, especialmente aquellos en situación de vulnerabilidad, y el desarrollo humano integral. Cada vez que una delegación salesiana visita Bruselas, facilitamos para ellos los encuentros con los Miembros del Parlamento Europeo, los funcionarios de la Comisión, los cuerpos diplomáticos, incluida la Nunciatura Apostólica ante la Unión Europea, y otros actores de interés. A menudo logramos reunirnos con los grupos de jóvenes y estudiantes de las escuelas salesianas que visitan la ciudad, organizando para ellos un momento de diálogo con otras organizaciones juveniles.
El DBI es un servicio que la Congregación ofrece para dar visibilidad a sus obras y llevar a los foros institucionales la voz de quienes, de otro modo, no serían escuchados. La Congregación Salesiana tiene un potencial de defensa no totalmente expresado. La presencia en 137 países en la protección de los jóvenes en riesgo de pobreza y exclusión social representa una red educativa y social con la que pocas organizaciones pueden contar; sin embargo, todavía cuesta presentar estratégicamente los buenos resultados en las mesas de toma de decisiones, donde se delinean políticas e inversiones, especialmente a nivel internacional. Por esta razón, garantizar un diálogo constante con las instituciones representa al mismo tiempo una oportunidad y un acto de responsabilidad. Una oportunidad porque a largo plazo la visibilidad facilita contactos, nuevas asociaciones, financiación para los proyectos y la sostenibilidad de las obras. Una responsabilidad porque, al no poder permanecer en silencio ante las dificultades que enfrentan nuestros chicos y chicas en el mundo de hoy, la incidencia política es el testimonio activo de ese compromiso cívico que a menudo tratamos de generar en los jóvenes.
Garantizando derechos y dignidad para los chicos, Don Bosco fue el primer actor de incidencia política de la Congregación, por ejemplo, a través de la firma del primer contrato de aprendizaje italiano. La Defensa representa un elemento intrínseco de la misión salesiana. A los Salesianos no les falta la experiencia, ni las historias de éxito, ni las alternativas concretas e innovadoras para afrontar los desafíos actuales, pero a menudo falta una cohesión que permita un trabajo en red coordinado y una comunicación clara y compartida. Dando voz a los testimonios auténticos de los jóvenes podemos transformar los desafíos en oportunidades, creando un impacto duradero en la sociedad que dé esperanza para el futuro.

Sara Sechi
Don Bosco International – DBI, Bruselas

Sara Sechi, Secretaria Ejecutiva del DBI, está presente en Bruselas desde hace dos años y medio. Es hija de la generación Erasmus+, que junto con otros programas europeos le han garantizado experiencias de vida y formación que de otro modo le habrían sido negadas. Está muy agradecida a Don Bosco y a la Congregación Salesiana, donde ha encontrado meritocracia, crecimiento y una segunda familia. Y nosotros le deseamos un buen y provechoso trabajo por la causa de los jóvenes.




La inclusión social según Don Bosco

La clarividente propuesta de Don Bosco para los “menores no acompañados” de Roma.

La historia de la iglesia del Sagrado Corazón de Roma, hoy basílica, bastante frecuentada por personas que apresuradas transitan por la antigua estación Termini. Una historia cargada de problemas y dificultades de todo tipo para Don Bosco mientras la iglesia estaba en construcción (1880-1887), pero también un motivo de alegría y satisfacción una vez terminada (1887). Menos conocida es, sin embargo, la historia del origen de la “casa de caridad y beneficencia capaz de albergar al menos a 500 jóvenes” que Don Bosco quería construir junto a la iglesia. Una obra, una reflexión de gran actualidad… ¡de hace 140 años! El propio Don Bosco nos la presentó en el número de enero de 1884 del Boletín Salesiano: “Hoy hay cientos y miles de niños pobres vagando por las calles y plazas de Roma, en peligro de fe y moral. Como ya ha señalado en otras ocasiones, muchos jóvenes, solos o con sus familias, vienen a esta ciudad no sólo de diversas partes de Italia, sino también de otras naciones, con la esperanza de encontrar trabajo y dinero; pero defraudadas sus expectativas, pronto caen en la miseria y en el riesgo de obrar mal y, en consecuencia, de ser llevados a las cárceles”.

Analizar la condición de los jóvenes en la “ciudad eterna” no era difícil: la preocupante situación de los “niños de la calle”, italianos o no, estaba a la vista de todos, de las autoridades civiles y eclesiásticas, de los ciudadanos romanos y de la multitud de “patanes” y extranjeros que habían llegado a la ciudad una vez declarada capital del Reino de Italia (1871). La dificultad radicaba en la solución que había que proponer y en la capacidad de ponerla en práctica una vez identificada.
Don Bosco, no siempre bien visto en la ciudad por su origen piamontés, propuso su solución a los Cooperadores: “El objetivo del Hospicio del Sagrado Corazón de Jesús sería acoger a jóvenes pobres y abandonados de cualquier ciudad de Italia o de cualquier otro país del mundo, educarlos en la ciencia y la religión, instruirlos en algún arte u oficio, y sacarlos así de la celda, para devolverlos a sus familias y a la sociedad civil como buenos cristianos, honrados ciudadanos, capaces de ganarse honrosamente la vida con su propio trabajo”.

Adelantarse a los tiempos
Acogida, educación, formación para el trabajo, integración e inclusión social: ¿no es éste el objetivo prioritario de todas las políticas juveniles en favor de los inmigrantes hoy en día? Don Bosco tenía a su favor la experiencia en este sentido: durante 30 años en Valdocco recibían a jóvenes de diversas partes de Italia, durante algunos años en las casas salesianas de Francia hubo hijos de inmigrantes italianos y de otras nacionalidades, desde 1875 en Buenos Aires los salesianos se ocuparon espiritualmente de inmigrantes italianos procedentes de diversas regiones de Italia (décadas más tarde también se interesarían por Jorge Mario Bergoglio, el futuro Papa Francisco, hijo de inmigrantes piamonteses).

La dimensión religiosa
Naturalmente a Don Bosco le interesaba sobre todo la salvación del alma de los jóvenes, que requería la profesión de la fe católica: “Extraecclesia nulla salus”, como se decía. Y de hecho escribió: “Otros, pues, tanto de la ciudad como extranjeros a causa de su pobreza están expuestos diariamente al peligro de caer en manos de los protestantes, que, por así decirlo, han invadido la ciudad de San Pedro, y tienden especialmente sus emboscadas a los jóvenes pobres y necesitados, y bajo la apariencia de proporcionarles alimento y ropa para sus cuerpos, esparcen el veneno del error y la incredulidad a sus almas”.
Esto explica cómo en su proyecto educativo en Roma, quisiéramos decir, en su “global compact on education”, Don Bosco no descuida la fe. Un camino de verdadera integración en una “nueva” sociedad civil no puede excluir la dimensión religiosa de la población. El apoyo papal viene muy bien: un estímulo suplementario “para las personas que aman la religión y la sociedad”: “Este Hospicio es muy querido por el Santo Padre León XIII, quien, mientras con celo apostólico se esfuerza por difundir la fe y la moral en todas las partes del mundo, no deja piedra sobre piedra en favor de los niños más expuestos al peligro. Por ello, este Hospicio debe ser querido en el corazón de todas las personas que aman la religión y la sociedad; debe ser especialmente querido en el corazón de nuestros Cooperadores, a quienes de manera especial el Vicario de Jesucristo confió la noble tarea del citado Hospicio y de la Iglesia anexa”.
Por último, en su llamamiento a la generosidad de los bienhechores para la construcción del Hospicio, Don Bosco no podía dejar de hacer una referencia explícita al Sagrado Corazón de Jesús, a quien estaba dedicada la iglesia anexa: “También podemos creer con certeza que este Hospicio será bien agradable al Corazón de Jesús… En la Iglesia anexa el divino Corazón será el refugio de los adultos, y en el Hospicio anexo se mostrará como el amigo cariñoso, el padre tierno de los niños. Tendrá en Roma cada día un grupo de 500 niños para hacerle una devota corona, rezarle, cantarle hosannas, pedirle su santa bendición”.

Nuevos tiempos, nuevas periferias
El hospicio salesiano, construido como escuela de artes y oficios y oratorio en las afueras de la ciudad – que en aquella época comenzaba en la Piazza della Repubblica -, fue absorbido más tarde por la expansión edilicia de la propia ciudad. La primitiva escuela para niños pobres y huérfanos se trasladó a un nuevo suburbio en 1930 y fue sustituida en etapas sucesivas por varios tipos de escuelas (elemental, media, gimnasio, liceo). También acogió durante un tiempo a estudiantes salesianos que asistían a la Universidad Gregoriana y a algunas facultades del Ateneo Salesiano. Siempre siguió siendo parroquia y oratorio, así como sede de la Inspectoría Romana. Durante mucho tiempo albergó algunas oficinas nacionales y ahora es la sede de la Congregación Salesiana: estructuras que han animado y animan las casas salesianas nacidas y crecidas en su mayoría en las periferias de cientos de ciudades, o en las “periferias geográficas y existenciales” del mundo, como dijo el Papa Francisco. Como el Sagrado Corazón de Roma, que aún conserva un pequeño signo del gran “sueño” de Don Bosco: ofrece primeros auxilios a los inmigrantes extracomunitarios y, con el “Banco de talentos” del Centro Juvenil, proporciona alimentos, ropa y artículos de primera necesidad a las personas sin hogar de la estación de Termini.




El sueño de las 22 lunas (1854)

Era un día de fiesta del mes de marzo de 1854. Don Bosco reunió, después de la función de vísperas, a todos los alumnos internos en un local situado detrás de la sacristía y les anunció que iba a contarles un sueño. Estaban presentes entre otros los muchachos Cagliero, Turchi, Anfossi y los clérigos Reviglio y Buzzetti, de cuyos labios oímos nuestra narración. Todos estaban persuadidos de que don Bosco ocultaba las comunicaciones que recibía del cielo, bajo el nombre de sueño. El sueño fue el siguiente:

            — Me encontraba yo en medio de vosotros en el patio y me alegraba en mi corazón al contemplaros tan vivarachos, alegres y contentos. Quiénes saltaban, quiénes gritaban, otros corrían. De pronto vi que uno de vosotros salió por una puerta de la casa y comenzó a pasear entre los compañeros con una especie de chistera o turbante en la cabeza. Era el tal turbante transparente, estaba iluminado por dentro y ostentaba en el centro una hermosa luna en la que aparecía grabado el número 22. Yo, admirado, procuré inmediatamente acercarme al joven en cuestión para decirle que dejase aquel disfraz carnavalesco; pero he aquí que, entre tanto, el ambiente empezó a oscurecerse y, como a toque de campana, el patio quedó desierto, yendo todos los jóvenes a reunirse en filas debajo de los pórticos. Todos reflejaban en sus rostros un gran temor y diez o doce tenían la cara cubierta de mortal palidez. Yo pasé por delante de todos para examinarlos y entre ellos descubrí al que llevaba la luna sobre la cabeza, el cual estaba más pálido que los demás; de sus hombros pendía un manto fúnebre. Me dirigí a él para preguntarle el significado de todo aquello, cuando una mano me detuvo y vi a un desconocido de aspecto grave y noble continente, que me dijo:
            — Antes de acercarte a él, escúchame; todavía tiene veintidós lunas de tiempo; antes de que hayan pasado, este joven morirá. No le pierdas de vista y prepáralo.
            Yo quise pedir a aquel personaje alguna otra explicación sobre lo que me acababa de decir y sobre su repentina aparición, pero no logré verle más. El joven en cuestión, mis queridos hijos, me es conocido y está en medio de vosotros.
            Un vivo terror se apoderó de los oyentes, tanto más que era la primera vez que don Bosco anunciaba en público y con cierta solemnidad la muerte de uno de los de casa. El buen padre no pudo por menos de notarlo y prosiguió:
            — Yo conozco al de las lunas, está en medio de vosotros. Pero no quiero que os asustéis. Como os he dicho, se trata de un sueño y sabéis que no siempre se debe prestar fe a los sueños. De todas maneras, sea como fuere, lo cierto es que debemos estar siempre preparados, como nos lo recomienda el Divino Salvador en el Evangelio y no cometer pecados; entonces la muerte no nos causará espanto. Sed todos buenos, no ofendáis al Señor, y yo entre tanto no perderé de vista al del número 22, el de las veintidós lunas o veintidós meses, que eso quiere decir; y espero que tendrá una buena muerte.
            Esta noticia, si bien asustó mucho al principio a los muchachos, hizo inmediatamente un grandísimo bien entre ellos, pues todos procuraban mantenerse en gracia de Dios, con el pensamiento de la muerte, mientras contaban las lunas que se iban sucediendo.
            Don Bosco, de vez en cuando, les preguntaba:
            — ¿Cuántas lunas faltan aún?
            Y lo muchachos respondían:
            — Veinte, dieciocho, quince, etc.
            A veces, algunos que no perdían una sola de sus palabras, se le acercaban para decirle el número de lunas que habían pasado, e intentaban hacer pronósticos, adivinar…, pero don Bosco guardaba silencio.
            El joven Piano, que había entrado en el Oratorio en el mes de noviembre (1854), oyó hablar de la luna novena, y por los superiores y compañeros vino a saber la predicción de don Bosco. Y también, como los demás, empezó a prestar atención a los acontecimientos.
            Finalizó el año de 1854; pasaron algunos meses del 1855 y llegó el mes de octubre, esto es, el correspondiente a la luna vigésima. Clagliero, ya clérigo, había sido encargado de vigilar tres habitaciones situadas en la antigua casa Pinardi, que servían de dormitorio a algunos muchachos. Había entre ellos un tal Segundo Gurgo, natural de Pettinengo, en la región de Biella, que contaba unos diecisiete años, bien desarrollado y robusto, prototipo del joven lleno de salud, que ofrecía garantías por su aspecto de poder vivir larga vida y alcanzar una extrema vejez.
            Su padre lo había recomendado a don Bosco para que lo aceptase como interno. Era un pianista excelente y un buen organista; estudiaba música de la mañana a la noche y ganaba sus buenos dineros dando clases en Turín.
            Don Bosco, a lo largo del año, había pedido de vez en cuando al clérigo Cagliero informes sobre la conducta de sus asistidos con particular interés. En el mes de octubre lo llamó y le dijo:
            — ¿Dónde duermes?
            — En la última habitación, y desde ella asisto a las otras dos, replicó Cagliero.
            — Y ¿no sería mejor que trasladases tu cama a la habitación del centro?
            — Como usted quiera; pero le hago saber que las otras dos habitaciones no tienen humedad, mientras que una de las paredes de la segunda corresponde al muro del campanario de la iglesia recientemente construido. Por tanto, hay en ella un poco de humedad: se acerca el invierno y podría acarrearme alguna enfermedad. Por otra parte, desde donde estoy instalado ahora, puedo asistir muy bien a todos los jóvenes de mi dormitorio.
            — En cuanto a asistirlos, sé que lo puedes hacer bien, pero creo que es mejor que te traslades a la habitación del centro.
            Cagliero obedeció, pero después de algún tiempo pidió permiso a don Bosco para llevar su cama de nuevo a la habitación anterior.
            Don Bosco no se lo consintió.
            — Continúa, le dijo, donde estás y duerme tranquilo, porque tu salud no se resentirá lo más mínimo.
            El clérigo Cagliero se tranquilizó, y algunos días después fue llamado por don Bosco.
            — ¿Cuántos sois en tu nueva habitación?
            — Tres, respondió; Garovaglia, el joven Segundo Gurgo y yo, más el piano que hace el número cuatro.
            — Bien, dijo don Bosco, muy bien. Sois tres pianistas y Gurgo os podrá dar lecciones de música. Tú procura no perderlo de vista.
            Y no añadió nada más. El clérigo, acuciado por la curiosidad y sospechando algo, comenzó a hacerle preguntas, pero don Bosco le interrumpió diciendo:
            — El porqué de todo esto lo sabrás a su tiempo.
            El secreto no era otro, sino que en aquella habitación estaba el joven de las veintidós lunas.
            A principios de diciembre no había ningún enfermo en el Oratorio y don Bosco, subiendo a su tribuna después de las oraciones de la noche, anunció que uno de los jóvenes presentes moriría antes de la fiesta de Navidad.
            Ante esta nueva predicción y el próximo cumplimiento de las veintidós lunas, reinaba en la casa gran preocupación; los muchachos recordaban frecuentemente las palabras de don Bosco y temían la realización de lo anunciado.
            Don Bosco, por aquellos días, llamó nuevamente al clérigo Cagliero preguntándole si Gurgo se portaba bien y si, después de dar las clases de música en la ciudad, regresaba a casa temprano. Cagliero le respondió que todo procedía normalmente, no habiendo novedad alguna entre sus compañeros.
            — Muy bien, añadió el siervo de Dios, estoy contento; procura que todos observen buena conducta y avísame si sucediese cualquier inconveniente.
            Y, dicho esto, no añadió más.
            Mas he aquí que, hacia la mitad de diciembre, Gurgo se sintió asaltado por un cólico violento y tan pernicioso que, habiendo sido llamado el médico con toda urgencia, por consejo de éste, se le administraron al paciente los últimos sacramentos. Ocho días duró la penosa enfermedad y Gurgo fue mejorando, gracias a los cuidados del doctor Debernardi, de forma que pronto pudo levantarse del lecho convaleciente. El mal había sido conjurado y el médico aseguraba que el joven se había librado de la muerte. Entre tanto, se había avisado al padre del muchacho, pues no habiendo muerto hasta entonces nadie en el Oratorio, don Bosco quería librar a sus alumnos de tan desagradable espectáculo. La novena de Navidad había comenzado y Gurgo, casi curado, pensaba ir a su pueblo natal para pasar las pascuas con sus parientes. A pesar de ello, cuando se daban buenas noticias a don Bosco sobre este joven, parecía que el buen padre se resistía a creerlas.
            Se personó en el Oratorio el señor Gurgo; al encontrar a su hijo en tan buen estado de salud, obtenido el permiso correspondiente, fue a reservar los asientos en la diligencia para marchar con él al día siguiente a Novara, y de allí a Pettinengo, donde se repondría del todo, disfrutando de los aires nativos.
            Era el domingo 23 de diciembre; Gurgo manifestó aquella tarde deseos de comer un poco de carne, alimento que le había sido prohibido por el médico. El padre, por complacerlo, fue a comprarla y la hizo cocer en una cacerolita. El joven bebió el caldo y comió la carne, que ciertamente debía estar medio cruda, en cantidad un poco excesiva. El padre se marchó y en la habitación quedaron Cagliero y el enfermo. Mas he aquí que, a cierta hora de la noche, el paciente comenzó a quejarse de fuertes dolores de vientre. El cólico se le había repetido de un modo más alarmante. Gurgo llamó por su nombre al asistente:
            — ¡Cagliero, Cagliero! ¡Ya terminé de darte las clases de piano!
            — Ten paciencia, ¡ánimo!, respondió Cagliero.
            — Ya no iré más a casa. Ruega por mí, no sabes lo mal que me siento. Pide por mí a la Santísima Virgen.
            — Sí, lo haré; invócala tú también.
            Seguidamente Cagliero comenzó a rezar por el enfermo, pero, vencido por el sueño, se quedó dormido. Mas he aquí que, de pronto, el enfermero lo sacude e, indicándole a Gurgo, corre a llamar inmediatamente a don Víctor Alasonatti, que dormía en la habitación contigua.
            Llegó éste, y al cabo de unos instantes Gurgo expiraba.
            La desolación en la casa fue general. Cagliero se encontró por la mañana a don Bosco, que bajaba las escaleras para ir a celebrar; el buen padre estaba hondamente apenado, porque ya le habían comunicado la dolorosa noticia. En el Oratorio se comentó mucho esta muerte. Era la luna vigésima segunda aún no cumplida; y Gurgo, al morir el día 24 de diciembre antes de la aurora, había hecho que se cumpliese la segunda predicción de don Bosco, a saber, que no habría asistido a la fiesta de Navidad.
            Después de la comida, jóvenes y clérigos rodearon silenciosos a don Bosco. De pronto el clérigo Juan Turchi le preguntó si Gurgo era el de las lunas.
            — Sí, respondió don Bosco: él era; el mismo que vi en el sueño.
            Seguidamente añadió:
            — Os daríais cuenta de que yo, hace tiempo, lo puse a dormir en una habitación especial, recomendando a uno de mis mejores asistentes que llevase su cama a la misma habitación para que lo tuviese bajo su vigilancia. El asistente fue el clérigo Juan Cagliero.
            Y volviéndose al aludido, le dijo:
            — Otra vez no hagas tantas observaciones a lo que te diga don Bosco. ¿Comprendes ahora por qué yo no quería que abandonases la habitación en la que estaba aquel pobrecito? Tú me lo pediste insistentemente, pero yo no te lo concedía porque quería que Gurgo tuviese junto a sí a alguien que velase por él. Si él viviese todavía, podría dar testimonio de las muchas veces que le hablé, como quien no quiere la cosa, de la muerte, y de los cuidados que le prodigué, para prepararlo a un feliz tránsito.
            «Entonces, escribe monseñor Cagliero, comprendí el motivo de las especiales recomendaciones que me hizo don Bosco y aprendí a conocer y apreciar mejor la importancia de sus palabras y de sus paternales avisos».
            La noche anterior a la fiesta de Navidad, narra Pedro Enría, aún recuerdo que don Bosco subió a la tribuna mirando a su alrededor como si buscase a alguien. Y dijo:
            — Es el primer joven que muere en el Oratorio. Ha hecho las cosas bien y esperamos que esté ya en el Paraíso. Os recomiendo a todos que estéis siempre preparados…
            Y no pudo proseguir porque su corazón estaba muy dolorido. La muerte le había arrebatado un hijo».
(MB IT V, 377-383 / MB ES V, 272-277)




Los chicos del cementerio

El drama de los jóvenes abandonados sigue resonando en el mundo contemporáneo. Las estadísticas hablan de unos 150 millones de jóvenes obligados a vivir en la calle, una realidad que se manifiesta de forma dramática también en Monrovia, capital de Liberia. Con motivo de la fiesta de San Juan Bosco, en Viena, se llevó a cabo una campaña de sensibilización promovida por Jugend Eine Welt, una iniciativa que puso de relieve no solo la situación local, sino también las dificultades encontradas en países lejanos, como Liberia, donde el salesiano Lothar Wagner dedica su vida a dar una esperanza a estos jóvenes.

Lothar Wagner: un salesiano que dedica su vida a los chicos de la calle en Liberia
Lothar Wagner, salesiano coadjutor alemán, ha dedicado más de veinte años de su vida al apoyo de los chicos en África Occidental. Después de haber madurado experiencias significativas en Ghana y Sierra Leona, en los últimos cuatro años se ha concentrado con pasión en Liberia, un país marcado por conflictos prolongados, crisis sanitarias y devastaciones como la epidemia de Ébola. Lothar se ha hecho portavoz de una realidad a menudo ignorada, donde las cicatrices sociales y económicas comprometen las oportunidades de crecimiento para los jóvenes.

Liberia, con una población de 5,4 millones de habitantes, es un país en el que la pobreza extrema se acompaña de instituciones frágiles y una corrupción generalizada. Las consecuencias de décadas de conflictos armados y crisis sanitarias han dejado el sistema educativo entre los peores del mundo, mientras que el tejido social se ha desgastado bajo el peso de dificultades económicas y falta de servicios esenciales. Muchas familias no consiguen garantizar a sus hijos las necesidades primarias, empujando así a un gran número de jóvenes a buscar refugio en la calle.

En particular, en Monrovia, algunos chicos encuentran refugio en los lugares más inesperados: los cementerios de la ciudad. Conocidos como «chicos del cementerio», estos jóvenes, privados de una vivienda segura, se refugian entre las tumbas, lugar que se convierte en símbolo de un abandono total. Dormir al aire libre, en los parques, en los vertederos, incluso en las alcantarillas o dentro de tumbas, se ha convertido en el trágico refugio cotidiano para quien no tiene otra opción.

“Es realmente muy conmovedor cuando se camina por el cementerio y se ven chicos que salen de las tumbas. Se acuestan con los muertos porque ya no tienen un lugar en la sociedad. Una situación así es escandalosa”.

Un enfoque múltiple: del cementerio a las celdas de detención
No solo los chicos de los cementerios están en el centro de la atención de Lothar. El salesiano se dedica también a otra realidad dramática: la de los detenidos menores de edad en las prisiones liberianas. La prisión de Monrovia, construida para 325 detenidos, alberga hoy a más de 1.500 prisioneros, entre ellos muchos jóvenes encarcelados sin una acusación formal. Las celdas, extremadamente superpobladas, son un claro ejemplo de cómo la dignidad humana es a menudo sacrificada.

“Falta comida, agua limpia, estándares higiénicos, asistencia médica y psicológica. El hambre constante y la dramática situación espacial a causa de la superpoblación debilitan enormemente la salud de los chicos. En una pequeña celda, proyectada para dos detenidos, están encerrados ocho-diez jóvenes. Se duerme por turnos, porque esta dimensión de la celda ofrece espacio solo de pie a sus numerosos habitantes”.

Para hacer frente a esta situación, organiza visitas diarias en la prisión, llevando agua potable, comidas calientes y un apoyo psicosocial que se convierte en un ancla de salvación. Su presencia constante es fundamental para tratar de restablecer un diálogo con las autoridades y las familias, sensibilizando también sobre la importancia de tutelar los derechos de los menores, a menudo olvidados y abandonados a un destino infausto. «No los dejamos solos en su soledad, sino que tratamos de donarles una esperanza», subraya Lothar con la firmeza de quien conoce el dolor cotidiano de estas jóvenes vidas.

Una jornada de sensibilización en Viena
El apoyo a estas iniciativas pasa también por la atención internacional. El 31 de enero, en Viena, Jugend Eine Welt organizó una jornada dedicada a evidenciar la precaria situación de los chicos de la calle, no solo en Liberia, sino en todo el mundo. Durante el evento, Lothar Wagner compartió sus experiencias con estudiantes y participantes, involucrándolos en actividades prácticas -como el uso de una cinta de señalización para simular las condiciones de una celda superpoblada- para hacer comprender en primera persona las dificultades y la angustia de los jóvenes que viven cotidianamente en espacios mínimos y en condiciones degradantes.

Además de las emergencias cotidianas, el trabajo de Lothar y de sus colaboradores se concentra también en intervenciones a largo plazo. Los misioneros salesianos, de hecho, están comprometidos en programas de rehabilitación que van desde el apoyo educativo a la formación profesional para los jóvenes detenidos, hasta la asistencia legal y espiritual. Estas intervenciones miran a reintegrar a los chicos en la sociedad una vez liberados, ayudándolos a construir un futuro digno y lleno de posibilidades. El objetivo es claro: ofrecer no solo una ayuda inmediata, sino crear un camino que consienta a los jóvenes desarrollar sus propias potencialidades y contribuir activamente al renacimiento del país.

Las iniciativas se extienden también a la construcción de centros de formación profesional, escuelas y estructuras de acogida, con la esperanza de ampliar el número de jóvenes beneficiarios y garantizar un apoyo constante, día y noche. El testimonio de éxito de muchos ex “chicos del cementerio” -algunos de los cuales se han convertido en profesores, médicos, abogados y empresarios- es la confirmación tangible de que, con el apoyo adecuado, la transformación es posible.

A pesar del compromiso y la dedicación, el camino está plagado de obstáculos: la burocracia, la corrupción, la desconfianza de los chicos y la falta de recursos representan desafíos cotidianos. Muchos jóvenes, marcados por abusos y explotación, tienen dificultades para confiar en los adultos, haciendo aún más ardua la tarea de instaurar una relación de confianza y de oferta de un apoyo real y duradero. Sin embargo, cada pequeño éxito -cada joven que recupera la esperanza y empieza a construir un futuro- confirma la importancia de este trabajo humanitario.

El camino emprendido por Lothar y por sus colaboradores testimonia que, a pesar de las dificultades, es posible hacer la diferencia en la vida de los chicos abandonados. La visión de una Liberia en la que cada joven pueda realizar su propio potencial se traduce en acciones concretas, desde la sensibilización internacional a la rehabilitación de los detenidos, pasando por programas educativos y proyectos de acogida. El trabajo, impregnado de amor, solidaridad y una presencia constante, representa un faro de esperanza en un contexto en el que la desesperación parece prevalecer.
En un mundo marcado por el abandono y la pobreza, las historias de renacimiento de los chicos de la calle y de los jóvenes detenidos son una invitación a creer que, con el apoyo adecuado, cada vida puede resurgir. Lothar Wagner continúa luchando para garantizar a estos jóvenes no solo un refugio, sino también la posibilidad de reescribir su propio destino, demostrando que la solidaridad puede realmente cambiar el mundo.




Una rueda misteriosa y profética (1861)

El corazón del sabio sabe el cuándo y el cómo. Porque todo asunto tiene su cuándo y su cómo. Pues es grande el peligro que acecha al hombre, ya que éste ignora lo que está por venir, pues lo que está por venir, ¿quién va a anunciárselo?»
Que don Bosco poseía este conocimiento propio del corazón del sabio y no le era oculto lo que le interesaba del pasado ni del futuro, nos lo demuestra una vez más la persuasión que inspiró las crónicas de don Domingo Ruffino, don Juan Bonetti y las memorias escritas por don Juan Cagliero, por don César Chiala y otros, testigos todos ellos que oyeron las palabras del siervo de Dios. Con singular concordancia nos exponen otro sueño contado por él, en el cual vio su Oratorio de Valdocco y los frutos que producía, la condición de los alumnos ante los ojos de Dios; a los que eran llamados al estado eclesiástico o al estado religioso en la Pía Sociedad, o a vivir en el estado laical y el porvenir de la naciente Congregación.

            Soñó, pues, don Bosco la noche precedente al 2 de mayo y el sueño le duró casi seis horas. Apenas amaneció, se levantó del lecho para tomar algunos apuntes sobre las escenas principales y anotar 1 Eclesiastés, VIII, 6, 7. los nombres de algunos personajes que había visto desfilar a través de su fantasía mientras dormía. En la narración de dicho sueño invirtió tres sesiones consecutivas, hablando a sus jóvenes desde la tribuna que le solían colocar debajo del pórtico, una vez rezadas las oraciones de costumbre.
            El 2 de mayo estuvo hablando por espacio de unos tres cuartos de hora. El exordio, como sucedía siempre que comenzaba una de estas narraciones, parece un poco confuso y extraño, lo que juzgamos natural, por razones que hemos expuesto ya en otros lugares, y las que ofreceremos al juicio de nuestros lectores.
            Comenzó, pues, el siervo de Dios a hablar así a los jóvenes.

            Este sueño se refiere solamente a los estudiantes. Muchísimas cosas de las que vi en él no sería capaz de describirlas, por falta de inteligencia y por insuficiencia de palabras.
            Me parecía haber salido de mi casa de I Becchi. Me dirigía por un sendero que conducía a un pueblo próximo a Castelnuovo, llamado Capriglio. Quería visitar un campo arenoso de nuestra propiedad, que estaba situado en un vallecillo detrás del caserío llamado Valcappone; la cosecha de este campo apenas si produce para pagar los impuestos. En mi niñez estuve varias veces trabajando en aquel sitio.
            Había recorrido ya un buen trecho de camino, cuando cerca de aquel campo me encontré con un buen hombre, como de unos cuarenta años, de estatura ordinaria, barba larga y bien cuidada y de rostro moreno. Vestía un traje que le llegaba hasta las rodillas, llevaba ceñidos los costados y sobre la cabeza una especie de gorrito blanco. Se hallaba en actitud de quien espera a alguien. El tal me saludó familiarmente como si yo fuese para él persona conocida desde mucho tiempo; después me preguntó:
            – ¿Adónde vas?
            Mientras detenía el paso, le repliqué:
            – Voy a ver un campo que tenemos por estos contornos. Y tú, ¿qué haces aquí?
            – No seas curioso -me contestó-. No necesitas saberlo.
            – Bien. Pero al menos haz el favor de decirme tu nombre y quién eres, pues me he dado cuenta de que me conoces. Yo, en cambio, no te conozco.
            – No hace falta que te diga ni mi nombre, ni mis cualidades. Ven. Prosigamos juntos.
            Me puse en camino con él y, después de avanzar unos pasos, me vi en un extenso campo cubierto de higueras. Mi compañero me dijo:
            – ¿No ves qué hermosos higos hay aquí? Si quieres puedes tomar y comer los que quieras.
            Yo le respondí maravillado:
            – En este campo nunca hubo higos.
            Y él respondió:
            – Pues ahora los hay; ahí los tienes.
            – Pero no están maduros; todavía no es tiempo de higos.
            – Pues a pesar de ello, mira; los hay ya muy hermosos y en su punto; si quieres probarlos date prisa porque se hace tarde.
            Y como yo no me movía, mi amigo insistió:
            – Date prisa; no pierdas tiempo, que se acerca la noche.
            – Pero por qué me das tanta prisa? No, no quiero higos; me agrada verlos, regalarlos, pero no me son agradables al paladar.
            – Si es así, sigamos adelante; pero recuerda lo que dice el Evangelio de San Mateo, cuando habla de los grandes acontecimientos que sucederán a Jerusalén. Decía Cristo a los Apóstoles: Ab arbore fici discite parabolam. Cum jam ramus ejus tener fuerit et folia nata, scitis quia prope est aestas. (Aprended la enseñanza de la higuera: cuando ya esté tierna su rama y salgan las hojas, sabed que ya está cerca el verano). Y ahora está muy cerca, puesto que los higos comienzan a madurar.
           
            Reemprendimos la marcha y he aquí que apareció otro campo plantado de viñas. El desconocido me dijo inmediatamente:
            – Quieres uvas? Si no te agradan los higos, ahí tienes uvas: toma y come.
            – ¡Oh! Ya las cortaremos a su tiempo de la cepa.
            – Pues aquí también las hay.
            – ¡A su tiempo!, -le respondí.
            – ¿Pero no ves cuánta uva madura?
            – ¿Posible? ¿Y en esta estación?
            – Date prisa, que se hace tarde y no hay tiempo que perder.
            – Qué prisa tenemos? Con tal de que al final del día me encuentre en mi casa…
            – Te repito que te des prisa, pues pronto se hace de noche.
            – Si se hace de noche volverá otra vez el día.
            – No es cierto; ya no volverá otra vez el día.
            – ¿Cómo? ¿Qué es lo que quieres decir?
            – Que se acerca la noche.
            – Pero de qué noche me estás hablando? ¿Quieres decir que debo preparar la maleta para partir? ¿Qué debo ir pronto a mi eternidad?
            – Se aproxima la noche: dispones de muy poco tiempo.
            – Dime al menos si será pronto. ¿Cuándo he de partir?
            – No seas tan curioso. Non plus sápere quam oportet sápere. (No saber más de lo que es necesario saber).
            – Así decía mi madre a los entrometidos, pensé para mí, y después proseguí en alta voz. -Por ahora no quiero uvas.
            Seguimos avanzando lentamente y, tras breve caminar, llegamos al campo de nuestra propiedad, en el que encontramos a mi hermano José cargando un carro. Al verme se acercó para saludarme; después saludó a mi compañero, pero viendo que éste no respondía al saludo ni le hacía caso, me preguntó si el tal había sido condiscípulo mío:
            – No, -le dije- es la primera vez que le veo.
            Entonces José le dirigió de nuevo la palabra diciéndole:
            – Oiga, por favor, dígame su nombre; tenga la bondad de contestarme; que yo sepa con quien hablo. Pero el guía continuaba sin hacerle caso. Mi hermano, extrañado, se dirigió nuevamente a mí para preguntarme:
            – Pero ¿quién es éste?
            – No lo sé, no ha querido decírmelo.
            Ambos insistimos para que nos dijese de dónde venía, pero el otro volvió a repetir: Non plus sápere quam oportet sápere.
            Entretanto mi hermano se había alejado y no volví a verle, mientras que el desconocido, dirigiéndose a mí, me dijo: -Quieres ver algo extraordinario?
            – De buena gana, -respondí.
            – Quieres ver a tus muchachos tal y como son actualmente? ¿Cómo serán en el futuro? ¿Quieres contarlos?
            – ¡Oh!, sí, sí.
            – Pues, ven.

I

            Entonces sacó no sé de dónde una gran máquina, que no sabría describir, la cual constaba de una gran rueda. Y mientras la colocaba en el suelo le pregunté:
            – ¿Qué significa esa rueda?
            – La eternidad en las manos de Dios, -me respondió. Y tomando la manivela de aquella rueda, la hizo girar. Después me dijo:
            – Toma el manubrio y dale una vuelta.
            Así lo hice y después mi acompañante añadió:
            – Ahora mira dentro.
            Observé la máquina y vi que tenía un gran cristal en forma de lente, casi de un metro y medio de diámetro, emplazado en el centro de la misma y fijo en la rueda. Alrededor de la lente se leía: Hic est oculus qui humilia respicit in coelo et in terra. (Este es el ojo que ve las cosas humildes en el cielo y en la tierra). Inmediatamente apliqué la cara a la lente. Miré y ¡oh, espectáculo maravilloso! Vi en el interior de aquel artefacto a todos mis jóvenes del Oratorio. -Pero ¿cómo es posible? -me decía para mí. Hasta ahora no vi a ninguno de mis hijos en esta región y ahora los contemplo a todos reunidos. Pero ¿no están en Turín? Miré por encima y por los lados de la máquina, pero fuera de la lente no veía a nadie. Levanté el rostro para expresar mi admiración al compañero, pero, apenas pasados unos instantes, me ordenó que diese una segunda vuelta a la manivela, y vi una singular y extraña separación de jóvenes. A un lado los buenos y a otro los malos. Los primeros radiantes de felicidad; los otros, que afortunadamente no eran muchos, daban compasión. Yo los reconocí a todos, pero ¡qué distintos eran de lo que los compañeros creían! Unos tenían la lengua agujereada; otros los ojos completamente extraviados; quienes sufrían dolor de cabeza producido por repugnantes úlceras, no faltando los que tenían el corazón roído por los gusanos. Cuanto más los miraba, más afligido me sentía. -Pero es posible que estos sean mis hijos? -exclamé-. No comprendo lo que pueden significar estas extrañas enfermedades.
            Al escuchar estas palabras, el que me había conducido a la rueda me dijo:
            – Escúchame: la lengua agujereada significa las malas conversaciones; la vista extraviada, los que interpretan o juzgan de una manera torcida los designios de Dios, prefiriendo la tierra al cielo; la cabeza enferma representa el menosprecio de tus avisos y consejos y la satisfacción de los propios caprichos; los gusanos son las malas pasiones que corroen el corazón; también están ahí los sordos, los que no quieren escuchar tus palabras para no ponerlas en práctica. Después me hizo una señal, y yo, dando una tercera vuelta a la rueda apliqué el ojo a la lente del aparato. Vi entonces a cuatro jóvenes atados con gruesas cadenas. Los observé atentamente y los conocí a los cuatro. Pedí explicación al desconocido y me respondió:
            – Lo puedes comprender fácilmente: son los que no escuchan tus consejos y, si no cambian de conducta, corren el peligro de ir a parar a la cárcel y acabar en ella sus días por sus delitos o graves desobediencias.
            – Desearía tomar nota de sus nombres para no olvidarlos -le dije-, pero el amigo me respondió:
            – No hace falta; están ya todos anotados; aquí los tienes escritos en este cuaderno.
            Entonces me di cuenta de que mi acompañante tenía un cuadernillo en la mano. Me ordenó que diese otra vuelta al manubrio y, después de hacerlo, me puse nuevamente a mirar. Vi a otros siete jóvenes, todos de aspecto huraño y desconocido, con un candado que les cerraba los labios. Tres de ellos se tapaban también los oídos con las manos. Me separé entonces del cristal y quise anotar con lápiz sus nombres, pero aquel hombre me volvió a decir:
            – No hace falta; aquí los tienes escritos en este cuaderno que llevo siempre conmigo. Y se opuso en absoluto a que escribiese. Yo, lleno de estupor y dolorido por aquella actitud, pregunté el significado de aquel candado que cerraba los labios de aquellos infelices.
            El me respondió:
            – No lo entiendes? Estos son los que se callan.
            – Pero ¿qué es lo que callan?
            – ¡Callan!
            Entonces comprendí que se trataba de la Confesión. Eran los que incluso, cuando el confesor les pregunta, no responden, o responden evasivamente, o faltan a la verdad. Dicen sí cuando deben responder no y viceversa.
            El amigo continuó:
            – ¿Ves aquellos tres que, además de llevar un candado en la boca, se tapan los oídos con las manos? ¡Qué condición tan deplorable la suya! Esos son los que no solamente callan pecados en la confesión, sino que además no quieren escuchar de ninguna manera los avisos, los consejos, las órdenes del confesor. Son los que no prestarán oído a tus palabras, aunque parezca que las escuchan y que están dispuestos a obrar diversamente. Podrían quitarse las manos de donde las tienen, pero no quieren hacerlo. Los otros cuatro escucharon tus consejos, tus exhortaciones, pero no se aprovecharon de ellas.
            – Y cómo haría para quitarles ese candado?
            – Eiiciatur superbia e cordibus eorum. (Échese la soberbia de sus corazones).
            – Amonestaré a éstos, -proseguí-, pero para los que se tapan los oídos con las manos hay pocas esperanzas.
            Aquel hombre me dio después un consejo; a saber, que cuando dijese dos palabras desde el púlpito, una fuera sobre la manera de confesarse bien; y por mi parte prometí obedecerle. No diré que solamente hablaré de esto, porque me haría pesado, pero sí que inculcaré con frecuencia una práctica tan necesaria. En efecto, es mucho mayor el número de los que se condenan por confesarse mal que los que van al infierno por no confesarse, porque aún los malos alguna vez se confiesan, pero son muchísimos los que no se confiesan bien.
            El personaje misterioso me hizo dar otra vuelta a la manivela.
            Miré después y vi a otros tres jóvenes en una situación espantosa. Cada uno de ellos tenía un mono enorme sobre las espaldas. Al observar atentamente pude comprobar que aquellos animales tenían cuernos. Cada uno de ellos con las patas delanteras apretaba fuertemente las gargantas de sus infelices víctimas, de forma que el rostro de aquellos desgraciados muchachos se tornaba de un color rojo sanguinolento, y sus ojos, inyectados en sangre, parecía que iban a saltar de sus órbitas. Con las patas de atrás les apretaban los muslos de manera que a duras penas les consentían moverse, y con la cola, que les llegaba hasta el suelo, les enredaban las piernas hasta el punto que les hacían imposible el caminar. Esto representaba a los jóvenes que después de los ejercicios espirituales continúan en pecado mortal, especialmente contra la pureza y la modestia, habiéndose hecho reos en materia grave contra el sexto mandamiento. El demonio les apretaba la garganta para no dejarles hablar cuando debían hacerlo; les hacía enrojecer hasta perder la cabeza, y proceder de una manera irracional, haciéndoles esclavos de una vergüenza fatídica, que, en lugar de inducirlos a la salvación, los lleva a la ruina. Mediante sus estratagemas les hacen saltar los ojos de las órbitas, para que no puedan ver sus miserias y los medios para salir del estado miserable en que se encuentran, haciéndoles víctimas de su aprensión y repugnancia hacia los Santos Sacramentos. Los tienen aprisionados por los muslos y por las piernas, para que no puedan moverse ni dar un paso por el camino del bien; tal es el procedimiento de la pasión, a causa del hábito contraído, que llegan a creer imposible la enmienda.
            Os aseguro, queridos jóvenes, que derramé abundantes lágrimas al contemplar aquel espectáculo. Habría deseado precipitarme a salvar a aquellos infelices, pero apenas me separaba de la lente, nada veía. Quise entonces tomar nota de los nombres de los tres desgraciados, pero el amigo me replicó:
            – Es inútil, pues están ya escritos en este libro que tengo en la mano.
            Entonces, con el corazón lleno de una emoción indecible y con lágrimas en los ojos, me volví al compañero y le dije:
            – Pero ¿es posible qué se encuentren en semejante estado estos tres pobres jóvenes a los cuales he dado tantos consejos y a los que tantos cuidados he dedicado en la confesión y fuera de ella? Y seguidamente le pregunté qué es lo que deberían hacer para arrojar de encima a tan horribles monstruos. Entonces, mi compañero, comenzó a decir muy de prisa y entre dientes estas palabras: Labor, sudor, fervor. (Trabajo, sudor, fervor).
            – Es inútil; si hablas así no te entenderé nada.
            – ¡Vaya! ¿Estás acostumbrado al empleo de la gramática y al uso de las construcciones en las clases y no comprendes? Presta atención:
            Labor, punto y coma; sudor, punto y coma; fervor, punto. ¿Has entendido?
            – He comprendido el sentido material de las palabras, pero es necesario que tú me digas el significado.
            Y el guía continuó:
            – Labor in assiduis operibus; sudor in poenitentiis continuis; fervor in orationibus ferventibus et perseverantibus. (Trabajo en las obras asiduas; sudor en las penitencias continuas; fervor en las oraciones fervorosas y perseverantes). Pero, por éstos es inútil que te sacrifiques, no conseguirás ganártelos, pues no quieren sacudir el yugo de Satanás, del cual son esclavos.
            Entretanto, yo seguía mirando por la lente y me atormentaba pensando:
            – Pero ¿todos éstos se han de perder irremisiblemente? ¿Es posible? ¿Aun después de haber hecho los ejercicios espirituales? ¿También aquéllos? ¿Y aquellos otros? ¿Después de haber hecho tanto por ellos…, después de haber trabajado tanto…, después de tantos sermones…, después de tantos consejos como les he dado…?, punto de reposo.
            Entonces mi intérprete comenzó a reprenderme:
            – ¡Mira el soberbio éste! ¿Y quién eres tú para pretender convertir a las almas con tu trabajo? ¿Porque amas a los jóvenes pretendes que correspondan a tus desvelos? ¿Acaso crees que amas más a las almas que Nuestro Divino Salvador y que has sufrido y padecido por ellas más que El? ¿Piensas que tu palabra es más eficaz que la de Jesucristo? ¿Acaso predicas tú mejor que El? ¿Te imaginas que has tenido mayor caridad y que tu solicitud ha sido más grande para con tus jóvenes que la que El empleó para con sus Apóstoles? Tú sabes que vivían con El continuamente, que gozaban ininterrumpidamente del cúmulo de sus beneficios, que oían día y noche sus amonestaciones y los preceptos de su doctrina, que contemplaban sus obras que debían ser un vivo estímulo para la santificación de sus costumbres. ¡Cuánto no hizo y dijo en favor de Judas! Y, con todo, Judas le traicionó y murió impenitente. ¿Eres tú acaso mejor que los Apóstoles? Pues bien, los Apóstoles eligieron siete diáconos, solamente siete, seleccionados con la mayor solicitud, y, con todo, uno prevaricó. ¿Y tú, entre quinientos, te maravillas de este pequeño número que no corresponde a tus cuidados? ¿Pretendes conseguir que entre ellos no haya ninguno malo, ningún pervertido? ¡Vaya con el soberbio éste! Al oír esto callé, pero no sin sentir mi alma oprimida por el dolor.
            – Por lo demás, consuélate, -prosiguió aquel hombre, viéndome tan abatido. Y me hizo dar otra vuelta a la rueda, mientras decía: – ¡Admira la generosidad de Dios! Observa cuántas almas te quiere regalar. ¿Ves ese gran número de jóvenes? Volví a mirar a través de la lente y vi una muchedumbre inmensa de jóvenes, a los cuales desconocía por completo.
            – Sí, los veo, -respondí-, pero no los conozco.
            – Pues bien, éstos son los que el Señor te dará en lugar de aquéllos que no corresponden a tus cuidados. Ten presente que por cada uno de ellos el Señor te dará cien.
            – ¡Ah! ¡pobre de mí!, -exclamé-; tengo la casa llena; dónde colocaré a todos estos jóvenes nuevos?
            – No te preocupes. Por ahora tienes sitio para todos. Más adelante, Aquel que te los envía, te indicará dónde los tienes que albergar. El mismo te proporcionará el sitio.
            – No es tanto el lugar donde colocarlos lo que me preocupa, cuanto la manera de darles de comer.
            – No pienses ahora en eso; el Señor proveerá.
            – Sí es así, perfectamente, -repliqué lleno de consuelo.
            Y observando durante largo rato y con gran complacencia a aquellos jóvenes, retuve la fisonomía de muchos de ellos, de forma que ahora los reconocería si los volviera a ver. Y así terminó de hablar don Bosco en la noche del 2 de mayo.

II

            En la noche del 3 de mayo prosiguió su relato. A través de aquel cristal pudo ver la vocación de cada uno de sus alumnos. En esta ocasión fue conciso y categórico en sus palabras. No dio nombre alguno, dejando para otra ocasión las preguntas que hizo a su guía y las explicaciones que oyó de labios de éste en relación con ciertos símbolos y alegorías que habían desfilado ante su vista. El clérigo Ruffino nos legó algunos nombres sirviéndose de las confidencias que le hicieran algunos de los mismos jóvenes a quienes don Bosco había dicho lo que sobre ellos había visto en el sueño, dejando constancia de ello. Dicha nota lleva fecha de 1861.
            Nosotros entretanto para mayor claridad en la exposición y para evitar demasiadas repeticiones, formaremos un todo único, introduciendo en el relato los nombres omitidos y las explicaciones dadas; pero éstas, en la mayoría de los casos, no serán presentadas en forma dialogada. Con todo seremos exactos, citando literalmente cuanto escribió el cronista.
            Don Bosco, pues, comenzó a decir:
            El desconocido continuaba junto al aparato de la rueda y de la lente. Yo me sentía muy contento por haber visto a tantos jovencitos que vendrían a vivir con nosotros, cuando me fue dicho:
            – Quieres contemplar algo más hermoso?
            – Sí, sí, veamos.
            – ¡Da una vuelta a la rueda!
            Así lo hice, mirando después a través de la lente. Vi a todos mis jóvenes divididos en numerosos grupos, algo distantes los unos de los otros y ocupando una amplia extensión. Hacia una parte divisé un terreno sembrado de legumbres y hortalizas y cubierto en parte de pastos, en cuyos linderos crecían algunas hileras de vides silvestres. En dicho campo, los jóvenes de uno de los grupos trabajaban la tierra empleando azadas, palas, horcas, picos y rastrillos. Estaban, además, divididos en cuadrillas que tenían sus respectivos jefes. Les presidía el caballero Oreglia di Santo Stefano, el cual distribuía entre ellos herramientas de labor de toda suerte y obligaba a trabajar a los que no tenían ganas de hacerlo. A lo lejos, al fondo de aquel terreno, vi a algunos jóvenes arrojando la simiente a la tierra.
            El segundo campo se encontraba en la otra parte, en un extenso campo de trigo cubierto de doradas espigas. Un largo foso servía de lindero entre éste y los demás campos cultivados que se veían por doquier y cuyos límites se perdían en el horizonte lejano. Los jóvenes que trabajaban en él se dedicaban a recoger las mieses, pero no todos realizaban la misma labor. Unos segaban y hacían grandes gavillas; otros las amontonaban; quiénes espigaban, quién conducía un carro; éste trillaba, aquél arreglaba las hoces, el otro las distribuía, el de más allá tocaba la guitarra. Os aseguro que era un hermoso espectáculo de sorprendente variedad.
            En aquel campo, a la sombra de añosos árboles, se veían numerosas mesas con el alimento necesario para toda aquella gente; y más allá, a poca distancia, un amplio y magnífico jardín cercado de abundante sombra y cubierto de macizos de las más bellas y variadas flores.
            La separación entre los que labraban la tierra y los segadores representaba a los que abrazan el estado eclesiástico y a los que no siguen esta vocación. Yo, con todo, no entendía aquel misterio y volviéndome a mi guía, le dije:
            – Qué significa esto? ¿Quiénes son los que cavan?
            – ¿Aún no lo entiendes?, -me replicó-. Los que cavan son los que trabajan solamente para sí mismos, esto es, los que no son llamados al estado eclesiástico sino al laical.
            Y entonces comprendí inmediatamente que aquellos trabajadores eran los artesanos, a los cuales, en su estado, les basta pensar en la salvación de la propia alma, sin que tengan especial obligación de dedicarse a la de los demás.
            – Y los segadores que se encuentran en la otra parte del campo?, -repliqué. Y pronto supe que eran los llamados al estado eclesiástico, de forma que ahora sabría decir quién se hará sacerdote y quién seguirá otra carrera.
            Mientras yo contemplaba con verdadera curiosidad aquel campo de trigo, vi que Provera distribuía las hoces entre los segadores, lo que significaba que podría llegar a ser Rector del Seminario o Director de una Comunidad religiosa o de una casa de estudios o algo más. Ha de notarse que no todos los que trabajaban recibían la hoz de sus manos, ya que los que acudían a él eran solamente los que formarían parte de nuestra Congregación; los demás la recibían de otros distribuidores que no eran de los nuestros, lo que quería indicar que estos últimos se harían sacerdotes, pero para dedicarse al Sagrado Ministerio fuera del Oratorio. La hoz es símbolo de la palabra de Dios.
            Provera no entregaba la hoz inmediatamente a quienes se la pedían. A algunos les ordenaba que fuesen antes a comer, y, en efecto, los tales iban a tomar un bocado aquí y allá: símbolo de la piedad y el estudio. A Santiago Rossi le mandó que fuese a tomar un bocado. Aquellos a quienes se les daba esta orden se dirigían a un bosquecillo donde estaba el clérigo Durando muy ocupado, entre otras cosas, preparando las mesas para los segadores y dándoles de comer. Esta ocupación indicaba a los destinados de una manera especial a promover la devoción al Santísimo Sacramento. Mateo Galliano era el encargado de dar de beber a los segadores. Costamagna se presentó también pidiendo una hoz, pero Provera lo mandó al jardín por dos flores. Lo mismo sucedió a Quattróccolo. A Rebuffo se le ordenó que fuese por tres flores, prometiéndole, en cambio que después se le entregaría la hoz. También estaba allí Olivero.
            Entre tanto los jóvenes se habían desparramado por entre las espigas. Muchos estaban alineados; otros, delante de un ancho cantero; algunos, junto a otro más estrecho. El reverendo Ciattino, párroco de Maretto, segaba con la hoz que le había entregado Provera. Lo mismo hacían Francesia y Vibert, Jacinto Perucatti, Merlone, Momo, Garino, Iarach, los cuales habrían de dedicarse a la salvación de las almas, mediante el ministerio de la predicación, si correspondían a su vocación. Quiénes segaban más, quiénes menos. Bondioni trabajaba desesperadamente, pero nada violento puede ser de mucha duración. Otros manejaban las hoces con todas sus fuerzas, sin lograr cortar la mies. Vaschetti empuñó una hoz y comenzó a segar hasta que se salió fuera del campo yéndose a trabajar a otra parte. A otros varios les sucedió lo mismo. Entre los que segaban había muchos que no tenían la hoz afilada; a algunas hoces les faltaba la punta. Algunos las tenían tan gastadas que al querer emplearlas destrozaban y estropeaban la mies.
            A Domingo Ruffino se le encargó que segara un bancal muy ancho; su hoz cortaba muy bien, pero le faltaba la punta, símbolo de la humildad; era el deseo de ocupar el grado más elevado entre los iguales. Acudió a Francisco Cerruti para que se la arreglara. En efecto, vi a Cerruti arreglando algunas hoces; señal de que debía de inculcar en los corazones ciencia y piedad, lo que quería decir que sería profesor, por eso se le veía manejar diestramente el martillo. Golpear con esta herramienta quería decir dedicarse a la enseñanza del clero. Provera le presentaba las hoces estropeadas. Don José Rochietti y otros recibían las que necesitaban ser afiladas, pues se dedicaban a esto. El oficio de afilar representaba a los que se encargaban de formar al clero en la piedad. Viale fue a tomar una hoz que no estaba afilada, pero Provera le dio otra que acababa de ser pasada por la piedra. Vi también a un herrero preparando las herramientas de metal, empleadas en la agricultura: era Costanzo.
            Mientras todos se entregaban con ardor, cada uno a su trabajo, Fusero hacía las gavillas, lo que indicaba la conservación de las conciencias en la gracia de Dios; pero, detallando aún más y viendo en las gavillas representados a los simples fieles, no destinados al estado religioso, se sobrentendía que ocuparía en el porvenir un puesto de maestro en la instrucción de los clérigos.
            Había algunos que le ayudaban a atar las gavillas, y recuerdo haber visto, entre otros, a don Juan Turchi y a Ghivarello. Esto representa a los destinados a poner orden en las conciencias, especialmente mediante la práctica del ministerio de la Confesión, entre los adeptos o aspirantes al estado eclesiástico.
            Otros transportaban gavillas en un carro, símbolo de la gracia de Dios. Los pecadores convertidos han de montar en este carro para seguir la recta vía de la salvación, que tiene como término el cielo. El carro comenzó a moverse cuando estuvo completamente cargado de gavillas. Tiraban de él, no los jóvenes, sino dos bueyes, símbolo de la fuerza o esfuerzo perseverante. Algunos iban conduciéndolo. Delante de todos ellos don Miguel Rúa, que era el que guiaba, lo que quiere decir que su misión sería dirigir las almas hacia el cielo. Don Angel Savio seguía detrás con una escoba atrapando las espigas y las gavillas que se caían.
            Esparcidos por el campo estaban los espigadores, entre los cuales Juan Bonetti y José Bongiovanni; esto es: los que atendían a los pecadores obstinados. Bonetti especialmente está designado por el Señor para buscar a los desgraciados que han escapado de la hoz de los segadores.
            Fusero y Anfossi amontonaban gavillas, en el campo, para que fuesen trilladas a su debido tiempo; esto tal vez quería decir que a su debido tiempo desempeñarían alguna cátedra. Otros, como don Víctor Alasonatti, ataban las gavillas, representación de los que administran el dinero, vigilan para que se cumplan las reglas; enseñan las oraciones y el canto sagrado, cooperando, en suma, moral y materialmente, a encaminar a las almas hacia la meta de la salvación.
            Un espacio de terreno estaba preparado como para trillar las gavillas en él. Don Juan Cagliero, que se había dirigido al jardín en busca de algunas flores, las distribuía entre los compañeros y él, con un ramito en la mano, se encaminó hacia la era para comenzar la faena. Esta labor simboliza a los destinados por Dios para la instrucción del pueblo llano.
            A lo lejos se divisaban unas negras humaredas que levantaban sus penachos al cielo. Era el efecto de la labor de los que atropaban los yerbajos y, sacándolos fuera del campo sembrado de espigas, los amontonaban y les prendían fuego. Esto simboliza a los destinados a separar a los buenos de los malos, labor reservada a los directores de nuestras futuras casas. Entre éstos estaban don Francisco Cerruti, Juan Tamietti, Domingo Belmonte, Pablo Albera y otros que actualmente cursan sus primeros estudios, porque son aún muy jóvenes.
            Todas las escenas anteriormente descritas se desarrollaban al mismo tiempo. Entre aquella multitud de jóvenes vi a algunos que llevaban unas antorchas encendidas para alumbrar a los demás, a pesar de que era pleno día. Eran los que habían de servir de ejemplo a los demás obreros del Evangelio, iluminando al clero con su conducta. Entre ellos estaba Pablo Albera, el cual, además de llevar la antorcha, tocaba también la guitarra, indicio de que indicaría el camino a seguir a los sacerdotes animándoles al cumplimiento de su misión. Se aludía a algún otro cargo que ocuparía en la Iglesia.
            Mas, en medio de tanto movimiento, no todos los jóvenes al alcance de mi vista se ocupaban de algún trabajo. Uno de ellos tenía una pistola en la mano, esto es, tenía vocación militar, pero aún no se había decidido a seguirla.
            Algunos otros, con las manos a la cintura, observaban a los segadores, dispuestos a seguir su ejemplo; otros parecían indecisos, pero al considerar la dureza del trabajo, no se resolvían a empuñar la hoz. No faltaban tampoco quienes acudían presurosos a la faena. Algunos, al llegar el momento de tener que comenzar a segar, permanecían ociosos; otros empuñaban la hoz al revés, entre ellos Molino: símbolo de los que hacen lo contrario de lo que deben hacer. Muchísimos se alejaban para tomar uvas silvestres, representando a los que pierden el tiempo en cosas extrañas a su ministerio.
            Mientras yo contemplaba lo que sucedía en el campo de trigo, vi un grupo de jóvenes cavando la tierra; ofrecían un espectáculo singular. La mayor parte de aquellos muchachos trabajaba con singular interés, más tampoco faltaban los negligentes. Algunos manejaban la azada al revés; otros golpeaban la tierra, pero la herramienta no penetraba en ella; no faltaban quienes a cada azadonazo se les salía la pala del mango. El mango representaba la rectitud de intención.
            Observé entonces que algunos, que al presente son aprendices, estaban en el campo de los que segaban, y, en cambio, otros, que ahora son estudiantes, se encontraban entre los que cavaban la tierra. Intenté tomar nota de cuanto veía, pero mi intérprete me mostraba siempre el cuaderno y no me permitía escribir.
            Al mismo tiempo vi también a muchos jóvenes que estaban sin hacer nada, no sabían resolver si ponerse a segar o a cavar la tierra. Los dos Dalmazzo, Primo Gariglio y Monasterolo con otros muchos, estaban mirando, pero ya habían tomado una decisión.
            También me di cuenta de que algunos, saliendo del grupo de los cavadores, mostraban deseos de ir a segar. Uno corrió al campo de trigo tan decidido que no se preocupó antes de adquirir una hoz. Avergonzado de aquel necio proceder, volvió atrás para pedirla. El que las distribuía no quería dársela y el tal le urgía para que se la proporcionase.
            – Aún no es tiempo, -le respondió el distribuidor.
            – Sí que lo es, dámela.
            – No; ve antes a tomar dos flores del jardín.
            – ¡Bueno!, exclamó el solicitante encogiéndose de hombros; iré a tomar todas las flores que quieras.
            – No; solamente dos.
            Se dirigió seguidamente al jardín, pero al llegar a él se dio cuenta de que no había preguntado qué flores eran las que tenía que cortar, y se apresuró a desandar el camino.
            – Has de cortar, -le dijeron- la flor de la caridad y la flor de la humildad.
            – Ya las tengo.
            – Eso es lo que te dice tu presunción, pero en realidad no las tienes. Y aquel joven se revolvía en un acceso de cólera y daba saltos impulsado por la ira que le dominaba.
            – No es este el momento más oportuno para enfadarse de esa manera, -le dijo el distribuidor-, negándose resueltamente a entregarle la herramienta que le había pedido.
            Ante tal actitud, el infeliz se mordía los puños de rabia. Al contemplar semejante espectáculo, aparté la vista de la lente, a través de la cual había contemplado tantas cosas, sintiéndome lleno de emoción por las aplicaciones morales que me había sugerido mi amigo. Quise rogarle aún que me diese algunas explicaciones más y él añadió:
            – El campo sembrado de trigo representa a la Iglesia: la mies es el fruto de la cosecha; la hoz es el símbolo de los medios empleados para conseguir dicho fruto, sobre todo la palabra de Dios; la hoz sin punta representa la falta de piedad, y sin filo la carencia de humildad; salirse del campo mientras se siega, quiere decir abandonar el Oratorio o la Pía Sociedad.

III

            La noche del 4 de mayo don Bosco se disponía a finalizar la narración del sueño en el que había visto representados en el primer grupo a los alumnos estudiantes del Oratorio y en el segundo a los que eran llamados al estado eclesiástico. Hemos llegado, pues, al tercer cuadro o visión en la que, en apariciones sucesivas don Bosco vio a todos los que en 1861 dieron su nombre a la Pía Sociedad de San Francisco de Sales; el prodigioso engrandecimiento de la misma y el lento ocaso de los primeros salesianos a los que habían de seguir los continuadores de la Obra.
            Don Bosco habló así:
            Después de haber contemplado a mi placer la escena de la siega, tan rica en detalles, el amable desconocido me dijo.
            – Ahora dale diez vueltas a la rueda; cuéntalas y después mira a través de la lente. Me puse a hacer lo que me había sido ordenado y, tras haber dado la décima vuelta, me puse a mirar a través del cristal. Y he aquí que vi los mismos jóvenes, a los que recordaba haber contemplado días antes en edad adolescente, convertidos en adultos de aspecto viril; a otros con larga barba o con cabellos blancos.
            – Pero ¿cómo puede ser esto? ¿Hace apenas unos días aquél era un niño al que casi se le podía tomar en brazos, y hoy es ya tan mayor?
            El amigo me contestó:
            – Es natural; ¿cuántas vueltas has dado?
            – Diez.
            – Pues bien: del 61 al 71. Todos tienen ya diez años más de edad.
            – ¡Ah! ¡Comprendido!
            Y como continuase observando a través de la lente pude ver panoramas desconocidos, casas nuevas que nos pertenecían y a muchos jóvenes dirigidos por mis queridos hijos del Oratorio, convertidos ya en sacerdotes, en maestros, en directores, que se dedicaban a instruir y proporcionarles honestas diversiones.
            – Vuelve a dar otras diez vueltas -me dijo el personaje- y llegaremos al 1881. Tomé el manubrio y la rueda dio otras diez vueltas. Miré y solamente vi a la mitad de los jóvenes que había contemplado la primera vez, casi todos ya con el pelo blanco y algunos un poco encorvados.
            – Y los otros, ¿dónde están?, -pregunté.
            – Ya forman parte del número de los más, -me respondió el guía.
            Esta considerable disminución del número de mis muchachos me causó un vivo desasosiego, pero me consoló el contemplar, en un cuadro inmenso, países nuevos y regiones desconocidas y una gran multitud de jóvenes bajo la custodia y dirección de nuestros maestros que dependían aún de mis primeros alumnos.
           
            Después di otras diez vueltas a la rueda y he aquí que solamente vi una cuarta parte de los jóvenes que había contemplado pocos momentos antes; todos ellos se habían trocado en ancianos de barbas y cabellos blancos.
            – ¿Y todos los demás?, -pregunté.
            – Forman parte ya del número de los más. Estamos en 1891.
            Y he aquí que ante mi vista se desarrolló una escena conmovedora. Mis hijos sacerdotes, agotados por la fatiga, estaban rodeados de niños, a los cuales yo no había visto nunca; muchos de fisonomía y de color distinto de los que habitualmente viven en nuestros países.
            Di aún otras diez vueltas a la rueda y solamente pude ver un tercio de mis primitivos jóvenes, ya decrépitos, cargados de espaldas, desfigurados, macilentos, en los últimos años de su vida. Entre otros, recuerdo haber visto a don Miguel Rúa, tan viejo y desfigurado que era difícil reconocerlo, ¡tanto había cambiado!
            – Y los demás?, -pregunté.
            – Pertenecen ya al número de los más. Estamos en 1901.
            En algunas casas no encontré a ninguno de los antiguos; maestros y directores me eran completamente desconocidos; la muchedumbre de los jóvenes era cada vez más numerosa; las casas aumentaban cada vez más y el personal directivo había crecido también de una manera admirable.
            – Ahora, -continuó mi amable intérprete- darás otras diez vueltas y verás cosas que te llenarán de consuelo las unas, y otras que te proporcionarán una gran angustia.
            Y di otras diez vueltas.
            – ¡Estamos en 1911! – exclamó el misterioso amigo.
            – ¡Ah, mis queridos jóvenes! Vi nuevas casas, jóvenes nuevos, directores y maestros con hábitos y costumbres nuevas.
            ¿Y mis jóvenes del Oratorio de Turín? Busqué una y otra vez entre una gran muchedumbre de muchachos y solamente pude ver a uno de vosotros con los cabellos blancos, consumido por la edad, rodeado de una hermosa corona de jóvenes, a los cuales contaba los comienzos de nuestro Oratorio, recordándoles y repitiéndoles las cosas aprendidas de labios de don Bosco; y les enseñaba una fotografía que estaba colgada de la pared del locutorio. ¿Y los otros alumnos ancianos, los superiores de las casas que había visto ya envejecidos?
            Tras una nueva señal tomé el manubrio y di algunas vueltas más. Después, solamente vi una llanura desolada sin ser viviente alguno:
            – ¡Oh!, -exclamé aterrado-. ¡Ya no veo ninguno de los míos! ¿Dónde están, pues, ahora todos los jóvenes a los cuales atendí y que eran tan vivarachos y robustos y los que se encuentran actualmente conmigo en el Oratorio?
            – Pertenecen ya al número de los más. Has de saber que han pasado diez años cada vez que hacías girar la rueda otras tantas veces.
            Hice la cuenta y resultó que habían transcurrido cincuenta años y que alrededor del 1911 todos los alumnos actuales del Oratorio habrían muerto.
            – ¿Quieres ver ahora otro espectáculo sorprendente?, -me dijo aquel buen hombre.
            – Sí, -respondí yo.
            – Entonces presta atención, si te agrada ver y saber algo más. Da una vuelta a la rueda en sentido contrario, y ahora cuenta tantas vueltas cuantas has dado anteriormente.
            La rueda giró.
            – ¡Ahora mira!, -me dijo el guía.
            Miré y he aquí que vi ante mí una cantidad inmensa de jovencitos, todos desconocidos, de una infinita variedad de costumbres, pueblos, fisonomías y lenguas, de forma que por mucho que me esforcé sólo pude apreciar una mínima parte de ellos con sus superiores, directores, maestros y asistentes.
            – A éstos, en realidad, no los conozco, -dije a mi guía.
            – Pues a pesar de ello, -me respondió-, son hijos tuyos. Escúchalos, hablan de ti y de tus primeros hijos que fueron sus superiores y que ya no existen; recuerdan las enseñanzas que de ti y de ellos recibieron.
            Seguí observando con atención, pero cuando aparté la vista de la lente, la rueda comenzó a girar por si sola a tanta velocidad y haciendo tal ruido, que me desperté, encontrándome en el lecho presa de un cansancio mortal.
            Ahora que os he contado estas cosas, vosotros pensaréis:
            – ¡Quién sabe! A lo mejor don Bosco es un hombre extraordinario, un personaje, tal vez un santo. Mis queridos jóvenes: para impedir que se susciten conversaciones necias en torno a mi persona, os dejo en plena libertad de creer o no creer en estas cosas, de darles más o menos importancia; sólo os ruego que no toméis nada de cuanto os he referido a risa al comentarlo, ya con los compañeros ya con personas de fuera. Me complace el deciros que el Señor dispone de muchos medios para manifestar a los hombres su voluntad. A veces se sirve de los instrumentos más ineptos e indignos, como se sirvió en otro tiempo de la burra de Balaán, haciéndola hablar, y del falso profeta del mismo nombre, que predijo muchas cosas referentes al Mesías. Por eso, lo mismo puede suceder conmigo. Os digo además que no os fieis de mis obras para regular las vuestras. Lo que debéis hacer es tomar en cuenta lo que os digo, pues tengo la certeza de que de esa forma cumpliréis la voluntad de Dios y todo redundará en provecho de vuestras almas. Respecto a lo que hago, no digáis nunca: -Lo ha hecho don Bosco y, por tanto, está bien; no. Observad Primero mis acciones, si veis que son buenas, imitadlas; si acaso me veis hacer algo que no está bien, guardaos mucho de imitarlo: desechadlo como cosa mal hecha.
(MB IT VI, 898-91 / MB ES VI, 678-691)




Somos nosotros, don Bosco, hoy

«Tú llevarás a cabo el trabajo que estoy comenzando; yo haré los bocetos, tú dibujarás los colores» (Don Bosco)

Queridos amigos y lectores, miembros de la Familia Salesiana, en el saludo de este mes en el Boletín Salesiano me centraré en un evento muy importante que está viviendo la Congregación Salesiana: el 29° Capítulo General. En el camino de la Congregación Salesiana, cada seis años se lleva a cabo esta asamblea, la más importante que puede vivir la Congregación.
Muchas cosas forman parte de nuestra vida, y muchos eventos importantes este año jubilar nos está regalando; sin embargo, deseo centrarme en esto porque, aunque aparentemente está lejos de nosotros, nos concierne a todos.
Don Bosco, nuestro Fundador, era consciente de que no todo terminaría con él, sino que su obra sería solo el comienzo de un largo camino por recorrer. A los sesenta años, un día de 1875, le dijo a don Julio Barberis, uno de sus colaboradores más cercanos: “Tú llevarás a cabo el trabajo que estoy comenzando; yo haré los bocetos, tú dibujarás los colores […] Haré una copia aproximada de la Congregación y dejaré a aquellos que vendrán después de mí la tarea de embellecerla”.

Con esta feliz y profética expresión, don Bosco trazaba el camino que todos estamos llamados a seguir; y en su máxima expresión se está llevando a cabo el Capítulo General de los Salesianos de don Bosco en estos tiempos en Valdocco.

La profecía de los caramelos
El mundo de hoy no es el de don Bosco, pero hay una característica común: es un tiempo de profundas mutaciones. La humanización completa, equilibrada y responsable en sus componentes materiales y espirituales era el verdadero objetivo de don Bosco. Se preocupaba por llenar el “espacio interior” de los chicos, formar “cabezas bien hechas”, “ciudadanos honestos”. En esto es más actual que nunca. El mundo hoy necesita de don Bosco.
Al principio, para todos hay una pregunta muy simple: «¿Quieres una vida cualquiera o quieres cambiar el mundo?» Pero, ¿se puede aún hablar de metas e ideales, hoy? Cuando deja de correr, el río se convierte en un pantano. También el hombre.
Don Bosco no ha dejado de caminar. Hoy lo hace con nuestros pies.
Tenía una convicción respecto a los jóvenes: «Esta porción la más delicada y la más preciosa de la sociedad humana, sobre la cual se fundamentan las esperanzas de un futuro feliz, no es por sí misma de índole perversa… porque si a veces ocurre que ya están dañados a esa edad, lo son más bien por imprudencia, que no por malicia consumada. Estos jóvenes realmente necesitan una mano benéfica, que se ocupe de ellos, los cultive, los guíe…».
En 1882, en una conferencia a los Cooperadores en Génova: «Al retirar, instruir, educar a los jóvenes en peligro se hace un bien a toda la sociedad civil. Si la juventud está bien educada, con el tiempo tendremos una generación mejor». Es como decir: solo la educación puede cambiar el mundo.
Don Bosco tenía una capacidad de visión casi aterradora. Nunca dice “hasta ahora”. Siempre dice “de ahora en adelante”.
Guy Avanzini, eminente profesor universitario, continúa repitiendo: «La pedagogía del siglo veintiuno será salesiana, o no será».
Una noche de 1851, desde una ventana del primer piso, don Bosco lanzó entre los chicos un puñado de caramelos. Se encendió una gran alegría, y un chico, al verlo sonreír desde la ventana, le gritó: «¡Oh don Bosco, si pudiera ver todas las partes del mundo, y en cada una de ellas tantos oratorios!».
Don Bosco fijó en el aire su mirada serena y respondió: «Quién sabe si no debe llegar el día en que los hijos del oratorio no estén realmente esparcidos por todo el mundo».

Mirar lejos
Pero, ¿qué es un Capítulo General? ¿Por qué ocupar estas líneas en un tema que es específicamente de la Congregación Salesiana?
Las constituciones de vida de los Salesianos de don Bosco, en el artículo 146, definen así el Capítulo General:
El Capítulo General es el principal signo de la unidad de la Congregación en su diversidad. Es el encuentro fraterno en el cual los salesianos realizan una reflexión comunitaria para mantenerse fieles al Evangelio y al carisma del Fundador y sensibles a las necesidades de los tiempos y lugares.
A través del Capítulo General, toda la Sociedad, dejándose guiar por el Espíritu del Señor, busca conocer, en un momento determinado de la historia, la voluntad de Dios para un mejor servicio a la Iglesia
”.
El Capítulo General no es, por lo tanto, un hecho privado de los salesianos consagrados, sino una asamblea importantísima que a todos nos concierne, que toca a toda la Familia Salesiana y a aquellos que llevan a don Bosco dentro de sí, porque en el centro están las personas, la misión, el Carisma de don Bosco, la Iglesia y cada uno de nosotros, de ustedes.
En el centro está la fidelidad a Dios y a don Bosco, en la capacidad de ver los signos de los tiempos y de los diferentes lugares. Fidelidad que es un continuo movimiento, renovación, capacidad de mirar lejos y, al mismo tiempo, mantener los pies bien plantados en la tierra.
Por eso se han reunido alrededor de 250 hermanos salesianos, de todas partes del mundo, para orar, pensar, confrontarse y mirar lejos… en fidelidad a don Bosco.
Y luego, a partir de la construcción de esta visión, elegir al nuevo Rector Mayor, el sucesor de don Bosco y su Consejo General.
No es algo ajeno a tu vida, querido amigo/a que lees, sino dentro de tu existencia y en tu “afecto” a don Bosco. ¿Por qué te digo esto? Porque tú acompañas todo esto con tu oración. La oración al Espíritu Santo que ayude a todos los capitulares a conocer la voluntad de Dios para un mejor servicio a la Iglesia.

Creo que el CG29, estoy seguro, será todo esto. Una experiencia de Dios para limpiar otras partes del boceto que Don Bosco nos ha dejado, como siempre se ha hecho en todos los Capítulos Generales de la historia de la Congregación, siempre fieles a su diseño.
Seguros de que también hoy podemos seguir siendo iluminados para ser fieles al Señor Jesús en la fidelidad al carisma original, con los rostros, la música y los colores de hoy.
No estamos solos en esta misión y sabemos y sentimos que María, la Madre Auxiliadora de los cristianos, la Auxiliadora de la Iglesia, modelo de fidelidad, sostendrá los pasos de todos nosotros.




El pañuelo de la pureza (1861)

«El 16 de junio dio don Bosco como flor a los jóvenes rezar una oración especial para que Dios hiciera mudar de vida a los del mono, que según dijo apenas si llegaban al número plural; y la noche del 18 de junio, contó la siguiente historia o sueño, como lo definió en otra ocasión. Su forma de narrar era siempre tal que bien pudo decir el clérigo Ruffino, al recordarla, lo que Baruc de las visiones de Jeremías: El me recitaba todas estas palabras y yo las iba escribiendo en el libro con tinta» (Jeremías, XXXVI, 18).
            Don Bosco, pues, habló así:

            Era la noche del 14 al 15 de junio. Después que me hube acostado, apenas había comenzado a dormirme, sentí un gran golpe en la cabecera, algo así como si alguien diese en ella con un bastón. Me incorporé rápidamente y me acordé en seguida del rayo; miré hacia una y otra parte y nada vi. Por eso, persuadido de que había sido una ilusión y de que nada había de real en todo aquello, volví a acostarme.
            Pero apenas había comenzado a conciliar el sueño cuando, he aquí que el ruido de un segundo golpe, hirió mis oídos despertándome de nuevo. Me incorporé otra vez, bajé del lecho, busqué, observé debajo de la cama y de la mesa de trabajo, escudriñé los rincones de la habitación; pero nada vi.
            Entonces, me puse en las manos del Señor; tomé agua bendita y me volví a acostar. Fue entonces cuando mi imaginación, yendo de una parte a otra, vio lo que ahora os voy a contar.
            Me pareció encontrarme en el púlpito de nuestra iglesia dispuesto a comenzar una plática. Los jóvenes estaban todos sentados en sus sitios con la mirada fija en mí, esperando con toda atención que yo les hablase. Mas yo no sabía de qué tema hablar y cómo comenzar el sermón. Por más esfuerzos de memoria que hacía, ésta permanecía en un estado de completa pasividad. Así estuve por espacio de un poco de tiempo, confundido y angustiado, no habiéndome ocurrido cosa semejante en tantos años de predicación. Mas, he aquí que poco después veo la iglesia convertida en un gran valle. Yo buscaba con la vista los muros de la misma y no los veía, como tampoco a ningún joven. Estaba fuera de mí por la admiración, sin saberme explicar aquel cambio de escena.
            — Pero ¿qué significa todo esto? — me dije a mí mismo —. Hace un momento estaba en el púlpito y ahora me encuentro en este valle. ¿Es que sueño? ¿Qué hago?
            Entonces me decidí a caminar por aquel valle. Mientras lo recorría busqué a alguien a quien manifestarle mi extrañeza y pedirle al mismo tiempo alguna explicación. Pronto vi ante mí un hermoso palacio con grandes balcones y amplias terrazas o como se quieran llamar, que formaban un conjunto admirable. Delante del palacio se extendía una plaza. En un ángulo de ella, a la derecha, descubrí un gran número de jóvenes agrupados, los cuales rodeaban a una Señora que estaba entregando un pañuelo a cada uno de ellos.
            Aquellos jóvenes, después de recibir el pañuelo, subían y se disponían en fila uno detrás de otro en la terraza que estaba cercada por una balaustrada.
            Yo también me acerqué a la Señora y pude oír que en el momento de entregar los pañuelos, decía a todos y a cada uno de los jóvenes estas palabras:
            — No lo abráis cuando sople el viento, y si éste os sorprende mientras lo estáis extendiendo, volveos inmediatamente hacia la derecha, nunca a la izquierda.
            Yo observaba a todos aquellos jóvenes, pero por el momento no conocí a ninguno. Terminada la distribución de los pañuelos, cuando todos los muchachos estuvieron en la terraza, formaron unos detrás de otros una larga fila, permaneciendo derechos sin decir una palabra. Yo continué observando y vi a un joven que comenzaba a sacar su pañuelo extendiéndolo; después comprobé cómo también los demás jóvenes iban sacando poco a poco los suyos y los desdoblaban, hasta que todos tuvieron el pañuelo extendido. Eran los pañuelos muy anchos, bordados en oro con unas labores de elevadísimo precio y se leían en ellos estas palabras, también bordadas en oro: Regina virtutum.
            Cuando he aquí que del septentrión, esto es, de la izquierda, comenzó a soplar suavemente un poco de aire, que fue arreciando cada vez más hasta convertirse en un viento impetuoso. Apenas comenzó a soplar este viento, vi que algunos jóvenes doblaban el pañuelo y lo guardaban; otros se volvían del lado derecho. Pero una parte permaneció impasible con el pañuelo desplegado. Cuando el viento se hizo más impetuoso comenzó a aparecer y a extenderse una nube que pronto cubrió todo el cielo. Seguidamente se desencadenó un furioso temporal, oyéndose el fragoroso rodar del trueno; después comenzó a caer granizo, a llover y finalmente a nevar.
            Entretanto, muchos jóvenes permanecían con el pañuelo extendido, y el granizo, cayendo sobre él, lo agujereaba traspasándolo de parte a parte; el mismo efecto producía la lluvia, cuyas gotas parecía que tuviesen punta; el mismo daño causaban los copos de nieve. En un momento todos aquellos pañuelos quedaron estropeados y acribillados, perdieron toda su hermosura.
            Este hecho despertó en mí tal estupor que no sabía qué explicación dar a lo que había visto. Lo peor fue que, habiéndome acercado a aquellos jóvenes a los cuales no había conocido antes, ahora, al mirarlos con mayor atención, los reconocí a todos distintamente. Eran mis jóvenes del Oratorio. Aproximándome aún más, les pregunté:
            — ¿Qué haces tú aquí? ¿Eres tú fulano?
            — Sí, aquí estoy. Mire, también está fulano, y el otro y el otro
            Fui entonces adonde estaba la Señora que distribuía los pañuelos; cerca de Ella había algunos hombres a los cuales dije:
            — ¿Qué significa todo esto?
            La Señora, volviéndose a mí, me contestó:
            — ¿No leíste lo que estaba escrito en aquellos pañuelos?
            — Sí: Regina virtutum.
            — ¿No sabes por qué?
            — Sí que lo sé.
            — Pues bien, aquellos jóvenes expusieron la virtud de la pureza al viento de las tentaciones. Los primeros, apenas se dieron cuenta del peligro huyeron, son los que guardaron el pañuelo; otros, sorprendidos y no habiendo tenido tiempo de guardarlo, se volvieron a la derecha; son los que en el peligro recurren al Señor volviendo la espalda al enemigo. Otros, permanecieron con el pañuelo extendido ante el ímpetu de la tentación que les hizo caer en el pecado.
            Ante semejante espectáculo me sentí profundamente abatido y estaba para dejarme llevar de la desesperación, al comprobar cuán pocos eran los que habían conservado la bella virtud, cuando prorrumpí en un doloroso llanto. Después de haberme serenado un tanto, proseguí:
            — Pero ¿cómo es que los pañuelos fueron agujereados no sólo por la tempestad, sino también por la lluvia y por la nieve? ¿Las gotas de agua y los copos de nieve no indican acaso los pecados pequeños, o sea, las faltas veniales?
            — Pero ¿no sabes que en esto non datur parvitas materiae? (¿no se da parvedad de materia?). Con todo, no te aflijas tanto, ven a ver.
            Uno de aquellos hombres avanzó entonces hacia el balcón, hizo una señal con la mano a los jóvenes y gritó:
            — ¡A la derecha!
            Casi todos los muchachos se volvieron a la derecha, pero algunos no se movieron de su sitio y su pañuelo terminó por quedar completamente destrozado. Entonces vi el pañuelo de los que se habían vuelto hacia la derecha disminuir de tamaño, con zurcidos y remiendos, pero sin agujero alguno. Con todo, estaban en tan deplorable estado que daba compasión el verlos; habían perdido su forma regular. Unos medían tres palmos, otros dos, otros uno.
            La Señora añadió:
            — Estos son los que tuvieron la desgracia de perder la bella virtud, pero remedian sus caídas con la confesión. Los que no se movieron son los que continúan en pecado y, tal vez, tal vez, caminan irremediablemente a su perdición.
            Al fin, dijo: Nemini dicito, sed tantum admone. (No lo digas a nadie, solamente amonesta).
(MB IT VI, 972-975 / MB ES VI,735-737)




Paseo de los jóvenes al Paraíso (1861)

Vamos a proceder a la narración de otro hermoso sueño que tuvo don Bosco durante las noches del 3, 4 y 5 de abril del año 1861. «Varias circunstancias que en él se admiran -comenta don Juan Bonetti- convencerán plenamente al lector de que se trata de uno de esos sueños que el Señor se complace en infundir de vez en cuando a sus fieles siervos.» Bonetti y Ruffino lo describen con todo detalle tal y como nosotros lo exponemos seguidamente:

            En la noche del 7 de abril de 1861, después de las oraciones, subió don Bosco a la tribuna, desde donde solía hablar, para decir una buena palabra a los jovencitos y comenzó así:
            – Tengo algo muy curioso que contaros. Se trata de un sueño. Un sueño no es una cosa real. Os lo digo para que no le deis mayor importancia de la que merece. Antes de comenzar mi narración debo hacer algunas observaciones. Yo os lo cuento todo, de la misma manera que me agrada me digáis todas vuestras cosas. Sabéis que no tengo secretos para vosotros, pero lo que se dice aquí debe quedar entre nosotros. No me atrevería a asegurar que se haga reo de pecado quien lo contase a personas extrañas, pero es mejor que estas cosas no pasen del dintel del Oratorio. Comentadlo entre vosotros, reíd, bromead, sobre cuanto os voy a decir, cuanto os plazca, pero sólo con aquellas personas que sean de vuestra confianza y que creáis pueden sacar de ello algún provecho, si las consideráis convenientemente capacitadas para ello.
El sueño consta de tres partes; lo tuve durante tres noches consecutivas; por eso, hoy os contaré una parte y las otras dos en las noches siguientes. Lo que más admiración me produjo fue que reanudé el sueño la segunda y tercera noche en el punto preciso en que había quedado la noche precedente al despertarme.

PRIMERA PARTE
            Los sueños se tienen durmiendo y, por tanto, yo dormía al comenzar a soñar.
Algunos días antes había estado fuera de Turín, y pasé muy cerca de las colinas de Moncalieri. El espectáculo de aquellas colinas que comenzaban a cubrirse de verdor, me quedó impreso en la mente, y, por tanto, bien pudo ser que las noches siguientes, al dormir, la idea de aquel hermoso espectáculo viniese de nuevo a impresionar mi fantasía y ésta avivase en mí el deseo de dar un paseo. Lo cierto es que, en sueños contemplé una amplia y dilatada llanura: ante mis ojos se levantaba una alta y extensa colina. Estábamos todos parados cuando, de pronto, hice a mis jóvenes la siguiente propuesta:
            – Vamos a dar un buen paseo?
            – Pero, ¿adónde?
            Nos miramos los unos a los otros; reflexionamos unos instantes y después, no sé por qué causa extraña, alguno comenzó a decir:
            – Vamos al Paraíso?
            – Sí, sí; vamos a dar un paseo al Paraíso -replicaron los demás.
            – ¡Bien, bien! ¡Vamos! -exclamaron todos a una.
            Partiendo de la llanura, después de caminar un poco, nos encontramos al pie de la colina. Al comenzar a subir por un sendero ¡qué admirable espectáculo! Sobre toda la extensión que podíamos abarcar con la vista, la dilatada ladera de aquella colina estaba cubierta de bellísimas plantas de todas las especies: frágiles y bajas, fuertes y robustas; con todo, estas últimas no eran más gruesas que un brazo. Había perales, manzanos, cerezos, ciruelos, vides de variadísimos aspectos, etc., etc. Lo más singular era que en cada una de las plantas se veían flores que comenzaban a brotar y otras plenamente formadas y dotadas de bellísimos colores; frutos pequeños y verdes y otros gruesos y maduros; de forma que en aquellas plantas había cuanto de hermoso producen la primavera, el estío y el otoño. La abundancia de frutos era tal, que parecía que las ramas no podrían resistir el peso.

            Los muchachos se acercaban a mí llenos de curiosidad y me preguntaban la explicación de aquel fenómeno, pues no sabían darse razón de semejante milagro. Recuerdo que, para satisfacerles un poco, les di la siguiente respuesta:
            – Tened presente que el paraíso no es como nuestra tierra, donde cambian las temperaturas y las estaciones. Habéis de saber que aquí no hay cambio alguno; la temperatura es siempre igual, suavísima, adaptada a las exigencias de cada planta. Por eso cada una de éstas recoge en sí cuanto de hermoso y bueno hay en cada estación del año.
            Quedamos, pues, completamente extáticos, contemplando aquel jardín encantador. Soplaba una suave brisa; en la atmósfera reinaba la más completa calma; se percibía un sosiego, un ambiente de suavísimos perfumes que penetraba por todos nuestros sentidos, haciéndonos comprender que estábamos gustando de las delicias de todas aquellas frutas. Los jóvenes tomaban de aquí una pera, de allá una manzana, de acullá una ciruela o un racimo de uvas, mientras que, al mismo tiempo, seguíamos subiendo todos juntos la colina. Cuando llegamos a la cumbre creíamos estar en el Paraíso; en cambio, estábamos bien distantes de él… Desde aquella elevación, y del otro lado de una gran llanura o explanada que estaba en el centro de una extensa altiplanicie, se divisaba una montaña tan alta que su cúspide tocaba a las nubes. Por ella subía trepando trabajosamente, pero con gran celeridad, una gran multitud de gentes y en lo más elevado estaba El que invitaba a los que subían a que continuasen sin desmayo la ascensión. Veíamos a otros descender desde la cumbre a lo más bajo para ayudar a los que estaban ya muy cansados, por haber escalado un paraje difícil y escarpado. Los que, finalmente, llegaban a la meta eran recibidos con gran júbilo, con extraordinario regocijo. Todos nos dimos cuenta de que el Paraíso estaba allá y, encaminándonos hacia la altiplanicie, proseguimos después en dirección a la montaña para intentar la subida. Ya habíamos recorrido un buen trozo de camino, cuando numerosos jóvenes, emprendieron una veloz carrera, para llegar antes, se adelantaron mucho a la multitud de sus compañeros.
            Mas, antes de llegar a la falda de aquella montaña, vimos en la altiplanicie un lago lleno de sangre, de una extensión como desde el Oratorio a la Plaza Castillo. Alrededor de este lago, en sus orillas, había manos, pies, y brazos cortados; piernas, cráneos y miembros descuartizados. ¡Qué horrible espectáculo! Parecía que en aquel paraje se hubiera reñido una cruenta batalla. Los jóvenes que se habían adelantado corriendo y que habían sido los primeros en llegar, estaban horrorizados. Yo, que me encontraba aún muy lejos, y que de nada me había dado cuenta, al observar sus gestos de estupor, y que se habían detenido con una gran melancolía reflejada en sus rostros, les grité:
            – Por qué esa tristeza? ¿Qué os sucede? ¡Seguid adelante!
            – Sí? ¡Que sigamos adelante! Venga, venga a ver, -me respondieron. Apresuré el paso y pude contemplar aquel espectáculo. Todos los demás jóvenes que acababan de llegar, y que poco antes estaban tan alegres, quedaron silenciosos y llenos de melancolía. Yo, entretanto, erguido sobre la playa del lago misterioso, observaba a mi alrededor. No era posible seguir adelante. De frente, en la
orilla opuesta, se veía escrito en grandes caracteres: «PER SANGUINEM» (por sangre).
Los jóvenes se preguntaban unos a otros:
            – Qué es esto? ¿Qué quiere decir todo esto? Entonces pregunté a UNO que ahora no recuerdo quién era, el cual me dijo:
            – Aquí está la sangre vertida por tantos y tantos que alcanzaron ya la cumbre de la montaña que ahora están en el Paraíso. ¡Esta es la sangre de los mártires! ¡Aquí está la sangre de Jesucristo, con la que fueron rociados los cuerpos de aquéllos que dieron testimonio de la fe! Nadie puede ir al Paraíso sin pasar por este lago y sin ser rociado con esta sangre. Esta sangre, defensora de la Santa Montaña, representa a la Iglesia Católica. Todo aquel que intente asaltarla morirá víctima de su locura. Todas estas manos y todos estos pies truncados, estas calaveras deshechas, los miembros cortados en pedazos que veis diseminados por las orillas son los restos miserables de los enemigos que quisieron combatir contra la Iglesia. ¡Todos fueron destrozados! ¡Todos perecieron en este lago! Aquel joven, en el curso de su conversación, nombró a numerosos mártires, entre los cuales también a los soldados del Papa, caídos en el campo de batalla por defender el poder temporal del Pontificado.
            Dicho esto, señalando hacia nuestra derecha, en dirección Este, nos indicó un inmenso valle, cuatro o cinco veces más extenso que el valle de sangre, y añadió:
            – Veis allá aquel valle? Pues allá irá a parar la sangre de aquéllos que, siguiendo este camino, escalarán la montaña; la sangre de los justos, de los que morirán por la fe en los tiempos venideros.
            Yo procuraba animar a mis jóvenes, que no podían disimular el terror que los invadía al ver y escuchar aquellas cosas, diciéndoles que si moríamos mártires, nuestra sangre sería recogida en aquel valle, pero que nuestros miembros no serían arrojados a las orillas como los que habíamos visto.
            Entretanto, los muchachos se apresuraron a ponerse en marcha. Bordeando las orillas del lago, teníamos a nuestra izquierda la cumbre de la colina que habíamos cruzado y a la derecha el lago y la montaña. A cierta distancia, donde terminaba el lago de sangre, había un paraje plantado de encinas, laureles, palmeras y otras plantas diversas. Nos introdujimos en él para comprobar si era posible el acceso a la montaña; pero, he aquí que ante nuestra vista se ofreció otro nuevo espectáculo. Vimos otro lago enorme, lleno de agua, y en ella una gran cantidad de miembros partidos y descuartizados. En la orilla se veía escrito en caracteres cubitales: «PER AQUAM» (por agua).

            – Qué es esto? ¿Quién nos explicará el significado de esto?
            – En este lago está, -nos dijo UNO- el agua que brotó del costado de Jesucristo, la cual fue poca en cantidad, pero aumentó en forma considerable y sigue aumentando y aumentará en el futuro. Esta es el agua del Santo Bautismo, con el cual fueron lavados y purificados los que escalaron ya esta montaña y con la que deberán ser bautizados y purificados los que han de subir a ella en el porvenir. En ella tendrán que ser bañados todos aquellos que quieran ir al Paraíso. Al Paraíso se llega, o por medio de la inocencia o por medio de la penitencia. Nadie puede salvarse sin haberse bañado en esta agua.

            Seguidamente, señalando los restos humanos, prosiguió:
            – Estos miembros pertenecen a aquellos que atacaron a la Iglesia en el tiempo presente.
            Seguidamente vimos mucha gente y también a algunos de nuestros jóvenes caminando sobre las aguas con una celeridad extraordinaria; con una rapidez, que apenas si tocaban la superficie con la punta de los pies y, casi sin mojarse, llegaban a la otra orilla.
            Nosotros contemplábamos atónitos aquel portento, cuando nos fue dicho:
            – Estos son los justos, porque el alma de los santos, cuando está separada del cuerpo, y el mismo cuerpo cuando está glorificado, no sólo puede caminar ligera y velozmente sobre el agua, sino también volar por el mismo aire.
            Entonces, todos los jóvenes desearon correr sobre las aguas del lago, como aquéllos a los cuales habían visto. Después me miraron como para interrogarme con la mirada, pero ninguno se atrevía a iniciar la marcha. Yo les dije:
            – Por mi parte, no me atrevo; es una temeridad creerse tan justos como para poder cruzar sobre esas aguas sin hundirse.
            Entonces todos exclamaron:
            – ¡Si usted no se atreve, mucho menos nosotros!
            Proseguimos adelante, siempre girando alrededor de la montaña, cuando he aquí que llegamos a un tercer lago, amplio como el primero y lleno de fuego, en el cual se veían trozos de miembros humanos despedazados. En la orilla opuesta se leía un cartel: «PER IGNEM» (por fuego).

            – Aquí, nos dijo el mismo intérprete, está el fuego de la caridad de Dios y de los santos; las llamas del amor y del deseo, por las que deben pasar los que no lo hicieron por la sangre y el agua. Este es también el fuego con que fueron atormentados y consumidos por los tiranos los cuerpos de tantos mártires. Muchos son los que tuvieron que pasar por aquí para llegar a la cumbre de la montaña. Estas llamas servirán también de suplicio a los enemigos de la Iglesia. Por tercera vez veíamos triturados a los enemigos del Señor en el campo de sus derrotas.

            Nos apresuramos, pues, a seguir adelante y del lado de allá de este lago vimos otro a manera de amplísimo anfiteatro que ofrecía un aspecto aún más horrible. Estaba lleno de bestias feroces, de lobos, osos, tigres, leones, panteras, serpientes, perros, gatos y otros muchísimos monstruos que estaban con sus fauces abiertas prestos a devorar a quien se acercase. Vimos mucha gente caminando sobre sus cabezas. Algunos jóvenes comenzaron a correr sobre ellos, pasando sin temor sobre las cabezas de aquellas alimañas sin sufrir el menor daño. Yo quise llamarlos, y les gritaba con todas mis fuerzas.
            – ¡No! ¡Por caridad! ¡Deteneos! ¡No prosigáis! ¿No veis cómo esos animales están dispuestos a destrozaros y devoraros después? Pero mi voz no fue escuchada y continuaron caminando sobre los dientes y sobre las cabezas de aquellos animales, como sobre la más segura de las sendas. El intérprete de siempre me dijo entonces: -Estos animales son los demonios, los peligros y los lazos del mundo. Los que pasan impunemente sobre las cabezas de las alimañas son las almas justas, los inocentes. ¿No recuerdas que está escrito? Super aspidem et basiliscum ambulabunt et conculcabunt leonem et draconem? (¿Caminarán sobre el áspid y el basilisco y pisotearán al león y al dragón?). A estas almas se refería el profeta David. Y en el Evangelio se lee: Ecce dedi vobis potestatem calcandi supra serpentes et scorpiones et super omnem virtutem inimici: et nihil vobis nocebit. (He aquí que os he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y sobre los más esforzados enemigos, y no os harán el menor daño).
Entonces nos preguntamos:

            – Cómo haremos para pasar al lado de allá? ¿Tendremos que caminar también nosotros sobre esas horribles cabezas?
            – ¡Sí, sí, vamos! -me dijo uno.
            – ¡Oh! Yo no me siento con valor para hacerlo -respondí-, sería una presunción el suponerse tan justo como para poder pasar ileso sobre
las cabezas de esos monstruos feroces. Id vosotros, si queréis; yo no voy.
Y los muchachos volvieron a exclamar:
            – ¡Ah, si usted no se atreve, mucho menos nosotros!
            Nos alejamos del lago de las bestias y a poco contemplamos una extensa zona de terreno, ocupada por una gran muchedumbre. Parecía o era realidad que a algunos les faltaban las narices, a otros las orejas, algunos tenían la cabeza cortada; quienes estaban sin brazos; éstos sin piernas, aquéllos sin manos o sin pies. Unos no tenían lengua y a otros les habían sacado los ojos. Los jóvenes estaban maravillados de ver a toda aquella pobre gente tan mal parada, cuando UNO nos dijo:
            – Estos son los amigos de Dios; los que por salvarse mortificaron sus sentidos: el oído, la vista, la lengua, haciendo además muchas obras buenas. Gran número de ellos perdieron las partes del cuerpo de que se ven privados, por las grandes obras de penitencia a que se entregaron o por el trabajo a que se dieron en aras de amor a Dios o al prójimo. Los de la cabeza cortada son los que se consagraron al Señor de una manera particular.
Mientras considerábamos estas cosas, vimos una gran muchedumbre de personas, parte de las cuales habían atravesado el lago y subían la montaña poniéndose en contacto con otros que, habiendo llegado antes a la cumbre, descendían para darles la mano y les animaban a que subiesen. Después, éstos aplaudían exclamando:
            – ¡Bien! ¡Bravo! Al oír aquel ruido de aplausos y aquellas voces, me desperté y me di cuenta de que estaba en la cama.
Esta es la primera parte del sueño, esto es, lo que soñé la primera noche. En la noche del 8 de abril don Bosco se presentó ante los muchachos que estaban deseosos de oír la continuación del sueño. Comenzó recordando la prohibición de ponerse las manos encima y también les prohibió moverse de sitio en la sala de estudio y dar vueltas de acá para allá, yendo de una a otra mesa. Y añadió:
            – El que deba salir del estudio por cualquier motivo, pida siempre permiso al jefe de la mesa. El siervo de Dios se dio cuenta de la impaciencia de los jóvenes y, echando una mirada a su alrededor, prosiguió, después de una breve pausa, con aspecto sonriente:

SEGUNDA PARTE
            ¡Recordaréis que había un gran lago que había de llenarse de sangre, al fondo del valle, cerca del primer lago! Después de haber contemplado las varias escenas anteriormente descritas y de recorrer la altiplanicie de que os hablé, nos encontramos ante un paso libre por el que poder proseguir nuestro camino. Proseguimos, pues, adelante mis muchachos y yo, a través de un valle que nos llevó a una gran plaza. Penetramos en ella; la entrada de dicha plaza era ancha y espaciosa, pero después se iba estrechando cada vez más, de forma que, al fondo, cerca ya de la montaña, terminaba en un sendero abierto entre dos rocas, por el que apenas si podía pasar un hombre. La plaza estaba llena de gente alegre que se divertía despreocupadamente, dirigiéndose al mismo tiempo al sendero que llevaba a la montaña. Nosotros nos preguntábamos unos a otros:
            – Será éste el camino que conduce al Paraíso?
            Entre tanto, los que se encontraban en aquel lugar se dirigían uno tras otro con la idea de pasar por aquella angostura, y para conseguirlo tenían que recogerse bien las ropas, encoger los miembros cuanto podían e incluso abandonar el equipaje o cuanto llevaban consigo. Esto me dio a entender que, en realidad, aquél era el camino del Paraíso, puesto que para ir al cielo no basta solamente estar libre de pecado, sino también de todo pensamiento, de todo afecto terrenal, según el dicho del Apóstol: Nihil coinquinatum intrabit in ea. (Nada contaminado entrará en ella).
            Nosotros estuvimos observando a los que pasaban por espacio como de una hora. Pero ¡cuán necio fui! En vez de intentar el paso de aquel sendero, preferimos volver atrás para ver lo que había al otro lado de la plaza. Habíamos divisado otra muchedumbre de gente en aquel lugar y deseábamos saber qué era lo que hacían. Atravesamos, pues, por un camino muy ancho y cuyo fin no podía ser apreciado por el ojo humano. Allí contemplamos un extraño espectáculo. Vimos a numerosos hombres y también a bastantes de nuestros jóvenes uncidos con animales de diversas especies. Algunos estaban emparejados con bueyes. Yo pensaba: -Qué querrá decir esto? Entonces recordé que el buey es el símbolo de la pereza, y deduje que aquellos jóvenes eran los perezosos. Los conocía a todos: eran los lentos, los flojos en el cumplimiento de sus deberes. Y al verlos me decía a mí mismo: -Sí, sí; les está muy bien empleado. No quieren hacer nada y ahora tienen que soportar la compañía de ese animal.
            Vi a otros uncidos con asnos. Eran los testarudos. Así emparejados tenían que soportar pesadas cargas o pacer en compañía de aquellos animales. Eran los que no hacían caso de los consejos ni de las órdenes de los superiores. Vi a otros uncidos con mulos y con caballos y recordé lo que dice el Señor: Factus est sicut equus et mulus quibus non est intelectus. (Hízose como caballo y mulo, que no tienen inteligencia). Eran los que no quieren pensar nunca en las cosas del alma: los desgraciados sin seso.
            Vi a otros que pacían en compañía de los puercos: se revolcaban en las inmundicias y en el fango como esos animales y como ellos hozaban en el cieno. Eran los que se alimentan solamente de cosas terrenas; los que viven entregados a las bajas pasiones; los que están alejados del Padre Celestial. ¡Oh lamentable espectáculo! Entonces me acordé de lo que dice el Evangelio del Hijo pródigo: que quedó reducido al más miserable de los estados luxuriose vivendo (viviendo lujuriosamente).

            Vi después a muchísima gente y a numerosos jóvenes en compañía de gatos, perros, gallos, conejos, etc.; o sea, a los ladrones, a los escandalosos, a los soberbios, a los tímidos por respeto humano, y así sucesivamente. Al contemplar esta variedad de escenas, nos dimos cuenta de que el gran valle representaba el mundo. Observé detenidamente a cada uno de aquellos jóvenes y desde allí nos dirigimos a otro lugar también muy espacioso, que formaba parte de la inmensa llanura. El terreno ofrecía un poco de pendiente, de forma que caminábamos casi sin darnos cuenta.

            A cierta distancia vimos que el paraje tomaba el aspecto de un jardín y nos dijimos:
            – Vamos a ver qué es aquello?
            – ¡Vamos! -exclamaron todos.
            Y comenzamos a encontrar hermosísimas rosas encarnadas.
            – ¡Oh, qué bellas rosas! ¡Oh, qué bellas rosas! -gritaban los jóvenes mientras corrían a cortarlas-. Pero, apenas las tuvieron en sus manos, se dieron cuenta de que despedían un olor desagradable en extremo. Los muchachos no pudieron disimular su desagrado. Vimos también numerosísimas violetas, en apariencia lozanas y que creímos despedirían agradable fragancia; pero cuando nos acercamos a cortarlas para formar algunos ramilletes, nos dimos cuenta de que sus tallos estaban marchitos y que despedían un olor hediondo.

            Proseguimos siempre adelante y he aquí que nos encontramos en unos encantadores bosquecillos cubiertos de árboles tan cargados de frutos que era un placer el contemplarlos. En especial, los manzanos, ¡qué deliciosa apariencia tenían! Un joven corrió inmediatamente y cortó de una rama una hermosa fruta de apariencia fragante y madura, mas apenas le hubo clavado los dientes, la arrojó indignado lejos de sí. Estaba llena de tierra y de arena y al gustarla sintió deseos de vomitar.
            – Pero, ¿qué es esto? -nos preguntamos.
            Uno de nuestros jóvenes, cuyo nombre no recuerdo, nos dijo: -Esto significa la belleza y la bondad aparente del mundo. ¡Todo en él es insípido, engañoso!
Mientras estábamos pensando adónde nos conduciría nuestro sendero, nos dimos cuenta de que el camino que llevábamos descendía casi insensiblemente. Entonces un jovencito observó:
            – Por aquí vamos bajando cada vez más; me parece que no vamos bien.
            – Ya veremos -le respondí.
            Y seguidamente apareció una muchedumbre incalculable que corría por aquel mismo camino que llevábamos nosotros. Unos iban en coche, otros a caballo, otros a pie. Algunos saltaban, brincaban, cantaban y danzaban al son de la música y al compás de los tambores. El ruido y la algarabía eran ensordecedores.
            – Vamos a detenernos un poco -nos dijimos- y observemos a esta gente antes de proseguir en su compañía.
            Entonces un joven descubrió en medio de aquella multitud a algunos que parecían dirigir a cada una de las comparsas. Eran individuos de agradable apariencia, vestidos de una manera elegante, pero por debajo del sombrero asomaban los cuernos. Aquella llanura, pues, era el mundo pervertido dirigido por el maligno. Est via quae videtur recta, et novissima ejus ducunt ad mortem. (Es un camino que al hombre parece recto, pero sus postrimerías conducen a la muerte, Prov 16, 25). De pronto UNO nos dijo:
            – Mirad cómo los hombres van a parar al infierno casi sin darse cuenta de ello.
Después de haber contemplado esto y de oír estas palabras, llamé a los jóvenes que iban delante de mí, los cuales vinieron a mi encuentro corriendo y gritando.
            – ¡Nosotros no queremos seguir por ahí!
            Y seguidamente volvieron precipitadamente hacia atrás deshaciendo el camino recorrido y dejándome solo.
            – Sí, tenéis razón -les dije cuando me uní a ellos-; huyamos pronto de aquí; volvamos atrás; de otra manera, sin darnos cuenta, iremos también a parar al infierno.

            Quisimos, pues, volver a la plaza de la que habíamos partido y seguir el sendero que nos conduciría a la montaña del Paraíso; pero cuál no sería nuestra sorpresa cuando, tras un largo caminar, nos encontramos en un prado. Nos volvimos a una y otra parte sin lograr orientarnos.

Algunos decían:
            – Hemos equivocado el camino.
Otros gritaban:
            – No; no nos hemos equivocado: el camino es éste. Mientras los jóvenes discutían entre sí y cada uno quería mantener el propio parecer, yo me desperté.
Esta es la segunda parte del sueño correspondiente a la segunda noche. Mas, antes de que os retiréis, escuchad. No quiero que deis importancia a mi sueño, pero recordad que los placeres que conducen a la perdición no son más que aparentes; sólo ofrecen la belleza exterior. Estad en guardia contra aquellos vicios que nos hacen semejantes a los animales, hasta el punto de emparejarnos con ellos; ¡especialmente cuidado con ciertos pecados que nos asemejan a los animales inmundos! ¡Oh, cuán deshonroso es para una criatura racional, tener que ser comparada, a los bueyes y a los asnos! ¡Cuán abominable es para quien fue creado a imagen y semejanza de Dios y constituido heredero del Paraíso, revolcarse en el fango como los cerdos al cometer aquellos pecados que la Escritura señala al decir: ¡Luxuriose vivendo!

            Solamente os he contado las circunstancias principales del sueño y de forma resumida; pues, si os lo hubiese expuesto tal y como fue, hubiera sido demasiado largo. Igualmente, ayer por la noche solamente os hice un resumen de cuanto vi. Mañana os contaré la tercera parte.

            En efecto: en la noche del sábado 9 de abril, don Bosco continuaba la narración.

TERCERA PARTE
            No querría contaros mis sueños. Antes de ayer, apenas hube comenzado mi narración, me arrepentí de la promesa que os hice; y yo habría deseado no haber dado principio a la exposición de lo que deseáis saber. Pero he de decir que si callo, guardando mi secreto para mí, sufro mucho, y, en cambio, publicándolo, me proporciono un desahogo que me hace mucho bien. Por tanto, proseguiré el relato. Mas antes he de advertir que, en las noches precedentes, hube de suprimir muchas cosas, de las que no era conveniente hablaros, pasando por alto otras, que se pueden ver con los ojos, pero que no se pueden expresar con palabras. Después de contemplar, pues, como de corrida, todas aquellas escenas ya descritas; después de haber visto lugares diversos y las maneras de ir al infierno, nosotros queríamos a toda costa llegar al Paraíso. Pero yendo de una parte a otra, nos desviamos del camino, atraídos por otras cosas. Finalmente, después de adivinar la senda que debíamos seguir, llegamos a la plaza en la que había concentrada tanta gente, toda ella dispuesta a llegar a la montaña; me refiero a aquella plaza de tan colosales proporciones que terminaba en un paso estrecho y difícil entre dos rocas. El que lo atravesaba, apenas había salido a la otra parte, debía pasar un puente bastante largo, muy estrecho y sin barandilla, debajo del cual se abría un espantoso abismo.
            – ¡Oh! Allá está el camino que conduce al Paraíso -nos dijimos-; aquél es. ¡Vamos!
Y nos dirigimos hacia él. Algunos jóvenes comenzaron a correr dejándonos atrás. Yo hubiera querido que me esperasen, pero ellos estaban empeñados en llegar antes que nosotros; mas al llegar al paso estrecho, se detuvieron asustados sin atreverse a seguir adelante. Yo les animaba, incitándoles a pasar:

            – ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Qué hacéis?
            – Sí, sí -me respondieron-; venga usted y haga la prueba. Nos estremece la idea de tener que pasar por un lugar tan estrecho y después tener que atravesar el puente; si diésemos un paso en falso, caeríamos dentro de aquellas aguas turbulentas, encajonadas en el abismo, y nadie daría ya con nosotros.
Pero, finalmente, hubo uno que se decidió a ser el primero en avanzar, siguiéndole después otro, y así todos pasamos del lado de allá, encontrándonos al pie de la montaña. Dispuestos a emprender la subida no encontramos sendero alguno que nos la facilitase, y, al bordear la falda, nos salieron al paso multitud de dificultades e impedimentos. Unas veces era una serie de macizos desordenadamente dispuestos; otras, una roca que era necesario salvar; ora, un precipicio; ya, un seto espinoso que se oponía a nuestro paso. La subida se ofrecía cada vez más empinada, por lo que nos dimos cuenta de que era grande la fatiga que nos aguardaba. A pesar de ello, no nos desanimamos, comenzando la escalada con el mayor denuedo. Después de un corto espacio de penosa ascensión, en la que lo mismo nos servíamos de las manos que de los pies, ayudándonos recíprocamente, los obstáculos comenzaron a desaparecer y, al fin nos encontramos ante un sendero practicable por el que pudimos subir cómodamente.
            Cuando he aquí que llegamos a cierto lugar de la montaña en el que vimos a numerosa gente que sufría de manera horrible; grande fue nuestra sorpresa y compasión al observar tan extraño espectáculo. No os puedo decir lo que vi, porque os causaría una pena demasiado intensa y, por otra parte, no seríais capaces de resistir mi descripción. Nada, pues, os diré sobre esto, prosiguiendo adelante mi relato.
            Entre tanto vimos también a otras numerosas personas que subían por las laderas de la montaña hasta llegar a la cumbre, donde eran acogidas por los que las aguardaban con manifestaciones de júbilo y grandes aplausos. Al mismo tiempo, oímos una música verdaderamente divina: un conjunto de voces dulcísimas que modulaban suavísimos himnos. Esto nos animaba más y más a continuar la subida. Mientras proseguíamos adelante yo pensaba y les decía a mis muchachos:
            – ¿Pero nosotros que queremos llegar al Paraíso, estamos ya muertos? Siempre he oído decir que antes es necesario ser juzgado. ¿Y nosotros hemos sido juzgados?
            – No -me respondieron-. Nosotros estamos todavía vivos; aún no hemos sido juzgados. Y reíamos al hacer tales comentarios.
            – Sea como fuere -volví a decir-; vivos o muertos prosigamos adelante para poder ver lo que hay allá arriba; algo habrá. Y aceleramos la marcha.
            A fuerza de caminar, llegamos por fin a la cumbre de la montaña. Los que estaban ya en la cima, se aprestaban a festejar nuestra llegada, cuando me volví hacia atrás para comprobar si estaban conmigo todos los jóvenes; pero con gran dolor pude constatar que me encontraba casi solo. De todos mis compañeros, sólo tres o cuatro habían permanecido junto a mí.
            – Y los demás? -pregunté, mientras me detenía bastante contrariado.
            – ¡Oh! -me dijeron-; se han quedado por el camino, quienes, en una parte, quienes en otra; pero tal vez lleguen aquí. Miré hacia abajo y los vi esparcidos por la montaña, entretenidos unos en buscar caracoles entre las piedras; otros, en hacer ramos de flores silvestres; éstos, en arrancar frutas verdes; aquéllos, en perseguir mariposas; algunos, en perseguir grillos, no faltando quienes se habían sentado a descansar sobre un matorral bajo la sombra de una planta. Entonces comencé a gritar con todas mis fuerzas mientras me descoyuntaba los brazos por atraer la atención de aquellos muchachos, llamándoles al mismo tiempo a cada uno por su nombre, incitándoles a que se diesen prisa, pues no era aquel el momento más oportuno para detenerse. Algunos atendieron a mis indicaciones, llegando a ocho los que se juntaron a mí, pero los demás no me hicieron caso y continuaron ocupados en aquellas bagatelas, sin preocuparse de momento por escalar la cumbre. Yo no quería de ninguna manera llegar al Paraíso con tan exiguo acompañamiento; por eso, resuelto a ir en busca de los remisos, dije a los que me acompañaban:
            – Voy a bajar en busca de aquéllos; quedaos vosotros aquí.
            Dicho y hecho. A cuantos encontraba en mi bajada les ordenaba proseguir hacia arriba. A unos les hacía una advertencia; a otros, un amable reproche; a éste le daba una reprimenda; a aquél, una palmada; al otro, un empujón.
            – Seguid para arriba, por caridad -les decía afanosamente-; no os detengáis con esas bagatelas. De esta manera al encontrarme de nuevo al pie de la montaña ya había avisado a casi todos y me encontraba entre las breñas del monte que habíamos subido con tanto trabajo. Vi a algunos que, cansados por la fatiga de la ascensión y desanimados por lo que aún les quedaba por escalar, habían resuelto volver hacia abajo. Por mi parte, determiné emprender de nuevo la subida para reunirme con los jóvenes que habían quedado en la cumbre, pero tropecé con una piedra y me desperté.
            Ya os he contado el sueño. Sólo deseo de vosotros dos cosas. Os vuelvo a repetir que no contéis fuera de casa, a ninguna persona extraña, nada de cuanto os he dicho; pues, si algún extraño oyese estas cosas, tal vez las tomaría a risa. Yo os las cuento para haceros pasar un rato agradable. Comentad, pues, el sueño entre vosotros cuanto queráis, pero deseo que no le deis más importancia que la que se puede dar a los sueños. Además, quiero recomendaros otra cosa y es, que ninguno venga a preguntarme si estaba o no estaba, quién era o quién no era; qué hacía o qué dejaba de hacer, si se hallaba entre los pocos o entre los muchos, qué lugar ocupaba, etc.; porque sería repetir la música de este invierno. El contestar a tantas preguntas podría ser para algunos más perjudicial que útil y yo no quiero inquietarlas conciencias.
            Solamente os quiero hacer presente que, si el sueño no hubiese sido un sueño, sino una realidad, y en verdad hubiésemos tenido que morir entonces, entre tantos jóvenes como estáis aquí reunidos; si nos hubiésemos dirigido al Paraíso, sólo un número insignificante habría llegado a la meta. De setecientos o tal vez ochocientos, quizá tres o cuatro. Pero, no os alarméis; entendámonos. Os explicaré esta exorbitante desproporción: quiero decir que sólo tres o cuatro habrían llegado directamente al Paraíso, sin pasar algún tiempo por las llamas del Purgatorio. Algunos permanecerían en este lugar de expiación algunos minutos; otros, tal vez un día; otros, varios días o varias semanas; en resumen, que casi todos tenían que pasar un período más o menos largo allí. ¿Queréis saber qué es lo que hay que hacer para evitar el Purgatorio? Procurad ganar todas las indulgencias que podáis. Si practicáis aquellas devociones a las que van anejas indulgencias, tras cumplir los requisitos señalados se entiende; si ganáis indulgencias plenarias, iréis directamente al Paraíso.
            Don Bosco no dio de este sueño explicación alguna personal y práctica a cada uno de los alumnos, como en otras ocasiones; haciendo muy contadas reflexiones sobre las distintas escenas presentadas en el mismo. No era cosa fácil el hacerlo. Se trataba, como probaremos más adelante, de ideas plasmadas en múltiples cuadros; que lo mismo se sucedían unas a otras que aparecían simultáneamente, representando el Oratorio del presente y del futuro; a todos los alumnos de entonces en el Oratorio y a los que vendrían después, con su retrato moral y su suerte en el porvenir; a la Pía Sociedad Salesiana con su crecimiento, sus peripecias y azares; a la Iglesia Católica con las odiosas persecuciones preparadas por sus enemigos, y los triunfos que alcanzaría; y así sucesivamente con referencia a otros hechos particulares o generales.
            Ante perspectivas tan amplias, entrelazándose y confundiéndose, en el desarrollo de las escenas, hechos, personas y cosas, no podía don Bosco, no sabía exponer por entero lo que se había desarrollado tan vivamente ante su imaginación; y era conveniente, y aun justo, callar muchas cosas o manifestarlas sólo a personas prudentes, a las que podía servir este secreto de consuelo o de aviso.
            Así, pues, al exponer don Bosco a los muchachos varios sueños, de los que a su tiempo tendremos que hablar, elegía lo que les podía ser más útil, por ser ésta la intención del que inspiraba aquellas misteriosas revelaciones. Pero, de vez en cuando, don Bosco, por la honda impresión que había recibido, y también por el estudio de la selección, aludía confusamente y de pasada a otros hechos, cosas, e ideas, a veces diríase que incoherentes y ajenas a su relato, pero que revelaban ser mucho más lo que callaba que lo que decía.
            Esto había hecho precisamente en aquellos días al describir su magnífico paseo; y nosotros trataremos de explicarlo brevemente, ya con algunas palabras de don Bosco, ya con algunas reflexiones nuestras, que sometemos al discreto examen de los lectores. Diremos pues:
1.° La colina que don Bosco encuentra al principio de su camino, parece que representa el Oratorio. Prevalece en ella una vegetación joven. No existen árboles añosos de tronco alto y grueso. En todas las estaciones se recogen flores y frutos; lo mismo sucederá en el Oratorio. Este, como todas las obras de Dios, se mantiene de la beneficencia, de la cual dice el Eclesiástico en el Capítulo XL, que es como un jardín bendecido por Dios que da preciosos frutos; frutos de inmortalidad, semejante al Paraíso terrenal; entre los demás árboles estaba el árbol de la vida.
2.° El que sube a la montaña es el hombre dichoso descrito en el Salmo LXXXIII, cuya fortaleza radica toda en el Señor. A pesar de encontrarse en esta tierra, en este valle de lágrimas, ascensiones in corde suo disposuit (determinó en su corazón subir), está dispuesto a subir continuamente hasta llegar al tabernáculo del Altísimo, o sea, al cielo. Y en su compañía otros muchos. Y el legislador, Jesucristo, le bendecirá, le colmará de gracias celestiales e irá de virtud en virtud y llegará a ver a Dios en la bienaventurada Sión y será eternamente feliz.
3.° Los lagos son como el compendio de la historia de la Iglesia. Aquellos miembros innumerables, que se veían descuartizados a las orillas de los mismos, pertenecen a los perseguidores de la Iglesia, a los herejes, a los cismáticos y a los cristianos rebeldes. De ciertas palabras del sueño se deduce que don Bosco había visto algunos acontecimientos presentes y futuros. A unos cuantos en privado -dice la crónica- al hablarles el siervo de Dios de aquel valle vacío, que estaba del otro lado del lago de sangre, les dijo:

            Ese valle se ha de llenar especialmente con la sangre de los sacerdotes y pudiera ser que pronto.
            Estos días -continúa la crónica- don Bosco ha ido a visitar al Cardenal De Angelis. Su Eminencia le dijo:
            – Cuénteme algo que me cause alegría.
            – Le contaré un sueño. -le replicó don Bosco.»-Le escucharé con sumo gusto.
            El siervo de Dios comenzó a narrar lo que anteriormente hemos descrito, pero con mayor número de detalles y consideraciones; pero, al llegar a la descripción del lago de sangre, el Cardenal se tornó serio y melancólico. Entonces don Bosco interrumpió el relato diciendo:
            – ¡Aquí termino!
            – Prosiga, prosiga -le dijo el Cardenal.
            – Basta, ya basta -concluyó don Bosco y prosiguió hablando de cosas amenas.»
4.° La escena que representa el paso estrechísimo entre las dos rocas, el puentecillo de madera, símbolo de la Cruz de Jesucristo, la seguridad de pasar a la otra parte en quien está sostenido por la fe, el peligro de caer en el precipicio al avanzar sin rectitud de intención, los obstáculos de toda suerte hasta llegar al lugar en que el sendero se hace más practicable; todo esto, si no estamos en un error, se refiere a las vocaciones religiosas. Los que estaban en la plaza debían ser jovencitos llamados por Dios a servirle en la Sociedad Salesiana. En efecto, se hace constar que la gente que estaba esperando en el momento de entrar por el sendero que conducía al Paraíso, estaba contenta, parecía feliz y se divertía: características todas aplicadas de una manera especial a la juventud. Añadamos que, al subir la montaña, unos se detenían y otros volvían atrás. ¿No representa esto el enfriamiento en la propia vocación? Don Bosco dio a esta parte del sueño un significado que indirectamente podía aplicarse a la vocación, pero no creyó oportuno hablar más explícitamente de ello.
5.° En la montaña, apenas vencidos los obstáculos que se ofrecieron en su falda, el siervo de Dios vio una multitud víctima del sufrimiento. «Algunos le preguntaron privadamente -escribe don Juan Bonetti- y él les respondió:
Este lugar representa al Purgatorio. Si tuviese que hacer una plática sobre dicho tema, no haría más que describir lo que vi. Son cosas que meten miedo. Sólo diré que, entre las diversas clases de tormentos, vi a unos que eran aplastados por prensas; debajo de las cuales veíanse asomar las manos, los pies, la cabeza y los ojos se les salían de las órbitas. Quedaban deslomados, triturados e infundían un terror indescriptible en el corazón de quien los miraba.»

            Añadimos una postrera e importante observación, aplicable a este sueño y a todos los demás. En estos sueños o visiones, por así llamarlos, entra casi siempre en escena un personaje misterioso que hace de guía y de intérprete a don Bosco. -Quien podrá ser? He aquí la parte más sorprendente y bella de estos sueños que don Bosco, tras narrarlos, conservaba en el secreto de su corazón.

(MB IT VI, 864-882 / MB ES VI,853-666)




La fe, nuestro escudo y nuestra victoria (1876)

«Cuando me dediqué a esta parte del sagrado ministerio, entendí consagrar todos mis esfuerzos a la mayor gloria de Dios y al beneficio de las almas; entendí esforzarme por formar buenos ciudadanos en esta tierra, para que un día fueran dignos habitantes del cielo. Que Dios me ayude a poder continuar así hasta el último aliento de mi vida.» (Don Bosco)

            Los jóvenes, y no solamente ellos, esperaban con ansiedad el relato del sueño; don Bosco mantuvo su promesa, pero con un día de retraso, en las buenas noches del 30 de junio, festividad del Corpus Christi. Comenzó de esta manera:

            «Me alegro de volveros a ver. ¡Oh, cuántos rostros angelicales tengo vueltos hacia mí! (risas generales). He pensado que si os cuento el sueño de que os hablé os causaría un poco de miedo. Si yo tuviese un rostro angelical os podría decir: ¡Miradme! Y entonces se disiparía todo temor. Pero desgraciadamente no soy más que un poco de barro, como todos vosotros. Sin embargo, somos obra de Dios y puedo decir con san Pablo que sois gaudium meum et corona mea: vosotros sois mi alegría y mi corona. Mas no hay que extrañarse si en la corona hay algún GloriaPatri un poco mohoso.
            Pero volvamos al sueño. Yo no os lo quería contar por miedo a atemorizaros; pero después pensé: un padre no debe ocultar nada a sus hijos, tanto más si éstos tienen interés por conocer lo que el padre sabe; bueno es, pues, que los hijos sepan lo que el padre hace y conoce. Por eso me he decidido a contároslo con todos sus detalles; pero os ruego que le deis simplemente la importancia que se suele dar a los sueños y que cada uno lo tome como más le agrade y de la forma más beneficiosa. Tened entendido, pues, que los sueños se tienen durmiendo (Risas generales); pero sabed, además, que este sueño no lo he tenido ahora, sino hace quince días, precisamente cuando estabais terminando vuestros ejercicios. Hacía mucho tiempo que yo pedía al Señor que me diese a conocer el estado de alma de mis hijos y qué podía yo hacer para su progreso en la virtud y para desarraigar de sus corazones ciertos vicios. Estos eran los pensamientos que me preocupaban durante estos ejercicios. Demos gracias al Señor porque los ejercicios, tanto por parte de los estudiantes como de los aprendices, han resultado muy bien. Pero no terminaron con ellos las misericordias divinas; Dios quiso favorecerme de manera que pudiese leer en las conciencias de los jóvenes, como se lee en un libro; y lo que es aún más admirable, vi no solamente el estado actual de cada uno, sino lo que a cada uno le sucederá en el porvenir. Y esto fue también para mí algo inusitado; pues no me podía convencer de que pudiese ver de una manera semejante, tan bien y con tanta claridad, tan al descubierto las cosas futuras y las conciencias juveniles. Es la primera vez que me sucedía esto. También pedí mucho a la Santísima Virgen, que se dignase concederme la gracia de que ninguno de vosotros tuviese el demonio en el corazón, y abrigo la esperanza de que también esto me haya sido concedido; pues tengo motivos suficientes para creer que todos vosotros habéis manifestado vuestras conciencias. Estando, pues, ocupado en estos pensamientos y rogando al Señor me mostrase qué es lo que puede favorecer y perjudicar la salud de las almas de mis queridos jóvenes, me fui a descansar, y he aquí que comencé a soñar lo que seguidamente os voy a contar».
            El preámbulo del sueño está saturado del acostumbrado sentido de humildad profunda; pero en esta ocasión termina con una afirmación de tal naturaleza, que excluye toda duda acerca del carácter sobrenatural del fenómeno.
            El sueño se podría titular así: La fe, nuestro escudo y nuestra victoria.

            Me pareció encontrarme con mis queridos jóvenes en el Oratorio. Era hacia el atardecer, ese momento en que las sombras comienzan a oscurecer el cielo. Aún se veía, pero no con mucha claridad. Yo, saliendo de los pórticos, me dirigí a la portería; pero me rodeaba un número inmenso de muchachos, como soléis hacer vosotros, como prueba de amistad. Unos se habían acercado a saludarme, otros paran comunicarme algo. Yo dirigía una palabra, ya a uno ya a otro. Así llegué al patio muy lentamente, cuando he aquí que oigo unos lamentos prolongados y un ruido grandísimo, unido a las voces de los muchachos y a un griterío que procedía de la portería. Los estudiantes, al escuchar aquel insólito tumulto, se acercaron a ver; pero muy pronto los vi huir precipitadamente en unión de los aprendices, también asustados, gritando y corriendo hacia nosotros. Muchos de éstos se habían salido por la puerta que está al fondo del patio.
            Pero al crecer cada vez más el griterío y los acentos de dolor y de desesperación, yo preguntaba a todos con ansiedad qué era lo que había sucedido y procuraba avanzar para prestar mi auxilio donde hubiera sido necesario. Pero los jóvenes, agrupados a mi alrededor, me lo impedían.
            Yo entonces les dije:
            – Pero dejadme andar; permitidme que vaya a ver qué es lo que produce un espanto tal.
            – No, no, por favor, me decían todos; no siga adelante; quédese, quédese aquí; hay un monstruo que lo devorará; huya, huya con nosotros; no intente seguir adelante. Con todo quise ver qué era lo que pasaba y deshaciéndome de los jóvenes, avancé un poco por el patio de los aprendices, mientras todos los jóvenes gritaban:
            – ¡Mire, mire!
            – ¿Qué hay?
            – ¡Mire allá al fondo!
            Dirigí la vista hacia la parte indicada y vi a un monstruo que, al primer golpe de vista, me pareció un león gigantesco, tan grande que no creo exista uno igual en la tierra. Lo observé atentamente; era repulsivo; tenía el aspecto de un oso, pero aún más horrible y feroz que éste. La parte de atrás no guardaba relación con los otros miembros, era más bien pequeña; pero las extremidades anteriores, como también el cuerpo, los tenía grandísimos. Su cabeza era enorme y la boca tan desproporcionada y abierta, que parecía hecha como para devorar a la gente de un solo bocado; de ella salían dos grandes, agudos y larguísimos colmillos a guisa de tajantes espadas.
            Yo me retiré inmediatamente donde estaban los jóvenes, los cuales me pedían consejo ansiosamente; pero ni yo mismo me veía libre del espanto y me encontraba sin saber qué partido tomar. Con todo les dije:
            – Me gustaría deciros qué es lo que tenéis que hacer; pero no lo sé. Por lo pronto concentrémonos debajo de los pórticos.
            Mientras decía esto, el oso entraba en el segundo patio y se adelantaba hacia nosotros con paso grave y lento, como quien está seguro de alcanzar la presa. Retrocedimos horrorizados, hasta llegar bajo los pórticos.
            Los jóvenes se habían estrechado alrededor de mi persona. Todos los ojos estaban fijos en mí:
            – Don Bosco: ¿qué es lo que hemos de hacer?, me decían.
            Y yo también miraba a los jóvenes, pero en silencio, y sin saber qué hacer.
            Finalmente exclamé:
            – Volvámonos hacia el fondo del pórtico, hacia la imagen de la Virgen, pongámonos de rodillas, invoquémosla con más devoción que nunca, para que Ella nos diga qué es lo que tenemos que hacer en estos momentos para que venga en nuestro auxilio y nos libre de este peligro. Si se trata de un animal feroz, entre todos creo que lograremos matarlo; y si es un demonio, María nos protegerá. ¡No temáis! La Madre celestial se cuidará de nuestra salvación.
Entretanto el oso continuaba acercándose lentamente, casi arrastrándose por el suelo en actitud de preparar el salto para arrojarse sobre nosotros.
Nos arrodillamos y comenzamos a rezar. Pasaron unos minutos de verdadero espanto. La fiera había llegado ya tan cerca que de un salto podía caer sobre nosotros. Cuando he aquí que, no sé cómo ni cuándo, nos vimos trasladados todos del lado allá de la pared encontrándonos en el comedor de los clérigos.
            En el centro del mismo estaba la Virgen, que se asemejaba, no sé si a la estatua que está bajo los pórticos o a la del mismo comedor, o a la de la cúpula o también a la que está en la iglesia. Mas, sea como fuese, el hecho es que estaba radiante de una luz vivísima que iluminaba todo el comedor, cuyas dimensiones en todo sentido habían aumentado cien veces más, apareciendo esplendoroso como un sol al mediodía. Estaba rodeada de bienaventurados y de ángeles, de forma que el salón parecía un paraíso.
            Los labios de la Virgen se movían como si quisiese hablar, para decirnos algo.
            Los que estábamos en aquel refectorio éramos muchísimos. Al espanto que había invadido nuestros corazones sucedió un sentimiento de estupor. Los ojos de todos estaban fijos en la imagen, la cual con voz suavísima nos tranquilizó diciéndonos:
            – No temáis; tened fe; ésta es solamente una prueba a la cual os quiere someter mi Divino Hijo.
            Observé entonces a los que, fulgurantes de gloria, hacían corona a la Santísima Virgen y reconocí a don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a un tal Miguel, hermano de las Escuelas Cristianas, a quien algunos de vosotros habréis conocido y a mi hermano José; y a otros que estuvieron en otro tiempo en el Oratorio y que pertenecieron a la Congregación y que ahora están en el Paraíso. En compañía de éstos vi también a otros que viven actualmente.

***

            Cuando he aquí que uno de los que formaban el cortejo de la Virgen dijo en alta voz:
            – ¡Surgamus! (¡Levantémonos!).
            Nosotros estábamos de pie y no entendíamos qué era lo que nos quería decir con aquella orden, y nos preguntábamos: -Pero ¿cómo surgamus? Si estamos todos de pie. – ¡Surgamus!, repitió más fuerte la misma voz.
            Los jóvenes, de pie y atónitos, se habían vuelto hacia mí, esperando que yo les hiciese alguna señal, sin saber entretanto qué hacer.
            Yo me volví hacia el lugar de donde había salido aquella voz y dije:
            – Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer? ¿Qué quiere decir surgamus, si estamos todos de pie?
            Y la voz me respondió con mayor fuerza:
            – Surgamus!
            Yo no conseguía explicarme este mandato que no entendía. Entonces otro de los que estaban con la Virgen se dirigió a mí, que me había subido a una mesa para poder dominar a aquella multitud, y comenzó a decir con voz robusta y bien timbrada, mientras los jóvenes escuchaban:
            – Tú que eres sacerdote debes comprender qué quiere decir surgamus. Cuando celebras la Misa, ¿no dices todos los días sursumcorda? Con esto entiendes elevarte materialmente o levantar los afectos del corazón al cielo, a Dios.
            Yo inmediatamente dije a voz en cuello a los jóvenes:
            – Arriba, arriba hijos, reavivemos, fortifiquemos nuestra fe, elevemos nuestros corazones a Dios, hagamos un acto de amor y de arrepentimiento; hagamos un esfuerzo de voluntad para orar con vivo fervor; confiemos en Dios.
            Y hecha una señal, todos se pusieron de rodillas.
            Un momento después, mientras rezábamos en voz baja, llenos de confianza, se dejó oír de nuevo una voz que dijo:
            – Súrgite! Y nos pusimos todos de pie y sentimos que una fuerza sobrenatural nos elevaba sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría sabría precisar cuánto, pero puedo asegurar que todos nos encontrábamos muy alto. Tampoco sabría decir dónde descansaban nuestros pies. Recuerdo que yo estaba agarrado a la cortina o al repecho de una ventana. Los jóvenes se sujetaban, unos a las puertas, otros a las ventanas; quién se agarraba acá, quién allá; quién a unos garfios de hierro, quién a unos gruesos clavos, quién a la cornisa de la bóveda. Todos estábamos en el aire y yo me sentía maravillado de que no cayésemos al suelo.
            Y he aquí que el monstruo que habíamos visto en el patio, penetró en la sala seguido de una innumerable cantidad de fieras de diversas clases, todas dispuestas al ataque. Corrían de acá para allá por el comedor, lanzaban horribles rugidos, parecían deseosas de combatir y que de un momento a otro se habían de lanzar de un salto sobre nosotros. Pero por entonces nada intentaron. Nos miraban, levantaban el hocico y mostraban sus ojos inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos todo desde arriba, y yo, muy agarradito a aquella ventana, me decía:
            – Si me cayese, ¡qué horrible destrozo harían de mi persona!

***

            Mientras continuábamos en aquella extraña postura, salió una voz de la imagen de la Virgen que cantaba las palabras de San Pablo: –Sumite ergo scutum fidei inexpugnabile. (Embrazad, pues, el escudo de la fe inexpugnable). Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan sublime melodía, que nosotros estábamos como extáticos. Se percibían todas las notas desde la más grave a la más alta y parecía como si cien voces cantasen al unísono.
            Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso, cuando vimos partir de los flancos de la Virgen numerosos jovencitos que habían bajado del cielo. Se acercaron a nosotros llevando escudos en sus manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno de nuestros jóvenes. Todos los escudos eran grandes, hermosos, resplandecientes. Reflejase en ellos la luz que procedía de la Virgen, pareciendo una cosa celestial. Cada escudo en el centro parecía de hierro, teniendo alrededor un círculo de diamantes y su borde era de oro finísimo. Este escudo representaba la fe. Cuando todos estuvimos armados, los que estaban alrededor de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una manera tan armoniosa, que no sabría qué palabras emplear para expresar semejante dulzura. Era lo más bello, lo más suave, lo más melodioso que imaginar se puede.
            Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y estaba absorto escuchando aquella música, me sentí estremecido por una voz potente que gritaba:
            – ¡Ad pugnam! (¡A la pelea!).
            Entonces todas aquellas fieras comenzaron a agitarse furiosamente. En un momento caímos todos, quedando de pie en el suelo, y he aquí que cada uno luchaba con las fieras, protegido por el escudo divino. No sabría decir si la batalla se entabló en el comedor o en el patio. El coro celestial continuaba sus armonías. Aquellos monstruos lanzaban contra nosotros, con los vapores que salían de sus fauces, balas de plomo, lanzas, saetas y toda suerte de proyectiles; pero aquellas armas no llegaban hasta nosotros y daban sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás. El enemigo quería herirnos a toda costa y matarnos y reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir herida. Todos sus golpes daban con fuerza en los escudos y los monstruos se rompían los dientes y huían. Como las olas, se sucedían aquellas masas asaltantes, pero todos hallaban la misma suerte.
            Larga fue la lucha. Al fin se dejó oír la voz de la Virgen que decía:
            – Haec est victoria vestra, quae vincit mundum, fides vestra. (Esta es vuestra victoria, la que vence al mundo, vuestra fe).
            Al oír tales palabras, aquella multitud de fieras espantadas se dio a una precipitada fuga y desapareció. Nosotros quedamos libres, a salvo, victoriosos en aquella sala inmensa del refectorio, siempre iluminada por la luz viva que emanaba de la Virgen.
            Entonces me fijé con toda atención en los que llevaban el escudo. Eran muchos millares. Entre otros vi a don Victor Alasonatti, a don
Domingo Ruffino, a mi hermano José, al Hermano de las Escuelas Cristianas, los cuales habían combatido con nosotros.
            Pero las miradas de todos los jóvenes no podían apartarse de la Santísima Virgen. Ella entonó un cántico de acción de gracias, que despertaba en nosotros nuevos sentimientos de alegría y nuevos éxtasis indescriptibles. No sé si en el Paraíso se puede oír algo superior.

***

            Pero nuestra alegría se vio turbada de improviso por gritos y gemidos desgarradores mezclados con rugidos de fieras. Parecía como si nuestros jóvenes hubiesen sido asaltados por aquellos animales, que poco antes habíamos visto huir de aquel lugar. Yo quise salir fuera inmediatamente para ver lo que sucedía y prestar auxilio a mis hijos; pero no lo podía hacer porque los jóvenes estaban en la puerta por la que yo tenía que pasar y no me dejaban salir en manera alguna. Yo hacía toda clase de esfuerzos por librarme de ellos, diciéndoles:
            – Pero dejadme ir en auxilio de los que gritan. Quiero ver a mis jóvenes y, si ellos sufren algún daño o están en peligro de muerte, quiero morir con ellos. Quiero ir aunque me cueste la vida.
            Y escapándome de sus manos me encontré inmediatamente debajo de los pórticos. Y ¡qué espectáculo más horrible! El patio estaba cubierto de muertos, de moribundos y de heridos.    Los jóvenes, llenos de espanto, intentaban huir hacia una y otra parte perseguidos por aquellos monstruos que les clavaban los dientes en sus cuerpos, dejándoles cubiertos de heridas. A cada momento había jóvenes que caían y morían, lanzando los ayes más dolorosos.
            Pero quien hacía la más espantosa mortandad era aquel oso que había sido el primero en aparecer en el patio de los aprendices. Con sus colmillos, semejantes a dos tajantes espadas, traspasaba el pecho de los jóvenes de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y sus víctimas, con las dos heridas en el corazón, caían inmediatamente muertas.
            Yo me puse a gritar resueltamente:
            – ¡Animo, mis queridos jóvenes!
            Muchos se refugiaron junto a mí. Pero el oso, al verme, corrió a mi encuentro. Yo, haciéndome el valiente, avancé unos pasos hacia él. Entretanto algunos jóvenes de los que estaban en el refectorio y que habían vencido ya a las bestias, salieron y se unieron a mí. Aquel príncipe de los demonios se arrojó contra mí y contra ellos, pero no nos pudo herir porque estábamos defendidos por los escudos. Ni siquiera llegó a tocarnos, porque a la vista de los llegados, como espantado y lleno de respeto, huía hacia atrás. Entonces fue cuando, mirando con fijeza aquellos sus dos largos colmillos en forma de espada, vi escritas dos palabras en gruesos caracteres. Sobre uno se leía: Otium; y sobre el otro: Gula.
            Quedé estupefacto y me decía para mí:
            -¿Es posible que en nuestra casa, donde todos están tan ocupados, donde hay tanto que hacer, que no se sabe por dónde empezar para librarnos de nuestras ocupaciones, haya quien peque de ocio? Respecto a los jóvenes, me parece que trabajan, que estudian y que en el recreo no pierden el tiempo. Yo no sabía explicarme aquello.
            Pero me fue respondido:
            – Y con todo, se pierden muchas medias horas.
            – ¿Y de la gula?, me decía yo. Parece que entre nosotros no se pueden cometer pecados de gula, aunque uno quiera. No tenemos ocasión de faltar a la templanza. Los alimentos no son regalados, ni tampoco las bebidas. Apenas si se proporciona lo necesario. ¿Cómo pueden darse casos de intemperancia que conduzcan al infierno?
            De nuevo me fue respondido:
            – ¡Oh, sacerdote! Tú crees que tus conocimientos sobre la moral son profundos y que tienes mucha experiencia; pero de esto no sabes nada; todo constituye para ti una novedad. ¿No sabes que se puede faltar contra la templanza incluso bebiendo inmoderadamente agua?
Yo, no contento con esto, quise que se me diese una explicación más clara y, como estaba el refectorio aún iluminado por la Virgen, me dirigí lleno de tristeza al Hermano Miguel para que me aclarase mi duda. Miguel me respondió:
            ¡Ah, querido, en esto eres aún novicio! Te explicaré, pues, lo que me preguntas.
            – Respecto de la gula, has de saber que se puede pecar de intemperancia, cuando, incluso en la mesa, se come o se bebe más de lo necesario; se puede cometer intemperancia en el dormir o cuando se hace algo relacionado con el cuerpo, que no sea necesario, que sea superfluo. Respecto al ocio has de saber que esta palabra no indica solamente no trabajar u ocupar o no el tiempo de recreo en jugar, sino también el dejar libre la imaginación durante este tiempo para que piense en cosas peligrosas. El ocio tiene lugar también cuando en el estudio uno se entretiene con otra cosa, cuando se emplea cierto tiempo en lecturas frívolas o permaneciendo con los brazos cruzados contemplando a los demás; dejándose vencer por la desgana y especialmente cuando en la iglesia no se reza o se siente fastidio en los actos de piedad. El ocio es el padre, el manantial, la causa de muchas malas tentaciones y de múltiples males. Tú, que eres director de estos jóvenes, debes procurar alejar de ellos estos dos pecados, procurando avivar en ellos la fe. Si llegas a conseguir de tus muchachos que sean moderados en las pequeñas cosas que te he indicado, vencerán siempre al demonio, y con esta virtud alcanzarán la humildad, la castidad y las demás virtudes. Y si ocupan el tiempo en el cumplimiento de sus deberes, no caerán jamás en la tentación del enemigo infernal y vivirán y morirán como cristianos santos.

***

            Después de haber oído todas estas cosas, le di las gracias por una tan bella instrucción, y después, para cerciorarme de si era realidad o simple sueño todo aquello, intenté tocarle la mano; pero no lo pude conseguir. Lo intenté por segunda vez y por tercera, pero todo fue inútil: sólo tocaba el aire. Con todo yo veía a todas aquellas personas, las oía hablar, parecían vivas. Me acerqué a don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a mi hermano, pero no me fue posible tocar la mano a ninguno de ellos.
            Yo estaba fuera de mí y exclamé:
            – Pero ¿es cierto o no es cierto todo lo que estoy viendo? ¿Acaso éstas no son personas? ¿No los he oído hablar a todos ellos?
            El Hermano Miguel me respondió:
            – Has de saber, puesto que lo has estudiado, que hasta que el alma no se reúna con el cuerpo, es inútil que intentes tocarme. No se puede tocar a los simples espíritus. Sólo para que los mortales nos puedan ver debemos adoptar la forma humana. Pero cuando todos resucitemos para el Juicio, entonces tomaremos nuevamente nuestros cuerpos inmortales, espiritualizados.
Entonces quise acercarme a la Virgen, que parecía tener algo que decirme. Estaba casi ya junto a Ella, cuando llegó a mis oídos un nuevo ruido, y nuevos y agudos gritos de fuera. Quise salir al momento por segunda vez del comedor; pero, al salir, me desperté.

            Así que hubo terminado la narración, añadió estas observaciones y recomendaciones:
            «Sea lo que fuere de este sueño, tan variadamente entretejido, lo cierto es que en él se repiten y explican las palabras de san Pablo. Pero fue tan grande el abatimiento y cansancio de fuerzas, que me causó este sueño, que pedí al Señor no permitiese se volviera a repetir en mi mente un sueño semejante; pero hete aquí que, a la noche siguiente, volví a tener el mismo sueño y me tocó ver el final, que no había visto en la noche anterior. Y me agité y grité tanto que don Joaquín Berto, que me oyó, vino a la mañana siguiente a preguntarme por qué había gritado y si había pasado la noche sin dormir. Estos sueños me cansaron mucho más que si hubiese pasado toda la noche en vela o escribiendo. Como veis, esto es un sueño y no quiero darle autoridad alguna, sino sólo hacer de él el caso que suele hacerse de los sueños, sin ir más allá. Y no quisiera que nadie escribiese a su casa, acá y allá, no sea que los de fuera, que nada saben de las cosas del Oratorio, tengan que decir, como ya han dicho, que don Bosco hace vivir a sus jóvenes de sueños. Pero esto poco me importa; digan lo que quieran. Con todo, saque cada uno del sueño lo que sirve para él. Por ahora no os doy explicaciones, porque es muy fácil de comprender por todos. Lo que os recomiendo muy mucho es que reavivéis vuestra fe, la cual se conserva especialmente con la templanza y la fuga del ocio. Sed enemigos de éste y amigos de aquélla. Otras noches volveré sobre este tema. Entre tanto os deseo buenas noches».
(MB IT XII, 348-356 / MB ES XII, 299-306)