¡Hacia lo alto! San Pier Giorgio Frassati

“Queridos jóvenes, nuestra esperanza es Jesús. Es Él, como decía San Juan Pablo II, «quien suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande […], para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna» (XV Jornada Mundial de la Juventud, Vigilia de Oración, 19 de agosto de 2000). Mantengámonos unidos a Él, permanezcamos en su amistad, siempre, cultivándola con la oración, la adoración, la Comunión eucarística, la Confesión frecuente, la caridad generosa, como nos han enseñado los beatos Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis, que pronto serán proclamados Santos. Aspirad a cosas grandes, a la santidad, dondequiera que estéis. No os conforméis con menos. Entonces veréis crecer cada día, en vosotros y a vuestro alrededor, la luz del Evangelio” (Papa León XIV – homilía Jubileo de los jóvenes – 3 de agosto de 2025).

Pier Giorgio y Don Cojazzi
El senador Alfredo Frassati, embajador del Reino de Italia en Berlín, era el propietario y director del periódico La Stampa de Turín. Los Salesianos le debían un gran reconocimiento. Con motivo del gran montaje escandaloso conocido como “Los hechos de Varazze”, en el que se había intentado arrojar lodo sobre la honorabilidad de los Salesianos, Frassati los había defendido. Mientras incluso algunos periódicos católicos parecían perdidos y desorientados ante las graves y penosas acusaciones, La Stampa, tras una rápida investigación, se había adelantado a las conclusiones de la magistratura proclamando la inocencia de los Salesianos. Así, cuando de casa Frassati llegó la solicitud de un salesiano que se encargara de seguir los estudios de los dos hijos del senador, Pier Giorgio y Luciana, Don Paolo Albera, Rector Mayor, se sintió en la obligación de aceptar. Envió a Don Antonio Cojazzi (1880-1953). Era el hombre apto: buena cultura, temperamento juvenil y una excepcional capacidad comunicativa. Don Cojazzi se había licenciado en letras en 1905, en filosofía en 1906, y había obtenido el diploma de habilitación para la enseñanza de la lengua inglesa después de un serio perfeccionamiento en Inglaterra.
En casa Frassati, Don Cojazzi se convirtió en algo más que el ‘preceptor’ que seguía a los chicos. Se convirtió en un amigo, especialmente de Pier Giorgio, de quien diría: “Lo conocí a los diez años y lo seguí durante casi todo el bachillerato y la preparatoria con lecciones que en los primeros años eran diarias; lo seguí con creciente interés y afecto”. Pier Giorgio, convertido en uno de los jóvenes líderde la Acción Católica turinesa, escuchaba las conferencias y lecciones que Don Cojazzi impartía a los socios del Círculo C. Balbo, seguía con interés la Revista de los Jóvenes, subía a veces a Valsalice en busca de luz y consejo en los momentos decisivos.

Un momento de notoriedad
Pier Giorgio lo recibió durante el Congreso Nacional de la Juventud Católica italiana, en 1921: cincuenta mil jóvenes que desfilaban por Roma, cantando y orando. Pier Giorgio, estudiante de ingeniería, sostenía la bandera tricolor del círculo turinés C. Balbo. Las tropas reales, de repente, rodearon la enorme procesión y la asaltaron para arrebatar las banderas. Querían impedir desórdenes. Un testigo contó: “Golpean con las culatas de los fusiles, agarran, rompen, arrancan nuestras banderas. Veo a Pier Giorgio forcejeando con dos guardias. Acudimos en su ayuda, y la bandera, con la asta rota, queda en sus manos. Encarcelados a la fuerza en un patio, los jóvenes católicos son interrogados por la policía. El testigo recuerda el diálogo llevado con los modos y las cortesías que se usan en semejantes contingencias:
– ¿Y tú, cómo te llamas?
– Pier Giorgio Frassati de Alfredo.
– ¿Qué hace tu padre?
– Embajador de Italia en Berlín.
Asombro, cambio de tono, disculpas, oferta de libertad inmediata.
– Saldré cuando salgan los demás.
Mientras tanto, el espectáculo bestial continúa. Un sacerdote es arrojado, literalmente arrojado al patio con la sotana rasgada y una mejilla sangrando… Juntos nos arrodillamos en el suelo, en el patio, cuando aquel sacerdote harapiento levantó el rosario y dijo: ¡Muchachos, por nosotros y por los que nos han golpeado, oremos!».

Amaba a los pobres
Pier Giorgio amaba a los pobres, los iba a buscar en los barrios más lejanos de la ciudad; subía las escaleras estrechas y oscuras; entraba en los desvanes donde solo habitan la miseria y el dolor. Todo lo que tenía en el bolsillo era para los demás, como todo lo que guardaba en el corazón. Llegaba a pasar las noches al lado de enfermos desconocidos. Una noche que no regresaba a casa, el padre, cada vez más ansioso, llamó a la comisaría, a los hospitales. A las dos se oyó girar la llave en la puerta y Pier Giorgio entró. Papá explotó:
– Mira, puedes estar fuera de día, de noche, nadie te dice nada. ¡Pero cuando llegas tan tarde, avisa, llama por teléfono!
Pier Giorgio lo miró, y con la habitual sencillez respondió:
– Papá, donde yo estaba, no había teléfono.
Las Conferencias de San Vicente de Paúl lo vieron como un asiduo colaborador; los pobres lo conocieron como consolador y socorredor; los miserables desvanes lo acogieron a menudo entre sus sórdidas paredes como un rayo de sol para sus desamparados habitantes. Dominado por una profunda humildad, no quería que nadie supiera lo que hacía.

Giorgetto, hermoso y santo
A principios de julio de 1925, Pier Giorgio fue atacado y abatido por un violento ataque de poliomielitis. Tenía 24 años. En su lecho de muerte, mientras una terrible enfermedad le devastaba la espalda, todavía pensaba en sus pobres. En una nota, con una letra ya casi indescifrable, escribió para el ingeniero Grimaldi, su amigo: Aquí están las inyecciones de Converso, la póliza es de Sappa. La he olvidado, renuévala tú.
Al regresar del funeral de Pier Giorgio, Don Cojazzi escribe de improviso un artículo para la Revista de los Jóvenes: “Repetiré la vieja frase, pero sincerísima: no creía amarlo tanto. ¡Giorgetto, hermoso y santo! ¿Por qué me cantan en el corazón estas palabras insistentes? Porque las oí repetir, las oí pronunciar durante casi dos días, por el padre, por la madre, por la hermana, con una voz que siempre decía y nunca repetía. Y porque afloran ciertos versos de una balada de Deroulède: «¡Se hablará de él durante mucho tiempo, en los palacios dorados y en las casas de campo perdidas! Porque de él hablarán también las chozas y los desvanes, donde pasó tantas veces como ángel consolador». Lo conocí a los diez años y lo seguí durante casi todo el bachillerato y parte de la preparatoria… lo seguí con creciente interés y afecto hasta su transfiguración actual… Escribiré su vida. Se trata de la recopilación de testimonios que presentan la figura de este joven en la plenitud de su luz, en la verdad espiritual y moral, en el testimonio luminoso y contagioso de bondad y generosidad”.

El best-seller de la editorial católica
Animado e impulsado también por el arzobispo de Turín, Mons. Giuseppe Gamba, Don Cojazzi se puso a trabajar con ahínco. Los testimonios llegaron numerosos y cualificados, fueron ordenados y examinados con cuidado. La madre de Pier Giorgio seguía el trabajo, daba sugerencias, proporcionaba material. En marzo de 1928 sale la vida de Pier Giorgio. Escribe Luigi Gedda: “Fue un éxito rotundo. En solo nueve meses se agotaron 30 mil copias del libro. En 1932 ya se habían difundido 70 mil copias. En el lapso de 15 años, el libro sobre Pier Giorgio alcanzó 11 ediciones, y quizás fue el best-seller de la editorial católica en ese período”.
La figura iluminada por Don Cojazzi fue una bandera para la Acción Católica durante el difícil tiempo del fascismo. En 1942 habían tomado el nombre de Pier Giorgio Frassati: 771 asociaciones juveniles de Acción Católica, 178 secciones aspirantes, 21 asociaciones universitarias, 60 grupos de estudiantes de secundaria, 29 conferencias de San Vicente, 23 grupos del Evangelio… El libro fue traducido al menos a 19 idiomas.
El libro de Don Cojazzi marcó un punto de inflexión en la historia de la juventud italiana. Pier Giorgio fue el ideal señalado sin ninguna reserva: alguien que supo demostrar que ser cristiano hasta el fondo no es en absoluto utópico ni fantástico.
Pier Giorgio Frassati también marcó un punto de inflexión en la historia de Don Cojazzi. Aquella nota escrita por Pier Giorgio en su lecho de muerte le reveló de manera concreta, casi brutal, el mundo de los pobres. El mismo Don Cojazzi escribe: “El Viernes Santo de este año (1928) con dos universitarios visité durante cuatro horas a los pobres fuera de Porta Metronia. Aquella visita me proporcionó una lección y una humillación muy saludables. Yo había escrito y hablado muchísimo sobre las Conferencias de San Vicente… y sin embargo nunca había ido ni una sola vez a visitar a los pobres. En aquellas sucias chabolas a menudo se me salían las lágrimas… ¿La conclusión? Aquí está clara y cruda para mí y para vosotros: menos palabras bonitas y más obras buenas”.
El contacto vivo con los pobres no es solo una aplicación inmediata del Evangelio, sino una escuela de vida para los jóvenes. Son la mejor escuela para los jóvenes, para educarlos y mantenerlos en la seriedad de la vida. Quien visita a los pobres y toca con sus propias manos sus llagas materiales y morales, ¿cómo puede malgastar su dinero, su tiempo, su juventud? ¿Cómo puede quejarse de sus propios trabajos y dolores, cuando ha conocido, por experiencia directa, que otros sufren más que él?

¡No vegetar, sino vivir!
Pier Giorgio Frassati es un ejemplo luminoso de santidad juvenil, actual, «enmarcado» en nuestro tiempo. Él atestigua una vez más que la fe en Jesucristo es la religión de los fuertes y de los verdaderamente jóvenes, que solo ella puede iluminar todas las verdades con la luz del «misterio» y que solo ella puede regalar la perfecta alegría. Su existencia es el modelo perfecto de la vida normal al alcance de todos. Él, como todos los seguidores de Jesús y del Evangelio, comenzó por las pequeñas cosas; llegó a las alturas más sublimes a fuerza de sustraerse a los compromisos de una vida mediocre y sin sentido y empleando la natural terquedad en sus firmes propósitos. Todo, en su vida, le sirvió de escalón para subir; incluso aquello que debería haberle sido un tropiezo. Entre sus compañeros era el intrépido y exuberante animador de cada empresa, atrayendo a su alrededor tanta simpatía y tanta admiración. La naturaleza le había sido generosa en favores: de familia renombrada, rico, de ingenio sólido y práctico, físico apuesto y robusto, educación completa, nada le faltaba para abrirse camino en la vida. Pero él no pretendía vegetar, sino conquistar su lugar al sol, luchando. Era un hombre de temple y un alma de cristiano.
Su vida tenía en sí misma una coherencia que descansaba en la unidad del espíritu y de la existencia, de la fe y de las obras. La fuente de esta personalidad tan luminosa estaba en la profunda vida interior. Frassati rezaba. Su sed de Gracia le hacía amar todo lo que llena y enriquece el espíritu. Se acercaba cada día a la Santa Comunión, luego permanecía a los pies del altar, largo tiempo, sin que nada pudiera distraerlo. Rezaba en los montes y por el camino. Sin embargo, la suya no era una fe ostentosa, aunque las señales de la cruz hechas en la vía pública al pasar por delante de las iglesias eran grandes y seguras, aunque el Rosario se rezaba en voz alta, en un vagón de tren o en la habitación de un hotel. Pero era más bien una fe vivida tan intensa y sinceramente que brotaba de su alma generosa y franca con una sencillez de actitud que convencía y conmovía. Su formación espiritual se fortaleció en las adoraciones nocturnas de las que fue ferviente propugnador e infaltable participante. Realizó los ejercicios espirituales en más de una ocasión, obteniendo de ellos serenidad y vigor espiritual.
El libro de Don Cojazzi se cierra con la frase: «Haberlo conocido o haber oído hablar de él significa amarlo, y amarlo significa seguirlo». El deseo es que el testimonio de Piergiorgio Frassati sea “sal y luz” para todos, especialmente para los jóvenes de hoy.




Don Bosco con sus Salesianos

Si con sus muchachos Don Bosco bromeaba alegremente al verlos alegres y serenos, también con sus Salesianos revelaba en broma la estima que les tenía, el deseo de verlos formar con él una gran familia, pobre sí, pero confiada en la Divina Providencia, unida en la fe y en la caridad.

Los feudos de Don Bosco
En 1830 Margarita Occhiena, viuda de Francisco Bosco, hizo la división de los bienes heredados de su marido entre su hijastro Antonio y sus dos hijos José y Juan. Consistía, entre otras cosas, en ocho parcelas de tierra como prado, campo y viñedo. No sabemos nada preciso sobre los criterios seguidos por Mamá Margarita para repartir la herencia paterna entre los tres. Sin embargo, entre las parcelas había una viña cerca de los Becchi (en Bric dei Pin), un campo en Valcapone (o Valcappone) y otro en Bacajan (o Bacaiau). En cualquier caso, estas tres tierras constituyen los “feudos” que Don Bosco denomina a veces jocosamente como de su propiedad.

I Becchi, como todos sabemos, son la humilde aldea del caserío donde nació Don Bosco; Valcapponé (o Valcapone) era un lugar al este del Colle, bajo la Serra di Capriglio, pero abajo en el valle, en la zona conocida como Sbaruau (= hombre del saco), porque estaba densamente arbolada con unas cuantas chozas escondidas entre las ramas que servían de lugar de almacenamiento para los lavanderos y de refugio para los bandoleros. Bacajan (o Bacaiau) era un campo al este del Colle, entre las parcelas de Valcapone y Morialdo. He aquí los “feudos” de Don Bosco.
Las Memorias Biográficas dicen que durante algún tiempo Don Bosco había conferido títulos nobiliarios a sus colaboradores laicos. Así fue el Conde de los Becchi, el Marqués de Valcappone, el Barón de Bacaiau, las tres tierras que Don Bosco debió conocer como parte de su herencia. “Con estos títulos llamaba a Rossi, Gastini, Enria, Pelazza, Buzzetti, no sólo en casa sino también fuera, sobre todo cuando viajaba con algunos de ellos” (MB VIII, 198-199).
Entre estos “nobles” salesianos, sabemos con certeza, que el Conde de los I Becchi (o del Bricco del Pino) era Rossi José, el primer salesiano laico, o “Coadjutor” que amó Don Bosco como a un hijo afectuosísimo y le fue fiel para siempre.
Un día Don Bosco fue a la estación de Porta Nuova y Rossi José lo acompañó llevando su maleta. Llegaron cuando el tren estaba a punto de partir y los vagones estaban abarrotados de gente. Don Bosco, al no encontrar asiento, se dirigió a Rossi y, en voz alta, le dijo:
– ¡Oh, señor Conde, lamento que se tome tantas molestias por mí!
– Imagínese Don Bosco, ¡es un honor para mí!
Algunos viajeros que estaban en las ventanillas, al oír aquellas palabras “Señor Conde” y “Don Bosco”, se miraron asombrados y uno de ellos gritó desde la carroza:
– ¡Don Bosco! ¡Señor Conde! Suba aquí, ¡todavía quedan dos asientos!
– Pero no quiero molestarles, – respondió Don Bosco.
– ¡Que suban! Es un honor para nosotros. Recogeré mis maletas, ¡caben perfectamente!
Y así el “Conde I Becchi” pudo subir al tren con Don Bosco y la maleta.

Las bombas y una choza
Don Bosco vivió y murió pobre. Para comer se contentaba con muy poco. Incluso un vaso de vino era ya demasiado para él, y lo aguaba sistemáticamente.
“A menudo se olvidaba de beber porque estaba absorto en otros pensamientos, y eran sus vecinos de mesa los que se lo servían en el vaso. Y entonces, si el vino era bueno, buscaba inmediatamente agua “para que supiera mejor”, decía. Y añadía con una sonrisa: “He renunciado al mundo y al diablo, pero no a las pompas”, aludiendo a las trompetas que sacan agua del pozo” (MB IV, 191-192).
Incluso para el alojamiento sabemos cómo vivió. El 12 de septiembre de 1873 se celebró la Conferencia General de los Salesianos para reelegir un Ecónomo y tres Consejeros. En aquella ocasión Don Bosco pronunció palabras memorables y proféticas sobre el desarrollo de la Congregación. Luego, cuando le tocó hablar del Capítulo Superior, que a estas alturas parecía necesitar una residencia adecuada, dijo, en medio de la hilaridad universal: “Si fuera posible, me gustaría hacer una “sopanta” (léase: supanta = choza) en medio del patio, donde el Capítulo pudiera estar separado del resto de los mortales. Pero como sus miembros todavía tienen derecho a estar en esta tierra, ¡pueden quedarse ahora aquí, ahora allí, en diferentes casas, según les parezca mejor!” (MB X, 1061-1062).

Otis, botis, pija tutis
Un joven le preguntó un día cómo conocía el futuro y adivinaba tantas cosas secretas. Él le respondió:
– “Escúchame. El medio es éste, y se explica por: Otis, botis, pija tutis. ¿Sabes lo que significan estas palabras? Ten cuidado. Son palabras griegas, y, – deletreándolas, repitió: – O-tis, bo-tis, pi-ja tu-tis. ¿Lo entendéis?
– ¡Esto es un asunto serio!
– Yo también lo sé. Nunca he querido manifestar a nadie lo que significa este lema. Y nadie lo sabe, ni lo sabrá nunca, porque no me conviene contarlo. Es mi secreto con el que trabajo cosas extraordinarias, leo conciencias, conozco misterios. Pero si sois listos, podréis entenderlo.
Y repitió esas cuatro palabras, señalando con el dedo índice la frente, la boca, la barbilla y el pecho del joven. Acabó abofeteándole de repente. El joven se rio, pero insistió:
– ¡Al menos tradúceme las cuatro palabras!
– Yo puedo traducirlas, pero tú no entenderás la traducción.
Y bromeando le dijo en dialecto piamontés
– Quand ch’at dan ed bòte, pije tute (Cuando te peguen, recíbelos todos) (MB VI, 424). Y quería decir que, para llegar a ser santo, hay que aceptar todos los sufrimientos que nos depara la vida.

Patrono de los hojalateros
Todos los años, los jóvenes del Oratorio de San León de Marsella hacían una excursión a la villa del Sr. Olive, generoso benefactor de los Salesianos. En esa ocasión, el padre y la madre servían a los superiores a la mesa, y sus hijos a los alumnos.

En 1884, la excursión tuvo lugar durante la estancia de Don Bosco en Marsella.
Mientras los alumnos se divertían en los jardines, la cocinera corrió a avisar a la Señora Olive:
– Señora, la olla de sopa para los chicos está goteando y no hay manera de remediarlo. Tendrán que quedarse sin sopa.
La señora, que tenía mucha fe en Don Bosco, tuvo una idea. Llamó a todos los jóvenes:
– Escuchad -les dijo-, si queréis tomar la sopa, arrodillaos aquí y rezad una oración a Don Bosco para que la olla se estanque.
Obedecieron. Al instante, la olla dejó de gotear. Pero Don Bosco, al enterarse, se rio a carcajadas, diciendo:
– A partir de ahora llamarán a Don Bosco patrono de los hojalateros (MB XVII, 55-56).




Nadie asustó a las gallinas (1876)

Ambientada en enero de 1876, la pieza presenta uno de los «sueños» más evocadores de Don Bosco, un instrumento predilecto con el que el santo turinés sacudía y guiaba a los jóvenes del Oratorio. La visión se abre en una llanura inmensa donde los sembradores trabajan afanosamente: el trigo, símbolo de la Palabra de Dios, germinará solo si está protegido. Pero gallinas voraces caen sobre la semilla y, mientras los campesinos cantan versículos evangélicos, los clérigos encargados de la custodia permanecen mudos o distraídos, dejando que todo se pierda. La escena, animada por diálogos ingeniosos y citas bíblicas, se convierte en parábola de la murmuración que apaga el fruto de la predicación y advertencia a la vigilancia activa. Con tonos a la vez paternos y severos, Don Bosco transforma el elemento fantástico en una lección moral incisiva.

En la segunda quincena de enero tuvo el Siervo de Dios un sueño simbólico del que dio cuenta a algunos Salesianos. Don Julio Barberis le pidió que lo contara en público, porque sus sueños gustaban mucho a los muchachos, les hacían mucho bien y con ellos cobraban gran cariño al Oratorio.
– Sí, es verdad, contestó el Beato, hacen mucho bien y se oyen con interés; el único perjudicado soy yo, que necesitaría tener pulmones de hierro. Se puede decir que no hay uno sólo en el Oratorio, que no se sienta movido al oír estas narraciones; porque de ordinario estos sueños se refieren a todos, y cada uno quiere saber en qué estado lo he visto, qué debe hacer, qué significa esto o aquello y así me atormentan día y noche, y si quiero despertar el deseo de confesiones generales, no tengo más que contar un sueño… Escucha, hagamos una cosa. El domingo iré a hablar a los muchachos y tú pregúntame en público. Entonces yo contaré el sueño.
El 23 de enero, después de rezar las oraciones de la noche, subió a la cátedra. Su rostro radiante de alegría manifestaba como siempre su satisfacción por encontrarse con sus hijos. Cuando el juvenil auditorio se fue sosegando y callando, don Julio Barberis pidió la palabra y preguntó:
– Perdone, don Bosco, ¿me permite hacerle una pregunta? -Habla, habla, replicó el siervo de Dios.
– He oído decir que en estas noches pasadas ha tenido un sueño sobre sementera, sembrador, gallinas… y que se lo ha contado ya al clérigo Calvi. ¿Sería tan amable que nos lo quisiera contar también a nosotros? Crea que nos proporcionaría un gran placer.
– ¡Qué curioso!, dijo Don Bosco en tono de reproche. Y la risa fue general.
– No me importa que me llame curioso, con tal de que nos cuente el sueño. Y con estas palabras creo interpretar la voluntad de todos, que ciertamente le escucharán con sumo gusto.
– Si es así os lo contaré. No quería decir nada, porque hay cosas que se refieren a algunos de vosotros en particular, y algunas otras que te interesan también a ti, y que no gusta oírlas; pero como me lo has pedido, las contaré.
– Pero, don Bosco, por favor, si hay algún palo para mí, no me lo vaya a dar aquí en público.
– Yo contaré las cosas como las soñé; que cada uno tome lo que le corresponde. Pero antes es necesario que cada uno recuerde bien, que los sueños se tienen durmiendo y durmiendo no se razona; por eso, si en lo que os voy a contar hay alguna cosa buena, alguna amonestación provechosa, acéptese. Por lo demás que nadie pierda la serenidad. Ya os he dicho que al soñar por la noche yo estaba durmiendo, pues hay algunos que sueñan también de día y algunas veces estando despiertos, con lo que causan verdaderos disgustos a sus profesores convirtiéndose en alumnos un tanto fastidiosos.

Me pareció encontrarme lejos de aquí, cerca de Castelnuovo de Asti, mi pueblo. Tenía ante mí una gran extensión de terreno, situada en una amplia y bella llanura; pero aquellas tierras no eran nuestras, ni yo sabía de quién fuesen.
En aquel campo vi a muchos trabajando con azadas, palas, rastrillos y otras herramientas. Uno araba, otro sembraba, éste allanaba la tierra, aquél hacía otra cosa. Se veían acá y allá los capataces dirigiendo los trabajos y entre estos últimos me pareció encontrarme también yo. Diversos coros de labradores estaban en otra parte cantando. Yo lo observaba todo maravillado y no sabía identificar aquel lugar para mí desconocido, mientras me decía a mí mismo. -Pero ¿por qué trabajan éstos tanto: Y me contestaba: -Para proporcionar el pan a mis muchachos. Y era verdaderamente admirable el ver cómo aquellos buenos agricultores no interrumpían ni por un instante su labor, aplicados constantemente a sus tareas con un ardor creciente y con una diligencia similar. Sólo algunos reían y bromeaban entre sí.
Mientras contemplaba tan hermoso espectáculo, dirigí la vista a mi alrededor y comprobé que me rodeaban algunos sacerdotes y muchos de mis clérigos, unos muy próximos a mí y otros un poco más distantes.
Me decía a mí mismo:
– Debo de estar soñando; mis clérigos están en Turín; aquí, en cambio, estamos en Castelnuovo. Además, ¿cómo puede ser esto? Estoy vestido de invierno de los pies a la cabeza; ayer mismo sentí un frío intensísimo y, en cambio, aquí están sembrando el trigo.
Y me tocaba las manos y continuaba caminando, mientras me decía:
– Pero no, no debe ser un sueño, porque lo que estoy viendo es un campo; este clérigo es el clérigo A… en persona, y aquel otro el clérigo B… además, en el sueño »cómo iba a poder ver esto y lo otro?
Entretanto vi allí cerca, aunque aparte, a un anciano que, por su aspecto, parecía muy benévolo y sensato, entretenido en observarme a mí y a los demás. Me acerqué a él y le pregunté:
– Dígame, buen hombre, ¿qué es lo que estoy viendo?, porque no entiendo nada. ¿Dónde estamos? ¿Quiénes son esos trabajadores? ¿De quién es este campo?
– ¡Oh!, me respondió el desconocido; ¡vaya unas preguntas que me ha hecho! ¿Usted es sacerdote y desconoce estas cosas?
– Pero, vamos, dígame, le repliqué. ¿A usted le parece que estoy soñando o despierto? Porque a mí me parece que estoy soñando y no creo posibles las cosas que estoy viendo.
– Muy posible, mejor dicho, reales, y a mí me parece que usted está completamente despierto. ¿No se da cuenta? Habla, ríe, bromea.
– Sí, pero hay algunos, añadí, a quienes les parece que en el sueño hablan, oyen, trabajan, como si estuviesen despiertos.
– No, no, deseche esa idea; usted está aquí en cuerpo y alma.
– Bien, sea como dice; y, puesto que estoy despierto, dígame de quién es este campo.
– Usted ha estudiado latín, continuó el anciano; ¿cuál es el primer nombre de la segunda declinación que ha estudiado en el Donato?
¿Se acuerda aún?
– Sí que lo recuerdo, pero ¿qué tiene que ver esto con lo que le he preguntado?
– ¡Muchísimo!, replicó el desconocido. Diga, pues, el primer nombre que se estudia en la segunda declinación.
– Es Dominus.
– ¿Y cómo hace el genitivo?
– Domini.
– Bien, muy bien, Domini; este campo, pues, es Domini, del Señor.
– Ya comienzo a entender algo, exclamé.
Estaba maravillado de la manera de proceder de aquel anciano. Entretando vi a varias personas que llegaban con sacos de trigo para sembrarlo y a un grupo de campesinos que cantaban: Exit, qui seminat, seminare semen suum. (Salió el sembrador a sembrar su simiente).
A mí me parecía un crimen arrojar aquella simiente y hacerla pudrir bajo tierra. ¡Era un trigo tan magnífico!
– ¿No sería mejor, decía para mí, molerlo y hacer con él pan o pastas?
Pero después pensé:
– Quien no siembra, no recoge. Si no se arroja a la tierra la semilla y ésta no se pudre ¿qué se recogerá después?
Mientras tanto vi salir de todas partes una cantidad extraordinaria de gallinas que se metían en el sembrado para comerse el trigo que los otros habían arrojado como simiente.
Y el grupo de los cantores prosiguió cantando: Venerunt aves caeli, sustulerunt frumentum et reliquerunt zizaniam. (Vinieron las aves del cielo, se llevaron el trigo y dejaron la cizaña).
Yo di una mirada a mi alrededor y observé a los clérigos que estaban conmigo. Uno, con los brazos cruzados, miraba a los demás con fría indiferencia; otro charlaba con los compañeros; algunos se encogían de hombros, éste miraba al cielo, aquél reía al contemplar el espectáculo, otros proseguían tranquilamente sus recreos y sus juegos, los otros desempeñaban alguna de sus ocupaciones; pero ninguno hacía por espantar las gallinas y echarlas fuera. Yo me volví entonces a ellos muy disgustado y, llamando a cada uno por su nombre, les dije:
– Pero, ¿qué hacéis? ¿No veis que las gallinas se están comiendo el trigo? ¿No veis que están destruyendo la buena simiente, haciendo desvanecerse todas las buenas esperanzas de estos agricultores? ¿Qué recogeremos después? ¿Por qué permanecéis ahí mudos? ¿Por qué no gritáis? ¿Por qué no las espantáis?
Pero los clérigos se encogían de hombros, me miraban y no decían nada.
Algunos ni se volvieron a escucharme; ni se habían fijado en el campo, ni se preocuparon de hacerlo después que yo les hube reprendido.
– ¡Qué necios sois!, continué. Las gallinas tienen ya el buche lleno. ¿No podéis dar unas palmadas, así?
Y, al decir esto, comencé a palmotear, encontrándome verdaderamente embrollado, pues mis palabras no servían para nada. Entonces algunos comenzaron a espantar a las gallinas, pero yo me decía para mí:
– ¡Sí, sí! Ahora que se han comido el trigo van a echar a las gallinas.
Y, mientras tanto, llegó hasta mí el canto del grupo de los campesinos, cuya letra decía: Canes muti nescientes latrare. (Perros mudos que no saben ladrar).
Entonces me dirigí a aquel buen anciano y, entre estupefacto e indignado, le dije:
– ¡Vamos! Deme una explicación de lo que estoy viendo; que no entiendo nada. ¿Qué representa esa semilla arrojada a la tierra?
– ¡Esta es buena!, replicó en anciano. Semen est verbum Dei. (La simiente es la palabra de Dios).
– ¿Y qué quiere decir el hecho de que las gallinas se lo coman como acabo de ver?
El viejo, cambiando de tono de voz, prosiguió:
– ¡Oh! Si quiere una explicación más completa se la daré. El campo es la viña del Señor, de que nos habla el Evangelio, y puede también representar el corazón del hombre. Los agricultores son los obreros evangélicos, que siembran la palabra de Dios especialmente con la predicación. Esta palabra podría producir mucho fruto en el corazón que fuese terreno bien preparado. Pero ¿qué sucede? Que vienen las aves del cielo y se llevan la semilla.
– ¿Qué representan estos animales?
– ¿Quiere que se lo diga? Simbolizan las murmuraciones. Después de oír una plática que podría producir su efecto, comienzan los comentarios con los compañeros. Uno ridiculiza un gesto, otro la voz, otro la palabra del predicador y he aquí que el fruto del sermón desaparece. Otro acusa al predicador de un defecto físico o intelectual; un tercero se ríe de su forma de expresión y el fruto de la plática cae por tierra. Lo mismo habría que decir de una buena lectura, cuyo bien queda obstaculizado por la murmuración. Las murmuraciones son tanto más malas en cuanto que generalmente son secretas, escondidas y viven y crecen donde menos sospechamos. El trigo, aunque caiga en un terreno no muy bien cultivado, nace, crece, alcanza una altura bastante considerable y produce fruto. Cuando sobre un campo recién sembrado se abate la tempestad, el campo queda asolado y no produce mucho fruto, pero algo produce. La mies no será muy vistosa, pero las plantas crecerán; darán poco fruto, pero algunos darán… En cambio, cuando las gallinas o los pájaros picotean la simiente, ya no hay nada que hacer: el campo no producirá ni poco ni mucho; no producirá fruto de ninguna clase. De la misma manera, si las pláticas, si las exhortaciones, si los buenos propósitos son seguidos de una distracción, de una tentación, etc. dará menos frutos; pero cuando hay murmuraciones, hablar mal o cosas parecidas, aquí no es poco lo que importa, sino que hay todo lo que inmediatamente se quita ¿A quién le corresponde vencer, insistir, gritar, vigilar, para que estas murmuraciones, para que estas malas conversaciones no se produzcan? ¡Usted lo sabe!
– Pero, ¿qué es lo que hacían aquellos clérigos?, le pregunté. ¿Acaso no podían ellos impedir tan gran mal?
– Nada impidieron, prosiguió el anciano. Unos estaban observando como estatuas mudas; otros no se fijaban, no pensaban, no veían o estaban con los brazos cruzados; otros no tenían valor para impedir tal mal; algunos, aunque pocos, se unían a los murmuradores, tomando parte en sus maledicencias y haciendo el oficio de destructores de la palabra de Dios. Tú que eres sacerdote, insiste sobre esto: predica, exhorta, habla, no tengas nunca miedo de decir demasiado; todos saben que el poner en ridículo a quien predica, a quien exhorta, a quien da buenos consejos es una de las cosas que pueden ocasionar mayor mal. Y el permanecer mudo cuando se ve algún desorden y el no impedirlo, especialmente si se puede y se debe, es hacerse cómplice del mal de los demás.
Yo, impresionado al oír estas palabras, quería seguir mirando, observando esto y aquello, amonestar a los clérigos y animarlos a cumplir con sus deberes. Pero vi que se aprestaban ya a poner en fuga a las gallinas. Al avanzar unos pasos, tropecé con un rastrillo de los de extender la tierra, que había sido dejado allí, y me desperté.
Ahora dejémoslo todo a un lado y saquemos alguna moraleja. Veamos qué le parece este sueño a Don Julio Barberis.
– Que es un garrotazo con todas las de la ley y que al que le da de lleno no lo deja bien parado.
– Cierto, replicó Don Bosco; es una lección de la que hemos de sacar provecho. No lo olvidéis, queridos jóvenes; evitad entre vosotros toda suerte de murmuración, considerándola como el mayor de los males; huid de ella como se huye de la peste y procurad no sólo evitarla, sino haced que los demás también la eviten. Algunas veces, unos consejos santos, unas obras extraordinariamente buenas, no hacen tanto bien como el que consigue impedir una murmuración o una palabra que pueda dañar a los demás. Armémonos de valor y combatámosla valientemente. No hay peor desgracia que hacer perder su eficacia a la palabra de Dios. Y a veces basta una palabra, basta una broma.
Os he contado un sueño que tuve hace varias noches, pero la noche pasada soñé algo que deseo también narraros. No es aún muy tarde, son apenas las nueve y, por tanto, tengo tiempo de exponéroslo. Por lo demás, procuraré no ser muy largo.
Me pareció, pues, encontrarme en un lugar que ahora no sabría decir qué lugar fuese; ciertamente no era Castelnuevo y tampoco el Oratorio. Y llegó uno a toda prisa a   llamarme:
– ¡Don Bosco, venga! ¡Don Bosco, venga!
– ¿Por qué tanta prisa?, pregunté.
– ¿No sabe lo que ha sucedido?
– No sé lo que quieres decirme; explícate mejor, repliqué con cierta inquietud.
– ¿No sabe que fulano, tan bueno, tan lleno de brío está gravemente enfermo; mejor dicho, moribundo?
– No creo que quieras burlarte de mí, le dije, porque precisamente esta mañana he estado hablando y paseando con ese muchacho que me dices está moribundo.
– ¡Ah! Don Bosco, no quiero engañarle y me creo en la obligación de decirle toda la verdad. El joven en cuestión necesita urgentemente de su presencia y desea verle      y hablarle por última vez. Venga, venga pronto, porque de otra manera ya no tendrá tiempo.
Yo, sin saber adónde, marché a toda prisa detrás de aquél. Llego a cierto lugar y veo a gente triste y llorosa que me dice:
– Pronto, pronto, que está en las últimas.
– Pero ¿qué es lo que ha sucedido?, pregunté.
Y me introdujeron en una habitación, en la que vi a un joven acostado, con el rostro descompuesto, color cadavérico y una tos, una respiración y un ronquido que lo ahogaba y apenas le permitía hablar.
– Pero no eres fulano?, le dije.
– Sí, soy yo.
– ¿Cómo te encuentras?
– Muy mal.
– ¿Y cómo te veo en tal estado? ¿Ayer y esta misma mañana, no paseabas tranquilamente bajo los pórticos?
– Sí, replicó el joven, ayer y esta mañana paseábamos bajo los pórticos; pero, ahora, dese prisa que necesito confesarme; me queda muy poco tiempo.
– Calma, calma; hace pocos días que te has confesado.
– Es cierto, y no creo tener culpa grave en mi corazón; pero, a pesar de ello quiero recibir por última vez la santa absolución, antes de presentarme al Divino Juez.
Yo escuché su confesión. Y entretanto observé que iba empeorando visiblemente y que la tos estaba a punto de ahogarlo. -Aquí es necesario proceder a toda prisa, dije para mí, si quiero que reciba aún el Santo Viático y la Extremaunción. El Viático no lo podrá recibir porque necesitaría más tiempo para prepararse o porque no podría tragar la forma. ¡Pronto, los Santos Oleos!
Y, diciendo esto, salí de la habitación y mandé inmediatamente a un individuo por la bolsa de los Santos Oleos. Los jóvenes que se hallaban presentes me preguntaron:
– Pero ¿está realmente en peligro? ¿Está en las últimas como dicen?
– Seguro, respondí, ¿no veis que tiene la respiración cada vez más difícil y que la tos le sofoca?
– Pero sería mejor traerle el Viático, y, así fortalecido, enviarlo a los brazos de María.
Y mientras yo me afanaba preparando lo necesario, oí una voz que dijo:
– ¡Ya expiró!
Volví a entrar en la habitación y me encontré al enfermo con los ojos extraviados, sin respiración, muerto.
– ¿Ha muerto?, pregunté a los que lo asistían.
– ¡Ha muerto, me respondieron, ha muerto!
– ¿En tan poco tiempo? Decidme: ¿no es éste fulano?
– Sí, es fulano.
– No puedo dar crédito a mis ojos. Ayer mismo estaba paseando conmigo bajo los pórticos.
– Ayer paseaba y hoy está muerto, me replicaron.
– Por suerte era un joven bueno, exclamé.
Y proseguí diciendo a los que estaban a mi alrededor:
– ¿Veis, veis? Este no ha podido ni siquiera recibir el Viático, ni la Extremaunción. Demos con todo gracias al Señor que le concedió tiempo para confesarse. Era un muchacho muy bueno, se acercaba a menudo a los Santos Sacramentos y esperamos que esté gozando ya de la felicidad de la gloria, o al menos, que esté en el Purgatorio. Pero, si les hubiese sucedido a otros lo mismo, ¿qué sería ahora de ellos?
Dicho esto nos pusimos todos de rodillas y rezamos el De profundis por el alma del pobre difunto.
Entretanto, iba yo a mi habitación, cuando vi llegar a Ferraris de la librería, el cual me dijo acongojado:
– Don Bosco, ¿sabe lo que ha sucedido?
– Claro que lo sé. Que ha muerto fulano.
– No es lo que quiero decirle; hay otros dos muertos.
– ¿Cómo? ¿Qué?
– Tal y tal.
– Pero ¿cuándo han muerto? No te entiendo.
– Sí, otros dos, que han muerto antes de que usted llegase.
– ¿Y por qué no me habéis llamado?
– No hubo tiempo. ¿Usted sabe decirme cuándo ha muerto éste de aquí?
– Ahora mismo, le respondí.
– ¿Usted sabe en qué día y en qué mes estamos?, prosiguió Ferraris.
– Sí que lo sé; estamos a 22 de enero, segundo día de la novena de San Francisco de Sales.
– No, dijo Ferraris, usted se equivoca, don Bosco; fíjese bien. Levanté los ojos al calendario y leí: 26 de mayo.
– ¡Esto sí que es grande!, exclamé. Estamos en enero y me lo dice la ropa que llevo puesta; nadie se viste en mayo de esta manera; en mayo no estaría encendida la calefacción.
– Yo no sé qué decirle, ni qué razón darle, pero estamos a 26 de mayo.
– Pero si ayer mismo murió este nuestro compañero y estábamos en enero.
– Se equivoca, insistió Ferraris, estábamos en tiempo de Pascua.
– Esta es más gorda que la anterior.
– Sí, señor, seguro, en tiempo de Pascua; estábamos en tiempo de Pascua y fue más dichoso por morir en tiempo de Pascua que los otros dos que murieron en el mes de María.
– Tú te burlas, le dije, explícate mejor, porque de otra manera no comprendo nada.
Abrió los brazos, golpeó las manos una contra otra, fuerte, muy fuerte. Y yo me desperté. Entonces exclamé:
– Oh, afortunadamente se trata de un sueño y no de una realidad. ¡Qué miedo he tenido!
Tal es el sueño que tuve la noche pasada. Vosotros dadle la importancia que queráis. Yo mismo no quiero prestarle enteramente fe. Con todo, hoy he querido comprobar, si los que vi muertos en el sueño estaban aún vivos, y he constatado que están sanos y robustos. Ciertamente que no es conveniente que manifieste, y no lo diré, quiénes son. Con todo los vigilare y, si fuese necesario, les daré algún     consejo para que vivan bien y los prepararé de forma que no se den cuenta; para que, si en realidad tuviesen que morir, la muerte no les sorprenda sin estar preparados. Pero que nadie comience a decir: ¿Será éste, será el otro? Cada uno piense en sí mismo.
Ferraris, era el coadjutor Juan Antonio Ferraris, librero. Que nada de esto os intranquilice. El efecto que este relato debe causar en vosotros es sencillamente el que nos sugirió el Divino Salvador en el Evangelio: Estote parati, quia, qua hora non putatis, filius hominis veniet. Es ésta una gran advertencia, queridos jóvenes, que nos hace el Señor. Estemos siempre preparados, porque en la hora en que menos lo pensemos puede llegar la muerte y el que no está preparado para morir bien, corre grave peligro de morir mal. Yo me prepararé lo mejor que pueda. y vosotros debéis hacer lo mismo, a fin de que a cualquier hora que al Señor le plazca llamarnos, podamos estar dispuestos a pasar a la eternidad feliz. Buenas noches.

Las palabras de don Bosco se escuchaban siempre en medio de un religioso silencio; pero cuando contaba cosas extraordinarias, entre los centenares de jóvenes que le escuchaban, no se oía un carraspeo ni el más leve ruido con los pies. La impresión causada duraba semanas y meses y, tras la impresión, se producían los cambios radicales de conducta en algunos díscolos. Después aumentaba la clientela alrededor del confesonario del siervo de Dios. El suponer que él inventaba aquellos relatos para asustar y hacer cambiar la vida a los jóvenes, a nadie se le ocurría, pues los vaticinios de muertes próximas se cumplían siempre y ciertos estados de conciencia, vistos en los sueños, respondían a la realidad.
¿Pero el temor producido por tan lúgubres predicciones no era una pesadilla opresora? No es creíble. Numerosas eran las posibilidades y suposiciones que se ofrecían ante una multitud de más de ochocientos muchachos, para que cada uno de ellos se sintiese preocupado. Por otra parte, la creencia generalmente admitida de que quien moría en el Oratorio iba al Paraíso y el hecho de que don Bosco preparaba a los designados sin que se diesen cuenta, contribuía a desterrar de los ánimos todo temor. Además, sabemos cuán grande es la volubilidad juvenil; de momento la fantasía se siente herida e impresionada, pero el recuerdo que tal efecto produce se borra pronto. Así nos lo aseguran numerosos testigos de aquellos tiempos.
Una vez que los jóvenes marcharon a dormir, algunos hermanos que ((49)) rodeaban al siervo de Dios, lo abrumaron a preguntas para saber si algunos de ellos eran los que debían morir. Don Bosco, sonriendo según su costumbre y moviendo la cabeza, les decía:
– ¡Ya! ¡Ya! ¿Queréis que os diga quién es, para hacer morir a alguno antes de tiempo?
Viendo que no conseguían nada, le preguntaron si en el primer sueño vio también a algún clérigo haciendo el oficio de las gallinas, esto es, entregado a la murmuración.
Don Bosco, que estaba caminando, se detuvo, observó a sus interlocutores y con una sonrisa muy significativa a flor de labios, añadió:
– Alguno, alguno había; eran pocos, pero no digo más.
Entonces le preguntaron que les dijese si estaban ellos entre los perros mudos.
El siervo de Dios respondió de una manera muy genérica, haciendo observar que era necesario estar sobre aviso para evitar las murmuraciones y, en general, todos los desórdenes, y sobre todo las malas conversaciones.
– ¡Ay del sacerdote y del clérigo, dijo, que estando encargado de la vigilancia ve los desórdenes y no los impide! Deseo que todos sepan y entiendan que con la palabra «murmuraciones» yo no entiendo indicar solamente a los que cortan trajes, sino que me refiero a toda palabra, a todo mote, toda conversación que pueda hacer frustrar en un compañero el fruto de la palabra de Dios. Además, quiero hacer constar que es un gran mal el permanecer mano sobre mano cuando se conoce algún desorden, sin hacer nada para impedirlo o no procurar que lo ataje quien debe y puede hacerlo.
Uno de los más inquietos dirigió al siervo de Dios una pregunta bastante atrevida:
– ¿Y por qué don Julio Barberis entra en el sueño? Usted dijo que había algo para él y él mismo parece que se esperaba un buen estacazo…
El propio don Julio Barbaris estaba presente y, al principio, parecía que don Bosco se resistía a contestar. Pero después, habiendo quedado con el Beato algunos sacerdotes nada más; y como por otra parte el interesado mostrase su conformidad, el Beato dijo:
– Es que Don Julio Barberis no predica bastante sobre este punto, no insiste sobre esto cuanto fuera de desear.
Don Julio Barberis manifestó que ni en el año pasado, ni durante el año en curso había tratado con detención estas materias en sus conferencias a los novicios; se sintió, pues, complacido al recibir esta observación y la tuvo presente para el porvenir.
Dicho esto, subieron todos las escaleras y, después de besar la mano a don Bosco, cada uno se retiró a descansar. Todos, menos Barberis que, según lo acostumbrado, acompañó al siervo de Dios hasta la puerta de su habitación. Don Bosco, al comprobar que estaba aún preocupado y que no habría podido dormir por la impresión recibida por las cosas expuestas, le hizo entrar en su despacho, cosa desacostumbrada en él, diciéndole:
– Ya que tenemos todavía tiempo, demos algunos paseos por la habitación.
Y así continuó hablando con él por espacio de media hora. Entre otras cosas le dijo:
– En el sueño los he visto todos y en el estado en que cada uno se encontraba: si hacía las veces de gallina, de perro mudo, si estaba en el número de los que después de ser avisados comenzaron a trabajar o entre los que no se movieron. De todos estos datos yo me sirvo en las confesiones, para exhortar en público y en privado, siempre que veo que mis palabras pueden hacer algún bien. Al principio no hacía gran caso de estos sueños, pero después me di cuenta de que causan más efecto que muchos sermones, incluso para algunos son más eficaces que una tanda de ejercicios espirituales; por eso me sirvo de ellos. ¿Y por qué no? En la Sagrada Escritura se lee: Omnia autem probate: quod bonum est tenete. Veo que ayudan a hacer el bien, veo que agradan, ¿por qué mantenerlos secretos? Incluso he podido observar que contribuyen a aficionar a muchos a la Congregación.
– Yo mismo he comprobado, le interrumpió Barberis, de cuánta utilidad han sido estos sueños y cuán saludables son. Incluso narrados en otra parte, hacen mucho bien. Donde don Bosco es conocido se puede decir que son sueños suyos; donde no es conocido se pueden presentar como una especie de parábolas. ¡Oh, si se pudiese hacer una recopilación exponiéndolos en forma de parábolas! Serían leídos      por grandes y pequeños, en beneficio de sus almas.
– Sí, sí; harían mucho bien, estoy convencido de ello.
– Pero, tal vez, se lamentó don Julio Barberis, ninguno lo ha consignado por escrito.
– Yo, replicó el siervo de Dios, no tengo tiempo para ello y de muchos, ya no me acuerdo.
– Los que yo recuerdo continuó don Julio Barberis, son los que se refieren al progreso de la Congregación y a la dilatación del manto de la Virgen…
– ¡Ah, sí!, exclamó don Bosco.
E hizo referencia a varias visiones de esta clase. Adoptando después un aire grave y como turbado, prosiguió:
– Cuando pienso en la responsabilidad que pesa sobre mí en la posición en que me encuentro, tiemblo de pies a cabeza… ¡Qué cuenta tan tremenda tendré que dar a Dios de todas las gracias que nos ha concedido para la buena marcha de nuestra Congregación!
(MB IT XII, 40-51 / MB ES XII 44-53)

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El árbol

Un hombre tenía cuatro hijos. Quería que sus hijos aprendieran a no juzgar las cosas con rapidez. Por ello, invitó a cada uno de ellos a hacer un viaje para ver un árbol que estaba plantado en un lugar lejano. Los envió de uno en uno, con tres meses de diferencia. Los niños obedecieron.
Cuando regresó el último, los reunió y les pidió que describieran lo que habían visto.
El primer hijo dijo que el árbol era feo, retorcido y doblado.
El segundo hijo dijo, sin embargo, que el árbol estaba cubierto de brotes verdes y prometía vida.
El tercer hijo no estuvo de acuerdo; dijo que estaba cubierto de flores, que olían tan dulcemente y eran tan hermosas que dijo que eran lo más bello que había visto en su vida.
El último hijo discrepó con todos los demás; dijo que el árbol estaba lleno de frutos, vida y abundancia.
El hombre explicó entonces a sus hijos que todas las respuestas eran correctas ya que cada uno sólo había visto una estación de la vida del árbol.
Dijo que no se puede juzgar a un árbol, o a una persona, por una sola estación, y que su esencia, el placer, la alegría y el amor que se desprenden de esas vidas sólo pueden medirse al final, cuando todas las estaciones están completas.

Cuando la primavera se van todas las flores mueren, pero cuando vuelve sonríen felices. En mis ojos todo pasa, en mi cabeza todo se vuelve blanco.
Pero nunca debe creer que en plena primavera todas las flores mueren porque, justo anoche, florecía una rama de melocotón.
(anónimo de Vietnam)

No dejes que el dolor de una estación destruya la alegría de lo que vendrá después.
No juzgue su vida en una estación difícil. Persevera a través de las dificultades, ¡y seguramente vendrán tiempos mejores cuando menos se lo espere! Viva cada una de sus estaciones con alegría y con el poder de la esperanza.




El voluntariado misionero cambia la vida de los jóvenes en México

El voluntariado misionero representa una experiencia que transforma profundamente la vida de los jóvenes. En México, la Inspectoría Salesiana de Guadalajara ha desarrollado durante décadas un camino orgánico de Voluntariado Misionero Salesiano (VMS) que sigue impactando de manera duradera en el corazón de muchos chicos y chicas. Gracias a las reflexiones de Margarita Aguilar, coordinadora del voluntariado misionero en Guadalajara, compartiremos el recorrido sobre los orígenes, la evolución, las fases de formación y las motivaciones que impulsan a los jóvenes a comprometerse para servir a las comunidades en México.

Orígenes
El voluntariado, entendido como compromiso a favor de los demás nacido de la necesidad de ayudar al prójimo tanto en el plano social como espiritual, se fortaleció con el tiempo con la contribución de gobiernos y ONG para sensibilizar sobre temas de salud, educación, religión, medio ambiente y más. En la Congregación Salesiana, el espíritu voluntario está presente desde sus orígenes: Mamá Margarita, junto a Don Bosco, fue una de las primeras “voluntarias” en el Oratorio, dedicándose a la asistencia de los jóvenes para cumplir la voluntad de Dios y contribuir a la salvación de sus almas. Ya el Capítulo General XXII (1984) comenzó a hablar explícitamente de voluntariado, y los capítulos siguientes insistieron en este compromiso como una dimensión inseparable de la misión salesiana.
En México, los Salesianos están divididos en dos Inspectorías: Ciudad de México (MEM) y Guadalajara (MEG). Es precisamente en esta última que, desde mediados de los años ochenta, se estructuró un proyecto de voluntariado juvenil. La Inspectoría de Guadalajara, fundada hace 62 años, ofrece desde hace casi 40 años la posibilidad a jóvenes deseosos de experimentar el carisma salesiano de dedicar un período de vida al servicio de las comunidades, especialmente en zonas fronterizas.
El 24 de octubre de 1987, el inspector envió un grupo de cuatro jóvenes junto con salesianos a la ciudad de Tijuana, en una zona fronteriza en fuerte expansión salesiana. Fue el inicio del Voluntariado Juvenil Salesiano (VJS), que se desarrolló gradualmente y se organizó de manera cada vez más estructurada.

El objetivo inicial se proponía a jóvenes de aproximadamente 20 años, dispuestos a dedicar de uno a dos años para construir los primeros oratorios en las comunidades de Tijuana, Ciudad Juárez, Los Mochis y otras localidades del norte. Muchos recuerdan los primeros días: pala y martillo en mano, convivencia en casas sencillas con otros voluntarios, tardes pasadas con niños, adolescentes y jóvenes del barrio jugando en el terreno donde surgiría el oratorio. A veces faltaba el techo, pero no faltaban la alegría, el sentido de familia y el encuentro con la Eucaristía.

Aquellas primeras comunidades de salesianos y voluntarios llevaron en sus corazones el amor a Dios, a María Auxiliadora y a Don Bosco, manifestando espíritu pionero, ardor misionero y cuidado total por los demás.

Evolución
Con el crecimiento de la Inspectoría y de la Pastoral Juvenil, surgió la necesidad de itinerarios formativos claros para los voluntarios. La organización se fortaleció a través de:
Cuestionario de candidatura: cada aspirante a voluntario completaba una ficha y respondía a un cuestionario que delineaba sus características humanas, espirituales y salesianas, iniciando el proceso de crecimiento personal.

Curso de formación inicial: talleres teatrales, juegos y dinámicas de grupo, catequesis y herramientas prácticas para las actividades en campo. Antes de la partida, los voluntarios se reunían para concluir la formación y recibir el envío a las comunidades salesianas.

Acompañamiento espiritual: se invitaba al candidato a ser acompañado por un salesiano en su comunidad de origen. Por un tiempo, la preparación se realizó junto con aspirantes salesianos, fortaleciendo el aspecto vocacional, aunque luego esta práctica sufrió modificaciones según la animación vocacional de la Inspectoría.

Encuentro inspectorial anual: cada diciembre, cerca del Día Internacional del Voluntario (5 de diciembre), los voluntarios se reúnen para evaluar la experiencia, reflexionar sobre el camino de cada uno y consolidar los procesos de acompañamiento.

Visitas a las comunidades: el equipo de coordinación visita regularmente las comunidades donde operan los voluntarios, para apoyar no solo a los jóvenes, sino también a salesianos y laicos de la comunidad educativa-pastoral, fortaleciendo las redes de apoyo.

Proyecto de vida personal: cada candidato elabora, con la ayuda del acompañante espiritual, un proyecto de vida que ayude a integrar la dimensión humana, cristiana, salesiana, vocacional y misionera. Se prevé un período mínimo de seis meses de preparación, con momentos en línea dedicados a las diversas dimensiones.
Involucramiento de las familias: encuentros informativos con los padres sobre los procesos del VJS, para hacer comprender el camino y fortalecer el apoyo familiar.

Formación continua durante la experiencia: cada mes se aborda una dimensión (humana, espiritual, apostólica, etc.) mediante materiales de lectura, reflexión y trabajo de profundización en curso.

Post-voluntariado: tras la conclusión de la experiencia, se organiza un encuentro de cierre para evaluar la experiencia, planificar los pasos siguientes y acompañar al voluntario en la reinserción en la comunidad de origen y en la familia, con fases presenciales y en línea.

Nuevas etapas y renovaciones
Recientemente, la experiencia ha adoptado el nombre de Voluntariado Misionero Salesiano (VMS), en línea con el énfasis de la Congregación en la dimensión espiritual y misionera. Algunas novedades introducidas:

Pre-voluntariado breve: durante las vacaciones escolares (diciembre-enero, Semana Santa y Pascua, y especialmente verano) los jóvenes pueden experimentar por períodos cortos la vida en comunidad y el compromiso de servicio, para tener un primer “aperitivo” de la experiencia.

Formación para la experiencia internacional: se ha establecido un proceso específico para preparar a los voluntarios a vivir la experiencia fuera de las fronteras nacionales.

Mayor énfasis en el acompañamiento espiritual: no solo “enviar a trabajar”, sino poner en el centro el encuentro con Dios, para que el voluntario descubra su propia vocación y misión.

Como subraya Margarita Aguilar, coordinadora del VMS en Guadalajara: “Un voluntario necesita tener las manos vacías para poder abrazar su misión con fe y esperanza en Dios.”

Motivaciones de los jóvenes
En la base de la experiencia VMS siempre está la pregunta: “¿Cuál es tu motivación para ser voluntario?”. Se pueden identificar tres grupos principales:

Motivación operativa/práctica: quienes creen que realizarán actividades concretas relacionadas con sus competencias (enseñar en una escuela, servir en un comedor, animar un oratorio). A menudo descubren que el voluntariado no es solo trabajo manual o didáctico y pueden sentirse decepcionados si esperaban una experiencia meramente instrumental.

Motivación ligada al carisma salesiano: exusuarios de obras salesianas que desean profundizar y vivir más intensamente el carisma, imaginando una experiencia intensa como un largo encuentro festivo del Movimiento Juvenil Salesiano, pero por un período prolongado.

Motivación espiritual: quienes desean compartir su experiencia de Dios y descubrirlo en los demás. A veces, sin embargo, esta “fidelidad” está condicionada por expectativas (por ejemplo, “sí, pero solo en esta comunidad” o “sí, pero si puedo volver para un evento familiar”), y es necesario ayudar al voluntario a madurar un “sí” libre y generoso.

Tres elementos clave del VMS
La experiencia de Voluntariado Misionero Salesiano se articula en tres dimensiones fundamentales:

Vida espiritual: Dios es el centro. Sin oración, sacramentos y escucha del Espíritu, la experiencia corre el riesgo de reducirse a un simple compromiso operativo, agotando al voluntario hasta el abandono.

Vida comunitaria: la comunión con los salesianos y con los demás miembros de la comunidad fortalece la presencia del voluntario entre niños, adolescentes y jóvenes. Sin comunidad no hay apoyo en los momentos difíciles ni contexto para crecer juntos.

Vida apostólica: el testimonio alegre y la presencia afectiva entre los jóvenes evangeliza más que cualquier actividad formal. No se trata solo de “hacer”, sino de “ser” sal y luz en el día a día.

Para vivir plenamente estas tres dimensiones, se necesita un camino de formación integral que acompañe al voluntario desde el inicio hasta el final, abrazando cada aspecto de la persona (humano, espiritual, vocacional) según la pedagogía salesiana y el mandato misionero.

El papel de la comunidad de acogida
El voluntario, para ser un instrumento auténtico de evangelización, necesita una comunidad que lo apoye, sea ejemplo y guía. De igual manera, la comunidad acoge al voluntario para integrarlo, apoyándolo en los momentos de fragilidad y ayudándolo a liberarse de ataduras que dificultan la entrega total. Como destaca Margarita: “Dios nos ha llamado a ser sal y luz de la Tierra y muchos de nuestros voluntarios han encontrado el valor de tomar un avión dejando atrás a la familia, los amigos, la cultura, su forma de vivir para elegir este estilo de vida centrado en ser misioneros.”

La comunidad ofrece espacios de diálogo, oración común, acompañamiento práctico y emocional, para que el voluntario pueda mantenerse firme en su elección y dar frutos en el servicio.

La historia del voluntariado misionero salesiano en Guadalajara es un ejemplo de cómo una experiencia puede crecer, estructurarse y renovarse aprendiendo de los errores y los éxitos. Poniendo siempre en el centro la motivación profunda del joven, la dimensión espiritual y comunitaria, se ofrece un camino capaz de transformar no solo las realidades servidas, sino también la vida de los propios voluntarios.
Nos dice Margarita Aguilar: “Un voluntario necesita tener las manos vacías para poder abrazar su misión con fe y esperanza en Dios.”

Agradecemos a Margarita por sus valiosas reflexiones: su testimonio nos recuerda que el voluntariado misionero no es un mero servicio, sino un camino de fe y crecimiento que toca la vida de los jóvenes y las comunidades, renovando la esperanza y el deseo de entregarse por amor a Dios y al prójimo.




Los corderitos y la tormenta de verano (1878)

El relato onírico que sigue, narrado por Don Bosco la tarde del 24 de octubre de 1878, es mucho más que un simple entretenimiento vespertino para los jóvenes del Oratorio. A través de la delicada imagen de los corderitos sorprendidos por una violenta tormenta de verano, el santo educador dibuja una vívida alegoría de las vacaciones escolares: un tiempo aparentemente despreocupado, pero cargado de peligros espirituales. El prado acogedor representa el mundo exterior, el granizo simboliza las tentaciones, mientras que el jardín protegido alude a la seguridad que ofrece la vida de gracia, los sacramentos y la comunidad educativa. En este sueño, que se convierte en catequesis, Don Bosco recuerda a sus muchachos —y a nosotros— la urgencia de vigilar, recurrir a la ayuda divina y apoyarse mutuamente para regresar íntegros a la vida cotidiana.

            Sobre la salida de los jóvenes para las vacaciones de este año y sobre el regreso, no quedó consignada noticia alguna, a excepción de un sueño relacionado con los efectos que este tiempo de asueto suele acarrear. Don Bosco lo contó en la noche del 24 de octubre. Apenas anunció que iba a proceder a su narración, las manifestaciones de satisfacción fueron grandes.

            Estoy muy contento de volver a ver al ejército de mis hijos armados contra diabolum. Esta expresión, aunque latina, la comprende hasta el mismo Cottino.
Tendría que deciros muchas cosas, porque es la primera vez que os hablo después de las vacaciones; pero ahora os quiero contar un sueño. Vosotros sabéis que los sueños se tienen durmiendo y que no hay que hacerles mucho caso, pero si no hay mal ninguno en no creer en ellos, tal vez tampoco lo hay en creer en ellos, pudiéndonos servir a veces de lección, como, por ejemplo, éste.
            Me encontraba en Lanzo durante la primera tanda de ejercicios y estaba durmiendo, cuando, como os he dicho, tuve un sueño. Parecióme estar en un lugar que no sabría identificar, pero se hallaba próximo a un pueblo en el que se veía un jardín y junto a éste un amplísimo prado. Estaba en compañía de algunos amigos que me invitaron a entrar en el jardín. Penetré en él y vi una multitud de corderillos que saltaban, corrían y hacían mil cabriolas según su costumbre. Cuando he aquí que se abrió una puerta que ponía en comunicación con el prado, y los corderillos corrieron a él para pastar.
            Muchos, sin embargo, no se preocuparon en salir, sino que se quedaron en el jardín, e iban de un lado para otro despuntando algunas hierbecillas alimentándose de esta manera, puesto que no había hierba en tanta abundancia como en el prado, al que había salido el mayor número de aquellos animales. -Voy a ver qué es lo que hacen estos animales ahí fuera, me dije. Fuimos al prado y los vi paciendo tranquilamente. Mas he aquí que de pronto se oscurece el cielo, brillan los relámpagos, retumba el trueno y se aproxima una tempestad.
            – Qué será de estos animales si los pilla la tormenta?, me decía yo. Vamos a ponerlos a salvo. Y comencé a llamarlos. Después, yo por una parte y mis compañeros por otras, procurábamos llevarlos hacia la entrada del jardín. Pero ellos no querían entrar; uno corría por aquí, otro escapaba por allá, nosotros intentábamos perseguirlos, ¡pero que si quieres!, ellos eran más veloces que nuestras piernas. Entretanto comenzaron a caer densas gotas, después a llover intensamente y yo no conseguía reunir el ganado. Una o dos ovejas entraron afortunadamente en el jardín, pero las demás, y eran muchísimas, continuaron en el prado. -Bien, si no quieren entrar en el jardín, peor para ellas, dije yo. Vamos a retirarnos nosotros. Y así lo hicimos.
            En el jardín había una fuente sobre la cual se veía escrito con caracteres cubitales: Fons signatus, fuente sellada. Estaba cerrada, pero de pronto se abrió, el agua subió hacia la altura y se dividió formando un arco iris, semejante a una bóveda, como la de este pórtico.
            Entretanto menudeaban cada vez más los relámpagos, seguidos de fragorosos truenos, y comenzó a granizar. Nosotros, con todos los corderillos que estaban en el jardín, nos amparamos y cobijamos bajo aquella bóveda maravillosa donde no penetraba el agua ni el granizo.
            – Pero ¿qué es esto?, preguntaba yo a los amigos. ¿Qué será de los pobrecillos que han quedado fuera?
            – Ya verás, me dijeron. Mira la frente de estos corderos, ¿qué observas?
            Me fijé y vi que sobre la frente de cada uno estaba escrito el nombre de un muchacho del Oratorio.
            – ¿Qué es esto?, pregunté.
            – ¡Verás, verás!
            Entretanto, yo no podía detenerme más y quise salir para ver qué les había sucedido a los pobres corderillos que estaban en el prado. -Recogeré a los que hayan muerto y los enviaré al Oratorio, pensaba entre mí. Pero, al salir de debajo de aquel arco, la lluvia caía sobre mí y vi a aquellas pobres bestezuelas tendidas en tierra, moviendo las patas intentando levantarse para dirigirse hacia el jardín; pero no podían andar. Abrí la puerta, levanté la voz, más sus esfuerzos eran inútiles. La lluvia y el granizo continuaban azotándolas de tal manera que infundían lastima; una era herida en la cabeza, otra en la quijada, ésta en un ojo, aquélla en una pata, otras en diversas partes del cuerpo.
            Después de algún tiempo, la tempestad cesó por completo.
            – Observa, me dijo el que estaba a mi lado, la frente de estos corderos.
            Y vi escrito en el lugar indicado el nombre de cada uno de los muchachos del Oratorio.
            – Conozco al muchacho que lleva este nombre, me dije; y no me parece precisamente un corderillo.
            – Verás, verás, me fue respondido.
            Seguidamente me presentaron un vaso de oro con tapadera de plata y al mismo tiempo escuché estas palabras:
            – Toca con tu mano untada en este bálsamo las heridas de estos animales y curarán inmediatamente.
            Yo, entonces, comencé a llamarlos:
            – ¡Brrr, brrr! No se movían. Repetí la llamada y nada; intenté acercarme a uno y se apartó arrastrándose. Yo les seguía, pero el juego volvía a repetirse. – ¿No quiere? ¡Peor para él!, exclamé. Iré en busca de otro.
            Y así lo hice, pero también éste escapó. A cuantos me aproximaba para ungirlos y curarlos, emprendían la fuga. Yo los perseguía, pero inútilmente. Al fin alcancé a uno: ¡pobrecillo!, tenía los ojos fuera de las órbitas y en tan mal estado que daba compasión, Se los toqué con la mano, curó y, saltando, corrió al jardín.
            Entonces, otras muchas ovejas, al ver esto, no manifestaron repugnancia, se dejaron tocar y curar y entraron en el jardín. Pero eran muchas las que quedaban fuera, especialmente las más llagadas, a las cuales no me fue posible acercarme.
            – ¡Si no se quieren curar, peor para ellas! Pero no sé cómo podré hacer para que entren en el jardín.
            – Déjalo de mi cuenta, me dijo uno de los amigos que estaban conmigo. Ya vendrán, ya vendrán. – ¡Ya veremos!, dije. Coloqué el vaso donde había estado primeramente y volví al jardín. Este había cambiado de aspecto por completo, y pude leer a su entrada: Oratorio. Apenas penetré en él, he aquí que los corderitos que no habían querido venir, se acercaron, entraron apresuradamente y corrieron a echarse por un lado y por otro; pero tampoco entonces pude acercarme a ellos. Hubo varios que, no queriendo recibir el ungüento, consiguieron que éste se convirtiese para ellos en veneno que en lugar de curarles las llagas se las irritaba aún más.
            – ¡Mira!, me dijo un amigo. ¿Ves aquel estandarte?
            Me volví y vi tremolar al viento un gran estandarte en el que se leía escrito en grandes caracteres: «Vacaciones».
            – Sí, lo veo, repliqué.
            – Ahí tienes el efecto de las vacaciones, añadió uno de los que me acompañaban, mientras yo me sentía abrumado de dolor al contemplar aquel espectáculo. -Tus jóvenes, continuó el tal, salen del Oratorio para ir a pasar las vacaciones, decididos a alimentarse con la palabra de Dios y a conservarse buenos: pero después sobreviene el temporal, esto es las tentaciones; seguidamente la lluvia, o asaltos del demonio; después cae el granizo, que representa las caídas en el pecado. Algunos recobran la salud con la confesión, pero otros no usan bien este Sacramento, o no se acercan a él en absoluto. No lo olvides y no te canses jamás de repetirlo a tus jóvenes: las vacaciones son como una gran tempestad para sus almas.
            Observaba yo a aquellos corderos descubriendo en algunos de ellos heridas mortales; estaba buscando la manera de curarlos, cuando don José Scappini, que había hecho ruido en la habitación próxima, me despertó.
            Este es el sueño, y aunque es un sueño tiene un significado que no hará ningún mal al que le preste fe. Puedo deciros que anoté algunos nombres de los muchos que vi en la frente de los corderos y confrontándolos con los jóvenes, comprobé que se conducían como indicaba el sueño. Sea como fuere, debemos, en esta Novena de los Santos, corresponder a la bondad de Dios, que quiere usar de misericordia con nosotros, y, mediante una buena confesión, curar las heridas de nuestra conciencia. Debemos, además, ponernos todos de acuerdo para combatir al demonio y, con el auxilio del cielo, saldremos victoriosos de esta lucha y conseguiremos recibir el premio de la victoria en el Paraíso.

            Este sueño hubo de influir grandemente en la buena marcha del nuevo curso escolar; en efecto, en la Novena de la Inmaculada, las cosas procedían tan bien, que don Bosco manifestó su satisfacción diciendo:
            – Los jóvenes se encuentran actualmente en un punto, tanto por aplicación como por conducta, al que, en años anteriores, apenas habían llegado en el mes de febrero. En la fiesta de la Inmaculada vieron éstos repetirse la bonita función de despedida de la cuarta expedición de misioneros.
(MB IT XIII 647-649 / MB ES 553-554)




Don Bosco y las procesiones eucarísticas

Un aspecto poco conocido pero importante del carisma de san Juan Bosco son las procesiones eucarísticas. Para el santo de los jóvenes, la Eucaristía no era solo una devoción personal, sino una herramienta pedagógica y un testimonio público. En una Turín en transformación, don Bosco vio en las procesiones una oportunidad para fortalecer la fe de los jóvenes y anunciar a Cristo en las calles. La experiencia salesiana, que continuó en todo el mundo, muestra cómo la fe puede encarnarse en la cultura y responder a los desafíos sociales. Aún hoy, vividas con autenticidad y apertura, estas procesiones pueden convertirse en signos proféticos de fe.

Cuando se habla de san Juan Bosco (1815-1888) se piensa inmediatamente en sus oratorios populares, en la pasión educativa por los jóvenes y en la familia salesiana nacida de su carisma. Menos conocido, pero no por ello menos decisivo, es el papel que la devoción eucarística —y en particular las procesiones eucarísticas— tuvo en su obra. Para Don Bosco, la Eucaristía no era solo el corazón de la vida interior; también constituía una poderosa herramienta pedagógica y un signo público de renovación social en una Turín en rápida transformación industrial. Recorrer el vínculo entre el santo de los jóvenes y las procesiones con el Santísimo significa entrar en un laboratorio pastoral donde liturgia, catequesis, educación cívica y promoción humana se entrelazan de manera original y, en ocasiones, sorprendente.

Las procesiones eucarísticas en el contexto del siglo XIX
Para comprender a Don Bosco es necesario recordar que el siglo XIX italiano vivió un intenso debate sobre el papel público de la religión. Tras la época napoleónica y del movimiento risorgimentista, las manifestaciones religiosas en las calles de la ciudad ya no eran algo dado por sentado: en muchas regiones se estaba delineando un estado liberal que miraba con recelo cualquier expresión pública del catolicismo, temiendo concentraciones masivas o resurgimientos “reaccionarios”. Sin embargo, las procesiones eucarísticas mantenían una fuerza simbólica muy poderosa: recordaban la señoría de Cristo sobre toda la realidad y, al mismo tiempo, hacían emerger una Iglesia popular, visible e encarnada en los barrios. Contra este trasfondo se destaca la obstinación de Don Bosco, que nunca renunció a acompañar a sus jóvenes en el testimonio de la fe fuera de los muros del oratorio, ya fueran las calles de Valdocco o los campos circundantes.

Desde los años de formación en el seminario de Chieri, Giovanni Bosco desarrolló una sensibilidad eucarística de sabor “misionero”. Las crónicas cuentan que a menudo se detenía en la capilla, después de las clases, largo tiempo en oración ante el tabernáculo. En las “Memorias del Oratorio” él mismo reconoce haber aprendido de su director espiritual, don Cafasso, el valor de “hacerse pan” para los demás: contemplar a Jesús que se entrega en la Hostia significaba, para él, aprender la lógica del amor gratuito. Esta línea atraviesa toda su historia: “Manténganse amigos de Jesús sacramentado y María Auxiliadora” repetirá a los jóvenes, señalando la comunión frecuente y la adoración silenciosa como pilares de un camino de santidad laical y cotidiana.

El oratorio de Valdocco y las primeras procesiones internas
En los primeros años cuarenta del siglo XIX, el oratorio turinés aún no poseía una iglesia propiamente dicha. Las celebraciones se realizaban en barracas de madera o en patios adaptados. Don Bosco, sin embargo, no renunció a organizar pequeñas procesiones internas, casi “ensayos generales” de lo que se convertiría en una práctica establecida. Los jóvenes llevaban cirios y estandartes, cantaban alabanzas marianas y, al final, se detenían alrededor de un altar improvisado para la bendición eucarística. Estos primeros intentos tenían una función eminentemente pedagógica: acostumbrar a los jóvenes a una participación devota pero alegre, uniendo disciplina y espontaneidad. En la Turín obrera, donde a menudo la miseria desembocaba en violencia, desfilar ordenados con el pañuelo rojo al cuello ya era una señal contracorriente: mostraba que la fe podía educar al respeto de uno mismo y de los demás.

Don Bosco sabía bien que una procesión no se improvisa: se necesitan signos, cantos, gestos que hablen al corazón antes que a la mente. Por eso cuidaba personalmente la explicación de los símbolos. El baldaquino se convertía en la imagen de la tienda del encuentro, signo de la presencia divina que acompaña al pueblo en camino. Las flores esparcidas a lo largo del recorrido recordaban la belleza de las virtudes cristianas que deben adornar el alma. Los faroles, indispensables en las salidas nocturnas, aludían a la luz de la fe que ilumina las tinieblas del pecado. Cada elemento era objeto de una pequeña “predicación” convivencial en el refectorio o en la recreación, de modo que la preparación logística se entrelazara con la catequesis sistemática. ¿El resultado? Para los jóvenes, la procesión no era un deber ritual sino una ocasión de fiesta cargada de significado.

Uno de los aspectos más característicos de las procesiones salesianas era la presencia de la banda formada por los mismos alumnos. Don Bosco consideraba la música un antídoto contra el ocio y, al mismo tiempo, una poderosa herramienta de evangelización: “Una marcha alegre bien ejecutada —escribía— atrae a la gente como el imán atrae al hierro”. La banda precedía al Santísimo, alternando piezas sacras con arias populares adaptadas con textos religiosos. Este “diálogo” entre fe y cultura popular reducía las distancias con los transeúntes y creaba alrededor de la procesión un aura de fiesta compartida. No pocos cronistas laicos testimoniaron haber sido “intrigados” por aquel grupo de jóvenes músicos disciplinados, tan diferente de las bandas militares o filarmónicas de la época.

Procesiones como respuesta a las crisis sociales
La Turín del siglo XIX conoció epidemias de cólera (1854 y 1865), huelgas, hambrunas y tensiones anticlericales. Don Bosco reaccionó a menudo proponiendo procesiones extraordinarias de reparación o de súplica. Durante el cólera de 1854 llevó a los jóvenes por las calles más afectadas, recitando en voz alta las letanías por los enfermos y repartiendo pan y medicinas. En ese momento nació la promesa —luego cumplida— de construir la iglesia de María Auxiliadora: “Si la Madonna salva a mis chicos, le levantaré un templo”. Las autoridades civiles, inicialmente contrarias a los cortejos religiosos por temor al contagio, tuvieron que reconocer la eficacia de la red de asistencia salesiana, alimentada espiritualmente precisamente por las procesiones. La Eucaristía, llevada entre los enfermos, se convertía así en un signo tangible de la compasión cristiana.

Contrariamente a ciertos modelos devocionales cerrados en las sacristías, las procesiones de Don Bosco reivindicaban un derecho de ciudadanía de la fe en el espacio público. No se trataba de “ocupar” las calles, sino de devolverlas a su vocación comunitaria. Pasar bajo los balcones, atravesar plazas y pórticos significaba recordar que la ciudad no es solo lugar de intercambio económico o de enfrentamiento político, sino de encuentro fraterno. Por eso Don Bosco insistía en un orden impecable: capas cepilladas, zapatos limpios, filas regulares. Quería que la imagen de la procesión comunicara belleza y dignidad, persuadiendo incluso a los observadores más escépticos de que la propuesta cristiana elevaba a la persona.

La herencia salesiana de las procesiones
Después de la muerte de Don Bosco, sus hijos espirituales difundieron la práctica de las procesiones eucarísticas en todo el mundo: desde las escuelas agrícolas de Emilia hasta las misiones de la Patagonia, desde los colegios asiáticos hasta los barrios obreros de Bruselas. Lo que importaba no era duplicar fielmente un rito piamontés, sino transmitir el núcleo pedagógico: protagonismo juvenil, catequesis simbólica, apertura a la sociedad circundante. Así, en América Latina, los salesianos incorporaron danzas tradicionales al inicio del cortejo; en India adoptaron alfombras de flores según el arte local; en África subsahariana alternaron cantos gregorianos con ritmos polifónicos tribales. La Eucaristía se convertía en puente entre culturas, realizando el sueño de Don Bosco de “hacer de todos los pueblos una sola familia”.

Desde el punto de vista teológico, las procesiones de Don Bosco encarnan una fuerte visión de la presencia real de Cristo. Llevar el Santísimo “afuera” significa proclamar que el Verbo no se hizo carne para quedarse encerrado, sino para “plantar su tienda en medio de nosotros” (cf. Jn 1,14). Tal presencia pide ser anunciada en formas comprensibles, sin reducirse a un gesto intimista. En Don Bosco, la dinámica centrípeta de la adoración (reunir los corazones alrededor de la Hostia) genera una dinámica centrífuga: los jóvenes, alimentados en el altar, se sienten enviados a servir. De la procesión surgen micro-compromisos: asistir a un compañero enfermo, pacificar una pelea, estudiar con mayor diligencia. La Eucaristía se prolonga en las “procesiones invisibles” de la caridad cotidiana.

Hoy, en contextos secularizados o multirreligiosos, las procesiones eucarísticas pueden plantear interrogantes: ¿siguen siendo comunicativas? ¿No corren el riesgo de parecer folclore nostálgico? La experiencia de Don Bosco sugiere que la clave está en la calidad relacional más que en la cantidad de incienso o de ornamentos. Una procesión que involucra a familias, explica los símbolos, integra lenguajes artísticos contemporáneos y, sobre todo, se conecta con gestos concretos de solidaridad, mantiene una sorprendente fuerza profética. El reciente Sínodo sobre los jóvenes (2018) ha subrayado varias veces la importancia de “salir” y de “mostrar la fe con la carne”. La tradición salesiana, con su liturgia itinerante, ofrece un paradigma ya probado de “Iglesia en salida”.

Las procesiones eucarísticas no eran para Don Bosco simples tradiciones litúrgicas, sino verdaderos actos educativos, espirituales y sociales. Representaban una síntesis entre fe vivida, comunidad educativa y testimonio público. A través de ellas, Don Bosco formaba jóvenes capaces de adorar, respetar, servir y testimoniar.

Hoy, en un mundo fragmentado y distraído, reapropiarse del valor de las procesiones eucarísticas a la luz del carisma salesiano puede ser una forma eficaz de reencontrar el sentido de lo esencial: Cristo presente en medio de su pueblo, que camina con él, lo adora, lo sirve y lo anuncia.
En una época que busca autenticidad, visibilidad y relaciones, la procesión eucarística —si se vive según el espíritu de Don Bosco— puede ser un signo poderoso de esperanza y renovación.

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San Francisco de Sales le instruye. Futuro sobre las vocaciones (1879)

En el sueño profético que Don Bosco relata el 9 de mayo de 1879, San Francisco de Sales aparece como un maestro atento y entrega al Fundador un librito lleno de advertencias para novicios, profesos, directores y superiores. La visión está dominada por dos batallas épicas: primero jóvenes y guerreros, luego hombres armados y monstruos, mientras que el estandarte de «María Auxilium Christianorum» garantiza la victoria a quienes lo siguen. Los supervivientes parten hacia Oriente, Norte y Mediodía, prefigurando la expansión misionera salesiana. Las palabras del Santo insisten en la obediencia, la castidad, la caridad educativa, el amor al trabajo y la templanza, columnas indispensables para que la Congregación crezca, resista las pruebas y deje a los hijos una herencia de santidad laboriosa. Termina con un ataúd, un severo recordatorio a la vigilancia y la oración.

Sea lo que fuere de este sueño, el Beato tuvo otro de los acostumbrados, que contó el 9 de mayo. En él asistió a las encarnizadas luchas que habrían de afrontar los individuos llamados a la Congregación, recibiendo en él una serie de avisos útiles para todos, y algunos saludables consejos para el porvenir.

Grande y prolongada fue la batalla entablada entre los jovencitos y unos guerreros ataviados de diversas maneras y dotados de armas extrañas. Al final quedaron pocos supervivientes.
Otra batalla más horrible y encarnizada fue la que tuvo lugar entre unos monstruos de formas gigantescas contra hombres de elevada estatura, bien armados y mejor adiestrados. Estos tenían un estandarte muy alto y muy ancho, en el centro del cual se veían dibujadas en oro estas palabras: MariaAuxiliumChristianorum. El combate fue largo y sangriento. Pero los que seguían esta enseña eran como invulnerables, quedando dueños de una amplia zona de terreno. A éstos se unieron los jovencitos supervivientes de la batalla precedente y entre unos y otros formaron una especie de ejército llevando como armas, a la derecha, el Crucificado, y en la mano izquierda un pequeño estandarte de María Auxiliadora, semejante al que hemos dicho anteriormente.
Los nuevos soldados hicieron muchas maniobras en aquella extensa llanura, después se dividieron y partieron los unos hacia Oriente, unos cuantos hacia el Norte y muchos hacia el Mediodía.
Cuando desaparecieron éstos, se reanudaron las mismas batallas, las mismas maniobras e idénticas expediciones en idénticas direcciones.
Conocí a algunos de los que participaron en las primeras escaramuzas; los que les siguieron me eran desconocidos, pero daban a entender que me conocían y me hacían muchas preguntas.
Sobrevino poco después una lluvia de llamitas resplandecientes que parecían de fuego de color vario. Resonó el trueno y después se serenó el cielo y me encontré en un jardín amenísimo. Un hombre que se parecía a San Francisco de Sales, me ofreció un librito sin decirme palabra. Le pregunté quién era:
– Lee en el libro, me respondió.
Lo abrí, pero apenas si podía leer. Mas al fin pude comprender estas precisas palabras: A los novicios: -Obediencia en todo. Con la obediencia merecerán las bendiciones del Señor y la benevolencia de los hombres. Con la diligencia combatirán y vencerán las insidias de los enemigos espirituales.
A los profesos:
– Guardad celosamente la virtud de la castidad. Amad el buen nombre de los hermanos y promoved el decoro de la Congregación.
A los directores:
– Todo cuidado, todo esfuerzo para hacer observar y observar las reglas con las que cada uno se ha consagrado a Dios.
Al Superior:
– Holocausto absoluto para ganarse a sí mismo y a los propios súbditos para Dios.
Muchas otras cosas estaban estampadas en aquel libro, pero no pude leer más, porque el papel parecía azul como la tinta.
– ¿Quién sois vos?, pregunté de nuevo a aquel hombre que me miraba serenamente.

– Mi nombre es conocido por todos los buenos y he sido enviado para comunicarte algunas cosas futuras.
– ¿Qué cosas?
– Las expuestas y las que preguntes.
– Qué debo hacer para promover las vocaciones?
– Los Salesianos tendrán muchas vocaciones con su ejemplar conducta, tratando con suma caridad a los alumnos e insistiendo sobre la frecuencia de la Comunión.
– ¿Qué norma he de seguir en la aceptación de los novicios?
– Excluir a los perezosos y a los golosos.
– ¿Y al aceptar a los votos?
– Vigila si ofrecen garantía sobre la castidad.
– ¿Cuál será la mejor manera para conservar el buen espíritu en nuestras casas?
– Escribir, visitar, recibir y tratar con benevolencia; y esto muy frecuentemente por parte de los Superiores.
– ¿Cómo hemos de conducirnos en las Misiones?
– Enviando a ellas individuos de moralidad segura; haciendo volver a los dudosos; estudiando y cultivando las vocaciones indígenas.
– ¿Marcha bien nuestra Congregación?
– Qui justus est justificetur adhucNon progredi est regredi. Qui perseveraverit salvus erit. (El que es justo justifíquese más. No adelantar es retroceder. El que perseverase se salvará).
– ¿Se extenderá mucho?
– Mientras los superiores cumplan con su deber, se extenderá y nada podrá oponerse a su propagación.
– ¿Durará mucho tiempo?
– Vuestra Congregación durará mientras sus socios amen el trabajo y la templanza. Si llega a faltar una de estas dos columnas, vuestro edificio se convertirá en ruinas, aplastando a los superiores, a los inferiores y a sus seguidores.
En aquel momento aparecieron cuatro individuos llevando una caja mortuoria. Se dirigieron hacia mí.
– ¿Para quién es esto?, pregunté yo.
– ¡Para ti!
– ¿Pronto?
– No lo preguntes; piensa solamente en que eres mortal.
– ¿Qué me queréis decir con este ataúd?
– Que debes predicar en vida lo que deseas que tus hijos practiquen después de ti. Esta es la herencia, el testamento que debes dejar a tus hijos; pero has de prepararlo y dejarlo cumplido y practicado a la perfección.
– ¿Abundarán más las flores o las espinas?
– Os aguardan muchas flores, muchas rosas, muchos consuelos; pero también es inminente la aparición de agudísimas espinas que causarán a todos gran amargura y pesar. Es necesario rezar mucho.
– ¿Iremos a Roma?
– Sí, pero despacio, con la máxima prudencia y con extremada cautela.
– ¿Es inminente el fin de mi vida mortal?
– No te preocupes de eso. Tienes las reglas, tienes los libros, practica lo que enseñas a los demás. Vigila.

Quise hacer otras preguntas, pero estalló un trueno horrible acompañado de relámpagos y de rayos, mientras algunos hombres, mejor dicho, algunos monstruos horrendos, se arrojaron sobre mí para destrozarme. En aquel momento una densa oscuridad me privó de la visión de todo. Me creí morir y comencé a gritar frenéticamente. Pero me desperté encontrándome vivo. Eran las cuatro y tres cuartos de la mañana.
Si hay algo en todo esto que pueda servir de provecho para nuestras almas, aceptémoslo. Y en todo se dé gloria y honor a Dios por los siglos de los siglos.
(MB IT XIV, 123-125 / MB ES XIV, 135-137)

Foto en la portada. San Francisco de Sales. Anónimo. Sacristía de la Catedral de Chieri.




Novena de María Auxiliadora 2025

Esta novena a María Auxiliadora 2025 nos invita a redescubrirnos como hijos bajo la mirada materna de María. Cada día, a través de las grandes apariciones –desde Lourdes a Fátima, de Guadalupe a Banneaux – contemplamos un rasgo de su amor: humildad, esperanza, obediencia, asombro, confianza, consuelo, justicia, dulzura, sueño. Las meditaciones del Rector Mayor y las oraciones de los “hijos” nos acompañan en un camino de nueve días que abre el corazón a la fe sencilla de los pequeños, alimenta la oración y anima a construir, con María, un mundo sanado y lleno de luz, para nosotros y para todos aquellos que buscan esperanza y paz.

Día 1
Ser Hijos – Humildad y fe

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Lourdes
La pequeña Bernadette Soubirous
11 de febrero de 1858. Acababa de cumplir 14 años. Era una mañana como las demás, un día de invierno. Teníamos hambre, como siempre. Estaba esa gruta, con la boca oscura. En el silencio sentí como un gran soplo. El arbusto se movió, una fuerza lo sacudía. Y entonces vi a una joven, vestida de blanco, no más alta que yo, que me saludó con una leve inclinación de cabeza; al mismo tiempo, separó ligeramente del cuerpo sus brazos extendidos, abriendo las manos, como las estatuas de la Virgen. Sentí miedo. Luego pensé en rezar: tomé el rosario que siempre llevo conmigo y comencé a recitarlo.

María se muestra a su hija Bernadette Soubirous. A ella, que no sabía leer ni escribir, que hablaba en dialecto y no asistía al catecismo. Una niña pobre, marginada por todos en el pueblo, y sin embargo dispuesta a confiar y a entregarse, como quien no tiene nada. Y nada que perder.
María le confía sus secretos y lo hace porque confía en ella. La trata con ternura, se dirige a ella con amabilidad, le dice “por favor”.
Y Bernadette se abandona y le cree, como hace un niño con su madre. Cree en su promesa: que la Virgen no la hará feliz en este mundo, sino en el otro. Y recuerda esa promesa toda su vida.
Una promesa que le permitirá afrontar todas las dificultades con la frente en alto, con fuerza y determinación, haciendo lo que la Virgen le pidió: rezar, rezar siempre por todos nosotros, pecadores.
También ella promete: custodia los secretos de María y da voz a su pedido de un Santuario en el lugar de la aparición.
Y al morir, Bernadette sonríe, recordando el rostro de María, su mirada amorosa, sus silencios, sus pocas pero intensas palabras, y sobre todo aquella promesa.
Y se siente aún hija, hija de una Madre que cumple sus promesas.

María, Madre que promete
Tú, que prometiste convertirte en madre de la humanidad, has permanecido al lado de tus hijos, empezando por los más pequeños y los más pobres. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Ten fe: María también se muestra a nosotros si sabemos despojarnos de todo.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, humildad y fe

Podemos decir que María es como un faro de humildad y fe que ha acompañado a la humanidad a lo largo de los siglos. También acompaña nuestra vida, nuestra historia personal, la de cada uno de nosotros.
Ahora bien, no hay que pensar que la humildad de María es simplemente una apariencia exterior o una actitud discreta. No es algo superficial. Su humildad viene de una profunda conciencia de su pequeñez frente a la grandeza de Dios.
Su “sí”, ese Aquí estoy, la servidora del Señor que pronuncia ante el ángel, es un acto de humildad, no de presunción; es un abandono confiado de quien se reconoce instrumento en las manos de Dios.
María no busca reconocimientos; simplemente desea ser servidora, colocándose en el último lugar, con silencio, humildad y una sencillez que nos desarma.
Esta humildad —una humildad radical— es la llave que abrió el corazón de María a la gracia divina, permitiendo que el Verbo de Dios, con toda su grandeza e inmensidad, se encarnara en su vientre humano.
María nos enseña a presentarnos tal como somos, con nuestra humildad, sin orgullo. No hace falta apoyarnos en nuestra autoridad o autosuficiencia. Basta con colocarnos libremente ante Dios para poder acoger plenamente, con libertad y disponibilidad, su voluntad, como hizo María, y vivirla con amor.
Este es el segundo punto: la fe de María.
La humildad de la servidora la sitúa en un camino constante de adhesión incondicional al proyecto de Dios, incluso en los momentos más oscuros e incomprensibles. Esto significa afrontar con valentía la pobreza de su experiencia en la gruta de Belén, la huida a Egipto, la vida oculta en Nazaret, pero sobre todo, estar al pie de la cruz, donde la fe de María alcanza su punto más alto.
Allí, al pie de la cruz, con el corazón traspasado por el dolor, María no vacila, no cae: cree en la promesa.
Su fe no es un sentimiento pasajero, sino una roca firme sobre la que se funda la esperanza de la humanidad, nuestra esperanza.
Humildad y fe en María están unidas de forma indisoluble.
Dejemos que esta humildad de María ilumine nuestra humanidad, para que también en nosotros pueda germinar la fe. Que al reconocer nuestra pequeñez ante Dios, no nos dejemos abatir por ello ni caigamos en la autosuficiencia, sino que, como María, nos presentemos con una gran libertad interior, con una plena disponibilidad, reconociendo nuestra dependencia de Dios.
Vivamos con Él en la sencillez, pero también en la grandeza.
María nos exhorta a cultivar una fe serena, firme, capaz de superar las pruebas y confiar en la promesa de Dios.
Contemplemos la figura de María, humilde y creyente, para que también nosotros podamos decir generosamente nuestro “sí”, como hizo ella.

¿Y nosotros, somos capaces de captar sus promesas de amor con los ojos de un niño?

La oración de un hijo infiel
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz puro mi corazón.
Hazme humilde, pequeño, capaz de perderme en tu abrazo de madre.
Ayúdame a redescubrir cuán importante es el rol de ser hijo y guía mis pasos.
Tú prometes, yo prometo en un pacto que solo madre e hijo pueden hacer.
Caeré, madre, tú lo sabes.
No siempre cumpliré mis promesas.
No siempre confiaré.
No siempre podré verte.
Pero tú quédate allí, en silencio, con una sonrisa, los brazos extendidos y las manos abiertas.
Y yo tomaré el rosario y rezaré contigo por todos los hijos como yo.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 2
Ser Hijos – Sencillez y esperanza

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Fátima
Los pequeños pastorcitos en Cova de Iria
En Cova de Iria, hacia las 13 horas, el cielo se abre y aparece el sol. De repente, alrededor de las 13:30, ocurre lo improbable: ante una multitud atónita se produce el milagro más espectacular, grandioso e increíble desde los tiempos bíblicos. El sol comienza una danza frenética y aterradora que dura más de diez minutos. Un tiempo larguísimo.

Tres pequeños pastorcitos, simples y felices, presencian y difunden el milagro que conmueve a millones de personas. Nadie puede explicarlo, ni científicos ni hombres de fe. Y, sin embargo, tres niños vieron a María, escucharon su mensaje. Y ellos creen, creen en las palabras de aquella mujer que se les apareció y les pidió regresar a Cova de Iría cada día 13 del mes.
No necesitan explicaciones porque en las palabras repetidas de María depositan toda su esperanza.
Una esperanza difícil de mantener viva, que habría asustado a cualquier niño: la Virgen revela a Lucía, Jacinta y Francisco sufrimientos y conflictos mundiales. Y, sin embargo, ellos no dudan: quien confía en la protección de María, madre que protege, puede afrontarlo todo.
Y lo saben bien, lo vivieron en carne propia arriesgando sus vidas para no traicionar la palabra dada a su Madre celestial.
Los tres pastorcitos estaban dispuestos al martirio, encarcelados y amenazados ante un caldero de aceite hirviendo.
Tenían miedo:
«¿Por qué tenemos que morir sin abrazar a nuestros padres? Yo quisiera ver a mamá.»
Y, sin embargo, decidieron seguir esperando, creyendo en un amor más grande que ellos:
«No tengas miedo. Ofrezcamos este sacrificio por la conversión de los pecadores. Sería peor si la Virgen ya no volviera.»
«¿Por qué no rezamos el Rosario?»
Una madre nunca es sorda al grito de sus hijos. Y en ella los hijos depositan su esperanza.
María, Madre que protege, permaneció junto a sus tres hijos de Fátima y los salvó, permitiéndoles seguir con vida.
Y hoy sigue protegiendo a todos sus hijos en el mundo que peregrinan al Santuario de Nuestra Señora de Fátima.

María, Madre que protege
Tú, que cuidas de la humanidad desde el momento de la Anunciación, permaneciste junto a tus hijos más sencillos y llenos de esperanza. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Pon tu esperanza en María: ella sabrá protegerte.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, esperanza y renovación

María Santísima es aurora de esperanza, fuente inagotable de renovación.
Contemplar la figura de María es como dirigir la mirada hacia un horizonte luminoso, una invitación constante a creer en un futuro lleno de gracia.
Y esa gracia transforma. María es la personificación de la esperanza cristiana en acción. Su fe inquebrantable ante las pruebas, su perseverancia al seguir a Jesús hasta la cruz, su espera confiada en la resurrección: para mí, esas son las cosas más importantes. Para todos nosotros, son un faro de esperanza para la humanidad entera.
En María vemos la certeza, podríamos decir, como la confirmación de la promesa de un Dios que nunca falla a su palabra. Que el dolor, el sufrimiento y la oscuridad no tienen la última palabra. Que la muerte es vencida por la vida.
María, entonces, es esperanza. Es la estrella de la mañana que anuncia la llegada del sol de justicia. Volvernos hacia ella es confiar nuestras esperas y aspiraciones a un corazón materno que las presenta con amor a su Hijo resucitado. De algún modo, nuestra esperanza se sostiene en la esperanza de María. Y si hay esperanza, entonces las cosas no permanecen igual. Hay renovación. Renovación de la vida.
Al acoger al Verbo encarnado, María hizo posible creer en la esperanza y en la promesa de Dios. Hizo posible una nueva creación, un nuevo comienzo.
La maternidad espiritual de María continúa generándonos en la fe, acompañándonos en nuestro camino de crecimiento y transformación interior.
Pidamos a María Santísima la gracia necesaria para que esta esperanza, que vemos cumplida en ella, pueda renovar nuestro corazón, sanar nuestras heridas, y llevarnos más allá del velo de la negatividad, para emprender un camino de santidad, un camino de cercanía a Dios.
Pidamos a María, la mujer que permanece en oración con los apóstoles, que nos ayude hoy a nosotros, creyentes y comunidades cristianas, para que seamos sostenidos en la fe y abiertos a los dones del Espíritu, y para que se renueve la faz de la tierra.
María nos exhorta a no resignarnos nunca al pecado ni a la mediocridad. Llenos de la esperanza cumplida en ella, deseamos con ardor una vida nueva en Cristo. Que María siga siendo para nosotros modelo y sostén para seguir creyendo siempre en la posibilidad de un nuevo comienzo, de un renacimiento interior que nos conforme cada vez más a la imagen de su Hijo Jesús.

¿Y nosotros, somos capaces de esperar en ella y dejarnos proteger con los ojos de un niño?

La oración de un hijo desanimado
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón sencillo y lleno de esperanza.
Yo confío en ti: protégeme en toda circunstancia.
Yo me entrego a ti: protégeme en toda circunstancia.
Yo escucho tu palabra: protégeme en toda circunstancia.
Dame la capacidad de creer en lo imposible y de hacer todo lo que esté a mi alcance
para llevar tu amor, tu mensaje de esperanza y tu protección al mundo entero.
Y te ruego, Madre mía, protege a toda la humanidad, incluso a aquella que aún no te reconoce.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 3
Ser Hijos – Obediencia y dedicación

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Guadalupe
El joven Juan Diego
—«Juan Diego», dijo la Señora, «pequeño y predilecto entre mis hijos…». Juan se levantó de un salto.
—«¿Adónde vas, Juanito?», preguntó la Señora.
Juan Diego respondió con la mayor cortesía posible. Le dijo que se dirigía a la iglesia de Santiago para escuchar la misa en honor a la Madre de Dios.
—«Hijo mío amado», dijo la Señora, «yo soy la Madre de Dios, y quiero que me escuches con atención. Tengo un mensaje muy importante para ti. Deseo que me construyan una iglesia en este lugar, desde donde podré mostrar mi amor a tu pueblo.»

Un diálogo dulce, simple y tierno como el de una madre con su hijo. Y Juan Diego obedeció: fue al obispo a contarle lo que había visto, pero él no le creyó. Entonces el joven volvió con María y le explicó lo ocurrido.
La Virgen le dio otro mensaje y lo animó a intentarlo de nuevo, y así una y otra vez.
Juan Diego obedecía, no se daba por vencido: cumpliría con la tarea que la Madre celestial le había confiado.
Pero un día, abrumado por los problemas de la vida, estuvo a punto de faltar a su cita con la Virgen: su tío estaba muriendo.
—«¿De verdad crees que podría olvidar a quien tanto amo?»
María curó a su tío, mientras Juan Diego obedecía una vez más:
—«Hijo mío amado», dijo la Señora, «sube a la cima del cerro donde nos vimos por primera vez. Corta y recoge las rosas que encontrarás allí. Ponlas en tu tilma y tráemelas. Yo te diré qué hacer y qué decir.
A pesar de saber que en ese cerro no crecían rosas —y mucho menos en invierno—, Juan corrió hasta la cima. Y allí encontró el jardín más hermoso que había visto jamás.
Rosas de Castilla, aún brillantes por el rocío, se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Cortó con cuidado los capullos más bellos con su cuchillo de piedra, llenó su manto y volvió deprisa donde lo esperaba la Señora.
La Virgen tomó las rosas y las volvió a colocar en el manto de Juan. Luego se lo ató al cuello y le dijo:
«Este es el signo que el obispo necesita. Ve con él y no te detengas en el camino.»

En el manto había aparecido la imagen de la Virgen. Al ver tal milagro, el obispo creyó.
Y hoy, el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe conserva todavía aquella imagen milagrosa.

María, Madre que no olvida
Tú, que no olvidas a ninguno de tus hijos, que no dejas a nadie atrás, miraste a los jóvenes que pusieron en ti sus esperanzas. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Obedece incluso cuando no comprendes: una madre no olvida, una madre no deja solos.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, maternidad y compasión

La maternidad de María no se agota en su “sí”, que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios.
Ciertamente, ese momento es el fundamento de todo, pero su maternidad es una actitud constante, una forma de ser para nosotros, una manera de relacionarse con toda la humanidad.
Jesús, desde la cruz, le confía a Juan con las palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, extendiendo simbólicamente su maternidad a todos los creyentes de todos los tiempos.
María se convierte así en madre de la Iglesia, madre espiritual de cada uno de nosotros.
Vemos entonces cómo esta maternidad se manifiesta en un cuidado tierno y solícito, en una atención constante a las necesidades de sus hijos, y en un profundo deseo por su bien.
María nos acoge, nos alimenta con su fidelidad, nos protege bajo su manto.
La maternidad de María es un don inmenso; al acercarnos a ella, sentimos una presencia amorosa que nos acompaña en cada momento.
Y así, la compasión de María es la consecuencia natural de su maternidad.
Una compasión que no es simplemente un sentimiento superficial de lástima, sino una participación profunda en el dolor del otro, un verdadero “sufrir con”.
La vemos manifestarse de manera conmovedora durante la pasión de su Hijo.
Y del mismo modo, María no permanece indiferente ante nuestro dolor: intercede por nosotros, nos consuela, nos brinda su ayuda materna.
El corazón de María se convierte entonces en un refugio seguro donde podemos depositar nuestras fatigas, encontrar consuelo y esperanza.
Maternidad y compasión en María son, por así decirlo, dos rostros de una misma experiencia humana puesta a nuestro favor, dos expresiones de su amor infinito por Dios y por la humanidad.
Su compasión es la manifestación concreta de su ser madre: compasión como fruto de su maternidad. Contemplar a María como madre nos abre el corazón a una esperanza que en ella encuentra su plenitud. Madre celestial que nos ama.
Pidamos a María que podamos verla como modelo de una humanidad auténtica, de una maternidad capaz de “sentir con”, de amar, de sufrir con los demás, siguiendo el ejemplo de su Hijo Jesús, que por amor a nosotros padeció y murió en la cruz.

¿Y nosotros, estamos tan seguros como los niños de que una madre no olvida?

La oración de un hijo perdido
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón obediente.
Cuando no te escuche, por favor, insiste.
Cuando no regrese, por favor, ven a buscarme.
Cuando no me perdone, por favor, enséñame la indulgencia.
Porque nosotros, los hombres, nos perdemos y siempre nos perderemos,
pero tú no te olvides de nosotros, hijos errantes.
Ven a buscarnos,
ven a tomarnos de la mano.
No queremos ni podemos quedarnos solos aquí.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 4
Ser Hijos – Asombro y reflexión

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de la Salette
Los pequeños Mélanie y Maximin de La Salette
El sábado 19 de septiembre de 1846, los dos niños subieron temprano por las laderas del monte Planeau, por encima del pueblo de La Salette, guiando cada uno cuatro vacas a pastar. A medio camino, cerca de un pequeño manantial, Mélanie fue la primera en ver sobre un montón de piedras una esfera de fuego «como si el sol hubiese caído allí», y se la señaló a Maximin.
De aquella esfera luminosa comenzó a aparecer una mujer, sentada con la cabeza entre las manos, los codos sobre las rodillas, profundamente triste.
Ante su asombro, la Señora se levantó y con voz dulce, aunque en francés, les dijo:
«Acérquense, hijos míos, no tengan miedo, estoy aquí para anunciarles una gran noticia.»
Reanimados, los niños se acercaron y vieron que aquella figura estaba llorando.

Una madre anuncia una importante noticia a sus hijos… y lo hace llorando.
Y sin embargo, los niños no se sorprenden por su llanto. Escuchan, en uno de los momentos más tiernos entre una madre y sus hijos.
Porque también las madres, a veces, están preocupadas. Porque también las madres confían a sus hijos sus sensaciones, sus pensamientos y reflexiones.
Y María confía a estos dos pastorcitos, pobres y poco amados, un mensaje grande:
«Estoy preocupada por la humanidad, estoy preocupada por ustedes, hijos míos, que se están alejando de Dios. Y la vida lejos de Dios es una vida complicada, difícil, llena de sufrimientos.»
Por eso llora. Llora como cualquier madre y transmite a sus hijos más pequeños y puros un mensaje tan asombroso como profundo.
Un mensaje para anunciar a todos, para llevar al mundo.
Y ellos lo harán, porque no pueden guardar para sí un momento tan hermoso: la expresión del amor de una madre por sus hijos debe ser anunciada a todos.
El Santuario de Nuestra Señora de La Salette, que se levanta en el lugar de las apariciones, se fundamenta en la revelación del dolor de María ante el extravío de sus hijos pecadores.

María, Madre que anuncia, que cuenta
Tú, que te entregas por completo a tus hijos al punto de no temer contarles de ti, tocaste el corazón de los más pequeños, capaces de reflexionar sobre tus palabras y acogerlas con asombro. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate asombrar por las palabras de una madre: siempre serán las más auténticas.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, amor y misericordia

¿Sentimos esta dimensión de María, estas dos dimensiones?
María es la mujer de un corazón desbordante de amor, de atención y también de misericordia. La percibimos como un puerto, un refugio seguro cuando atravesamos momentos de dificultad o de prueba.
Contemplar a María es como sumergirse en un océano de ternura y compasión.
Nos sentimos rodeados por un ambiente, por toda una atmósfera inagotable de consuelo y esperanza. El amor de María es un amor materno que abraza a toda la humanidad, porque es un amor enraizado en su “sí” incondicional al proyecto de Dios.
Al acoger a su Hijo en el seno, María acogió el amor de Dios.
Por eso, su amor no tiene límites ni hace distinciones; se inclina ante las fragilidades, ante las miserias humanas, con una delicadeza infinita.
Lo vemos manifestarse en su cuidado por Isabel, en su intercesión en las bodas de Caná, en su presencia silenciosa y extraordinaria al pie de la cruz.
El amor de María, ese amor materno, es un reflejo del mismo amor de Dios: un amor que se hace cercano, que consuela, que perdona, que nunca se cansa, que nunca se termina. María nos enseña que amar es donarse por completo, hacerse prójimo de quien sufre, compartir las alegrías y los dolores de los hermanos con la misma generosidad y dedicación que animaron su corazón. Amor y misericordia.
La misericordia se vuelve así la consecuencia natural del amor de María: una compasión que podríamos llamar visceral frente al sufrimiento del mundo y de la humanidad.
Contemplamos a María, la encontramos con su mirada maternal que se posa sobre nuestras debilidades, nuestros pecados, nuestra vulnerabilidad, no con juicio ni reproche, sino con infinita dulzura. Es un corazón inmaculado, sensible al clamor del dolor.
María es una madre que no juzga, no condena, sino que acoge, consuela y perdona.
La misericordia de María la sentimos como un bálsamo para las heridas del alma, como una caricia que reconforta el corazón. María nos recuerda que Dios es rico en misericordia y que nunca se cansa de perdonar a quien se vuelve hacia Él con un corazón contrito, sereno, abierto y disponible.
Amor y misericordia en María Santísima se funden en un abrazo que envuelve a toda la humanidad. Pidamos a María que nos ayude a abrir de par en par nuestro corazón al amor de Dios, como lo hizo ella; que dejemos que ese amor inunde nuestro corazón, especialmente cuando más lo necesitamos, cuando más nos pesa la dificultad y la prueba.
En María encontramos una madre tiernísima y poderosa, siempre dispuesta a acogernos en su amor e interceder por nuestra salvación.

¿Y nosotros, somos capaces todavía de asombrarnos como un niño ante el amor de su madre?

La oración de un hijo lejano
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón capaz de compasión y conversión.
En el silencio, te encuentro.
En la oración, te escucho.
En la reflexión, te descubro.
Y ante tus palabras de amor, Madre, me asombro
y descubro la fuerza de tu vínculo con la humanidad.
Lejos de ti, ¿quién me sostiene la mano en los momentos difíciles?
Lejos de ti, ¿quién me consuela en mi llanto?
Lejos de ti, ¿quién me orienta cuando estoy tomando el camino equivocado?
Yo regreso a ti, en unidad.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 5
Ser Hijos – Confianza y oración

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Medalla de Catalina
La pequeña Catalina Labouré
La noche del 18 de julio de 1830, hacia las 11:30, oyó que la llamaban por su nombre. Era un niño que le dijo: «Levántate y ven conmigo.» Catalina lo siguió. Todas las luces estaban encendidas. La puerta de la capilla se abrió apenas el niño la tocó con la punta de los dedos. Catalina se arrodilló.
A medianoche llegó la Virgen, se sentó en el sillón que había junto al altar. «Entonces salté junto a ella, a sus pies, sobre los escalones del altar, y puse las manos sobre sus rodillas», relató Catalina. «Permanecí así no sé cuánto tiempo. Me pareció el momento más dulce de mi vida…»
«Dios quiere confiarte una misión», le dijo la Virgen a Catalina.

Catalina, huérfana desde los 9 años, no se resigna a vivir sin su madre. Y se acerca a la Madre del Cielo.
La Virgen, que ya la observaba desde lejos, jamás la habría abandonado.
Es más, tenía grandes planes para ella.
Ella, su hija atenta y amorosa, recibiría una gran misión: vivir una vida cristiana auténtica, con una relación personal con Dios fuerte y firme.
María cree en el potencial de su niña y a ella le encomienda la Medalla Milagrosa, capaz de interceder y obrar gracias y milagros.
Una misión importante, un mensaje difícil. Y sin embargo, Catalina no se desalienta, confía en su Madre del Cielo y sabe que ella jamás la abandonará.

María, Madre que confía
Tú, que confías y encomiendas misiones y mensajes a cada uno de tus hijos, los acompañas en su camino con presencia discreta, permaneciendo junto a todos, pero especialmente a quienes han sufrido grandes dolores. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Confía: una madre solo te encomendará tareas que puedes llevar a cabo, y estará a tu lado en todo el camino.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, confianza y oración

María Santísima se nos presenta como la mujer de una confianza inquebrantable, una poderosa intercesora a través de la oración.
Contemplar estos dos aspectos —la confianza y la oración— nos permite ver dos dimensiones fundamentales de la relación de María con Dios.
La confianza de María en Dios podemos decir que es un hilo de oro que recorre toda su existencia, desde el principio hasta el final.
Ese “sí” pronunciado con plena conciencia de sus consecuencias es un acto de entrega total a la voluntad divina.
María se confía, vive esa confianza en Dios con un corazón firme en la providencia divina, sabiendo que Dios nunca la abandonaría.
Para nosotros, en la vida cotidiana, mirar a María y a esta entrega —que no es pasiva, sino activa y confiada— es una invitación:
no a olvidar nuestras angustias o miedos, sino a mirarlos desde la luz del amor de Dios, un amor que nunca faltó en la vida de María, y que tampoco falta en la nuestra.
Esta confianza conduce a la oración, que podríamos decir es casi el aliento del alma de María, el canal privilegiado de su íntima comunión con Dios.
La confianza lleva a la comunión. Su vida entregada fue un continuo diálogo de amor con el Padre, una ofrenda constante de sí misma, de sus preocupaciones, pero también de sus decisiones.
La visitación a Isabel es un ejemplo de oración que se convierte en servicio.
Vemos a María acompañando a Jesús hasta la cruz, y luego de la Ascensión la encontramos en el cenáculo, unida a los apóstoles en ferviente espera.
María nos enseña el valor de la oración constante como fruto de una confianza total, como camino para encontrarse con Dios y vivir con Él.
Confianza y oración están profundamente unidas en María Santísima.
Una confianza profunda en Dios hace brotar una oración perseverante.
Pidamos a María que, con su ejemplo, nos anime a hacer de la oración un hábito diario, porque queremos vivir continuamente confiados en las manos misericordiosas de Dios.
Volvámonos a ella con amor filial y confianza, para que, imitando su fe y su perseverancia en la oración, podamos experimentar la paz que sólo se recibe cuando uno se abandona en Dios, y obtener así las gracias necesarias para nuestro camino de fe.

¿Y nosotros, somos capaces de confiar incondicionalmente como los niños?

La oración de un hijo sin confianza
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de orar.
No sé escucharte, abre mis oídos.
No sé seguirte, guía mis pasos.
No sé ser fiel a lo que quieras confiarme, fortalece mi alma.
Las tentaciones son muchas, haz que no caiga.
Las dificultades parecen insuperables, haz que no tropiece.
Las contradicciones del mundo gritan fuerte, haz que no las siga.
Yo, tu hijo frágil y fallido, estoy aquí para que tú te sirvas de mí,
y me conviertas en un hijo obediente.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 6
Ser Hijos – Sufrimiento y sanación

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de los Dolores de Kibeho
La pequeña Alphonsine Mumureke y sus compañeros
La historia comenzó a las 12:35 de un sábado, el 28 de noviembre de 1981, en un colegio dirigido por religiosas locales, al que asistían poco más de un centenar de chicas de la región.
Un colegio rural y pobre, donde se formaban futuras maestras o secretarias. No tenía capilla y, por tanto, no reinaba un ambiente especialmente religioso.
Ese día, todas las chicas estaban en el comedor. La primera en “ver” fue Alphonsine Mumureke, de 16 años.
Según lo que ella misma escribió en su diario, estaba sirviendo la mesa a sus compañeras cuando oyó una voz femenina que la llamaba: «Hija mía, ven aquí».
Se dirigió hacia el pasillo, junto al comedor, y allí se le apareció una mujer de incomparable belleza.
Vestía de blanco, con un velo blanco que le cubría la cabeza y se unía al resto del vestido, sin costuras.
Iba descalza y tenía las manos juntas sobre el pecho, con los dedos apuntando al cielo.

Posteriormente, la Virgen se apareció también a otras compañeras de Alphonsine, quienes al principio eran escépticas, pero luego, ante la presencia de María, se convencieron.
La Virgen, hablando con Alphonsine, se presenta como la Señora de los Dolores de Kibeho y revela a los jóvenes los terribles y sangrientos acontecimientos que pronto sobrevendrían con la guerra en Ruanda.
El dolor sería inmenso, pero también habría consuelo y sanación, porque ella, la Señora de los Dolores, nunca abandonaría a sus hijos de África.
Los jóvenes permanecen allí, atónitos ante las visiones, pero creen en esta Madre que les tiende los brazos y los llama «hijos míos».
Saben que solo en ella hallarán consuelo.
Y para poder rezar para que la Madre que consuela aliviara el sufrimiento de sus hijos, se erige el Santuario dedicado a Nuestra Señora de los Dolores de Kibeho, hoy lugar marcado por masacres y genocidios.
Y la Virgen sigue allí, abrazando a todos sus hijos.

María, Madre que consuela
Tú, que consolaste a tus hijos como a Juan al pie de la cruz, has mirado con ternura a quienes viven en el sufrimiento. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
No tengas miedo de atravesar el sufrimiento: la madre que consuela enjugará tus lágrimas.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, sufrimiento e invitación a la conversión

María es una figura emblemática del sufrimiento, transfigurada y a la vez un poderoso llamado a la conversión.
Cuando contemplamos su camino doloroso, es una advertencia silenciosa y a la vez elocuente, un llamado profundo a revisar nuestras vidas, nuestras decisiones, a volver al corazón del Evangelio.
El sufrimiento que atraviesa la vida de María —como una espada afilada, profetizada por el anciano Simeón, marcado por la desaparición del Niño Jesús y el dolor indescriptible al pie de la cruz.
María lo vive por completo: el peso de la fragilidad humana y el misterio del dolor inocente, de un modo único.
Pero el sufrimiento de María no fue estéril ni una resignación pasiva.
De algún modo, percibimos en ella una actitud activa: una ofrenda silenciosa y valiente, unida al sacrificio redentor de su Hijo Jesús.
Cuando miramos a María, la mujer que sufre, con los ojos de la fe, ese sufrimiento —en lugar de hundirnos— nos revela la profundidad del amor de Dios por nosotros, visible en su vida.
María nos enseña que, incluso en el dolor más agudo, puede haber un sentido, una posibilidad de crecimiento espiritual que nace de la unión con el misterio pascual.
Desde esta experiencia de dolor transfigurado surge un poderoso llamado a la conversión.
Al contemplar a María, que soportó tanto por amor a nosotros y por nuestra salvación, también nosotros somos interpelados: no podemos permanecer indiferentes ante el misterio de la redención.
María, la mujer dulce y maternal, nos exhorta a dejar los caminos del mal para abrazar el camino de la fe.
Su célebre frase en las bodas de Caná —«Hagan todo lo que Él les diga»— resuena hoy como una invitación urgente a escuchar la voz de Jesús, especialmente en los momentos de dificultad, de prueba, en situaciones inesperadas e inciertas.
El sufrimiento de María, claramente, no es un fin en sí mismo, sino que está íntimamente ligado a la redención obrada por Cristo.
Su ejemplo de fe inquebrantable en medio del dolor sea para nosotros luz y guía para transformar nuestras propias heridas en oportunidades de crecimiento espiritual, y para responder con generosidad al llamado urgente a la conversión.
Que esa voz de Dios —que aún resuena en lo profundo del corazón humano— encuentre, por la intercesión de María, sentido, salida y crecimiento incluso en los momentos más difíciles y dolorosos.

¿Y nosotros, nos dejamos consolar como los niños?

La oración de un hijo que sufre
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de sanar.
Cuando estoy en el suelo, tiéndeme la mano, madre.
Cuando me siento destruido, vuelve a unir mis pedazos, madre.
Cuando el dolor me supera, ábreme a la esperanza, madre.
Para que no busque solo la sanación del cuerpo, sino que comprenda cuánto mi corazón
necesita paz.
Y desde el polvo levántame, madre.
Levántame a mí y a todos tus hijos que están en la prueba:
los que están bajo las bombas,
los perseguidos,
los encarcelados injustamente,
los heridos en sus derechos y en su dignidad,
los que ven su vida truncada demasiado pronto.
Levántalos y consuélalos,
porque son tus hijos.
Porque somos tus hijos.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 7
Ser Hijos – Justicia y dignidad

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Aparecida
Los pequeños pescadores Domingos, Felipe y João
Al amanecer del 12 de octubre de 1717, Domingos García, Felipe Pedroso y João Alves empujaron su barca al río Paraíba, cerca de su aldea. Aquella mañana no parecía traerles suerte: durante horas lanzaron las redes sin pescar nada.
Ya estaban por rendirse, cuando João Alves, el más joven, quiso hacer un último intento.
Lanzó de nuevo la red al agua y la recogió lentamente. Había algo, pero no era un pez… parecía más bien un trozo de madera.
Cuando lo liberó de las redes, el pedazo de madera resultó ser una estatua de la Virgen María, aunque sin cabeza.
João volvió a lanzar la red al agua, y esta vez extrajo un trozo redondeado que parecía justamente la cabeza de esa misma estatua.
Intentó unir los dos fragmentos y vio que encajaban perfectamente.
Movido por un impulso, João Alves lanzó nuevamente la red al río y, al intentar recogerla, no pudo: estaba llena de peces.
Sus compañeros también lanzaron sus redes, y la pesca de ese día fue increíblemente abundante.

Una madre ve las necesidades de sus hijos
María vio las necesidades de aquellos tres pescadores y fue en su ayuda
Y los hijos le dieron todo el amor y la dignidad que puede darse a una madre: unieron los dos fragmentos de la estatua, la colocaron en una choza y allí levantaron un santuario.
Desde lo alto de esa humilde capilla, la Virgen Aparecida —que significa Aparecida— salvó a un hijo suyo esclavizado que huía de sus amos: vio su sufrimiento y le devolvió la dignidad.
Hoy, esa capilla se ha transformado en el santuario mariano más grande del mundo: la Basílica de Nuestra Señora de Aparecida.

María, Madre que ve
Tú, que has visto el sufrimiento de tus hijos maltratados, comenzando por los discípulos, te pones al lado de tus hijos más pobres y perseguidos. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
No te escondas de la mirada de una madre: ella ve incluso tus deseos y necesidades más ocultas.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, dignidad y justicia social

María Santísima es un espejo de dignidad humana plenamente realizada; silenciosa, pero poderosa e inspiradora para un justo sentido de la vida social.
Reflexionar sobre la figura de María en relación con estos temas nos revela una perspectiva profunda y sorprendentemente actual.
Miremos a María, la mujer llena de dignidad, como un don que hoy nos ayuda a contemplar esa pureza originaria suya.
Una pureza que no la coloca en un pedestal inalcanzable, sino que nos la muestra en la plenitud de esa dignidad a la que todos, en cierto modo, nos sentimos atraídos, llamados.
Contemplando a María, vemos brillar la belleza y nobleza —es decir, la dignidad— del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, libre del yugo del pecado, plenamente abierto al amor divino: una humanidad que no se pierde en detalles o superficialidades.
Podemos decir que el “sí” libre y consciente de María es un gesto de autodeterminación que la eleva a estar en plena sintonía con la voluntad de Dios; entra, de algún modo, en la lógica divina.
Su humildad, lejos de restarle valor, la hace aún más libre. La humildad de María es la conciencia de la verdadera grandeza que proviene de Dios.
Esta dignidad que contemplamos en María nos invita a preguntarnos cómo la estamos viviendo en nuestra vida cotidiana.
El tema de la justicia social, aunque menos explícito, se hace evidente cuando leemos el Evangelio con atención contemplativa, especialmente el Magníficat: allí captamos y sentimos ese espíritu revolucionario que proclama el derribo de los poderosos de sus tronos y la exaltación de los humildes.
Es el vuelco de las lógicas mundanas, la atención privilegiada de Dios hacia los pobres, hacia los hambrientos.
Palabras que brotan de un corazón humilde, lleno del Espíritu Santo.
Podemos decir que son un manifiesto de justicia social “ante litteram”, una anticipación del Reino de Dios, donde los últimos serán los primeros.
Contemplemos a María para que nos sintamos atraídos por esta dignidad que no se encierra en sí misma, sino que, como expresa el Magníficat, nos desafía a no quedarnos atrapados en nuestras propias lógicas.
Que nos impulse a abrirnos, a alabar a Dios y a vivir el don recibido para el bien de la humanidad, por la dignidad de los pobres, de aquellos que son descartados por la sociedad.

¿Y nosotros, nos escondemos o le contamos todo como hacen los niños?

La oración de un hijo que tiene miedo
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de devolver dignidad.
En la hora de la prueba, mira mis carencias y complétalas.
En la hora del cansancio, mira mis debilidades y sáname.
En la hora de la espera, mira mis impaciencias y cúralas.
Así, al mirar a mis hermanos, pueda ver también sus carencias y completarlas,
ver sus debilidades y sanarlas, sentir sus impaciencias y curarlas.
Porque nada sana tanto como el amor, y nadie es tan fuerte como una madre que busca justicia para sus hijos.
Y entonces yo también, Madre, me detengo a los pies de la choza, miro con ojos confiados tu imagen y rezo por la dignidad de todos tus hijos.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 8
Ser Hijos – Dulzura y cotidianidad

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Virgen de Banneaux
La pequeña Marietta de Banneaux
El 18 de enero, Marietta está en el jardín, rezando el rosario. María se le aparece y la conduce a un pequeño manantial al borde del bosque, donde le dice: «Este manantial es para mí», e invita a la niña a sumergir en él su mano y el rosario.
Su padre y otras dos personas han seguido, con indescriptible asombro, todos los gestos y palabras de Marietta.
Esa misma tarde, el primero en ser tocado por la gracia de Banneaux es justamente su padre, quien corre a confesarse y a recibir la Eucaristía: desde su Primera Comunión no se había vuelto a confesar.
El 19 de enero, Marietta pregunta: «Señora, ¿quién es usted?»
«Soy la Virgen de los pobres.»
Y en el manantial añade: «Este manantial es para mí, para todas las naciones, para los enfermos. ¡He venido a consolarlos!»

Marietta es una niña normal, que vive sus días como todos nosotros, como nuestros hijos o nietos.
Un pueblo pequeño y desconocido es su hogar. Reza para permanecer cerca de Dios.
Reza a su madre del cielo para mantener vivo ese vínculo con ella.
Y María le habla con dulzura, en un lugar familiar. Se le aparecerá varias veces, le confiará secretos y le pedirá que rece por la conversión del mundo: para Marietta, esto es un gran mensaje de esperanza.
Todos los hijos son abrazados y consolados por la Madre, toda la dulzura que Marietta encuentra en la “Señora amable” la transmite al mundo.
Y de ese encuentro nace una gran cadena de amor y espiritualidad, que culmina en el santuario dedicado a la Virgen de Banneaux.

María, Madre que permanece cerca
Tú, que te has quedado junto a tus hijos sin perder a ninguno, has iluminado el camino cotidiano de los más sencillos. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate abrazar por María: no temas, ella te consolará.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, educación y amor

María Santísima es una maestra incomparable de educación, porque es fuente inagotable de amor, y quien ama, educa; educa de verdad quien ama.
Reflexionar sobre la figura de María en relación con estos dos pilares del crecimiento humano y espiritual es contemplar un ejemplo que debemos tomar en serio y asumir en nuestras decisiones cotidianas.
La educación que emana de María no está hecha de normas ni de enseñanzas formales, sino que se manifiesta a través de su ejemplo de vida:
un silencio contemplativo que habla, su obediencia a la voluntad de Dios, humilde y grande al mismo tiempo, su profunda humanidad.
El primer aspecto educativo que María nos transmite es el del escucha:
la escucha de la Palabra de Dios, la escucha de ese Dios que está siempre allí para ayudarnos, para acompañarnos.
María guarda en su corazón, medita con cuidado, favorece una escucha atenta a la Palabra de Dios y, con la misma actitud, a las necesidades de los demás.
María nos educa en una humildad que no se queda en la pasividad ni en el distanciamiento, sino en esa humildad que, al reconocer nuestra pequeñez frente a la grandeza de Dios, nos impulsa a ponernos en acción al servicio de su voluntad.
Un corazón abierto para acompañar y vivir verdaderamente el proyecto que Dios tiene para nosotros. María es un ejemplo que nos ayuda a dejarnos educar por la fe; nos educa en la perseverancia, permaneciendo firmes en el amor a Jesús, incluso al pie de la cruz.
Educación y amor. El amor de María es el corazón palpitante de su existencia.
Cada vez que nos acercamos a ella, sentimos ese amor materno que se extiende sobre todos nosotros.
Es un amor a Jesús que se transforma en amor por toda la humanidad.
El corazón de María se abre con la ternura infinita que ha recibido de Dios y que comunica a Jesús y a sus hijos espirituales.
Pidamos al Señor que, contemplando el amor de María —un amor que educa—, nos dejemos mover a superar nuestros egoísmos, nuestras cerrazones, y nos abramos a los demás.
En María vemos a una mujer que educa con amor y que ama con un amor que educa.
Pidamos al Señor que nos conceda el don de un amor verdadero, que es el don de su amor,
un amor que nos purifica, que nos sostiene, que nos hace crecer, para que nuestro ejemplo pueda ser verdaderamente un ejemplo que comunique amor.
Y al comunicar amor, podamos dejarnos educar por ella, y permitamos que ella nos ayude para que nuestro ejemplo también eduque a los demás.

¿Y nosotros, somos capaces de abandonarnos como hacen los niños?

La oración de un hijo de nuestros días
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón manso y dócil.
¿Quién volverá a unir mis pedazos, después de haberme roto bajo el peso de mis cruces?
¿Quién devolverá la luz a mis ojos, después de haber visto los escombros de la crueldad humana?
¿Quién aliviará los sufrimientos de mi alma, tras los errores cometidos en el camino?
Madre mía, solo tú puedes consolarme.
Abrázame y no me sueltes, para que no me haga pedazos.
Mi alma descansa en ti y halla paz, como un niño en los brazos de su madre.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 9
Ser Hijos – Construcción y sueño

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

María Auxiliadora
El pequeño Juanito Bosco
A los 9 años tuve un sueño que quedó profundamente grabado en mi mente durante toda la vida.
En el sueño me parecía estar cerca de casa, en un patio muy amplio, donde se encontraba reunida una multitud de muchachos que jugaban. Algunos reían, otros jugaban, no pocos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me lancé en medio de ellos usando los puños y las palabras para hacerlos callar.
En ese momento apareció un hombre venerable, de aspecto noble y vestido con dignidad.
—No con golpes, sino con mansedumbre y caridad ganarás a estos tus amigos.
—¿Quién es usted, que me manda algo imposible?, pregunté.
—Precisamente porque te parece imposible, debes hacerlo posible con obediencia y con el conocimiento.
—¿Dónde y cómo podré adquirir ese conocimiento?
—Yo te daré la Maestra bajo cuya guía podrás hacerte sabio, y sin la cual toda sabiduría se vuelve necedad.
En ese momento vi junto a él a una mujer de majestuoso aspecto, vestida con un manto que resplandecía por todos lados, como si cada punto fuera una estrella brillante.
—Este es tu campo, aquí deberás trabajar. Hazte humilde, fuerte y vigoroso: y lo que ahora ves que sucede con estos animales, deberás hacerlo por mis hijos.
Volví la mirada y vi que en lugar de animales salvajes, aparecieron corderos mansos, que saltaban y corrían alrededor, balando como si hicieran fiesta a aquel hombre y a aquella señora. Entonces, aún en sueños, rompí a llorar y rogué que me hablaran de modo que pudiera entender, porque no sabía lo que todo eso significaba.
Entonces ella me puso la mano en la cabeza y me dijo:
—A su debido tiempo lo comprenderás todo.

María guio y acompañó a Juanito Bosco durante toda su vida y su misión.
Él, siendo un niño, descubre en un sueño su vocación. No comprenderá, pero se dejará guiar.
Pasarán muchos años sin entender, pero al final reconocerá que «ella lo ha hecho todo».
Y la madre —tanto la terrenal como la celestial— será la figura central en la vida de este hijo que se hará pan para sus hijos.
Y tras haber encontrado a María en sus sueños, ya siendo sacerdote, Juan Bosco construirá un santuario para que todos sus hijos puedan confiarse a ella.
Lo dedicará a María Auxiliadora, porque ella fue su puerto seguro, su ayuda constante.
Así, todos los que entran en la Basílica de María Auxiliadora en Turín, son acogidos bajo el manto protector de María, que se convierte en su guía.

María, Madre que acompaña, que guía
Tú, que acompañaste a tu hijo Jesús en todo su camino, te ofreciste como guía para quienes supieron escucharte con el entusiasmo que solo los niños saben tener. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate acompañar: la Madre siempre estará a tu lado para indicarte el camino.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, ayuda en la conversión

María Santísima es una ayuda poderosa y silenciosa en nuestro camino de crecimiento.
Es un camino que necesita liberarse constantemente de aquello que lo bloquea, que impide avanzar.
Es un camino que debe renovarse sin cesar, sin volver atrás ni detenerse en rincones oscuros de nuestra existencia. Eso es la conversión.
La presencia de María es un faro de esperanza, una invitación constante a seguir caminando hacia Dios, ayudando a nuestro corazón a mantenerse enfocado en Él, en su amor.
Reflexionar sobre María, sobre su papel, significa descubrir a una mujer que no impone, que no juzga, sino que sostiene, alienta, acompaña con humildad y con amor materno.
Ayuda a nuestro corazón a permanecer cerca del suyo, para acercarnos cada vez más a su Hijo Jesús, que es el camino, la verdad y la vida.
También para nosotros sigue teniendo valor aquel “sí” de María en la Anunciación, que abrió a la humanidad el acceso a la historia de la salvación.
Su intercesión en las bodas de Caná sigue sosteniendo a quienes se encuentran en situaciones inesperadas, inciertas.
María es un modelo de conversión continua. Su vida, una vida inmaculada fue, sin embargo, un progresivo adherirse a la voluntad de Dios, un camino de fe atravesado por alegrías y dolores, que culminó en el sacrificio del Calvario.
La perseverancia de María en seguir a Jesús se convierte para nosotros en una invitación a vivir también nosotros esa cercanía constante, esa transformación interior que, lo sabemos bien, es un proceso gradual, pero que requiere constancia, humildad y confianza en la gracia de Dios.
María nos ayuda en el camino de conversión mediante una escucha atenta y centrada en la Palabra de Dios.
Una escucha que nos da fuerza para abandonar los caminos del pecado, porque descubrimos la belleza y la fuerza de caminar hacia Dios.
Volvámonos a María con confianza filial, porque eso significa que, al reconocer nuestras fragilidades, nuestros pecados y defectos, queremos favorecer el deseo de cambiar. El deseo de un corazón que se deja acompañar por el corazón materno de María.
En María encontramos esa ayuda preciosa para discernir las falsas promesas del mundo y redescubrir la belleza y la verdad del Evangelio.
Que María, Auxilio de los Cristianos, sea para todos nosotros una ayuda constante para descubrir la belleza del Evangelio, y para aceptar caminar hacia la bondad y la grandeza de la Palabra de Dios, viva en el corazón, para poder comunicarla a los demás.

¿Y nosotros, somos capaces de dejarnos tomar de la mano como lo hacen los niños?

La oración de un hijo inmóvil
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de soñar y de construir.
Yo, que no dejo que nadie me ayude.
Yo, que me desanimo, pierdo la paciencia y nunca creo haber construido nada.
Yo, que siempre me siento un fracaso.
Hoy quiero ser hijo, ese hijo capaz de darte la mano, Madre mía,
para dejarme acompañar por ti por los caminos de la vida.
Muéstrame mi campo,
muéstrame mi sueño,
y haz que al final también yo pueda comprender todo
y reconocer tu paso en mi vida.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.




Obsequios de los jóvenes a María (1865)

En el sueño narrado por Don Bosco en la Crónica del Oratorio, fechado el 30 de mayo, la devoción mariana se convierte en un vívido juicio simbólico sobre los jóvenes del Oratorio: una procesión de jóvenes se presenta, cada uno con un don, ante un altar espléndidamente adornado en honor a la Virgen. Un ángel, custodio de la comunidad, acoge o rechaza las ofrendas, revelando su significado moral: flores perfumadas o marchitas, espinas de desobediencia, animales que encarnan vicios graves como la impureza, el robo y el escándalo. En el corazón de la visión resuena el mensaje educativo de Don Bosco: la humildad, la obediencia y la castidad son los tres pilares para merecer la corona de rosas de María.

            En medio de estas penas don Bosco se consolaba con la devoción a María Santísima, honrada durante el mes de mayo por toda la comunidad de una manera especial. De sus pláticas de la noche solamente nos ha conservado la Crónica la del día 30 de mayo, que por cierto es preciosa en extremo.

30 de mayo

            Contemplé un gran altar dedicado a María y magníficamente adornado. Vi a todos los alumnos del Oratorio avanzando procesionalmente hacia él. Cantaban loas a la Virgen, pero no todos del mismo modo, aunque cantaban la misma canción. Muchos cantaban bien y con precisión de compás, aunque unos más fuerte y otros más bajos. Algunos cantaban con voces malas y muy roncas, éstos desentonaban, ésos caminaban en silencio y se salían de la fila, aquéllos bostezaban y parecían aburridos; algunos topaban unos contra otros y se reían entre sí. Todos llevaban regalos para ofrecérselos a María. Tenían todos un ramo de flores, quien más grande, quien más pequeño y distintos los unos de los otros. Unos tenían un manojo de rosas, otros de claveles, otros de violetas, etc. Algunos llevaban a la Virgen regalos muy extraños.

            Quien llevaba una cabeza de cerdito, quien un gato, quien un plato de sapos, quien un conejo, quien un corderito u otros regalos. Había un hermoso joven delante del altar que, si se le miraba atentamente, se veía que detrás de las espaldas tenía alas. Era, tal vez, el Ángel de la Guarda del Oratorio, el cual, conforme iban llegando los muchachos recibía sus regalos y los colocaba en el altar.
            Los primeros ofrecieron magníficos ramos de flores y él, sin decir nada, los colocó al pie del altar. Muchos otros entregaron sus ramos. El los miró; los desató, hizo quitar algunas flores estropeadas, que tiró fuera, y volviendo a arreglar el ramo, lo colocó en el altar. A otros, que tenían en su ramo flores bonitas, pero sin perfume, como las dalias, las camelias, etc., el Ángel hizo quitar también éstas porque la Virgen quiere realidades y no apariencias. Así rehecho el ramo, el Ángel lo ofreció a la Virgen. Muchos tenían espinas, pocas o muchas, entre las flores y, otros, clavos. El Ángel quitó éstos y aquéllas.

            Llegó finalmente el que llevaba el cerdito y el Ángel le dijo: -¿Cómo te atreves a presentar este regalo a María? ¿Sabes qué significa el cerdo? Significa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este pecado. Retírate, pues; no eres digno de estar ante Ella.
            Vinieron los que llevaban un gato y el Ángel les dijo:
            – ¿También vosotros os atrevéis a ofrecer a María estos dones? El gato es la imagen del robo, ¿y vosotros lo ofrecéis a la Virgen? Son ladrones los que roban dinero, objetos, libros a los compañeros, los que sustraen cosas de comer al Oratorio, los que destrozan los vestidos por rabia, los que malgastan el dinero de sus padres no estudiando, etc. E hizo que también éstos se pusieran aparte.
            Llegaron los que llevaban platos con sapos y el Ángel, mirándoles indignado, les dijo: -Los sapos simbolizan el vergonzoso pecado del escándalo y, ¿vosotros venís a ofrecérselos a la Virgen? Retiraos, id con los que no son dignos. Y se retiraron confundidos. Avanzaban otros con un cuchillo clavado en el corazón. El cuchillo significaba los sacrilegios. El Ángel les dijo:
            – ¿No veis que lleváis la muerte en el alma: ¿Que estáis con vida por misericordia de Dios y que de lo contrario estaríais perdidos para siempre? ¡Por favor! ¡Que os arranquen ese cuchillo! También éstos fueron echados fuera.
            Poco a poco se acercaron todos los demás jóvenes y ofrecían corderos, conejos, pescado, nueces, uvas, etc., etc. El Ángel recibió todo y lo puso sobre el altar. Y después de haber separado así los buenos de los malos, hizo formar en filas ante el altar aquéllos cuyos dones habían sido aceptados por María. Con gran dolor vi que los que habían sido puestos aparte eran más numerosos de lo que yo creía.
            Salieron por ambos lados del altar otros dos ángeles que sostenían dos riquísimas cestas llenas de magníficas coronas hechas con rosas estupendas. No eran rosas terrenales, sino como artificiales, símbolo de la inmortalidad.
            Y el Ángel de la Guarda fue tomando una a una aquellas coronas y coronó a todos los jóvenes formados ante el altar. Las había grandes y pequeñas, pero todas de una belleza incomparable. Os he de advertir que no solamente se hallaban allí los actuales alumnos de la casa, sino también muchos más que yo no había visto nunca.
            En esto que sucedió algo admirable. Había muchachos de cara tan fea que casi daban asco y repulsión; a éstos les tocaron las coronas más hermosas, señal de que a un exterior tan feo suplía el regalo de la virtud de la castidad, en grado eminente. Muchos otros tenían la misma virtud, pero en grado menos elevado. Muchos se distinguían por otras virtudes, como la obediencia, la humildad, el amor de Dios, y todos tenían coronas proporcionadas al grado de sus virtudes. El Ángel les dijo:
            -María ha querido que hoy fueseis coronados con hermosas flores. Procurad, sin embargo, seguir de modo que no os sean arrebatadas. Hay tres medios para conservarlas: 1.° humildad, 2.° obediencia, y 3.° castidad; son tres virtudes que siempre os harán gratos a María y un día os harán dignos de recibir una corona infinitamente más hermosa que ésta.
            Entonces los jóvenes empezaron a cantar ante el altar el Ave maris Stella.
            Terminada la primera estrofa, y procesionalmente, como habían llegado, iniciaron la marcha cantando: Load a María, pero con voces tan fuertes que yo quedé estupefacto, maravillado. Les seguí durante un rato y luego volví atrás para ver a los muchachos que el Ángel había puesto aparte: pero no los vi más.
            Amigos míos: yo sé quiénes fueron coronados y quiénes fueron rechazados por el Ángel. Se lo diré a cada uno en particular para que todos procuréis ofrecer a María obsequios que ella se digne aceptar.
            Mientras tanto, he aquí algunas observaciones: La primera. -Todos llevaban flores a la Virgen y, entre ellas, las había de muchas clases, pero observé que todos, unos más otros menos, tenían espinas en medio de las flores. Pensé y volví a pensar qué significaban aquellas espinas y descubrí que significaban la desobediencia. Tener dinero sin licencia y sin querer entregarlo al Administrador; pedir permiso para ir a un sitio y después ir a otro; llegar tarde a clase cuando ya hace tiempo que están los demás en ella, hacer merendolas clandestinas; entrar en los dormitorios de otros, lo que está severamente prohibido, no importa el motivo o pretexto que tengáis; levantarse tarde por la mañana; abandonar las prácticas reglamentarias; hablar en horas de silencio; comprar libros sin hacerlos revisar; enviar cartas por medio de terceros para que no sean vistas y recibirlas por el mismo medio; hacer tratos, comprar y vender cosas entre vosotros: esto es lo que significan las espinas. Muchos de vosotros preguntaréis si es pecado transgredir los reglamentos de la casa. Lo he pensado seriamente y os respondo que sí. No digo si ello es grave o leve; hay que regularse por las circunstancias, pero pecado lo es. Alguno me dirá que en la ley de Dios no se habla de que debamos obedecer los reglamentos de la casa. Escuchad: está en los mandamientos: – ¡Honrar padre y madre! ¿Sabéis qué quieren decir las palabras padre y madre? Comprenden también a los que hacen sus veces. Además, ¿no está escrito en la Escritura: Oboedite praepositis vestris? (Obedeced a vuestros dirigentes). Si a vosotros os toca obedecer, es lógico que a ellos toca mandar. Este es el origen de los reglamentos del Oratorio y ésta la razón de si se deben cumplir o no.
            Segunda observación. -Algunos llevaban entre sus flores unos clavos, clavos que habían servido para enclavar al buen Jesús. ¿Cómo? Siempre se empieza por las cosas pequeñas y luego se llega a las grandes. Aquel tal quería tener dinero para satisfacer sus caprichos y gastarlo a su antojo y por eso no quiso entregarlo; vendió después sus libros de clase y terminó por robar dinero y prendas a sus compañeros. Aquel otro quería estimular el garguero y llegaron las botellas, etc.; después se permitió otras licencias hasta caer en pecado mortal. Así se explican los clavos de aquellos ramos, así es como se crucifica al buen Jesús. Ya dice el Apóstol que los pecados vuelven a crucificar al Salvador. Rursus crucifigentes Filium Dei (Crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios).
            Tercera observación. -Muchos jóvenes tenían, entre las flores frescas y olorosas de sus ramos, flores secas y marchitas o sin perfume alguno. Estas significaban las buenas obras hechas en pecado mortal, las cuales no sirven para acrecentar sus méritos; las flores sin perfume son las obras buenas hechas por fines humanos, por ambición o solamente para agradar a superiores y maestros. Por esto el Ángel les reprochaba que se atreviesen a presentar a María tales obsequios y les mandaba atrás para que arreglasen su ramo. Ellos se retiraban, lo deshacían, quitaban las flores secas y después, arregladas las flores, las ataban como antes y las llevaban de nuevo al Ángel, el cual las aceptaba y ponía sobre la mesa. Una vez terminada su ofrenda, sin ningún orden, se juntaban con los otros que debían recibir la corona.

            Yo vi en este sueño todo lo que sucedió y sucederá a mis muchachos. A muchos ya se lo he dicho, a otros se lo diré. Por vuestra parte, procurad que la Santísima Virgen reciba de vosotros dones que no tengan que ser rechazados.
(MB IT VIII, 129-132 / MB ES 120-122)

Foto de apertura: Carlo Acutis durante una visita al Santuario mariano de Fátima.