La herencia del Papa Francisco

En medio del río de artículos y comentarios que han acompañado estos días, queremos simplemente expresar nuestro agradecimiento al Papa Francisco por el patrimonio humano y espiritual que nos deja:

1. Por la Misericordia divina. Gracias por recordarnos incansablemente que «Dios no se cansa de perdonar» y por el extraordinario Jubileo de la Misericordia.

2. Por la alegría de la fe. Gracias por enseñarnos que la fe en Jesucristo permite vivir «sobre las alas de la esperanza»: realmente Spes non confundit.

3. Por la devoción a María. Gracias por el testimonio de filial devoción a la Madre de Dios, María Santísima.

4. Por la sencillez desarmante. Gracias por un estilo de vida sobrio que ha atravesado cada gesto de su pontificado.

5. Por el primado de los últimos. Gracias por haber puesto en el centro a los pobres, sin techo, refugiados, migrantes y presos.

6. Por la denuncia de la “cultura del descarte”. Gracias por condenar la explotación y la instrumentalización de las personas, el lucro sin escrúpulos y el consumismo desenfrenado.

7. Por el valor de la familia. Gracias por advertirnos que las mascotas no pueden sustituir a los hijos.

8. Por la atención a los ancianos. Gracias por recordar que la vida frágil no debe ser descartada: los ancianos no deben ser eutanasíados por ser inútiles o no productivos, sino que son testigos de paz, amor y bendición.

9. Por la sinodalidad. Gracias por mostrar que el cristianismo no es un “hazlo tú mismo”, sino comunión con Dios y con los hermanos.

10. Por la apertura ecuménica. Gracias por buscar la unidad entre los cristianos con gestos concretos y valientes.

11. Por la lucha por la paz. Gracias por alzar la voz en un mundo desgarrado por una “tercera guerra mundial a pedazos”.

12. Por la mirada profética sobre el tiempo presente. Gracias por hacernos entender que no vivimos simplemente una época de cambios, sino el cambio de una época.

Gracias. Que Dios recompense todo el bien sembrado en la tierra.




Si la Patagonia debe esperar… vayamos a Asia

Se recorre la expansión de los misioneros salesianos en Argentina en la segunda mitad del siglo XIX, en un país abierto a los capitales extranjeros y caracterizado por una intensa inmigración italiana. Las reformas legislativas y la carencia de escuelas favorecieron los proyectos educativos de Don Bosco y Don Cagliero, pero la realidad se reveló más compleja de lo imaginado en Europa. Un contexto político inestable y un nacionalismo hostil a la Iglesia se entrelazaban con tensiones religiosas anticlericales y protestantes. Existía, además, la dramática condición de los indígenas, rechazados hacia el sur por la fuerza militar. La rica correspondencia entre los dos religiosos muestra cómo tuvieron que adecuar objetivos y estrategias frente a nuevos desafíos sociales y religiosos, manteniendo vivo el deseo de extender la misión también en Asia.

Con la misión jurídica recibida del papa, con el título y las facultades espirituales de misioneros apostólicos concedidas por la Congregación de Propaganda Fide, con una carta de presentación de Don Bosco al arzobispo de Buenos Aires, los diez misioneros tras un mes de viaje a través del océano Atlántico, a mediados de diciembre de 1875, llegaron a Argentina, un inmenso país poblado por algo menos de dos millones de habitantes (cuatro millones en 1895, en 1914 serían ocho millones). De él apenas conocían el idioma, la geografía y un poco de historia.
Acogidos por las autoridades civiles, el clero local y benefactores, vivieron inicialmente meses felices. En efecto, la situación del país era favorable, tanto en el plano económico, con grandes inversiones de capitales extranjeros, como en el social, con la apertura legal (1875) a la inmigración, sobre todo italiana: 100.000 inmigrantes, 30.000 de ellos sólo en Buenos Aires. La situación educativa también era favorable debido a la nueva ley de libertad de enseñanza (1876) y a la falta de escuelas para “niños pobres y abandonados”, como a las que querían dedicarse los salesianos.
En cambio, surgieron dificultades en el aspecto religioso -dada la fuerte presencia de anticlericales, masones, liberales hostiles, protestantes ingleses (galeses) en algunas zonas- y el modesto espíritu religioso de muchos clérigos nativos e inmigrantes. Del mismo modo, en el aspecto político, por los riesgos siempre inminentes de inestabilidad política, económica y comercial, por un nacionalismo hostil a la Iglesia católica y susceptible a cualquier influencia exterior, y por el problema no resuelto de los pueblos indígenas de la Pampa y la Patagonia. De hecho, el continuo avance de la línea fronteriza meridional los forzaba cada vez más al sur y hacia la Cordillera, cuando no los eliminaba realmente o, capturados, los vendía como esclavos. Don Cagliero, el jefe de la expedición, se dio cuenta inmediatamente de ello. Dos meses después de su desembarco escribió: “Los indios están exasperados contra el Gobierno Nacional. Van por ellos armados con Remingtons, hacen prisioneros a hombres, mujeres, niños, caballos y ovejas […] debemos rogar a Dios que les envíe misioneros para librarlos de la muerte del alma y del cuerpo”.
De la utopía del sueño al realismo de la situación
En 1876-1877 se produce una especie de diálogo a distancia entre Don Bosco y Don Cagliero: en menos de veinte meses cruzan el Atlántico no menos de 62 cartas. Don Cagliero se comprometía in loco a seguir las directrices de Don Bosco, basándose en las lecturas incompletas de que disponía y en sus inspiraciones de lo alto, que no eran fáciles de descifrar. Don Bosco, a su vez, conoció a través de su jefe de campo cómo la realidad argentina era diferente de lo que él había pensado en Italia. El proyecto operativo estudiado en Turín podía efectivamente ser compartido en los objetivos y en la misma estrategia general, pero no en las coordenadas geográficas, cronológicas y antropológicas previstas. Don Cagliero era perfectamente consciente de ello, a diferencia de Don Bosco que, en cambio, continuó incansablemente ampliando los espacios para las misiones salesianas.
El 27 de abril de 1876, de hecho, anunció a Don Cagliero la aceptación de un Vicariato Apostólico en la India – excluyendo los otros dos propuestos por la Santa Sede, en Australia y China – que le sería confiado a él, que por lo tanto dejaría en manos de otros las misiones de la Patagonia. Dos semanas después, sin embargo, Don Bosco presentó a Roma la petición de erigir un Vicariato Apostólico también para la Pampa y la Patagonia, que él consideraba, erróneamente, territorio nullius [de nadie] tanto civil como eclesiásticamente. Lo reiteró en agosto siguiente al firmar el largo manuscrito La Patagonia e le terre australiani del continente americano, escrito junto con el P. Giulio Barberis. La situación se complicó aún más con la adquisición por el gobierno argentino (de acuerdo con el chileno) de las tierras habitadas por los indígenas, que las autoridades civiles de Buenos Aires habían dividido en cuatro gobernaciones y que el arzobispo de Buenos Aires consideraba, con razón, sujetas a su jurisdicción ordinaria.
Pero las furiosas luchas gubernamentales contra los nativos (septiembre de 1876) hicieron que el sueño salesiano “A la Patagonia, a la Patagonia. ¡Dios lo quiera!” permaneció así por el momento.

Los italianos “indianizados”
Mientras tanto, en octubre de 1876, el arzobispo había propuesto a los misioneros salesianos que se hicieran cargo de la parroquia de La Boca, en Buenos Aires, para atender a miles de italianos “más indianizados que los indios en cuanto a costumbres y religión” (habría escrito don Cagliero). Aceptaron. Durante su primer año en Argentina, de hecho, ya habían estabilizado su posición en la capital: con la compra formal de la capilla Mater misericordiae en el centro de la ciudad, con el establecimiento de oratorios festivos para italianos en tres partes de la ciudad, con el hospicio de “artes y oficios” y la iglesia de San Carlos en el oeste -que permanecerían allí desde mayo de 1877 hasta marzo de 1878, cuando se trasladaron a Almagro- y ahora la parroquia de La Boca en el sur con un oratorio que se estaba instalando. También proyectaron un noviciado y mientras esperaban a las Hijas de María Auxiliadora pensaron en un hospicio e internado en Montevideo, Uruguay.
A finales del año 1876 don Cagliero estaba dispuesto a regresar a Italia, viendo además que tanto la posibilidad de entrar en Chubut como la fundación de una colonia en Santa Cruz (en el extremo sur del continente) se prolongaban excesivamente debido a un gobierno que ponía trabas a los misioneros y a que los nativos hubieran preferido “destruirlos antes que reducirlos”.
Pero con la llegada en enero de 1877 de la segunda expedición de 22 misioneros, Don Cagliero planeó independientemente intentar una excursión a Carmen de Patagones, sobre el Río Negro, de acuerdo con el arzobispo. Don Bosco a su vez ese mismo mes sugirió a la Santa Sede la erección de tres Vicariatos Apostólicos (Carmen de Patagones, Santa Cruz, Punta Arenas) o al menos uno en Carmen de Patagones, comprometiéndose a aceptar en 1878 el de Mangalor en la India con don Cagliero como Vicario. No sólo eso, sino que el 13 de febrero con inmensa valentía se declaró también disponible para el mismo 1878 para el Vicariato Apostólico de Ceilán con preferencia al de Australia, ambos propuestos a él por el Papa (¿o sugeridos por él al Papa?). En resumen, Don Bosco no se contentaba con América Latina, al oeste, soñaba con enviar sus misioneros a Asia, al este.




Don Elia Comini: sacerdote mártir en Monte Sole

El 18 de diciembre de 2024, el Papa Francisco reconoció oficialmente el martirio de don Elia Comini (1910-1944), Salesiano de Don Bosco, quien será beatificado. Su nombre se suma al de otros sacerdotes—como don Giovanni Fornasini, ya Beato desde 2021—que fueron víctimas de las feroces violencias nazis en el área de Monte Sole, en las colinas de Bolonia, durante la Segunda Guerra Mundial. La beatificación de don Elia Comini no es solo un acontecimiento de extraordinaria relevancia para la Iglesia bolonesa y la Familia Salesiana, sino que también constituye una invitación universal a redescubrir el valor del testimonio cristiano: un testimonio en el que la caridad, la justicia y la compasión prevalecen sobre toda forma de violencia y odio.

De los Apennino a los patios salesianos
            Don Elia Comini nace el 7 de mayo de 1910 en la localidad “Madonna del Bosco” de Calvenzano de Vergato, en la provincia de Bolonia. Su casa natal está contigua a un pequeño santuario mariano, dedicado a la “Madonna del Bosco”, y esta fuerte impronta en el signo de María lo acompañará toda la vida.
            Es el segundo hijo de Claudio y Emma Limoni, quienes se casaron, en la iglesia parroquial de Salvaro, el 11 de febrero de 1907. Al año siguiente nació el primogénito Amleto. Dos años más tarde, Elia vino al mundo. Bautizado al día siguiente de su nacimiento – 8 de mayo – en la parroquia Sant’Apollinare de Calvenzano, Elia recibe ese día también los nombres de “Michele” y “Giuseppe”.
            Cuando tiene siete años, la familia se traslada a la localidad “Casetta” de Pioppe de Salvaro en el municipio de Grizzana. En 1916, Elia comienza la escuela: asiste a las tres primeras clases de primaria en Calvenzano. En ese período también recibe la Primera Comunión. Aún pequeño, se muestra muy involucrado en el catecismo y en las celebraciones litúrgicas. Recibe la Confirmación el 29 de julio de 1917. Entre 1919 y 1922, Elia aprende los primeros elementos de pastoral en la “escuela de fuego” de Mons. Fidenzio Mellini, quien de joven había conocido a don Bosco, quien le había profetizado el sacerdocio. En 1923, don Mellini orienta tanto a Elia como a su hermano Amleto hacia los Salesianos de Finale Emilia, y ambos aprovecharán el carisma pedagógico del santo de los jóvenes: Amleto como docente y “emprendedor” en el ámbito escolar; Elia como Salesiano de Don Bosco.
            Noviado desde el 1 de octubre de 1925 en San Lázaro de Savena, Elia Comini queda huérfano de padre el 14 de septiembre de 1926, a pocos días (3 de octubre de 1926) de su Primera Profesión religiosa, que renovará hasta la Perpetua, el 8 de mayo de 1931 en el aniversario de su bautismo, en el Instituto “San Bernardino” de Chiari. En Chiari será además “tirocinante” en el Instituto Salesiano “Rota”. Recibe el 23 de diciembre de 1933 los órdenes menores del ostiariado y del lectorado; del exorcistado y del acolitado el 22 de febrero de 1934. Es subdiácono el 22 de septiembre de 1934. Ordenado diácono en la catedral de Brescia el 22 de diciembre de 1934, don Elia es consagrado sacerdote por la imposición de manos del Obispo de Brescia Mons. Giacinto Tredici el 16 de marzo de 1935, con solo 24 años: al día siguiente celebra la Primera Misa en el Instituto salesiano “San Bernardino” de Chiari. El 28 de julio de 1935 celebrará con una Misa en Salvaro.
            Inscrito en la facultad de Letras Clásicas y Filosofía de la entonces Real Universidad de Milán, es muy querido por los alumnos, ya como docentes, ya como padre y guía en el Espíritu: su carácter, serio sin rigidez, le vale estima y confianza. Don Elia es también un fino músico y humanista, que aprecia y sabe hacer apreciar las “cosas bellas”. En los trabajos escritos, muchos estudiantes, además de desarrollar el tema, encuentran natural abrirle a don Elia su propio corazón, proporcionándole así la ocasión para acompañarlos y orientarlos. De don Elia “Salesiano” se dirá que era como la gallina con los pollitos alrededor («Se leía en su rostro toda la felicidad de escucharlo: parecían una camada de pollitos alrededor de la gallina»): ¡todos cerca de él! Esta imagen evoca la de Mt 23,37 y expresa su actitud de reunir a las personas para alegrarlas y cuidarlas.
            Don Elia se gradúa el 17 de noviembre de 1939 en Letras Clásicas con una tesis sobre el De resurrectione carnis de Tertuliano, con el profesor Luigi Castiglioni (latinista de fama y coautor de un célebre diccionario de latín, el “Castiglioni-Mariotti”): al detenerse en las palabras «resurget igitur caro», Elia comenta que se trata del canto de victoria después de una larga y extenuante batalla.

Un viaje sin retorno
            Cuando el hermano Amleto se traslada a Suiza, la madre – señora Emma Limoni – queda sola en Apeninos: por lo tanto, don Elia, en plena sintonía con los Superiores, le dedicará cada año sus vacaciones. Cuando regresaba a casa ayudaba a la madre, pero – sacerdote – se mostraba ante todo disponible en la pastoral local, apoyando a Mons. Mellini.
            De acuerdo con los Superiores y en particular con el Inspector, don Francesco Rastello, don Elia regresa a Salvaro también en el verano de 1944: ese año espera poder evacuar a su madre de una zona donde, a poca distancia, fuerzas Aliadas, Partisanos y efectivos nazi-fascistas definían una situación de particular riesgo. Don Elia es consciente del peligro que corre al dejar su Treviglio para ir a Salvaro y un hermano, don Giuseppe Bertolli sdb, recuerda: «al despedirlo le dije que un viaje como el suyo podría también ser sin retorno; le pregunté también, naturalmente bromeando, qué me dejaría si no regresaba; él me respondió con mi mismo tono, que me dejaría sus libros…; luego no lo volví a ver». Don Elia ya era consciente de dirigirse hacia “el ojo del ciclón” y no buscó en la casa Salesiana (donde fácilmente podría haber permanecido) una forma de protección: «El último recuerdo que tengo de él data del verano de 1944, cuando, con motivo de la guerra, la Comunidad comenzó a disolverse; aún siento mis palabras que se dirigían a él con un tono casi de broma, recordándole que él, en esos oscuros períodos que estábamos a punto de enfrentar, debería sentirse privilegiado, ya que en el techo del Instituto se había trazado una cruz blanca y nadie tendría el valor de bombardearlo. Sin embargo, él, como un profeta, me respondió que tuviera mucho cuidado porque durante las vacaciones podría leer en los periódicos que Don Elia Comini había muerto heroicamente en el cumplimiento de su deber». «La impresión del peligro al que se exponía era viva en todos», ha comentado un hermano.

            A lo largo del viaje hacia Salvaro, don Comini hace una parada en Módena, donde sufre una grave herida en una pierna: según una reconstrucción, al interponerse entre un vehículo y un transeúnte, evitando así un accidente más grave; según otra, por haber ayudado a un señor a empujar un carrito. De todos modos, por haber socorrido al prójimo. Dietrich Bonhoeffer escribió: «Cuando un loco lanza su auto sobre la acera, yo no puedo, como pastor, contentarme con enterrar a los muertos y consolar a las familias. Debo, si me encuentro en ese lugar, saltar y agarrar al conductor en su volante».
            El episodio de Módena expresa, en este sentido, una actitud de don Elia que en Salvaro, en los meses siguientes, se manifestaría aún más: interponerse, mediar, acudir en primera persona, exponer su vida por los hermanos, siempre consciente del riesgo que ello conlleva y serenamente dispuesto a pagar las consecuencias.

Un pastor en el frente de guerra
            Cojeando, llega a Salvaro al atardecer del 24 de junio de 1944, apoyándose como puede en un bastón: ¡un instrumento inusual para un joven de 34 años! Encuentra la casa parroquial transformada: Mons. Mellini alberga a decenas de personas, pertenecientes a núcleos familiares de evacuados; además, las 5 hermanas Esclavas del Sagrado Corazón, responsables de la guardería, entre ellas la hermana Alberta Taccini. Anciano, cansado y sacudido por los eventos bélicos, en ese verano Mons. Fidenzio Mellini tiene dificultades para decidir, se ha vuelto más frágil e incierto. Don Elia, que lo conoce desde niño, comienza a ayudarlo en todo y toma un poco el control de la situación. La herida en la pierna le impide además evacuar a su madre: don Elia permanece en Salvaro y, cuando puede volver a caminar bien, las circunstancias cambiantes y las crecientes necesidades pastorales harán que se quede.
            Don Elia anima la pastoral, sigue el catecismo, se ocupa de los huérfanos abandonados a sí mismos. Además, acoge a los evacuados, anima a los temerosos, modera a los imprudentes. La presencia de don Elia se convierte en un elemento aglutinador, un signo bueno en esos dramáticos momentos donde las relaciones humanas son desgarradas por sospechas y oposiciones. Pone al servicio de tanta gente las capacidades organizativas y la inteligencia práctica adquiridas en años de vida salesiana. Escribe a su hermano Amleto: «Ciertamente son momentos dramáticos, y peores se presagian. Esperamos todo en la gracia de Dios y en la protección de la Madonna, que debéis invocar vosotros por nosotros. Espero poder haceros llegar aún nuestras noticias».

            Los alemanes de la Wehrmacht vigilan la zona y, en las alturas, está la brigada partisana “Estrella Roja”. Don Elia Comini permanece una figura ajena a reivindicaciones o partidarismos de ningún tipo: es un sacerdote y hace valer instancias de prudencia y pacificación. A los partisanos les decía: «Muchachos, miren lo que hacen, porque arruinan a la población…», exponiéndola a represalias. Ellos lo respetan y, en julio y septiembre de 1944, pedirán Misas en la parroquia de Salvaro. Don Elia acepta, haciendo descender a los partisanos y celebrando sin esconderse, evitando en cambio subir él a la zona partisana y prefiriendo – como siempre hará ese verano – quedarse en Salvaro o en zonas limítrofes, sin esconderse ni deslizarse en actitudes “ambiguas” a los ojos de los nazi-fascistas.

            El 27 de julio, don Elia Comini escribe las últimas líneas de su Diario espiritual: «27 de julio: me encuentro justo en medio de la guerra. Tengo nostalgia de mis hermanos y de mi casa en Treviglio; si pudiera, regresaría mañana».
            Desde el 20 de julio, compartía una fraternidad sacerdotal con el padre Martino Capelli, Dehoniano, nacido el 20 de septiembre de 1912 en Nembro en la provincia de Bérgamo y ya docente de Sagrada Escritura en Bolonia, también él huésped de Mons. Mellini y ayudando en la pastoral.
            Elia y Martino son dos estudiosos de lenguas antiguas que ahora deben ocuparse de las cosas más prácticas y materiales. La casa parroquial de Mons. Mellini se convierte en lo que Mons. Luciano Gherardi luego llamará «la comunidad del arca», un lugar que acoge para salvar. El padre Martino era un religioso que se había entusiasmado al escuchar hablar de los mártires mexicanos y habría deseado ser misionero en China. Elia, desde joven, es perseguido por una extraña conciencia de “deber morir” y ya a los 17 años había escrito: «Siempre persiste en mí el pensamiento de que debo morir! – ¿Quién sabe?! Hagamos como el siervo fiel: siempre preparado para el llamado, a “reddere rationem” de la gestión».
            El 24 de julio, don Elia inicia el catecismo para los niños en preparación a las primeras Comuniones, programadas para el 30 de julio. El 25, nace una niña en el baptisterio (todos los espacios, desde la sacristía hasta el gallinero, estaban abarrotados) y se cuelga un lazo rosa.
            Durante todo el mes de agosto de 1944, soldados de la Wehrmacht se estacionan en la casa parroquial de Mons. Mellini y en el espacio frente a ella. Entre alemanes, evacuados, consagrados… la tensión podría estallar en cualquier momento: don Elia media y previene también en pequeñas cosas, por ejemplo, actuando como “amortiguador” entre el volumen demasiado alto de la radio de los alemanes y la paciencia ya demasiado corta de Mons. Mellini. También hubo un poco de Rosario todos juntos. Don Angelo Carboni confirma: «Con la intención siempre de confortar a Monseñor, D. Elia se esforzó mucho contra la resistencia de una compañía de alemanes que, estableciéndose en Salvaro el 1 de agosto, quería ocupar varios ambientes de la casa parroquial, quitando toda libertad y comodidad a los familiares y evacuados allí hospedados. Acomodados los alemanes en el archivo de Monseñor, aquí están de nuevo perturbando, ocupando con sus carros buena parte del patio de la Iglesia; con modos aún más amables y persuasivas palabras, D. Elia logró también esta otra liberación en favor de Monseñor, que la opresión de la lucha había obligado a descansar». En esas semanas, el sacerdote salesiano es firme en proteger el derecho de Mons. Mellini a moverse con cierta comodidad en su propia casa – así como el de los evacuados a no ser alejados de la casa parroquial –: sin embargo, reconoce algunas necesidades de los hombres de la Wehrmacht y eso le atrae la benevolencia hacia Mons. Mellini, que los soldados alemanes aprenderán a llamar el buen pastor. De los alemanes, don Elia obtiene comida para los evacuados. Además, canta para calmar a los niños y cuenta episodios de la vida de don Bosco. En un verano marcado por asesinatos y represalias, con don Elia algunos civiles logran incluso ir a escuchar un poco de música, evidentemente difundida por el aparato de los alemanes, y comunicarse con los soldados a través de breves gestos. Don Rino Germani sdb, Vicepostulador de la Causa, afirma: «Entre las dos fuerzas en lucha se inserta la obra incansable y mediadora del Siervo de Dios. Cuando es necesario se presenta al Comando alemán y con educación y preparación logra conquistar la estima de algún oficial. Así muchas veces logra evitar represalias, saqueos y lutos».

            Liberada la casa parroquial de la presencia fija de la Wehrmacht el 1 de septiembre de 1944 – «El 1 de septiembre los alemanes dejaron libre la zona de Salvaro, solo algunos permanecieron por unos días más en la casa Fabbri» – la vida en Salvaro puede respirar un alivio. Don Elia Comini persevera mientras tanto en las iniciativas de apostolado, ayudado por los otros sacerdotes y las hermanas.
            Mientras tanto, el padre Martino acepta algunas invitaciones a predicar en otros lugares y sube a la montaña, donde su cabello claro le causa un gran problema con los partisanos que lo sospechan alemán, don Elia permanece sustancialmente en Salvaro. El 8 de septiembre escribe al director salesiano de la Casa de Treviglio: «Te dejo imaginar nuestro estado de ánimo en estos momentos. Hemos atravesado días negrísimos y dramáticos. […] Mi pensamiento está siempre contigo y con los queridos hermanos de allí. Siento vivísima la nostalgia […]».

            Desde el 11 predica los Ejercicios a las Hermanas sobre el tema de los Novísimos, de los votos religiosos y de la vida del Señor Jesús.
            Toda la población – declaró una mujer consagrada – amaba a Don Elia, también porque él no dudaba en entregarse a todos, en cada momento; no solo pedía a las personas que rezaran, sino que les ofrecía un ejemplo válido con su piedad y ese poco de apostolado que, dada la circunstancia, era posible ejercer.
            La experiencia de los Ejercicios imprime un dinamismo diferente a toda la semana, y involucra transversalmente a consagrados y laicos. Por la noche, de hecho, don Elia reúne a 80-90 personas: se intentaba suavizar la tensión con un poco de alegría, buenos ejemplos, caridad. En esos meses tanto él como el padre Martino, al igual que otros sacerdotes: primero entre todos don Giovanni Fornasini, estaban en primera línea en muchas obras de bien.

La masacre de Montesole
            La matanza más feroz y más grande llevada a cabo por las SS nazis en Europa, durante la guerra de 1939-45, fue la que se consumó alrededor de Monte Sole, en los territorios de Marzabotto, Grizzana Morandi y Monzuno, aunque comúnmente se conoce como la “masacre de Marzabotto”.
            Entre el 29 de septiembre y el 5 de octubre de 1944, los caídos fueron 770, pero en total las víctimas de alemanes y fascistas, desde la primavera de 1944 hasta la liberación, fueron 955, distribuidas en 115 localidades diferentes dentro de un vasto territorio que comprende los municipios de Marzabotto, Grizzana y Monzuno y algunas porciones de los territorios limítrofes. De estos, 216 fueron niños, 316 mujeres, 142 ancianos, 138 víctimas reconocidas como partisanos, cinco sacerdotes, cuya culpa a los ojos de los alemanes consistía en haber estado cerca, con la oración y la ayuda material, a toda la población de Monte Sole en los trágicos meses de guerra y ocupación militar. Junto a don Elia Comini, Salesiano, y al padre Martino Capelli, Dehoniano, en esos trágicos días también fueron asesinados tres sacerdotes de la Arquidiócesis de Bolonia: don Ubaldo Marchioni, don Ferdinando Casagrande, don Giovanni Fornasini. De los cinco está en curso la Causa de Beatificación y Canonización. Don Giovanni, el “Ángel de Marzabotto”, cayó el 13 de octubre de 1944. Tenía veintinueve años y su cuerpo permaneció sin sepultar hasta 1945, cuando fue encontrado gravemente martirizado; fue beatificado el 26 de septiembre de 2021. Don Ubaldo murió el 29 de septiembre, asesinado por una ráfaga de ametralladora en el altar de su iglesia de Casaglia; tenía 26 años, había sido ordenado sacerdote dos años antes. Los soldados alemanes lo encontraron a él y a la comunidad en la oración del rosario. Él fue asesinado allí, a los pies del altar. Los otros – más de 70 – en el cementerio cercano. Don Ferdinando fue asesinado, el 9 de octubre, por un disparo en la nuca, junto a su hermana Giulia; tenía 26 años.

De la Wehrmacht a las SS
            El 25 de septiembre la Wehrmacht abandona la zona y cede el mando a las SS del 16º Batallón de la Decimosexta División Acorazada “Reichsführer – SS”, una División que incluye elementos SS “Totenkopf – Cabeza de muerto” y que había estado precedida por una estela de sangre, habiendo estado presente en Sant’Anna di Stazzema (Lucca) el 12 de agosto de 1944; en San Terenzo Monti (Massa-Carrara, en Lunigiana) el 17 de ese mes; en Vinca y alrededores (Massa-Carrara, en Lunigiana a los pies de los Alpes Apuanos) del 24 al 27 de agosto.
            El 25 de septiembre las SS establecen el “Alto mando” en Sibano. El 26 de septiembre se trasladan a Salvaro, donde también está don Elia: zona fuera del área de inmediata influencia partisana. La dureza de los comandantes en perseguir el más total desprecio por la vida humana, la costumbre de mentir sobre el destino de los civiles y la estructura paramilitar – que recurría gustosamente a técnicas de “tierra quemada”, en desprecio a cualquier código de guerra o legitimidad de órdenes impartidas desde arriba – lo convertía en un escuadrón de la muerte que no dejaba nada intacto a su paso. Algunos habían recibido una formación de carácter explícitamente concentracionista y eliminacionista, destinada a: supresión de la vida, con fines ideológicos; odio hacia quienes profesaban la fe judeocristiana; desprecio por los pequeños, los pobres, los ancianos y los débiles; persecución de quienes se opusieran a las aberraciones del nacionalsocialismo. Había un verdadero catecismo – anticristiano y anticatólico – del cual las jóvenes SS estaban impregnadas.
            «Cuando se piensa que la juventud nazi estaba formada en el desprecio de la personalidad humana de los judíos y de las otras razas “no elegidas”, en el culto fanático de una supuesta superioridad nacional absoluta, en el mito de la violencia creadora y de las “nuevas armas” portadoras de justicia en el mundo, se comprende dónde estaban las raíces de las aberraciones, facilitadas por la atmósfera de guerra y por el temor a una decepcionante derrota».
            Don Elia Comini – con el padre Capelli – acude para confortar, tranquilizar, exhortar. Decide que se acojan en la casa parroquial sobre todo a los supervivientes de las familias en las que los alemanes habían asesinado por represalia. Al hacerlo, aleja a los sobrevivientes del peligro de encontrar la muerte poco después, pero sobre todo los arranca – al menos en la medida de lo posible – de esa espiral de soledad, desesperación y pérdida de voluntad de vivir que podría haberse traducido incluso en deseo de muerte. Además, logra hablar con los alemanes y, en al menos una ocasión, hacer desistir a las SS de su propósito, haciéndolas pasar de largo y pudiendo así advertir posteriormente a los refugiados de salir del escondite.
            El Vicepostulador don Rino Germani sdb escribía: «Llega don Elia. Los tranquiliza. Les dice que salgan, porque los alemanes se han ido. Habla con los alemanes y los hace ir más allá».
            También es asesinado Paolo Calanchi, un hombre a quien la conciencia no le reprocha nada y que comete el error de no escapar. Será nuevamente don Elia quien acuda, antes de que las llamas agredan su cuerpo, intentando al menos honrar sus restos al no haber llegado a tiempo para salvarle la vida: «El cuerpo de Paolino es salvado de las llamas precisamente por don Elia que, a riesgo de su vida, lo recoge y transporta con un carrito a la Iglesia de Salvaro».
            La hija de Paolo Calanchi ha testificado: «Mi padre era un hombre bueno y honesto [“en tiempos de cartilla de racionamiento y de hambruna daba pan a quien no tenía”] y había rechazado escapar sintiéndose tranquilo hacia todos. Fue asesinado por los alemanes, fusilado, en represalia; más tarde también fue incendiada la casa, pero el cuerpo de mi padre había sido salvado de las llamas precisamente por Don Comini, que, a riesgo de su propia vida, lo había recogido y transportado con un carrito a la Iglesia de Salvaro, donde, en un ataúd que él construyó con tablas de desecho, fue inhumado en el cementerio. Así, gracias al coraje de Don Comini y, muy probablemente, también de Padre Martino, terminada la guerra, mi madre y yo pudimos encontrar y hacer transportar el ataúd de nuestro querido al cementerio de Vergato, junto al de mi hermano Gianluigi, que murió 40 días después al cruzar el frente».
            Una vez don Elia había dicho de la Wehrmacht: «Debemos amar también a estos alemanes que vienen a molestarnos». «Amaba a todos sin preferencia». El ministerio de don Elia fue muy valioso para Salvaro y muchos evacuados, en esos días. Testigos han declarado: «Don Elia fue nuestra fortuna porque teníamos al párroco demasiado anciano y débil. Toda la población sabía que Don Elia tenía este interés por nosotros; Don Elia ayudó a todos. Se puede decir que todos los días lo veíamos. Decía la Misa, pero luego a menudo estaba en el atrio de la iglesia mirando: los alemanes estaban abajo, hacia el Reno; los partisanos venían de la montaña, hacia la Creda. Una vez, por ejemplo, (unos días antes del 26) vinieron los partisanos. Nosotros salíamos de la iglesia de Salvaro y allí estaban los partisanos, todos armados; y Don Elia se preocupaba mucho de que se fueran, para evitar problemas. Lo escucharon y se fueron. Probablemente, si no hubiera estado él, lo que sucedió después, habría ocurrido mucho antes»; «Por lo que sé, Don Elia era el alma de la situación, ya que con su personalidad sabía manejar muchas cosas que en esos momentos dramáticos eran de vital importancia».

            Aunque era un sacerdote joven, don Elia Comini era confiable. Esta su confiabilidad, unida a una profunda rectitud, lo acompañaba desde siempre, incluso desde que era seminarista, como resulta de un testimonio: «Lo tuve cuatro años en el Rota, desde 1931 hasta 1935, y, aunque aún era seminarista, me dio una ayuda que difícilmente habría encontrado en otro hermano, incluso anciano».

El triduo de pasión
            La situación, sin embargo, se precipita después de pocos días, el 29 de septiembre por la mañana cuando las SS cometen una terrible masacre en la localidad “Creda”. La señal para el inicio de la masacre son un cohete blanco y uno rojo en el aire: comienzan a disparar, las ametralladoras golpean a las víctimas, atrincheradas contra un pórtico y prácticamente sin salida. Se lanzan entonces granadas de mano, algunas incendiarias y el establo – donde algunos habían logrado encontrar refugio – se incendia. Pocos hombres, aprovechando un instante de distracción de las SS en ese infierno, se precipitan hacia el bosque. Attilio Comastri, herido, se salva porque el cuerpo yerto de su esposa Ines Gandolfi le ha hecho escudo: vagará durante días, en estado de shock, hasta que logre cruzar el frente y salvar su vida; había perdido, además de a su esposa, a su hermana Marcellina y a su hija Bianca, de apenas dos años. También Carlo Cardi logra salvarse, pero su familia es aniquilada: Walter Cardi tenía solo 14 días, fue la más pequeña víctima de la masacre de Monte Sole. Mario Lippi, uno de los sobrevivientes, atestigua: «No sé yo mismo cómo me salvé milagrosamente, dado que, de 82 personas reunidas bajo el pórtico, quedaron asesinadas 70 [69, según la reconstrucción oficial]. Recuerdo que además del fuego de las ametralladoras, los alemanes también nos lanzaron granadas de mano y creo que algunas esquirlas de estas me hirieron levemente en el costado derecho, en la espalda y en el brazo derecho. Yo, junto con otras siete personas, aprovechando que en [un] lado del pórtico había una puertita que daba a la calle, escapé hacia el bosque. Los alemanes, al vernos huir, nos dispararon, matando a uno de nosotros [de] nombre Gandolfi Emilio. Preciso que entre las 82 personas reunidas bajo el mencionado pórtico había también una veintena de niños, de los cuales dos en pañales, en brazos de sus respectivas madres, y una veintena de mujeres».
            En la Creda hay 21 niños menores de 11 años, algunos muy pequeños; 24 mujeres (de las cuales una adolescente); casi 20 “ancianos”. Entre las familias más afectadas están los Cardi (7 personas), los Gandolfi (9 personas), los Lolli (5 personas), los Macchelli (6 personas).
            Desde la casa parroquial de Mons. Mellini, mirando hacia arriba, en un momento se ve el humo: pero es muy temprano, la Creda permanece oculta a la vista y el bosque amortigua los ruidos. En la parroquia ese día – 29 de septiembre, fiesta de los Santos Arcángeles – se celebran tres Misas, por la mañana temprano, en inmediata sucesión: la de Mons. Mellini; la de padre Capelli que luego se va a llevar una Unción de los Enfermos en la localidad “Casellina”; la de don Comini. Y es entonces cuando el drama llama a la puerta: «Ferdinando Castori, que también había escapado de la masacre, llegó a la iglesia de Salvaro manchado de sangre como un carnicero, y se fue a esconder dentro de la cúspide del Campanario». Hacia las 8 llega a la casa parroquial un hombre desconcertado: parecía «un monstruo por su aspecto aterrador», dice la hermana Alberta Taccini. Pide ayuda para los heridos. Una setentena de personas ha muerto o está muriendo entre terribles suplicios. Don Elia, en pocos instantes, tiene la lucidez de esconder a 60/70 hombres en la sacristía, empujando contra la puerta un viejo armario que dejaba el umbral visible desde abajo, pero era no obstante la única esperanza de salvación: «Fue entonces cuando Don Elia, precisamente él, tuvo la idea de esconder a los hombres al lado de la sacristía, poniendo luego un armario frente a la puerta (lo ayudaron una o dos personas que estaban en casa de Monsignore). La idea fue de Don Elia; pero todos estaban en contra de que fuera Don Elia quien hiciera ese trabajo… Él lo quiso. Los demás decían: “¿Y si luego nos descubren?”». Otra reconstrucción: «Don Elia logró esconder en un local contiguo a la sacristía a una sesentena de hombres y contra la puerta empujó un viejo armario. Mientras tanto, el crepitar de las ametralladoras y los gritos desesperados de la gente llegaban desde las casas cercanas. Don Elia tuvo la fuerza de comenzar el S. Sacrificio de la Misa, la última de su vida. No había terminado aún, cuando llegó aterrorizado y agitado un joven de la localidad “Creda” a pedir socorro porque las SS habían rodeado una casa y arrestado a sesenta y nueve personas, hombres, mujeres, niños».
            «Aún en vestiduras sagradas, postrado en el altar, inmerso en oración, invoca por todos la ayuda del Sagrado Corazón, la intercesión de María Auxiliadora, de san Juan Bosco y de san Miguel Arcángel. Luego, con un breve examen de conciencia, recitando tres veces el acto de dolor, les hace una preparación a la muerte. Recomienda a la asistencia de las hermanas a todas esas personas y a la Superiora que guíe fuertemente la oración para que los fieles puedan encontrar en ella el consuelo del cual tienen necesidad».
            A propósito de don Elia y del padre Martino, que regresó poco después, «se constatan algunas dimensiones de una vida sacerdotal gastada conscientemente por los demás hasta el último instante: su muerte fue un prolongar en el don de la vida la Misa celebrada hasta el último día». Su elección tenía «raíces lejanas, en la decisión de hacer el bien incluso si se estaba en la última hora, dispuestos incluso al martirio»: «muchas personas vinieron a buscar ayuda en la parroquia y, a espaldas del párroco, Don Elia y el Padre Martino trataron de esconder a cuantas más personas posible; luego, asegurándose de que estuvieran de alguna manera asistidas, corrieron al lugar de las masacres para poder llevar ayuda también a los más desafortunados; el mismo Mons. Mellini no se dio cuenta de esto y continuaba buscando a los dos sacerdotes para que le ayudaran a recibir a toda esa gente» («Tenemos la certeza de que ninguno de ellos era partisano o había estado con los partisanos»).

            En esos momentos, don Elia demuestra una gran lucidez que se traduce tanto en un espíritu organizativo como en la conciencia de poner en riesgo su propia vida: «A la luz de todo esto, y Don Elia lo sabía bien, no podemos, por lo tanto, buscar esa caridad que induce al intento de ayudar a los demás, sino más bien ese tipo de caridad (que luego fue la misma de Cristo) que induce a participar hasta el fondo en el sufrimiento ajeno, sin temer siquiera la muerte como su última manifestación. El hecho de que su elección haya sido clara y bien razonada también se demuestra por el espíritu organizativo que manifestó hasta unos minutos antes de su muerte, al intentar con prontitud e inteligencia esconder a tantas personas como fuera posible en los locales ocultos de la canonjía; luego la noticia de la Creda y, después de la caridad fraterna, la caridad heroica».
            Una cosa es cierta: si don Elia se hubiera escondido con todos los demás hombres o incluso solo se hubiera quedado al lado de Mons. Mellini, no habría tenido nada que temer. En cambio, don Elia y padre Martino toman la estola, los óleos santos y una caja con algunas Partículas consagradas «partieron, por lo tanto, hacia la montaña, armados con la estola y el aceite de los enfermos»: «Cuando Don Elia regresó de haber ido con Monseñor, tomó la Píxide con las Hostias y el Aceite Santo y se volvió hacia nosotros: ¡aún ese rostro! estaba tan pálido que parecía uno ya muerto. Y dijo: “¡Recen, recen por mí, porque tengo una misión que cumplir!”». «¡Recen por mí, no me dejen solo!». «Nosotros somos sacerdotes y debemos ir y debemos hacer nuestro deber». «Vamos a llevar al Señor a nuestros hermanos».

            Arriba en la Creda hay mucha gente que está muriendo entre suplicios: deben acudir, bendecir y – si es posible – intentar interponerse respecto a las SS.
            La señora Massimina [Zappoli], luego testigo también en la investigación militar de Bolonia, recuerda: «A pesar de las oraciones de todos nosotros, ellos celebraron rápidamente la Eucaristía y, impulsados solo por la esperanza de poder hacer algo por las víctimas de tanta ferocidad al menos con un consuelo espiritual, tomaron el SS. Sacramento y corrieron hacia la Creda. Recuerdo que mientras Don Elia, ya lanzado en su carrera, pasó junto a mí en la cocina, me aferré a él en un último intento de disuadirlo, diciendo que nosotros quedaríamos a merced de nosotros mismos; él hizo entender que, por grave que fuera nuestra situación, había quienes estaban peor que nosotros y era a esos a quienes debían ir».
            Él está inamovible y se niega, como luego sugirió Mons. Mellini, a retrasar la subida a la Creda cuando los alemanes se hubieran ido: «Ha sido [por lo tanto] una pasión, antes que cruento, […] del corazón, la pasión del espíritu. En esos tiempos se estaba aterrorizado por todo y por todos: no se tenía más confianza en nadie: cualquiera podía ser un enemigo determinante para la propia vida. Cuando los dos Sacerdotes se dieron cuenta de que alguien realmente necesitaba de ellos no dudaron tanto en decidir qué hacer […] y sobre todo no recurrieron a lo que era la decisión inmediata para todos, es decir, encontrar un escondite, intentar cubrirse y estar fuera de la contienda. Los dos Sacerdotes, en cambio, se adentraron, conscientemente, sabiendo que su vida estaba al 99% en riesgo; y lo hicieron para ser verdaderamente sacerdotes: es decir, para asistir y consolar; para dar también el servicio de los Sacramentos, por lo tanto, de la oración, del consuelo que la fe y la religión ofrecen».
            Una persona dijo: «Don Elia, para nosotros, ya era santo. Si hubiera sido una persona normal […] no se habría puesto; también se habría escondido, detrás del armario, como todos los demás».
            Con los hombres escondidos, son las mujeres las que intentan retener a los sacerdotes, en un intento extremo de salvarles la vida. La escena es al mismo tiempo agitada y muy elocuente: «Lidia Macchi […] y otras mujeres intentaron impedirles partir, trataron de retenerlos por la sotana, los persiguieron, los llamaron a gritos para que regresaran: impulsados por una fuerza interior que es ardor de caridad y solicitud misionera, ellos estaban ya decididamente caminando hacia la Creda llevando los consuelos religiosos».
            Una de ellas recuerda: «Los abracé, los sostenía firmes por los brazos, diciendo y suplicando: – ¡No vayan! – ¡No vayan!».
            Y Lidia Marchi añade: «Yo tiraba de Padre Martino por la vestimenta y lo retenía […] pero ambos sacerdotes repetían: – Debemos ir; el Señor nos llama».

            «Debemos cumplir con nuestro deber. Y [don Elia y padre Martino,] como Jesús, se dirigieron hacia un destino marcado».
            «La decisión de ir a la Creda fue elegida por los dos sacerdotes por puro espíritu pastoral; a pesar de que todos intentaban disuadirlos, ellos quisieron ir impulsados por la esperanza de poder salvar a alguien de aquellos que estaban a merced de la rabia de los soldados».
            A la Creda, casi con seguridad, nunca llegaron. Capturados, según un testigo, cerca de un “pilar”, apenas fuera del campo visual de la parroquia, don Elia y padre Martino fueron vistos más tarde cargados de municiones, a la cabeza de los rastreados, o aún solos, atados, con cadenas, cerca de un árbol mientras no había ninguna batalla en curso y las SS comían. Don Elia intimó a una mujer que escapara, que no se detuviera para evitar ser asesinada: «Anna, por caridad, escapa, escapa».
            «Estaban cargados y encorvados bajo el peso de tantas cajas pesadas que de las espaldas envolvían el cuerpo por delante y por detrás. Con la espalda hacían una curva que los llevaba casi con la nariz en el suelo».
            «Sentados en el suelo […] muy sudados y cansados, con las municiones en la espalda».
            «Arrestados son obligados a llevar municiones arriba y abajo por la montaña, testigos de inauditas violencias».
            «[Las SS los hacen] bajar y subir más veces por la montaña, bajo su custodia, y además, realizando, ante los ojos de las dos víctimas, las más espeluznantes violencias».
            ¿Dónde están, ahora, la estola, los óleos santos y sobre todo el Santísimo Sacramento? No queda ninguna traza. Lejos de ojos indiscretos, las SS despojaron a la fuerza a los sacerdotes, deshaciéndose de ese Tesoro del que nada más se encontraría.
            Hacia la tarde del 29 de septiembre de 1944, fueron trasladados con muchos otros hombres (rastreados y no por represalia o no porque fueran filo-partisanos, como demuestran las fuentes), a la casa “de los Birocciai” en Pioppe di Salvaro. Más tarde ellos, divididos, tendrán destinos muy diferentes: pocos serán liberados, tras una serie de interrogatorios. La mayoría, evaluados como aptos para el trabajo, serán enviados a campos de trabajo forzado y podrán – posteriormente – regresar a sus familias. Los evaluados como no aptos, por mero criterio de estado civil (cf. campos de concentración) o de salud (joven, pero herido o que simula estar enfermo con la esperanza de salvarse) serán asesinados la noche del 1 de octubre en la “Botte” de la Canapiera de Pioppe di Salvaro, ya una ruina porque bombardeada por los Aliados días antes.
            Don Elia y padre Martino – que fueron interrogados – pudieron moverse hasta el último en la casa y recibir visitas. Don Elia intercedió por todos y un joven, muy afectado, se durmió sobre sus rodillas: en una de ellas, don Elia recibió el Breviario, tan querido para él y que quiso mantener consigo hasta los últimos instantes. Hoy, la atenta investigación histórica a través de las fuentes documentales, apoyada por la más reciente historiografía de parte laica, ha demostrado cómo nunca había tenido éxito un intento de liberar a don Elia, llevado a cabo por el Caballero Emilio Veggetti, y cómo don Elia y padre Martino nunca fueron realmente considerados o al menos tratados como “espías”.

El holocausto
            Finalmente, fueron incluidos, aunque jóvenes (34 y 32 años), en el grupo de los no aptos y con ellos ejecutados. Vivieron esos últimos instantes orando, haciendo orar, absolviéndose mutuamente y brindando cada posible consuelo de fe. Don Elia logró transformar la macabra procesión de los condenados hasta una pasarela frente a la laguna de cáñamos, donde serán asesinados, en un acto coral de entrega, sosteniendo hasta donde pudo el Breviario abierto en la mano (luego, se lee, un alemán golpeó con violencia sus manos y el Breviario cayó en el embalse) y sobre todo entonando las Letanías. Cuando se abrió el fuego, don Elia Comini salvó a un hombre porque le hacía escudo con su propio cuerpo y gritó «Piedad». Padre Martino invocó en cambio “Perdón”, levantándose con dificultad en la laguna, entre los compañeros muertos o moribundos, y trazando la señal de la Cruz pocos instantes antes de morir él mismo, a causa de una enorme herida. Las SS quisieron asegurarse de que nadie sobreviviera lanzando algunas granadas. En los días siguientes, dada la imposibilidad de recuperar los cadáveres sumergidos en agua y barro a causa de abundantes lluvias (lo intentaron las mujeres, pero ni siquiera don Fornasini pudo lograrlo), un hombre abrió las rejas y la impetuosa corriente del río Reno se llevó todo. Nunca se volvió a encontrar nada de ellos: consummatum est!
            Se había delineado su disposición «incluso al martirio, aunque a los ojos de los hombres parece necio rechazar la propia salvación para dar un mísero alivio a quien ya estaba destinado a la muerte». Mons. Benito Cocchi en septiembre de 1977 en Salvaro dijo: «Bien, aquí delante del Señor digamos que nuestra preferencia va a estos gestos, a estas personas, a aquellos que pagan de su persona: a quienes en un momento en que solo valían las armas, la fuerza y la violencia, cuando una casa, la vida de un niño, una familia entera eran valoradas en nada, supieron realizar gestos que no tienen voz en los balances de guerra, pero que son verdaderos tesoros de humanidad, resistencia y alternativa a la violencia; a quienes de este modo sembraban raíces para una sociedad y una convivencia más humana».
            En este sentido, «El martirio de los sacerdotes constituye el fruto de su elección consciente de compartir la suerte del rebaño hasta el sacrificio extremo, cuando los esfuerzos de mediación entre la población y los ocupantes, largamente perseguidos, pierden toda posibilidad de éxito».
Don Elia Comini había sido lúcido sobre su propia suerte, diciendo – ya en las primeras fases de detención –: «Para hacer el bien nos encontramos en tantas penas»; «Era Don Elia quien señalando al cielo saludaba con los ojos perlados». «Elia se asomó y me dijo: “Vaya a Bolonia, al Cardenal, y dígale dónde nos encontramos”. Le respondí: “¿Cómo hago para ir a Bolonia?”. […] Mientras tanto los soldados me empujaban con la culata del rifle. D. Elia me saludó diciendo: “¡Nos veremos en el paraíso!”. Grité: “No, no, no diga eso”. Él respondió, triste y resignado: “Nos veremos en el Paraíso”».
            Con don Bosco…: «[Les] espero a todos en el Paraíso»!
Era la tarde del 1° de octubre, inicio del mes dedicado al Rosario y a las Misiones. En los años de su primera juventud, Elia Comini había dicho a Dios: «Señor, prepárame para ser el menos indigno de ser víctima aceptable» (“Diario” 1929); «Señor, […] recíbeme también como víctima expiatoria» (1929); «me gustaría ser una víctima de holocausto» (1931). «[A Jesús] le he pedido la muerte en lugar de faltar a la vocación sacerdotal y al amor heroico por las almas» (1935).




Las “Estaciones Romanas”. Una tradición milenaria

Las “Estaciones romanas” son una antigua tradición litúrgica que, durante la Cuaresma y la primera semana del Tiempo de Pascua, asocia cada día a una iglesia específica de Roma, dentro de un camino de peregrinación. El término “statio” (del latín stare, detenerse) remite a la idea de una pausa comunitaria para la oración y la celebración. En siglos pasados, el Papa y los fieles se movían en procesión desde la iglesia llamada “collecta” hasta la estación del día, donde se celebraba la Eucaristía. Este rito, aunque tiene raíces en los primeros siglos del cristianismo, conserva su vitalidad incluso hoy, cuando la indicación de la iglesia estacional figura aún en los libros litúrgicos. Es un verdadero peregrinaje entre las basílicas y los santuarios de la Ciudad Eterna que se puede realizar en este año jubilar no solo como un camino de conversión, sino también como un testimonio de fe.

Origen y difusión
Los orígenes de las Estaciones romanas se remontan al menos al siglo III, cuando la comunidad cristiana aún sufría persecuciones. Los primeros testimonios hacen referencia al Papa Fabiano (236-250) que se dirigía a los lugares de culto surgidos cerca de las catacumbas o las sepulturas de los mártires, distribuyendo a los necesitados lo que los fieles ofrecían como limosna y celebrando la Eucaristía. Esta costumbre se fortaleció en el siglo IV, con la libertad de culto sancionada por Constantino: surgieron grandes basílicas, y los fieles comenzaron a reunirse en días precisos para celebrar la Misa en los sitios vinculados a la memoria de los santos. Con el paso del tiempo, el itinerario adquirió un carácter más orgánico, creando un verdadero calendario de estaciones que tocaban los diferentes barrios de Roma. La dimensión comunitaria – con la presencia del obispo, del clero y del pueblo – se convirtió así en un signo visible de comunión y de testimonio de la fe.

Fue el Papa Gregorio Magno (590-604) quien dio estructura y regularidad al uso de las Estaciones, especialmente en Cuaresma. Estableció un calendario que, día tras día, asignaba a una iglesia específica la celebración principal. Su reforma no nació de la nada, sino que organizó una práctica ya existente: Gregorio quiso que la procesión partiera de una iglesia menor (collecta) y concluyera en un lugar más solemne (statio), donde el pueblo, unido al Papa, celebraba los ritos penitenciales y la Eucaristía. Era una forma de prepararse para la Pascua: el propio camino que indicaba el peregrinaje terrenal hacia la eternidad, las iglesias que con su arquitectura sagrada y las obras de arte desempeñaban una función pedagógica en una época en la que no todos podían leer o acceder a libros, las reliquias de los mártires conservadas en esas iglesias testimoniaban la fe vivida hasta dar la vida y su intercesión traía gracias a quienes las solicitaban, la celebración del Sacrificio de la Misa santificaba a los fieles participantes.

A lo largo de la Edad Media, la práctica de las Estaciones romanas se difundió cada vez más, convirtiéndose no solo en un evento eclesial, sino también en un fenómeno social de gran relevancia. Los fieles, de hecho, que provenían de las diferentes regiones de Italia y de Europa, se unían a los romanos para participar en estos encuentros litúrgicos.

Estructura de la celebración estacional
El elemento característico de estas celebraciones era la procesión. Por la mañana, los fieles se reunían en la iglesia de la collecta, donde, después de un breve momento de oración, se dirigían en cortejo hacia la iglesia estacional, entonando letanías y cantos penitenciales. Al llegar a destino, el Papa o el prelado encargado presidía la Misa, con lecturas y oraciones propias del día. El uso de las letanías tenía un fuerte sentido espiritual y pedagógico: mientras se caminaba físicamente por las calles, se oraba por las necesidades de la Iglesia y del mundo, invocando a los santos de Roma y de toda la cristiandad. La celebración culminaba en la Eucaristía, confiriendo a esta “pausa” un valor sacramental y de comunión eclesial.

La Cuaresma se convirtió en el tiempo privilegiado para las Estaciones, desde el Miércoles de Ceniza hasta el Sábado Santo o, según algunas costumbres, hasta el segundo domingo después de Pascua. Cada día estaba marcado por una iglesia designada, elegida a menudo por la presencia de reliquias importantes o por su historia particular. Ejemplos notables incluyen Santa Sabina en el Aventino, donde generalmente comienza el rito del Miércoles de Ceniza, y Santa Cruz en Jerusalén, vinculada al culto de las reliquias de la Cruz de Cristo, meta tradicional del Viernes Santo. Participar en las Estaciones cuaresmales significa entrar en un peregrinaje diario, que une a los fieles en un camino de penitencia y conversión, sostenido por la devoción hacia los mártires y los santos. Cada iglesia cuenta una página de historia, ofreciendo imágenes, mosaicos y arquitecturas que comunican el mensaje evangélico en forma visual.

Uno de los rasgos más significativos de esta tradición es el vínculo con los mártires de la Iglesia de Roma. En el período de las persecuciones, muchos cristianos encontraron la muerte a causa de su fe; en la época constantiniana y posterior, sobre sus sepulcros se erigieron basílicas o capillas. Celebrar una statio en estos lugares significaba evocar el testimonio de quienes habían dado la vida por Cristo, reforzando la convicción de que la Iglesia se edifica también sobre la sangre de los mártires. Cada visita litúrgica se convertía así en un acto de comunión entre los fieles de ayer y los de hoy, unidos por el sacramento de la Eucaristía. Este “peregrinaje en la memoria” conectaba el camino cuaresmal con una historia de fe transmitida de generación en generación.

Del declive al redescubrimiento
En la Edad Media y en los siglos posteriores, la práctica de las Estaciones conoció vicisitudes alternas. A veces, debido a epidemias, invasiones o situaciones políticas inestables, se redujo o suspendió. Los libros litúrgicos, sin embargo, continuaron indicando las iglesias estacionales para cada día, señal de que la Iglesia conservaba al menos el recuerdo simbólico. Con la reforma litúrgica tridentina (siglo XVI), la centralidad del Papa en tales celebraciones se hizo menos frecuente, pero el uso de citar la iglesia estacional permaneció en los textos oficiales. Con el renovado interés por la historia y la arqueología cristiana, la tradición estacional fue redescubierta y propuesta como un camino de formación espiritual.
En la época moderna, especialmente a partir de León XIII (1878-1903) y posteriormente con los papas del siglo XX, se ha asistido a un creciente interés por la recuperación de esta tradición. Varias órdenes religiosas y asociaciones laicales han comenzado a promover el redescubrimiento del “peregrinaje de las estaciones”, organizando momentos comunitarios de oración y de catequesis en las iglesias designadas.

Hoy, en una época caracterizada por la frenética velocidad, la statio propone redescubrir la dimensión de la “pausa”: detenerse para orar, contemplar, escuchar, hacer silencio y encontrar al Señor. La Cuaresma es por definición un tiempo de conversión, de oración más intensa y de caridad hacia el prójimo: realizar un itinerario entre las iglesias de Roma, aunque solo sea en algunos días significativos, puede ayudar al fiel a redescubrir el sentido de una penitencia vivida no como una renuncia por sí misma, sino como una apertura al misterio de Cristo.

Aún hoy, en el Calendario Romano, encontramos indicada la iglesia estacional para cada día: esto recuerda la unidad del pueblo de Dios, reunido en torno al sucesor de Pedro, y la memoria de los santos que han dedicado su vida al Evangelio. Quien participe en estas liturgias – incluso de forma ocasional – descubre una ciudad que no es solo un museo al aire libre, sino un lugar donde la fe se ha expresado de manera original y duradera.

Quien desee redescubrir el profundo sentido de la Cuaresma y de la Pascua, puede dejarse guiar por el itinerario estacional, uniendo su voz a la de los cristianos de ayer y de hoy en el gran coro que conduce a la luz pascual.

Presentamos a continuación el itinerario de las Estaciones Romanas, acompañado de la lista de las iglesias y su ubicación geográfica. Es importante notar que el orden de la lista permanece inalterado cada año; solo varía la fecha de inicio de la Cuaresma y, en consecuencia, las fechas posteriores. Deseamos un fructífero peregrinaje a quienes deseen recorrer, aunque solo sea en parte, este camino en el año jubilar.


     

Estación
romana

Mártires
y santos custodiados o reliquias

1

03.05

X

Santa
Sabina en el Aventino

Santa Sabina y Santa Serapia, mártir († 126); Santos Alejandro,
Evencio y Teódulo, mártires

2

03.06

J

San
Jorge en el Velabro

San Jorge,
mártir († 303)

3

03.07

V

San
Juan y San Pablo en el Celio

Santos Juan
y Pablo
,
mártires († 362); San Pablo
de la Cruz
(† 1775), fundador de la Congregación de la Pasión
de Jesucristo (los Pasionistas)

4

03.08

S

San
Agustín en Campo Marzio

Santa Mónica († 387), madre de San Agustín;
reliquias de San Agustín († 430)

5

03.09

D

San
Juan de Letrán

Las
cabezas de San
Pedro y San Pablo:
estas reliquias se custodian en bustos de plata situados sobre el
altar papal, visibles a través de una reja dorada; la Escalera
Santa
(en la cercana capilla del Sancta Sanctorum); la Mesa de la Última
Cena – la mesa sobre la que se celebró la Última
Cena, según la tradición (reliquia significativa que
se encuentra en el altar del Santísimo Sacramento)

6

03.10

L

San
Pedro Encadenado en el Monte Oppio

Cadenas
de San Pedro; reliquias atribuidas a los Siete Hermanos Macabeos,
personajes del Antiguo Testamento venerados como mártires

7

03.11

M

Santa
Anastasia en el Palatino

Santa Anastasia
de Sirmio
(† 304); reliquias del Santo Manto de San José;
parte del Velo de la Virgen María

8

03.12

X

Santa
María la Mayor

El
Madero Sagrado del Pesebre (el pesebre del Niño Jesús);
Panniculum (un pequeño trozo de tela, parte de los pañales
con que fue envuelto el recién nacido Jesús); San
Mateo,
apóstol († 70 o 74); San Jerónimo († 420); San Pío
V
,
papa († 1572)

9

03.13

J

San
Lorenzo en Panisperna

Lugar
del martirio de San
Lorenzo († 258); San Lorenzo, mártir; Santa Crispina, mártir
(† 304); Santa Brigida
de Suecia
(† 1373)

10

03.14

V

Los
Doce Apóstoles en el Foro de Trajano

San Felipe,
apóstol († 80); Santiago
el Menor
,
apóstol († 62); Santos Crisanto
y Daria
,
mártires († c. 283)

11

03.15

S

San
Pedro en el Vaticano

San Pedro († 67); San Lino († 76); San Cleto († 92); San Evaristo († 105); San Alejandro
I
(† 115); San Sixto
I
(† 126–128); San Telesforo († 136); San Igino († 140); San Pío
I
(† 155); San Aniceto († 166); San Eleuterio († 189); San Víctor
I
(† 199); San Juan
Crisóstomo
(† 407, partes, en la Capilla del Coro); San León
I, el Magno
(† 461); San Simplicio († 483); San Gelasio
I
(† 496); San Simaco († 514); San Hormisda († 523); San Juan
I
(† 526); San Félix
IV
(† 530); San Agapito
I
(† 536); San Gregorio
I, el Magno
(† 604); San Bonifacio
IV
(† 615); San Eugenio
I
(† 657); San Vitaliano († 672); San Agatón († 681); San León
II
(† 683); San Benedicto
II
(† 685); San Sergio
I
(† 701); San Gregorio
II
(† 731); San Gregorio
III
(† 741); San Zacarías († 752); San Pablo
I
(† 767); San León
III
(† 816); San Pascual
I
(† 824); San León
IV
(† 855); San Nicolás
I
(† 867); San León
IX
(† 1054); Beato Urbano
II
(† 1099); Beato Inocencio
XI
(† 1689); San Pío
X
(† 1914); San Juan
XXIII
(† 1963); San Pablo
VI
(† 1978); Beato Juan
Pablo I
(† 1978); San Juan
Pablo II
(† 2005); fragmento de la cruz de San Andrés; lanza
de San Longino; fragmento de la Cruz de Cristo

12

03.16

D

Santa
María en Domnica en la Navicella

San Lorenzo,
mártir († 258); Santa Ciriaca, mártir

13

03.17

L

San
Clemente de Letrán

San Clemente
I
,
papa y mártir († 101); San Ignacio
de Antioquía
,
obispo y mártir († c. 110); San Cirilo († 869), apóstol de los eslavos

14

03.18

M

Santa
Balbina en el Aventino

Santa Balbina,
virgen y mártir († 130); San Felicísimo y San
Quirino (su padre) asociados al martirio de Santa Balbina

15

03.19

X

Santa
Cecilia en Trastevere

Santa Cecilia († 230); San Valeriano, esposo de Cecilia, convertido al
cristianismo y martirizado († 229); San Tiburcio, hermano
de Valeriano y compañero en el martirio; San Máximo,
el soldado o funcionario encargado de la ejecución de
Valeriano y Tiburcio, que luego se convirtió y fue
martirizado a su vez; Papa Urbano
I
(c. † 230), quien habría bautizado a Cecilia y a su
esposo Valeriano

16

03.20

J

Santa
María en Trastevere

San Julio
I
,
papa († 352); San Calixto
I
,
papa mártir (c. † 222); Santos Florentino, Corona,
Sabino y Alejandro, mártires

17

03.21

V

San
Vitale en Fovea

Santos Vitale († 304), Valeria (siglo II), Gervasio
y Protasio
(siglo II)

18

03.22

S

San
Pedro y San Marcelino en Letrán

Santos
Marcelino y Pedro, mártires († 304); Santa Marcia,
mártir asociada a los santos Marcelino y Pedro

19

03.23

D

San
Lorenzo fuera de las murallas

San Lorenzo († 258); Santo Esteban,
protomártir (siglo I); Santo Hipólito († siglo III); San Justino,
mártir († 167); Papa San Sixto
III
(† 440); Papa San Zósimo († 418); Beato Pío
IX
,
papa († 1878)

20

03.24

L

San
Marcos en el Capitolio

San Marcos,
el evangelista y mártir (siglo I); Papa San Marcos († 336); Santos Abdón
y Sennen
,
mártires persas (siglo III)

21

03.25

M

Santa
Pudenziana en el Viminal

Santa Pudenciana,
mártir (siglo II); Santa Práxedes,
su hermana (siglo II)

22

03.26

X

San
Sixto (San Nereo y San Aquileo)

San Sixto
I
,
papa († 125); Santos Nereo
y Aquileo
(† 300); Santa Flavia
Domitila
,
mártir (siglo I)

23

03.27

J

San
Cosme y San Damián en la Vía Sacra

Santos Cosme
y Damián
,
médicos y mártires († 303); Santos Antimo y
Leoncio, hermanos y mártires

24

03.28

V

San
Lorenzo en Lucina

La
reja de San Lorenzo sobre la cual se dice que el santo fue asado
vivo; un vaso que contiene la carne quemada de San Lorenzo

25

03.29

S

Santa
Susana en las Termas de Diocleciano

Santa Susana,
virgen y mártir († 294)

26

03.30

D

Santa
Cruz en Jerusalén

Fragmentos
de la Vera Cruz, parte del Titulus Crucis (la inscripción
“I.N.R.I.”); clavos de la crucifixión y algunas
espinas de la Corona; un fragmento de la cruz del Buen Ladrón,
san
Dimas;
la falange de San Tomás Apóstol (siglo I)

27

04.31

L

Los
Cuatro Coronados en el Celio

Santos Castorio,
Sinfroniano, Claudio y Nicostrato
,
mártires (siglo IV)

28

04.01

M

San
Lorenzo en Damaso

San Lorenzo,
mártir († 258); San Damaso,
papa y mártir († 384); Juan y Faustino, mártires

29

04.02

X

San
Pablo fuera de las murallas

San Pablo,
apóstol († 67); la cadena de San Pablo; el bastón
de San Pablo

30

04.03

J

San
Silvestre y San Martín en los montes

Santos
Artemio, Paulina y Sisinnio, mártires; Beato Ángel
Paoli († 1720)

31

04.04

V

San
Eusebio en el Esquilino

San
Eusebio, presbítero y mártir († 353); Santos
Orosio y Paulino, sacerdotes y mártires

32

04.05

S

San
Nicolás en la Cárcel

San Nicolás
de Bari
(† 270); Santos Marcelino y Faustino, mártires (†
250)

33

04.06

D

San
Pedro en el Vaticano

 

34

04.07

L

San
Crisógeno en Trastevere

San Crisógono,
mártir († 303); Santa Anastasia,
mártir († 250); San Rufus, mártir (siglo I);
Beata Anna
Maria Taigi
(† 1837)

35

04.08

M

Santa
María en la Vía Lata

San Agapito,
mártir († 273); Santos Hipólito y Darío,
mártires (siglo IV); fragmento de la Vera Cruz

36

04.09

X

San
Marcelo en el Corso

San Marcello
I
,
papa († 309); Santa Digna y Santa Emerita, mártires

37

04.10

J

San
Apolinario en Campo Marzio

San Apolinar (siglo II); Santos Eustracio, Bardario, Eugenio, Orestes y
Eusencio, mártires

38

04.11

V

San
Esteban en el Celio

San Esteban,
protomártir († 36); Santos Primo
y Feliciano
,
mártires († 303); fragmentos de la Vera Cruz

39

04.12

S

San
Juan en la Puerta Latina

Fragmentos
óseos o pequeños relicarios que contienen partes del
cuerpo u objetos personales atribuidos a San
Juan
Evangelista
(† 98); Santos Gordiano
y Epímaco
,
mártires (siglo IV)

40

04.13

D

San
Juan de Letrán

 

41

04.14

L

Santa
Práxedes en el Esquilino

Santa Práxedes,
mártir (siglo II); Santa Pudenciana, mártir (siglo
II); Santa Victoria,
mártir († 253); Columna de la Flagelación

42

04.15

M

Santa
Prisca en el Aventino

Santa
Prisca, una de las primeras mártires cristianas (siglo I);
Santos
Aquila
y Priscila
,
esposos cristianos; fragmentos de la Vera Cruz

43

04.16

X

Santa
María la Mayor

 

44

04.17

J

San
Juan de Letrán

 

45

04.18

V

Santa
Cruz en Jerusalén

 

46

04.19

S

San
Juan de Letrán

 

47

04.20

D

Santa
María la Mayor

 

48

04.21

L

San
Pedro en el Vaticano

 

49

04.22

M

San
Pablo fuera de las murallas

 

50

04.23

X

San
Lorenzo fuera de las murallas

San Lorenzo,
mártir († 258); Santo Esteban,
protomártir († 36); San Sebastián,
mártir († 288); San Francisco
de Asís
(† 1226); Papa San Zósimo († 418), Papa San Sixto
III
(† 440), Papa San Hilario († 468), Papa San Damaso
II
(† 1048); Beato Pío
IX
,
papa († 1878); fragmentos de la Vera Cruz

51

04.24

J

Los
Doce Apóstoles

San Felipe,
apóstol († 80); Santiago
el Menor
(† 62)

52

04.25

V

Santa
María ad Martyres (Panteón)

San Longino,
soldado romano que atravesó el costado de Jesucristo
durante la crucifixión (siglo I); Santa Bibiana,
mártir († 362–363); Santa Lucía,
mártir († 304); San Rasio y San Anastasio, mártires;
durante la consagración de la iglesia en el año 609
d.C. por el Papa Bonifacio IV, se transfirieron aquí, desde
los cementerios romanos, los huesos de nada menos que 28 grupos de
mártires

53

04.26

S

San
Juan de Letrán

 

54

04.27

D

San
Pancracio

San Pancracio,
mártir († 304); fragmentos de la Vera Cruz





Vida de S. Pedro, príncipe de los apóstoles

El momento culminante del Año Jubilar para cada creyente es el paso a través de la Puerta Santa, un gesto altamente simbólico que debe vivirse con profunda meditación. No se trata de una simple visita para admirar la belleza arquitectónica, escultórica o pictórica de una basílica: los primeros cristianos no acudían a los lugares de culto por este motivo, también porque en aquella época no había mucho que admirar. Ellos llegaban, en cambio, para orar ante las reliquias de los santos apóstoles y mártires, y para obtener la indulgencia gracias a su poderosa intercesión.
Acudir a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo sin conocer su vida no es un signo de aprecio. Por eso, en este Año Jubilar, deseamos presentar los caminos de fe de estos dos gloriosos apóstoles, tal como fueron narrados por San Juan Bosco.

Vida de S. Pedro, príncipe de los apóstoles contada al pueblo por el sacerdote Juan Bosco

Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? (Mateo XIV, 31).

PREFACIO
CAPÍTULO I. Patria y profesión de S. Pedro. — Su hermano Andrés lo conduce a Jesucristo. Año 29 de Jesucristo
CAPÍTULO II. Pedro conduce en barco al Salvador — Pesca milagrosa. — Acoge a Jesús en su casa. — Milagros realizados. Año de Jesucristo 30.
CAPÍTULO III. S. Pedro, cabeza de los Apóstoles, es enviado a predicar. — Camina sobre las olas. — Bella respuesta dada al Salvador. Año 31 de Jesucristo.
CAPÍTULO IV. Pedro confiesa por segunda vez a Jesucristo como hijo de Dios. — Es constituido jefe de la Iglesia, y se le prometen las llaves del reino de los Cielos. Año 32 de Jesucristo.
CAPÍTULO V. San Pedro disuade al divino Maestro de la pasión. — Va con él al monte Tabor. Año de Jesucristo 32.
CAPÍTULO VI. Jesús, en presencia de Pedro, resucita a la hija de Jairo. — Paga el tributo por Pedro. — Enseña a sus discípulos en la humildad. Año de J. C. 32.
CAPÍTULO VII. Pedro habla con Jesús sobre el perdón de las injurias y el desapego de las cosas terrenas. — Se niega a dejarse lavar los pies. — Su amistad con San Juan. Año de J. C. 33.
CAPÍTULO VIII. Jesús predice la negación de Pedro y le asegura que no fallará su fe. — Pedro lo sigue en el huerto de Getsemaní. — Corta la oreja a Malco. — Su caída, su arrepentimiento. Año de J. C. 33.
CAPÍTULO IX. Pedro en el sepulcro del Salvador. — Jesús se le aparece. — En el lago de Tiberíades da tres distintos signos de amor hacia Jesús que lo constituye efectivamente cabeza y pastor supremo de la Iglesia.
CAPÍTULO X. Infallibilidad de San Pedro y de sus sucesores.
CAPÍTULO XI. Jesús predice a S. Pedro la muerte en cruz. — Promete asistencia a la Iglesia hasta el fin del mundo. — Regreso de los Apóstoles al cenáculo. Año de J. C. 33.
CAPÍTULO XII. San Pedro sustituye a Judas. — Venida del Espíritu Santo. — Milagro de las lenguas. Año de Jesucristo 33.
CAPÍTULO XIII. Primer sermón de Pedro. Año de Jesucristo 33.
CAPÍTULO XIV. San Pedro sana a un cojo. — Su segundo sermón. Año de Jesucristo 33.
CAPÍTULO XV. Pedro es encarcelado con Juan y es liberado.
CAPÍTULO XVI. Vida de los primeros Cristianos. — Hecho de Ananías y Safira. — Milagros de San Pedro. Año de Jesucristo 34.
CAPÍTULO XVII. San Pedro de nuevo encarcelado. — Es liberado por un ángel. Año de Jesucristo 34.
CAPÍTULO XVIII. Elección de los siete diáconos. — San Pedro resiste a la persecución de Jerusalén. — Va a Samaria. — Su primer enfrentamiento con Simón Mago. Año de Jesucristo 35.
CAPÍTULO XIX. San Pedro funda la cátedra de Antioquía; regresa a Jerusalén. — Es visitado por San Pablo. Año de Jesucristo 36.
CAPÍTULO XX. San Pedro visita varias Iglesias. — Sana a Enea paralítico. — Resucita a la difunta Tabita. Año de Jesucristo 38.
CAPÍTULO XXI. Dios revela a S. Pedro la vocación de los Gentiles. — Va a Cesarea y bautiza a la familia de Cornelio Centurión. Año de J. C. 39.
CAPÍTULO XXII. Herodes hace decapitar a S. Santiago el Mayor y poner a S. Pedro en prisión. — Pero es liberado por un Ángel. — Muerte de Herodes. Año de J. C. 41.
CAPÍTULO XXIII. Pedro en Roma. — Traslada la cátedra apostólica. — Su primera carta. — Progreso del Evangelio. Año 42 de Jesucristo.
CAPÍTULO XXIV. San Pedro en el concilio de Jerusalén define una cuestión. — San Santiago confirma su juicio. Año de Jesucristo 50.
CAPÍTULO XXV. San Pedro confiere a San Pablo y a San Bernabé la plenitud del Apostolado. — Es avisado por San Pablo. — Regresa a Roma. Año de Jesucristo 54.
CAPÍTULO XXVI. San Pedro hace resucitar a un muerto. Año de Jesucristo 66.
CAPÍTULO XXVII. Vuelo. — Caída. — Muerte desesperada de Simón Mago. Año de Jesucristo 67.
CAPÍTULO XXVIII. Pedro es buscado para muerte. — Jesús se le aparece y le predice inminente el martirio. — Testamento del santo Apóstol.
CAPÍTULO XXIX. San Pedro en prisión convierte a Procópio y Martiniano. — Su martirio. Año de la Era Común 67.
CAPÍTULO XXX. Sepulcro de San Pedro. — Atentado contra su cuerpo.
CAPÍTULO XXXI. Tumba y Basílica de San Pedro en el Vaticano.
APÉNDICE SOBRE LA VENIDA DE S. PEDRO A ROMA

PREFACIO
            Cualquiera que deba entrar en un palacio cerrado y tomar posesión del mismo, es necesario que sea ayudado por quien tenga las llaves.
            Desafortunado aquel que, encontrándose en una barca en alta mar, no está en las gracias del piloto. La oveja perdida, que está lejos de su pastor, no conoce su voz o no la escucha.
            Querido lector; tu morada es el cielo, y debes aspirar a llegar a su posesión. Mientras vives aquí abajo, estás navegando en el azaroso mar del mundo, en peligro de chocar con los escollos, de naufragar y perderte en los abismos del error.
            Como una oveja, estás cada día a punto de ser conducido a pastos nocivos, de extraviarte por barrancos y despeñaderos, y de caer incluso en las garras de los lobos rapaces, es decir, en las trampas de los enemigos de tu alma. ¡Ah! Sí, necesitas hacerte propicio a aquel a quien fueron entregadas las llaves del cielo; es necesario que confíes tu vida al gran Piloto de la Nave de Cristo, al Noé del nuevo Testamento; debes unirte al Supremo Pastor de la Iglesia, que solo puede guiarte a los sanos pastos y conducirte a la vida.
            Por tanto, el Portero del reino de los Cielos, gran Navegante y Pastor de los hombres es precisamente S. Pedro, príncipe de los Apóstoles, quien ejerce su poder en la persona del Sumo Pontífice su Sucesor. Él todavía abre y cierra, gobierna la Iglesia, guía las almas a la salvación.
            No te desanimes, por tanto, piadoso lector, al leer la breve vida que aquí te presento; aprende a conocer quién es, a respetar su suprema autoridad de honor y de jurisdicción; aprende a reconocer la voz amorosa del Pastor y a escucharla. Porque quien está con Pedro, está con Dios, camina en la luz y corre hacia la vida; quien no está con Pedro, está contra Dios, va tambaleándose en las tinieblas y precipita en la perdición. Donde está Pedro, allí está la vida; donde Pedro no está, allí está la muerte.

CAPÍTULO I. Patria y profesión de S. Pedro[1]. — Su hermano Andrés lo conduce a Jesucristo. Año 29 de Jesucristo
            Pedro era judío de nacimiento y hijo de un pobre pescador llamado Jonás o Juan, que habitaba en una ciudad de Galilea llamada Betsaida. Esta ciudad está situada en la orilla occidental del lago de Genesaret, comúnmente llamado mar de Galilea o de Tiberíades, que en realidad es un vasto lago de doce millas de longitud y seis de ancho.
            Antes de que el Salvador le cambiara el nombre, Pedro se llamaba Simón. Él ejercía el oficio de pescador, como su padre; tenía un temperamento robusto, ingenio vivo y alegre; era pronto en responder, pero de corazón bueno y lleno de gratitud hacia quienes lo beneficiaban.
            Esta índole vivaz lo llevaba a menudo a los más cálidos transportes de afecto hacia el Salvador, de quien también recibió no dudosos signos de predilección. En ese tiempo, no siendo aún muy conocido el valor de la virginidad, Pedro tomó esposa en la ciudad de Cafarnaúm, capital de Galilea, en la orilla occidental del Jordán, que es un gran río que divide Palestina de norte a sur.
            Dado que Tiberíades estaba situada donde el Jordán desemboca en el mar de Galilea, y por lo tanto muy adecuada para la pesca, S. Pedro estableció en esta ciudad su residencia habitual y continuó ejerciendo su oficio habitual. La bondad de su corazón muy dispuesto a la verdad, el empleo inocente de pescador y la asiduidad al trabajo contribuyeron mucho a que él se conservara en el santo temor de Dios.
            En ese tiempo, estaba difundido el pensamiento en la mente de todos de que era inminente la venida del Mesías; de hecho, algunos decían que ya había nacido entre los judíos. Lo cual era motivo para que S. Pedro usara la máxima diligencia para enterarse. Tenía un hermano mayor llamado Andrés, quien, cautivado por las maravillas que se contaban sobre S. Juan Bautista, Precursor del Salvador, quiso hacerse su discípulo, yendo a vivir la mayor parte del tiempo con él en un áspero desierto.
            La noticia, que se iba confirmando cada día más, de que ya había nacido el Mesías, hacía que muchos acudieran a S. Juan, creyendo que él mismo era el Redentor. Entre estos estaba S. Andrés, hermano de Simón Pedro. Pero no pasó mucho tiempo antes de que, instruido por Juan, llegara a conocer a Jesucristo y la primera vez que lo oyó hablar fue tal su asombro que corrió inmediatamente a dar la noticia a su hermano.
            Apenas lo vio: “Simón,” le dijo, “he encontrado al Mesías; ven conmigo a verlo.”
            Simón, que ya había oído contar algo, pero vagamente, partió de inmediato con su hermano y fue allí donde Andrés había dejado a Jesucristo. Pedro, al dar un vistazo al Salvador, se sintió como arrebatado de amor. El divino Maestro, que había concebido altos designios sobre él, lo miró con aire de bondad y, antes de que él hablara, le mostró estar plenamente informado de su nombre, de su nacimiento, de su patria, diciendo: “Tú eres Simón, hijo de Juan, pero en adelante te llamarás Cefas.” Esta palabra significa piedra, de donde derivó el nombre de Pedro. Jesús comunica a Simón que sería llamado Pedro, porque él debía ser esa piedra sobre la cual Jesucristo fundaría su Iglesia, como veremos a lo largo de esta vida.

            En este primer coloquio, Pedro reconoció de inmediato que lo que le había contado su hermano era de gran lejos inferior a la realidad y, desde ese momento, se volvió muy afectuoso hacia Jesucristo, ni sabía vivir más lejos de él. El divino Salvador, por otra parte, permitió a este nuevo discípulo regresar a su oficio anterior porque quería predisponerlo poco a poco al total abandono de las cosas terrenas, guiarlo a los más sublimes grados de la virtud y así hacerlo capaz de comprender los otros misterios que le revelaría y hacerlo digno del gran poder con el que lo quería investir.

CAPÍTULO II. Pedro conduce en barco al Salvador — Pesca milagrosa. — Acoge a Jesús en su casa. — Milagros realizados. Año de Jesucristo 30.
            Pedro continuaba, por tanto, ejerciendo su primera profesión; pero cada vez que el tiempo y las ocupaciones se lo permitían, iba con alegría al divino Salvador, para oírlo razonar sobre las verdades de la fe y del reino de los cielos.
            Un día, caminando Jesús por la playa del mar de Tiberíades, vio a los dos hermanos Pedro y Andrés en acto de echar sus redes al agua. Llamándolos a sí, les dijo: “Venid conmigo y, de pescadores de peces como sois, os haré pescadores de hombres.” Ellos prontamente obedecieron a las señales del Redentor y, abandonando sus redes, se convirtieron en fieles y constantes seguidores de él. No lejos de allí había otra barca de pescadores, en la que se encontraba cierto Zebedeo con dos hijos, Santiago y Juan, que reparaban sus redes. Jesús llamó también a estos dos hermanos. Pedro, Santiago y Juan son los tres discípulos que tuvieron signos de especial benevolencia del Salvador y que, por su parte, se mostraron en cada encuentro fieles y leales.
            Mientras tanto, el pueblo, habiendo sabido que el Salvador se encontraba allí, se agolpaba alrededor de él para escuchar su divina palabra. Queriendo satisfacer el deseo de la multitud y al mismo tiempo ofrecer comodidad a todos para poder oírlo, no quiso predicar desde la orilla, sino desde una de las dos naves que estaban cerca de la ribera; y para dar a Pedro un nuevo testimonio de amor eligió su barca. Subió a bordo y, hecho subir también a Pedro, le mandó que se alejara un poco de la orilla y, sentándose, comenzó a instruir a esa devota asamblea. Terminada la prédica, ordenó a Pedro que condujera la nave mar adentro y que echara la red para recoger peces.
            Pedro había pasado toda la noche anterior pescando en ese mismo lugar y no había tomado nada; por lo tanto, volviéndose a Jesús: “Maestro,” le dijo, “nos hemos fatigado toda la noche pescando y no hemos tomado ni un pez; sin embargo, a tu palabra, echaré la red al mar.” Así lo hizo por obediencia y, contra toda expectativa, la pesca fue tan copiosa y la red tan llena de grandes peces que, al intentar sacarla del agua, estaba a punto de rasgarse. Pedro, no pudiendo solo sostener el gran peso de la red, pidió ayuda a Santiago y Juan, que estaban en la otra nave, y estos vinieron a ayudarlo. De acuerdo y con esfuerzo, sacaron la red, vertieron los peces en las naves, las cuales quedaron ambas tan llenas que amenazaban con hundirse.
            Pedro, que comenzaba a vislumbrar algo de lo sobrenatural en la persona del Salvador, reconoció de inmediato que eso era un prodigio y, lleno de asombro, considerándose indigno de estar con él en la misma barca, humillado y confundido, se arrojó a sus pies diciendo: “Señor, soy un miserable pecador, por lo tanto te ruego que te alejes de mí.” Casi a decir: “¡Oh! Señor, no soy digno de estar en tu presencia.” Admirando, dice San Ambrosio, los dones de Dios, tanto más merecía cuanto menos de sí presumía[2].
            Jesús agradó la simplicidad de Pedro y la humildad de su corazón y, queriendo que él abriera el alma a mejores esperanzas, para confortarlo le dijo: “Deja todo temor; de ahora en adelante no serás pescador de peces, sino que serás pescador de hombres.” A estas palabras, Pedro tomó valor y, casi transformado en otro hombre, condujo la nave a la orilla, abandonó todo y se hizo compañero indivisible del Redentor.
            Así como Jesucristo, hablando, dirigió el camino hacia la ciudad de Cafarnaúm, así Pedro fue con él. Allí entraron ambos en la Sinagoga y el Apóstol escuchó la prédica que aquí hizo el Señor y fue testigo de la milagrosa curación de un endemoniado.
            De la Sinagoga, Jesús fue a la casa de Pedro donde su suegra estaba atormentada por una gravísima fiebre. Junto con Andrés, Santiago y Juan, él rogó a Jesús que se complaciera en liberar a esa mujer del mal que la oprimía. El divino Salvador escuchó sus oraciones y, acercándose a la cama de la enferma, la tomó de la mano, la levantó y en ese instante la fiebre desapareció. La mujer se encontró tan perfectamente curada que pudo levantarse de inmediato y preparar el almuerzo para Jesús y toda su comitiva. La fama de tales milagros atrajo a la casa de Pedro a muchos enfermos junto con una multitud innumerable, de modo que toda la ciudad parecía reunida allí. Jesús devolvió la salud a cuantos eran llevados a él; y todos, llenos de alegría, se marchaban alabando y bendiciendo al Señor.
            Los santos Padres en la nave de Pedro reconocen la Iglesia, de la cual es cabeza Jesucristo, en lugar del cual Pedro debía ser el primero en hacer sus veces, y después de él todos los Papas sus sucesores. Las palabras dichas a Pedro: “Conduce la nave mar adentro,” y las otras dichas a él y a sus Apóstoles: “Echad vuestras redes para pescar,” contienen también un noble significado. A todos los Apóstoles, dice S. Ambrosio, les manda echar las redes en las olas; porque todos los Apóstoles y todos los pastores están obligados a predicar la divina palabra y a custodiar en la nave, o sea en la Iglesia, aquellas almas que se ganarán en su predicación. Solo a Pedro se le ordena conducir la nave mar adentro, porque él, a preferencia de todos, es hecho partícipe de la profundidad de los divinos misterios y solo recibe de Cristo la autoridad de desatar las dificultades que puedan surgir en cosas de fe y de moral. Así, en la venida de los otros apóstoles a su nave, se reconoce la colaboración de los otros pastores, quienes, uniéndose a Pedro, deben ayudarlo a propagar y conservar la fe en el mundo y ganar almas para Cristo[3].

CAPÍTULO III. S. Pedro, cabeza de los Apóstoles, es enviado a predicar. — Camina sobre las olas. — Bella respuesta dada al Salvador. Año 31 de Jesucristo.
Partió Jesús de la casa de Pedro, se encaminó hacia la soledad, sobre un monte, para orar. Pedro y los otros discípulos, que en ese momento habían crecido en buen número, lo siguieron; pero, al llegar al lugar establecido, Jesús les ordenó que se detuvieran y, todo solo, se retiró a un lugar apartado. Al amanecer, regresó a los discípulos. En esa ocasión, el divino Maestro eligió a doce discípulos, a quienes dio el nombre de Apóstoles, que significa enviados, ya que los Apóstoles estaban verdaderamente enviados a predicar el Evangelio, por entonces solo en los países de Judea; luego en todo el mundo. Entre estos doce, destinó a San Pedro a ocupar el primer lugar y a ser el jefe, para que, como dice San Jerónimo, al establecer un superior entre ellos, se eliminara toda ocasión de discordia y cisma. Ut capite constituto schismatis tolleretur occasio[4].

Los nuevos predicadores iban con todo celo a anunciar el Evangelio, predicando por todas partes la venida del Mesías y confirmando sus palabras con luminosos milagros. Luego regresaban al divino Maestro, como para rendir cuentas de lo que habían hecho. Él los recibía con bondad y solía entonces ir él mismo a aquel lugar donde los Apóstoles habían predicado. Sucedió un día que las multitudes, llevadas por la admiración y el entusiasmo, querían hacerlo rey; pero él, ordenando a los Apóstoles que hicieran el trayecto a la orilla opuesta del lago, se alejó de aquella buena gente y se fue a esconderse en el desierto. Los Apóstoles, según las órdenes del Maestro, subieron a la barca para cruzar el lago. Ya se avanzaba la noche y estaban a punto de llegar a la orilla, cuando se levantó una tempestad tan terrible que la nave, agitada por las olas y el viento, estaba a punto de hundirse.

En medio de aquella tempestad, no se imaginaban que pudieran ver a Jesucristo, a quien habían dejado en la orilla opuesta del lago. Pero cuál no fue su sorpresa cuando lo vieron a poca distancia caminando sobre las aguas, con paso firme y rápido, y avanzando hacia ellos. Al verlo, todos se asustaron, temiendo que fuera algún espectro o fantasma, y comenzaron a gritar. Entonces Jesús hizo oír su voz y los animó diciendo: «Soy yo, tened fe, no temáis.»

A esas palabras, ninguno de los Apóstoles se atrevió a hablar; solo Pedro, por el ímpetu de su amor hacia Jesús y para asegurarse de que no era una ilusión, dijo: “Señor, si realmente eres tú, manda que yo venga a ti caminando sobre las aguas.” El Divino Salvador dijo que sí; y Pedro, lleno de confianza, saltó fuera de la nave y comenzó a caminar sobre las olas, como se haría sobre un pavimento. Pero Jesús, que quería probar su fe y hacerla más perfecta, permitió de nuevo que se levantara un viento impetuoso, el cual, agitando las olas, amenazaba con hundir a Pedro. Al ver sus pies hundirse en el agua, se asustó y comenzó a gritar: “Maestro, Maestro, ayúdame, de lo contrario estoy perdido.” Entonces Jesús lo reprendió por la debilidad de su fe con estas palabras: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” Así diciendo, caminaron ambos juntos sobre las olas hasta que, al entrar en la barca, cesó el viento y se calmó la tempestad. En este hecho, los santos Padres ven los peligros en los que a veces se encuentra el Jefe de la Iglesia y la pronta ayuda que le brinda Jesucristo, su Jefe invisible, que permite las persecuciones, pero siempre le da la victoria.

Algún tiempo después, el Divino Salvador regresó a la ciudad de Cafarnaúm con los Apóstoles, seguido de una gran multitud. Mientras se detenía en esta ciudad, muchos se agolpaban a su alrededor, pidiéndole que les enseñara cuáles eran las obras absolutamente necesarias para salvarse. Jesús se dispuso a instruirlos sobre su celeste doctrina, el misterio de su Encarnación, el Sacramento de la Eucaristía. Pero como esas enseñanzas tendían a desarraigar la soberbia del corazón de los hombres, a engendrar en ellos la humildad obligándolos a creer en altísimos misterios y especialmente en el misterio de los misterios, la divina Eucaristía, así sus oyentes, considerando esos discursos demasiado rígidos y severos, se ofendieron y la mayoría lo abandonó.

Jesús, al verse abandonado casi por todos, se dirigió a los Apóstoles y dijo: “¿Veis cómo muchos se van? ¿Queréis también iros vosotros?” A esta repentina interrogación, todos guardaron silencio. Solo Pedro, como jefe y en nombre de todos, respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, hijo de Dios.” San Cirilo reflexiona que esta interrogación fue hecha por Jesucristo con el fin de estimularlos a confesar la verdadera fe, como de hecho ocurrió por boca de Pedro. Qué diferencia entre la respuesta de nuestro Apóstol y las murmuraciones de ciertos cristianos que encuentran dura y severa la santa ley del Evangelio, porque no se acomoda a sus pasiones (Ciril. in Ioann. lib. 4).

CAPÍTULO IV. Pedro confiesa por segunda vez a Jesucristo como hijo de Dios. — Es constituido jefe de la Iglesia, y se le prometen las llaves del reino de los Cielos. Año 32 de Jesucristo.
En varias ocasiones, el divino Salvador había hecho evidentes los planes particulares que tenía sobre la persona de Pedro; pero aún no se había expresado tan claramente, como veremos en el siguiente hecho, que se puede decir el más memorable de la vida de este gran Apóstol. Desde la ciudad de Cafarnaúm, Jesús había ido a los alrededores de Cesárea de Filipo, ciudad no muy distante del río Jordán. Allí un día, después de haber orado, Jesús se volvió de repente a sus discípulos, que habían regresado de la predicación, y haciendo señas para que se acercaran a él, comenzó a interrogarles así: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” “Algunos dicen,” respondió uno de los Apóstoles, “que tú eres el profeta Elías.” “A mí me han dicho,” añadió otro, “que tú eres el profeta Jeremías, o Juan Bautista, o alguno de los antiguos profetas resucitados.” Pedro no pronunció palabra. Retomó Jesús: “Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro entonces se adelantó y en nombre de los otros Apóstoles respondió: “Tú eres el Cristo, hijo del Dios vivo.” Entonces Jesús: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te lo revelaron los hombres, sino mi Padre que está en los cielos. De ahora en adelante no te llamarás más Simón, sino Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no la podrán vencer. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, será atado también en el cielo, y lo que desates en la tierra, será desatado también en el cielo.[5]

Este hecho y estas palabras merecen ser un poco explicados, para que sean bien comprendidos. Pedro guardó silencio mientras Jesús solo demostraba querer saber lo que decían los hombres sobre su persona; cuando luego el divino Salvador invitó a los Apóstoles a expresar su propio sentimiento, inmediatamente Pedro en nombre de todos habló, porque él ya gozaba de una primacía, o sea, superioridad, sobre sus otros compañeros.
Pedro, divinamente inspirado, dice: “Tú eres el Cristo,” y era lo mismo que decir: “Tú eres el Mesías prometido por Dios venido a salvar a los hombres; eres hijo del Dios vivo,” para significar que Jesucristo no era hijo de Dios como las divinidades de los idólatras, hechas por las manos y el capricho de los hombres, sino hijo del Dios vivo y verdadero, es decir, hijo del Padre eterno, por lo tanto, con Él creador y supremo dueño de todas las cosas; con esto venía a confesarlo como la segunda persona de la Santísima Trinidad. Jesús, casi para compensarlo por su fe, lo llama Bienaventurado, y al mismo tiempo le cambia el nombre de Simón por el de Pedro; claro signo de que quería elevarlo a una gran dignidad. Así había hecho Dios con Abraham, cuando lo estableció padre de todos los creyentes; así con Sara cuando le prometió el prodigioso nacimiento de un hijo; así con Jacob cuando lo llamó Israel y le aseguró que de su descendencia nacería el Mesías.

Jesús dijo: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia;” estas palabras quieren decir: tú, oh Pedro, serás en la Iglesia lo que en una casa es el fundamento. El fundamento es la parte principal de la casa, del todo indispensable; tú, oh Pedro, serás el fundamento, es decir, la suprema autoridad en mi Iglesia. Sobre el fundamento se edifica toda la casa, para que, sosteniéndose, dure firme e inmóvil. Sobre ti, que yo llamo Pedro, como sobre una roca o piedra firmísima, por mi virtud omnipotente yo elevo el eterno edificio de mi Iglesia, la cual, apoyada sobre ti, estará fuerte e invicta contra todos los asaltos de sus enemigos. No hay casa sin fundamento, no hay Iglesia sin Pedro. Una casa sin fundamento no es obra de un arquitecto sabio; una Iglesia separada de Pedro nunca podrá ser mi Iglesia. En las casas, las partes que no apoyan sobre el fundamento caen y se destruyen; en mi Iglesia, quienquiera que se separe de Pedro precipita en el error y se pierde.

“Las puertas del infierno nunca vencerán mi Iglesia.” Las puertas del infierno, como explican los Santos Padres, significan las herejías, los herejes, las persecuciones, los escándalos públicos y los desórdenes que el demonio intenta suscitar contra la Iglesia. Todas estas potencias infernales podrán, ya sea separadamente o unidas, hacer dura guerra a la Iglesia y perturbar su espíritu pacífico, pero nunca podrán vencerla.

Finalmente dice Cristo: “Y te daré las llaves del reino de los cielos.” Las llaves son el símbolo de la potestad. Cuando el vendedor de una casa entrega las llaves al comprador, se entiende que le da pleno y absoluto posesión. Igualmente, cuando se presentan las llaves de una ciudad a un Rey, se quiere significar que esa ciudad lo reconoce como su señor. Así, las llaves del reino de los cielos, es decir, de la Iglesia, dadas a Pedro, demuestran que él es hecho dueño, príncipe y gobernador de la Iglesia. Por eso Jesucristo añade a Pedro: “Todo lo que ates en la tierra será atado también en los cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado también en el cielo.” Estas palabras indican manifiestamente la autoridad suprema dada a Pedro; autoridad de atar la conciencia de los hombres con decretos y leyes en orden a su bien espiritual y eterno, y la autoridad de desatarlos de los pecados y de las penas que impiden el mismo bien espiritual y eterno.

Es bueno aquí notar que el verdadero Jefe supremo de la Iglesia es Jesucristo su fundador; San Pedro luego ejerce su suprema autoridad haciendo las funciones, es decir, las veces, de él en la tierra. Jesucristo hizo con Pedro, como precisamente hacen los Reyes de este mundo, cuando dan plenos poderes a algún ministro suyo con orden de que todo deba depender de él. Así el Rey Faraón dio tal poder a José que nadie podía mover ni mano ni pie sin su permiso[6].

También se debe notar que los otros Apóstoles recibieron de Jesucristo la facultad de desatar y atar[7], pero esta facultad les fue dada después de que San Pedro la había recibido solo, para indicar que él solo era el jefe destinado a conservar la unidad de fe y de moral. Los otros Apóstoles luego, y todos los obispos sus sucesores, debían estar siempre dependientes de Pedro y de los Papas sus sucesores, con el fin de estar unidos a Jesucristo, que desde el cielo asiste a su Vicario y a toda la Iglesia hasta el fin de los siglos. Pedro recibió la facultad de desatar y atar junto con los otros Apóstoles, y así él y sus sucesores son iguales a los Apóstoles y a los Obispos; luego la recibió solo, y por lo tanto Pedro y los Papas sus sucesores son los Jefes supremos de toda la Iglesia; no solo de los simples fieles, sino de todos los Sacerdotes y Obispos. Son obispos y pastores de Roma, y papas y pastores de toda la Iglesia.

Con el hecho que hemos expuesto, el divino Salvador promete querer constituir a San Pedro como jefe supremo de su Iglesia, y le explica la grandeza de su autoridad. Veremos el cumplimiento de esta promesa después de la resurrección de Jesucristo.

CAPÍTULO V. San Pedro disuade al divino Maestro de la pasión. — Va con él al monte Tabor. Año de Jesucristo 32.
El divino Redentor, después de haber hecho conocer a sus discípulos cómo él edificaba su Iglesia sobre bases estables, inquebrantables y eternas, quiso darles una enseñanza para que comprendieran bien que él no fundaba su reino, es decir, su Iglesia, con riquezas o magnificencia mundana, sino con la humildad, con los sufrimientos. Con este propósito, por lo tanto, manifestó a San Pedro y a todos sus discípulos la larga serie de sufrimientos y la muerte abominable que los judíos debían hacerle sufrir en Jerusalén. Pedro, por el gran amor que sentía hacia su divino Maestro, se horrorizó al oír los males a los que iba a estar expuesta su sagrada persona, y transportado por el afecto que un tierno hijo tiene por su padre, lo llevó a un lado y comenzó a persuadirlo para que se alejara de Jerusalén para evitar esos males y concluyó: “Lejos de ti, Señor, estos males.” Jesús lo reprendió por su afecto demasiado sensible diciéndole: “Apártate de mí, oh adversario, este tu hablar me da escándalo: no sabes aún gustar las cosas de Dios, sino solamente las cosas humanas.” “He aquí,” dice San Agustín, “el mismo Pedro que poco antes lo había confesado como hijo de Dios, aquí teme que él muera como hijo del hombre.”
En el acto en que el Redentor manifestó los maltratos que debía sufrir a manos de los judíos, prometió que algunos de los Apóstoles, antes de que él muriera, disfrutarían de un anticipo de su gloria, y esto para confirmarlos en la fe y para que no se dejaran abatir cuando lo vieran expuesto a las humillaciones de la pasión. Por lo tanto, algunos días después, Jesús eligió a tres Apóstoles: Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a un monte llamado comúnmente Tabor. En presencia de estos tres discípulos, Él se transfiguró, es decir, dejó traslucir un rayo de su divinidad alrededor de su sacrosanta persona. En ese mismo momento, una luz resplandeciente lo rodeó y su rostro se volvió similar al resplandor del sol, y sus vestiduras blancas como la nieve. Pedro, al llegar al monte, quizás cansado del viaje, se había puesto a dormir con los otros dos; pero todos en ese momento, despertándose, vieron la gloria de su Divino Maestro. Al mismo tiempo, también aparecieron presentes Moisés y Elías. Al ver resplandeciente al Salvador, a la aparición de esos dos personajes y de ese inusual esplendor, Pedro, atónito, quería hablar y no sabía qué decir; y casi fuera de sí, considerando como nada toda grandeza humana en comparación con ese anticipo del paraíso, sintió arder de deseo de permanecer siempre allí junto a su Maestro. Entonces, dirigiéndose a Jesús, dijo: “Oh Señor, cuán bueno es estar aquí: si así les parece, hagamos aquí tres pabellones, uno para ti, uno para Moisés y otro para Elías.” Pedro, como nos atestigua el Evangelio, estaba fuera de sí y hablaba sin saber lo que decía. Era un arrebato de amor por su Maestro y un vivo deseo de felicidad. Él aún hablaba cuando, desaparecidos Moisés y Elías, sobrevino una nube maravillosa que envolvió a los tres Apóstoles. En ese momento, del medio de esa nube, se oyó una voz que decía: “Este es mi hijo amado, en quien tengo complacencia, escuchadle.” Entonces los tres Apóstoles, cada vez más aterrados, cayeron a tierra como muertos; pero el Redentor, acercándose, los tocó con la mano y, dándoles ánimo, los levantó. Alzando los ojos, no vieron más ni a Moisés ni a Elías; solo estaba Jesús en su estado natural. Jesús les mandó que no manifestaran a nadie esa visión, sino después de su muerte y resurrección[8]. Después de tal hecho, esos tres discípulos crecieron desmesuradamente en amor hacia Jesús. San Juan Damasceno explica por qué Jesús eligió preferentemente a estos tres Apóstoles, y dice que Pedro, habiendo sido el primero en dar testimonio de la divinidad del Salvador, merecía ser también el primero en poder contemplar de manera sensible su humanidad glorificada; Santiago tuvo también tal privilegio porque debía ser el primero en seguir a su Maestro con el martirio; San Juan tenía el mérito virginal que lo hizo digno de este honor[9].
La Iglesia católica celebra el venerable acontecimiento de la transfiguración del Salvador en el monte Tabor el día seis de agosto.

CAPÍTULO VI. Jesús, en presencia de Pedro, resucita a la hija de Jairo. — Paga el tributo por Pedro. — Enseña a sus discípulos en la humildad. Año de J. C. 32.
Mientras tanto, se acercaba el tiempo en que la fe de Pedro debía ser puesta a prueba. Por lo tanto, el divino Maestro, para inflamarlo cada vez más de amor por él, a menudo le daba nuevos signos de afecto y bondad. Habiendo Jesús venido a una parte de Palestina llamada tierra de los gerasenos, se le presentó un príncipe de la sinagoga llamado Jairo, pidiéndole que quisiera devolver la vida a su única hija de 12 años, que había muerto poco antes. Jesús quiso escuchar su súplica; pero al llegar a su casa prohibió a todos entrar, y solo llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan, para que fueran testigos de ese milagro.
Al día siguiente, Jesús, apartándose un poco de los otros discípulos, entraba con Pedro en la ciudad de Cafarnaúm para ir a su casa. A la puerta de la ciudad, los recaudadores, es decir, aquellos que el gobierno había puesto para la recaudación de tributos e impuestos, apartaron a Pedro y le dijeron: “¿Tu Maestro paga el tributo?” “Ciertamente que sí,” respondió Pedro. Dicho esto, entró en casa, donde el Señor lo había precedido. Al verlo, el Salvador, a quien todo era manifiesto, lo llamó y le dijo: “Dime, oh Pedro, ¿quiénes son los que pagan el tributo? ¿Son los hijos del rey, o los extraños de la familia real?” Pedro respondió: “Son los extraños.” “Entonces,” continuó Jesús, “los hijos del rey están exentos de todo tributo.” Lo que quería decir: “Por lo tanto, yo que soy, como tú mismo has declarado, el Hijo de Dios vivo, no estoy obligado a pagar nada a los príncipes de la tierra; sin embargo, esta buena gente no me conoce como tú, y podría escandalizarse; por lo tanto, tengo la intención de pagar el tributo. Ve al mar, echa la red, y en la boca del primer pez que pesques encontrarás la moneda para pagar el tributo por mí y por ti.” El Apóstol cumplió lo que se le había mandado, y después de un breve intervalo de tiempo regresó lleno de asombro con la moneda que le había indicado el Salvador; y el tributo fue pagado.
Los Santos Padres admiraron dos cosas en este hecho: la humildad y mansedumbre de Jesús, que se somete a las leyes de los hombres, y el honor que se dignó hacer al Apóstol Pedro, igualándolo a sí mismo y mostrándolo abiertamente como su Vicario.
Los otros Apóstoles, al saber la preferencia hecha a Pedro, siendo aún muy imperfectos en virtud, sintieron envidia; por lo tanto, iban entre ellos discutiendo quién de ellos era el mayor. Jesús, que poco a poco quería corregirlos de sus defectos, cuando llegaron a su presencia les hizo conocer cómo las grandezas del cielo son muy diferentes de las de la tierra, y que aquel que quiere ser primero en el Cielo conviene que se haga último en la tierra. Luego les dijo: “¿Quién es el mayor? ¿Quién es el primero en una familia? ¿Quizás aquel que está sentado, o aquel que sirve a la mesa? Ciertamente, quien está a la mesa. Ahora, ¿qué ven ustedes en mí? ¿Qué personaje he figurado? Ciertamente de un pobre que sirve a la mesa.”
Este aviso debía valer principalmente para Pedro, quien en el mundo debía recibir grandes honores por su dignidad, y sin embargo, conservarse en la humildad y nombrarse siervo de los siervos del Señor, como suelen llamarse los Papas sus sucesores.

CAPÍTULO VII. Pedro habla con Jesús sobre el perdón de las injurias y el desapego de las cosas terrenas. — Se niega a dejarse lavar los pies. — Su amistad con San Juan. Año de J. C. 33.
Un día, el divino Salvador se puso a enseñar a los Apóstoles sobre el perdón de las ofensas, y habiendo dicho que se debía soportar cualquier ultraje y perdonar cualquier injuria, Pedro quedó lleno de asombro; pues él estaba prevenido, como todos los judíos, a favor de las tradiciones judaicas, las cuales permitían a la persona ofendida infligir un castigo a los ofensores, llamado la pena del talión. Se dirigió, por lo tanto, a Jesús y dijo: “Maestro, si el enemigo nos hiciera siete veces injuria y siete veces viniera a pedirme perdón, ¿debería perdonarlo siete veces?” Jesús, quien había venido para mitigar los rigores de la antigua ley con la santidad y pureza del Evangelio, respondió a Pedro que “no solamente debía perdonar siete veces, sino setenta veces siete,” expresión que significa que se debe perdonar siempre. Los Santos Padres en este hecho reconocen primordialmente la obligación que cada cristiano tiene de perdonar al prójimo cada afrenta, en todo tiempo y en todo lugar. En segundo lugar, reconocen la facultad dada por Jesús a San Pedro y a todos los sagrados ministros de perdonar los pecados de los hombres, cualquiera que sea su gravedad y número, siempre que se arrepientan y prometan sincera enmienda.
En otro día, Jesús enseñaba al pueblo, hablando de la gran recompensa que recibirían aquellos que despreciaran el mundo y hicieran buen uso de las riquezas, desapegando sus corazones de los bienes de la tierra. Pedro, que aún no había recibido las luces del Espíritu Santo y que más que los otros necesitaba ser instruido, con su habitual franqueza se dirigió a Jesús y le dijo: “Maestro, nosotros hemos abandonado todas las cosas y te hemos seguido: hemos hecho lo que has mandado; ¿cuál, por lo tanto, será el premio que nos darás?” El Salvador apreció la pregunta de Pedro y, mientras alabó el desapego de los Apóstoles de toda sustancia terrena, aseguró que a ellos les estaba reservado un premio particular, porque, dejando sus bienes, lo habían seguido. “Ustedes,” dijo, “que me han seguido, se sentarán en doce tronos majestuosos y, compañeros en mi gloria, juzgarán conmigo las doce tribus de Israel y con ellas toda la humanidad.”
No mucho después, Jesús se fue al templo de Jerusalén y comenzó a hablar con Pedro sobre la estructura de ese grandioso edificio y la preciosidad de las piedras que lo adornaban. El divino Salvador tomó entonces la ocasión de predecir su completa ruina diciendo: “De este magnífico templo no quedará piedra sobre piedra.” Salió, por lo tanto, Jesús de la ciudad y pasando cerca de una higuera, que había sido maldecida por él, Pedro, maravillado, hizo notar al divino Maestro cómo esa planta ya se había vuelto árida y seca. Era una prueba de la veracidad de las promesas del Salvador. Por lo tanto, Jesús, para alentar a los Apóstoles a tener fe, respondió que en virtud de la fe obtendrían todo lo que pidieran.
La virtud, por otro lado, que Cristo quería profundamente arraigada en el corazón de los Apóstoles y especialmente de Pedro, era la humildad, y de esta en muchas ocasiones les dio luminosos ejemplos, sobre todo la vigilia de su pasión. Era el primer día de la Pascua de los judíos, que debía durar siete días y que suele llamarse de los ázimos. Jesús envió a Pedro y a Juan a Jerusalén diciendo: “Vayan y preparen las cosas necesarias para la Pascua.” Ellos dijeron: “¿Dónde quieren que las vayamos a preparar?” Jesús respondió: “Al entrar en la ciudad encontrarán a un hombre que lleva una jarra de agua; vayan con él, y él les mostrará un gran cenáculo puesto en orden, y allí preparen lo que sea necesario para esta necesidad.” Así lo hicieron. Llegada la noche de esa noche, que era la última de la vida mortal del Salvador, queriendo Él instituir el Sacramento de la Eucaristía, premió un hecho que demuestra la pureza de alma con la que cada cristiano debe acercarse a este sacramento del divino amor, y al mismo tiempo sirve para frenar la soberbia de los hombres hasta el fin del mundo. Mientras estaba a la mesa con sus discípulos, hacia el final de la cena, el Señor se levantó de la mesa, tomó una toalla, se la ciñó a la cintura y vertió agua en una palangana, mostrando que quería lavar los pies a los Apóstoles, que sentados y maravillados estaban mirando qué quería hacer su Maestro.
Jesús se acercó, por lo tanto, con el agua a Pedro y, arrodillándose ante él, le pide el pie para lavarlo. El buen Pedro, horrorizado de ver al Hijo de Dios en ese acto de pobre servidor, recordando aún que poco antes lo había visto resplandeciente de luz, lleno de vergüenza y casi llorando, dijo: “¿Qué haces, Maestro? ¿qué haces? ¿Tú lavar mis pies? Nunca será: nunca podré permitirlo.” El Salvador le dijo: “Lo que yo hago no lo comprendes ahora, pero lo entenderás después: por lo tanto, cuídate de contradecirme; si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo,” es decir, estarás privado de todo mi bien y desheredado. A estas palabras, el buen Pedro se sintió terriblemente turbado; por un lado, le dolía tener que estar separado de su Maestro, no quería desobedecerlo ni entristecerlo; por otro lado, le parecía que no podía permitirle un servicio tan humilde. Sin embargo, cuando comprendió que el Salvador quería obediencia, dijo: “Oh Señor, ya que así lo quieres, no debo ni quiero resistir a tu voluntad; haz de mí todo lo que mejor te parezca; si no basta con lavarme los pies, lávame también las manos y la cabeza.”
El Salvador, después de haber cumplido ese acto de profunda humildad, se dirigió a sus Apóstoles y les dijo: “¿Han visto lo que he hecho? Si yo, que soy su Maestro y Señor, les he lavado los pies, ustedes deben hacer lo mismo entre ustedes.” Estas palabras significan que un seguidor de Jesucristo nunca debe negarse a ninguna obra, incluso humilde, de caridad, siempre que con ella se promueva el bien del prójimo y la gloria de Dios.
Durante esta cena ocurrió un hecho que concierne de manera particular a San Pedro y San Juan. Ya se ha podido observar cómo el divino Redentor tenía un afecto especial por estos dos Apóstoles; a uno por la sublime dignidad a la que estaba destinado, al otro por la singular pureza de costumbres. Ellos, a su vez, amaban a su Salvador con el amor más intenso, y estaban unidos entre sí por los lazos de una amistad muy especial, de la cual el mismo Redentor mostró complacencia, porque estaba fundada en la virtud.
Mientras, por lo tanto, Jesús estaba a la mesa con sus Apóstoles, a mitad de la cena predijo que uno de ellos lo traicionaría. Ante este aviso, todos se asustaron, y cada uno temiendo por sí mismo, comenzaron a mirarse unos a otros diciendo: “¿Soy yo acaso?” Pedro, siendo más ferviente en el amor hacia su Maestro, deseaba conocer quién era ese traidor; quería interrogar a Jesús, pero hacerlo en secreto, para que ninguno de los presentes se diera cuenta. Entonces, sin pronunciar palabra, hizo un gesto a Juan para que fuera él quien hiciera esa pregunta. Este querido apóstol había tomado lugar cerca de Jesús, y su posición era tal que apoyaba la cabeza sobre su pecho, mientras la cabeza de Pedro se apoyaba sobre la de Juan. Juan complació el deseo de su amigo con tal secreto que ninguno de los Apóstoles pudo entender ni el gesto de Pedro, ni la pregunta de Juan, ni la respuesta de Cristo; ya que nadie en ese momento supo que el traidor era Judas Iscariote, excepto los dos apóstoles privilegiados.

CAPÍTULO VIII. Jesús predice la negación de Pedro y le asegura que no fallará su fe. — Pedro lo sigue en el huerto de Getsemaní. — Corta la oreja a Malco. — Su caída, su arrepentimiento. Año de J. C. 33.
Se acercaba el tiempo de la pasión del Salvador, y la fe de los Apóstoles iba a ser puesta a dura prueba. Después de la última cena, cuando Jesús estaba a punto de salir del cenáculo, se dirigió a sus Apóstoles y les dijo: “Esta noche es muy dolorosa para mí y de gran peligro para todos ustedes: sucederán de mí tales cosas que ustedes quedarán escandalizados, y no les parecerá más verdadero lo que han conocido y que ahora creen de mí. Por eso les digo que esta noche todos me darán la espalda.” Pedro, siguiendo su habitual ardor, fue el primero en responder: “¿Cómo? ¿Nosotros todos te daremos la espalda? Aunque todos estos fueran tan débiles como para abandonarte, yo ciertamente nunca lo haré, de hecho, estoy listo para morir contigo.” “Ah Simón, Simón,” respondió Jesucristo, “he aquí que Satanás ha urdido contra ustedes una terrible tentación, y los tamizará como se hace con el trigo en el tamiz; y tú mismo en esta noche, antes de que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces.” Pedro hablaba guiado por un sentimiento cálido de afecto y no consideraba que sin la ayuda divina el hombre cae en deplorables excesos; por lo tanto, renovó las mismas promesas diciendo: “No, ciertamente; puede que todos te nieguen, pero yo nunca.” Jesús, que conocía bien que tal presunción de Pedro provenía de un ardor inconsiderado y de una gran ternura hacia él, tuvo compasión y le dijo: “Ciertamente caerás, oh Pedro, como te dije; sin embargo, no te pierdas de ánimo. He orado por ti, para que tu fe no falte; tú, cuando te hayas arrepentido de tu caída, confirma a tus hermanos: Rogavi pro te, ut non deficiat fides tua, et tu aliquando conversus, confirma fratres tuos.” Con estas palabras el divino Salvador prometió una asistencia particular al Cabeza de su Iglesia, para que su fe nunca falte, es decir, que como Maestro universal y en las cosas que conciernen a la religión y la moral, enseñó y enseñará siempre la verdad, aunque en la vida privada pueda caer en culpa, como de hecho ocurrió a San Pedro.

Mientras tanto, Jesucristo, después de aquella memorable Cena Eucarística, ya avanzada la noche, salió del cenáculo con los once Apóstoles y se dirigió al monte de los Olivos. Al llegar allí, tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y se retiró a una parte de aquel monte llamada Getsemaní, donde solía ir a orar. Jesús se alejó aún de los tres Apóstoles tanto como un tiro de piedra y comenzó a orar. Pero antes, en el acto de separarse de ellos, les advirtió diciendo: “Vigilen y oren, porque la tentación está cerca.” Pero Pedro y sus compañeros, tanto por la hora tardía como por el cansancio, se sentaron a descansar y se quedaron dormidos.

Este fue un nuevo fallo de Pedro, quien debía seguir el precepto del Salvador, vigilando y orando. En ese ínterin llegaron las guardias al huerto para capturar a Jesús y llevarlo a prisión. Pedro, al verlos apenas, corrió hacia ellos para alejarlos; y viendo que ofrecían resistencia, tomó la espada que tenía consigo y, asestando un golpe al azar, le cortó la oreja a un sirviente del pontífice Caifás, llamado Malco.

No eran estas las pruebas de fidelidad que Jesús esperaba de Pedro, ni nunca le había enseñado a oponer fuerza a fuerza. Fue esto un efecto de su vivo amor al divino Salvador, pero fuera de propósito; por lo que Jesús dijo a Pedro: “Vuelve a poner la espada en su lugar, porque quien hiere con espada, por espada perecerá.” Luego, poniendo en práctica lo que había enseñado tantas veces en sus predicaciones, es decir, hacer el bien a quien nos hace mal, tomó la oreja cortada y con suma bondad la volvió a poner con sus santas manos en el lugar de la herida, de modo que quedó sanada al instante.
Pedro y los otros Apóstoles, viendo inútil toda resistencia y que, además, correrían peligro por sí mismos, dejando de lado las promesas hechas poco antes al Maestro, se dieron a la fuga y abandonaron a Jesús, dejándolo solo en manos de sus verdugos.

Pedro, por otro lado, avergonzándose de su vileza, confundido e indeciso, no sabía a dónde ir ni dónde estar; por lo tanto, desde lejos siguió a Jesús hasta el atrio del palacio de Caifás, jefe de todos los sacerdotes judíos; y por la recomendación de un conocido, logró también entrar. Jesús estaba allí dentro en poder de los Escribas y los Fariseos, que lo habían acusado ante ese tribunal y buscaban hacerlo condenar con alguna apariencia de justicia.
Apenas entró en aquel lugar, nuestro Apóstol encontró una multitud de guardias que se estaban calentando junto al fuego encendido allí, y se puso también con ellos. A la luz de las llamas, la sirvienta que por gracia lo había dejado entrar, al verlo pensativo y melancólico, sospechó que él era un seguidor de Jesús. “Eh,” le dijo, “tú pareces un compañero del Nazareno, ¿no es cierto?” El Apóstol, al verse descubierto ante tanta gente, quedó atónito; y temiendo por sí mismo la prisión, quizás también la muerte, perdido todo coraje, respondió: “Mujer, te equivocas; no soy de los suyos; ni siquiera conozco a ese Jesús de quien hablas.” Dicho esto, el gallo cantó por primera vez; y Pedro no prestó atención.
Después de haberse detenido un momento en compañía de aquellas guardias, se fue al vestíbulo. Mientras regresaba junto al fuego, otra sirvienta, señalando a Pedro, también se puso a decir a los presentes: “Este también estaba con Jesús Nazareno.” El pobre discípulo, a estas palabras cada vez más asustado, casi fuera de sí, respondió que no lo conocía ni lo había visto jamás. Pedro hablaba así, pero la conciencia lo reprochaba y sentía los más agudos remordimientos; por lo tanto, todo pensativo, con la mirada turbada y paso incierto, estaba, entraba y salía sin saber qué hacer. Pero un abismo conduce a otro abismo.
Después de algunos instantes, un pariente de ese Malco a quien Pedro había cortado la oreja lo vio y, fijándose bien en su rostro, dijo: “Ciertamente este es uno de los compañeros del Galileo. ¡Tú lo eres ciertamente, tu pronunciación te delata! Y, además, ¿no te he visto en el huerto con él, cuando le cortaste la oreja a Malco?” Pedro, viéndose en tan mala situación, no supo encontrar otro escape que jurar y perjurar que no lo conocía. No había aún pronunciado bien la última sílaba, cuando el gallo cantó por segunda vez.
Cuando el gallo cantó por primera vez, Pedro no había prestado atención; pero esta segunda vez se da cuenta del número de sus negaciones, recuerda la predicción de Jesucristo y la ve cumplida. A este recuerdo se turbó, sintió todo su corazón amargado y, volviendo la mirada hacia el buen Jesús, su mirada se encontró con la de él. Esta mirada de Cristo fue un acto mudo, pero al mismo tiempo un golpe de gracia, que, a modo de dardo agudísimo, fue a herirlo en el corazón, no para darle la muerte, sino para devolverle la vida[10].
Aquel rasgo de bondad y de misericordia hizo que Pedro, sacudido como por un profundo sueño, sintiera inflarse el corazón y se sintiera impulsado a las lágrimas por el dolor. Para dar libre curso al llanto, salió de aquel lugar desafortunado y fue a llorar su falta, invocando de la divina misericordia el perdón. El Evangelio nos dice solamente que: et egressus Petrus flevit amare: Pedro salió y lloró amargamente. De esta caída el santo Apóstol llevó remordimiento toda la vida, y se puede decir que desde aquella hora hasta la muerte no hizo más que llorar su pecado, haciendo una dura penitencia. Se dice que siempre llevaba consigo un pañuelo para secarse las lágrimas; y que cada vez que oía cantar al gallo, se sobresaltaba y temblaba, recordando el doloroso momento de su caída. De hecho, las lágrimas que tenía continuamente le habían hecho dos surcos en las mejillas. ¡Bendito Pedro que tan pronto abandonó la culpa y hizo una penitencia tan larga y dura! ¡Bendito también aquel cristiano que, después de haber tenido la desgracia de seguir a Pedro en la culpa, lo sigue también en el arrepentimiento!

CAPÍTULO IX. Pedro en el sepulcro del Salvador. — Jesús se le aparece. — En el lago de Tiberíades da tres distintos signos de amor hacia Jesús que lo constituye efectivamente cabeza y pastor supremo de la Iglesia.
Mientras el divino Salvador era llevado a los varios Tribunales y luego conducido al Calvario a morir en la Cruz, Pedro no lo perdió de vista, porque deseaba ver dónde iba a terminar aquel luctuoso espectáculo.
Y aunque el Evangelio no lo diga, hay razones para creer que se encontró en compañía de su amigo Juan a los pies de la cruz. Pero después de la muerte del Salvador, el buen Pedro, todo humillado por la manera indigna con que había correspondido al gran amor de Jesús, pensaba continuamente en él, oprimido por el más amargo dolor y arrepentimiento.
Sin embargo, esta humillación suya era precisamente la que atraía sobre Pedro la benignidad de Jesús. Después de su resurrección, Jesús se apareció primariamente a María Magdalena y a otras piadosas mujeres, porque ellas solas estaban en el sepulcro para embalsamarlo. Después de manifestarse a ellas, añadió: “Vayan de inmediato, refiéranles a mis hermanos y particularmente a Pedro que me han visto vivo.” Pedro, que quizás ya se creía olvidado por el Maestro, al sentirse por parte de Jesús anunciarle a él nominativamente la noticia de la resurrección, estalló en un torrente de lágrimas y no pudo contener más la alegría en su corazón.
Transportado por la alegría y el deseo de ver al Maestro resucitado, él, en compañía del amigo Juan, comenzó a correr rápidamente hacia el monte Calvario. Su alma, por otro lado, estaba entonces agitada por dos sentimientos contrarios: por la esperanza de ver a Jesús resucitado y por el temor de que la relación hecha por las piadosas mujeres no fuera más que efecto de su fantasía, porque al principio no comprendían cómo él debía realmente resucitar. Mientras tanto, ambos corrían juntos; pero Juan, siendo más joven y más ágil, llegó al sepulcro antes que Pedro. Sin embargo, no tuvo el valor de entrar y, inclinándose un poco a la entrada, vio las vendas en las que había sido envuelto el cuerpo de Jesús. Poco después llegó también Pedro quien, fuera por la mayor autoridad que sabía que gozaba, fuera porque era de un carácter más resuelto y pronto, sin detenerse en el exterior, entró de inmediato en el sepulcro, lo examinó en todas sus partes buscando y palpando por todas partes, y no vio otra cosa que las vendas y el sudario envuelto a un lado. Siguiendo el ejemplo de Pedro, entró luego también Juan, y ambos coincidieron en que el cuerpo de Jesús había sido sacado del sepulcro y robado. Pues, aunque deseaban ardientemente que el divino Maestro hubiera resucitado, aún no creían en esta dulcísima verdad. Los dos Apóstoles, después de haber hecho en el sepulcro tales minuciosas observaciones, salieron y regresaron de donde habían partido. Pero en ese mismo día Jesús quiso él mismo visitar a Pedro en persona para consolarlo con su presencia y, lo que es más, se apareció precisamente a Pedro antes que a todos los demás Apóstoles.
En varias ocasiones el divino Salvador se manifestó a sus Apóstoles después de la resurrección para instruirlos y confirmarlos en la fe.
Un día Pedro, Santiago y Juan con algunos otros discípulos, tanto para evitar el ocio como para ganarse algo de comer, fueron a pescar en el lago de Tiberíades. Subieron todos a una barca, la alejaron un poco de la orilla y echaron sus redes. Se fatigaron toda la noche echando las redes ahora de un lado, ahora del otro, pero todo en vano; ya amanecía y nada habían pescado. Entonces apareció el Señor en la orilla, donde, sin hacerse reconocer, como si quisiera comprar algunos peces: “Hijitos,” les dijo, “¿tienen algo de comer?” “Pueri, numquid pulmentarium habetis?” “No,” respondieron; “hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada.” Jesús añadió: “Echen la red a la derecha de la barca y pescarán.” Fueran movidos por un impulso interior, fuera por seguir el consejo de Aquel que a sus ojos parecía un experto pescador, echaron la red y poco después la encontraron llena de tantos y tan grandes peces que apenas pudieron sacarla. Ante esta pesca inesperada, Juan se volvió hacia aquel que desde la orilla había dado ese consejo y, habiendo reconocido que era Jesús, dijo de inmediato a Pedro: “Es el Señor.” Pedro, al oír estas palabras, transportado por el habitual fervor, sin más consideración se lanzó al agua y nadó hasta la orilla para ser el primero en saludar al Divino Maestro. Mientras Pedro se detenía familiarmente con Jesús, se acercaron también los otros Apóstoles arrastrando la red.

Al llegar, encontraron el fuego encendido por la mano misma del Divino Salvador y pan preparado con pescado que se asaba. Los Apóstoles, movidos por el deseo de ver al Señor, dejaron todos los peces en la barca, de donde el Salvador les dijo: “Traigan aquí esos peces que han pescado ahora.” Pedro, que en todo era el más pronto y obediente, al oír esa orden, subió de inmediato a la barca y solo sacó a tierra la red llena de 153 grandes peces.
El texto sagrado nos advierte que fue un milagro el no haberse rasgado la red, aunque había tantos peces y de tal tamaño. Los santos Padres ven en este hecho la divina potestad del cabeza de la Iglesia, quien, asistido de manera particular por el Espíritu Santo, guía la mística nave llena de almas para llevarlas a los pies de Jesucristo, que las ha redimido y las espera en el cielo.
Mientras tanto, Jesús había preparado él mismo la comida; e invitando a los Apóstoles a sentarse sobre la arena desnuda, distribuyó a cada uno pan y pescado que había asado. Terminada la comida, Jesucristo se puso de nuevo a conversar con San Pedro y a interrogarlo frente a los compañeros de la siguiente manera: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que estos?” “Sí,” respondió Pedro, “ustedes saben que los amo.” Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos.” Luego le preguntó otra vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú?” “Señor,” replicó Pedro, “ustedes bien saben que los amo.” Jesús repitió: “Apacienta mis corderos.” El Señor añadió: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú?” Pedro, al verse interrogado tres veces sobre el mismo tema, quedó fuertemente turbado; en ese momento le volvieron a la mente las promesas ya hechas en otra ocasión, y que él había violado, y por lo tanto temía que Jesucristo no viera en su corazón un amor mucho más escaso de lo que a él le parecía tener, y quisiera como predecirle otras negaciones. Por lo tanto, desconfiando de sus propias fuerzas, Pedro con gran humildad respondió: “Señor, ustedes saben todo, y por lo tanto saben que los amo.” Estas palabras significaban que Pedro estaba seguro en ese momento de la sinceridad de sus afectos, pero no lo estaba tanto para el futuro. Jesús, que conocía su deseo de amarlo y la sinceridad de sus afectos, lo consoló diciendo: “Apacienta mis ovejas.” Con estas palabras el Hijo de Dios cumplía la promesa hecha a San Pedro de constituirlo príncipe de los Apóstoles y piedra fundamental de la Iglesia. De hecho, los corderos aquí significan todos los fieles cristianos, esparcidos en las diversas partes del mundo, que deben estar sometidos al Cabeza de la Iglesia, así como hacen los corderos a su pastor. Las ovejas, por otro lado, significan a los obispos y otros sagrados ministros, quienes dan sí el pasto de la doctrina de Jesucristo a los fieles cristianos, pero siempre de acuerdo, siempre unidos y sometidos al supremo pastor de la Iglesia, que es el Papa Romano, el Vicario de Jesucristo en la tierra.
Apoyados en estas palabras de Jesucristo, los católicos de todos los tiempos siempre han creído como verdad de fe que San Pedro fue constituido por Jesucristo su Vicario en la tierra y cabeza visible de toda la Iglesia, y que recibió de él la plenitud de autoridad sobre los otros apóstoles y sobre todos los fieles. Esta autoridad pasó a los Papas romanos, sus sucesores. Esto fue definido como dogma de fe en el concilio florentino en el año 1439, con las siguientes palabras: “Nosotros definimos que la santa sede Apostólica y el Papa Romano es el sucesor del príncipe de los Apóstoles, el verdadero Vicario de Cristo y el cabeza de toda la Iglesia, el maestro y padre de todos los cristianos, y que a él en la persona del beato Pedro le fue dado por nuestro Señor Jesucristo pleno poder para apacentar, regir y gobernar la Iglesia Universal.”
También notan los santos Padres que el divino Redentor quiso que Pedro dijera tres veces públicamente que lo amaba, casi para reparar el escándalo que había dado al negarlo tres veces.

CAPÍTULO X. Infallibilidad de San Pedro y de sus sucesores.
El divino Salvador dio al Apóstol Pedro el supremo poder en la Iglesia, es decir, el primado de honor y de jurisdicción, que pronto veremos ejercido por él. Pero para que, como cabeza de la Iglesia, pudiera ejercer convenientemente esta suprema autoridad, Jesucristo lo dotó también de una prerrogativa singular, es decir, de la infalibilidad. Siendo esta una de las verdades más importantes, creo conveniente añadir algo en confirmación y declaración de la doctrina que en todos los tiempos la Iglesia católica ha profesado sobre este dogma.

Primero que todo, es necesario entender qué se entiende por infalibilidad. Por ella se entiende que el Papa, cuando habla ex cathedra, es decir, cumpliendo con la función de Pastor o Maestro de todos los cristianos, y juzga sobre las cosas que conciernen a la fe o a la moral, no puede, por la asistencia divina, caer en error, por lo tanto, ni engañarse ni engañar a los demás. Se debe notar, por lo tanto, que la infalibilidad no se extiende a todas las acciones, a todas las palabras del Papa; no le compete como hombre privado, sino solamente como Cabeza, Pastor, Maestro de la Iglesia, y cuando define alguna doctrina relacionada con la fe o la moral y pretende obligar a todos los fieles. Además, no se debe confundir la infalibilidad con la impecabilidad; de hecho, Jesucristo a Pedro y a sus sucesores les prometió la primera al instruir a los hombres, pero no la segunda, en la cual no quiso privilegiarlos.
Dicho esto, digamos que una de las verdades mejor probadas es precisamente la de la infalibilidad doctrinal, concedida por Dios al Cabeza de la Iglesia. Las palabras de Jesucristo no pueden fallar, porque son palabras de Dios. Ahora, Jesucristo le dijo a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los Cielos, y todo lo que ates en la tierra será atado también en los cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado también en los cielos.”
Según estas palabras, las puertas[11], es decir, las potencias infernales, entre las cuales ocupa el primer lugar el error y la mentira, nunca podrán prevalecer ni contra la Piedra, ni contra la Iglesia que sobre ella está fundada. Pero si Pedro, como Cabeza de la Iglesia, errara en cosas de fe y de moral, sería como si faltara el fundamento. Faltando esto, caería el edificio, es decir, la misma Iglesia, y así el fundamento y la fábrica deberían decirse vencidos y derribados por las puertas infernales. Ahora bien, esto, después de las mencionadas palabras, no es posible, a menos que se quiera blasfemar afirmando que fueron falaces las promesas del divino Fundador: cosa horrible no solo para los católicos, sino para los mismos cismáticos y herejes.
Además, Jesucristo aseguró que sería sancionado en el cielo todo lo que Pedro, como Cabeza de la Iglesia, atara o desatara, aprobara o condenara en la tierra. Por lo tanto, así como en el cielo no puede ser aprobado el error, así se debe necesariamente admitir que el Cabeza de la Iglesia es infalible en sus juicios, en sus decisiones emitidas en calidad de Vicario de Jesucristo, de modo que él, como maestro y juez de todos los fieles, no apruebe ni condene sino aquello que puede ser igualmente aprobado o condenado en el cielo; y esto lleva a la infalibilidad.
La cual se manifiesta aún más en las palabras que Jesucristo dirigió a Pedro cuando le ordenó confirmar en la fe a los otros Apóstoles: “Simón, Simón,” le dijo, “mira que Satanás ha pedido zarandearos como se hace con el trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no falte; y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos.” Jesucristo, por lo tanto, ora para que la fe del Papa no falte; ahora es imposible que la oración del Hijo de Dios no sea escuchada. Además: Jesucristo ordenó a Pedro que confirmara en la fe a los otros pastores y a estos que lo escucharan; pero si no le hubiera comunicado también la infalibilidad doctrinal, lo habría puesto en peligro de engañarlos y arrastrarlos al abismo del error. ¿Puede creerse que Jesucristo haya querido dejar a la Iglesia y a su Cabeza en tanto peligro?
Finalmente, el divino Redentor, después de su Resurrección, estableció a Pedro como Pastor supremo de su rebaño, es decir, de su Iglesia, confiándole el cuidado de los corderos y las ovejas: “Apacienta mis corderos,” le dijo, “apacienta mis ovejas.” Instruye, enseña a unos y a otros guiándolos a pastos de vida eterna. Pero si Pedro errara en materia de doctrina, ya sea por ignorancia o por malicia, entonces sería como un pastor que conduce a los corderos y las ovejas a pastos envenenados, que en lugar de vida les daría muerte. Ahora, ¿puede suponerse que Jesucristo, quien para salvar a sus ovejitas dio todo de sí mismo, haya querido establecerles un pastor así?
Por lo tanto, según el Evangelio, el Apóstol Pedro tuvo el don de la infalibilidad:
I. Porque es la Piedra fundamental de la Iglesia de Jesucristo;
II. Porque sus juicios deben ser confirmados también en el cielo;
III. Porque Jesucristo oró por su infalibilidad, y su oración no puede fallar;
IV. Porque debe confirmar en la fe, apacentar y gobernar no solo a los simples fieles, sino a los mismos pastores.
Es útil ahora añadir que, junto con la autoridad suprema sobre toda la Iglesia, el don de la infalibilidad pasó de Pedro a sus sucesores, es decir, a los Pontífices Romanos.
También esta es una verdad de fe.
Jesucristo, como hemos visto, dio un poder más amplio y dotó del don de la infalibilidad a San Pedro, con el fin de proveer a la unidad y a la integridad de la fe en sus seguidores. “Entre doce uno es elegido,” reflexiona el máximo doctor San Jerónimo, “para que, establecido un Cabeza, se quite toda ocasión de cisma: Inter duodecim unus eligitur, ut, capite constituto, schismatis tolleretur occasio.[12]” “El primado se confiere a Pedro,” escribió San Cipriano, “para que se demuestre una la Iglesia, y una la cátedra de la verdad.[13]
Dicho esto, digamos: la necesidad de unidad y de verdad no existía solo en el tiempo de los Apóstoles, sino también en los siglos posteriores; de hecho, esta necesidad se incrementó aún más con la expansión de la propia Iglesia y con la desaparición de los Apóstoles, privilegiados por Jesucristo con dones extraordinarios para la promulgación del Evangelio. Por lo tanto, según la intención del divino Salvador, la autoridad y la infalibilidad del primer Papa no debían cesar con su muerte, sino transmitirse a otro, de modo que se perpetuaran en la Iglesia.
Esta transmisión aparece clarísima sobre todo en las palabras de Jesucristo a Pedro, con las cuales lo establecía como base, fundamento de la Iglesia. Es manifiesto que el fundamento debe durar tanto como el edificio; siendo imposible esto sin aquel. Pero el edificio, que es la Iglesia, debe durar hasta el fin del mundo, habiendo prometido el mismo Jesús estar con su Iglesia hasta la consumación de los siglos: “Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” Por lo tanto, hasta la consumación de los siglos debe durar el fundamento que es Pedro; pero dado que Pedro ha muerto, la autoridad y la infalibilidad deben aún subsistir en alguien más. De hecho, subsisten en sus sucesores en la Sede de Roma, es decir, subsisten en los Pontífices Romanos. Por lo tanto, se puede decir que Pedro vive aún y juzga en sus sucesores. Así, de hecho, se expresaban los legados de la Sede Apostólica, con el aplauso del concilio general de Éfeso en el año 431: “Quien hasta este tiempo, y siempre en sus sucesores, vive y ejerce el juicio.”
Por esta razón, desde los primeros siglos de la Iglesia, al surgir cuestiones religiosas, se recurría a la Iglesia de Roma, y sus decisiones y juicios se consideraban como regla de fe. Basta para toda prueba las palabras de San Ireneo, Obispo de Lyon, muerto mártir en el año 202. “Para confundir,” escribió, “a todos aquellos que, de cualquier manera por vana gloria, por ceguera o por malicia se reúnen en conciliábulos, nos bastará indicarles la tradición y la fe que la mayor y más antigua de todas las iglesias, la Iglesia conocida en todo el mundo, la Iglesia Romana, fundada y constituida por los gloriosísimos Apóstoles Pedro y Pablo, ha anunciado a los hombres y transmitido hasta nosotros por medio de la sucesión de sus obispos. De hecho, a esta Iglesia, a causa de su preeminente primado, debe recurrir toda Iglesia, es decir, todos los fieles de cualquier parte que sean.[14]
Respecto a la infalibilidad del Papa, algunos herejes, entre los cuales se encuentran los protestantes y los llamados viejos católicos, la niegan diciendo que solo Dios es infalible.
Nosotros no negamos que Dios solo es infalible por naturaleza; pero decimos que él puede conceder el don de la infalibilidad también a un hombre, asistiendo de modo que no se equivoque. Dios solo puede hacer verdaderos milagros; y, sin embargo, sabemos por la misma Sagrada Escritura que muchos hombres los hicieron, y de manera asombrosa. Ellos los operaron no por virtud propia, sino por virtud divina comunicada a ellos. Así, el Papa no es infalible por naturaleza, sino por virtud de Jesucristo que así lo quiso para el bien de la Iglesia.
Por otra parte, los protestantes y sus seguidores, que aún creen en el Evangelio, no deben hacer tanto ruido porque nosotros los católicos consideremos infalible a un hombre, cuando nos hace de supremo y universal maestro; de hecho, ellos aún con nosotros, sin creer que hacen agravio a Dios, consideran infalibles al menos a cuatro, que son los Evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan; de hecho, consideran infalibles a todos los escritores sagrados tanto del Nuevo como del Viejo Testamento. Ahora bien, si se puede, de hecho, se debe, creer en la infalibilidad de aquellos hombres que nos transmitieron por escrito la palabra de Dios, ¿qué puede impedirnos creer en la infalibilidad de otro hombre destinado a conservarla intacta y explicarla en nombre del mismo Dios?
La razón misma nos sugiere que es cosa muy conveniente que Jesucristo concediera el don de la infalibilidad a su Vicario, al Maestro de todos los fieles. ¿Y qué? Si un padre sabio y amoroso tiene hijos que instruir, ¿no es cierto que elige al maestro más docto y más sabio que pueda encontrar? ¿No es cierto también que, si este padre pudiera dar a ese maestro el don de no engañar nunca al hijo ni por ignorancia ni por malicia, se lo comunicaría de corazón? Ahora bien, todos los hombres, especialmente los cristianos, son hijos de Dios; el Papa es su gran Maestro establecido por él. Ahora, Dios podía conferirle el don de no caer nunca en error cuando los instruye. ¿Quién, por lo tanto, puede razonablemente admitir que este óptimo Padre no haya hecho lo que haríamos nosotros miserables?
En todos los siglos y por todos los verdaderos católicos se ha creído constantemente en la infalibilidad del sucesor de Pedro. Pero en estos últimos tiempos surgieron algunos herejes para impugnarla; de hecho, por la falta de una definición expresa, algunos católicos mal informados también tomaron ocasión de ponerla en duda. Por lo tanto, el 18 de julio de 1870, el Concilio Vaticano, compuesto por más de 700 Obispos presididos por el inmortal Pío IX, para prevenir a los fieles de todo error, definió solemnemente la infalibilidad pontificia como dogma de fe con estas palabras: “Definimos que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, es decir, cumpliendo con la función de Pastor y Maestro de todos los cristianos, y por su suprema autoridad apostólica define alguna doctrina de la fe y de la moral que debe ser mantenida por toda la Iglesia, a causa de la asistencia divina prometida a él en la persona del Beato Pedro, goza de la misma infalibilidad con la que el divino Redentor quiso dotar a su Iglesia al definir las doctrinas de la fe y de la moral. Por lo tanto, estas definiciones del Romano Pontífice son por sí mismas, y no por el consenso de la Iglesia, irreformables. Si alguien se atreve a contradecir esta nuestra definición, sea excomulgado.”
Después de esta definición, quien niegue la infalibilidad pontificia cometería grave desobediencia a la Iglesia, y si persistiera en su error no pertenecería más a la Iglesia de Jesucristo, y nosotros deberíamos evitarlo como hereje. “Quien no escucha a la Iglesia,” dice el Evangelio, “sea para ti como un pagano y un publicano,” es decir, excomulgado.

CAPÍTULO XI. Jesús predice a S. Pedro la muerte en cruz. — Promete asistencia a la Iglesia hasta el fin del mundo. — Regreso de los Apóstoles al cenáculo. Año de J. C. 33.
Después de que San Pedro comprendió que las repetidas preguntas del Salvador no eran presagio de caída, sino que eran la confirmación de la alta autoridad que le había prometido, se sintió consolado. Y como Jesús sabía que a Pedro le importaba mucho glorificar a su divino Maestro, quiso predecirle el tipo de suplicio con el que terminaría su vida.

Por lo tanto, inmediatamente después de las tres protestas de amor que le había hecho, comenzó a hablarle así: “En verdad, en verdad te digo, cuando eras más joven te vestías por ti mismo e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, otro, es decir, el verdugo, te ceñirá, es decir, te atará, y tú extenderás las manos y él te llevará a donde no quieres.” Con estas palabras, dice el Evangelio, venía a significar con qué muerte glorificaría Pedro a Dios, es decir, siendo atado a una cruz y coronado con el martirio. Pedro, viendo que Jesús le daba una autoridad suprema y a él solo le predecía el martirio, se mostró ansioso por preguntar qué sería de su amigo Juan y dijo: “¿Y de este qué será?” A lo que Jesús respondió: “¿Qué te importa a ti este? Si yo quisiera que permaneciera hasta mi regreso, ¿a ti qué te importa? Tú haz lo que te digo y sígueme.” Entonces Pedro adoró los decretos del Salvador y no se atrevió a hacer más preguntas al respecto.

Jesucristo apareció muchas veces a San Pedro y a los otros Apóstoles; y un día se manifestó sobre un monte donde estaban presentes más de 500 discípulos. En otra ocasión, después de haberles dado a conocer el supremo y absoluto poder que él tenía en el cielo y en la tierra, confirió a San Pedro y a todos los Apóstoles la facultad de remitir los pecados diciendo: “Como el Padre mío me ha enviado, así yo os envío a vosotros. Recibid el Espíritu Santo: serán remitidos los pecados a quienes los remitiereis, y serán retenidos a quienes los retuviereis. Quorum remiseritis peccata, remittuntur eis; quorum retinueritis, retenta sunt. Id, predicad el Evangelio a toda criatura; enseñadles y bautizadles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere será condenado. Aún tengo muchas cosas que deciros, que ahora no podéis sobrellevar. Pero el Espíritu Santo, que enviaré sobre vosotros en pocos días, os enseñará todas las cosas. No os perdáis de ánimo. Seréis llevados ante los tribunales, ante los magistrados y ante los mismos reyes. No os preocupéis por lo que debáis responder; el Espíritu de verdad, que el Padre celestial os enviará en mi nombre, os pondrá las palabras en la boca y os sugerirá todo. Tú, pues, oh Pedro, y todos vosotros, mis Apóstoles, no penséis que os dejo huérfanos; no, estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los siglos: Et ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem saeculi.”
Dijo aún muchas cosas a sus Apóstoles; luego, en el cuadragésimo día desde su resurrección, recomendándoles que no salieran de Jerusalén hasta después de la venida del Espíritu Santo, los condujo al monte de los Olivos. Allí los bendijo y comenzó a elevarse en alto. En ese momento apareció una resplandeciente nube que lo rodeó y lo quitó de sus miradas.
Los Apóstoles aún estaban con los ojos dirigidos al cielo, como quien está arrebatado en dulce éxtasis, cuando dos Ángeles en formas humanas, magníficamente vestidos, se acercaron y dijeron: “Hombres de Galilea, ¿por qué estáis aquí mirando al cielo? Ese Jesús, que partiendo ahora de vosotros ha ido al cielo, volverá de la misma manera en que le habéis visto ascender.” Dicho esto, desaparecieron; y aquella devota comitiva partió del monte de los Olivos y regresó a Jerusalén para esperar la venida del Espíritu Santo, según el mandato del divino Salvador.

CAPÍTULO XII. San Pedro sustituye a Judas. — Venida del Espíritu Santo. — Milagro de las lenguas. Año de Jesucristo 33.
Hasta ahora hemos considerado a Pedro solamente en su vida privada; pero pronto lo veremos recorrer una carrera mucho más gloriosa, después de haber recibido los dones del Espíritu Santo. Ahora observemos cómo comenzó a ejercer la autoridad de Sumo Pontífice, de la que había sido investido por Jesucristo.
Después de la ascensión del divino Maestro, San Pedro, los Apóstoles y muchos otros discípulos se retiraron al cenáculo, que era una vivienda situada en la parte más elevada de Jerusalén, llamada monte Sion. Aquí, en número de aproximadamente 120 personas, con María Madre de Jesús, pasaban los días en oración, esperando la venida del Espíritu Santo.
Un día, mientras estaban ocupados en las sagradas funciones, Pedro se levantó en medio de ellos y, intimando silencio con la mano, dijo: “Hermanos, es necesario que se cumpla lo que el Espíritu Santo predijo por boca del profeta David acerca de Judas, quien fue guía de aquellos que arrestaron al Divino Maestro. Él, al igual que vosotros, había sido elegido para el mismo ministerio; pero prevaricó, y con el precio de sus iniquidades fue comprado un campo; y él se ahorcó, y desgarrándose por medio, derramó las entrañas en la tierra. El hecho se hizo público a todos los habitantes de Jerusalén, y aquel campo recibió el nombre de Aceldama, es decir, campo de sangre. Ahora, de él precisamente fue escrito en el libro de los Salmos: ‘Sea su morada desierta, y no haya quien habite en ella; y en lugar de él, otro le suceda en el episcopado.[15]’ Por lo tanto, es necesario que entre aquellos que han estado con nosotros todo el tiempo que moró con nosotros Jesucristo, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que, partiendo de nosotros, ascendió al cielo, es necesario, digo, que entre estos se elija uno, que sea con nosotros testigo de su resurrección para la obra a la que somos enviados.”
Todos callaron ante las palabras de Pedro, pues todos lo consideraban como cabeza de la Iglesia y elegido por Jesucristo para hacer sus veces en la tierra. Por lo tanto, fueron presentados dos, es decir, José, llamado también Barsabás (que tenía por sobrenombre el Justo), y Matías. Reconociendo en ambos igual mérito y igual virtud, los sagrados electores dejaron a Dios la elección. Postrados, entonces, comenzaron a orar así: “Vosotros, Señor, que conocéis el corazón de todos, mostradnos cuál de los dos habéis elegido para ocupar el lugar de Judas el traidor.” En ese caso se consideró bien usar con la oración también la suerte para conocer la voluntad de Dios. En la actualidad, la Iglesia ya no utiliza este medio, teniendo muchísimas otras formas de reconocer a aquellos que son llamados al ministerio del altar. Entonces echaron la suerte y esta cayó sobre Matías, quien fue contado con los otros once Apóstoles, y así llenó el duodécimo puesto que había quedado vacante.
Este es el primer acto de autoridad Pontificia que ejerció San Pedro; autoridad no solo de honor, sino de jurisdicción, tal como la ejercieron en todo tiempo los Papas sus sucesores.

Hemos considerado en Pedro una fe viva, humildad profunda, obediencia pronta, caridad ferviente y generosa; pero estas bellas cualidades estaban aún muy lejos de ponerlo en condiciones de ejercer el alto ministerio al que estaba destinado. Él debía vencer la obstinación de los judíos, destruir la idolatría, convertir a hombres dados a todos los vicios, y establecer en toda la tierra la fe de un Dios Crucificado. La concesión de esta fuerza, de la que Pedro necesitaba para una empresa tan grande, estaba reservada a una gracia especial que debía infundirse mediante los dones del Espíritu Santo, que debía descender sobre él, para iluminarle la mente e inflamarle el corazón con un inaudito prodigio.
Este milagroso acontecimiento es referido por los Libros Sagrados de la siguiente manera: era el día de Pentecostés, es decir, el quincuagésimo después de la resurrección de Jesucristo, el décimo desde que Pedro estaba en el cenáculo en oración con los otros discípulos, cuando de repente a la hora tercera, alrededor de las nueve de la mañana, se oyó en el monte Sion un gran estruendo similar al ruido del trueno acompañado de un viento fuerte. Ese viento invadió la casa donde estaban los discípulos, que fue llenada por todas partes. Mientras cada uno reflexionaba sobre la causa de aquel estruendo, aparecieron llamas que, a manera de lenguas de fuego, se posaban sobre la cabeza de cada uno de los presentes. Eran aquellas llamas símbolo del coraje y de la caridad encendida con la que los Apóstoles darían mano a la predicación del Evangelio.
En ese momento Pedro se convirtió en un hombre nuevo; se encontró iluminado a tal punto que conocía los más altos misterios, y sintió en sí mismo un coraje y una fuerza tales que las más grandes empresas le parecían nada.
En ese día se celebraba en Jerusalén una gran fiesta por parte de los judíos, y muchísimos habían acudido de las más variadas partes del mundo. Algunos de ellos hablaban latín, otros griego, otros egipcio, árabe, siríaco, otros aún persa y así sucesivamente.
Ahora, al ruido del fuerte viento, corrió alrededor del cenáculo una gran multitud de aquella gente de tantas lenguas y naciones, para saber qué había sucedido. A esa vista salieron los Apóstoles y se hicieron a su encuentro para hablar.
Y aquí comenzó a operarse un milagro nunca oído; de hecho, los Apóstoles, humanamente rústicos, de modo que apenas sabían la lengua del país, comenzaron a hablar de las grandezas de Dios en las lenguas de todos aquellos que habían acudido. Un hecho tal llenó de asombro a los oyentes, quienes, sin saber cómo explicárselo, se decían unos a otros: “¿Qué será esto?”

CAPÍTULO XIII. Primer sermón de Pedro. Año de Jesucristo 33.
Mientras la mayor parte admiraba la intervención de la potencia divina, no faltaron algunos malignos que, acostumbrados a despreciar todo lo santo, no sabiendo qué más decir, iban llamando a los Apóstoles borrachos. Realmente una tontería ridícula; pues la embriaguez no hace hablar la lengua desconocida, sino que hace olvidar o maltratar la propia lengua. Fue entonces cuando San Pedro, lleno de santo ardor, comenzó a predicar por primera vez a Jesucristo.
En nombre de todos los otros Apóstoles se adelantó ante la multitud, levantó la mano, intimó silencio y comenzó a hablar así: “Hombres judíos y vosotros todos que habitáis en Jerusalén, abrid los oídos a mis palabras y seréis iluminados sobre este hecho. Estos hombres no están en absoluto borrachos como vosotros pensáis, porque estamos apenas a la tercera hora de la mañana, en la que solemos estar en ayuno. Muy distinta es la causa de lo que veis. Hoy se ha verificado en nosotros la profecía del profeta Joel, quien dijo así: ‘Acontecerá en los últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre los hombres; y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos sueños. De hecho, en aquellos días derramaré mi espíritu sobre mis siervos y mis siervas, y se convertirán en profetas, y haré prodigios en el cielo y en la tierra. Y acontecerá que todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo.’
“Ahora,” continuó Pedro, “escuchad, oh hijos de Jacob: ese Señor, en cuyo nombre quien creyere será salvo, es el mismo Jesús Nazareno, aquel gran hombre a quien Dios daba testimonio con una multitud de milagros que realizó, como vosotros mismos habéis visto. Vosotros hicisteis morir a aquel hombre por mano de los impíos y así, sin saberlo, servisteis a los decretos de Dios, que quería salvar al mundo con su muerte. Dios, por otra parte, lo ha resucitado de entre los muertos, como había predicho el profeta David con estas palabras: ‘No me dejarás en el sepulcro, ni permitirás que tu santo pruebe la corrupción.’
“Notad,” añadió Pedro, “notad, oh judíos, que David no pretendía hablar de sí mismo, porque bien sabéis que él ha muerto y su sepulcro ha permanecido entre nosotros hasta el día de hoy; pero siendo él profeta y sabiendo que Dios le había prometido con juramento que de su descendencia nacería el Mesías, profetizó también su resurrección, diciendo que no sería dejado en el sepulcro y que su cuerpo no probaría la corrupción. Este, por lo tanto, es Jesús Nazareno, que Dios ha resucitado de entre los muertos, de quien nosotros somos testigos. Sí, nosotros le hemos visto volver a la vida, le hemos tocado y hemos comido con él.
“Él, por lo tanto, habiendo sido exaltado por la virtud del Padre en el cielo y habiendo recibido de él la autoridad de enviar el Espíritu Santo, según su promesa, hace poco ha enviado sobre nosotros este divino Espíritu, de cuya virtud veis en nosotros una prueba tan manifiesta. Que luego Jesús haya ascendido al cielo, lo dice el mismo David con estas palabras: ‘El Señor dijo a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies.’ Ahora bien, vosotros sabéis que David no subió al cielo para reinar. Es Jesucristo quien subió al cielo: a él, por lo tanto, y no a David, le fueron apropiadas esas palabras. Sepa, por lo tanto, todo el pueblo de Israel que ese Jesús que habéis crucificado fue constituido por Dios Señor de todas las cosas, rey y Salvador de su pueblo, y nadie puede salvarse sin tener fe en él.”
Tal predicación de Pedro debió enardecer los ánimos de sus oyentes, a quienes reprochaba el enorme delito cometido contra la persona del divino Salvador. Pero era Dios quien hablaba por boca de su ministro, y por lo tanto, su predicación produjo efectos maravillosos. Así, agitados como por un fuego interno, efecto de la gracia de Dios, de todas partes iban exclamando con corazón verdaderamente contrito: “¿Qué debemos hacer?” San Pedro, observando que la gracia del Señor operaba en sus corazones y que ya creían en Jesucristo, les dijo: “Haced penitencia y cada uno, en nombre de Jesucristo, reciba el bautismo; así obtendréis la remisión de los pecados y recibiréis el Espíritu Santo.”
El Apóstol continuó instruyendo a aquella multitud, animando a todos a confiar en la misericordia y bondad de Dios, que desea la salvación de los hombres. El fruto de este primer sermón correspondió a la ardiente caridad del predicador. Alrededor de 3.000 personas se convirtieron a la fe de Jesucristo y fueron bautizadas por los Apóstoles. Así comenzaban a cumplirse las palabras del Salvador cuando dijo a Pedro que en adelante no sería más pescador de peces, sino pescador de hombres. San Agustín asegura que San Esteban protomártir fue convertido en este sermón.

CAPÍTULO XIV. San Pedro sana a un cojo. — Su segundo sermón. Año de Jesucristo 33.
Poco después de esta predicación, a la hora nona, es decir, a las tres de la tarde, Pedro y su amigo Juan, como para agradecer a Dios por los beneficios recibidos, iban juntos al templo a orar. Al llegar a una puerta del templo llamada «Espléndida» o «Bella», encontraron a un hombre cojo de ambos pies desde su nacimiento. No pudiendo sostenerse, él estaba allí llevado para vivir pidiendo limosna a aquellos que venían al lugar santo. Ese desafortunado, cuando vio a los dos Apóstoles cerca de él, les pidió caridad, como hacía con todos. Pedro, así inspirado por Dios, mirándolo fijamente, le dijo: “Mira hacia nosotros.” Él miraba, y con la esperanza de recibir algo no parpadeaba. Entonces Pedro: “Escucha, oh buen hombre, no tengo ni oro ni plata para darte; lo que tengo te lo doy. En el nombre de Jesús Nazareno, levántate y camina.” Luego lo tomó de la mano para levantarlo, como en casos similares había visto hacer al divino Maestro. En ese momento, el cojo sintió que sus piernas se fortalecían, sus nervios se robustecían y adquiría fuerzas como cualquier otro hombre más sano. Sintiéndose curado, dio un salto, comenzó a caminar y, saltando de alegría y alabando a Dios, entró con los dos Apóstoles en el templo. Toda la gente, que había sido testigo del hecho y veía al cojo caminar por sí mismo, no pudo dejar de reconocer en esa curación un verdadero milagro. El lenguaje de los hechos es más eficaz que el de las palabras. Por eso, la multitud, al saber que había sido San Pedro quien devolvió la salud a ese miserable, se aglomeró en gran número alrededor de él y de Juan, deseando todos admirar con sus propios ojos a quien sabía hacer obras tan asombrosas.
Este es el primer milagro que, después de la Ascensión de Jesucristo, fue realizado por los Apóstoles, y era conveniente que lo hiciera Pedro, ya que él tenía entre todos la primera dignidad en la Iglesia. Pero Pedro, al verse rodeado de tanta gente, consideró una buena ocasión para dar a Dios la gloria debida y glorificar al mismo tiempo a Jesucristo en cuyo nombre se había realizado el prodigio.
“Hijitos de Israel,” les dijo, “¿por qué os maravilláis tanto de este hecho? ¿Por qué tenéis los ojos tan fijos en nosotros, como si por nuestra virtud hubiéramos hecho caminar a este hombre? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, ese Jesús que vosotros habéis traicionado y negado ante Pilato, cuando él juzgaba liberarlo como inocente. Vosotros, por tanto, habéis tenido la osadía de negar al Santo y al Justo, y habéis solicitado que se liberara de la muerte a Barrabás, ladrón y homicida, y renunciando al Justo, al Santo, y al autor de la vida, lo habéis hecho morir. Pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello, pues lo hemos visto varias veces, lo hemos tocado y hemos comido con él. Ahora, en virtud de su nombre, por la fe que viene de él, ha sido sanado este cojo que vosotros veis y conocéis; es Jesús quien lo ha devuelto a perfecta salud delante de todos vosotros. Ahora sé bien que vuestro delito y el de vuestros jefes, aunque no tenga excusa suficiente, fue cometido por ignorancia. Pero Dios, que había hecho predecir por sus profetas que el Mesías debía sufrir tales cosas, ha permitido que esto lo verificaseis sin querer, de modo que el decreto de la misericordia de Dios ha tenido su cumplimiento. Volved, por tanto, a vosotros mismos y haced penitencia, para que sean borrados vuestros pecados y así podáis luego presentaros con seguridad de vuestra salvación ante el tribunal de este mismo Jesucristo que yo os he predicado, y de quien todos seremos juzgados.
“Estas cosas,” prosiguió Pedro, “fueron predichas por Dios; creed, por tanto, a sus profetas y entre todos creed a Moisés, que es el mayor de ellos. ¿Qué dice él? ‘El Señor,’ dice Moisés, ‘hará surgir un profeta como yo, y a él creeréis en todo lo que os dirá. Quien no escuche lo que dice este profeta será exterminado de su pueblo.’

“Esto decía Moisés y hablaba de Jesús. Después de Moisés, comenzando desde Samuel, todos los profetas que vinieron predijeron este día y las cosas que han acontecido. Tales cosas y las grandes bendiciones que son predichas pertenecen a vosotros. Vosotros sois los hijos de los profetas, de las promesas y de las alianzas que Dios hizo ya con nuestros padres diciendo a Abraham, que es el tronco de la descendencia de los justos: ‘En ti y en tu simiente serán bendecidas todas las generaciones del mundo.’ Él hablaba del Redentor, de ese Jesús Hijo de Dios descendiente de Abraham; ese Jesús que Dios ha resucitado de entre los muertos y que nos manda predicar su palabra antes de predicarla a cualquier otro pueblo, llevándoos por medio nuestro la promesa de bendición, para que os convirtáis de vuestros pecados y tengáis la vida eterna.”
A esta segunda predicación de San Pedro siguieron numerosísimas conversiones a la fe. Cinco mil hombres pidieron el bautismo, de modo que el número de convertidos en solo dos predicaciones ascendía ya a ocho mil personas, sin contar a las mujeres y los niños.

CAPÍTULO XV. Pedro es encarcelado con Juan y es liberado.
El enemigo de la humanidad, que veía destruirse su reino, trató de suscitar una persecución contra la Iglesia en su mismo inicio. Mientras Pedro predicaba, llegaron los sacerdotes, los magistrados del templo y los saduceos, quienes negaban la resurrección de los muertos. Estos se mostraban sumamente enfurecidos porque Pedro predicaba al pueblo la resurrección de Jesucristo.
Impacientemente y llenos de cólera interrumpieron la predicación de Pedro, le pusieron las manos encima y lo condujeron junto con Juan a la prisión, con la intención de discutir con uno y otro al día siguiente. Pero temiendo las protestas del pueblo, no les hicieron ningún daño.
Al amanecer, se reunieron todos los principales de la ciudad; es decir, todo el supremo magistrado de la nación se reunió en consejo para juzgar a los dos Apóstoles, como si fueran los más infames y los más formidables hombres del mundo. En medio de esa imponente asamblea fueron introducidos Pedro y Juan, y con ellos el cojo que habían sanado.
Se les hizo, por tanto, solemnemente esta pregunta: “¿Con qué poder y en nombre de quién habéis vosotros sanado a ese cojo?” Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, con un valor verdaderamente digno del jefe de la Iglesia, comenzó a hablar de la siguiente manera:
“Príncipes del pueblo, y vosotros doctores de la ley, escuchad. Si en este día somos acusados y se nos forma un proceso por una obra bien hecha como es la sanación de este enfermo, sabed todos, y lo sepa todo el pueblo de Israel, que este, el cual veis aquí en vuestra presencia sano y salvo, ha obtenido la sanidad en el nombre del Señor Jesús Nazareno; ese mismo que vosotros crucificasteis y que Dios ha hecho resucitar de la muerte a la vida. Esta es la piedra de la construcción que de vosotros fue rechazada y que ahora se ha convertido en la Piedra angular. Nadie puede tener salvación si no es en él, ni hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres fuera de este, en el cual se pueda tener salvación.”
Este hablar franco y resuelto del príncipe de los Apóstoles produjo profunda impresión en el ánimo de todos aquellos que componían la asamblea, de modo que, admirando el valor y la inocencia de Pedro, no sabían a qué partido aferrarse. Querían castigarlos, pero el gran crédito que el milagro realizado poco antes les había hecho adquirir en toda la ciudad hacía temer tristes consecuencias.
Sin embargo, queriendo tomar alguna resolución, hicieron salir a los dos Apóstoles del lugar del consejo y acordaron prohibirles, bajo penas severísimas, que no hablasen nunca más en el futuro de las cosas pasadas, ni nunca más nombrar a Jesús Nazareno, para que se perdiese incluso la memoria de él. Pero está escrito que son inútiles los esfuerzos de los hombres cuando son contrarios a la voluntad de Dios.
Por tanto, conducidos de nuevo los dos Apóstoles en medio del consejo, al oír intimarse esa severa amenaza, lejos de asustarse, con firmeza y constancia mayor que antes, Pedro respondió:
“Ahora, decidid vosotros mismos si la justicia y la razón permiten obedecer más bien a vosotros que a Dios. No podemos dejar de manifestar lo que hemos oído y visto.”
Entonces esos jueces, cada vez más confundidos, sin saber qué responder ni qué hacer, tomaron la resolución de enviarlos por esta vez impunes, prohibiéndoles solamente que no predicaran más a Jesús Nazareno.
Apenas fueron dejados en libertad, Pedro y Juan fueron inmediatamente a encontrar a los otros discípulos, quienes estaban en gran inquietud por su prisión. Cuando luego oyeron el relato de lo que había acontecido, cada uno dio gracias a Dios, pidiéndole que quisiera dar fuerza y virtud para predicar la divina palabra frente a cualquier peligro.
Si los cristianos de hoy en día tuvieran todos el valor de los fieles de los primeros tiempos y, superando todo respeto humano, profesaran intrépidos su fe, ciertamente no se vería tanto desprecio de nuestra santa religión, y quizás muchos que intentan burlarse de la religión y de los sagrados ministros se verían obligados a venerarla junto con sus ministros.

CAPÍTULO XVI. Vida de los primeros Cristianos. — Hecho de Ananías y Safira. — Milagros de San Pedro. Año de Jesucristo 34.
Por las predicaciones de San Pedro y por el celo de los otros Apóstoles, el número de fieles había crecido enormemente.
En los días establecidos se reunían juntos para las funciones sagradas. Y la Sagrada Escritura dice precisamente que esos fieles eran perseverantes en la oración, en escuchar la palabra de Dios y en recibir con frecuencia la santa comunión, de modo que entre todos formaban un solo corazón y una sola alma para amar y servir a Dios Creador.
Muchos, por el deseo de desprender completamente el corazón de los bienes de la tierra y pensar únicamente en el cielo, vendían sus propiedades y las llevaban a los pies de los Apóstoles, para que hicieran el uso que mejor creyeran a favor de los pobres. La Sagrada Escritura hace un especial elogio de un cierto José, apodado Bernabé, que fue luego fiel compañero de San Pablo Apóstol. Este vendió un campo que poseía y llevó generosamente el precio entero a los Apóstoles. Muchos, siguiendo su ejemplo, competían para dar muestra de su desapego de las cosas terrenas, de modo que en breve esos fieles formaban una sola familia, de la cual Pedro era el jefe visible. Entre ellos no había pobres, porque los ricos compartían sus bienes con los necesitados.
Sin embargo, incluso en esos tiempos felices hubo algunos fraudulentos, quienes, guiados por un espíritu de hipocresía, intentaron engañar a San Pedro y mentir al Espíritu Santo. Lo cual tuvo las más funestas consecuencias. He aquí cómo el texto sagrado nos expone el terrible acontecimiento.
Ciertamente Ananías con su esposa Safira hicieron a Dios promesa de vender una de sus propiedades y, al igual que los otros fieles, llevar el precio a los Apóstoles para que lo distribuyeran según las diversas necesidades. Ellos cumplieron puntualmente la primera parte de la promesa, pero el amor al oro los condujo a violar la segunda.
Ellos eran dueños de quedarse con el campo o con el precio, pero hecha la promesa estaban obligados a mantenerla, ya que las cosas que se consagran a Dios o a la Iglesia se vuelven sagradas e inviolables.
De acuerdo, por tanto, entre ellos, retuvieron para sí una parte del precio y llevaron la otra a San Pedro con la intención de hacerle creer que esta era la suma total obtenida de la venta. Pedro tuvo especial revelación del engaño y, apenas Ananías apareció ante él, sin darle tiempo a pronunciar palabra, con tono autoritario y grave comenzó a reprocharle así: “¿Por qué te has dejado seducir por el espíritu de Satanás hasta mentir al Espíritu Santo, reteniendo una porción del precio de ese campo tuyo? ¿No era él en tu poder antes de venderlo? Y después de haberlo vendido, ¿no estaba a tu disposición toda la suma obtenida? ¿Por qué, entonces, has concebido este malvado designio? Debes, por tanto, saber que has mentido no a los hombres, sino a Dios.” A ese tono de voz, a esas palabras, Ananías, como golpeado por un rayo, cayó muerto al instante.
Apenas pasadas tres horas, también se presentó ante Pedro Safira, sin saber nada del luctuoso final de su marido. El Apóstol usó mayor compasión hacia ella y quiso darle espacio de penitencia interrogándola si esa suma era el entero producto de la venta de ese campo. La mujer, con la misma intrepidez y temeridad que Ananías, con otra mentira confirmó la mentira de su marido. Por lo tanto, reprendida por San Pedro con el mismo celo y con la misma fuerza, cayó ella también al instante y expiró. Es de esperar que un castigo tan terrible y temporal haya contribuido a hacerles ahorrar el castigo eterno en la otra vida. Una pena tan ejemplar era necesaria para insinuar veneración por el cristianismo a todos aquellos que venían a la fe y procurar respeto al príncipe de los Apóstoles, así como para dar un ejemplo del modo terrible con que Dios castiga al perjuro y al mismo tiempo enseñarnos a ser fieles a las promesas hechas a Dios.
Este hecho, junto con los muchos milagros que Pedro operaba, hizo que se duplicara el fervor entre los fieles y se expandiera la fama de sus virtudes.
Todos los Apóstoles operaban milagros. Un enfermo que hubiera estado en contacto con alguno de los Apóstoles era inmediatamente sanado. San Pedro, además, sobresalía sobre cualquier otro. Era tal la confianza que todos tenían en él y en sus virtudes, que, de todas partes, incluso de países lejanos, venían a Jerusalén para ser testigos de sus milagros. A veces sucedía que él estaba rodeado de tal cantidad de cojos y de tantos enfermos que ya no era posible acercarse a él. Por eso llevaban a los enfermos en camillas a las plazas públicas y a las calles, de modo que, al pasar por allí San Pedro, al menos la sombra de su cuerpo llegara a tocarlos: lo cual era suficiente para hacer sanar toda clase de enfermedades. San Agustín asegura que un muerto, sobre el cual había pasado la sombra de Pedro, resucitó inmediatamente.
Los Santos Padres ven en este hecho el cumplimiento de la promesa del Redentor a sus Apóstoles, diciendo que ellos habrían operado milagros aún mayores que los que él mismo había considerado oportuno realizar durante su vida mortal[16].

CAPÍTULO XVII. San Pedro de nuevo encarcelado. — Es liberado por un ángel. Año de Jesucristo 34.
La Iglesia de Jesucristo adquiría nuevos fieles cada día. La multitud de milagros unida a la vida santa de esos primeros cristianos hacía que personas de todos los grados, edades y condiciones corrieran en masa para pedir el Bautismo y así asegurar su eterna salvación. Pero el príncipe de los sacerdotes y los saduceos se consumían de rabia y celos; y sin saber qué medio usar para impedir la propagación del Evangelio, tomaron a Pedro y a los otros Apóstoles y los encerraron en prisión. Pero Dios, para demostrar una vez más que son vanos los planes de los hombres cuando son contrarios a los deseos del Cielo, y que Él puede hacer lo que quiere y cuando quiere, envió esa misma noche un ángel que, abriendo las puertas de la prisión, los sacó afuera diciéndoles: “En nombre de Dios, vayan y predique con seguridad en el templo, en presencia del pueblo, las palabras de vida eterna. No teman ni los mandatos ni las amenazas de los hombres.”
Los Apóstoles, al verse tan prodigiosamente favorecidos y defendidos por Dios, según la orden recibida, muy de mañana se dirigieron al templo a predicar y enseñar al pueblo. El príncipe de los sacerdotes, que deseaba castigar severamente a los Apóstoles, para dar solemnidad al proceso, convocó al Sanedrín, a los ancianos, a los escribas y a todos aquellos que tenían alguna autoridad sobre el pueblo. Luego envió a buscar a los Apóstoles para que fueran conducidos allí desde la prisión.
Los ministros, es decir, los matones, obedecieron las órdenes dadas. Fueron, abrieron la cárcel, entraron y no encontraron alma viva. Regresaron inmediatamente a la asamblea y, llenos de asombro, anunciaron la cosa así: “Hemos encontrado la cárcel cerrada y vigilada con toda diligencia; las guardias mantenían fielmente su puesto, pero, al abrirla, no hemos encontrado a nadie.” Al oír esto, no sabían a qué partido aferrarse.
Mientras estaban consultando sobre lo que debían deliberar, llegó uno diciendo: “¿No lo saben? Aquellos hombres que metieron ayer en prisión están ahora en el templo predicando con mayor fervor que antes.” Entonces se sintieron más que nunca ardientes de rabia contra los Apóstoles; pero el temor de enemistarse con el pueblo los detuvo, porque correrían el riesgo de ser apedreados.
El prefecto del templo se ofreció a arreglar él mismo tal asunto con el mejor expediente posible. Fue allí donde estaban los predicadores y, con buenas maneras, sin usar ninguna violencia, los invitó a venir con él y los condujo en medio de la asamblea.
El sumo sacerdote, dirigiéndose a ellos, dijo: “Hace apenas algunos días que les hemos prohibido estrictamente hablar de este Jesús Nazareno, y mientras tanto ustedes han llenado la ciudad de esta nueva doctrina. Parece que quieren derramar sobre nosotros la muerte de aquel hombre y hacernos odiar por toda la gente como culpables de esa sangre. ¿Cómo se atreven a hacer esto?”
“Nos parece que hemos hecho muy bien,” respondió Pedro también en nombre de los otros Apóstoles, “porque es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres. Lo que predicamos es una verdad que Dios nos ha puesto en la boca, y no tememos decírselo a ustedes en esta venerable asamblea.” Aquí Pedro repitió lo que otras veces había dicho sobre la vida, pasión y muerte del Salvador; concluyendo siempre que era imposible para ellos callar aquellas cosas que, según las órdenes recibidas de Dios, debían predicar.
A esas palabras de los Apóstoles, pronunciadas con tanta firmeza, no teniendo qué oponer, se consumían de rabia y ya pensaban en hacerlos morir. Pero fueron disuadidos por un tal Gamaliel, que era uno de los doctores de la ley allí reunidos. Este, considerando bien todo, hizo salir por breve tiempo a los Apóstoles, luego, levantándose, dijo en plena asamblea: “Oh israelitas, presten bien atención a lo que están a punto de hacer respecto a estos hombres; porque si esta es obra de hombres, caerá por sí misma, como ocurrió con tantos otros; pero si la obra es de Dios, ¿podrán ustedes impedirla y destruirla, o querrán oponerse a Dios?” Toda la asamblea se aquietó y siguió su consejo.
Hechos, por tanto, de nuevo entrar a los Apóstoles, primero los hicieron azotar; luego les ordenaron que absolutamente no hablasen más de Jesucristo. Pero ellos salieron del concilio llenos de alegría, porque habían sido considerados dignos de sufrir algo por el nombre de Jesucristo.

CAPÍTULO XVIII. Elección de los siete diáconos. — San Pedro resiste a la persecución de Jerusalén. — Va a Samaria. — Su primer enfrentamiento con Simón Mago. Año de Jesucristo 35.
La multitud de fieles que abrazaban la fe ocupaba tanto el celo de los Apóstoles, que ellos, debiendo atender a la predicación de la palabra divina, a la instrucción de los nuevos convertidos, a la oración, a la administración de los sacramentos, no podían ocuparse más de los asuntos temporales. Tal cosa era causa de descontento entre algunos cristianos, casi como si en la distribución de las ayudas fueran tenidos en poca consideración o despreciados. De esto informados San Pedro y los otros Apóstoles, resolvieron poner remedio.
Convocaron, por tanto, una numerosa asamblea de fieles y, haciéndoles entender cómo no debían descuidar las cosas de su sagrado ministerio para ocuparse de los subsidios temporales, propusieron la elección de siete diáconos, quienes, conocidos por su celo y por su virtud, atendieran a la administración de ciertas cosas sagradas, como la administración del Bautismo, de la Eucaristía; y al mismo tiempo tuvieran cuidado de la distribución de las limosnas y de otras cosas materiales.

Todos aprobaron ese propósito; entonces San Pedro y los otros Apóstoles impusieron las manos a los nuevos elegidos y los destinaron cada uno a sus propios oficios. Con la adición de estos siete diáconos, además de haber provisto a las necesidades temporales, también se multiplicaron los obreros evangélicos, y por lo tanto mayores conversiones. De los siete diáconos fue célebre san Esteban, que por su intrepidez al sostener la verdad del Evangelio, fue asesinado por apedreamiento fuera de la ciudad. Él es comúnmente llamado Protomártir, es decir, primer mártir, que después de Jesucristo dio la vida por la fe. La muerte de san Esteban fue el inicio de una gran persecución suscitada por los judíos contra todos los seguidores de Jesucristo, lo cual obligó a los fieles a dispersarse aquí y allá por varias ciudades y en diferentes países.
Pedro con los otros Apóstoles permaneció en Jerusalén tanto para confirmar a los fieles en la fe, como para mantener viva relación con aquellos que estaban en otros países dispersos. Al fin, para evitar el furor de los judíos, se mantenía escondido, conocido solamente por los seguidores del Evangelio, saliendo, sin embargo, de su secreta morada cuando veía la necesidad. Mientras tanto, un edicto del emperador Tiberio Augusto a favor de los cristianos y la conversión de San Pablo hicieron cesar la persecución. Y fue entonces cuando se conoció cómo la providencia de Dios no permite ningún mal sin sacar de él un bien; pues se sirvió de la persecución para difundir el Evangelio en otros lugares, y se puede decir que cada fiel era un predicador de Jesucristo en todos aquellos países donde iba a refugiarse. Entre aquellos que fueron forzados a huir de Jerusalén, hubo uno de los siete diáconos llamado Felipe.
Él fue a la ciudad de Samaria, donde con la predicación y con los milagros hizo muchas conversiones. Al llegar a Jerusalén la noticia de que un número extraordinario de samaritanos había venido a la fe, los Apóstoles resolvieron enviar allí algunos que administraran el Sacramento de la Confirmación y suplieran a aquellos a quienes los diáconos no tenían la autoridad de administrar. Fueron, por tanto, destinados para esa misión Pedro y Juan: Pedro porque, como cabeza de la Iglesia, recibiera en su seno a esa nación extranjera y uniera a los samaritanos a los judíos; Juan luego como amigo especial de San Pedro y ilustre entre los demás por milagros y santidad.
Había en Samaria un cierto Simón de Gitón, apodado Mago, es decir, hechicero. Este, a fuerza de charlatanerías y encantamientos, había engañado a muchos, presumiéndose de ser algo extraordinario. Afirmando blasfemamente, decía que él era la virtud de Dios, la cual se dice grande. La gente parecía enloquecida por él y le seguía aclamándolo casi como si fuera algo divino. Sintiéndose un día presente a la predicación de Felipe, se conmovió, y pidió el Bautismo para operar también él las maravillas que generalmente los fieles operaban después de haber recibido este Sacramento.
Llegados allí Pedro y Juan se pusieron a administrar el Sacramento de la Confirmación, imponiendo las manos como hacen los Obispos de hoy en día. Simón, viendo que con la imposición de las manos recibían también el don de lenguas y de hacer milagros, pensó que sería para él una gran fortuna si pudiera operar las mismas cosas. Acercándose, pues, a Pedro sacó una bolsa de dinero y se la ofreció pidiéndole que también le concediera el poder de hacer milagros y de dar el Espíritu Santo a aquellos a quienes él impusiera las manos.
San Pedro, vivamente indignado por tal impiedad, y dirigiéndose a él: “Perverso,” le dijo, “sea contigo tu dinero para perdición, pues has creído que por dinero se pueden comprar los dones del Espíritu Santo. Apresúrate a hacer penitencia por esta tu maldad y ruega a Dios que te quiera conceder el perdón.”
Simón, temiendo que le sucediera a él lo que había ocurrido a Ananías y Safira, todo asustado respondió: “Es verdad: ustedes también oren por mí para que en mí no se verifique tal amenaza.” Estas palabras parecen demostrar que él estaba arrepentido, pero no lo estaba: no pidió a los Apóstoles que le imploraran a Dios misericordia, sino que mantuvieran de él lejos el flagelo. Pasado el temor del castigo, volvió a ser el de antes, es decir, mago, seductor, amigo del demonio. Lo veremos en otros enfrentamientos con Pedro.
Los dos Apóstoles Pedro y Juan, cuando hubieron administrado el Sacramento de la Confirmación a los nuevos fieles de Samaria y los hubieron fortalecido en la fe que poco antes habían recibido, dándoles el saludo de paz, partieron de esa ciudad. Pasaron por muchos lugares predicando a Jesucristo, considerando poca toda fatiga siempre que contribuyera a propagar el Evangelio y ganar almas para el cielo.

CAPÍTULO XIX. San Pedro funda la cátedra de Antioquía; regresa a Jerusalén. — Es visitado por San Pablo. Año de Jesucristo 36.
San Pedro, regresado de Samaria, permaneció algún tiempo en Jerusalén, luego fue a predicar la gracia del Señor en varios países. Mientras con celo digno del príncipe de los Apóstoles visitaba las iglesias que se iban fundando aquí y allá, se enteró de que Simón Mago de Samaria se había ido a Antioquía para esparcir allí sus imposturas. Él entonces resolvió ir a esa ciudad para disipar los errores de ese enemigo de Dios y de los hombres. Al llegar a esa capital, se puso inmediatamente a predicar el Evangelio con gran celo, y logró convertir tal número de gente a la fe, que los fieles comenzaron allí a ser llamados cristianos, es decir, seguidores de Jesucristo.
Entre los personajes ilustres que por las predicas de San Pedro se convirtieron fue San Evodio. Al primer arribo de Pedro, él lo invitó a su casa, y el santo Apóstol se le aficionó, le procuró la necesaria instrucción y, viéndolo adornado de las necesarias virtudes, lo consagró sacerdote, luego obispo, para que hiciera sus veces en tiempo de su ausencia, y para que le sucediera luego en esa sede episcopal.
Cuando Pedro quería dar inicio a la predicación en esa ciudad encontraba grave obstáculo por parte del gobernador, que era un príncipe de nombre Teófilo. Este hizo poner en prisión al santo Apóstol como inventor de una religión contraria a la religión del estado. Quiso, por tanto, venir a disputa sobre las cosas que predicaba, y al oírlo decir que Jesucristo, por amor a los hombres, había muerto en la cruz, dijo: “Este está loco, no hay que escucharlo más.” Para que luego fuera considerado como tal, por burla le hizo cortar el cabello por la mitad, dejándole un círculo alrededor de la cabeza como de corona. Lo que entonces se hizo por desprecio, ahora los eclesiásticos lo usan por honor, y se llama clerical o tonsura, que recuerda la corona de espinas puesta sobre la cabeza al Divino Salvador.
Cuando Pedro se vio tratado de tal manera, rogó al gobernador que se dignara escucharlo una vez más. Siendo tal cosa concedida, Pedro le dijo: “Tú, oh Teófilo, te escandalizas por haberme oído decir que el Dios que yo adoro murió en la cruz. Ya te había dicho que se había hecho hombre, y siendo hombre no debías tanto maravillarte de que él hubiera muerto, pues morir es propio del hombre. Sabe, por otra parte, que él murió en la cruz de su voluntad, porque con su muerte quería dar la vida a todos los hombres haciendo paz entre su Eterno Padre y la humanidad. Pero, así como te digo que él murió, así te aseguro que él resucitó por virtud propia, habiendo antes resucitado a muchos otros muertos.” Teófilo, al oír que había hecho resucitar a los muertos, se aquietó y, con aire de asombro, añadió: “Tú dices que este tu Dios resucitó a los muertos; ahora, si tú en su nombre haces resucitar a un hijo mío, que murió hace algunos días, yo creeré en lo que me predicas.” El Apóstol aceptó la invitación, fue a la tumba del joven y, en presencia de mucho pueblo, hizo una oración y en nombre de Jesucristo lo llamó a la vida[17]. Lo cual fue causa de que el gobernador y toda la ciudad creyeran en Jesucristo.
Teófilo se convirtió en breve en fervoroso cristiano y, en señal de estima y veneración hacia San Pedro, le ofreció su casa para que hiciera de ella el uso que mejor deseara. Ese edificio fue reducido a forma de iglesia, donde se reunía el pueblo para asistir al divino sacrificio y para oír las predicas del santo Apóstol. Al fin, para poderlo escuchar con mayor comodidad y provecho, le levantaron allí una cátedra desde la cual el santo daba las sagradas lecciones.
Es bueno aquí notar que San Pedro durante el espacio de tres años, por cuanto podía, residía en Jerusalén como capital de Palestina, donde los judíos podían más fácilmente tener relación con él. El año trigésimo sexto de Jesucristo, tanto por la persecución de Jerusalén, como para preparar el camino a la conversión de los gentiles, vino a establecer su sede en Antioquía: es decir, estableció la ciudad de Antioquía como su morada ordinaria y como centro de comunión con las otras Iglesias cristianas.
Pedro gobernó esta Iglesia de Antioquía siete años, hasta que, así inspirado por Dios, trasladó su cátedra a Roma, como nosotros contaremos a su tiempo.
El establecimiento de la santa Sede en Antioquía es particularmente narrado por Eusebio de Cesárea, por San Jerónimo, por San León el Grande y por un gran número de escritores eclesiásticos. La Iglesia católica celebra este acontecimiento con una particular solemnidad el 22 de febrero.
Mientras San Pedro de Antioquía se había ido a Jerusalén, recibió una visita que ciertamente le fue de gran consolación. San Pablo, que había sido convertido a la fe con un asombroso milagro, aunque había sido instruido por Jesucristo y por él mismo enviado a predicar el Evangelio, sin embargo, quiso ir a ver a San Pedro para venerar en él al cabeza de la Iglesia y de él recibir aquellos avisos y aquellas instrucciones que fueran oportunas. San Pablo estuvo en Jerusalén con el príncipe de los Apóstoles quince días. El cual tiempo bastó para él, ya que además de las revelaciones recibidas de Jesucristo había pasado su vida en el estudio de las santas Escrituras y después de su conversión se había indefectiblemente ocupado en la meditación y en la predicación de la palabra de Dios.

CAPÍTULO XX. San Pedro visita varias Iglesias. — Sana a Enea paralítico. — Resucita a la difunta Tabita. Año de Jesucristo 38.
San Pedro había sido encargado por el divino Salvador de conservar en la fe a todos los cristianos; y como muchas Iglesias se estaban fundando aquí y allá por los Apóstoles, los Diáconos y otros discípulos, así San Pedro, para mantener la unidad de fe y para ejercer la potestad suprema que le había conferido el Salvador, mientras mantenía su residencia habitual en Antioquía, iba a visitar personalmente las iglesias que en ese tiempo ya se habían fundado y se estaban fundando. En ciertos lugares confirmaba a los fieles en la fe, en otros consolaba a aquellos que habían sufrido en la pasada persecución, aquí administraba el sacramento de la Confirmación, y en todas partes ordenaba pastores y obispos, quienes, después de su partida, continuaran cuidando de las iglesias y del rebaño de Jesucristo.
Pasando de una ciudad a otra, llegó a los santos que habitaban en Lida, ciudad distante aproximadamente veinte millas de Jerusalén. Los cristianos de los primeros tiempos, por la vida virtuosa y mortificada que llevaban, eran llamados santos, y con este nombre deberían poder llamarse los cristianos de hoy en día que, al igual que aquellos, son llamados a la santidad.
Al llegar a las puertas de la ciudad de Lida, Pedro encontró a un paralítico llamado Enea. Este estaba afectado por parálisis y completamente inmóvil en sus miembros, y durante ocho años no se había movido de su lecho. Pedro, al verlo, sin ser en absoluto solicitado, se dirigió a él y dijo: “Enea, el Señor Jesucristo te ha sanado; levántate y hazte tu cama.” Enea se levantó sano y robusto como si nunca hubiera estado enfermo. Muchos estaban presentes en este milagro, que pronto se divulgó por toda la ciudad y en el país vecino llamado Sarón. Todos esos habitantes, movidos por la bondad divina que de manera sensible daba señales de su infinita potencia, creyeron en Jesucristo y entraron en el seno de la Iglesia.
A poca distancia de Lida había Jope, otra ciudad situada a orillas del mar Mediterráneo. Allí residía una viuda cristiana llamada Tabita, quien, por sus limosnas y por muchas obras de caridad, era universalmente llamada la madre de los pobres. Sucedió en aquellos días que cayó enferma y, tras breve enfermedad, murió, dejando en todos el más vivo dolor. Según el uso de aquellos tiempos, las mujeres lavaron su cadáver y lo colocaron sobre la terraza para darle en su momento sepultura.
Ahora, por la cercanía de Lida, habiéndose esparcido en Jope la noticia del milagro realizado en la sanación de Enea, fueron enviados allí dos hombres a rogar a Pedro que quisiera venir a ver a la difunta Tabita. Al enterarse de la muerte de esa virtuosa discípula de Jesucristo y del deseo de los cristianos de que fuera allí para resucitarla, Pedro partió de inmediato con ellos. Al llegar a Jope, los discípulos lo condujeron a la terraza y, mostrándole el cadáver de Tabita, le contaron las muchas buenas obras de esa santa mujer y le rogaron que quisiera resucitarla.
Los pobres y las viudas, al enterarse de la llegada de Pedro, corrieron llorando a rogarle que quisiera devolverles a la buena madre. “Mira,” dice una, “este vestido fue obra de su caridad”; “esta túnica, los zapatos de ese niño,” añadían otras, “son todas cosas donadas por ella.” Al ver a tanta gente que lloraba, a tantas obras de caridad que se iban contando, Pedro se conmovió. Se levantó y, volviéndose hacia el cadáver, dijo: “Tabita, te ordeno en nombre de Dios, levántate.” Tabita en ese instante abrió los ojos y, al ver a Pedro, se sentó y comenzó a hablar con él. Pedro, tomándola de la mano, la levantó y, llamando a los discípulos, les devolvió a la madre tan ansiada sana y salva. Fue grandísimo el júbilo que se levantó en toda la casa; de todas partes lloraban de alegría, pareciendo a esos buenos cristianos haber recuperado un tesoro en esa sola mujer, que verdaderamente era la consolación de todos. De este hecho aprendan los pobres a ser agradecidos a quienes les ofrecen limosna. Aprendan los ricos lo que significa ser piadosos y generosos con los pobres.

CAPÍTULO XXI. Dios revela a S. Pedro la vocación de los Gentiles. — Va a Cesarea y bautiza a la familia de Cornelio Centurión. Año de J. C. 39.
Dios había hecho predecir en varias ocasiones por sus profetas que a la venida del Mesías todas las naciones serían llamadas al conocimiento del verdadero Dios.
El mismo divino Salvador había dado un mandato expreso a sus Apóstoles, diciendo: “Id, enseñad a todas las naciones.” Los mismos predicadores del Evangelio ya habían recibido a algunos no judíos en la fe, como habían hecho con el Eunuco de la reina Candace y con Teófilo, gobernador de Antioquía; pero estos eran casos particulares, y los Apóstoles hasta entonces habían predicado casi exclusivamente el Evangelio a los judíos, esperando del Señor un aviso especial de la época en que debían sin excepción recibir en la fe también a los gentiles y paganos. Tal revelación debía ser hecha a San Pedro, cabeza de la Iglesia. He aquí cómo el texto sagrado expone este memorable acontecimiento.
En Cesárea, ciudad de Palestina, habitaba un cierto Cornelio, centurión, o sea, oficial de una cohorte, cuerpo de 100 soldados, que pertenecía a la legión itálica, así llamada porque estaba compuesta de soldados italianos.
La Sagrada Escritura le hace un elogio diciendo que era un hombre religioso y temeroso de Dios; estas palabras quieren decir que era gentil, pero que había abandonado la idolatría en la que había nacido, adoraba al verdadero Dios, hacía muchas limosnas y oraciones, y vivía religiosamente según el dictamen de la recta razón.
Dios, infinitamente misericordioso, que nunca falta, con su gracia, en venir en ayuda de quien hace lo que puede de su parte, envió un ángel a Cornelio para instruirlo sobre lo que debía hacer. Este buen soldado estaba haciendo oración cuando vio aparecer ante él un ángel bajo la apariencia de un hombre vestido de blanco. “Cornelio,” dijo el ángel. Él, lleno de miedo, fijó en él la mirada diciendo: “¿Quién eres tú, oh Señor; qué quieres?” Entonces el ángel: “Dios se ha acordado de tus limosnas; tus oraciones han llegado a su trono; y queriendo satisfacer tus deseos, me ha enviado para indicarte el camino de la salvación. Por lo tanto, manda a Jope y busca a un tal Simón apodado Pedro. Él reside con otro Simón, curtidor de pieles, que tiene la casa cerca del mar. De este Pedro sabrás todo lo que es necesario para salvarte.” No tardó Cornelio en obedecer la voz del Cielo y, llamando a sí dos domésticos y un soldado, personas todas que temían a Dios, les contó la visión y ordenó que se fueran inmediatamente a Jope para el fin que le había indicado el ángel.
Partieron ellos al instante y, caminando toda la noche, llegaron a Jope al mediodía del día siguiente, pues la distancia entre estas dos ciudades es de aproximadamente 40 millas. Poco antes de que llegaran, S. Pedro también tuvo una maravillosa revelación, con la cual se le confirmaba que también los gentiles eran llamados a la fe. Cansado de sus fatigas, el santo Apóstol ese día había ido a casa de su anfitrión para descansar y, como de costumbre, se fue primero a una habitación en el piso superior para hacer oración. Mientras oraba, le pareció ver el cielo abierto y del medio descender hasta la tierra un cierto utensilio a manera de amplio lienzo, que, sostenido en sus cuatro extremos, formaba como un gran vaso lleno de toda clase de animales cuadrúpedos, serpientes y aves, los cuales todos, según la ley de Moisés, eran considerados inmundos; es decir, no podían ser comidos ni ofrecidos a Dios.
Al mismo tiempo oyó una voz que decía: “Levántate, Pedro, mata y come.” Atónito el Apóstol ante ese mandato, respondió: “¡De ninguna manera comeré animales inmundos, de los cuales siempre me he abstenido!” La voz añadió: “No llames inmundo a lo que Dios ha purificado.” Después de que le fue repetida tres veces la misma visión, ese vaso misterioso se elevó hacia el cielo y desapareció.
Los Santos Padres reconocen figurados en estos animales inmundos a los pecadores y a todos aquellos que, enredados en el vicio y el error, por medio de la sangre de Jesucristo son purificados y recibidos en gracia.
Mientras Pedro estaba meditando qué podría significar esa visión, llegaron los tres mensajeros. En ese momento Dios le hizo conocer y le ordenó descender a encontrarlos, hacerse compañía de ellos e ir con ellos sin ningún temor. Descendió, pues, y al verlos, dijo: “Aquí estoy, yo soy a quien buscáis. ¿Cuál es el motivo de vuestra venida?”
Al oír la visión de Cornelio y la razón de su viaje, comprendió de inmediato el significado de ese misterioso lienzo; por lo tanto, los recibió amablemente y les hizo hospedar con él esa noche. A la mañana siguiente, acompañado de seis discípulos, partió de Jope con los mensajeros y, en número de diez, tomaron el camino hacia Cesárea.
Después de dos días, Pedro, con toda su comitiva, llegó a esa ciudad donde con gran ansiedad lo esperaba el centurión. Este, para honrar más a su huésped, había convocado a sus parientes y amigos, para que también pudieran participar de las celestiales bendiciones que al llegar Pedro esperaba obtener del Cielo. Cuando el buen centurión, según el orden de Dios, envió a llamar a Pedro para entender de él los divinos deseos, debió formarse una gran idea de él, considerándolo un personaje sublime y no similar a los otros hombres. Por lo tanto, al entrar Pedro en su casa, le salió al encuentro y se arrojó a sus pies en acto de adorarlo. Pedro, lleno de humildad, lo levantó de inmediato, advirtiéndole que él era igual a él un simple hombre. Continuando luego a hablar, entraron en el lugar de la reunión.

Allí, ante la presencia de todos, Pedro contó el orden recibido de Dios de conversar con los gentiles y de no más juzgarlos como abominables y profanos. “Ahora estoy aquí con vosotros,” concluyó; “decidme, por tanto, cuál es la razón por la que me habéis llamado.” Cornelio obedeció la invitación de Pedro, se levantó y contó lo que le había sucedido cuatro días antes, protestando que él y todos los allí reunidos estaban listos para ejecutar todo lo que, por comisión divina, les hubiera ordenado. Entonces Pedro, explicando el carácter de Apóstol del Señor, depositario fiel de la religión y de la fe, comenzó a instruir en los principales misterios del Evangelio a toda esa honorable asamblea.
Pedro continuaba su discurso cuando el Espíritu Santo descendió visiblemente sobre Cornelio y sus familiares, y de manera sensible les comunicó el don de lenguas, por lo que comenzaron a magnificar a Dios cantando sus alabanzas. S. Pedro, al ver operar allí casi el mismo prodigio ocurrido en el cenáculo de Jerusalén, exclamó: “¿Hay acaso alguno que pueda impedir que nosotros bauticemos a estos, quienes han recibido el Espíritu Santo al igual que nosotros?” Entonces, dirigiéndose a sus discípulos, ordenó que los bautizaran a todos. La familia de Cornelio fue la primera de Roma y de Italia que abrazó la fe.
S. Pedro, después de haberlos bautizado a todos, retrasó su partida de Cesárea; se detuvo algún tiempo para satisfacer las piadosas instancias de Cornelio y de todos esos nuevos bautizados que de ello le rogaban insistentemente. Pedro aprovechó ese tiempo para predicar el Evangelio en esa ciudad, y tal fue el fruto que resolvió asignar un pastor a esa multitud de fieles. Este fue S. Zaqueo, de quien se habla en el Evangelio, quien por ello fue consagrado primer obispo de Cesárea[18].
Este hecho, es decir, el haber admitido a la fe a los gentiles, causó cierta celosía entre los fieles de Jerusalén, ni faltaron quienes desaprobaron públicamente lo que había hecho S. Pedro. Por lo cual él consideró bien ir a esa ciudad, para desengañar a los ilusionados y dar a conocer que lo que había operado era por orden de Dios. Al llegar a Jerusalén, algunos se presentaron ante él hablándole audazmente así: “¿Por qué has ido a hombres no circuncidados y has comido con ellos?” Pedro, ante la presencia de todos los fieles reunidos, sin hacer caso de esa interrogación, les dio razón de lo que había hecho, comenzando desde la visión que tuvo en Jope, del vaso lleno de toda clase de animales inmundos, del orden recibido de Dios de alimentarse de ellos, de la repugnancia que mostró a obedecer por temor a contradecir la ley, y de la voz que se hizo oír de nuevo de no más llamar inmundo a lo que había sido purificado por Dios. Luego expuso minuciosamente lo que había ocurrido en casa de Cornelio y cómo, en presencia de muchos, había descendido el Espíritu Santo. Entonces toda esa asamblea, reconociendo la voz del Señor en la de Pedro, se aquietó y alabó a Dios que había extendido los límites de su misericordia.

CAPÍTULO XXII. Herodes hace decapitar a S. Santiago el Mayor y poner a S. Pedro en prisión. — Pero es liberado por un Ángel. — Muerte de Herodes. Año de J. C. 41.
Mientras la palabra de Dios, predicada con tanto celo por los Apóstoles y los discípulos, producía frutos de vida eterna entre los Judíos y entre los Gentiles, Judea era gobernada por Herodes Agripa, sobrino de aquel Herodes que había ordenado la matanza de los inocentes. Dominado por un espíritu de ambición y vanagloria, deseaba desesperadamente ganarse el afecto del pueblo. Los Judíos, y especialmente aquellos que estaban en alguna autoridad, supieron aprovechar esta propensión suya para incitarlo a perseguir a la Iglesia y buscar los aplausos de los perversos Judíos en la sangre de los cristianos. Comenzó haciendo encarcelar al Apóstol San Santiago para luego condenarlo a la horca. Este es San Santiago el Mayor, hermano de San Juan Evangelista, fiel amigo de Pedro, quien tuvo con él muchos signos especiales de benevolencia del Salvador.

Este valiente Apóstol, después de la venida del Espíritu Santo, predicó el Evangelio en Judea; luego (como narra la tradición) fue a España, donde convirtió a algunos a la fe. Regresado a Palestina, entre otros convirtió a un tal Hermógenes, hombre célebre; lo cual disgustó mucho a Herodes, y le sirvió de pretexto para hacerle encarcelar. Llevado ante los tribunales, demostró tal firmeza al responder y confesar a Jesucristo que el juez quedó maravillado. Su mismo acusador, conmovido por tanta constancia, renunció al judaísmo y se declaró públicamente cristiano, y como tal también fue condenado a muerte. Mientras ambos eran conducidos al suplicio, se dirigió a San Santiago y le pidió perdón por lo que había dicho y hecho contra él. El santo Apóstol, dándole una mirada afectuosa, le dijo “pax tecum” (la paz sea contigo). Luego lo abrazó y lo besó protestando que de todo corazón lo perdonaba, y que como hermano lo amaba. De aquí se quiere que haya tenido origen el signo de paz y perdón, que suele usarse entre los cristianos y especialmente en el sacrificio de la santa Misa.

Después de esto, esos dos generosos confesores de la fe fueron decapitados, y fueron a unirse eternamente en el Cielo.
Una tal muerte entristeció mucho a los fieles, pero alegró sobremanera a los Judíos, quienes, con la muerte de los jefes de la religión, pensaban poner fin a la religión misma. Herodes, viendo que la muerte de San Santiago había complacido a los Judíos, pensó en proporcionarles un espectáculo más dulce haciendo encarcelar a San Pedro, para luego dejarlo a merced de su ciego furor. Y como corría la semana de los ázimos, que para los Judíos es tiempo de júbilo y preparación para la Pascua, no quiso afligir la alegría pública con el suplicio de un hombre supuestamente culpable. Cargado, por tanto, de cadenas, lo hizo conducir en medio de dos guardianes y ordenó que fuera custodiado con toda cautela dentro de una oscura prisión hasta el término de esa solemnidad. Luego dio orden rigurosa de que fueran puestos a guardia dieciséis soldados, quienes noche y día vigilaran alternativamente la custodia de la prisión de hierro que se abría a un callejón de la ciudad. Ciertamente sabía ese rey cómo Pedro ya había sido encarcelado otras veces y había salido de manera completamente maravillosa, y no quería que le sucediera de nuevo algo similar. Pero todas estas precauciones, puertas de hierro, cadenas, guardianes y centinelas no sirvieron de nada más que para dar mayor realce a la obra de Dios.
Como el arma más poderosa que el Salvador dejó a los cristianos es la oración, así los fieles, privados de su común padre y pastor, se reunieron juntos llorando la prisión de San Pedro y ofreciendo continuamente oraciones a Dios, para que lo liberara del inminente peligro. Aunque estas oraciones eran ferventísimas, no obstante, agradó al Señor ejercitar por algunos días su fe y paciencia para dar a conocer aún más los efectos de la omnipotencia divina.
Ya era la noche anterior al día fijado para la muerte de Pedro. Él estaba completamente resignado a las disposiciones divinas, igualmente preparado para vivir o morir por la gloria de su Señor; por lo tanto, en la oscuridad de esa horrible prisión, permanecía con la mayor tranquilidad de su alma. Pedro dormía, pero por él velaba Aquel que ha prometido asistir a su Iglesia. Era medianoche y todo estaba en profundo silencio, cuando de repente una luz resplandeciente iluminó toda esa cárcel. Y he aquí que un ángel enviado por Dios sacude a Pedro, lo despierta diciéndole: “Pronto, levántate.” A tales palabras ambas cadenas se soltaron y le cayeron de las manos. Entonces el ángel continuó: “Póntelo todo, y los calzados en los pies.” San Pedro hizo todo, y el ángel prosiguió diciéndole: “Póntete también el manto sobre los hombros y sígueme.” Pedro obedeció; pero le parecía que todo era un sueño y que él estaba fuera de sí. Mientras tanto, las puertas de la prisión estaban abiertas, él salía siguiendo al ángel que iba delante de él. Pasadas las primeras y las segundas guardias, sin que dieran el mínimo signo de verlos, llegaron a la puerta de hierro de enorme grosor, que, saliendo del edificio de las cárceles, daba acceso a la ciudad. Esa puerta se abrió por sí misma. Salidos, caminaron un poco juntos hasta que el ángel desapareció. Entonces Pedro, reflexionando sobre sí mismo: “Ahora,” dijo, “me doy cuenta de que el Señor ha verdaderamente enviado su ángel para liberarme de las manos de Herodes y del juicio que los Judíos esperaban que él hiciera de mí.” Considerado luego bien el lugar donde estaba, fue directamente a la casa de una cierta María, madre de Juan, apodado Marcos, donde muchos fieles estaban reunidos en oración suplicando a Dios que se dignara venir en auxilio del jefe de su Iglesia.
Al llegar San Pedro a esa casa, se puso a golpear la puerta. Una muchacha, de nombre Rosa, fue a ver quién era. “¿Quién está ahí?” dijo ella. Y Pedro: “Soy yo, abre.” La muchacha, reconociendo bien la voz, casi fuera de sí por la alegría, no se preocupó más por abrir la puerta y, dejándolo afuera, corrió a dar aviso a los dueños. “¿No saben? Es Pedro.” Pero ellos dijeron: “Estás loca, Pedro está en prisión y no puede estar aquí a esta hora.” Pero ella continuaba afirmando que era verdaderamente él. Entonces ellos añadieron: “Quien has visto o escuchado será quizás su ángel, que en su forma ha venido a darnos alguna noticia.” Mientras estos discutían con la muchacha, Pedro continuaba golpeando más fuerte diciendo: “¡Eh, abran!” Esto los impulsó a correr rápidamente a abrir, y se dieron cuenta de que era verdaderamente Pedro.
A todos les parecía un sueño, y cada uno pensaba ver a un muerto resucitado. Algunos preguntaban quién lo había liberado, otros cuándo, algunos estaban impacientes por saber si se había obrado algún prodigio.
Entonces Pedro, para satisfacer a todos, hizo señas con la mano para que guardaran silencio, y contó por orden lo que había sucedido con el ángel y cómo lo había liberado de la prisión. Todos lloraban de ternura y, alabando a Dios, le agradecían el favor que les había hecho.
Pedro, no considerando más segura su vida en Jerusalén, dijo a esos discípulos: “Vayan y refiéranle estas cosas a Santiago (el Menor, obispo de Jerusalén) y a los otros hermanos, y libérenlos de la preocupación en que se encuentran a causa de mí. En cuanto a mí, considero oportuno partir de esta ciudad e irme a otro lugar.”

Cuando se esparció la noticia de que Dios había salvado de manera tan prodigiosa al jefe de la Iglesia, todos los fieles se sintieron vivamente consolados.
La Iglesia católica celebra la memoria de este glorioso acontecimiento el primero de agosto bajo el título de Fiesta de San Pietro in Vincula.
Pero, ¿qué fue de Herodes y de sus guardias? Cuando amaneció, las guardias que no habían oído ni visto nada, fueron por la mañana a visitar la prisión; cuando luego no encontraron más a Pedro, quedaron llenos de profundo asombro. La cosa fue inmediatamente referida a Herodes, quien ordenó buscar a San Pedro, pero no le fue posible encontrarlo. Entonces, indignado, hizo procesar a los soldados y los condenó a muerte, quizás por sospecha de negligencia o infidelidad, habiendo encontrado abiertas todas las puertas de la prisión. Pero el infeliz Herodes no tardó mucho en pagar el precio de las injusticias y de los tormentos infligidos a los seguidores de Jesucristo. Por algunos asuntos políticos había ido de Jerusalén a la ciudad de Cesárea, y mientras disfrutaba de los aplausos con los que el pueblo locamente lo adulaba, llamándolo Dios, en ese mismo instante fue golpeado por un ángel del Señor; fue llevado fuera de la plaza y, entre indescriptibles dolores, devorado por los gusanos, expiró.
Este hecho demuestra con cuánta solicitud Dios viene en ayuda de sus siervos fieles, y da un terrible aviso a los malvados. Estos deben temer grandemente la mano de Dios, que severamente castiga incluso en esta vida a aquellos que desprecian la religión, ya sea en las cosas sagradas o en la persona de sus ministros.

CAPÍTULO XXIII. Pedro en Roma. — Traslada la cátedra apostólica. — Su primera carta. — Progreso del Evangelio. Año 42 de Jesucristo.
El Apóstol San Pedro, después de huir de Jerusalén siguiendo los impulsos del Espíritu Santo, decidió trasladar la Santa Sede a Roma. Por lo tanto, después de haber tenido su cátedra en Antioquía durante siete años, partió rumbo a Roma. En su viaje predicó a Jesucristo en el Ponto y en Bitinia, que son dos vastas provincias de Asia Menor. Continuando su viaje, predicó el santo Evangelio en Sicilia y en Nápoles, dando a esta ciudad como obispo a San Aspreno. Finalmente llegó a Roma en el año cuarenta y dos de Jesucristo, mientras reinaba un emperador de nombre Claudio.
Pedro encontró esa ciudad en un estado verdaderamente deplorable. Era, dice San León, un inmenso mar de iniquidad, una cloaca de todos los vicios, un bosque de bestias frenéticas. Las calles, las plazas estaban sembradas de estatuas de bronce y de piedra adoradas como dioses, y ante esos horribles simulacros se quemaban inciensos y se hacían sacrificios. El mismo demonio era honrado con nefandas inmundicias; las acciones más vergonzosas eran consideradas actos de virtud. Se añadían las leyes que prohibían toda nueva religión. Los sacerdotes idólatras y los filósofos eran también graves obstáculos. Además, se trataba de predicar una religión que desaprobaba el culto de todos los dioses, condenaba toda clase de vicios y ordenaba las más sublimes virtudes.
Todas estas dificultades, en lugar de detener el celo del Príncipe de los Apóstoles, lo encendieron aún más en el deseo de liberar a esa miserable ciudad de las tinieblas de la muerte. San Pedro, por lo tanto, apoyado en la única ayuda del Señor, entró en Roma para formar de la metrópoli del imperio la primera sede del sacerdocio, el centro del Cristianismo.
La fama, por otra parte, de las virtudes y los milagros de Jesucristo ya había llegado allí. Pilato había enviado relación al emperador Tiberio, quien, conmovido al leer la santa vida y muerte del Salvador, había decidido incluirlo entre los dioses romanos. Pero el Señor del cielo y de la tierra no quiso ser confundido con las estúpidas divinidades de los paganos; y dispuso que el senado romano rechazara la propuesta de Tiberio como opuesta a las leyes del imperio[19].
Pedro comenzó a predicar el Evangelio a los Judíos que habitaban entonces en Trastevere, es decir, en una parte de la ciudad de Roma situada al otro lado del Tíber. De la sinagoga de los Judíos pasó a predicar a los Gentiles, quienes con un verdadero gozo corrían ansiosos por recibir el Bautismo. Su número se volvió tan grande, y su fe tan viva, que San Pablo poco después tuvo que consolarse con los Romanos escribiendo estas palabras: “Vuestra fe es anunciada”, es decir, hace hablar de sí misma, extiende su fama por todo el mundo[20]. Ni solamente sobre el bajo pueblo caían las bendiciones del cielo, sino también sobre personas de primera nobleza. Se veían hombres elevados a los primeros cargos de Roma abandonar el culto de los falsos dioses para ponerse bajo el suave yugo de Jesucristo. Eusebio, obispo de Cesarea, dice que los razonamientos de Pedro eran tan robustos y se insinuaban con tanta dulzura en los ánimos de los oyentes, que se convertía en dueño de sus afectos y todos quedaban como encantados por las palabras de vida que salían de su boca y no se saciaban de escucharlo. Así de grande era el número de aquellos que pedían el Bautismo, que Pedro, ayudado por otros compañeros, lo administraba a las orillas del Tíber, de la misma manera en que San Juan Bautista lo había administrado a las del Jordán[21].
Al llegar a Roma, Pedro habitó en el suburbio llamado Trastevere, a poca distancia del lugar donde fue luego edificada la Iglesia de Santa Cecilia. De aquí nació la especial veneración que los Trasteverinos aún conservan hacia la persona del Sumo Pontífice. Entre los primeros en recibir la fe hubo un senador de nombre Pudente, que había ocupado los más altos cargos del Estado. Él dio en su casa hospitalidad al Príncipe de los Apóstoles, y él aprovechaba para celebrar los divinos Misterios, administrar a los fieles la Santa Eucaristía y explicar las verdades de la fe a aquellos que venían a escucharlo. Esa casa fue pronto transformada en un templo consagrado a Dios bajo el título del Pastor; es el templo cristiano más antiguo de Roma, y se cree que es el mismo que actualmente se llama de San Pudenciana. Casi contemporáneamente fue fundada otra Iglesia por el mismo Apóstol, que se dice que es la que hoy en día se llama San Pietro in Vincoli.
San Pedro, viendo cómo Roma estaba tan bien dispuesta a recibir la luz del Evangelio, y al mismo tiempo un lugar muy adecuado para tener relación con todos los países del mundo, estableció su cátedra en Roma, es decir, estableció que Roma fuera el centro y lugar de su especial morada, donde de las diversas naciones cristianas pudieran y debieran recurrir en las dudas de religión y en sus diversas necesidades espirituales. La Iglesia católica celebra la fiesta del establecimiento de la cátedra de San Pedro en Roma el 18 de enero.
Es necesario aquí recordar bien que por sede o cátedra de San Pedro no se entiende la silla material, sino que se entiende el ejercicio de esa suprema autoridad que él había recibido de Jesucristo, especialmente cuando le dijo que cuanto él atara o desatara sobre la tierra, también sería atado o desatado en el cielo. Se entiende el ejercicio de esa autoridad conferida por Jesucristo para apacentar el rebaño universal de los fieles, sostener y conservar a los otros pastores en la unidad de fe y doctrina como siempre han hecho los sumos pontífices desde San Pedro hasta el reinante León XIII.
Con tal que las ocupaciones que San Pedro tenía en Roma no le permitían más poder ir a visitar las iglesias que en varios países había fundado, escribió una larga y sublime carta dirigida especialmente a los cristianos que habitaban en el Ponto, en Galacia, en Bitinia y en Capadocia, que son provincias de Asia Menor. Él, como padre amoroso, dirige el discurso a sus hijos para animarlos a ser constantes en la fe que les había predicado y les advierte especialmente que se cuiden de los errores que los herejes, desde esos tiempos, iban esparciendo contra la doctrina de Jesucristo.
Concluye luego esta carta con las siguientes palabras: “Ustedes, oh ancianos, es decir, obispos y sacerdotes, les ruego que pastoreen el rebaño de Dios, que de ustedes depende, gobernándolo no forzosamente, sino de buena voluntad; no por amor a vil ganancia, sino con ánimo voluntarioso y haciéndose modelo de su rebaño. Ustedes, oh jóvenes, ustedes todos, oh cristianos, sean sujetos a los sacerdotes con verdadera humildad, porque Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. Sean templados y velen porque el demonio, su enemigo, como león que ruge, va por ahí buscando a quién devorar, pero ustedes resístanle valientemente en la fe.
Les saludan los cristianos que están en Babilonia (es decir, en Roma) y les saluda luego de manera particular Marcos, mi hijo en Cristo.
La gracia del Señor a todos ustedes que viven en Jesucristo. Así sea.[22]
Los romanos que habían abrazado con gran fervor la fe predicada por Pedro, manifestaron a San Marcos, fiel discípulo del Apóstol, el vivo deseo de que pusiera por escrito lo que Pedro predicaba. San Marcos de hecho había acompañado al Príncipe de los Apóstoles en varios viajes y lo había oído predicar en muchos países. Por lo tanto, de lo que había oído en las predicaciones y en las conversaciones familiares de su maestro, y de manera muy especial iluminado e inspirado por el Espíritu Santo, estaba realmente en condiciones de satisfacer los piadosos deseos de esos fieles. Por eso se dispuso a escribir el Evangelio, es decir, un relato fiel de las acciones del Salvador; y es lo que tenemos hoy bajo el nombre de Evangelio según San Marcos.
San Pedro desde Roma envió varios de sus discípulos a diferentes partes de Italia y a muchos países del mundo. Envió a San Apolinar a Rávena, a San Trofimo a Galia y precisamente a la ciudad de Arles, de donde el Evangelio se propagó a los otros países de Francia; envió a San Marcos a Alejandría de Egipto a fundar en su nombre esa iglesia. Así la ciudad de Roma, capital de todo el Imperio Romano, la ciudad de Alejandría, que era la primera después de Roma, la de Antioquía, capital de todo Oriente, tuvieron por fundador al Príncipe de los Apóstoles, y se convirtieron por lo tanto en las tres primeras sedes patriarcales, entre las cuales fue por más siglos repartido el dominio del mundo católico, salvo siempre la dependencia de los patriarcas alejandrino y antioqueno del Pontífice Romano, cabeza de toda la Iglesia, pastor universal, centro de unidad. Mientras San Pedro enviaba a tantos de sus discípulos a predicar en otros lugares el Evangelio, él en Roma ordenaba sacerdotes, consagraba obispos, entre los cuales había elegido a San Zino como vicario para hacer sus veces en las ocasiones en que algún grave asunto lo hubiera obligado a alejarse de esa ciudad.

CAPÍTULO XXIV. San Pedro en el concilio de Jerusalén define una cuestión. — San Santiago confirma su juicio. Año de Jesucristo 50.
Roma era la morada ordinaria del Príncipe de los Apóstoles, pero sus cuidados debían extenderse a todos los fieles cristianos. Por lo tanto, si surgían dificultades o cuestiones respecto a cosas de religión, enviaba a algún discípulo suyo, o escribía cartas al respecto y a veces iba él mismo en persona, como precisamente hizo en la ocasión en que en Antioquía surgió una cuestión entre los judíos y los gentiles.
Los Judíos creían que, para ser buenos cristianos, era necesario recibir la circuncisión y observar todas las ceremonias de Moisés. Los gentiles se negaban a someterse a esta pretensión de los judíos, y la cosa llegó a tal punto que derivaba grave daño y escándalo entre los simples fieles y entre los mismos predicadores del Evangelio. Por lo tanto, San Pablo y San Bernabé consideraron bien recurrir al juicio del jefe de la Iglesia y de los otros Apóstoles, para que con su autoridad resolvieran cualquier duda.

San Pedro por lo tanto se trasladó de Roma a Jerusalén para convocar un concilio general. Puesto que, si el Señor ha prometido su asistencia al jefe de la Iglesia, para que su fe no falte, ciertamente lo asiste también cuando están reunidos con él los principales pastores de la Iglesia; tanto más que Jesucristo nos aseguró que se encuentra de hecho en medio de aquellos que, en número incluso solo de dos, se reúnan en su nombre. Llegado, pues, el Príncipe de los Apóstoles a esa ciudad, invitó a todos los otros Apóstoles y a todos esos pastores primarios que pudo tener; entonces Pablo y Bernabé, acogidos en concilio, expusieron en plena asamblea su embajada en nombre de los gentiles de Antioquía; mostraron las razones y los temores de una parte y de la otra, pidiendo su deliberación para la tranquilidad y la seguridad de las conciencias. “Hay”, decía San Pablo, “algunos de la secta de los fariseos, los cuales han creído y afirman que, como los judíos, también los gentiles deben ser circuncidados y deben observar la ley de Moisés, si quieren obtener la salvación.”
Esa venerable asamblea comenzó a examinar este punto; y después de madura discusión sobre la materia propuesta, levantándose Pedro comenzó a hablar así: “Hermanos, bien saben cómo Dios me eligió para dar a conocer a los gentiles la luz del Evangelio y las verdades de la fe, como ocurrió con Cornelio Centurión y toda su familia. Ahora, Dios que conoce los corazones de los hombres ha dado testimonio a esos buenos gentiles enviando sobre ellos el Espíritu Santo, como lo había hecho sobre nosotros, y ninguna diferencia ha hecho entre nosotros y ellos, mostrando que la fe los había purificado de las impurezas que antes los excluían de la gracia. Por lo tanto, la cosa es clara: sin circuncisión los gentiles son justificados por la fe en Jesucristo. ¿Por qué, por lo tanto, queremos tentar a Dios, casi provocándolo a darnos una prueba más segura de su voluntad? ¿Por qué imponer a estos nuestros hermanos gentiles un yugo que con dificultad nosotros y nuestros padres hemos podido llevar? Por lo tanto, creemos que por la sola gracia de nuestro Señor Jesucristo tanto los judíos como los gentiles deben ser salvados.”
Después de la sentencia del Vicario de Jesucristo, toda esa asamblea guardó silencio y se aquietó. Pablo y Bernabé confirmaron lo que había dicho Pedro, contando las conversiones y los milagros que Dios se había complacido en operar por mano de ellos entre los gentiles que habían convertido al Evangelio.
Cuando Pablo y Bernabé terminaron de hablar, San Santiago, obispo de Jerusalén, confirmó el juicio de Pedro diciendo: “Hermanos, ahora presten atención también a mí. Bien dijo Pedro que desde el principio Dios hizo gracia a los gentiles, formando un solo pueblo que glorificara su santo nombre. Ahora esto está confirmado por las palabras de los profetas, las cuales vemos en estos hechos cumplidas. Por lo cual yo juzgo con Pedro que los gentiles no deben ser inquietados después de haberse convertido a Jesucristo; solamente me parece que se debe ordenarles que, por respeto a la débil conciencia de los hermanos judíos y para facilitar la unión entre estos dos pueblos, se prohíba comer cosas sacrificadas a los ídolos, carnes ahogadas, la sangre; y también se prohíba la fornicación.”
Esta última cosa, es decir, la fornicación, no era necesario prohibirla siendo totalmente contraria a los dictámenes de la razón y prohibida por el sexto artículo del Decálogo. Sin embargo, se renovó tal prohibición respecto a los gentiles, porque en el culto a sus falsas deidades pensaban que era cosa lícita, más bien grata, hacer ofrendas de cosas inmundas y obscenas.
El juicio de San Pedro así confirmado por San Santiago agradó a todo el concilio; por lo tanto, de común acuerdo determinaron elegir personas autorizadas para enviar a Antioquía con Pablo y Bernabé. A estos, en nombre del concilio, se les entregaron cartas que contenían las decisiones tomadas. Las cartas eran de este tenor: “Los Apóstoles y sacerdotes hermanos a los hermanos gentiles que están en Antioquía, en Siria, en Cilicia, salud. Habiendo nosotros entendido que algunos viniendo de aquí han turbado y angustiado sus conciencias con ideas arbitrarias, nos ha parecido bien a nosotros aquí reunidos elegir y enviar a ustedes a Pablo y Bernabé, hombres muy queridos por nosotros, que sacrificaron su vida y expusieron a peligro por el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Con ellos enviamos a Silas y a Judas, quienes entregándoles nuestras cartas les confirmarán de palabra las mismas verdades. De hecho, ha sido juzgado por el Espíritu Santo y por nosotros no imponerles ninguna otra obligación, excepto la que deben observar, es decir, abstenerse de las cosas sacrificadas a los ídolos, de las carnes ahogadas, de la sangre y de la fornicación. De las cuales cosas absteniéndose harán bien. Estén en paz.”
Este fue el primer concilio general al que presidió San Pedro, donde, como Príncipe de los Apóstoles y cabeza de la Iglesia, definió la cuestión con la asistencia del Espíritu Santo. Así de cada fiel cristiano debe creerse que las cosas definidas por los concilios generales reunidos y confirmados por el Sumo Pontífice, Vicario de Jesucristo y sucesor de San Pedro, son verdades certísimas, que dan los mismos motivos de credibilidad como si salieran de la boca del Espíritu Santo, porque ellos representan a la Iglesia con su cabeza, a quien Dios ha prometido su infalibilidad hasta el fin de los siglos.

CAPÍTULO XXV. San Pedro confiere a San Pablo y a San Bernabé la plenitud del Apostolado. — Es avisado por San Pablo. — Regresa a Roma. Año de Jesucristo 54.
Dios ya había hecho conocer más de una vez que quería enviar a San Pablo y a San Bernabé a predicar a los gentiles. Pero hasta entonces ejercían su sagrado ministerio como simples sacerdotes, y quizás también como obispos, sin que aún se les hubiera conferido la plenitud del apostolado. Cuando luego fueron a Jerusalén a causa del concilio y contaron las maravillas operadas por Dios por medio de ellos entre los gentiles, se detuvieron también en especiales conversaciones con San Pedro, Santiago y Juan. Contaron, dice el texto sagrado, grandes maravillas a aquellos que ocupaban los primeros cargos en la Iglesia, entre los cuales estaban ciertamente los tres Apóstoles nombrados, quienes se consideraban como las tres columnas principales de la Iglesia. Fue en esta ocasión, dice San Agustín, que San Pedro, como cabeza de la Iglesia, Vicario de Jesucristo y divinamente inspirado, confirió a Pablo y a Bernabé la plenitud del apostolado, con el encargo de llevar la luz del Evangelio a los gentiles. Así San Pablo fue elevado a la dignidad de Apóstol, con la misma plenitud de poderes que gozaban los otros Apóstoles establecidos por Jesucristo.
Mientras San Pedro y San Pablo moraban en Antioquía, ocurrió un hecho que merece ser referido. San Pedro estaba ciertamente persuadido de que las ceremonias de la ley de Moisés no eran más obligatorias para los gentiles; sin embargo, cuando se encontraba con los judíos, comía a la usanza judía, temiendo disgustarlos si actuaba de otro modo. Tal condescendencia era causa de que muchos gentiles se enfriaran en la fe; por lo tanto, surgía aversión entre gentiles y judíos, y se rompía ese vínculo de caridad que forma el carácter de los verdaderos seguidores de Jesucristo. San Pedro ignoraba las habladurías que tenían lugar por este hecho. Pero San Pablo, dándose cuenta de que tal conducta de Pedro podía generar escándalo en la comunidad de los fieles, pensó en corregirlo públicamente, diciendo: “Si tú, siendo judío, has conocido por la fe que puedes vivir como los gentiles y no como los judíos, ¿por qué con tu ejemplo quieres obligar a los gentiles a la observancia de la ley judía?” San Pedro se mostró muy contento con tal aviso, pues con ese hecho se publicaba ante todos los fieles que la ley ceremonial de Moisés ya no era más obligatoria, y como quien a otros predicaba la humildad de Cristo Jesús, supo practicarla él mismo, sin dar el mínimo signo de resentimiento. Desde entonces no tuvo más ningún respeto por la ley ceremonial de Moisés.
Sin embargo, es necesario aquí notar con los Santos Padres que lo que hacía San Pedro no era malo en sí, pero proporcionaba a los cristianos motivo de discordia. Se quiere además que San Pedro estuviera de acuerdo con San Pablo respecto a la corrección que debía hacerse públicamente, para que fuera aún más conocida la cesación de la ley ceremonial de Moisés.
Desde Antioquía fue a predicar en varias ciudades, hasta que fue avisado por Dios de regresar a Roma, para asistir a los fieles en una feroz persecución excitada contra los cristianos. Cuando San Pedro llegó a esa ciudad, gobernaba el imperio Nerón, hombre lleno de vicios y por consecuencia el más adverso al cristianismo. Él había hecho prender fuego en varios puntos de esa capital, de modo que con muchos ciudadanos quedó en gran parte consumida por las llamas; y luego echaba la culpa de esa malvada acción a los cristianos.
En su crueldad, Nerón había hecho matar a un virtuoso filósofo, de nombre Séneca, que había sido su maestro. La misma madre de él pereció víctima de ese hijo desnaturalizado. Pero la gravedad de estos delitos hizo una terrible impresión también en el corazón embrutecido de Nerón, tanto que le parecía ver espectros que lo acompañaban día y noche. Por lo tanto, buscaba apaciguar las sombras infernales, o mejor los remordimientos de la conciencia, con sacrificios. Luego, queriendo procurarse algún alivio, hizo buscar a los magos más acreditados, para hacer uso de su magia y de sus encantamientos. El mago Simón, el mismo que había tratado de comprar de San Pedro los dones del Espíritu Santo, aprovechó la ausencia del Santo Apóstol para ir allí y, a fuerza de adulaciones hacia el emperador, desacreditar la religión cristiana.

CAPÍTULO XXVI. San Pedro hace resucitar a un muerto. Año de Jesucristo 66.
El mago Simón sabía que, si podía hacer algún milagro, ganaría gran crédito. Aquellos que San Pedro iba operando por todas partes servían para encenderlo cada vez más de envidia y rabia; por eso iba estudiando algún prestigio para hacerse ver superior a San Pedro. Se enfrentó con él en varias ocasiones, pero siempre salió lleno de confusión. Y como se jactaba de saber curar enfermedades, alargar la vida, resucitar a los muertos, cosas que él veía hacer a San Pedro, ocurrió que fue invitado a hacer lo mismo. Había muerto un joven de noble familia y pariente del emperador. Sus padres, al estar inconsolables, fueron aconsejados a recurrir a San Pedro para que viniera a devolverle la vida. Otros, en cambio, invitaron a Simón.

Ambos llegaron al mismo tiempo a la casa del difunto. San Pedro, de buen grado, accedió a que Simón hiciera sus pruebas para devolver la vida al muerto; pues sabía que solo Dios puede operar verdaderos milagros, ni jamás nadie puede jactarse de haberlos realizado si no es por virtud divina y en confirmación de la religión católica, y que por lo tanto todos los esfuerzos del impío Simón serían inútiles. Lleno de arrogancia y empujado por el espíritu maligno, Simón aceptó locamente la prueba; y, convencido de que ganaría, propuso la siguiente condición: si Pedro logra resucitar al muerto, yo seré condenado a muerte; pero si yo doy vida a este cadáver, que Pedro la pague con la cabeza. No habiendo entre los presentes quien rechazara esa propuesta, y aceptándola de buen grado San Pedro, el mago se dispuso a la obra.

Se acercó al féretro del difunto y, invocando al demonio y realizando mil otros encantamientos, pareció a algunos que aquel frío cadáver daba algún signo de vida. Entonces los partidarios de Simón comenzaron a gritar que Pedro debía morir.
El Santo Apóstol se reía de aquella impostura y, modestamente pidiendo a todos que guardaran silencio un momento, dijo: “Si el muerto ha resucitado, que se levante, camine y hable; si resucitatus est, surgat, ambulet, fabuletur. No es cierto que él mueva la cabeza o dé signo de vida, es su fantasía la que les hace pensar así. Ordenen a Simón que se aleje de la cama; y pronto verán desvanecerse del muerto toda esperanza de vida.[23]
Así se hizo, y aquel que antes estaba muerto continuaba yaciendo como una piedra sin espíritu y sin movimiento. Entonces el Santo Apóstol se arrodilló a poca distancia del féretro y comenzó a orar fervorosamente al Señor, suplicándole que glorificara su santo nombre para confusión de los malvados y consuelo de los buenos. Después de breve oración, dirigiéndose al cadáver, dijo en voz alta: “Joven, levántate; Jesús Señor te da la vida y la salud.”

Al mandato de esta voz, a la que la muerte estaba acostumbrada a obedecer, el espíritu volvió prontamente a vivificar aquel frío cuerpo; y para que no pareciera una ilusión, se levantó de pie, habló, caminó y se le dio de comer. De hecho, Pedro lo tomó de la mano y vivo y sano lo devolvió a su madre. Aquella buena mujer no sabía cómo expresar su gratitud hacia el Santo, y le rogó humildemente que no quisiera dejar su casa, para que no fuera abandonado quien había resucitado por sus manos. San Pedro la confortó diciendo: “Nosotros somos siervos del Señor, él lo ha resucitado y nunca lo abandonará. No temas por tu hijo, pues él tiene su guardián.”
Ahora quedaba que el mago fuera condenado a muerte, y ya una multitud de gente estaba lista para apedrearlo bajo una lluvia de piedras, si el Apóstol, movido a compasión por él, no hubiera pedido que se le dejara vivir, diciendo que para él era un castigo bastante grande la vergüenza que había sentido. “Viva también”, dijo, “pero viva para ver crecer y expandirse cada vez más el reino de Jesucristo.”

CAPÍTULO XXVII. Vuelo. — Caída. — Muerte desesperada de Simón Mago. Año de Jesucristo 67.
En la resurrección de aquel joven, el mago Simón debió admirar la bondad y la caridad de Pedro, y reconocer al mismo tiempo la intervención de la potencia divina, por lo que debió abandonar al demonio al que había servido durante tanto tiempo; pero el orgullo lo hizo aún más obstinado. Animado por el espíritu de Satanás, se enfureció más que nunca y resolvió a toda costa vengarse de San Pedro. Con este pensamiento, un día se fue a ver a Nerón y le dijo que estaba disgustado con los galileos, es decir, los cristianos, que estaba decidido a abandonar el mundo y que, para dar a todos una prueba infalible de su divinidad, quería ascender por sí mismo al Cielo.
A Nerón le agradó mucho la propuesta; y como deseaba encontrar siempre nuevos pretextos para perseguir a los cristianos, hizo avisar a San Pedro, quien según él pasaba por un gran conocedor de magia, y lo desafió a hacer lo mismo y a demostrar que Simón era un mentiroso; que, si no lo hacía, él mismo sería juzgado como mentiroso y impostor, y como tal condenado a decapitación. El Apóstol, apoyado en la protección del Cielo, que nunca falta en defender la verdad, aceptó la invitación. San Pedro, por lo tanto, sin ningún auxilio humano, se armó del escudo inexpugnable de la oración. También ordenó a todos los fieles que con ayuno unieran sus oraciones a las suyas. Ordenó también a todos los fieles que con ayuno universal y con oraciones continuas invocaran la divina misericordia. El día en que se realizaban estas prácticas religiosas era sábado y de aquí proviene el ayuno del sábado, que en tiempos de San Agustín aún se practicaba en Roma en memoria de este acontecimiento.

Por el contrario, el Mago Simón, todo engreído por el favor prometido por sus demonios, se preparaba para urdir y terminar con ellos la fraude, y en su locura creía que con este golpe derribaría la Iglesia de Jesucristo. Llegó el día fijado. Una inmensa multitud de gente se había reunido en una gran plaza de Roma. Nerón mismo, con toda la corte, vestido con ropas brillantes de oro y gemas, estaba sentado sobre una tribuna bajo un riquísimo pabellón mirando y animando a su campeón. Se hizo un profundo silencio. Aparece Simón vestido como si fuera un Dios y fingiendo tranquilidad muestra seguridad de llevar la victoria. Mientras se difundía en pomposos discursos, de repente apareció en el aire un carro de fuego, (era toda ilusión diabólica y juego de fantasía) y recibido dentro el mago a la vista de todo el pueblo, el demonio lo levantó del suelo y lo transportó por el aire. Ya tocaba las nubes y comenzaba a desvanecerse de la vista del pueblo, el cual con los ojos levantados al cielo, jubilando de maravilla y aplaudiendo gritaba: ¡Victoria! ¡Milagro! ¡Gloria y honor a Simón, verdadero hijo de los Dioses!

Pedro, en compañía de San Pablo, sin ninguna ostentación se arrodilla en el suelo y, con las manos levantadas al Cielo, fervorosamente ora a Jesucristo que quiera venir en ayuda de su Iglesia para hacer triunfar la verdad ante aquel pueblo engañado. Dicho y hecho: la mano de Dios omnipotente, que había permitido a los espíritus malignos elevar a Simón hasta aquella altura, les quitó de repente todo poder, de modo que privados de fuerza tuvieron que abandonarlo en el más grave peligro y en el colmo de su gloria. Sustraída a Simón la virtud diabólica, abandonado al peso de su corpulento cuerpo se precipitó con una caída desastrosa, y cayó con tal ímpetu a tierra que, deshaciéndose todas sus extremidades, salpicó la sangre hasta el tribunal de Nerón. Tal caída ocurrió cerca de un templo dedicado a Rómulo, donde hoy existe la iglesia de los santos Cosme y Damián.
El infeliz Simón debió ciertamente perder la vida si San Pedro no hubiera invocado a Dios a su favor. Pedro, dice San Máximo, oró al Señor para liberarlo de la muerte tanto para hacer conocer a Simón la debilidad de sus demonios, como para que confesando la potencia de Jesucristo implorara de Él el perdón de sus culpas. Pero aquel que durante mucho tiempo había hecho profesión de despreciar las gracias del Señor, era demasiado obstinado para rendirse incluso en este caso en el que Dios abundaba en Su misericordia. Simón, convertido en objeto de las burlas de todo el pueblo, lleno de confusión, pidió a algunos de sus amigos que lo llevaran de allí. Llevado a una casa cercana, sobrevivió aún algunos días; hasta que, oprimido por el dolor y la vergüenza, se aferró al desesperado partido de quitarse esos miserables restos de vida y, arrojándose por una ventana, se dio así voluntariamente la muerte[24].

La caída de Simón es viva imagen de la caída de aquellos cristianos que, o renegando de la religión cristiana o descuidando observarla, caen del grado sublime de virtud al que la fe cristiana los ha elevado, y ruina miserablemente en vicios y desórdenes, con deshonor del carácter cristiano y de la religión que profesan y con daño a veces irreparable de su alma.

CAPÍTULO XXVIII. Pedro es buscado para muerte. — Jesús se le aparece y le predice inminente el martirio. — Testamento del santo Apóstol.
El suplicio que le tocó a Simón Mago, mientras hacía evidente la venganza del Cielo, contribuyó mucho a aumentar el número de cristianos. Nerón, por otro lado, viendo a una multitud de personas abandonar el culto profano de los Dioses para profesar la religión predicada por San Pedro, y habiéndose dado cuenta de que el Santo Apóstol con la predicación había logrado ganar personas muy favorecidas por él, y aquellas mismas que en la corte eran instrumento de iniquidad, sintió duplicarse la rabia contra los cristianos y comenzó a endurecerse aún más contra ellos.
En medio del furor de aquella persecución, Pedro era incansable en animar a los fieles a ser constantes en la fe hasta la muerte y en convertir nuevos gentiles, de modo que la sangre de los mártires, lejos de atemorizar a los cristianos y disminuir su número, era una semilla fecunda que cada día los multiplicaba. Solo los judíos de Roma, quizás estimulados por los judíos de Judea, se mostraban obstinados. Por eso Dios, queriendo llegar a la última prueba para vencer su obstinación, hizo públicamente predecir por su Apóstol que en breve suscitaría un rey contra esa nación, el cual, después de haberla reducido a las más graves angustias, nivelaría al suelo su ciudad, obligando a los ciudadanos a morir de hambre y de sed. Entonces, les decía, verán a unos comer los cuerpos de otros y consumirse mutuamente, hasta que, cayendo en manos de sus enemigos, verán bajo sus ojos desgarrar cruelmente a sus esposas, a sus hijas y a sus niños golpeados y asesinados sobre las piedras; sus mismas tierras serán reducidas a desolación y ruina por el hierro y el fuego. Aquellos que escapen de la común desgracia serán vendidos como animales de carga y sujetos a perpetua servidumbre. Tales males vendrán sobre ustedes, oh hijos de Jacob, porque se han regocijado de la muerte del Hijo de Dios y ahora se niegan a creer en Él[25].
Pero sabiendo bien los ministros de la persecución que se fatigarían inútilmente si no quitaban de en medio al jefe de los cristianos, se volvieron contra él para tenerlo en sus manos y matarlo. Los fieles, considerando la pérdida que harían con su muerte, estudiaban cada medio para impedir que cayera en manos de los perseguidores. Cuando luego se dieron cuenta de que era imposible que pudiera permanecer oculto por más tiempo, le aconsejaron que saliera de Roma y se retirara a un lugar donde fuera menos conocido. Pedro se negaba a tales consejos sugeridos por el amor filial y, de hecho, ardientemente deseaba la corona del martirio. Pero, continuando los fieles a rogarle que hiciera eso por el bien de la Iglesia de Dios, es decir, que intentara conservarse en vida para instruir, confirmar en la fe a los creyentes y ganar almas para Cristo, finalmente accedió y decidió partir.
De noche se despidió de los fieles para escapar de la furia de los idólatras. Pero al llegar fuera de la ciudad, por la Puerta Capena, hoy llamada Puerta San Sebastián, le apareció Jesucristo en la misma figura en que lo había conocido y por más años había frecuentado. El Apóstol, aunque sorprendido por esta inesperada aparición, no obstante, según su prontitud de espíritu, se armó de valor para interrogarlo diciendo: “Oh Señor, ¿a dónde vas?” Domine, quo vadis? Respondió Jesús: “Vengo a Roma para ser crucificado de nuevo.” Dicho esto, desapareció.
De esas palabras, Pedro comprendió que era inminente su propia crucifixión, pues sabía que el Señor no podía ser crucificado de nuevo por sí mismo, sino que debía ser crucificado en la persona de su Apóstol. En memoria de este acontecimiento, fuera de la Puerta San Sebastián se edificó una iglesia llamada aún hoy “Domine, quo vadis”, o “Santa María ad Passus”, es decir, Santa María a los Pies, porque el Salvador en aquel lugar, donde habló a San Pedro, dejó impresa en una piedra la sagrada huella de sus pies. Esta piedra se conserva todavía en la iglesia de San Sebastián.
Después de aquel aviso, San Pedro regresó y, interrogado por los cristianos de Roma sobre la razón de su tan pronto regreso, les contó todo. Nadie tuvo más dudas de que Pedro sería encarcelado y glorificaría al Señor dando por Él la vida. Por lo tanto, en el temor de caer de un momento a otro en manos de los perseguidores y que en esos momentos calamitosos la Iglesia quedara sin su supremo pastor, Pedro pensó en nombrar algunos obispos más celosos, para que uno de ellos sucediera en el Pontificado después de su muerte. Fueron estos San Lino, San Cleto, San Clemente y San Anacleto, quienes ya lo habían ayudado en el oficio de sus vicarios en varias necesidades de la Iglesia.
No contento San Pedro de haber así provisto a las necesidades de la Sede Pontificia, también quiso dirigir un escrito a todos los fieles, como por su testamento, es decir, una segunda carta. Esta carta está dirigida al cuerpo universal de los cristianos, nombrando en particular a los del Ponto, de Galacia y de otras provincias de Asia a quienes había predicado.
Después de haber nuevamente aludido a las cosas ya dichas en su primera carta, recomienda tener siempre los ojos en Jesús Salvador, cuidándose de la corrupción de este siglo y de los placeres mundanos. Para resolverlos luego a mantenerse firmes en la virtud, les pone a la vista los premios que el Salvador tiene preparados en el reino eterno del Cielo; y al mismo tiempo recuerda a la memoria los terribles castigos con los cuales suele Dios castigar a los pecadores, bien a menudo también en esta vida, pero infaliblemente en la otra con la pena eterna del fuego. Luego, llevándose con su pensamiento al futuro, predice los escándalos que muchos hombres perversos habrían de suscitar, los errores que habrían de diseminar y las astucias de las cuales se habrían de servir para propagarlos. “Pero sepan”, dice, “que estos, a semejanza de fuentes sin agua y de nieblas oscuras agitadas por los vientos, son todos impostores y seductores de almas, que prometen una libertad, la cual siempre termina en una miserable esclavitud, en la que se encuentran envueltos ellos mismos; después de lo cual les está reservado el juicio, la perdición y el fuego.”
“Por mi parte”, continúa, “estoy seguro, según la revelación que tuvo Nuestro Señor Jesucristo, que en poco tiempo debo abandonar este tabernáculo de mi cuerpo; pero no dejaré de hacer que, incluso después de mi muerte, tengáis los medios para recordar tales cosas en vuestra mente. Estad seguros, las promesas del Señor nunca fallarán: llegará el día extremo en que cesarán de ser los cielos, los elementos serán disueltos o devorados por el fuego, la tierra será consumida con todo lo que contiene. Ocupaos, pues, en las obras de piedad, esperemos con paciencia y placer la venida del día del Señor y, según sus promesas, vivamos de tal manera que podamos pasar a la contemplación de los cielos y a la posesión de una gloria eterna.”
Luego los exhorta a mantenerse limpios del pecado y a creer constantemente que la larga paciencia que a menudo usa el Señor con nosotros es para nuestro bien común. Entonces recomienda encarecidamente no interpretar las Sagradas Escrituras con el entendimiento privado de cada uno, y nota particularmente las cartas de San Pablo, a quien llama su querido hermano, de quien dice así: “Jesucristo difiere su venida para daros tiempo a convertiros; las cuales cosas os escribió Pablo, nuestro querido hermano, según la sabiduría que le ha sido dada por Dios. Así lo hace también en todas sus cartas, donde habla de estas mismas cosas. Sin embargo, estad bien atentos a que en estas cartas hay algunas cosas difíciles de entender, las cuales los hombres ignorantes e inestables explican de manera perversa, como hacen también con otras partes de la Sagrada Escritura, de las que abusan para su propia perdición.” Estas palabras merecen ser consideradas atentamente por los protestantes, quienes quieren confiar la interpretación de la Biblia a cualquier hombre del pueblo, por más grosero e ignorante que sea. A estos se les puede aplicar lo que dice San Pedro, es decir, que la caprichosa interpretación de la Biblia resultó en su propia perdición: ad suam ipsorum perditionem[26].

CAPÍTULO XXIX. San Pedro en prisión convierte a Procópio y Martiniano. — Su martirio[27]. Año de la Era Común 67.
Finalmente había llegado el momento en que debían cumplirse las predicciones hechas por Jesucristo respecto a la muerte de su Apóstol. Tanto esfuerzo merecía ser coronado con la palma del Martirio. Mientras un día se sentía arder de amor hacia la persona del Divino Salvador y deseaba fervientemente poder unirse a Él lo antes posible, fue sorprendido por perseguidores que inmediatamente lo ataron y lo condujeron a una profunda y tétrica prisión llamada Mamertina, donde solían encerrar a los más famosos criminales[28]. La divina providencia dispuso que Nerón, por asuntos de gobierno, tuviera que alejarse algún tiempo de Roma; así, San Pedro permaneció aproximadamente nueve meses en prisión. Pero los verdaderos siervos del Señor saben promover la gloria de Dios en todo momento y en todo lugar.
En la oscuridad de la prisión, Pedro, ejerciendo las labores de su apostolado y especialmente el ministerio de la palabra divina, tuvo la consolación de conquistar para Jesucristo a los dos guardianes de la prisión, llamados Proceso y Martiniano, junto con otras 47 personas que se encontraban encerradas en el mismo lugar.
Es fama, confirmada por la autoridad de escritores acreditados, que no habiendo agua allí para administrar el bautismo a esos nuevos convertidos, Dios hizo brotar en ese instante una fuente perenne, cuyas aguas continúan manando aún hoy. Los viajeros que van a Roma se preocupan por visitar la prisión Mamertina, que está a los pies del Capitolio, en cuyo fondo brota todavía la prodigiosa fuente. Ese edificio, tanto en la parte subterránea como en la que se eleva sobre la tierra, es objeto de gran veneración entre los cristianos.
Los ministros del emperador intentaron varias veces vencer la constancia del santo Apóstol; pero, al ver que todos sus esfuerzos eran inútiles, y además al observar que, incluso encadenado, no cesaba de predicar a Jesucristo y así aumentar el número de cristianos, decidieron hacerlo callar con la muerte. Era una mañana cuando Pedro vio abrirse la prisión. Entraron los verdugos, lo ataron fuertemente y le anunciaron que debía ser conducido al suplicio. ¡Oh! Entonces su corazón se llenó de alegría. “Yo me alegro”, exclamaba, “porque pronto veré a mi Señor. Pronto iré a encontrar a Aquel a quien he amado y de quien he recibido tantos signos de afecto y de misericordia.”
Antes de ser conducido al suplicio, el santo Apóstol, según las leyes romanas, tuvo que someterse a dolorosa flagelación; lo cual le causó gran alegría, porque así se convertía cada vez más en fiel seguidor de su divino Maestro, quien antes de ser crucificado fue sometido a similar pena.
También el camino que recorrió yendo al suplicio merece ser notado. Los romanos, conquistadores del mundo, después de haber sometido a alguna nación, preparaban la pompa del triunfo sobre un magnífico carro en el valle o mejor en la llanura a los pies del monte Vaticano. Desde allí, por la vía sagrada, llamada también triunfal, los vencedores ascendían triunfantes al Capitolio. San Pedro, después de haber sometido el mundo al suave yugo de Cristo, también fue sacado de la cárcel y por el mismo camino conducido al lugar donde se preparaban esas grandes solemnidades.
Así celebraba también la ceremonia del triunfo y ofrecía a sí mismo en holocausto al Señor, fuera de la puerta de Roma, como fuera de Jerusalén había sido crucificado su divino Maestro.
Entre el monte Gianicolo[29] y el Vaticano había un valle donde, al recogerse las aguas, se formaba una ciénaga. En la otra cima de la montaña que miraba hacia la ciénaga, estaba el lugar destinado al martirio del más grande hombre del mundo. El intrépido atleta, cuando llegó al lugar del patíbulo y vio la cruz sobre la cual estaba condenado a morir, lleno de coraje y de alegría exclamó: “¡Salve, oh cruz, salvación de las naciones, estandarte de Cristo, oh cruz queridísima, salve, oh consuelo de los cristianos! Tú eres la que me aseguras el camino del cielo, eres la que me aseguras la entrada en el reino de la gloria. Tú, que un tiempo vi resplandeciente con la santísima sangre de mi Maestro, hoy sé mi ayuda, mi consuelo, mi salvación.[30]
Sin embargo, San Pedro consideraba para sí un honor demasiado grande el morir de una manera similar a la de su divino Maestro; por lo tanto, rogó a sus crucificadores que por gracia quisieran hacerlo morir con la cabeza hacia abajo. Como tal manera de morir le hacía sufrir más, así la gracia le fue fácilmente concedida. Pero su cuerpo, naturalmente, no podía sostenerse en la cruz si las manos y los pies solo estaban clavados con los clavos; por lo tanto, sus santas extremidades fueron atadas con cuerdas a ese duro tronco.
Había sido acompañado al lugar del suplicio por una multitud infinita de cristianos e infieles. Ese hombre de Dios, en medio de los mismos tormentos, casi olvidándose de sí mismo, consolaba a los primeros para que no se afligieran por él; se esforzaba por salvar a los segundos exhortándolos a dejar el culto de los ídolos y abrazar el Evangelio, para que pudieran conocer al único Dios verdadero, creador de todas las cosas. El Señor, que siempre dirigía el celo de tan fiel ministro, lo consoló en esas últimas agonías con la conversión de un gran número de idólatras de toda condición y de todo sexo[31].
Mientras San Pedro pendía en la cruz, Dios también quiso consolarlo con una visión celestial. Le aparecieron dos ángeles con dos coronas de lirios y de rosas, para indicarle que sus sufrimientos habían llegado a su fin y que debía ser coronado de gloria en la bienaventurada eternidad[32].
San Pedro sufrió en la cruz tan noble triunfo el 29 de junio, en el año septuagésimo de Jesucristo y sexagésimo séptimo de la era vulgar. En el mismo día en que San Pedro moría en la cruz, San Pablo, bajo la espada del mismo tirano, glorificaba a Jesucristo siendo decapitado. Día verdaderamente glorioso para todas las Iglesias de la Cristianidad, pero especialmente para la de Roma, la cual, después de haber sido fundada por Pedro y largamente alimentada con la doctrina de ambos estos Príncipes de los Apóstoles, ahora está consagrada por su martirio, por su sangre, y sublimada sobre todas las iglesias del mundo.
Así, mientras era inminente la destrucción de la ciudad santa de Jerusalén, y debía ser quemado su templo, Roma, que era la capital y la dueña de todas las naciones, se convertía por medio de esos dos Apóstoles en la Jerusalén de la nueva alianza, la ciudad eterna, y tanto más gloriosa que la vieja Jerusalén, cuanto la gracia del Evangelio y el sacerdocio de la nueva ley son más grandes que el sacerdocio, de todas las ceremonias y figuras de la ley antigua.
San Pedro fue martirizado a la edad de 86 años, después de un pontificado de 35 años, 3 meses y 4 días. Tres años los pasó especialmente en Jerusalén. Luego ocupó su cátedra siete años en Antioquía, el resto en Roma.

CAPÍTULO XXX. Sepulcro de San Pedro. — Atentado contra su cuerpo.
Apenas San Pedro emitió el último suspiro, muchos cristianos partieron del lugar del suplicio llorando la muerte del supremo Pastor de la Iglesia. Por otra parte, San Lino, su discípulo y inmediato sucesor, dos sacerdotes hermanos, San Marcelo y San Apuleyo, San Anacleto y otros fervorosos cristianos se reunieron alrededor de la cruz de San Pedro. Cuando luego los verdugos se alejaron del lugar del martirio, ellos depositaron el cuerpo del santo Apóstol, lo ungieron con preciosos aromas, lo embalsamaron y lo llevaron a sepultar cerca del Circo, es decir, cerca de los jardines de Nerón en el monte Vaticano, propiamente en el lugar donde hoy todavía se venera. Su cuerpo fue colocado en un sitio donde ya habían sido sepultados muchos mártires, discípulos de los santos Apóstoles y primicias de la Iglesia católica, quienes por orden de Nerón habían sido expuestos a las fieras, o crucificados, o quemados, o asesinados a fuerza de inauditos tormentos. San Anacleto había erigido allí un pequeño cementerio, en un rincón del cual levantó una especie de oratorio donde reposa el cuerpo de San Pedro. Este sitio se volvió célebre y todos los papas sucesores de San Pedro demostraron siempre un vivo deseo de ser allí sepultados.
Poco después de la muerte de San Pedro, llegaron a Roma algunos cristianos de Oriente, quienes, considerando que poseer las reliquias del santo Apóstol era un gran tesoro, resolvieron hacer su adquisición. Pero, sabiendo que sería inútil intentar comprarlas con dinero, pensaron en robarlas, casi como cosa propia, y llevarlas a esos lugares de donde el santo había venido. Por lo tanto, fueron valientemente al sepulcro, extrajeron de allí el cuerpo y lo llevaron a las catacumbas, que son un lugar excavado bajo tierra, actualmente llamado de San Sebastián, con la intención de enviarlo a Oriente tan pronto como se presentara la oportunidad.
Dios, por otra parte, que había llamado a ese gran Apóstol a Roma para que la hiciera gloriosa con el martirio, dispuso también que su cuerpo fuera conservado en esa ciudad y que hiciera de esa iglesia la más gloriosa del mundo. Por lo tanto, cuando esos orientales fueron a llevar a cabo su plan, se levantó una tormenta con un torbellino tan fuerte, que por el estruendo de los truenos y por el relámpago de los rayos se vieron obligados a interrumpir su obra.
Los cristianos de Roma se dieron cuenta de lo ocurrido, y en gran multitud, saliendo de la ciudad, recuperaron el cuerpo del santo Apóstol y lo llevaron nuevamente al monte Vaticano de donde había sido sacado[33].
En el año 103, San Anacleto, convertido en Sumo Pontífice, viendo algo calmadas las persecuciones contra los cristianos, a sus expensas levantó un templito, de modo que encerrara las reliquias y todo el sepulcro allí existente. Esta es la primera iglesia dedicada al Príncipe de los Apóstoles.
Este sagrado depósito permaneció expuesto a la veneración de los fieles hasta la mitad del tercer siglo. Solo en el año 221, por la ferocidad con que eran perseguidos los cristianos, temiendo que los cuerpos de los santos Apóstoles Pedro y Pablo fueran profanados por los infieles, fueron transportados por el Pontífice a las catacumbas llamadas Cementerio de San Calixto, en aquella parte que hoy se llama cementerio de San Sebastián. Pero en el año 255 el papa San Cornelio, a petición e instancia de Santa Lucina y de otros cristianos, llevó de nuevo el cuerpo de San Pablo a la vía de Ostia, al lugar donde había sido decapitado. El cuerpo de San Pedro fue nuevamente transportado y reposado en la tumba primitiva a los pies del monte Vaticano.

CAPÍTULO XXXI. Tumba y Basílica de San Pedro en el Vaticano.
En los primeros siglos de la Iglesia, los fieles en su mayoría no podían acudir a la tumba de San Pedro, salvo con grave peligro de ser acusados como cristianos y llevados ante los tribunales de los perseguidores. Sin embargo, siempre hubo una gran afluencia de gente, que venía de los países más lejanos a invocar la protección del Cielo en la tumba de San Pedro. Pero cuando Constantino se convirtió en el dueño del Imperio Romano y puso fin a las persecuciones, entonces cada uno pudo mostrarse libremente como seguidor de Jesucristo, y la tumba de San Pedro se convirtió en el santuario del mundo cristiano, donde de cada rincón se acudía a venerar las reliquias del primer Vicario de Jesucristo. El mismo emperador profesaba públicamente el Evangelio, y entre los muchos signos que dio de su apego a la religión católica, uno fue el de haber mandado edificar varias iglesias, y entre otras, la en honor del Príncipe de los Apóstoles; la cual, por ello, a veces lleva también el nombre de Basílica Costantiniana, conocida más comúnmente como Basílica Vaticana.

Por lo tanto, en el año 319, Constantino, por su impulso y a invitación de San Silvestre, estableció que el sitio de la nueva Iglesia fuera a los pies del Vaticano, con el diseño de que abarcara todo el pequeño templo edificado por San Anacleto y que hasta esa época había sido objeto de la veneración común. En el día en que el Emperador Constantino quería dar inicio a la santa empresa, depositó en el lugar la diadema imperial y todos los signos reales, luego se postró en tierra y derramó muchas lágrimas por devota ternura. Tomando entonces la azada, se dispuso a cavar con sus propias manos el terreno, dando así inicio a la excavación de los cimientos de la nueva basílica. Quiso él mismo formar el diseño y establecer el espacio que debía abarcar el nuevo templo; y para animar a dar mano a la obra con alacridad, quiso llevar sobre sus espaldas doce cofres de tierra en honor de los doce Apóstoles. Entonces fue desenterrado el cuerpo de San Pedro, y en presencia de muchos fieles y de mucho clero, fue colocado por San Silvestre en una gran caja de plata, con otra caja de bronce dorado encima, plantada inmóvil en el suelo. La urna que contenía el sagrado depósito era alta, ancha y larga cinco pies; sobre ella fue colocada una gran cruz de oro purísimo de un peso de ciento cincuenta libras, en la que estaban grabados los nombres de Santa Elena y de su hijo Constantino. Terminada esa majestuosa edificación, preparada una cripta o cámara subterránea toda ornada de oro y de gemas preciosas, rodeada de una cantidad de lámparas de oro y de plata, allí colocó el precioso tesoro: la cabeza de San Pedro. San Silvestre invitó a muchos obispos; y los fieles cristianos de todas partes del mundo intervinieron en esta solemnidad. Para animarlos aún más, abrió el tesoro de la Iglesia y concedió muchas indulgencias. La afluencia fue extraordinaria; la solemnidad fue majestuosa; era la primera consagración que se hacía públicamente con ritos y ceremonias tales como se practican aún hoy en día en la consagración de los sagrados edificios. La función se cumplió en el año 324 el dieciocho de noviembre. La urna de San Pedro, así cerrada, nunca más se volvió a abrir, y siempre fue objeto de veneración en toda la cristiandad. Constantino donó muchos bienes para el decoro y la conservación de aquel augusto edificio. Todos los sumos Pontífices compitieron por hacer glorioso el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles.
Pero todas las cosas humanas se van consumiendo con el tiempo, y la basílica Vaticana en el siglo XVI se encontró en peligro de ruina. Por lo tanto, los Pontífices decidieron rehacerla por completo. Después de muchos estudios, después de graves fatigas y grandes gastos, se pudo colocar la piedra fundamental del nuevo templo en el año 1506. El gran papa Julio II, a pesar de su avanzada edad y la profunda hendidura en la que debía descender para llegar a la base del pilar de la cúpula, quiso, sin embargo, descender en persona para establecer y colocar con solemne ceremonia la primera piedra. Es difícil describir las fatigas, el trabajo, el dinero, el tiempo, los hombres que se emplearon en esta maravillosa construcción.

El trabajo fue llevado a término en el espacio de ciento veinte años, y finalmente Urbano VIII, asistido por 22 cardenales y por todas aquellas dignidades que suelen participar en las funciones pontificias, consagró solemnemente la majestuosa basílica el 18 de noviembre de 1626, es decir, en el mismo día en que San Silvestre había consagrado la antigua basílica erigida por Constantino. En todo este tiempo, en medio de tantas restauraciones y tantos trabajos de construcción, las reliquias de San Pedro no sufrieron ninguna translación; ni la urna, ni la sobre caja de bronce fueron movidas, ni siquiera la cripta fue abierta. El nuevo pavimento, habiéndose tenido que elevar un poco sobre el antiguo, se dispuso de tal manera que encerrara la capilla primitiva y dejara así intacto el altar consagrado por San Silvestre. A este respecto se nota que, cuando el arquitecto Giacomo della Porta levantaba las capas del pavimento alrededor del viejo altar para superponer el nuevo, descubrió la ventana que correspondía a la sagrada urna. Al bajar dentro la luz, reconoció la cruz de oro que había sido colocada por Constantino y por Santa Elena, su madre. Hizo de inmediato relación de todo al Papa, que en 1594 era Clemente VIII, quien en compañía de los cardenales Bellarmino y Antoniano, se dirigió personalmente al lugar y encontró lo que había referido el arquitecto. El Pontífice no quiso abrir ni el sepulcro ni la urna; tampoco consintió que nadie se acercara, sino que ordenó que la apertura fuera cerrada con cementos. Desde entonces, nunca más se abrió la tumba, ni nadie se ha acercado a esas veneradas reliquias.
Los viajeros que se dirigen a Roma para visitar la gran basílica de San Pedro en el Vaticano, al verla por primera vez quedan como encantados; y los personajes más célebres por ingenio y ciencia, llegados a sus países, no saben dar más que una débil idea de ella.
He aquí lo que se puede comprender con cierta facilidad. Esa iglesia está embellecida con los mármoles más exquisitos que se hayan podido tener; su amplitud y su elevación llegan a un punto que sorprende la vista que la contempla; el pavimento, las paredes, la bóveda están adornados con tal maestría, que parecen haber agotado todos los recursos del arte. La cúpula que, por así decirlo, se eleva hasta las nubes, es un compendio de todas las bellezas de la pintura, de la escultura y de la arquitectura. Sobre la cúpula, o más bien sobre el mismo cupulín, hay una esfera o bola de bronce dorado que, vista desde la tierra, parece una bola de juego; pero quien sube y penetra dentro ve un globo en el que dieciséis personas pueden estar cómodamente sentadas. En una palabra, en esta basílica todo es tan bello, tan raro y tan bien trabajado que supera lo que se puede imaginar en el mundo. Príncipes, reyes, monarcas e imperadores han contribuido a adornar este edificio maravilloso, con magníficos dones que ellos enviaron a la tumba de San Pedro, y a menudo llevados por ellos mismos desde los países más lejanos.

Y es precisamente en el centro de un edificio tan magnífico donde reposan las preciosas cenizas de un pobre pescador, de un hombre sin erudición humana y sin riquezas, cuya fortuna consistía en una red. Y esto fue querido por Dios para que los hombres comprendan cómo Dios, en su omnipotencia, toma al hombre más humilde a los ojos del mundo para colocarlo en el trono glorioso a gobernar su pueblo; comprenderán también cuánto Él honra, incluso en la presente vida, a sus siervos fieles, y así se hagan una idea de la inmensa gloria reservada en el Cielo a quien vive y muere en su divino servicio. Reyes, príncipes, emperadores y los más grandes monarcas de la tierra han venido a implorar la protección de aquel que fue sacado de una barca para ser hecho pastor supremo de la Iglesia; los herejes e infieles mismos se vieron obligados a respetarlo. Dios podría haber elegido al supremo pastor de su Iglesia entre los más grandes y más sabios de la tierra; pero entonces quizás se habrían atribuido a su sabiduría y poder aquellas maravillas, que Dios quería que fueran enteramente reconocidas como provenientes de su mano omnipotente.
Solo en rarísimos casos los papas han permitido que las reliquias de este gran protector de Roma fueran transportadas a otro lugar; por lo tanto, pocos lugares de la cristiandad pueden presumir de poseerlas: toda la gloria está en Roma.

Quien quiera escribir sobre los muchos peregrinajes realizados allí en todo tiempo, desde todas partes del mundo y de todos los estratos de personas, la multitud de gracias recibidas allí, los asombrosos milagros operados allí, debería hacer muchos y grandes volúmenes.
Mientras tanto, nosotros, movidos por sentimientos de sincera gratitud, como conclusión y fruto de lo que hemos dicho sobre las acciones del Príncipe de los Apóstoles, elevamos fervorosas oraciones al trono del Altísimo Dios; rogamos a este su afortunado Vicario y glorioso mártir, para que se digne volver del Cielo una mirada piadosa sobre las presentes necesidades de su Iglesia, se digne protegerla y sostenerla en los fuertes asaltos que cada día debe soportar por parte de sus enemigos, obtenga fuerza y coraje para sus sucesores, para todos los obispos y para todos los sagrados ministros, para que todos se hagan dignos del ministerio que Cristo les ha confiado; de modo que, confortados por su ayuda celestial, puedan cosechar abundantes frutos de sus trabajos, promoviendo la gloria de Dios y la salvación de las almas entre los pueblos cristianos.
Afortunados aquellos pueblos que están unidos a Pedro en la persona de los Papas sus sucesores. Ellos caminan por el camino de la salvación; mientras que todos aquellos que se encuentran fuera de este camino y no pertenecen a la unión de Pedro no tienen ninguna esperanza de salvación. Jesucristo mismo nos asegura que la santidad y la salvación no pueden encontrarse sino en la unión con Pedro, sobre el cual se apoya el fundamento inmóvil de su Iglesia. Agradezcamos de corazón la bondad divina que nos ha hecho hijos de Pedro.
Y puesto que él tiene las llaves del reino de los Cielos, pidámosle que sea nuestro protector en las presentes necesidades, y así en el último día de nuestra vida se digne abrirnos la puerta de la bienaventurada eternidad.

APÉNDICE SOBRE LA VENIDA DE S. PEDRO A ROMA
Aunque las discusiones sobre hechos particulares pueden considerarse ajenas al historiador, sin embargo, la venida de S. Pedro a Roma, que es uno de los puntos más importantes de la historia eclesiástica, siendo calurosamente combatida por los herejes de hoy, me parece materia de tal importancia que no debe ser omitida.
Esto parece tanto más oportuno porque los protestantes desde hace algún tiempo en sus libros, periódicos y conversaciones tratan de hacer de ello objeto de razonamiento, siempre con el propósito de ponerlo en duda y desacreditar nuestra santa religión católica. Esto lo hacen para disminuir, incluso para destruir, si pudieran, la autoridad del Papa, ya que dicen que si Pedro no vino a Roma, los Pontífices Romanos no son sus sucesores, y por lo tanto no herederos de sus poderes. Pero los esfuerzos de los herejes solo muestran cuán poderosa es contra ellos la autoridad del Papa; para liberarse de la cual no se avergüenzan de fabricar mentiras, pervirtiendo y negando la historia. Creemos que este solo hecho bastará para dar a conocer la gran mala fe que reina entre ellos; ya que poner en duda la venida de S. Pedro a Roma es lo mismo que dudar si hay luz cuando el sol brilla en pleno mediodía.
Considero oportuno señalar aquí que hasta el siglo catorce, en el espacio de aproximadamente mil cuatrocientos años, no se encuentra un autor ni católico ni hereje, que haya planteado el más mínimo duda sobre la venida de S. Pedro a Roma; y nosotros invitamos a los adversarios a citar uno solo. El primero que planteó esta duda fue Marsilio de Padua, que vendió su pluma al emperador Luis el Bávaro; y ambos, uno con las armas, el otro con perversas doctrinas, se desataron contra el primado del Sumo Pontífice. Tal duda, sin embargo, fue considerada por todos como ridícula, y se desvaneció con la muerte de su autor.
Doscientos años después, en el siglo dieciséis, surgieron los espíritus turbulentos de Lutero y de Calvino, y de la escuela de estos salieron varios, quienes, superando la mala fe de sus propios maestros, trataron de suscitar la misma duda para engañar mejor a los simples y a los ignorantes. Quien tiene un poco de práctica en historia sabe qué crédito merece aquel que, apoyado únicamente en su capricho, se pone a contradecir un hecho referido con unánime consenso por los escritores de todos los tiempos y de todos los lugares. Esta sola observación bastaría por sí misma para hacer manifiesta la inconsistencia de tal duda; sin embargo, para que el lector conozca a los autores que con su autoridad vienen a confirmar lo que afirmamos, citaremos algunos. Puesto que los protestantes admiten la autoridad de la iglesia de los primeros cuatro siglos, nosotros, deseosos de complacerles en todo lo que es posible, nos serviremos de escritores que hayan vivido en ese tiempo. Algunos de ellos afirman que Pedro estuvo en Roma, y otros atestiguan que allí fundó su sede episcopal y allí sufrió el martirio.
S. Clemente Papa, discípulo de San Pedro y su sucesor en el pontificado, en su primera carta escrita a los Corintios, da como pública y cierta la venida de San Pedro a Roma, su larga estancia allí, el martirio sufrido allí junto con S. Pablo. He aquí sus palabras: «El ejemplo de estos hombres, los cuales, viviendo santamente, agregaron una gran multitud de elegidos y sufrieron muchos suplicios y tormentos, ha quedado óptimo entre nosotros.»
S. Ignacio mártir, también discípulo de S. Pedro y su sucesor en el obispado de Antioquía, siendo conducido a Roma para ser allí martirizado, escribe a los romanos pidiéndoles que no quieran impedir su martirio y dice: «Os ruego, no os mando, como han hecho Pedro y Pablo: Non ut Petrus et Paulus praecipio vobis

Lo mismo afirma Papías, contemporáneo de los mencionados y discípulo de S. Juan Evangelista, como se puede ver en Eusebio en su Historia Eclesiástica, libro 2, capítulo 15.
A poca distancia de estos tenemos los ilustres testimonios de S. Ireneo y de S. Dionisio, quienes han conocido y conversado largamente con los discípulos de los Apóstoles, y estaban muy informados de las cosas ocurridas en el seno de la Iglesia de Roma.
S. Ireneo, obispo de Lyon y muerto mártir en el año 202, atestigua que S. Mateo divulgó su Evangelio a los judíos en su propia lengua, mientras Pedro y Pablo predicaban en Roma y establecían la Iglesia: Petro et Paulo Romae evangelizantibus et constituentibus Ecclesiam[34]. Después de tales testimonios, no sabemos cómo osan los herejes negar la venida de S. Pedro a Roma. Casi al mismo tiempo florecieron Clemente de Alejandría, S. Cayo, sacerdote de Roma, Tertuliano de Cartago, Orígenes, S. Cipriano y muchísimos otros, quienes coinciden en referir el gran concurso de fieles a la tumba de S. Pedro, martirizado en Roma; y todos, llenos de veneración por el primado que gozaba la Iglesia de Roma, dicen que de ella se deben esperar los oráculos de la eterna salvación, porque Jesucristo ha prometido la conservación de la fe a su fundador S. Pedro[35].
Y si de estos escritores pasamos a las luminarias de la Iglesia, S. Pedro de Alejandría, S. Asterio de Amaseno, S. Ottato Milevitano, S. Ambrosio, S. Juan Crisóstomo, S. Epifanio, S. Máximo de Turín, S. Agustín, S. Cirilo de Alejandría y muchos otros, encontramos sus testimonios plenamente unánimes y concordes sobre la verdad que afirmamos; es decir, que Pedro estuvo en Roma y allí sufrió el martirio. S. Ottato, obispo de Milevi en África, escribiendo contra los Donatistas dice: «No puedes negar, tú lo sabes, que en la ciudad de Roma desde el principio fue mantenida la cátedra episcopal por Pedro.» Por amor a la brevedad, solo citamos las palabras del Doctor S. Jerónimo, que floreció en el siglo IV de la Iglesia. «Pedro, príncipe de los Apóstoles,» escribe, «va a Roma en el segundo año del emperador Claudio, y allí mantuvo la cátedra sacerdotal hasta el último año de Nerón. Sepultado en Roma en el Vaticano, cerca de la Vía Trionfale, es célebre por la veneración que le rinde el universo.[36]»
Se añaden los muchos martirologios de las diferentes Iglesias latinas, que desde la más remota antigüedad han llegado hasta nosotros, los diferentes Calendarios de los Etíopes, de los Egipcios, de los Sirios, los menologios de los Griegos; las mismas liturgias de todas las Iglesias cristianas esparcidas en los varios países de la cristiandad; en todas partes se encuentra registrada la verdad de este relato.
¿Qué más? Los mismos protestantes algo célebres en doctrina, como el Gave, Ammendo, Pearsonio, Grocio, Usserio, Biondello, Scaligero, Basnagio y Newton con muchísimos otros, coinciden en que la venida del príncipe de los Apóstoles a Roma y su muerte ocurrida en esa metrópoli del universo son un hecho incontestable.
Es cierto que ni los Hechos de los Apóstoles, ni S. Pablo en su carta a los Romanos hacen mención de este hecho. Pero además de que escritores acreditados reconocen en estos autores bastante claramente aludido tal acontecimiento[37], observamos que el autor de los Hechos de los Apóstoles no tenía el propósito de escribir las acciones de S. Pedro ni de los otros Apóstoles, sino solamente las de S. Pablo, su compañero y maestro; y esto casi para hacer la apología de este Apóstol de las gentes, entre todos el más despreciado y calumniado por los judíos. Por eso es que S. Lucas, después de haber narrado los principios de la Iglesia desde el capítulo XVI hasta el final de su libro, no escribe más de otros que de Pablo y de sus compañeros de misión. De hecho, en sus Hechos, Lucas ni siquiera nos narra todas las cosas operadas por Pablo, cosas que sabemos solamente por las cartas de este Apóstol. De hecho, ¿nos habla él acaso de los tres naufragios sufridos por su maestro, de la lucha que en Éfeso tuvo que sostener con las bestias, y de otras gestas de las que se hace mención en su segunda carta a los Corintios y en la a los Gálatas?[38] ¿Nos habla acaso S. Lucas del martirio de Pablo, o incluso solo de aquellas cosas que él hizo después de su primera prisión en Roma? ¿Menciona acaso una sola de las 14 cartas? Nada de todo esto. Ahora, ¿qué maravilla si el mismo escritor calló muchas cosas operadas por Pedro, entre las cuales su venida a Roma?
Lo que hemos dicho sobre el silencio de San Lucas vale para el silencio de San Pablo en su carta a los Romanos. Pablo, al escribir a los Romanos, no saluda a Pedro; por lo tanto, concluyen los protestantes, Pedro nunca estuvo en Roma. ¡Qué extrañeza de razonamiento! A lo sumo se podría deducir que Pedro en ese momento no se encontraba en Roma; y no más. ¿Y quién no sabe que Pedro, mientras ocupaba la sede de Roma, se alejaba a menudo para ir a fundar otras Iglesias en varias partes de Italia? ¿No había hecho lo mismo cuando tenía su sede en Jerusalén y en Antioquía? Fue precisamente en esa época que viajó por varias partes de Palestina, y luego en Asia Menor, en Bitinia, en Ponto, en Galacia, en Capadocia, a las cuales todas dirigió especialmente su primera carta. Por lo tanto, no se debe suponer que no hiciera lo mismo en Italia, que le ofrecía una cosecha copiosísima. Por otra parte, que Pedro en Italia no se ocupase solamente de Roma, lo sabemos por Eusebio, historiador del siglo IV, quien, al escribir sobre las principales cosas que realizó, se expresa así: «Las pruebas de las cosas hechas por Pedro son las mismas Iglesias que poco después resplandecieron, como por ejemplo la Iglesia de Cesárea en Palestina, la de Antioquía en Siria y la Iglesia de la misma ciudad de Roma. Porque ha sido transmitido a las generaciones futuras que el mismo Pedro constituyó estas Iglesias y todas las circundantes. Y así también las de Egipto y de la misma Alejandría, aunque estas no por sí mismo, sino por medio de Marcos, su discípulo, mientras él se ocupaba en Italia y entre las gentes circundantes.[39]»
Por lo tanto, Pablo en su carta a los Romanos no saluda a Pedro, porque sabía que en ese momento él quizás no se encontraba en Roma. Ciertamente, si Pedro hubiera estado allí, él mismo podría haber resuelto la cuestión surgida entre esos fieles, la cual dio ocasión a Pablo de escribir su célebre carta.
Y luego, incluso si Pedro se hubiera encontrado en la ciudad, se puede decir que Pablo en su carta no dejó a los fieles saludarlo junto con los demás, porque lo hizo saludar aparte por el portador de la misma, o le escribió individualmente como usamos nosotros aún hoy con las personas de consideración. Por otra parte, si el no haber hecho Pablo, al escribir a los Romanos, que se saludara a Pedro probara que Pedro nunca estuvo en Roma, entonces también deberíamos decir que San Santiago Menor nunca fue obispo de Jerusalén, porque Pablo, al escribir a los Hebreos, no lo saluda en absoluto. Ahora, toda la antigüedad proclama a San Santiago obispo de Jerusalén. Por lo tanto, el silencio de Pablo no concluye nada contra la venida de San Pedro a Roma.
Añadamos: si del silencio de la Sagrada Escritura respecto a la venida de San Pedro a Roma se pudiera inferir razonablemente que Pedro no vino a Roma, entonces también se podría argumentar así: la Santa Escritura no dice que San Pedro haya muerto; por lo tanto, San Pedro sigue vivo, y ustedes protestantes búsquenlo en algún rincón de la tierra.
Hay, además, una razón para el silencio de la Sagrada Escritura sobre la venida y muerte de San Pedro en Roma, y no queremos callarla. Que Pedro es el cabeza de la Iglesia, el pastor supremo, el maestro infalible de todos los fieles, y que estas prerrogativas debían transmitirse a sus sucesores hasta el fin del mundo, esto es dogma de fe, y por lo tanto debía ser revelado ya sea por medio de la Sagrada Escritura o por medio de la Tradición divina, como lo fue; pero que él vino y murió en Roma es un hecho histórico, un hecho que se podía ver con los ojos, tocar con las manos; y por lo tanto no era necesaria una testificación de la Sagrada Escritura para certificarlo, bastando para ello aquellas pruebas que anuncian y aseguran al hombre todos los demás hechos. Los protestantes que pretenden negar la venida de San Pedro a Roma porque no se puede probar con argumentos bíblicos caen en el ridículo. ¿Qué dirían ellos mismos de aquel que negase la venida y muerte del emperador Augusto en la ciudad de Nola porque la Escritura no lo dice? Si queremos detenernos en este silencio de los Hechos de los Apóstoles y de la carta de San Pablo, digamos que esto no prueba ni para nosotros ni para los protestantes. Porque la sana lógica y la simple razón natural nos enseñan que, cuando se busca la verdad de un hecho callado por un autor, se debe buscar en otros a quienes les corresponde hablar de ello. Cosa que hemos hecho abundantemente.
Tampoco ignoramos que Flavio Josefo no habla de esta venida de San Pedro a Roma; como tampoco habla de San Pablo. Pero, ¿qué le importa a él hablar de los cristianos? Su objetivo era escribir la historia del pueblo judío y de la guerra judía, y no los hechos particulares ocurridos en otros lugares. Él sí habla de Jesucristo, de San Juan Bautista, de San Santiago, cuya muerte ocurrió en Palestina; pero ¿habla acaso de San Pablo, de San Andrés o de los otros Apóstoles, que fueron coronados con el martirio fuera de Palestina? ¿Y no dice él mismo que quiere pasar por alto muchos hechos ocurridos en sus tiempos[40]?
Y luego, ¿no es una locura confiar más en un judío que no habla, que en los primeros cristianos que proclaman todos a una voz que San Pedro murió en Roma, después de haber residido allí muchos años?
No queremos omitir la dificultad que algunos plantean sobre el desacuerdo de los escritores al fijar el año de la venida de San Pedro a Roma. Porque en nuestros tiempos los eruditos van comúnmente de acuerdo en la cronología que seguimos. Pero decimos que ese desacuerdo de los escritores antiguos demuestra la verdad del hecho: demuestra que un escritor no ha copiado del otro, que cada uno se servía de esos documentos o de esas memorias que tenía en sus respectivos países y que eran públicamente conocidos como ciertos; ni debe sorprendernos tal desacuerdo cronológico (que es de uno o dos años más o menos) en aquellos tiempos remotos en los que cada nación tenía una forma propia de computar los años. Pero todos estos autores refieren con franqueza tal venida de San Pedro a Roma y mencionan las minucias respecto a su residencia y muerte en esa ciudad.
Los adversarios contra la venida de San Pedro a Roma también añaden: de la primera carta de San Pedro a los fieles de Asia se deduce que él estuvo en Babilonia. Así, de hecho, se expresa en sus saludos: «Los saluda la Iglesia que está reunida en Babilonia, y Marcos, mi hijo». Por lo tanto, es imposible su venida a Roma. Comencemos a decir que, incluso si por Babilonia, de la que habla Pedro, se entendiera la metrópoli de Asiria, sin embargo, no se podría inferir que no haya podido venir, y no haya venido a Roma. Su pontificado fue bastante largo, y los críticos coinciden en decir que la mencionada carta fue escrita antes del año 43, o en ese entorno. De hecho, él aún saluda a los fieles en nombre de Marcos, quien sabemos por Eusebio fue enviado por Pedro a fundar la Iglesia de Alejandría en el año 43 de Jesucristo. Por lo tanto, resulta que Pedro, desde la fecha de su carta hasta su muerte, tuvo al menos 24 años más de vida. ¿En un intervalo de tiempo tan largo no podría haber hecho el viaje a Roma?
Pero tenemos otra respuesta que dar; y es que Pedro habló metafóricamente y con el nombre de Babilonia se refirió a la ciudad de Roma, donde precisamente se encontraba al escribir su carta. Esto se deduce de toda la antigüedad. Papías, discípulo de los Apóstoles, dice en términos claros que Pedro mostró haber escrito su primera carta en Roma, mientras que con la traslación de vocabulario le da el nombre de Babilonia[41]. San Jerónimo dice igualmente que Pedro, en su primera carta, bajo el nombre de Babilonia significó la ciudad de Roma: Petrus in epistola prima sub nomine Babylonis figurative Romam significans, salutat vos, inquit, ecclesia quae est in Babylone collecta[42]. Ni este lenguaje era inusitado entre los cristianos. San Juan da a Roma el mismo nombre de Babilonia. Él en su Apocalipsis, después de haber llamado a Roma la ciudad de las siete colinas, la ciudad grande que reina sobre los reyes de la tierra, anuncia su caída, escribiendo: Cecidit, cecidit Babylon magna: cayó, cayó la gran Babilonia[43]. Bien a razón, luego, Roma podía llamarse una Babilonia, porque encerraba en su seno todos los errores esparcidos en las diversas partes del mundo que dominaba.
Pedro además tenía buenos motivos para callar el nombre literal del lugar desde donde escribía; porque habiendo huido poco antes de las manos de Herodes Agripa, y sabiendo cómo entre este rey y el emperador Claudio había una estrecha amistad, podía temer con razón alguna trampa de estos dos enemigos del nombre cristiano, si su carta se hubiera extraviado. Para evitar este peligro, por lo tanto, la prudencia quería que él en su escrito usara una palabra conocida por los cristianos y desconocida para los judíos y los gentiles. Así lo hizo.
Además, de las mismas palabras de Pedro se deduce otra prueba de su venida a Roma. De hecho, Pedro al concluir su carta dice: «Los saluda la Iglesia… y Marcos, mi hijo». Por lo tanto, Marcos se encontraba con Pedro. Esto puesto, toda la tradición proclama unánimemente que Marcos, hijo espiritual de Pedro, su discípulo, su intérprete, su escriba y diría su secretario, estuvo en Roma y en esta ciudad escribió el Evangelio que oyó predicar del mismo Maestro[44]. Por lo tanto, es necesario admitir también que Pedro estuvo en Roma con el discípulo.
Ahora podemos llegar a esta conclusión. Durante mil cuatrocientos años nunca hubo nadie que haya planteado la más mínima duda sobre la venida de San Pedro a Roma. Por el contrario, tenemos una larga serie de hombres célebres por su santidad y doctrina, que desde los tiempos apostólicos hasta nosotros con su autoridad siempre la han aceptado. Las liturgias, los martirologios, los mismos enemigos del cristianismo están de acuerdo con la mayoría de los protestantes sobre este hecho.
Por lo tanto, ustedes, oh protestantes de hoy, al oponerse a la venida de San Pedro a Roma, se oponen a toda la antigüedad, se oponen a la autoridad de los hombres más doctos y piadosos de los tiempos pasados; se oponen a los martirologios, a los menologios, a las liturgias, a los calendarios de la antigüedad; se oponen a lo que escribieron sus propios maestros.
Oh, protestantes, abran los ojos; escuchen las palabras de un amigo que les habla movido únicamente por el deseo de su bien. Muchos pretenden ser su guía en la verdad; pero o por malicia o por ignorancia les engañan. Escuchen la voz de Dios que les llama a su redil, bajo la custodia del pastor supremo que Él ha establecido. Abandonen todo compromiso, superen el obstáculo del respeto humano, renuncien a los errores en los que hombres ilusionados les han precipitado. Regresen a la religión de sus antepasados, que algunos de sus antepasados abandonaron; inviten a todos los seguidores de la Reforma a escuchar lo que decía en sus tiempos Tertuliano: «Así que, oh cristiano, si quieres asegurarte en el gran asunto de la salvación, recurre a las Iglesias fundadas por los Apóstoles. Ve a Roma, de donde emana nuestra autoridad. Oh Iglesia feliz, donde con su sangre derramaron toda su doctrina, donde Pedro sufrió un martirio similar a la pasión de su divino Maestro, donde Pablo fue coronado con el martirio al ser decapitado, donde Juan, después de haber sido sumergido en una caldera de aceite hirviendo, no sufrió nada y por lo tanto fue exiliado en la isla de Patmos[45]».

Tercera Edición
Turín
Librería Salesiana Editrice 1899
[1ª ed., 1856; reimp. 1867 y 1869; 2ª ed., 1884]

Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? (Mateo XIV, 31).

PROPIEDAD DEL EDITOR
S. Pier d’Arena – Escuela Tip. Salesiana
Hospicio S. Vicente de Paúl
(N. 1265 — M)

Visto: nada impide su impresión Génova,
12 de junio de 1899
AGOSTINO Can. MONTALDO V.
Se permite la impresión Génova,
15 de junio de 1899
Can. PAOLO CANEVELLO Prov. Gen.


[1] Las noticias sobre la vida de San Pedro se han extraído del Evangelio, de los Hechos y de algunas cartas de los Apóstoles, así como de varios otros autores, cuyas memorias son referidas por César Barón en el primer volumen de sus anales, por los Bollandistas el 18 de enero, 22 de febrero, 29 de junio, 1 de agosto y en otros lugares. De la vida de San Pedro han tratado ampliamente Antonio Cesari en los Hechos de los Apóstoles y también en un volumen separado, Luigi Cuccagni en tres volúmenes consistentes, y muchos otros.

[2]

[3] San Ambrosio, obra citada.

[4] San Jerónimo, Contra Joviniano, capítulo 1, 26.

[5] Evangelio según Mateo, capítulo 16.

[6] Génesis, capítulo 41.

[7] Evangelio según Mateo, capítulo 18.

[8] Evangelio según Mateo, capítulo 15.

[9] San Juan Damasceno, Homilía sobre la Transfiguración.

[10] San Juan Crisóstomo, Comentario al Evangelio de Mateo.

[11] El traslado de “puerta” por “potencia”, por lo tanto, el signo por la cosa significada, deriva del hecho de que en la antigua ley y entre los pueblos orientales, los príncipes y los jueces ejercían generalmente su poder legislativo y judicial ante las puertas de la ciudad (ver III, pág. XXII, 2). Además, esta parte de la ciudad se mantenía en un estado continuo de presidio y munición, de tal manera que, una vez tomadas las puertas, el resto era fácilmente conquistado. Aún hoy se dice «Puerta Otomana» o «Sublime Puerta» para indicar el poder de los turcos.

[12] San Jerónimo, Contra Joviniano, capítulo 1, 26.

[13] San Agustín, Sobre la Unidad de la Iglesia.

[14] San Ireneo, Contra las Herejías, libro III, n. 3.

[15] Salmos 68, 108.

[16] Evangelio según Juan, 14, 12.

[17] Ver San Basilio de Seleucia y las Reconocimientos de San Clemente.

[18] Ver Teodoreto, San Juan Crisóstomo, San Clemente, etc.

[19] Benedicto XIV, De la Beatificación de los Siervos de Dios, libro I, capítulo I.

[20] Carta a los Romanos, capítulo I.

[21] Eusebio, Historia Eclesiástica, libro II, capítulo 15.

[22] Primera Carta de Pedro, capítulo 5.

[23] San Paciano, carta 2.

[24] Los santos Padres que relatan el hecho de Simón Mago, entre otros, son: San Máximo de Turín, San Cirilo de Jerusalén, San Sulpicio Severo, San Gregorio de Tours, San Clemente Papa, San Basilio de Seleucia, San Epifanio, San Agustín, San Ambrosio, San Jerónimo y muchos otros.

[25] Lactancio, libro 4.

[26] Epístola 2, capítulo 3.

[27] Las opiniones de los estudiosos varían al fijar el año del martirio del Príncipe de los Apóstoles; pero la más probable es la que lo asigna al año 67 de la era vulgar. De hecho, San Jerónimo, incansable investigador y conocedor de las cosas sagradas, nos informa que San Pedro y San Pablo fueron martirizados dos años después de la muerte de Séneca, maestro de Nerón. Ahora, de Tácito, historiador de aquellos tiempos, sabemos que los cónsules bajo los cuales murió Séneca fueron Silio Nerva y Ático Vestino, que ocuparon el consulado en el año 65; por lo tanto, los dos Apóstoles sufrieron el martirio en 67. A este cómputo de años, por el cual se fija el martirio en ese tiempo, corresponden los 25 años y casi dos meses durante los cuales San Pedro ocupó su Cátedra en Roma; número de años que siempre ha sido reconocido por toda la antigüedad (ver «Observaciones histórico-cronológicas» de Monseñor Domenico Bartolini, cardenal de Santa Iglesia: «Si el año 67 de la era vulgar es el año del martirio de los gloriosos Príncipes de los Apóstoles Pedro y Pablo», Roma, Tipografía Scalvini, 1866).

[28] La cadena con la que fue atado San Pedro se conserva aún en Roma en la iglesia llamada San Pedro en Cadena (Artano, «Vida de San Pedro»).

[29] En la punta más alta del Monte Gianicolo, donde Anco Marcio, cuarto rey de Roma, fundó la fortaleza gianicolense, se edificó la iglesia de San Pedro en Montorio, en el lugar donde el santo Apóstol sufrió el martirio. Este monte fue llamado Gianicolo porque estaba dedicado a Jano, guardián de las puertas que en latín se dicen ianuae. Se dice que aquí también fue sepultado Jano, que edificó esa parte de Roma frente al Capitolio. También se le llamó Monte Aureo, por la cercana y antigua Puerta Aurelia. Ahora se llama Montorio, es decir, Monte de Oro, por el color amarillo de la tierra que cubre esta colina, una de las siete colinas de la antigua Roma (ver Moroni, «Iglesias de San Pedro»).

[30] Bollandistas, día 29 de junio.

[31] San Efrén Siro.

[32] Ver Plaza Emanuele.

[33] Ver San Gregorio Magno, epístola 30. Barón al año 284.

[34] San Ireneo, Contra las Herejías, libro III, capítulo 1.

[35] Cayo Romano ante Eusebio; Clemente Alejandrino, Stromata, libro 7; Tertuliano, De persecuciones; Orígenes ante Eusebio, libro 3; San Cipriano, carta 52 a Antoniano y carta 55 a Cornelio.

[36] San Jerónimo, De viris illustribus, capítulo 1.

[37] Teodoreto, obispo de Ciro, hombre versadísimo en la historia eclesiástica, muerto en el año 450, comentando la Carta de San Pablo a los Romanos, donde el Apóstol escribe: «Desearía verlos, para comunicarles algún don espiritual a fin de que sean fortalecidos» (Romanos 1,11), añade que Pablo no ha dicho que quiere confirmarlos si no porque el gran San Pedro ya les había comunicado primero el Evangelio: “Porque Pedro primero les ha dado la doctrina evangélica, ha necesariamente añadido ‘para confirmarlos’” (Comentario a la Carta a los Romanos).

[38] 1 Corintios 11, 23-24; Gálatas 1, 17-18.

[39] Ver Teofanía.

[40] Antigüedades Judías, libro 20, capítulo 5.

[41] Ante Eusebio, libro II, 14.

[42] San Jerónimo, De viris illustribus.

[43] Apocalipsis 17,5; 18,2.

[44] Ver San Jerónimo, De viris illustribus, capítulo 8.

[45] Tertuliano, De prescripción de herejes, capítulo 36.




El Jubileo y prácticas devotas para la visita de las iglesias. Diálogo

San Juan Bosco había comprendido a fondo la importancia de los Jubileos en la vida de la Iglesia. Si en 1850, debido a varias vicisitudes históricas, no fue posible celebrar el Jubileo, el Papa Pío IX convocó uno extraordinario con ocasión de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre de 1854). Este Jubileo tuvo una duración de seis meses, desde el 8 de diciembre de 1854 hasta el 8 de junio de 1855. Don Bosco no dejó pasar la ocasión y publicó, precisamente en 1854, el volumen “El Jubileo y Prácticas devotas para la visita de las iglesias”.
Con la promulgación de la encíclica “Quanta Cura” y del “Syllabus errorum”, el Papa Pío IX convocó otro Jubileo extraordinario, nuevamente de seis meses, desde el 8 de diciembre de 1864 hasta el 8 de junio de 1865. También en esa ocasión Don Bosco propuso, en las Lecturas Católicas, los “Diálogos sobre la institución del Jubileo”.
Con miras al Jubileo ordinario de 1875, Don Bosco republicó su texto con el título “El Jubileo de 1875, su institución y prácticas devotas para la visita de las Iglesias”, siempre atento a ofrecer a los fieles un subsidio para estas celebraciones ricas en gracias extraordinarias.
Presentamos aquí precisamente la última versión, fechada en 1875.

DIÁLOGO I. Del Jubileo en general.
            Giuliano — Le saludo, señor Presbítero, estoy aquí para hacerle ejercitar un poco de paciencia.
            Presbítero — Bienvenido, querido Giuliano, siempre me alegra cuando vienen a verme, y, como he dicho en varias ocasiones, siempre estoy a sus señales en todo lo que pueda hacer por la utilidad espiritual de todos mis parroquianos y especialmente por ustedes, que siendo de poco tiempo católicos, tienen en más cosas mayor necesidad de ser instruidos.
            Giul. — Me han dicho que el Papa ha concedido el Jubileo; yo nunca lo he hecho, quisiera ahora ser instruido sobre la manera de hacerlo bien.
            Presb. — Sabiamente pensaste en buscar ser instruido a tiempo, porque desde que te hiciste católico, no ha tenido lugar ningún Jubileo; y en la circunstancia de tu abjuración, no habiendo hablado al respecto de esta práctica de la Iglesia Católica, es de temer que tengas en mente no pocos errores. Por lo tanto, dígame lo que más le preocupa saber, y yo estudiaré complacerle haciéndole aquellas observaciones que me parezcan útiles para su ventaja espiritual.
            Giul. — Primero que todo necesitaría que me dijera de manera fácil y clara, qué quiere decir la palabra Jubileo y qué sentido le dan los católicos a la misma, porque cuando desgraciadamente era protestante oía decir de todo en contra del Jubileo y contra las Indulgencias.
            Presb. — Dos cosas, oh Giuliano, desea de mí, la explicación de la palabra Jubileo, y en qué sentido se toma como práctica religiosa propuesta por la Iglesia Católica.
            En cuanto al significado de la palabra no es necesario que me detenga mucho, porque debe bastarnos saber qué se quiere significar con ella. Sin embargo, le citaré las principales explicaciones que dan los santos Padres.
San Jerónimo y otros dicen que la palabra Jubileo deriva de Iubal, inventor de los instrumentos musicales, o de Iobel que significa cuerno, porque el año del Jubileo entre los hebreos se proclamaba con una trompeta hecha a manera de cuerno de carnero.
            Algunos otros hacen derivar Jubileo de la palabra Habil, que significa restituir con alegría, porque en ese año las cosas compradas, prestadas o empeñadas eran devueltas al primer dueño; lo cual causaba gran alegría.
Otros dicen que de Iobil es derivada la palabra Jubileo, que también quiere decir alegría, porque en estas ocasiones los buenos cristianos tienen graves motivos para alegrarse por los tesoros espirituales de los que pueden enriquecerse.
            Giul. — Esta es la explicación de la palabra Jubileo en general, pero me gustaría saber cómo se define por la Iglesia en cuanto es una práctica de piedad, a la que están anexas las Indulgencias.
            Presb. — Le complaceré gustosamente. El Jubileo tomado como práctica establecida por la Iglesia es una Indulgencia plenaria concedida por el Sumo Pontífice a la Iglesia universal con plena remisión de todos los pecados a aquellos que dignamente lo adquieren, cumpliendo las obras prescritas.
Primero se dice Indulgencia plenaria, para distinguirla de la Indulgencia parcial que suelen conceder los Sumos Pontífices a ciertos ejercicios de piedad cristiana, a ciertas oraciones y a ciertos actos de religión.
            Esta Indulgencia se dice extraordinaria, porque se suele conceder raramente y en casos graves, como cuando amenazan guerras, pestes y terremotos. El Sumo Pontífice Pío IX concede en este año el Jubileo ordinario, que suele ocurrir cada veinticinco años, con el fin de excitar a los fieles cristianos de todo el mundo a orar por las necesidades presentes de la religión y especialmente por la conversión de los pecadores, por la extirpación de las herejías y para alejar muchos errores que algunos buscan difundir entre los fieles con escritos, libros u otros medios, que por desgracia el demonio sabe sugerir en perjuicio de las almas.
            Giul. — Me alegra mucho la definición que me da del Jubileo, pero se le llama con tal diversidad de nombres, que me quedo bastante confundido — Año santo, año centenario, secular, jubilar, Jubileo particular, Jubileo universal, gran Jubileo, Indulgencia en forma de Jubileo, — he aquí los nombres con los que oigo llamarse promiscuamente el Jubileo; tenga la bondad de darme la explicación.
            Presb. — Estos nombres, aunque a veces se usan para expresar lo mismo, sin embargo, tienen un significado uno algo diferente del otro. — Les daré una breve explicación.
            El Jubileo se dice año Jubilar, año santo porque en ese año (como les diré después) los hebreos debían cesar de todo tipo de trabajo y dedicarse exclusivamente a obras de virtud y santidad. A lo que son igualmente invitados todos los fieles cristianos, sin que por otra parte estén obligados a abandonar sus ocupaciones temporales ordinarias. También se llama centenario o año centésimo, porque en su primera institución se celebraba cada cien años.
            El Jubileo luego se dice parcial, cuando se concede solamente en algunos lugares determinados, como sería en Roma, o en Santiago de Compostela en España. Este Jubileo se llama también general, cuando se concede a los fieles en cualquier lugar de la cristiandad.
            Pero se dice propiamente Jubileo General o Gran Jubileo, cuando se celebra en el año que está fijado por la Iglesia. Entre los hebreos sucedía cada cincuenta años, entre los cristianos al principio era cada cien años, luego cada cincuenta y ahora cada veinticinco.
            El Jubileo se dice extraordinario y también Indulgencia en forma de Jubileo, cuando por alguna grave razón se concede fuera del año santo.
            Los Sumos Pontífices, cuando son elevados a su dignidad, suelen solemnizar este acontecimiento con una Indulgencia plenaria, o bien un Jubileo extraordinario.
            La diferencia entre el gran Jubileo y el Jubileo particular consiste en que el primero dura un año entero, y el otro dura solamente una parte del año. El que por ejemplo el reinante Pío IX concedió en 1865 duró solamente tres meses, pero estaban anexos los mismos favores del presente Jubileo, que dura todo el año 1875.
            La breve explicación que les he dado de estas palabras, creo que será aún mejor aclarada por las otras cosas que espero poder exponerles en otros entretenimientos. Mientras tanto, oh amado Giuliano, persuádase de que el Jubileo es un gran tesoro para los cristianos, de donde bien a razón el docto Cardenal Gaetani en su tratado del Jubileo (c. 15) escribió estas bellas palabras: «Bienaventurado aquel pueblo que sabe qué cosa es el Jubileo; infelices aquellos que por negligencia o por inconsideración lo desatienden con la esperanza de llegar a otro (Quien deseara más copiosas noticias sobre lo que fue brevemente mencionado, podría consultar: MORONI: Año santo y Jubileo — BERGIER artículo Jubileo — La obra: Magnum theatrum vitae humanae artículo Iubileum. — NAVARRO de Jubileo nota 1° Benzonio lib. 3, cap 4. Vittorelli — Turrecremata — Sarnelli tom. X. San Isidoro en las Orígenes lib. 5.).

DIÁLOGO II. Del Jubileo entre los hebreos
            Giul. — He escuchado con placer lo que me ha dicho sobre los varios significados que suelen darse a la palabra Jubileo, y sobre los grandes beneficios que del mismo se pueden obtener. Pero esto no me basta, si debo dar una respuesta a mis antiguos compañeros de religión; porque ellos, tomando la sola Biblia como norma de su fe, están fijos en afirmar que el Jubileo es una novedad en la Iglesia, de la que no existe rastro en la Biblia. Desearía por lo tanto ser instruido sobre esta materia.
            Presb. — Cuando sus antiguos ministros y compañeros de religión afirmaban que en la sagrada Escritura no se habla de Jubileo, ellos trataban de ocultarles la verdad, o ellos mismos la ignoraban.
            Primero, sin embargo, de exponerles lo que la Biblia dice del Jubileo, conviene que les haga notar cómo existe en la Iglesia Católica una autoridad infalible, que viene de Dios, y es dirigida por el mismo Dios. Esto aparece en muchos textos de la sagrada Biblia y especialmente en las palabras dichas por el Salvador a san Pedro cuando lo estableció como cabeza de la Iglesia, diciéndole: — Todo lo que ates en la tierra, será atado en el cielo; todo lo que desates en la tierra, será también desatado en el cielo (San Mateo 18). Por lo tanto, podemos admitir con certeza todo lo que esta autoridad establece para el bien de los cristianos sin temor a errar. Además, es máxima admitida por todos los católicos que cuando encontramos alguna verdad creída y practicada en todo tiempo en la Iglesia, ni se puede encontrar ningún tiempo o lugar en el que haya sido instituida, debemos creerla como revelada por el mismo Dios y transmitida en palabras o por escrito desde el principio de la Iglesia hasta nuestros días.
            Giul. — Esto creo yo también; porque, puesta la autoridad infalible de la Iglesia, nada importa que ella proponga cosas escritas en la Biblia o transmitidas por tradición. Sin embargo, desearía grandemente saber qué hay en la Biblia respecto al Jubileo; y esto lo deseo aún más, porque hace poco un antiguo amigo mío protestante comenzaba a burlarse de mí sobre la novedad del Jubileo de la que, decía, no existe mención en la Biblia.
            Presb. — Aquí estoy listo para satisfacer este justo deseo suyo. Abramos juntos la Biblia y leamos aquí en el libro del Levítico en el capítulo XXV, y encontraremos la institución del Jubileo, como era practicado entre los hebreos.
El texto sagrado dice así:
            Contarás, habló el Señor a Moisés, siete semanas de años, es decir, siete veces siete, que hacen en total cuarenta y nueve años; y el séptimo mes a los diez del mes, en el tiempo de la expiación, harás sonar la trompeta por todo el país. Y santificarás el año quincuagésimo, y anunciarás la remisión a todos los habitantes de tu país; porque es el año del Jubileo. Cada uno volverá a sus posesiones y cada uno volverá a su familia, porque el año quincuagésimo es el año del Jubileo. No sembraréis, y no cosecharéis lo que haya nacido espontáneamente en los campos, y no recogeréis las primicias de la vendimia para santificar el Jubileo, sino que ordeñaréis lo que se os presente. En el año del Jubileo, cada uno volverá a sus bienes.
            Hasta aquí son palabras del Levítico, sobre las cuales creo que no es necesaria una larga explicación para hacerles comprender cuán antigua es la institución del Jubileo, es decir, desde los primeros tiempos en que los hebreos estaban por entrar en la Tierra Prometida, alrededor del año del mundo 2500.
            Del Jubileo se habla luego aún en muchos otros lugares de la Biblia; como en el mismo libro del Levítico, en el cap. XXVII; en el libro de los Números, en el cap. XXXVI, en el de Josué en el cap. VI. Pero les basta con lo que hemos dicho, que es por sí demasiado claro.
            Giul. — Me ha hecho mucho placer mostrarme estas palabras de la Biblia, y me alegra mucho que la Biblia, no solo hable del Jubileo, sino que ordene su observancia a todos los hebreos. Deseo, por otra parte, que me explique un poco más ampliamente las palabras del texto sagrado, para conocer qué fin tuvo Dios al ordenar el Jubileo.
            Presb. — De la Biblia aparece claro qué fin tuvo Dios al ordenar a Moisés la observancia del Jubileo. En primer lugar, Dios, que es toda caridad, quería que ese pueblo se acostumbrara a ser benigno y misericordioso hacia el prójimo; por eso en el año del Jubileo se remiten todas las deudas. Aquellos que habían vendido o empeñado casas, viñas, campos u otras cosas, en ese año recuperaban todo como primeros dueños; los exiliados volvían a su patria, y los esclavos sin ningún rescate eran dejados en libertad. De esta manera se impedía a los ricos hacer adquisiciones desmesuradas, los pobres podían conservar la herencia de sus antepasados, y se impedía la esclavitud tan practicada en esos tiempos entre las naciones paganas. Además, debiendo el pueblo cesar de las ocupaciones temporales, podía dedicarse libremente un año entero a las cosas que atañen al culto divino, y así ricos y pobres, esclavos y amos se unían en un solo corazón y en una sola alma para bendecir y agradecer al Señor por los beneficios recibidos.
            Giul. — Quizás no será a propósito, pero me surge una dificultad: si en el año del Jubileo no se sembraba, ni se recogían los frutos de los campos, ¿de qué podía alimentarse la gente?
            Presb. — En esa ocasión, es decir, en el año del Jubileo, ocurría un hecho extraordinario, que es un verdadero milagro. En el año anterior el Señor hacía producir a la tierra tal abundancia de toda clase de frutos, que bastaban para todo el año 49 y 50 y parte del 51. En lo que debemos admirar la bondad de Dios, quien, mientras ordena que nos ocupemos de las cosas que atañen a su culto divino, piensa él mismo en todo lo que puede necesitarnos para el cuerpo. Esta máxima fue luego confirmada más de una vez en el Evangelio, especialmente cuando Jesucristo dijo: No queráis estar ansiosos por el mañana, diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos cubriremos? Quaerite primum regnum Dei et iustitiam eius et haec omnia adiicientur vobis. Buscad en primer lugar el reino de Dios y su justicia, y las demás cosas os serán añadidas.
            Giul. — Otra duda me surge en este momento: ¿el año del Jubileo es aún actualmente precedido por esa abundancia en algún lugar de la tierra?
            Presb. — No, oh Giuliano, la abundancia material del Jubileo hebreo duró entre ese pueblo solo hasta la venida del Mesías; desde entonces, habiéndose cumplido lo que figuraba el antiguo Jubileo, cesó esa abundancia material para dar lugar a la abundancia de gracias y bendiciones que los cristianos pueden disfrutar en la santa Religión Católica.
            Giul. — Estoy bastante satisfecho con lo que me ha dicho (Sobre este tema se puede consultar CALMET DELL’ AQUILA Dic. Bíblico en el artículo Jubileo. — MENOCHIO: Del año quincuagésimo del Jubileo de los Judíos).

DIÁLOGO III. El Jubileo entre los Cristianos
            Giul. — Procuraré recordar cómo se practicaba el Jubileo entre los hebreos, y cómo es fuente de bendiciones celestiales en tiempos determinados. Ahora me gustaría saber si en el Nuevo Testamento se menciona el Jubileo; porque, si existe algún texto al respecto, los protestantes están en un aprieto y tendrán que convenir que los católicos practican el Jubileo siguiendo el Evangelio.

            Presb. — Aunque a cada cristiano le basta que una verdad esté registrada en cualquier parte de la Biblia para que sea para él regla de fe, sin embargo, en este caso podemos estar ampliamente satisfechos tanto con la autoridad del Antiguo como con la del Nuevo Testamento.
San Lucas en el capítulo cuarto (v. 19) relata el siguiente hecho del Salvador. Al haber ido Jesús a Nazaret, su patria, le presentaron la Biblia para que explicara algún pasaje al pueblo. Él abrió el libro del profeta Isaías y entre otras cosas aplicó a sí mismo las siguientes palabras: El espíritu del Señor me envió a anunciar a los cautivos la liberación y a los ciegos la recuperación de la vista, a poner en libertad a los oprimidos, a predicar el año aceptable del Señor y el día de la retribución.
            De estas palabras, a Giuliano, ustedes conocen cómo el Salvador recuerda el antiguo Jubileo, que era todo material y lo ennoblece en un sentido moral, diciendo que él anunciaba el verdadero año de la retribución, un año grato en el cual con sus milagros, con su pasión y muerte habría dado la verdadera libertad a los pueblos esclavos del pecado con la abundancia de gracias y bendiciones que se tienen en la religión cristiana (V. MARTINI en San Lucas).
            También san Pablo en la segunda carta a los Corintios habla de este tiempo aceptable, del tiempo de la salvación y de la santificación (c. 6, 2).
De estas palabras y de otros hechos del Nuevo Testamento llegamos a concluir: 1° Que el antiguo Jubileo, que era todo material, pasó de hecho a la nueva ley, que es toda espiritual. 2° La libertad que el pueblo de Dios daba a los esclavos figuraba la completa liberación que nosotros adquiriremos con la gracia de Dios, por la cual somos liberados de la dura esclavitud del demonio. 3. Que el año de la retribución, o sea del Jubileo, fue confirmado en el Evangelio, recibido por la Iglesia y practicado según la necesidad de los fieles, y según las oportunidades de los tiempos lo permitían.
            Giul. — Me persuado cada vez más de una verdad que creo firmemente, porque está registrada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Ahora me gustaría saber cómo esta práctica religiosa se ha conservado en la Iglesia Católica.
            Presb. — Esta es una cosa de gran importancia, y procuraré satisfacerles. Así como el año del Jubileo entre los hebreos era un año de remisión y de perdón, así también fue instituido el año del Jubileo entre los cristianos, en el que se conceden grandísimas indulgencias, es decir, remisión y perdón de los pecados. De aquí se dio que el año del Jubileo entre los cristianos se llamara año santo, tanto por las muchas obras de piedad que los cristianos suelen ejercer en ese año; como por los grandes favores celestiales que en tal ocasión cada uno puede procurarse.
            Giul. — No es eso lo que quiero decir; me gustaría escuchar cómo se introdujo este Jubileo entre los cristianos.
            Presb. — Para comprender cómo se ha introducido y conservado el Jubileo entre los cristianos, debo señalarles una creencia religiosa seguida desde los primeros tiempos de la Iglesia. Consistía en una gran veneración que, en el año del Jubileo, llamado en el Evangelio año de retribución, y por san Pablo año aceptable, tiempo de salvación, se podía adquirir una indulgencia plenaria, o sea la remisión de toda satisfacción debida a Dios por los pecados. Se dice que el primer Jubileo fue concedido por los mismos santos Apóstoles en el año 50 de la era vulgar (V. Scaligero y Petavio).
Los primeros Pontífices que sucedieron a san Pedro en el gobierno de la Iglesia continuaron manteniendo viva tal práctica religiosa, concediendo grandes favores a aquellos que en tiempos determinados se trasladaran a Roma para visitar la iglesia donde estaba sepultado el cuerpo de san Pedro (V. Rutilio, De Iubileo. Laurea, Navarro, Vittorelli y otros).
            Por lo tanto, siempre fue una persuasión entre los cristianos, incluso de los primeros siglos que, en tiempos determinados al visitar la iglesia de San Pedro en el Vaticano, donde había sido sepultado el cuerpo de ese príncipe de los Apóstoles, se ganaban extraordinarios favores espirituales, que nosotros llamamos indulgencias.
            Los favores celestiales que se esperaban, el gran respeto que todos los católicos tenían por el glorioso san Pedro, el deseo de visitar la iglesia, las cadenas y el sepulcro del príncipe de los Apóstoles, atraían gente de todas partes del mundo. En ciertos años se veían viejos, jóvenes, ricos y pobres partir de lejanísimos países, superar las más graves dificultades de los caminos para ir a Roma, en plena persuasión de obtener grandísimas indulgencias.
            San Gregorio Magno, deseando fomentar el espíritu religioso en los cristianos, y queriendo al mismo tiempo regular su frecuente concurrencia a Roma, en el siglo sexto estableció que cada cien años se pudiera ganar la Indulgencia plenaria, o sea Jubileo, por todos aquellos que, en el año secular, también llamado año santo, se trasladaran a Roma para visitar la Basílica Vaticana, donde había sido sepultado el príncipe de los Apóstoles.
            Giul. — Aquí encuentro una dificultad: he leído en algunos libritos que el Jubileo fue instituido solamente en el año 1300 por un Papa llamado Bonifacio VIII; y según lo que usted dice, sería mucho más antiguo.
            Presb. — Yo también sé que hay algunos libritos impresos que afirman que Bonifacio VIII es el autor del Jubileo; pero lo dicen inexactamente, porque este Pontífice fue más bien el primero en publicar con Bula el año santo, o sea la Indulgencia plenaria del Jubileo; pero en esta misma Bula asegura que no hizo más que establecer por escrito lo que ya se practicaba universalmente entre los cristianos.

DIÁLOGO IV. Primera publicación solemne del Jubileo, o año santo
            Giul. — Esta primera publicación del Jubileo o del año santo es un hecho tan grave y solemne que desearía escucharlo contar con las más notables circunstancias.
            Presb. — Puesto que les gustan los relatos, creo oportuno exponer las razones que llevaron al Pontífice Bonifacio VIII a publicar con solemnidad especial una Bula sobre el primer Jubileo solemne. — Corría el año 1300, cuando una extraordinaria cantidad de gente del Estado Romano y extranjera acudió a Roma en tal número que parecía haberse abierto allí las puertas del cielo. Al comenzar el mes de enero había tal multitud de pueblos por las calles de esa ciudad que apenas se podía caminar. Ante este hecho, el Pontífice ordenó que se investigara lo que se pudiera encontrar al respecto en las memorias antiguas; y luego hizo llamar a algunos de los más viejos allí presentes para saber qué los había movido. Entre otros, había un noble y rico saboyano de 107 años. El Papa mismo, en presencia de varios Cardenales, quiso interrogarlo así: ¿Cuántos años tiene? — Ciento siete. — ¿Por qué ha venido a Roma? — Para ganar las grandes Indulgencias. — ¿Quién se lo dijo? — Mi padre. — ¿Cuándo? — Hace cien años mi padre me llevó con él a Roma, y me dijo que cada cien años en Roma se podían obtener grandísimas Indulgencias, y que, si yo aún estuviera vivo dentro de cien años, no debería descuidar ir a visitar la Basílica del príncipe de los Apóstoles.

            Después de este, también se hicieron venir otros individuos viejos y jóvenes de varias naciones, quienes, interrogados por el mismo Sumo Pontífice, todos estaban de acuerdo en afirmar que siempre habían oído decir que cada año secular al visitar la Basílica de San Pedro ganarían grandes Indulgencias con la remisión de todos los pecados. Ante esa persuasión universal y constante, el Papa promulgó una Bula con la que confirmaba lo que hasta entonces se había practicado por tradición oral. Un escritor de aquellos tiempos, familiar con el Pontífice Bonifacio, asegura haber oído a ese Papa decir que había sido movido a publicar su Bula por la creencia divulgada y aceptada en todo el mundo cristiano, es decir, que desde el nacimiento de Cristo se solía conceder una gran Indulgencia en cada año secular (Giovanni Cardenal Mónaco).
            Giul. — Ya que veo que usted ha leído mucho, tráigame algún fragmento de esa Bula, para que pueda estar bien informado sobre esta práctica universal de la Iglesia.
            Presb. — Sería demasiado largo reproducírsela toda, le traeré el principio, y creo que será suficiente para ustedes. He aquí cuáles son las palabras del Pontífice: «Una fiel y antigua tradición de hombres que han vivido durante mucho tiempo asegura que a aquellos que vienen a visitar la honorable Basílica del príncipe de los Apóstoles en Roma se les conceden grandes Indulgencias y remisión de los pecados. Por lo tanto, nosotros, que por deber de nuestro oficio deseamos y nos esforzamos con todo el ánimo por procurar la salvación de las almas, con nuestra autoridad apostólica aprobamos y confirmamos todas las Indulgencias mencionadas, y las renovamos autenticándolas con este nuestro escrito.» Después de esto, el Papa expone los motivos que lo llevaron a conceder tales Indulgencias, y cuáles son las obligaciones que deben cumplirse por aquellos que desean adquirirlas.
            Conocida la Bula del Papa, es increíble el entusiasmo que se despertó por todas partes para hacer el peregrinaje a Roma. Desde Francia, Inglaterra, España, Alemania llegaban en multitud los peregrinos de todas las edades, condiciones, nobles y soberanos. El número de extranjeros en Roma llegó hasta dos millones simultáneamente. Lo cual habría producido una grave carestía, si el Papa no hubiera provisto a tiempo el suministro, haciendo venir alimentos de otros países.
            Giul. — Ahora comprendo muy bien cuán antigua es la práctica del Jubileo en la Iglesia, pero lo que celebramos hoy me parece muy diferente; tanto porque se habla de ello más a menudo, como porque ya no se va a Roma para adquirirlo.
            Presb. — Me hace una observación oportuna; y a este respecto le diré que el Jubileo, según la Bula del papa Bonifacio, debía tener lugar cada cien años; pero como tal espacio de tiempo es demasiado largo y demasiado corta es la vida del hombre, para que todos puedan beneficiarse, así de un Papa llamado Clemente VI fue reducido a cada cincuenta años, como era el de los hebreos. Luego otro Pontífice llamado Gregorio XI lo restringió a cada treinta y tres años en memoria de los treinta y tres años de la vida del Salvador; finalmente, el Papa Pablo II, para que también aquellos que mueren jóvenes pudieran adquirir la Indulgencia del Jubileo, estableció que tuviera lugar cada veinticinco años. Así se ha practicado en la Iglesia hasta hoy. Además, la obligación de trasladarse a Roma impedía que muchos, ya sea por distancia, o por edad, o por enfermedad, pudieran beneficiarse de los favores espirituales del Jubileo. Por lo cual, los romanos Pontífices concedieron la misma Indulgencia, pero en lugar de la obligación de trasladarse a Roma, suelen imponer algunas obligaciones que deben cumplirse por aquellos que desean hacer el santo Jubileo.
            Ya tenemos en la historia eclesiástica registrados 20 años santos, es decir, veinte años en los que fue publicado por los Pontífices en tiempos diferentes el favor del Jubileo.
            El último de aquellos que se celebraron fue celebrado por León XII en el año 1825. También debía publicarse en el año 1850, pero las turbulencias públicas de esa época no permitieron hacerlo. Ahora estamos celebrando el del Sumo Pontífice Pío IX, que es verdaderamente el año santo de 1875.
            Giul. — ¿Por qué fue concedido el presente Jubileo por el Papa?
            Presb. — Lo que el Papa concede actualmente es un Jubileo ordinario. Los motivos de este Jubileo son la conversión de los pecadores, y particularmente de los herejes; la paz entre los príncipes cristianos y el triunfo de la santa Religión Católica sobre la herejía; y además, el santo Padre también se ha propuesto el fin de obtener de Dios luces particulares para conocer muchas proposiciones erróneas que desde hace algún tiempo se están difundiendo entre los fieles con grave daño de la fe y con peligro de eterna condenación para muchos. El Papa en su Encíclica da razón de lo que hace; y al final prescribe las obras que deben ejecutarse para la adquisición de las santas Indulgencias.
            Giul. — ¿Le parece a usted, señor Presbítero, que las cosas de religión van tan mal? Los herejes se convierten de vez en cuando en gran número a la Religión Católica; el catolicismo triunfa y progresa mucho en las misiones extranjeras.
            Presb. — Es cierto, mi buen Giuliano, que la Religión Católica prospera mucho en las misiones extranjeras; también es cierto que, desde hace algunos años, muchos judíos, herejes, particularmente protestantes, han renunciado a sus errores para abrazar la santa Religión Católica, y precisamente por estos progresos el demonio hace todos sus esfuerzos para sostener y difundir la herejía y la impiedad. Por otro lado, ¿de cuántas maneras hoy en día se desprecia la religión en público y en privado, en los discursos, en los periódicos, en los libros! No hay cosa santa y venerable que no sea objeto de ataque y no sea censurada y ridiculizada. Tomen, les doy la carta que el Papa escribe a todos los Obispos de la cristiandad, léanla con calma; en ella se mencionan los esfuerzos que el infierno hace contra la Iglesia en estos tiempos, qué favores se pueden disfrutar en la circunstancia del Jubileo, y qué cosas se deben hacer para adquirirlos. Mientras tanto, ustedes retengan bien en mente que el Jubileo fue una institución divina; fue Dios quien lo mandó a Moisés. Esta institución pasó a los cristianos, y fue practicada en los primeros tiempos de la Iglesia con alguna modificación, hasta que Bonifacio VIII la estableció regularmente con una Bula. Otros Pontífices luego la redujeron a la forma con la que se observa hoy. Por lo tanto, practicamos algo que Dios mandó, y lo hacemos porque es ordenado por la Iglesia para nuestras necesidades particulares; por lo que debemos ser diligentes en aprovecharlo, y profesar sentimientos de suma gratitud hacia Dios, que de tantas maneras demuestra su vivo deseo de que aprovechemos sus favores, y que pensemos en la salvación de nuestra alma; y debemos al mismo tiempo profesar viva veneración al Vicario de Jesucristo, cumpliendo con la máxima diligencia lo que él prescribe, con el fin de procurarnos los favores celestiales (Tratan más ampliamente lo que se expuso anteriormente, el Card. GAETANI: Dell’anno centesimo. — MANNI: Historia dell’anno santo — ZACCARIA: Dell’anno santo).

DIÁLOGO V. De las Indulgencias
            Giul. — Estamos en un punto difícil, del cual siempre he oído hablar mal por parte de mis antiguos compañeros de herejía, quiero decir de las Indulgencias. Por lo tanto, desearía ser instruido sobre ellas, aclarando las dificultades que se presenten en mi mente.
            Presb. — No me sorprende que vuestros antiguos compañeros de herejía hayan hablado y hablen todavía con desprecio de las Indulgencias, porque de las Indulgencias los protestantes tomaron pretexto para separarse de la Iglesia Católica. Cuando ustedes, oh mi Giuliano, tengan una idea justa de las Indulgencias, estarán ciertamente satisfechos y bendecirán la divina misericordia, que nos ofrece un medio tan fácil para ganarnos los tesoros divinos.
            Giul. — Explíqueme, entonces, qué son estas Indulgencias, y yo me esforzaré por sacarles provecho.
            Presb. — Para que comprendan lo que quiere decir Indulgencia, es bueno que retengan cómo el pecado produce dos efectos amarguísimos en nuestra alma: la culpa que nos priva de la gracia y de la amistad de Dios, y la pena que le sigue, que impide la entrada al paraíso. Esta pena es de dos tipos: una eterna, la otra temporal. La culpa junto con la pena eterna nos es totalmente remitida, mediante los méritos infinitos de Jesucristo, en el Sacramento de la Penitencia, siempre que nos acerquemos a recibirlo con las debidas disposiciones. Sin embargo, como la pena temporal no siempre nos es completamente remitida en dicho Sacramento, así queda en gran parte para satisfacer en esta vida mediante las buenas obras y la penitencia; o en la otra mediante el fuego del purgatorio. Es sobre esta verdad que estaban fundadas las penitencias canónicas tan severas que la Iglesia en los primeros siglos imponía a los pecadores arrepentidos. Tres, siete, diez, hasta quince y veinte años de ayunos en pan y agua, de privaciones y de humillaciones, a veces durante toda la vida; he aquí lo que la Iglesia imponía por un solo pecado, y ella no creía que esas satisfacciones superaran la medida de la que el pecador era deudor a la justicia de Dios. ¿Y quién puede medir la injuria que la culpa hace al sumo Dios y la malicia del pecado? ¿Quién puede penetrar los profundísimos secretos eternos y saber cuánto la justicia divina exige de nosotros en esta vida para satisfacer nuestras deudas? ¿Cuánto nos tocará estar en el fuego del purgatorio? Para abreviar el tiempo que nos tocaría permanecer en ese lugar de purgación y para aliviar la penitencia que deberíamos hacer en la vida presente, tienden los tesoros de las santas Indulgencias: y estas son como un cambio de las severas penitencias canónicas que, durante muchos años, y a veces durante toda la vida, como dije, la Iglesia en los primeros tiempos solía infligir a los pecadores arrepentidos.
            Giul. — Me parece razonable que después del perdón del pecado aún quede algo para satisfacer la divina justicia mediante alguna penitencia; pero, ¿qué son propiamente las Indulgencias?
            Presb. — Las Indulgencias son la remisión de la pena temporal debida por nuestros pecados, lo cual se hace mediante los tesoros espirituales que Dios ha confiado a la Iglesia.
            Giul. — ¿Qué son estos tesoros espirituales de la Iglesia?
            Presb. — Estos tesoros espirituales son los méritos infinitos de nuestro Señor Jesucristo, los de la santísima Virgen María y de los Santos, como precisamente profesamos en el Símbolo de los Apóstoles, cuando decimos: Creo en la Comunión de los Santos. Puesto que siendo infinitos, los méritos de Jesucristo son sobreabundantes en comparación con los de María santísima, que, concebida sin mancha y vivida sin pecado, nada por lo tanto debía a la divina justicia; los Mártires y otros Santos, habiendo con sus sufrimientos, en unión con los de Jesucristo, satisfecho más de lo que era necesario por su propia cuenta: todas estas satisfacciones ante Dios son como un tesoro inagotable, que el Romano Pontífice dispensa según la oportunidad de los tiempos y según las necesidades de los cristianos.
            Giul. — Aquí estamos ante la gran dificultad: la Sagrada Escritura no nos habla de Indulgencias. ¿Quién, entonces, puede conceder las Indulgencias?
            Presb. — La facultad de dispensar las santas Indulgencias reside en el sumo Pontífice. Puesto que, en toda sociedad, en todo gobierno, una de las más nobles prerrogativas del Jefe del Estado es el derecho de otorgar gracias y de conmutar penas. Ahora, el sumo Pontífice, representante de Jesucristo en la tierra, Jefe de la gran Sociedad Cristiana, sin duda tiene derecho a otorgar gracias, a conmutar, a remitir total o parcialmente las penas incurridas por el pecado, en favor de aquellos que de corazón regresan a Dios.
            Giul. — ¿Sobre qué se fundamenta este poder del sumo Pontífice?
            Presb. — Este poder, es decir, la autoridad del sumo Pontífice para dispensar las Indulgencias, se apoya en las mismas palabras de Jesucristo. En el acto en que él designó a san Pedro para gobernar la Iglesia, le dijo estas palabras: «Te daré las llaves del reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra, será atado también en el cielo, y lo que desates en la tierra, será desatado igualmente en el cielo.» La cual facultad abarca sin duda un derecho de poder conceder a los cristianos todo lo que puede contribuir al bien de sus almas.
            Giul. — Pero estas palabras me parecen mágicas; constituyen a san Pedro como cabeza de la Iglesia, le dan la facultad de remitir los pecados, la facultad de hacer preceptos, de conceder las Indulgencias, ¡y todo eso en esas pocas palabras!
            Presb. — Las palabras dichas por Jesucristo a san Pedro confieren un poder pleno y absoluto, y este poder pleno y absoluto constituye a san Pedro como Cabeza de la Iglesia, Vicario de Jesucristo, dispensador de todos los favores celestiales, por lo tanto, también de las santas Indulgencias. Esto se manifiesta ya que el Señor le dio las llaves del reino de los cielos: Tibi dabo claves regni coelorum; y por las palabras con las que ordenó a san Pedro que apacentara, es decir, que dispensara a los cristianos lo que las personas y los tiempos requerirían de él para el bien espiritual y eterno: las cuales palabras del Salvador vienen a concluir que el poder dado a san Pedro y a sus sucesores, excluye toda duda sobre la facultad de conceder las Indulgencias.
            Giul. — Entiendo muy bien que con estas palabras el Salvador haya dado especialmente a san Pedro grandes poderes, entre los cuales la facultad de remitir los pecados; pero no puedo comprender que se haya dado la facultad de dispensar las Indulgencias.
            Presb. — Si entiendes muy bien que con esas palabras el Salvador haya dado especialmente a san Pedro (como con otras similares también a los otros Apóstoles) la facultad de remitir los pecados, es decir, de perdonar la pena eterna, debemos decir que no se ha dado la facultad de remitir la pena temporal mediante las Indulgencias, que en comparación con aquella se puede decir infinitamente menor.
            Giul. — Es verdad, es verdad: dígame solo si esas palabras han sido entendidas en este sentido por los Apóstoles.
            Presb. — Esto es cosa cierta, y puedo aducirte más hechos notados en la Biblia; me limitaré a mencionarte uno solo. Este es de san Pablo, y se refiere a los fieles de Corinto. Entre esos fervorosos cristianos, un joven había cometido un pecado grave, por lo que mereció ser excomulgado. Él pronto se mostró arrepentido, expresando vivamente el deseo de hacer la debida penitencia. Entonces los corintios rogaron a san Pablo que lo quisiera absolver. Este Apóstol usó indulgencia, es decir, lo liberó de la excomunión, y lo restituyó al seno de la Iglesia, aunque por la gravedad del pecado, y según la disciplina en ese tiempo vigente, debió permanecer aún mucho tiempo separado de la Iglesia. De las cuales palabras y de otras del mismo san Pablo, aparece que él mismo ataba y absolvia, es decir, usaba rigor e indulgencia, según cómo juzgaba que sería de mayor beneficio para las almas.
            Giul. — Estoy muy contento de lo que me ha narrado sobre las Indulgencias, como precisamente se contiene en la sagrada Escritura. Estoy plenamente seguro y tranquilo en creer que Dios ha dado a la Iglesia la facultad de dispensar las Indulgencias. Me haría, por otro lado, mucho placer que me dijera si la dispensa de estas ha tenido siempre lugar en la Iglesia, porque los protestantes dicen que en los primeros tiempos no se hablaba de Indulgencias.
            Presb. — También en esto se equivocan los protestantes, y la Historia eclesiástica está llena de hechos que demuestran la divina institución de las Indulgencias y el uso constante de las mismas desde los primeros tiempos de la Iglesia. Y puesto que sé que les gustan mucho los hechos, así quiero contarles algunos en confirmación de lo que les digo.
            Giul. — Los hechos me gustan mucho, más aún que las razones, y si se cuentan muchos, me hará gran placer.
            Presb. — Después del tiempo de los Apóstoles continuó el uso de las Indulgencias. En el primer siglo de la era vulgar tenemos el hecho mencionado; en el segundo siglo leemos que, en el tiempo de la persecución, cuando algún pecador regresaba a la Iglesia, primero estaba obligado a confesar sus pecados, luego se le imponía un tiempo durante el cual, si se ejercitaba con fervor en obras de penitencia, obtendría Indulgencia, es decir, se le acortaría el tiempo de la penitencia. Para obtener esto con mayor facilidad se recomendaba a aquellos que eran conducidos al martirio, que oraran al obispo, o que le escribieran una nota, suplicándole que les usara indulgencia en vista de los sufrimientos de los mártires y así concederles paz con Dios y con la Iglesia (Tertuliano, Ad maj. 1, I).
            En el siglo tercero san Cipriano, escribiendo a los fieles detenidos en prisión, les advierte que no intercedan demasiado fácilmente la Indulgencia por aquellos que la piden, sino que esperen a que den suficientes signos de dolor y de arrepentimiento por sus culpas. De las cuales palabras aparece que en los tiempos de san Cipriano estaban en uso las Indulgencias, y que el santo recomendaba a los mártires que fueran cautos en no interponer su mediación ante los Obispos, sino por aquellos que se mostraran sinceramente arrepentidos (Ep. 21, 22, 23).
            En el siglo cuarto, en el año 325, se reunió un Concilio general en la ciudad de Nicea, en el que se trataron más cosas referentes al bien universal de la Iglesia. Al hablar de las Indulgencias, se estableció que aquellos que hacen penitencia pueden obtener Indulgencia del Obispo; y que los más negligentes deben hacer su penitencia por el tiempo establecido. Lo cual no es otra cosa que conceder la Indulgencia a unos y negársela a otros (Concilio de Nicea, canon 11, 12).
            En tiempos posteriores los hechos son innumerables. San Gregorio Magno en una carta escrita al Rey de los Visigodos envió una pequeña llave que había tocado el cuerpo de san Pedro, y tenía dentro de sí un poco de limadura de las cadenas con las que había sido atado ese santo Apóstol, para que, dice el Papa, lo que había servido para atar el cuello del Apóstol cuando iba al martirio, lo absuelva de todos sus pecados. Lo que los santos Padres interpretan en el sentido de Indulgencia plenaria, que el Papa enviaba junto con esa llave bendita.
            San León Papa, en el año ochocientos tres, habiéndose presentado con gran comitiva de cardenales, arzobispos, prelados, ante el Emperador Carlomagno, fue recibido por el piadoso soberano con la máxima pompa. Ese monarca pidió y obtuvo como favor particular que dedicara el palacio real de Aquisgrán (Aix-la-Chapelle) a la beata Virgen, y que lo enriqueciera con muchas indulgencias que se pudieran lucrar por aquellos que fueran a visitarlo. Si quieren que les cuente aún más hechos, podría relatarles casi toda la Historia eclesiástica y especialmente la Historia de las Cruzadas, en las cuales circunstancias los Papas concedían la Indulgencia plenaria a aquellos que se alistaban para ir a Palestina a liberar los Lugares Santos.
            Para concluir y confirmar lo que he dicho hasta ahora, les expongo aquí la doctrina de la Iglesia Católica sobre las Indulgencias como fue definida en el Concilio de Trento:
            «La facultad de dispensar las Indulgencias habiendo sido concedida por Cristo a la Iglesia, de esta facultad la Iglesia se ha servido desde tiempos muy remotos; por lo tanto, el sacrosanto Concilio manda y enseña que se debe considerar que las Indulgencias son útiles para la salvación del cristiano, como está probado por la autoridad de los Concilios. Quien diga que las Indulgencias son inútiles, o niegue que en la Iglesia exista la facultad de dispensarlas, sea anatema: sea excomulgado (Sesión 25, cap. 21).»
            Giul. — Basta, basta, si la facultad de dispensar las Indulgencias fue dada por Dios a la Iglesia, fue practicada por los Apóstoles, y desde sus tiempos ha estado siempre en uso en la Iglesia en cada siglo hasta nuestros días, debemos decir claramente que los protestantes están en grave error cuando se atreven a censurar a la Iglesia Católica, porque dispensa las santas Indulgencias, como si el uso de las mismas no hubiera sido practicado en los primeros tiempos de la Iglesia.

DIALOGO VI. Adquisición de las Indulgencias
            Presb. — Mientras nosotros admiramos la bondad de Dios al dispensar las santas Indulgencias, al conceder tesoros celestiales que no disminuyen, ni disminuirán jamás, aunque se derramen, como un inmenso océano que no sufre disminución por cuánta agua se extraiga, debemos, sin embargo, cumplir algunas obligaciones para la adquisición de las mismas. En primer lugar, es bueno subrayar que no es libre cada cristiano de servirse de estos divinos tesoros a su antojo; solo disfrutará de ellos cuando, como y en la mayor o menor cantidad, que la santa Iglesia y el sumo Pontífice determinen. Así, las Indulgencias se distinguen comúnmente en dos clases: las parciales, es decir, de algunos días, meses o años, y plenarias. Por ejemplo, diciendo: Jesús mío, misericordia, se ganan cien días de Indulgencia. Cuando se dice: María, ayuda de los cristianos, ruega por nosotros, se obtienen 300 días. Cada vez que se acompaña el Viático a un enfermo, se pueden ganar siete años de Indulgencia. Estas indulgencias son parciales.
            La Indulgencia plenaria es aquella por la cual se nos remite toda la pena, de la que por nuestros pecados somos deudores con Dios; tal es precisamente la que el Papa concede en la ocasión de este Jubileo. Al lucrar esta indulgencia, ustedes vuelven a estar ante Dios, como estaban cuando nacieron, es decir, cuando fueron bautizados; de tal manera que, si uno muriese después de haber lucrado la Indulgencia del Jubileo, iría al paraíso sin tocar las penas del purgatorio.
            Giul. — Deseo de todo corazón ganar esta Indulgencia plenaria; solo notifíqueme qué debo hacer.
            Presb. — Para lucrar esta, como cualquier otra Indulgencia, se busca ante todo que uno esté en gracia de Dios, porque quien ante Dios es culpable de un pecado grave y de pena eterna, ciertamente no es, ni puede ser capaz de recibir la remisión de la pena temporal. Por lo tanto, es un excelente consejo que cada cristiano, que desee adquirir indulgencias cuando y como se conceden, se acerque al Sacramento de la confesión, procurando excitarse a un verdadero dolor, y hacer un firme propósito de no ofender más a Dios en el futuro.
            La segunda condición es el cumplimiento de lo que el romano Pontífice prescribe. Porque la santa Iglesia al abrir el tesoro de las santas Indulgencias, obliga siempre a los fieles a alguna obra buena que hacer en tiempo y lugar determinado. Y esto para preparar nuestro corazón a acoger esos favores extraordinarios, que la misericordia de Dios nos tiene preparados. Así, para adquirir la Indulgencia de este Jubileo, el sumo Pontífice quiere que cada uno se acerque a los Sacramentos de la Confesión y de la Comunión, visite devotamente cuatro iglesias por 15 veces seguidas o alternativamente, orando según su intención, por la exaltación y prosperidad de nuestra santa madre Iglesia, por la extirpación de la herejía, por la paz y concordia de los príncipes cristianos, por la paz y unidad de todo el pueblo cristiano.
            Giul. — ¿Bastan estas cosas para ganar la Indulgencia del Jubileo?
            Presb. — No bastan estas dos cosas, sino que nos falta aún una, que es la principal. Se requiere que se detesten todos los pecados, incluso los veniales, y además se deponga el afecto a todos y cada uno de los mismos. Y esto lo haremos ciertamente, si nos disponemos a practicar aquellas cosas que el confesor nos impondrá, pero sobre todo si hacemos una firme y eficaz resolución de no querer jamás cometer ningún pecado, si evitamos las ocasiones y practicamos los medios para no recaer. El sumo Pontífice Clemente VI, para excitar a los cristianos de todo el mundo a la adquisición del Jubileo, decía: «Jesucristo con su gracia y con la sobreabundancia de los méritos de su pasión dejó a la Iglesia militante aquí en la tierra un infinito tesoro no escondido dentro de un lienzo, ni enterrado en un campo, sino que lo confió a dispensarse saludablemente a los fieles, lo confió al beato Pedro, que lleva las llaves del cielo, y a sus sucesores Vicarios de Jesucristo en la tierra; a cuyo tesoro suministran los méritos de la beata Madre de Dios y de todos los elegidos (Clem. VI. DD. cut.)»
            Ahora, oh mi querido Giuliano, han aprendido cuánto es necesario para adquirir esta Indulgencia plenaria, y puesto que entre otras cosas se prescribe hacer una visita a cuatro iglesias, así que les pondré aquí las prácticas devotas necesarias, que les podrán servir en cada una de tales visitas (Quien desee instruirse más sobre las santas indulgencias podría consultar el MORONI artículo: Indulgencias. Magnum Theatrum vitae humanae. Artic. Indulgentia. — BERGIER Indulgencias. — FERRARI en Biblioteca).

Para mayor comodidad se resumen aquí las intenciones de la Iglesia al promulgar este Jubileo, los favores concedidos durante el mismo y las condiciones para adquirir la Indulgencia Plenaria.

INTENCIONES DE LA IGLESIA AL PROMULGAR EL JUBILEO
            Las intenciones de la Iglesia al invitarnos a participar en el Jubileo son: 1° renovar la memoria de nuestra Redención y excitarnos por ello a una viva gratitud hacia el Divino Salvador; 2° reavivar en nosotros los sentimientos de fe, de religión y de piedad; 3° prevenirnos mediante los más abundantes luces que el Señor otorga en este tiempo de salvación, contra los errores, la impiedad, la corrupción y los escándalos que por todas partes nos rodean; 4° despertar y aumentar el espíritu de oración que es el arma del cristiano; 5° excitarnos a la penitencia del corazón, a enmendar los costumbres y a redimir con buenas obras los pecados, que nos atrajeron la ira de Dios; 6° obtener mediante esta conversión de los pecadores y el mayor perfeccionamiento de los justos, que Dios anticipe en su misericordia el triunfo de la Iglesia en medio de la cruel guerra que le hacen sus enemigos.
            A estas intenciones debemos también asociarnos en nuestras oraciones.

FAVORES ESPECIALES CONCEDIDOS EN EL TIEMPO DEL JUBILEO
            Por lo tanto, para alentar a los pecadores a participar en el Jubileo, se otorga en todo este año santo a cada confesor la facultad de absolver de cualquier pecado, incluso reservado al Obispo o al Papa; así como de conmutar en otras obras de piedad los votos, de casi cualquier especie, que uno haya hecho y que no pueda observar.
            Cada uno, cumpliendo con las condiciones aquí indicadas, puede en esta circunstancia adquirir no solo la remisión de todos sus pecados, sino también la Indulgencia Plenaria, es decir, la remisión de toda la pena temporal que aún le quedaría por expiar en este mundo o en el purgatorio.
            Tal indulgencia es aplicable a las almas del Purgatorio, pero se puede adquirir una sola vez en el transcurso del Jubileo.
            El tiempo del Jubileo ha comenzado el 1° de enero y termina el 31 de diciembre de 1875.

CONDICIONES PARA ADQUIRIR LA INDULGENCIA DEL JUBILEO
            1° Confesarse con las debidas disposiciones, mereciendo la absolución con un verdadero arrepentimiento.
            2° Acercarse dignamente a la Comunión: aquellos que no hayan sido aún admitidos podrán hacer que se les conmute en una obra piadosa por el confesor. No basta una sola Comunión para satisfacer al mismo tiempo el precepto pascual y adquirir el Jubileo.
            3° Visitar durante quince días seguidos o intercalados cuatro Iglesias con la intención de adquirir el Jubileo; la cual intención basta ponerla una vez desde el principio. La visita debe hacerse a las cuatro Iglesias (Para Turín están designadas las Iglesias de san Juan, de la Consolata, de los santos Mártires y de san Felipe. En otros lugares cada uno se aconseje con su párroco o director) el mismo día. Sin embargo, se puede calcular por un solo día el tiempo desde las primeras vísperas de un día hasta todo el día siguiente; así, por ejemplo, desde el mediodía de hoy hasta todo mañana se puede calcular un solo día. No bastaría visitar una Iglesia por día. Sin embargo, en caso de grave impedimento, los confesores tienen la facultad de modificar las visitas o incluso conmutarlas en otras obras piadosas. Las visitas pueden hacerse antes o después de la Confesión y Comunión, o incluso en medio. No es necesario, pero es sumamente deseable que se hagan en estado de gracia, es decir, sin pecado mortal en la conciencia.
            No se prescriben oraciones especiales al hacer estas visitas, y puede bastar que uno se detenga alrededor de un cuarto de hora en cada Iglesia recitando los Actos de Fe, de Esperanza, etc. con cinco Padres, Avemarías y Glorias, orando según la intención de la Iglesia y del Papa.
            Para comodidad de los devotos se ponen aquí algunas consideraciones que pueden servir de lectura al hacer estas visitas.

VISITA A LA PRIMERA IGLESIA. La confesión
            Un gran rasgo de la misericordia de Dios hacia los pecadores lo tenemos en el Sacramento de la Confesión. Si Dios hubiera dicho que nos perdonara los pecados solamente con el Bautismo, y no más aquellos que por desgracia se hubieran cometido después de haber recibido este Sacramento, ¡oh! ¡cuántos cristianos se irían a la eterna perdición! Pero Dios, conociendo nuestra miseria, estableció otro Sacramento, con el cual se nos perdonan los pecados cometidos después del Bautismo. Y este es el Sacramento de la Confesión. Así habla el Evangelio: Ocho días después de su resurrección, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: La paz sea con vosotros. Como el Padre celestial me envió, así yo os envío, es decir, la facultad que me dio el Padre Celestial de hacer lo que es bueno para la salvación de las almas, la misma os doy a vosotros. Luego el Salvador, soplando sobre ellos, dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos. Todos comprenden que las palabras retener o no retener quieren decir dar o no dar la absolución. Esta es la gran facultad dada por Dios a sus Apóstoles y a sus sucesores en la administración de los Santos Sacramentos.
            De estas palabras del Salvador nace una obligación para los sagrados Ministros de escuchar las confesiones, y nace igualmente la obligación para el cristiano de confesar sus culpas, para que se sepa cuándo se debe dar o no dar la absolución, qué consejos sugerir para remediar el mal hecho, en resumen, dar todos esos avisos paternos que son necesarios para reparar los males de la vida pasada y no cometerlos más en el futuro.
            Ni la confesión fue algo practicado solamente en algún tiempo y en algún lugar. Apenas los Apóstoles comenzaron a predicar el Evangelio, pronto comenzó a practicarse el Sacramento de la Penitencia. Leemos que cuando san Pablo predicaba en Éfeso, muchos fieles que ya habían abrazado la fe, venían a los pies de los Apóstoles y confesaban sus pecados. Confitentes et annunciantes actus suos. Desde el tiempo de los Apóstoles hasta nosotros siempre se ha observado la práctica de este augusto Sacramento. La Iglesia Católica condenó en todo tiempo como herético a quien tuviera el atrevimiento de negar esta verdad. Ni hay nadie que se haya podido dispensar de ello. Ricos y pobres, siervos y amos, reyes, monarcas, emperadores, sacerdotes, obispos, los mismos Sumos Pontífices, todos deben doblar las rodillas a los pies de un sagrado ministro para obtener el perdón de aquellas culpas que por aventura hubieran cometido después del Bautismo. Pero ¡ay de mí! ¡cuántos cristianos aprovechan mal de este Sacramento! Quien se acerca sin hacer el examen, otros se confiesan con indiferencia, sin dolor o sin propósito; otros luego callan cosas importantes en la confesión, o no cumplen las obligaciones impuestas por el confesor. Estos toman la cosa más santa y más útil para servirse de ella a ruina de ellos mismos. Santa Teresa tuvo a este respecto una tremenda revelación. Ella vio que las almas caían al infierno como cae la nieve en invierno sobre el dorso de las montañas. Asustada de aquella visión, preguntó a Jesucristo la explicación, y recibió en respuesta que aquellos iban a la perdición por las confesiones mal hechas en su vida.
            Para animarnos a confesarnos con plena sinceridad, consideremos que el sacerdote, que nos espera en el tribunal de penitencia, nos espera en nombre de Dios y en nombre de Dios perdona los pecados de los hombres. Si hubiera un reo condenado a muerte por grave delito, y en el acto de ser conducido al patíbulo se le presentara el ministro del rey diciendo: Tu culpa es perdonada; el rey te hace gracia de la vida, y te acoge entre sus amigos, y para que no dudes de lo que digo, aquí está el decreto que me autoriza a revocarte la sentencia de muerte, ¿qué sentimientos de gratitud y amor no expresaría este culpable hacia el rey y hacia su ministro! Esto ocurre precisamente con nosotros. Somos verdaderos culpables que pecando hemos merecido la pena eterna del infierno. El ministro del Rey de reyes, en nombre de Dios, en el tribunal de penitencia nos dice: Dios me manda a vosotros para absolveros de vuestras culpas, para cerraros el infierno, abriros el Paraíso, para restituirnos en amistad con Dios. Para que luego no dudéis de la facultad que me ha sido dada, aquí está un decreto firmado por el mismo Jesucristo, que me autoriza a revocar de vosotros la sentencia de muerte. El decreto se expresa así: Aquellos a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; aquellos a quienes los retengáis, les serán retenidos. Quorum remiseritis peccata, remittuntur eis, quorum retinueritis, retenta sunt. ¡Con qué estima y veneración debemos acercarnos a un ministro que en nombre de Dios puede hacernos tanto bien e impedirnos tanto mal!
            Un motivo especial debe animarnos a decir cada culpa al confesor, y es que en ocasión de Jubileo él tiene facultad de absolver de cualquier pecado, incluso reservado. Cualquiera que haya incurrido en censuras, excomuniones y otras penas eclesiásticas puede ser absuelto por cualquier confesor sin recurrir ni al Obispo ni al Papa.
            Ni nos mantenga alejados de la confesión el temor de que el confesor vaya a revelar a otros las cosas oídas en confesión. No, esto nunca fue en el pasado, ni nunca lo será en el futuro. Un buen padre sin duda guarda en secreto las confidencias de sus hijos. El confesor es un verdadero padre espiritual; por lo tanto, también humanamente hablando, él guarda bajo riguroso secreto cuanto le revelamos. Pero hay más; un precepto absoluto, natural, eclesiástico y divino obliga al confesor a callar cualquier cosa oída en confesión. Se tratará incluso de impedir un grave mal, de liberar a sí mismo y a todo el mundo de la muerte, él no puede servirse de una noticia obtenida en confesión, a menos que el penitente le otorgue expresa facultad de hablar sobre ello. Así que, ve, oh cristiano, ve a menudo a este amigo; cuanto más a menudo vayas a él, más te asegurarás de caminar por el camino del cielo; cuanto más a menudo vayas a él, te vendrá siempre más confirmado el perdón de tus pecados, y te será asegurada esa eterna felicidad prometida por el mismo Jesucristo, que dio un tan grande poder a sus ministros. No te detenga la multitud, ni la gravedad de las culpas. El sacerdote es ministro de la misericordia de Dios, que es infinita. Por lo tanto, él puede absolver cualquier número de pecados, por graves que sean. Llevemos solamente el corazón humillado y contrito, y luego ciertamente tendremos el perdón. Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies:

ORACIÓN
Oh Jesús mío, que has muerto en la cruz por mí, te agradezco de todo corazón que no me hayas hecho morir en pecado; desde este momento me convierto a ti, te prometo dejar el pecado y observar fielmente tus mandamientos durante todo el tiempo que me dejes en vida. Estoy arrepentido de haberte ofendido; en el futuro quiero amarte y servirte hasta la muerte. Virgen Santa, Madre mía, ayúdame en ese último punto de la vida. Jesús, José, María, ¡espire en paz conmigo el alma mía! — Tres Pater, Ave y Gloria.

VISITA A LA SEGUNDA IGLESIA. La santa Comunión
            Comprende, oh cristiano, ¿qué significa hacer la santa comunión? Significa acercarse a la mesa de los ángeles para recibir el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, que se da como alimento a nuestra alma bajo las especies del pan y del vino consagrado. En la Misa, en el momento en que el sacerdote pronuncia sobre el pan y el vino las palabras de la consagración, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Las palabras usadas por nuestro divino Salvador al instituir este Sacramento son: Este es mi cuerpo, este es mi sangre: Hoc est corpus meum, hic est calix sanguinis mei.
            Estas palabras las usan los sacerdotes en nombre de Jesucristo en el sacrificio de la Santa Misa. Por lo tanto, cuando vamos a hacer la Comunión, recibimos al mismo Jesucristo en cuerpo, sangre, alma y divinidad, es decir, verdadero Dios y verdadero hombre, vivo como está en el cielo. No es su imagen, ni siquiera su figura, como es una estatua, un crucifijo, sino que es el mismo Jesucristo tal como nació de la Inmaculada Virgen María y por nosotros murió en la cruz. El mismo Jesucristo nos aseguró de esta su real presencia en la santa Eucaristía cuando dijo: Este es mi cuerpo, que será dado para la salvación de los hombres: Corpus quod pro vobis tradetur. Este es el pan vivo que descendió del Cielo: Hic est panis vivus qui de coelo descendit. El pan que yo daré es mi carne. La bebida que yo daré es mi verdadera sangre. Quien no come de este mi cuerpo y no bebe de esta sangre no tiene en sí la vida.
            Jesús, habiendo instituido este Sacramento para el bien de nuestras almas, desea que nos acerquemos a él con frecuencia. Aquí están las palabras con las que nos invita: «Venid a mí todos, los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré: Venite ad me omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos. En otro lugar decía a los hebreos: Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; pero el que come el alimento figurado en el maná, ese alimento que yo doy, ese alimento que es mi cuerpo y mi sangre, no morirá eternamente. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él; porque mi carne es un verdadero alimento, y mi sangre una verdadera bebida.» ¿Quién podría resistir a estas amorosas invitaciones del divino Salvador? Para corresponder a estas invitaciones, los cristianos de los primeros tiempos iban cada día a escuchar la palabra de Dios y cada día se acercaban a la santa comunión. Es en este sacramento que los mártires encontraban su fortaleza, las vírgenes su fervor, los santos su coraje.
            ¿Y nosotros con qué frecuencia nos acercamos a este alimento celestial? Si examinamos los deseos de Jesucristo y nuestra necesidad, debemos comunicarnos con bastante frecuencia. Así como el maná servía cada día de alimento corporal a los hebreos durante todo el tiempo que vivieron en el desierto hasta que fueron conducidos a la tierra prometida, así la santa Comunión debería ser nuestro consuelo, el alimento diario en los peligros de este mundo para guiarnos a la verdadera tierra prometida del Paraíso. San Agustín dice así: Si cada día pedimos a Dios el pan corporal, ¿por qué no procuraremos también alimentarnos cada día del pan espiritual con la santa Comunión? San Felipe Neri animaba a los cristianos a confesarse cada ocho días y a comunicarse incluso más a menudo según el consejo del confesor. Finalmente, la santa Iglesia manifiesta el vivo deseo de la frecuente Comunión en el Concilio de Trento, donde dice: «Sería cosa sumamente deseable que cada fiel cristiano se mantuviera en tal estado de conciencia que pudiera hacer no solo espiritualmente, sino sacramentalmente la santa comunión cada vez que asista a la santa Misa.»
            Alguno dirá: Yo soy demasiado pecador. Si tú eres pecador procura ponerte en gracia con el Sacramento de la Confesión, y luego acércate a la santa Comunión, y tendrás gran ayuda. Otro dirá: Me comunico raramente para tener mayor fervor. Y esto es un engaño. Las cosas que se hacen raramente por lo general se hacen mal. Por otro lado, siendo frecuentes tus necesidades, frecuente debe ser el socorro para tu alma. Algunos añaden: Estoy lleno de enfermedades espirituales y no me atrevo a comunicarme a menudo. Responde Jesucristo: Los que están bien no necesitan al médico: por lo tanto, aquellos que son más propensos a inconvenientes, necesitan ser visitados frecuentemente por el médico. Ánimo entonces, oh cristiano, si quieres hacer una acción la más gloriosa a Dios, la más agradable a todos los santos del cielo, la más eficaz para vencer las tentaciones, la más segura para hacerte perseverar en el bien, ciertamente es la santa Comunión.

ORACIÓN
¿Por qué, oh Jesús mío, vuestra Iglesia, mi madre, quiere que yo jubile en este año? ¿Hay acaso un motivo de alegría más que en otros tiempos? ¡Ah! El estar ustedes aquí en la tierra, el poder unirnos a Ustedes en la santa Comunión, ¿no es un motivo sobre todo otro para hacernos jubilar continuamente? Para mí no veo otra cosa que alegre mi corazón fuera de Ustedes, verdadero esposo de la Iglesia triunfante, único consolador y fortalecedor de la Iglesia militante. Pero, ¿cómo se estableció destinar un año en particular al júbilo? ¡Ah, desgraciadamente, oh Jesús mío, que de este gran bien de la Comunión no le damos la importancia que deberíamos! ¡Desgraciadamente, que nos olvidamos fácilmente de este incomprensible tesoro, por lo cual vuestra esposa, nuestra madre tierna, se ve obligada de vez en cuando a despertar nuestra atención para hacernos volver a Ustedes! He aquí, he aquí por qué quiere que yo jubile. No quiere que yo jubile solo en este año, sino que por este medio quiere llamarme a Ustedes, de quien nunca debí perderme y de quien nunca debí alejarme. ¡Oh! ¡Átame a Ustedes en la santa comunión con tal vínculo que nunca se disuelva en la eternidad! Tres Pater, Ave y Gloria.

VISITA A LA TERCERA IGLESIA. La limosna
            Un medio muy eficaz, pero bastante descuidado por los hombres para ganar el paraíso es la limosna. Por limosna entiendo cualquier obra de misericordia ejercida hacia el prójimo por amor a Dios. Dios dice en la santa escritura que la limosna obtiene el perdón de los pecados, aunque sean en gran multitud: Charitas operit multitudinem peccatorum. El divino Salvador dice en el Evangelio así: Quod superest date pauperibus. Lo que sobrepasa a vuestras necesidades, dadlo a los pobres. Quien tiene dos vestiduras, dé una al necesitado, y quien ya tiene más de lo necesario, comparta con quien tiene hambre (Lucas 3). Dios nos asegura que cuanto hacemos por los pobres, Él lo considera como hecho a sí mismo: todo lo que dice G. C., que haréis a uno de mis hermanos más infelices, lo habéis hecho a mí (Mateo 25). ¿Deseáis que Dios os perdone los pecados y os libre de la muerte eterna? Haced limosna. Eleemosyna ab omni peccato et a morte liberat. ¿Queréis impedir que vuestra alma vaya a las tinieblas del infierno? Haced limosna. Eleemosyna non partietur animam ire ad tenebras (Tobías 4). En resumen, Dios nos asegura que la limosna es un medio eficacísimo para obtener el perdón de nuestros pecados, hacernos encontrar misericordia a sus ojos y conducirnos a la vida eterna. Eleemosyna est quae purgat a peccato, facit invenire misericordiam et vitam aeternam.
            Si por lo tanto deseas que Dios use misericordia contigo, comienza tú a usarla hacia los pobres. Dirás: yo hago lo que puedo. Pero ten cuidado que el Señor te dice que des a los pobres todo lo superfluo: quod superest date pauperibus. Por eso te digo que son superfluos esos gastos y esos aumentos de riquezas que haces de año en año. Superflua esa exquisitez que procuras para los objetos de mesa, de los almuerzos, de las alfombras, de los vestidos que podrían servir para quien tiene hambre, para quien tiene sed, y para cubrir a los desnudos. Superfluo ese lujo en los viajes, en los teatros, en los bailes y otros entretenimientos donde se puede decir que va a terminar el patrimonio de los pobres.
            Parece oportuno notar aquí la interpretación que algunos dan al precepto del superfluo, no ciertamente según las palabras de Jesucristo: Es un consejo, dicen ellos, por lo tanto, dado una parte del superfluo en limosna, podemos gastar el resto a nuestro antojo. Yo respondo que el Salvador no fijó ninguna parte; sus palabras son positivas, claras y sin distinción: Quod superest date pauperibus. Dad el superfluo a los pobres. Para que luego cada uno estuviera persuadido de que la severidad de su mandato estaba motivada por el abuso que muchos hacen de él y por el cual corren grave riesgo de perderse eternamente; quiso añadir estas otras palabras: Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico se salve, condenando así los vanos pretextos con los que los poseedores de bienes temporales intentan excusarse de dar el superfluo a los pobres.
            Alguien dice con verdad: Yo no tengo riquezas. Si no tienes riquezas, da lo que puedes. Por otra parte, no te faltan medios y formas para hacer limosna. ¿No hay enfermos que visitar, asistir, velar? ¿No hay jóvenes abandonados que acoger, instruir, albergar en tu casa, si puedes, o al menos llevarlos a donde puedan aprender la ciencia de la salud? ¿No hay pecadores que amonestar, dudosos que aconsejar, afligidos que consolar, riñas que calmar, injurias que perdonar? ¡Mira con cuántos medios puedes hacer limosna y merecerte la vida eterna! Además, ¿no puedes hacer alguna oración, alguna confesión, comunión, recitar un rosario, escuchar una misa en sufragio de las almas del purgatorio, por la conversión de los pecadores, o para que sean iluminados los infieles y vengan a la fe? ¿No es también una gran limosna mandar a las llamas libros perversos, difundir libros buenos y hablar cuanto puedas en honor de nuestra santa Religión Católica?
            Otro motivo que debe excitarte a hacer limosna es el que menciona el Salvador en el Santo Evangelio. Él dice así: No daréis a los pobres un vaso de agua fresca, sin que el Padre celestial os dé la recompensa. De todo lo que daréis a los pobres, recibiréis el ciento por uno en la vida presente y una recompensa en la vida eterna. De modo que dar algo a los pobres en la vida presente es multiplicar, o sea, es dar a préstamo del cien por uno también en la vida presente, reservándonos luego Dios la plena recompensa en la otra vida.
            He aquí la razón por la cual se ven tantas familias dar copiosas limosnas por todas partes y crecer siempre de riquezas en riquezas y de prosperidad en prosperidad. La razón la dice Dios: dad a los pobres, y se os dará: date, et dabitur vobis. Se os dará el ciento por uno en la vida presente, y la vida eterna en la otra: centuplum accipiet in hac vita et vitam aeternam possidebit.

ORACIÓN
Oh Jesús mío, estoy plenamente convencido de la necesidad que tengo de hacer limosna, pero ¿cómo haré yo, que, de verdaderos bienes, es decir, espirituales, tengo tal penuria que apenas vivo? ¿Cómo oraré yo por los infieles y por los herejes si apenas creo débilmente en las verdades enseñadas por vuestra santa Iglesia? ¿Cómo oraré por los pecadores, si yo mismo amo el pecado? ¿Cómo oraré por vuestra Iglesia, por vuestro Vicario, si me doy cuenta casi apenas de que están perseguidos, tanto estoy cegado por las ocupaciones mundanas? ¡Ah, Señor! Por vuestro sagrado Corazón os ruego que me hagáis un poco de limosna, que me donéis un poco de esa caridad que animaba a vuestros primitivos discípulos, de esa caridad que bullía en los corazones de los santos Juan el limosnero, Francisco Javier, Vicente de Paúl; en el de la B. Margarita Alacoque; entonces sí que todo lo que tengo será de todos mis hermanos, y, por cuanto dependa de mí, celebraré verdaderamente el año del jubileo, compartiendo con quienes están sin los bienes que de Vos he recibido, para que así yo goce y jubile de vuestras riquezas. Tres Pater, Ave y Gloria.

VISITA A LA CUARTA IGLESIA. Pensamiento de la salvación
            A los ojos de la fe, el pensamiento de la salvación es lo más esencial, pero ante el mundo es lo más descuidado. Mientras por lo tanto tú estás en esta iglesia, oh cristiano, lleva tu mirada sobre un Crucifijo, y escucha lo que Jesús te dice. Él suelta su lengua y te habla así: una cosa sola, oh hombre, te es necesaria: salvar el alma: unum est necessarium. Si adquieres honores, gloria, riquezas, ciencias y luego no salvas el alma, todo está perdido para ti. Quid prodest homini si mundum universum lucretur, animae vero suae detrimentum patiatur? (Mateo 16, 26).
            Este pensamiento ha determinado a tantos jóvenes a dejar el mundo, a tantos ricos a dispensar a los pobres sus riquezas, a tantos misioneros a abandonar la patria, ir a países lejanísimos, a tantos mártires a dar la vida por la fe. Todos estos pensaban que, si perdían el alma, nada les habría servido todos los bienes del mundo para la vida eterna. Por este motivo, san Pablo excitaba a los cristianos a pensar seriamente en el negocio de la salud: «Os rogamos, escribe, oh hermanos, que prestéis atención al gran negocio de la salud» (1Tesalonicenses 10, 4).
            Pero ¿de qué negocio habla aquí san Pablo? Hablaba, dice san Jerónimo, de ese negocio que importa todo, negocio que, si se va fallido, se pierde el reino eterno del Paraíso, y no queda más que ser arrojados en una fosa de tormentos, que no tendrán más fin.
            Por lo tanto, tenía razón san Felipe Neri al llamar locos a todos aquellos que en esta vida se ocupan en procurarse honores y empleos lucrativos, riquezas y poco atienden a salvarse el alma. Cada pérdida de bienes, de reputación, de parientes, de salud, incluso de la vida, puede repararse en esta tierra; pero ¿con qué bien del mundo, con qué fortuna se puede reparar la pérdida del alma? Escucha, oh cristiano, es Jesucristo quien te llama: escucha su voz. Él quiere concederte misericordia o perdón de tus pecados, y la remisión de la pena por los mismos pecados debida. Retén sin embargo bien fijo en la mente que aquel que hoy no piensa en salvarse, corre grave riesgo de estar mañana con los condenados en el infierno y de ser perdido por toda la eternidad.
            Pero considera que, en este momento, mientras tú estás en la iglesia pensando en tu alma, tantos mueren y quizás van al infierno. ¡Cuántos desde el principio del mundo hasta nuestros días murieron de toda edad y de toda condición y se fueron eternamente perdidos! ¿Puede ser que tuvieran voluntad de condenarse? No creo que alguno de ellos tuviera esta intención. El engaño fue en diferir su conversión; murieron en pecado, y ahora están condenados. Ten bien presente esta máxima: el hombre en este mundo hace mucho si se salva, y sabe mucho si tiene la ciencia de la salud; pero no hace nada si pierde el alma, y no sabe nada si ignora aquellas cosas que lo pueden eternamente salvar.

ORACIÓN
¡Oh mi Redentor, vosotros habéis gastado vuestra sangre para comprar mi alma, y yo la he perdido tantas veces con el pecado! Os agradezco que me deis aún tiempo para ponerme en gracia vuestra. Oh mi Dios, estoy arrepentido de haberos ofendido, ojalá hubiera muerto antes y no hubiera disgustado a un Dios tan bueno como sois vosotros. Sí, mi Dios, os ofrezco todo mi ser, escondo mis iniquidades en vuestras sacratísimas llagas, y sé con certeza, oh mi Dios, que vosotros no sabéis despreciar un corazón que se humilla y se arrepiente. Oh María, refugio de los pecadores, socorred a un pecador que a vosotros se recomienda y en vosotros confía. — Tres Pater, Ave y Gloria, con la jaculatoria: Jesús mío, misericordia.

Con permiso de la Autoridad eclesiástica.




La historia de las misiones salesianas (1/5)

El 150º aniversario de las misiones salesianas se celebrará el 11 de noviembre de 2025. Creemos que puede ser interesante contar a nuestros lectores una breve historia de los antecedentes y las primeras etapas de lo que sería una suerte de epopeya misionera salesiana en la Patagonia. Lo hacemos en cinco episodios, con la ayuda de fuentes inéditas que nos permiten corregir las muchas inexactitudes pasadas en la historia.

            Despejemos el campo de inmediato: se dice y se escribe que Don Bosco quiso partir a las misiones siendo seminarista y joven sacerdote. Esto no está documentado. Si como estudiante de 17 años (1834) solicitó entrar en las misiones de los frailes franciscanos reformados del Convento de los Ángeles de Chieri, la petición se hizo, al parecer, principalmente por motivos económicos. Si diez años más tarde (1844), cuando dejó el “Convito Eclesiástico» de Turín, estuvo tentado de entrar en la Congregación de los Oblatos de la Virgen María, a los que acababan de confiar misiones en Birmania (Myanmar), sin embargo, es cierto que, para aquella misión, para la que quizás había emprendido también algún estudio de lenguas extranjeras, era para el joven sacerdote Bosco sólo una de las posibilidades de apostolado que se abrían ante él. En ambos casos Don Bosco siguió inmediatamente el consejo, primero, de don Comollo de entrar en el seminario diocesano y, después, de don Cafasso, de seguir dedicándose a los jóvenes de Turín. Incluso en los veinte años que van de 1850 a 1870, ocupado como estaba en proyectar la continuidad de su “obra de los Oratorios”, en dar fundamento jurídico a la sociedad salesiana que estaba creando, y en la formación espiritual y pedagógica de los primeros salesianos, todos jóvenes de su Oratorio, no estaba ciertamente en condiciones de dar continuidad a ninguna aspiración misionera personal o de sus mismos “hijos”. Ni siquiera una sombra de ir él o los salesianos a la Patagonia, aunque esté escrito en el papel o en la web.

Aumentar la sensibilidad misionera
            Esto no quita la sensibilidad misionera en Don Bosco, probablemente reducida a tenues insinuaciones y vagas aspiraciones en los años de su formación sacerdotal y de su primer sacerdocio, se agudizará considerablemente con el paso de los años. La lectura de los Anales de la Propagación de la Fe le proporcionó una buena información sobre el mundo misionero, hasta el punto de que extrajo de ellos episodios para algunos de sus libros y elogió al Papa Gregorio XVI, que alentó la difusión del Evangelio hasta los últimos rincones de la tierra y aprobó nuevas Órdenes religiosas con fines misioneros. Don Bosco pudo recibir una considerable influencia del canónigo G. Ortalda, director del Consejo diocesano de la Asociación Propaganda Fide durante 30 años (1851-1880) y también promotor de las “Escuelas Apostólicas” (una especie de seminario menor para vocaciones misioneras). En diciembre de 1857 había lanzado también el proyecto de una Exposición en favor de las Misiones Católicas confiadas a los seiscientos Misioneros Sardos. Don Bosco estaba bien informado al respecto.
            El interés misionero creció en él en 1862 con ocasión de la solemne canonización en Roma de los 26 protomártires japoneses y en 1867 con ocasión de la beatificación de más de doscientos mártires japoneses, celebrada también con solemnidad en Valdocco. También en la ciudad pontificia, durante sus largas estancias de 1867, 1869 y 1870, pudo ver otras iniciativas misioneras locales, como la fundación del Seminario Pontificio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo para las misiones extranjeras.
            El Piamonte, con casi el 50% de los misioneros italianos (1500 con 39 obispos), estaba a la vanguardia en este campo y el franciscano monseñor Luigi Celestino Spelta, vicario apostólico de Hupei, visitó Turín en noviembre de 1859. No visitó el Oratorio, en cambio lo hizo Don Daniele Comboni en diciembre de 1864, quien en Turín publicó su Plan de Regeneración para África con el intrigante proyecto de evangelizar África a través de los africanos.
            Don Bosco tuvo un intercambio de ideas con él, que en 1869 intentó, sin éxito, asociarle a su proyecto y al año siguiente le invitó a enviar algunos sacerdotes y laicos para dirigir un instituto en El Cairo y prepararlo así para las misiones en África, en cuyo centro contaba con confiar a los Salesianos un Vicariato apostólico. En Valdocco, la petición, que no fue concedida, fue sustituida por la voluntad de aceptar muchachos para ser educados para las misiones. Allí, sin embargo, el grupo de argelinos recomendado por monseñor Charles Martial Lavigerie encontró dificultades, por lo que fueron enviados a Niza Marítima, Francia. La petición en 1869 del mismo arzobispo para tener ayudantes salesianos en un orfanato en Argel en tiempos de emergencia no fue concedida. Del mismo modo, la petición del misionero bresciano Giovanni Bettazzi de enviar salesianos para dirigir un prometedor instituto de artes y oficios, así como un pequeño seminario menor, en la diócesis de Savannah (Georgia, EE.UU.) fue suspendida a partir de 1868. También podían ser atractivas las propuestas de otros, ya fuera para dirigir obras educativas en “territorios de misión”, ya para la acción directa in partibus infidelium, pero Don Bosco nunca renunciaría ni a su plena libertad de acción -que quizá veía comprometida por las propuestas de otros que había recibido- ni sobre todo a su peculiar trabajo con los jóvenes, para los que en aquel momento estaba muy ocupado desarrollando la recién aprobada sociedad salesiana (1869) más allá de las fronteras de Turín y Piamonte. En resumen, hasta 1870 Don Bosco, aunque teóricamente sensible a las necesidades misioneras, cultivaba otros proyectos a nivel nacional.

Cuatro años de peticiones incumplidas (1870-1874)
            El tema misionero y las importantes cuestiones relacionadas con él fueron objeto de atención durante el Concilio Vaticano I (1868-1870). Si el documento Super Missionibus Catholicis nunca fue presentado en la asamblea general, la presencia en Roma de 180 obispos de “tierras de misión” y la información positiva sobre el modelo salesiano de vida religiosa, difundida entre ellos por algunos obispos piamonteses, dieron a Don Bosco la oportunidad de conocer a muchos de ellos y también de ser contactado por ellos, tanto en Roma como en Turín.
            Aquí, el 17 de noviembre de 1869, fue recibida la delegación chilena, con el arzobispo de Santiago y el obispo de Concepción. En 1870 fue el turno de Mons. D. Barbero, Vicario Apostólico en Hyderabad (India), ya conocido de Don Bosco, que le preguntó por las monjas disponibles para la India. En julio de 1870 llegó a Valdocco el dominico Mons. G. Sadoc Alemany, Arzobispo de San Francisco en California (USA), que pidió y obtuvo a los Salesianos para un hospicio con escuela profesional (que nunca se construyó). También visitaron Valdocco el franciscano Mons. L. Moccagatta, Vicario Apostólico de Shantung (China) y su hermano Mons. Eligio Cosi, más tarde su sucesor. En 1873 fue el turno de Mons. T. Raimondi, de Milán, que ofreció a Don Bosco la posibilidad de ir a dirigir escuelas católicas en la Prefectura Apostólica de Hong Kong. Las negociaciones, que duraron más de un año, quedaron estancadas por diversos motivos, al igual que en 1874 también quedó sobre el papel el proyecto de un nuevo seminario del P. Bertazzi para Savannah (EEUU). Lo mismo ocurrió en aquellos años con las fundaciones misioneras en Australia e India, para las que Don Bosco inició negociaciones de manera individual con obispos, que a veces daba por concluidas ante la Santa Sede, cuando en realidad eran sólo proyectos en marcha.
            En aquellos primeros años setenta, con un personal formado con algo más de dos docenas de personas (entre sacerdotes, clérigos y coadjutores), un tercio de ellos con votos temporales, repartidos en seis casas habría sido difícil para Don Bosco enviar a algunos de ellos a tierras de misión. Tanto más cuanto que las misiones extranjeras que se le habían ofrecido hasta entonces fuera de Europa presentaban serias dificultades de lengua, cultura y tradiciones no románicas, y el intento, ya antiguo, de contar con personal joven de lengua inglesa, incluso con la ayuda del rector del colegio irlandés de Roma, monseñor Toby Kirby, había fracasado.

(continuación)

Foto de época: el puerto de Génova, 14 de noviembre de 1877.




In memoriam. Cardenal Angelo Amato, sdb

La Iglesia universal y la Familia Salesiana se despidieron por última vez, el 31 de diciembre de 2024, del Cardenal Angelo Amato, S.D.B., Prefecto emérito de la Congregación para las Causas de los Santos. Nacido en Molfetta (en la provincia de Bari, Italia) el 8 de junio de 1938, sirvió durante mucho tiempo a la Santa Sede y fue un referente en la teología, la investigación académica y la promoción de la santidad en la Iglesia. Las exequias, presididas el 2 de enero de 2025 por el Cardenal Giovanni Battista Re, Decano del Colegio Cardenalicio, se llevaron a cabo en el Altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro. Al final, el Santo Padre Francisco presidió el rito de la «Ultima Commendatio» y de la «Valedictio», rindiendo homenaje a este ilustre hijo de san Juan Bosco.
A continuación, un perfil biográfico que recorre su vida, las etapas más significativas de su formación, las experiencias académicas y pastorales, hasta su misión como Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos.

Los orígenes y la elección salesiana
Angelo Amato nació en Molfetta el 8 de junio de 1938, primero de cuatro hijos de una familia de constructores navales. Crecido en un ambiente que favoreció su espíritu de compromiso y responsabilidad, realizó sus primeros estudios en las escuelas primarias dirigidas por las hermanas alcantarinas y las hermanas salesianas de los Sagrados Corazones, en Molfetta. Posteriormente, continuó con la escuela secundaria y, vislumbrando un posible futuro en la carrera marítima, se inscribió en el Instituto Náutico de Bari, en la sección de capitanes de largo curso. Fue precisamente durante el tercer año de estudios, en octubre de 1953, que maduró la decisión de emprender el camino del sacerdocio: dejó el Instituto Náutico e ingresó en el aspirantado salesiano de Torre Annunziata. Su vocación religiosa, por lo tanto, se insertó desde el principio en la Familia Salesiana. Después de un período de prueba, realizó el noviciado en Portici Bellavista de 1955 a 1956. El 16 de agosto de 1956, día que la tradición salesiana reserva a la primera profesión de los novicios, emitió los votos religiosos convirtiéndose en salesiano de Don Bosco. Desde ese momento, su vida estaría profundamente ligada al carisma salesiano, con especial atención a los jóvenes y a la educación. Terminado el noviciado, Angelo Amato asistió al estudiantado filosófico de San Gregorio de Catania, donde obtuvo el diploma de bachillerato clásico (en 1959) y, a continuación, la licenciatura en Filosofía en el entonces Ateneo Pontificio Salesiano de Roma (hoy Universidad Pontificia Salesiana). En 1962 emitió la profesión perpetua, consolidando definitivamente su pertenencia a la Congregación salesiana. En esos mismos años realizó el tirocinio práctico en el colegio salesiano de Cisternino (Brindisi), enseñando letras en la escuela secundaria: una experiencia que lo puso desde el principio en contacto con el apostolado juvenil y la enseñanza, dos dimensiones que marcarían toda su misión.

La ordenación sacerdotal y los estudios teológicos
La etapa siguiente del camino de Angelo Amato fue el estudio de la Teología en la Facultad teológica de la Universidad Salesiana, también en Roma, donde obtuvo la licenciatura en Teología. Ordenado sacerdote el 22 de diciembre de 1967, decidió especializarse aún más e ingresó en la Pontificia Universidad Gregoriana. En 1974 obtuvo allí el doctorado en Teología, formando así parte del cuerpo docente universitario. El ámbito teológico lo fascinaba profundamente, y esto se reflejaría en la gran cantidad de publicaciones y ensayos de los que fue autor a lo largo de su carrera académica.

La experiencia en Grecia y la investigación sobre el mundo ortodoxo
Una fase determinante en la formación del padre Angelo Amato fue la estancia en Grecia, a partir de 1977, promovida por el entonces Secretariado para la Unidad de los Cristianos (hoy Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos). Inicialmente pasó cuatro meses en la residencia ateniense de los jesuitas, donde se dedicó al estudio del griego moderno, tanto escrito como hablado, con vistas a la inscripción en la Universidad de Salónica. Admitido a los cursos, obtuvo una beca del Patriarcado de Constantinopla, gracias a la cual pudo residir en el Monì Vlatadon (Monasterio Vlatadon), sede de un instituto de estudios patrísticos (Idrima ton Paterikon Meleton) y de una riquísima biblioteca especializada en teología ortodoxa, enriquecida por los microfilmes de los manuscritos del Monte Athos. En la Universidad de Salónica siguió cursos de historia de los dogmas con el profesor Jannis Kaloghirou y de dogmática sistemática con Jannis Romanidis. Paralelamente, llevó a cabo un importante estudio sobre el sacramento de la penitencia en la teología greco-ortodoxa desde el siglo XVI hasta el XX: la investigación, apoyada por el conocido patrólogo griego Konstantinos Christou, fue publicada en 1982 en la colección «Análekta Vlatádon». Este período de intercambio ecuménico y de conocimiento profundo del mundo cristiano oriental enriqueció notablemente la formación de Amato, convirtiéndolo en un experto en teología ortodoxa y en las dinámicas de diálogo entre Oriente y Occidente.

El regreso a Roma y el compromiso académico en la Universidad Pontificia Salesiana
Regresado a Roma, Angelo Amato asumió el cargo de profesor de Cristología en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Salesiana. Sus dotes de estudioso y su claridad expositiva no pasaron desapercibidas: fue nombrado Decano de la misma Facultad de Teología durante dos mandatos (1981-1987 y 1994-1999). Además, entre 1997 y 2000 ocupó el cargo de Vice-Rector de la Universidad. En esos años adquirió más experiencia en el extranjero: en 1988 fue enviado a Washington para profundizar en la teología de las religiones y para completar su manual de cristología. Paralelamente a su trabajo académico, tuvo roles de consultoría para varios organismos de la Santa Sede: fue consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de los Consejos Pontificios para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y para el Diálogo Interreligioso. También desempeñó el cargo de consejero en la Pontificia Academia Mariana Internacional, subrayando su interés por la mariología, típico de la espiritualidad salesiana centrada en María Auxiliadora.

En 1999 fue nombrado prelado secretario de la reestructurada Pontificia Academia de Teología y director de la recién nacida revista teológica «Path». Además, entre 1996 y 2000, formó parte de la comisión teológico-histórica del Gran Jubileo del Año 2000, contribuyendo así de manera significativa a la organización de las celebraciones jubilares.

Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el episcopado
El 19 de diciembre de 2002 llegó un nombramiento de gran relevancia: el Papa Juan Pablo II lo designó Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, elevándolo al mismo tiempo a la dignidad arzobispal y asignándole la sede titular de Sila, con el título personal de Arzobispo. Recibió la ordenación episcopal el 6 de enero de 2003, en la Basílica Vaticana, de manos del mismo Juan Pablo II (hoy San Juan Pablo II).
En este rol, Monseñor Angelo Amato colaboró con el Prefecto de la época, el Cardenal Joseph Ratzinger (futuro Benedicto XVI). La tarea del Dicasterio fue, y es, promover y proteger la doctrina católica en todo el mundo. Durante su mandato, el nuevo Arzobispo continuó teniendo un enfoque académico, combinando sus competencias especializadas en teología con el servicio eclesial dirigido a la ortodoxia de la fe.

Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos y la púrpura cardenalicia
Un paso más en su carrera eclesiástica llegó el 9 de julio de 2008: el Papa Benedicto XVI lo nombró Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, en sustitución del Cardenal José Saraiva Martins. En este dicasterio, Monseñor Amato fue responsable de seguir el proceso de beatificación y canonización de los Siervos de Dios, el discernimiento sobre las virtudes heroicas, los milagros y el testimonio de aquellos que, a lo largo de la historia, se han convertido en santos y beatos de la Iglesia Católica. En el Consistorio del 20 de noviembre de 2010, Benedicto XVI lo creó Cardenal, asignándole la Diaconía de Santa María en Aquiro. El nuevo purpurado pudo así participar en el cónclave de marzo de 2013, que vio la elección del Papa Francisco. Durante el pontificado de este último, el Cardenal Amato fue confirmado “donec aliter provideatur” como Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos (19 de diciembre de 2013), continuando su actividad hasta el 31 de agosto de 2018, cuando presentó su dimisión por haber alcanzado el límite de edad, dejando una huella duradera gracias al número de beatificaciones y canonizaciones examinadas en esos años.

El compromiso por la Iglesia local: el ejemplo de don Tonino Bello
Un testimonio particular del vínculo del Cardenal Amato con su tierra natal se dio en noviembre de 2013, cuando se trasladó a la Catedral de Molfetta para el cierre de la fase diocesana del proceso de beatificación y canonización de don Tonino Bello (1935-1993). Este último, Obispo de Molfetta de 1982 a 1986, fue una figura muy querida por su compromiso a favor de la paz y de los pobres. En esa ocasión, el Cardenal Amato destacó cómo la santidad no es patrimonio de unos pocos elegidos, sino una vocación universal: todos los creyentes, inspirados por la persona y el mensaje de Cristo, están llamados a vivir profundamente la fe, la esperanza y la caridad.

Últimos años y la muerte
Después de dejar la dirección de la Congregación de las Causas de los Santos, el Cardenal Angelo Amato continuó ofreciendo su servicio a la Iglesia, participando en eventos, ceremonias y poniendo a disposición su profundo conocimiento teológico. Su compromiso siempre estuvo marcado por un rasgo humano de gran fineza, por un evidente respeto hacia el interlocutor y por una humildad que a menudo impresionaba a quienes lo encontraban.
El 3 de mayo de 2021, su diaconía de Santa María en Aquiro fue elevada pro hac vice a título presbiterial, honrando aún más su larga y fiel dedicación al ministerio eclesial.
La muerte del purpurado, ocurrida el 31 de diciembre de 2024 a los 86 años, ha dejado un vacío en la Familia Salesiana y en el Colegio Cardenalicio, ahora constituido por 252 cardenales, de los cuales 139 electores y 113 no electores. El anuncio de su fallecimiento suscitó reacciones de condolencia y agradecimiento en todo el mundo eclesial: la Universidad Pontificia Salesiana, en particular, recordó sus largos años de enseñanza como docente de Cristología, su doble mandato como Decano de la Facultad de Teología, así como el período en que ocupó el cargo de Vice-Rector de la universidad.

Una herencia de fidelidad y búsqueda de la santidad
Al mirar la figura del Cardenal Angelo Amato, no se pueden pasar por alto algunos rasgos que han caracterizado su ministerio y testimonio. En primer lugar, su perfil de religioso salesiano: la fidelidad a los votos, el profundo vínculo con el carisma de san Juan Bosco, la atención a los jóvenes, a la formación intelectual y espiritual, representan una línea guía constante en su vida. En segundo lugar, la vasta producción teológica, en particular en el ámbito cristológico y mariológico, y su contribución al diálogo con el mundo ortodoxo, del cual fue un estudioso apasionado.
Sin duda, el servicio a la Santa Sede como Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos y cardenal, subraya la importancia de su papel en la promoción y protección de la doctrina católica, así como en la valorización de los testigos de santidad. El Cardenal Amato fue un testigo privilegiado de la riqueza espiritual que la Iglesia universal ha expresado a lo largo de los siglos, y fue parte activa en el reconocimiento de figuras que representan un faro para el pueblo de Dios.
Además, la participación en un cónclave (el de 2013), su cercanía a grandes Papas como Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, y su colaboración con numerosos dicasterios testimonian un servicio a trescientos sesenta grados, en el que se fusionan la dimensión académica y el ejercicio pastoral de gobierno en la Iglesia.
La muerte del Cardenal Angelo Amato deja una herencia de doctrina, de sensibilidad ecuménica y de amor por la Iglesia. La diócesis de Molfetta, que ya había podido experimentar su participación en el proceso de beatificación de don Tonino Bello, lo recuerda como un hombre de fe y pastor incansable, capaz de unir las exigencias de la disciplina teológica a las de la caridad pastoral. La Familia Salesiana, en particular, percibe en él el fruto de un carisma bien vivido, impregnado de esa “caridad educativa” que desde Don Bosco en adelante acompaña el camino de tantos consagrados y sacerdotes en el mundo, siempre al servicio de los más jóvenes y de los más necesitados.
Hoy, la Iglesia lo confía a la misericordia del Señor, con la certeza de que, como ha afirmado el mismo Pontífice, el Cardenal Amato, “siervo bueno y vigilante”, pueda contemplar el rostro de Dios en la gloria de los santos que él mismo ha contribuido a reconocer. Su testimonio, hecho concreto por una vida entregada y por una profunda preparación teológica, permanece como signo y aliento para todos aquellos que desean servir a la Iglesia con fidelidad, mansedumbre y dedicación, hasta el final de su peregrinaje terrenal.
De este modo, el mensaje de esperanza y de santidad que ha animado cada una de sus acciones encuentra cumplimiento: quien siembra en el surco de la obediencia, de la verdad y de la caridad, recoge un fruto que se convierte en bien común, inspiración y luz para las generaciones futuras. Y esta es, en definitiva, la herencia más bella que el Cardenal Angelo Amato deja a su familia religiosa, a la diócesis de Molfetta y a toda la Iglesia.

Y no podemos pasar por alto la herencia escritural que el Cardenal Angelo Amato nos ha dejado. Presentamos a continuación una lista, seguramente no completa, de sus publicaciones.


























































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































Año



Título



Info



1



1974



I
pronunciamenti tridentini sulla necessità della confessione
sacramentale nei canoni 6-9 della sessione XIV (25 novembre 1551)



Ensayo
de hermenéutica conciliar



2



1975



Problemi
attuali di cristologia



Conferencias
de la facultad teológica Salesiana 1974-1975



3



1976



La
Chiesa locale: prospettive teologiche e pastorali



Conferencias
de la Facultad teológica salesiana 1975-1976



4



1977



Cristologia
metaecclesiale?



Consideraciones
sobre la cristología “metadogmática” de
E. Schillebeeckx



5



1977



Il
Gesù storico



Problemas
e interpretaciones



6



1977



Temi
teologico-pastorali







7



1978



Annuncio
cristiano e cultura contemporanea







8



1978



Studi
di cristologia patristica attuale



A
propósito de dos recientes publicaciones de Alois
Grillmeier



9



1979



Il
sacramento della penitenza nelle “Risposte” del
patriarca Geremia II ai teologi luterani di Tübingen
(1576,1579,1581)







10



1980



Annunciare
Cristo ai giovani



(coautor)



11



1980



Il
Cristo biblico-ecclesiale



Propuesta
de una síntesis criteriológica sobre los contenidos
esenciales del anuncio cristológico contemporáneo



12



1980



Il
Cristo biblico-ecclesiale latinoamericano



El
módulo cristológico “religioso-popular”
de Puebla



13



1980



La
figura di Gesù Cristo nella cultura contemporanea



El
Cristo en el conflicto de las interpretaciones



14



1980



Selezione
orientativa sulle pubblicazioni cristologiche in Italia







15



1980



L’enciclica
del dialogo rivisitata



A
propósito del Coloquio internacional de estudio sobre la
“Ecclesiam suam” de Pablo VI (Roma, 24-26 de octubre
de 1980)



16



1981



Il
Salvatore e la Vergine-Madre: la maternità salvifica di
Maria e le cristologie contemporanee



Actas
del 3º Simposio mariológico internacional (Roma,
octubre de 1980)



17



1981



La
risurrezione di Gesù nella teologia contemporanea







18



1981



Mariologia
in contesto



Un
ejemplo de teología inculturada: “El rostro mestizo
de María de Guadalupe” (Puebla n.446)



19



1982



Il
sacramento della penitenza nella teologia greco-ortodossa



Estudios
histórico-dogmáticos, sec. XVI-XX



20



1983



Inculturazione-Contestualizzazione:
teologia in contesto



Elementos
de bibliografía seleccionada



21



1983



La
dimension “thérapeutique” du sacrement de la
pénitence dans la théologie et la praxis de l’Église
gréco-orthodoxe







22



1984



Come
conoscere oggi Maria







23



1984



Inculturazione
e formazione salesiana



Dossier
del encuentro de Roma, 12-17 de septiembre de 1983 (coautor)



24



1984



Maria
e lo Spirito Santo



Actas
del 4º Simposio Mariológico Internacional (Roma,
octubre, 1982)



25



1985



Come
collaborare al progetto di Dio con Maria



Principios
y propuestas



26



1987



La
Madre della misericordia







27



1988



Gesù
il Signore



Ensayo
de cristología



28



1989



Essere
donna



Estudios
sobre la carta apostólica “Mulieris dignitatem”
de Juan Pablo II (coautor)



29



1990



Cristologia
e religioni non cristiane



Problemática
y actualidad: consideraciones introductorias



30



1991



Come
pregare con Maria







31



1991



Studio
dei Padri e teologia dogmatica



Reflexiones
a partir de la Instrucción de la Congregación para
la educación católica del 10 de noviembre de 1989
(=IPC)



32



1991



Verbi
revelati ‘accommodata praedicatio’ lex omnis
evangelizationis”

(GS n.44)



Reflexiones
histórico-teológicas sobre la inculturación



33



1992



Angeli
e demoni Il dramma
della storia tra il bene e il male







34



1992



Dio
Padre – Dio Madre



Reflexiones
preliminares



35



1992



Il
mistero di Maria e la morale cristiana







36



1992



Il
posto di Maria nella “Nuova evangelizzazione”







37



1993



Cristologia
della Secunda
Clementis







38



1993



Lettera
cristologica dei primi concili ecumenici







39



1994



Trinità
in contesto







40



1996



Maria
presso la Croce, volto misericordioso di Dio per il nostro tempo



Congreso
mariano de las Siervas de María Reparadoras, Rovigo, 12-15
de septiembre de 1995



41



1996



Tertio
millennio adveniente
:
Lettera apostolica di Giovanni Paolo II



Texto
y comentario teológico pastoral



42



1996



Vita
consecrata
. Una
prima lettura teologica







43



1997



Alla
ricerca del volto di Cristo: … ma voi chi dite che io sia?



Actas
de la XXVII Semana teológica diocesana, Figline Valdarno,
2-5 de septiembre de 1997



44



1997



Gesù
Cristo verità di Dio e ricerca dell’uomo



Cristología



45



1997



La
catechesi al traguardo. Studi sul Catechismo della Chiesa
cattolica



(coautor)



46



1997



Super
fundamentum Apostolorum



Estudios
en honor de S. Em. el cardenal A.M. Javierre Ortas (coautor)



47



1998



El
Evangelio del Padre







48



1998



Gesù
Cristo morto e risorto per noi consegna lo Spirito



Meditaciones
teológicas sobre el misterio pascual (coautor)



49



1998



Il
Vangelo del Padre







50



1998



Una
lettura cristologica della “Secunda
Clementis



¿Existencia
de influencias paulinas?



51



1999



Evangelización,
catequesis, catequistas



Una
nueva etapa para la Iglesia del tercer milenio



52



1999



La
Vergine Maria dal Rinascimento a oggi







53



1999



Missione
della Chiesa e Chiesa in missione]. Gesù Cristo, Verbo del
Padre



Ámbito
II



54



1999



La
Chiesa santa, madre di figli peccatori



Enfoque
eclesiológico e implicaciones pastorales



55



2000



Dominus
Iesus
: l’unicità
e l’universalità salvifica di Gesù Cristo e
della Chiesa



Declaración



56



2000



Gesù
Cristo e l’unicità della mediazione



(coautor)



57



2000



Gesù
Cristo, speranza del mondo



Miscelánea
en honor de Marcello Bordoni



58



2000



La
Vierge dans la catéchèse, hier et aujourd’hui



Comunicaciones
presentadas en la 55ª Sesión de la Sociedad francesa
de estudios marianos, Santuario Nuestra Señora de la
Salette, 1999 (coautor)



59



2000



Maria
e la Trinità



Espiritualidad
mariana y existencia cristiana



60



2000



Maria
nella catechesi ieri e oggi



Una
mirada histórica sintética



61



2001



Crescere
nella grazia e nella conoscenza di Gesù







62



2002



Dichiarazione
Dominus
Iesus
” (6
agosto 2000)



Estudios
(coautor)



63



2003



Maria
Madre della speranza



Por
una inculturación de la esperanza y de la misericordia.
[Parte componente de monografía]



64



2005



La
Madre del Dio vivo a servizio della vita



Actas
del 12º Coloquio internacional de mariología,
Santuario del Colle, Lenola (Latina), 30 de mayo – 1 de junio de
2002 (coautor)



65



2005



Lo
sguardo di Maria sul mondo contemporaneo



Actas
del XVII Coloquio internacional de mariología, Rovigo,
10-12 de septiembre de 2004



66



2005



Maria,
sintesi di valori



Historia
cultural de la mariología (coautor)



67



2007



Sui
sentieri di Clotilde Micheli fondatrice delle Suore degli Angeli
adoratrici della SS. Trinità



Espiritualidad
y promoción humana (coautor)



68



2007



San
Francesco Antonio Fasani apostolo francescano e culture
dell’Immacolata







69



2007



Il
vescovo maestro della fede



Desafíos
contemporáneos al magisterio de la verdad



70



2008



Gesù,
identità del cristianesimo Conoscenza
ed esperienza







71



2008



La
Dominus Iesus
e le religioni







72



2009



Catholicism
and secularism in contemporary Europe







73



2009



Futuro
presente Contributi
sull’enciclica “Spe salvi” di Benedetto XVI



(coautor)



74



2009



La
santità dei papi e di Benedetto XIII







75



2009



Maria
di Nazaret. Discepola e testimone della parola







76



2009



Reflexiones
sobre la cristología contemporánea







77



2010



I
santi nella Chiesa







78



2010



Il
celibato di Cristo nelle trattazioni cristologiche contemporanee



Reseña
crítico-sistemática



79



2010



Il
celibato di Gesù







80



2010



Il
santo di Dio. Cristologia e santità







81



2011



Dialogo
interreligioso Significato
e valore







82



2011



I
santi si specchiano in Cristo







83



2011



Istruzione
Sanctorum
mater



Presentación



84



2011



Le
cause dei santi



Subsidio
para el “Studium”



85



2011



Maria
la Theotokos.
Conoscenza ed esperienza







86



2012



I
santi testimoni della fede







87



2012



Santa
Ildegarda di Bingen







88



2012



Santi
e beati. Come
procede la Chiesa







89



2012



Testi
mariani del secondo millennio



(coautor)



90



2013



I
santi evangelizzano



Contribución
en el Sínodo de los Obispos de octubre de 2012, que
documenta la naturaleza evangelizadora indispensable de los
Santos, que gracias a su ejemplar conducta cristiana, nutrida de
fe, esperanza y caridad, se convierten así en puntos de
referencia para la Iglesia Católica y para los fieles de
todo el mundo y todas las culturas, orientándolos hacia una
vida de santidad. El volumen se divide en dos partes: en la
primera se encuentran las reflexiones doctrinales sobre el
concepto de Santidad y sobre las causas de los Santos, la segunda
parte recoge en cambio homilías, cartas y relaciones,
realizadas a lo largo de 2012, que describen la vida y la obra de
Santos, Beatos, Venerables y Siervos de Dios.



91



2013



Il
Paradiso: di che si tratta?







92



2014



Accanto
a Giovanni Paolo II



Los
amigos y colaboradores cuentan (coautor)



93



2014



I
santi profeti di speranza







94



2014



La
Santissima Eucaristia nella fede e nel diritto della Chiesa



(coautor)



95



2014



San
Pietro Favre







96



2014



Sant’Angela
da Foligno







97



2015



I
santi: apostoli di Cristo risorto







98



2015



Gregorio
di Narek. Dottore della Chiesa







99



2015



Beato
Oscar Romero







100



2015



Santa
Maria dell’incarnazione







101



2015



San
Joseph Vaz







102



2015



I
Santi apostoli di Cristo risorto







103



2016



I
santi: messaggeri di misericordia







104



2016



Misericordiosi
come il Padre



Experiencias
de misericordia en el vivido de santidad



105



2017



I
santi, ministri della carità



Contiene
consideraciones sobre la caridad y una galería de hombres y
mujeres (santos, beatos, venerables y siervos de Dios) ejemplares
por el ejercicio heroico de esta energía divina que es la
caridad



106



2017



Il
messaggio di Fatima tra carisma e profezia



Actas
del Foro Internacional de Mariología (Roma 7-9 de mayo de
2015)



107



2018



I
santi e la Madre di Dio







108



2019



Perseguitati
per la fede



Las
víctimas del nacionalsocialismo en Europa centro-oriental



109



2019



Sufficit
gratia mea



Miscelánea
de estudios ofrecidos a Su Em. el Card. Angelo Amato con ocasión
de su 80º cumpleaños



110



2019



Un’inedita
Sicilia. Eventi e personaggi da riscoprire







111



2020



Il
segreto di Tiffany Grant







112



2021



Iesus
Christus heri et hodie, ipse et in saecula



Recopilación
de contribuciones promovida por la Pontificia Universidad
Salesiana para el Card. Angelo Amato, con ocasión de sus
80º cumpleaños



113



2021



Dici
l’anticu… La cultura popolare nel paese del Gattopardo.
Proverbi di Palma di Montechiaro







114



2023



Una
Sicilia ancora da scoprire. Eventi e personaggi inediti











Paseo de los jóvenes al Paraíso (1861)

Vamos a proceder a la narración de otro hermoso sueño que tuvo don Bosco durante las noches del 3, 4 y 5 de abril del año 1861. «Varias circunstancias que en él se admiran -comenta don Juan Bonetti- convencerán plenamente al lector de que se trata de uno de esos sueños que el Señor se complace en infundir de vez en cuando a sus fieles siervos.» Bonetti y Ruffino lo describen con todo detalle tal y como nosotros lo exponemos seguidamente:

            En la noche del 7 de abril de 1861, después de las oraciones, subió don Bosco a la tribuna, desde donde solía hablar, para decir una buena palabra a los jovencitos y comenzó así:
            – Tengo algo muy curioso que contaros. Se trata de un sueño. Un sueño no es una cosa real. Os lo digo para que no le deis mayor importancia de la que merece. Antes de comenzar mi narración debo hacer algunas observaciones. Yo os lo cuento todo, de la misma manera que me agrada me digáis todas vuestras cosas. Sabéis que no tengo secretos para vosotros, pero lo que se dice aquí debe quedar entre nosotros. No me atrevería a asegurar que se haga reo de pecado quien lo contase a personas extrañas, pero es mejor que estas cosas no pasen del dintel del Oratorio. Comentadlo entre vosotros, reíd, bromead, sobre cuanto os voy a decir, cuanto os plazca, pero sólo con aquellas personas que sean de vuestra confianza y que creáis pueden sacar de ello algún provecho, si las consideráis convenientemente capacitadas para ello.
El sueño consta de tres partes; lo tuve durante tres noches consecutivas; por eso, hoy os contaré una parte y las otras dos en las noches siguientes. Lo que más admiración me produjo fue que reanudé el sueño la segunda y tercera noche en el punto preciso en que había quedado la noche precedente al despertarme.

PRIMERA PARTE
            Los sueños se tienen durmiendo y, por tanto, yo dormía al comenzar a soñar.
Algunos días antes había estado fuera de Turín, y pasé muy cerca de las colinas de Moncalieri. El espectáculo de aquellas colinas que comenzaban a cubrirse de verdor, me quedó impreso en la mente, y, por tanto, bien pudo ser que las noches siguientes, al dormir, la idea de aquel hermoso espectáculo viniese de nuevo a impresionar mi fantasía y ésta avivase en mí el deseo de dar un paseo. Lo cierto es que, en sueños contemplé una amplia y dilatada llanura: ante mis ojos se levantaba una alta y extensa colina. Estábamos todos parados cuando, de pronto, hice a mis jóvenes la siguiente propuesta:
            – Vamos a dar un buen paseo?
            – Pero, ¿adónde?
            Nos miramos los unos a los otros; reflexionamos unos instantes y después, no sé por qué causa extraña, alguno comenzó a decir:
            – Vamos al Paraíso?
            – Sí, sí; vamos a dar un paseo al Paraíso -replicaron los demás.
            – ¡Bien, bien! ¡Vamos! -exclamaron todos a una.
            Partiendo de la llanura, después de caminar un poco, nos encontramos al pie de la colina. Al comenzar a subir por un sendero ¡qué admirable espectáculo! Sobre toda la extensión que podíamos abarcar con la vista, la dilatada ladera de aquella colina estaba cubierta de bellísimas plantas de todas las especies: frágiles y bajas, fuertes y robustas; con todo, estas últimas no eran más gruesas que un brazo. Había perales, manzanos, cerezos, ciruelos, vides de variadísimos aspectos, etc., etc. Lo más singular era que en cada una de las plantas se veían flores que comenzaban a brotar y otras plenamente formadas y dotadas de bellísimos colores; frutos pequeños y verdes y otros gruesos y maduros; de forma que en aquellas plantas había cuanto de hermoso producen la primavera, el estío y el otoño. La abundancia de frutos era tal, que parecía que las ramas no podrían resistir el peso.

            Los muchachos se acercaban a mí llenos de curiosidad y me preguntaban la explicación de aquel fenómeno, pues no sabían darse razón de semejante milagro. Recuerdo que, para satisfacerles un poco, les di la siguiente respuesta:
            – Tened presente que el paraíso no es como nuestra tierra, donde cambian las temperaturas y las estaciones. Habéis de saber que aquí no hay cambio alguno; la temperatura es siempre igual, suavísima, adaptada a las exigencias de cada planta. Por eso cada una de éstas recoge en sí cuanto de hermoso y bueno hay en cada estación del año.
            Quedamos, pues, completamente extáticos, contemplando aquel jardín encantador. Soplaba una suave brisa; en la atmósfera reinaba la más completa calma; se percibía un sosiego, un ambiente de suavísimos perfumes que penetraba por todos nuestros sentidos, haciéndonos comprender que estábamos gustando de las delicias de todas aquellas frutas. Los jóvenes tomaban de aquí una pera, de allá una manzana, de acullá una ciruela o un racimo de uvas, mientras que, al mismo tiempo, seguíamos subiendo todos juntos la colina. Cuando llegamos a la cumbre creíamos estar en el Paraíso; en cambio, estábamos bien distantes de él… Desde aquella elevación, y del otro lado de una gran llanura o explanada que estaba en el centro de una extensa altiplanicie, se divisaba una montaña tan alta que su cúspide tocaba a las nubes. Por ella subía trepando trabajosamente, pero con gran celeridad, una gran multitud de gentes y en lo más elevado estaba El que invitaba a los que subían a que continuasen sin desmayo la ascensión. Veíamos a otros descender desde la cumbre a lo más bajo para ayudar a los que estaban ya muy cansados, por haber escalado un paraje difícil y escarpado. Los que, finalmente, llegaban a la meta eran recibidos con gran júbilo, con extraordinario regocijo. Todos nos dimos cuenta de que el Paraíso estaba allá y, encaminándonos hacia la altiplanicie, proseguimos después en dirección a la montaña para intentar la subida. Ya habíamos recorrido un buen trozo de camino, cuando numerosos jóvenes, emprendieron una veloz carrera, para llegar antes, se adelantaron mucho a la multitud de sus compañeros.
            Mas, antes de llegar a la falda de aquella montaña, vimos en la altiplanicie un lago lleno de sangre, de una extensión como desde el Oratorio a la Plaza Castillo. Alrededor de este lago, en sus orillas, había manos, pies, y brazos cortados; piernas, cráneos y miembros descuartizados. ¡Qué horrible espectáculo! Parecía que en aquel paraje se hubiera reñido una cruenta batalla. Los jóvenes que se habían adelantado corriendo y que habían sido los primeros en llegar, estaban horrorizados. Yo, que me encontraba aún muy lejos, y que de nada me había dado cuenta, al observar sus gestos de estupor, y que se habían detenido con una gran melancolía reflejada en sus rostros, les grité:
            – Por qué esa tristeza? ¿Qué os sucede? ¡Seguid adelante!
            – Sí? ¡Que sigamos adelante! Venga, venga a ver, -me respondieron. Apresuré el paso y pude contemplar aquel espectáculo. Todos los demás jóvenes que acababan de llegar, y que poco antes estaban tan alegres, quedaron silenciosos y llenos de melancolía. Yo, entretanto, erguido sobre la playa del lago misterioso, observaba a mi alrededor. No era posible seguir adelante. De frente, en la
orilla opuesta, se veía escrito en grandes caracteres: «PER SANGUINEM» (por sangre).
Los jóvenes se preguntaban unos a otros:
            – Qué es esto? ¿Qué quiere decir todo esto? Entonces pregunté a UNO que ahora no recuerdo quién era, el cual me dijo:
            – Aquí está la sangre vertida por tantos y tantos que alcanzaron ya la cumbre de la montaña que ahora están en el Paraíso. ¡Esta es la sangre de los mártires! ¡Aquí está la sangre de Jesucristo, con la que fueron rociados los cuerpos de aquéllos que dieron testimonio de la fe! Nadie puede ir al Paraíso sin pasar por este lago y sin ser rociado con esta sangre. Esta sangre, defensora de la Santa Montaña, representa a la Iglesia Católica. Todo aquel que intente asaltarla morirá víctima de su locura. Todas estas manos y todos estos pies truncados, estas calaveras deshechas, los miembros cortados en pedazos que veis diseminados por las orillas son los restos miserables de los enemigos que quisieron combatir contra la Iglesia. ¡Todos fueron destrozados! ¡Todos perecieron en este lago! Aquel joven, en el curso de su conversación, nombró a numerosos mártires, entre los cuales también a los soldados del Papa, caídos en el campo de batalla por defender el poder temporal del Pontificado.
            Dicho esto, señalando hacia nuestra derecha, en dirección Este, nos indicó un inmenso valle, cuatro o cinco veces más extenso que el valle de sangre, y añadió:
            – Veis allá aquel valle? Pues allá irá a parar la sangre de aquéllos que, siguiendo este camino, escalarán la montaña; la sangre de los justos, de los que morirán por la fe en los tiempos venideros.
            Yo procuraba animar a mis jóvenes, que no podían disimular el terror que los invadía al ver y escuchar aquellas cosas, diciéndoles que si moríamos mártires, nuestra sangre sería recogida en aquel valle, pero que nuestros miembros no serían arrojados a las orillas como los que habíamos visto.
            Entretanto, los muchachos se apresuraron a ponerse en marcha. Bordeando las orillas del lago, teníamos a nuestra izquierda la cumbre de la colina que habíamos cruzado y a la derecha el lago y la montaña. A cierta distancia, donde terminaba el lago de sangre, había un paraje plantado de encinas, laureles, palmeras y otras plantas diversas. Nos introdujimos en él para comprobar si era posible el acceso a la montaña; pero, he aquí que ante nuestra vista se ofreció otro nuevo espectáculo. Vimos otro lago enorme, lleno de agua, y en ella una gran cantidad de miembros partidos y descuartizados. En la orilla se veía escrito en caracteres cubitales: «PER AQUAM» (por agua).

            – Qué es esto? ¿Quién nos explicará el significado de esto?
            – En este lago está, -nos dijo UNO- el agua que brotó del costado de Jesucristo, la cual fue poca en cantidad, pero aumentó en forma considerable y sigue aumentando y aumentará en el futuro. Esta es el agua del Santo Bautismo, con el cual fueron lavados y purificados los que escalaron ya esta montaña y con la que deberán ser bautizados y purificados los que han de subir a ella en el porvenir. En ella tendrán que ser bañados todos aquellos que quieran ir al Paraíso. Al Paraíso se llega, o por medio de la inocencia o por medio de la penitencia. Nadie puede salvarse sin haberse bañado en esta agua.

            Seguidamente, señalando los restos humanos, prosiguió:
            – Estos miembros pertenecen a aquellos que atacaron a la Iglesia en el tiempo presente.
            Seguidamente vimos mucha gente y también a algunos de nuestros jóvenes caminando sobre las aguas con una celeridad extraordinaria; con una rapidez, que apenas si tocaban la superficie con la punta de los pies y, casi sin mojarse, llegaban a la otra orilla.
            Nosotros contemplábamos atónitos aquel portento, cuando nos fue dicho:
            – Estos son los justos, porque el alma de los santos, cuando está separada del cuerpo, y el mismo cuerpo cuando está glorificado, no sólo puede caminar ligera y velozmente sobre el agua, sino también volar por el mismo aire.
            Entonces, todos los jóvenes desearon correr sobre las aguas del lago, como aquéllos a los cuales habían visto. Después me miraron como para interrogarme con la mirada, pero ninguno se atrevía a iniciar la marcha. Yo les dije:
            – Por mi parte, no me atrevo; es una temeridad creerse tan justos como para poder cruzar sobre esas aguas sin hundirse.
            Entonces todos exclamaron:
            – ¡Si usted no se atreve, mucho menos nosotros!
            Proseguimos adelante, siempre girando alrededor de la montaña, cuando he aquí que llegamos a un tercer lago, amplio como el primero y lleno de fuego, en el cual se veían trozos de miembros humanos despedazados. En la orilla opuesta se leía un cartel: «PER IGNEM» (por fuego).

            – Aquí, nos dijo el mismo intérprete, está el fuego de la caridad de Dios y de los santos; las llamas del amor y del deseo, por las que deben pasar los que no lo hicieron por la sangre y el agua. Este es también el fuego con que fueron atormentados y consumidos por los tiranos los cuerpos de tantos mártires. Muchos son los que tuvieron que pasar por aquí para llegar a la cumbre de la montaña. Estas llamas servirán también de suplicio a los enemigos de la Iglesia. Por tercera vez veíamos triturados a los enemigos del Señor en el campo de sus derrotas.

            Nos apresuramos, pues, a seguir adelante y del lado de allá de este lago vimos otro a manera de amplísimo anfiteatro que ofrecía un aspecto aún más horrible. Estaba lleno de bestias feroces, de lobos, osos, tigres, leones, panteras, serpientes, perros, gatos y otros muchísimos monstruos que estaban con sus fauces abiertas prestos a devorar a quien se acercase. Vimos mucha gente caminando sobre sus cabezas. Algunos jóvenes comenzaron a correr sobre ellos, pasando sin temor sobre las cabezas de aquellas alimañas sin sufrir el menor daño. Yo quise llamarlos, y les gritaba con todas mis fuerzas.
            – ¡No! ¡Por caridad! ¡Deteneos! ¡No prosigáis! ¿No veis cómo esos animales están dispuestos a destrozaros y devoraros después? Pero mi voz no fue escuchada y continuaron caminando sobre los dientes y sobre las cabezas de aquellos animales, como sobre la más segura de las sendas. El intérprete de siempre me dijo entonces: -Estos animales son los demonios, los peligros y los lazos del mundo. Los que pasan impunemente sobre las cabezas de las alimañas son las almas justas, los inocentes. ¿No recuerdas que está escrito? Super aspidem et basiliscum ambulabunt et conculcabunt leonem et draconem? (¿Caminarán sobre el áspid y el basilisco y pisotearán al león y al dragón?). A estas almas se refería el profeta David. Y en el Evangelio se lee: Ecce dedi vobis potestatem calcandi supra serpentes et scorpiones et super omnem virtutem inimici: et nihil vobis nocebit. (He aquí que os he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y sobre los más esforzados enemigos, y no os harán el menor daño).
Entonces nos preguntamos:

            – Cómo haremos para pasar al lado de allá? ¿Tendremos que caminar también nosotros sobre esas horribles cabezas?
            – ¡Sí, sí, vamos! -me dijo uno.
            – ¡Oh! Yo no me siento con valor para hacerlo -respondí-, sería una presunción el suponerse tan justo como para poder pasar ileso sobre
las cabezas de esos monstruos feroces. Id vosotros, si queréis; yo no voy.
Y los muchachos volvieron a exclamar:
            – ¡Ah, si usted no se atreve, mucho menos nosotros!
            Nos alejamos del lago de las bestias y a poco contemplamos una extensa zona de terreno, ocupada por una gran muchedumbre. Parecía o era realidad que a algunos les faltaban las narices, a otros las orejas, algunos tenían la cabeza cortada; quienes estaban sin brazos; éstos sin piernas, aquéllos sin manos o sin pies. Unos no tenían lengua y a otros les habían sacado los ojos. Los jóvenes estaban maravillados de ver a toda aquella pobre gente tan mal parada, cuando UNO nos dijo:
            – Estos son los amigos de Dios; los que por salvarse mortificaron sus sentidos: el oído, la vista, la lengua, haciendo además muchas obras buenas. Gran número de ellos perdieron las partes del cuerpo de que se ven privados, por las grandes obras de penitencia a que se entregaron o por el trabajo a que se dieron en aras de amor a Dios o al prójimo. Los de la cabeza cortada son los que se consagraron al Señor de una manera particular.
Mientras considerábamos estas cosas, vimos una gran muchedumbre de personas, parte de las cuales habían atravesado el lago y subían la montaña poniéndose en contacto con otros que, habiendo llegado antes a la cumbre, descendían para darles la mano y les animaban a que subiesen. Después, éstos aplaudían exclamando:
            – ¡Bien! ¡Bravo! Al oír aquel ruido de aplausos y aquellas voces, me desperté y me di cuenta de que estaba en la cama.
Esta es la primera parte del sueño, esto es, lo que soñé la primera noche. En la noche del 8 de abril don Bosco se presentó ante los muchachos que estaban deseosos de oír la continuación del sueño. Comenzó recordando la prohibición de ponerse las manos encima y también les prohibió moverse de sitio en la sala de estudio y dar vueltas de acá para allá, yendo de una a otra mesa. Y añadió:
            – El que deba salir del estudio por cualquier motivo, pida siempre permiso al jefe de la mesa. El siervo de Dios se dio cuenta de la impaciencia de los jóvenes y, echando una mirada a su alrededor, prosiguió, después de una breve pausa, con aspecto sonriente:

SEGUNDA PARTE
            ¡Recordaréis que había un gran lago que había de llenarse de sangre, al fondo del valle, cerca del primer lago! Después de haber contemplado las varias escenas anteriormente descritas y de recorrer la altiplanicie de que os hablé, nos encontramos ante un paso libre por el que poder proseguir nuestro camino. Proseguimos, pues, adelante mis muchachos y yo, a través de un valle que nos llevó a una gran plaza. Penetramos en ella; la entrada de dicha plaza era ancha y espaciosa, pero después se iba estrechando cada vez más, de forma que, al fondo, cerca ya de la montaña, terminaba en un sendero abierto entre dos rocas, por el que apenas si podía pasar un hombre. La plaza estaba llena de gente alegre que se divertía despreocupadamente, dirigiéndose al mismo tiempo al sendero que llevaba a la montaña. Nosotros nos preguntábamos unos a otros:
            – Será éste el camino que conduce al Paraíso?
            Entre tanto, los que se encontraban en aquel lugar se dirigían uno tras otro con la idea de pasar por aquella angostura, y para conseguirlo tenían que recogerse bien las ropas, encoger los miembros cuanto podían e incluso abandonar el equipaje o cuanto llevaban consigo. Esto me dio a entender que, en realidad, aquél era el camino del Paraíso, puesto que para ir al cielo no basta solamente estar libre de pecado, sino también de todo pensamiento, de todo afecto terrenal, según el dicho del Apóstol: Nihil coinquinatum intrabit in ea. (Nada contaminado entrará en ella).
            Nosotros estuvimos observando a los que pasaban por espacio como de una hora. Pero ¡cuán necio fui! En vez de intentar el paso de aquel sendero, preferimos volver atrás para ver lo que había al otro lado de la plaza. Habíamos divisado otra muchedumbre de gente en aquel lugar y deseábamos saber qué era lo que hacían. Atravesamos, pues, por un camino muy ancho y cuyo fin no podía ser apreciado por el ojo humano. Allí contemplamos un extraño espectáculo. Vimos a numerosos hombres y también a bastantes de nuestros jóvenes uncidos con animales de diversas especies. Algunos estaban emparejados con bueyes. Yo pensaba: -Qué querrá decir esto? Entonces recordé que el buey es el símbolo de la pereza, y deduje que aquellos jóvenes eran los perezosos. Los conocía a todos: eran los lentos, los flojos en el cumplimiento de sus deberes. Y al verlos me decía a mí mismo: -Sí, sí; les está muy bien empleado. No quieren hacer nada y ahora tienen que soportar la compañía de ese animal.
            Vi a otros uncidos con asnos. Eran los testarudos. Así emparejados tenían que soportar pesadas cargas o pacer en compañía de aquellos animales. Eran los que no hacían caso de los consejos ni de las órdenes de los superiores. Vi a otros uncidos con mulos y con caballos y recordé lo que dice el Señor: Factus est sicut equus et mulus quibus non est intelectus. (Hízose como caballo y mulo, que no tienen inteligencia). Eran los que no quieren pensar nunca en las cosas del alma: los desgraciados sin seso.
            Vi a otros que pacían en compañía de los puercos: se revolcaban en las inmundicias y en el fango como esos animales y como ellos hozaban en el cieno. Eran los que se alimentan solamente de cosas terrenas; los que viven entregados a las bajas pasiones; los que están alejados del Padre Celestial. ¡Oh lamentable espectáculo! Entonces me acordé de lo que dice el Evangelio del Hijo pródigo: que quedó reducido al más miserable de los estados luxuriose vivendo (viviendo lujuriosamente).

            Vi después a muchísima gente y a numerosos jóvenes en compañía de gatos, perros, gallos, conejos, etc.; o sea, a los ladrones, a los escandalosos, a los soberbios, a los tímidos por respeto humano, y así sucesivamente. Al contemplar esta variedad de escenas, nos dimos cuenta de que el gran valle representaba el mundo. Observé detenidamente a cada uno de aquellos jóvenes y desde allí nos dirigimos a otro lugar también muy espacioso, que formaba parte de la inmensa llanura. El terreno ofrecía un poco de pendiente, de forma que caminábamos casi sin darnos cuenta.

            A cierta distancia vimos que el paraje tomaba el aspecto de un jardín y nos dijimos:
            – Vamos a ver qué es aquello?
            – ¡Vamos! -exclamaron todos.
            Y comenzamos a encontrar hermosísimas rosas encarnadas.
            – ¡Oh, qué bellas rosas! ¡Oh, qué bellas rosas! -gritaban los jóvenes mientras corrían a cortarlas-. Pero, apenas las tuvieron en sus manos, se dieron cuenta de que despedían un olor desagradable en extremo. Los muchachos no pudieron disimular su desagrado. Vimos también numerosísimas violetas, en apariencia lozanas y que creímos despedirían agradable fragancia; pero cuando nos acercamos a cortarlas para formar algunos ramilletes, nos dimos cuenta de que sus tallos estaban marchitos y que despedían un olor hediondo.

            Proseguimos siempre adelante y he aquí que nos encontramos en unos encantadores bosquecillos cubiertos de árboles tan cargados de frutos que era un placer el contemplarlos. En especial, los manzanos, ¡qué deliciosa apariencia tenían! Un joven corrió inmediatamente y cortó de una rama una hermosa fruta de apariencia fragante y madura, mas apenas le hubo clavado los dientes, la arrojó indignado lejos de sí. Estaba llena de tierra y de arena y al gustarla sintió deseos de vomitar.
            – Pero, ¿qué es esto? -nos preguntamos.
            Uno de nuestros jóvenes, cuyo nombre no recuerdo, nos dijo: -Esto significa la belleza y la bondad aparente del mundo. ¡Todo en él es insípido, engañoso!
Mientras estábamos pensando adónde nos conduciría nuestro sendero, nos dimos cuenta de que el camino que llevábamos descendía casi insensiblemente. Entonces un jovencito observó:
            – Por aquí vamos bajando cada vez más; me parece que no vamos bien.
            – Ya veremos -le respondí.
            Y seguidamente apareció una muchedumbre incalculable que corría por aquel mismo camino que llevábamos nosotros. Unos iban en coche, otros a caballo, otros a pie. Algunos saltaban, brincaban, cantaban y danzaban al son de la música y al compás de los tambores. El ruido y la algarabía eran ensordecedores.
            – Vamos a detenernos un poco -nos dijimos- y observemos a esta gente antes de proseguir en su compañía.
            Entonces un joven descubrió en medio de aquella multitud a algunos que parecían dirigir a cada una de las comparsas. Eran individuos de agradable apariencia, vestidos de una manera elegante, pero por debajo del sombrero asomaban los cuernos. Aquella llanura, pues, era el mundo pervertido dirigido por el maligno. Est via quae videtur recta, et novissima ejus ducunt ad mortem. (Es un camino que al hombre parece recto, pero sus postrimerías conducen a la muerte, Prov 16, 25). De pronto UNO nos dijo:
            – Mirad cómo los hombres van a parar al infierno casi sin darse cuenta de ello.
Después de haber contemplado esto y de oír estas palabras, llamé a los jóvenes que iban delante de mí, los cuales vinieron a mi encuentro corriendo y gritando.
            – ¡Nosotros no queremos seguir por ahí!
            Y seguidamente volvieron precipitadamente hacia atrás deshaciendo el camino recorrido y dejándome solo.
            – Sí, tenéis razón -les dije cuando me uní a ellos-; huyamos pronto de aquí; volvamos atrás; de otra manera, sin darnos cuenta, iremos también a parar al infierno.

            Quisimos, pues, volver a la plaza de la que habíamos partido y seguir el sendero que nos conduciría a la montaña del Paraíso; pero cuál no sería nuestra sorpresa cuando, tras un largo caminar, nos encontramos en un prado. Nos volvimos a una y otra parte sin lograr orientarnos.

Algunos decían:
            – Hemos equivocado el camino.
Otros gritaban:
            – No; no nos hemos equivocado: el camino es éste. Mientras los jóvenes discutían entre sí y cada uno quería mantener el propio parecer, yo me desperté.
Esta es la segunda parte del sueño correspondiente a la segunda noche. Mas, antes de que os retiréis, escuchad. No quiero que deis importancia a mi sueño, pero recordad que los placeres que conducen a la perdición no son más que aparentes; sólo ofrecen la belleza exterior. Estad en guardia contra aquellos vicios que nos hacen semejantes a los animales, hasta el punto de emparejarnos con ellos; ¡especialmente cuidado con ciertos pecados que nos asemejan a los animales inmundos! ¡Oh, cuán deshonroso es para una criatura racional, tener que ser comparada, a los bueyes y a los asnos! ¡Cuán abominable es para quien fue creado a imagen y semejanza de Dios y constituido heredero del Paraíso, revolcarse en el fango como los cerdos al cometer aquellos pecados que la Escritura señala al decir: ¡Luxuriose vivendo!

            Solamente os he contado las circunstancias principales del sueño y de forma resumida; pues, si os lo hubiese expuesto tal y como fue, hubiera sido demasiado largo. Igualmente, ayer por la noche solamente os hice un resumen de cuanto vi. Mañana os contaré la tercera parte.

            En efecto: en la noche del sábado 9 de abril, don Bosco continuaba la narración.

TERCERA PARTE
            No querría contaros mis sueños. Antes de ayer, apenas hube comenzado mi narración, me arrepentí de la promesa que os hice; y yo habría deseado no haber dado principio a la exposición de lo que deseáis saber. Pero he de decir que si callo, guardando mi secreto para mí, sufro mucho, y, en cambio, publicándolo, me proporciono un desahogo que me hace mucho bien. Por tanto, proseguiré el relato. Mas antes he de advertir que, en las noches precedentes, hube de suprimir muchas cosas, de las que no era conveniente hablaros, pasando por alto otras, que se pueden ver con los ojos, pero que no se pueden expresar con palabras. Después de contemplar, pues, como de corrida, todas aquellas escenas ya descritas; después de haber visto lugares diversos y las maneras de ir al infierno, nosotros queríamos a toda costa llegar al Paraíso. Pero yendo de una parte a otra, nos desviamos del camino, atraídos por otras cosas. Finalmente, después de adivinar la senda que debíamos seguir, llegamos a la plaza en la que había concentrada tanta gente, toda ella dispuesta a llegar a la montaña; me refiero a aquella plaza de tan colosales proporciones que terminaba en un paso estrecho y difícil entre dos rocas. El que lo atravesaba, apenas había salido a la otra parte, debía pasar un puente bastante largo, muy estrecho y sin barandilla, debajo del cual se abría un espantoso abismo.
            – ¡Oh! Allá está el camino que conduce al Paraíso -nos dijimos-; aquél es. ¡Vamos!
Y nos dirigimos hacia él. Algunos jóvenes comenzaron a correr dejándonos atrás. Yo hubiera querido que me esperasen, pero ellos estaban empeñados en llegar antes que nosotros; mas al llegar al paso estrecho, se detuvieron asustados sin atreverse a seguir adelante. Yo les animaba, incitándoles a pasar:

            – ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Qué hacéis?
            – Sí, sí -me respondieron-; venga usted y haga la prueba. Nos estremece la idea de tener que pasar por un lugar tan estrecho y después tener que atravesar el puente; si diésemos un paso en falso, caeríamos dentro de aquellas aguas turbulentas, encajonadas en el abismo, y nadie daría ya con nosotros.
Pero, finalmente, hubo uno que se decidió a ser el primero en avanzar, siguiéndole después otro, y así todos pasamos del lado de allá, encontrándonos al pie de la montaña. Dispuestos a emprender la subida no encontramos sendero alguno que nos la facilitase, y, al bordear la falda, nos salieron al paso multitud de dificultades e impedimentos. Unas veces era una serie de macizos desordenadamente dispuestos; otras, una roca que era necesario salvar; ora, un precipicio; ya, un seto espinoso que se oponía a nuestro paso. La subida se ofrecía cada vez más empinada, por lo que nos dimos cuenta de que era grande la fatiga que nos aguardaba. A pesar de ello, no nos desanimamos, comenzando la escalada con el mayor denuedo. Después de un corto espacio de penosa ascensión, en la que lo mismo nos servíamos de las manos que de los pies, ayudándonos recíprocamente, los obstáculos comenzaron a desaparecer y, al fin nos encontramos ante un sendero practicable por el que pudimos subir cómodamente.
            Cuando he aquí que llegamos a cierto lugar de la montaña en el que vimos a numerosa gente que sufría de manera horrible; grande fue nuestra sorpresa y compasión al observar tan extraño espectáculo. No os puedo decir lo que vi, porque os causaría una pena demasiado intensa y, por otra parte, no seríais capaces de resistir mi descripción. Nada, pues, os diré sobre esto, prosiguiendo adelante mi relato.
            Entre tanto vimos también a otras numerosas personas que subían por las laderas de la montaña hasta llegar a la cumbre, donde eran acogidas por los que las aguardaban con manifestaciones de júbilo y grandes aplausos. Al mismo tiempo, oímos una música verdaderamente divina: un conjunto de voces dulcísimas que modulaban suavísimos himnos. Esto nos animaba más y más a continuar la subida. Mientras proseguíamos adelante yo pensaba y les decía a mis muchachos:
            – ¿Pero nosotros que queremos llegar al Paraíso, estamos ya muertos? Siempre he oído decir que antes es necesario ser juzgado. ¿Y nosotros hemos sido juzgados?
            – No -me respondieron-. Nosotros estamos todavía vivos; aún no hemos sido juzgados. Y reíamos al hacer tales comentarios.
            – Sea como fuere -volví a decir-; vivos o muertos prosigamos adelante para poder ver lo que hay allá arriba; algo habrá. Y aceleramos la marcha.
            A fuerza de caminar, llegamos por fin a la cumbre de la montaña. Los que estaban ya en la cima, se aprestaban a festejar nuestra llegada, cuando me volví hacia atrás para comprobar si estaban conmigo todos los jóvenes; pero con gran dolor pude constatar que me encontraba casi solo. De todos mis compañeros, sólo tres o cuatro habían permanecido junto a mí.
            – Y los demás? -pregunté, mientras me detenía bastante contrariado.
            – ¡Oh! -me dijeron-; se han quedado por el camino, quienes, en una parte, quienes en otra; pero tal vez lleguen aquí. Miré hacia abajo y los vi esparcidos por la montaña, entretenidos unos en buscar caracoles entre las piedras; otros, en hacer ramos de flores silvestres; éstos, en arrancar frutas verdes; aquéllos, en perseguir mariposas; algunos, en perseguir grillos, no faltando quienes se habían sentado a descansar sobre un matorral bajo la sombra de una planta. Entonces comencé a gritar con todas mis fuerzas mientras me descoyuntaba los brazos por atraer la atención de aquellos muchachos, llamándoles al mismo tiempo a cada uno por su nombre, incitándoles a que se diesen prisa, pues no era aquel el momento más oportuno para detenerse. Algunos atendieron a mis indicaciones, llegando a ocho los que se juntaron a mí, pero los demás no me hicieron caso y continuaron ocupados en aquellas bagatelas, sin preocuparse de momento por escalar la cumbre. Yo no quería de ninguna manera llegar al Paraíso con tan exiguo acompañamiento; por eso, resuelto a ir en busca de los remisos, dije a los que me acompañaban:
            – Voy a bajar en busca de aquéllos; quedaos vosotros aquí.
            Dicho y hecho. A cuantos encontraba en mi bajada les ordenaba proseguir hacia arriba. A unos les hacía una advertencia; a otros, un amable reproche; a éste le daba una reprimenda; a aquél, una palmada; al otro, un empujón.
            – Seguid para arriba, por caridad -les decía afanosamente-; no os detengáis con esas bagatelas. De esta manera al encontrarme de nuevo al pie de la montaña ya había avisado a casi todos y me encontraba entre las breñas del monte que habíamos subido con tanto trabajo. Vi a algunos que, cansados por la fatiga de la ascensión y desanimados por lo que aún les quedaba por escalar, habían resuelto volver hacia abajo. Por mi parte, determiné emprender de nuevo la subida para reunirme con los jóvenes que habían quedado en la cumbre, pero tropecé con una piedra y me desperté.
            Ya os he contado el sueño. Sólo deseo de vosotros dos cosas. Os vuelvo a repetir que no contéis fuera de casa, a ninguna persona extraña, nada de cuanto os he dicho; pues, si algún extraño oyese estas cosas, tal vez las tomaría a risa. Yo os las cuento para haceros pasar un rato agradable. Comentad, pues, el sueño entre vosotros cuanto queráis, pero deseo que no le deis más importancia que la que se puede dar a los sueños. Además, quiero recomendaros otra cosa y es, que ninguno venga a preguntarme si estaba o no estaba, quién era o quién no era; qué hacía o qué dejaba de hacer, si se hallaba entre los pocos o entre los muchos, qué lugar ocupaba, etc.; porque sería repetir la música de este invierno. El contestar a tantas preguntas podría ser para algunos más perjudicial que útil y yo no quiero inquietarlas conciencias.
            Solamente os quiero hacer presente que, si el sueño no hubiese sido un sueño, sino una realidad, y en verdad hubiésemos tenido que morir entonces, entre tantos jóvenes como estáis aquí reunidos; si nos hubiésemos dirigido al Paraíso, sólo un número insignificante habría llegado a la meta. De setecientos o tal vez ochocientos, quizá tres o cuatro. Pero, no os alarméis; entendámonos. Os explicaré esta exorbitante desproporción: quiero decir que sólo tres o cuatro habrían llegado directamente al Paraíso, sin pasar algún tiempo por las llamas del Purgatorio. Algunos permanecerían en este lugar de expiación algunos minutos; otros, tal vez un día; otros, varios días o varias semanas; en resumen, que casi todos tenían que pasar un período más o menos largo allí. ¿Queréis saber qué es lo que hay que hacer para evitar el Purgatorio? Procurad ganar todas las indulgencias que podáis. Si practicáis aquellas devociones a las que van anejas indulgencias, tras cumplir los requisitos señalados se entiende; si ganáis indulgencias plenarias, iréis directamente al Paraíso.
            Don Bosco no dio de este sueño explicación alguna personal y práctica a cada uno de los alumnos, como en otras ocasiones; haciendo muy contadas reflexiones sobre las distintas escenas presentadas en el mismo. No era cosa fácil el hacerlo. Se trataba, como probaremos más adelante, de ideas plasmadas en múltiples cuadros; que lo mismo se sucedían unas a otras que aparecían simultáneamente, representando el Oratorio del presente y del futuro; a todos los alumnos de entonces en el Oratorio y a los que vendrían después, con su retrato moral y su suerte en el porvenir; a la Pía Sociedad Salesiana con su crecimiento, sus peripecias y azares; a la Iglesia Católica con las odiosas persecuciones preparadas por sus enemigos, y los triunfos que alcanzaría; y así sucesivamente con referencia a otros hechos particulares o generales.
            Ante perspectivas tan amplias, entrelazándose y confundiéndose, en el desarrollo de las escenas, hechos, personas y cosas, no podía don Bosco, no sabía exponer por entero lo que se había desarrollado tan vivamente ante su imaginación; y era conveniente, y aun justo, callar muchas cosas o manifestarlas sólo a personas prudentes, a las que podía servir este secreto de consuelo o de aviso.
            Así, pues, al exponer don Bosco a los muchachos varios sueños, de los que a su tiempo tendremos que hablar, elegía lo que les podía ser más útil, por ser ésta la intención del que inspiraba aquellas misteriosas revelaciones. Pero, de vez en cuando, don Bosco, por la honda impresión que había recibido, y también por el estudio de la selección, aludía confusamente y de pasada a otros hechos, cosas, e ideas, a veces diríase que incoherentes y ajenas a su relato, pero que revelaban ser mucho más lo que callaba que lo que decía.
            Esto había hecho precisamente en aquellos días al describir su magnífico paseo; y nosotros trataremos de explicarlo brevemente, ya con algunas palabras de don Bosco, ya con algunas reflexiones nuestras, que sometemos al discreto examen de los lectores. Diremos pues:
1.° La colina que don Bosco encuentra al principio de su camino, parece que representa el Oratorio. Prevalece en ella una vegetación joven. No existen árboles añosos de tronco alto y grueso. En todas las estaciones se recogen flores y frutos; lo mismo sucederá en el Oratorio. Este, como todas las obras de Dios, se mantiene de la beneficencia, de la cual dice el Eclesiástico en el Capítulo XL, que es como un jardín bendecido por Dios que da preciosos frutos; frutos de inmortalidad, semejante al Paraíso terrenal; entre los demás árboles estaba el árbol de la vida.
2.° El que sube a la montaña es el hombre dichoso descrito en el Salmo LXXXIII, cuya fortaleza radica toda en el Señor. A pesar de encontrarse en esta tierra, en este valle de lágrimas, ascensiones in corde suo disposuit (determinó en su corazón subir), está dispuesto a subir continuamente hasta llegar al tabernáculo del Altísimo, o sea, al cielo. Y en su compañía otros muchos. Y el legislador, Jesucristo, le bendecirá, le colmará de gracias celestiales e irá de virtud en virtud y llegará a ver a Dios en la bienaventurada Sión y será eternamente feliz.
3.° Los lagos son como el compendio de la historia de la Iglesia. Aquellos miembros innumerables, que se veían descuartizados a las orillas de los mismos, pertenecen a los perseguidores de la Iglesia, a los herejes, a los cismáticos y a los cristianos rebeldes. De ciertas palabras del sueño se deduce que don Bosco había visto algunos acontecimientos presentes y futuros. A unos cuantos en privado -dice la crónica- al hablarles el siervo de Dios de aquel valle vacío, que estaba del otro lado del lago de sangre, les dijo:

            Ese valle se ha de llenar especialmente con la sangre de los sacerdotes y pudiera ser que pronto.
            Estos días -continúa la crónica- don Bosco ha ido a visitar al Cardenal De Angelis. Su Eminencia le dijo:
            – Cuénteme algo que me cause alegría.
            – Le contaré un sueño. -le replicó don Bosco.»-Le escucharé con sumo gusto.
            El siervo de Dios comenzó a narrar lo que anteriormente hemos descrito, pero con mayor número de detalles y consideraciones; pero, al llegar a la descripción del lago de sangre, el Cardenal se tornó serio y melancólico. Entonces don Bosco interrumpió el relato diciendo:
            – ¡Aquí termino!
            – Prosiga, prosiga -le dijo el Cardenal.
            – Basta, ya basta -concluyó don Bosco y prosiguió hablando de cosas amenas.»
4.° La escena que representa el paso estrechísimo entre las dos rocas, el puentecillo de madera, símbolo de la Cruz de Jesucristo, la seguridad de pasar a la otra parte en quien está sostenido por la fe, el peligro de caer en el precipicio al avanzar sin rectitud de intención, los obstáculos de toda suerte hasta llegar al lugar en que el sendero se hace más practicable; todo esto, si no estamos en un error, se refiere a las vocaciones religiosas. Los que estaban en la plaza debían ser jovencitos llamados por Dios a servirle en la Sociedad Salesiana. En efecto, se hace constar que la gente que estaba esperando en el momento de entrar por el sendero que conducía al Paraíso, estaba contenta, parecía feliz y se divertía: características todas aplicadas de una manera especial a la juventud. Añadamos que, al subir la montaña, unos se detenían y otros volvían atrás. ¿No representa esto el enfriamiento en la propia vocación? Don Bosco dio a esta parte del sueño un significado que indirectamente podía aplicarse a la vocación, pero no creyó oportuno hablar más explícitamente de ello.
5.° En la montaña, apenas vencidos los obstáculos que se ofrecieron en su falda, el siervo de Dios vio una multitud víctima del sufrimiento. «Algunos le preguntaron privadamente -escribe don Juan Bonetti- y él les respondió:
Este lugar representa al Purgatorio. Si tuviese que hacer una plática sobre dicho tema, no haría más que describir lo que vi. Son cosas que meten miedo. Sólo diré que, entre las diversas clases de tormentos, vi a unos que eran aplastados por prensas; debajo de las cuales veíanse asomar las manos, los pies, la cabeza y los ojos se les salían de las órbitas. Quedaban deslomados, triturados e infundían un terror indescriptible en el corazón de quien los miraba.»

            Añadimos una postrera e importante observación, aplicable a este sueño y a todos los demás. En estos sueños o visiones, por así llamarlos, entra casi siempre en escena un personaje misterioso que hace de guía y de intérprete a don Bosco. -Quien podrá ser? He aquí la parte más sorprendente y bella de estos sueños que don Bosco, tras narrarlos, conservaba en el secreto de su corazón.

(MB IT VI, 864-882 / MB ES VI,853-666)




Santidad salesiana 2024

Cada año, el postulador para las causas de los santos de la Congregación Salesiana, don Pierluigi Cameroni, publica el “Dossier Postulación General Salesianos de Don Bosco – 2024”, que presenta la lista actualizada de los santos y beatos correspondientes al año que acaba de pasar. En esta edición, además de la lista actualizada, encontramos también el nuevo cartel dedicado a estos testigos de la fe salesiana. Les proponemos una panorámica de los nombres incluidos en el dossier y de las principales actividades de la Postulación previstas para 2024, para continuar difundiendo el espíritu de Don Bosco y la devoción hacia sus santos y beatos.

«No olvidemos que son precisamente los santos los que impulsan y hacen crecer a la Iglesia»
(Papa Francisco).

«De ahora en adelante, que sea nuestro lema: que la santidad de los hijos sea prueba de la santidad del padre».
(Don Rúa)

Es necesario expresar una profunda gratitud y alabanza a Dios por la santidad ya reconocida en la Familia Salesiana de Don Bosco y por la que está en proceso de reconocimiento. El resultado de una Causa de Beatificación y Canonización es un acontecimiento de extraordinaria importancia y valor eclesial. De hecho, se trata de discernir la fama de santidad de un bautizado, que ha vivido las bienaventuranzas del Evangelio en grado heroico o que ha dado su vida por Cristo.

Desde Don Bosco hasta nuestros días se atestigua una tradición de santidad a la que hay que prestar atención, porque es la encarnación del carisma que nació de él y que se expresó en una pluralidad de estados de vida y de formas. Se trata de hombres y mujeres, jóvenes y adultos, consagrados y laicos, obispos y misioneros que, en contextos históricos, culturales y sociales diferentes en el tiempo y en el espacio, han hecho brillar con una luz singular el carisma salesiano, representando un patrimonio que desempeña un papel eficaz en la vida y en la comunidad de los creyentes y para las personas de buena voluntad.

1. Lista a 31 de diciembre de 2024
Nuestra Postulación involucra a 179 Santos, Beatos, Venerables, Siervos de Dios.
Las Causas seguidas directamente por la Postulación son 61 (+ 5 extra).

SANTOS (10)
San Juan Bosco, presbítero (fecha de canonización: 1 de abril de 1934) – (Italia)
San José Cafasso, presbítero (22 de junio de 1947) – (Italia)
Santa María D. Mazzarello, virgen (24 de junio de 1951) – (Italia)
Santo Domingo Savio, adolescente (12 de junio de 1954) – (Italia)
San Leonardo Murialdo, presbítero (3 de mayo de 1970) – (Italia)
San Luigi Versiglia, obispo, mártir (1 de octubre de 2000) – (Italia – China)
San Calixto Caravario, presbítero, mártir (1 de octubre de 2000) – (Italia – China)
San Luigi Orione, presbítero (16 de mayo de 2004) – (Italia)
San Luigi Guanella, presbítero (23 de octubre de 2011) – (Italia)
San Artémides Zatti, religioso (9 de octubre de 2022) – (Italia – Argentina)

BEATOS (117)
Beato Miguel Rúa, presbítero (fecha de beatificación: 29 de octubre de 1972) – (Italia)
Beata Laura Vicuňa, adolescente (3 de septiembre de 1988) – (Chile – Argentina)
Beato Filippo Rinaldi, presbítero (29 de abril de 1990) – (Italia)
Beata Magdalena Morano, virgen (5 de noviembre de 1994) – (Italia)
Beato José Kowalski, sacerdote, mártir (13 de junio de 1999) – (Polonia)
Beato Francisco Kęsy, laico, y 4 compañeros mártires (13 de junio de 1999) – (Polonia)
            Czesław Jóźwiak, laico
            Edward Kaz ́mierski, laico
            Clínica Edward, laico
            Jarogniew Wojciechowski, laico
Beato Pío IX, Papa (3 de septiembre de 2000) – (Italia)
Beato José de Calasanz, presbítero, y 31 compañeros mártires (11 de marzo de 2001) – (España)
            Antonio María Martín Hernández, sacerdote
            Recaredo de los Ríos Fabregat, sacerdote
            Julián Rodríguez Sánchez, sacerdote
            José Jiménez López, sacerdote
            Agustín García Calvo, coadjutor
            Juan Martorell Soria, sacerdote
            Santiago Buch Canal, coadjutor
            Pedro Mesonero Rodríguez, clérigo
            José Otín Aquilué, sacerdote
            Álvaro Sanjuán Canet, sacerdote
            Francisco Bandrés Sánchez, sacerdote
            Sergio Cid Pazo, sacerdote
            José Batalla Parramó, sacerdote
            José Rabasa Bentanachs, coadjutor
            Gil Rodicio Rodicio, coadjutor
            Ángel Ramos Velázquez, coadjutor
            Felipe Hernández Martínez, clérigo
            Zacarias Abadía Buesa, clérigo
            Santiago Ortiz Alzueta, coadjutor
            Saverio Bordas Piferrer, clérigo
            Feliz Vivet Trabal, clérigo
            Miguel Domingo Cendra, clérigo
            José Caselles Moncho, sacerdote
            José Castell Camps, presbítero
            José Bonet Nadal, sacerdote
            Santiago Bonet Nadal, sacerdote
            Alejandro Planas Saurí, colaborador laico
            Eliseo García García, coadjutor
            Julio Junyer Padern, sacerdote
            María Carmen Moreno Benítez, vírgen
            María Amparo Carbonell Muñoz, vírgen
Beato Luigi Variara, presbítero (14 de abril de 2002) – (Italia – Colombia)
Beata María Romero Meneses, virgen (14 de abril de 2002) – (Nicaragua – Costa Rica)
Beato Augusto Czartoryski, presbítero (25 de abril de 2004) – (Francia – Polonia)
Beata Eusebia Palomino, virgen (25 de abril de 2004) – (España)
Beata Alejandrina M. Da Costa, laica (25 de abril de 2004) – (Portugal)
Beato Alberto Marvelli, laico (5 de septiembre de 2004) – (Italia)
Beato Bronislao Markiewicz, presbítero (19 de junio de 2005) – (Polonia)
Beato Henry Saiz Aparicio, presbítero y 62 compañeros mártires (28 de octubre de 2007) – (España)
            Feliz González Tejedor, sacerdote
            Juan Codera Marqués, coadjutor
            Virgilio Edreira Mosquera, clérigo
            Paolo Gracia Sánchez, coadjutor
            Carmelo Giovanni Pérez Rodríguez, suddiácono
            Teodulo González Fernández, clérigo
            Tomas Gil de la Cal, aspirante
            Federico Cobo Sanz, aspirante
            Igino de Mata Díez, aspirante
            Justo Juanes Santos, clérigo
            Victoriano Fernández Reinoso, clérigo
            Emilio Arce Díez, coadjutor
            Raimondo Eirín Mayo, coadjutor
            Mateo Garolera Masferrer, coadjutor
            Anastasio Garzón González, coadiutor
            Francisco Giuseppe Martín López de Arroyave, coadjutor
            Juan de Mata Díez, colaborador laico
            Pío Conde Conde, presbítero
            Sabino Hernández Laso, sacerdote
            Salvador Fernández Pérez, sacerdote
            Nicolas de la Torre Merino, coadjutor
            German Martín Martín, sacerdote
            José Villanova Tormo, sacerdote
            Estéfano Cobo Sanz, clérigo
            Francisco Edreira Mosquera, clérigo
            Emanuel Martín Pérez, clérigo
            Valentín Gil Arribas, coadjutor
            Pedro Artolozaga Mellique, clérigo
            Emanuel Borrajo Míguez, chierico
            Dionisio Ullívarri Barajuán, coadjutor
            Miguel Lasaga Carazo, sacerdote
            Luis Martínez Alvarellos, clérigo
            Juan Larragueta Garay, clérigo
            Florencio Rodríguez Güemes, clérigo
            Pasqual de Castro Herrera, clérigo
            Estéfano Vázquez Alonso, coadiutor
            Eliodoro Ramos García, coadjutor
            José María Celaya Badiola, coadjutor
            Andrés Jiménez Galera, sacerdote
            Andrés Gómez Sáez, sacerdote
            Antonio Cid Rodríguez, coadiutor
            Antonio Torrero Luque, sacerdote
            Antonio Enrique Canut Isús, sacerdote
            Miguel Molina de la Torre, sacerdote
            Paulo Caballero López, sacerdote
            Honorio Hernández Martín, clérigo
            Juan Louis Hernández Medina, clérigo
            Antonio Mohedano Larriva, sacerdote
            Antonio Fernández Camacho, sacerdote
            José Limón Limón, sacerdote
            José Blanco Salgado, coadjutor
            Francisco Míguez Fernández, sacerdote
            Emanuel Fernández Ferro, sacerdote
            Feliz Paco Escartín, sacerdote
            Tomás Alonso Sanjuán, coadiutore
            Emanuel Gómez Contioso, sacerdote
            Antonio Pancorbo López, sacerdote
            Estéfano García García, coadiutore
            Rafael Rodríguez Mesa, Coadjutor
            Antonio Rodríguez Blanco, sacerdote diocesano
            Bartolome Blanco Márquez, laico
            Teresa Cejudo Redondo, laica
beato Zeffirino Namuncurá, laico (11 novembre 2007) – (Argentina – Italia)
Beata María Troncatti, virgen (24 de noviembre de 2012) – (Italia – Ecuador)
            Decreto sobre el milagro: 25 de noviembre de 2024
            ¿Canonización el 7 de septiembre de 2025?
Beato Esteban Sándor, religioso, mártir (19 de octubre de 2013) – (Hungría)
Beato Tito Zeman, sacerdote, mártir (30 de septiembre de 2017) – (Eslovaquia).

VENERABLES (20)
Ven. Andrea Beltrami, sacerdote, (fecha del Decreto super virtutibus: 15 de diciembre de 1966) – (Italia)
Ven. Teresa Valsè Pantellini, vírgen (12 de julio de 1982) – (Italia)
Ven. Dorotea Chopitea, laica (9 de junio de 1983) – (España)
Ven. Vincenzo Cimatti, sacerdote (21 de diciembre de 1991) – (Italia – Japón)
Ven. Simone Srugi, religioso (2 de abril de 1993) – (Palestina)
Ven. Rodolfo Komorek, sacerdote (6 de abril de 1995) – (Polonia – Brasile)
Ven. Luigi Olivares, obispo (20 de diciembre de 2004) – (Italia)
Ven. Margherita Occhiena, laica (23 de octubre de 2006) – (Italia)
Ven. Giuseppe Quadrio, sacerdote (19 de diciembre de 2009) – (Italia)
Ven. Laura Meozzi, vírgen (27 de junio de 2011) – (Italia – Polonia)
Ven. Attilio Giordani, laico (9 de octubre de 2013) – (Italia – Brasil)
Ven. Joseph Augustus Arribat, presbítero (8 de julio de 2014) – (Francia)
Ven. Stefano Ferrando, obispo (3 de marzo de 2016) – (Italia – India)
Ven. Francesco Convertini, sacerdote (20 de enero de 2017) – (Italia – India)
Ven. Joseph Vandor, sacerdote (20 de enero – 2017) – (Hungría – Cuba)
Ven. Octavio Ortiz Arrieta Coya, obispo (27 de febrero de 2017) – (Perú)
Ven. Augusto Hlond, cardenal (19 de mayo de 2018) – (Polonia)
Ven. Ignazio Stuchly, sacerdote (21 de diciembre de 2020) – (República Checa)
Ven. Carlo Crespi Croci, sacerdote (23 de marzo de 2023) – (Italia – Ecuador)
Ven. Antonio De Almeida Lustosa, obispo (22 de junio de 2023) – (Brasil)

SIERVOS DE DIOS (27)
Las causas se enumeran de acuerdo con el progreso

Positio examinada por cardenales y obispos
Elia Comini, sacerdote (Italia) mártir
Peculiar Congreso de Teólogos: 5 de mayo de 2022
Peculiar Congreso de Teólogos: 11 de abril de 2024
Sesión ordinaria de cardenales y obispos: 10 de diciembre de 2024
Decreto sobre el martirio: 18 de diciembre de 2024

Positio examinada por los teólogos
Juan Świerc, sacerdote y 8 compañeros, mártires (Polonia)
            Ignacio Dobiasz, sacerdote
            Francis Harazim, sacerdote
            Casimiro Wojciechowski, sacerdote
            Ignazio Antonowicz, sacerdote
            Lodovico Mroczek, sacerdote
            Carlo Golda, sacerdote
            Vladimiro Ojos, sacerdote
            Francesco Miśka, sacerdote
Fecha de entrega: 21 de julio de 2022
Peculiar congreso histórico. 28 de marzo de 2023
Sesión ordinaria del Cardenal y los Obispos: junio de 2025

Positio entregada
Costantino Vendrame, sacerdote (Italia – India)
Decreto de validez de la Investigación Diocesana: 1 de febrero de 2013
Fecha de entrega: 19 de septiembre de 2023
Peculiar Congreso de Teólogos: 23 de enero de 2025

Oreste Marengo, obispo (Italia – India)
Decreto de validez de la Investigación Diocesana: 6 de diciembre de 2013
Cargo entregado:28 de mayo de 2024
Congreso de Teólogos Peculiares: septiembre-octubre de 2025

Rodolfo Lunkenbein, sacerdote (Alemania – Brasil) y Simão Bororo, laico (Brasil), mártires
Decreto de validez de la Investigación Diocesana: 16 de diciembre de 2020
Fecha de entrega: 28 de noviembre de 2024
Congreso de Teólogos Peculiares: septiembre-octubre de 2025

La redacción de la Positio está en marcha
Andrea Majcen, sacerdote (Slovenia – Cina – Vietnam)
Decreto de validez de la Investigación Diocesana: 23 de octubre de 2020

Vera Grita, laica (Italia)
Decreto de validez de la Investigación Diocesana: 14 de diciembre de 2022

Cognata Giuseppe, obispo (Italia)
Decreto de validez de la Investigación Diocesana: 11 de enero de 2023

Carlo Della Torre, sacerdote (Italia – Tailandia)
Decreto de validez de la Investigación Diocesana: 1 de abril de 2016

Silvio Galli, presbítero (Italia)
Decreto de validez de la Investigación Diocesana: 19 de octubre de 2022

Akash Bashir, Laico, mártir(Pakistán)
Decreto de validez de la Investigación Diocesana: 24 de octubre de 2024

A la espera de la validez de la investigación diocesana
Antonietta Böhm, virgen (Alemania – México)
Apertura de la investigación diocesana: 7 de mayo de 2017
Investigación diocesana cerrada: 28 de abril de 2024
Validez de la investigación diocesana

Antonino Baglieri, laico (Italia)
Apertura de la investigación diocesana: 2 de marzo de 2014          
Clausura de la investigación diocesana. 5 de mayo de 2024
Validez de la investigación diocesana

Causa detenida temporalmente
Anna Maria Lozano, virgen (Colombia)
Clausura de la investigación diocesana: 19 de junio de 2014

La investigación diocesana está en marcha
Luigi Bolla, sacerdote (Italia – Ecuador – Perú)
Apertura de la investigación diocesana: 27 de septiembre de 2021
Clausura de la investigación diocesana

Rosetta Marchese, virgen (Italia)
Apertura de la investigación diocesana: 30 de abril de 2021
Clausura de la investigación diocesana

Matilde Salem, laica (Siria)
Apertura de la investigación diocesana: 20 de octubre de 1995

Carlo Braga, sacerdote (Italia – China – Filipinas)
Apertura de la investigación diocesana: 30 de enero de 2014

Causas adicionales seguidas de postulación (5)
Venerabile COSTA DE BEAUREGARD CAMILLO, sacerdote (Francia)
            El Decreto Súper virtubus: 22 de enero de 1991
            Consulta médica Súper Miró: 30 de marzo de 2023
            Peculiar Congreso de Teólogos: 19 de octubre de 2023
            Sesión Ordinaria de Cardenales y Obispos: 20 de febrero de 2024
            Beatificación: 17 de mayo de 2025
Venerable BARELLO MORELLO CASIMIRO
, Terciario franciscano (Italia – España)
            El Decreto Súper virtubus: 1º de julio de 2000
Venerable TYRANOWSKI GIOVANNI, laico (Polonia)
            El Decreto Súper Virtubus: 20 de enero de 2017
Venerable BERTAZZONI AUGUSTO, obispo (Italia)
            El Decreto Súper virtubus: 2 de octubre de 2019
Venerable CANELLI FELICE, presbítero (Italia)
            El Decreto Súper Virtubus: 22 de mayo de 2021

También hay que recordar a los santos, beatos, venerables y siervos de Dios que en diferentes momentos y de diferentes maneras se han encontrado con el carisma salesiano como: el beato Edvige Carboni, el siervo de Dios cardenal Giuseppe Guarino, fundador de los Apóstoles de la Sagrada Familia, el siervo de Dios Salvo d’Acquisto, exalumno y muchos otros.

2. EVENTOS DE 2024

El martes 16 de enero de 2024 tuvo lugar en la capilla de la Fundación Bocage de Chambéry la sesión de apertura para el reconocimiento canónico y el tratamiento de conservación de los restos mortales del Venerable Camille Costa de Beauregard (1841-1910), sacerdote diocesano.

El 27 de febrero de 2024, en  la Sesión Ordinaria de los Cardenales y Obispos del Dicasterio para las Causas de los Santos, se votó a favor (7 de 7) el supuesto milagro atribuido a la intercesión del Venerable Camille Costa de Beauregard, sacerdote diocesano (1841-1910), ocurrido al niño René Jacquemond, para la curación de «una intensa queratoconjuntivitis con rechinamiento de la córnea, fuerte inyección periquerataria,  enrojecimiento e inyección de la conjuntiva, fotofobia y lagrimeo del ojo derecho debido a un traumatismo violento por el agente planta-bardana» (1910).

El 7 de marzo de 2024, el Consejo Médico Asesor del Dicasterio para las Causas de los Santos emitió una opinión positiva, con todos los votos afirmativos, sobre el supuesto milagro atribuido a la intercesión de la Beata María Troncatti, Hija de María Auxiliadora (1883-1969), por «traumatismo cerebral abierto con fractura conminuta de cráneo, exposición de tejido cerebral en la zona fronto-parieto-temporal derecha y estado de coma (G6)» (2015).

El 14 de marzo de 2024, el Sumo Pontífice autorizó al mismo Dicasterio a promulgar el Decreto sobre el milagro atribuido a la intercesión del Venerable Siervo de Dios Camillo Costa de Beauregard, sacerdote diocesano, nacido en Chambéry (Francia) el 17 de febrero de 1841 y fallecido allí el 25 de marzo 1910.Il milagro, ocurrido en 1910, se refiere al niño René Jacquemond,  curado de «Queratoconjuntivitis intensa con rechinamiento de la córnea, fuerte inyección periquerataria, enrojecimiento e inyección de la conjuntiva, fotofobia y lagrimeo del ojo derecho debido a un traumatismo violento por el agente planta-bardana» (1910).

El 15 de marzo de 2024 se cerró en Lahore (Pakistán) la investigación diocesana sobre la causa de beatificación y canonización de Akash Bashir (1994-2015), laico, antiguo alumno de Don Bosco, asesinado por odio a la fe. Es la primera causa de beatificación en Pakistán.

El 11 de abril de 2024, durante el Congreso especial de Consultores Teológicos en el Dicasterio para las Causas de los Santos, se expresó una opinión positiva sobre la Positio super martyrio del Siervo Elia Comini, sacerdote profeso de la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco (1910-1944), asesinado por odio a la fe en la masacre nazi de Monte Sole el 1 de octubre de 1944.

El 28 de abril de 2024 en Cuautitlán (México) se clausuró la Investigación Diocesana de la Causa de la Sierva de Dios Antonieta Böhm (1907-2008), Hija de María Auxiliadora.

El 5 de mayo de 2024 en Modica (Ragusa) se clausuró la Investigación Diocesana del Siervo de Dios Antonino Baglieri (1951-2007), Laico, Voluntario de Don Bosco.

El 28 de mayo de 2024, el Peculiar Congreso de Teólogos del Dicasterio para las Causas de los Santos dio voto positivo al supuesto milagro atribuido a la intercesión de la Beata María Troncatti, Hija de María Auxiliadora (1883-1969), por «traumatismo craneoencefálico abierto con fractura conminuta de cráneo, exposición de tejido cerebral en la zona fronto-parieto-temporal derecha y estado de coma (G6)» (2015).

El 31 de mayo de 2024 se entregó al Dicasterio para las Causas de los Santos en el Vaticano el volumen de la Positio super Vita, Virtutibus et Fama Sanctitatis del Siervo de Dios Oreste Marengo (1906-1998), obispo misionero salesiano en el noreste de la India.

El martes 4 de junio de 2024, en la comunidad «Ceferino Namuncurà» de Roma, se inauguró y bendijo los nuevos locales de la Postulación General Salesiana por parte del Rector Mayor, Cardenal Ángel Fernández Artime.

El 24 de noviembre de 2024, el Dicasterio para las Causas de los Santos en el Congreso Ordinario dio validez legal a la Investigación Diocesana para la Causa de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios Akash Bashir (Risalpur 22 de junio de 1994 – Lahore 15 de marzo de 2015) Laico, Exalumno de Don Bosco.

El 19 de noviembre de 2024, en la Sesión Ordinaria de los Cardenales y Obispos del Dicasterio para las Causas de los Santos, se votó a favor del supuesto milagro atribuido a la intercesión de la Beata María Troncatti, religiosa profesa de la Congregación de las Hijas de María Auxiliadora (1883-1969), ocurrido milagrosamente curado por un Señor de un «Traumatismo cráneo-encefálico abierto con fractura conminuta de cráneo,  pérdida de sustancia encefálica y exposición de tejido encefálico en el área fronto-parieto-temporal derecha, daño axonal difuso (DAI), coma severo evolucionado en estado vegetativo tipo 2», ocurrido en 2015 en Ecuador.

El 25 de noviembre de 2024, el Santo Padre autorizó al mismo Dicasterio a promulgar el Decreto sobre el milagro atribuido a la intercesión de la beata María Troncatti, monja profesa de la Congregación de las Hijas de María Auxiliadora, nacida en Córteno Golgi (Italia) el 16 de febrero de 1883 y fallecida en Sucúa (Ecuador) el 25 de agosto de 1969.

El 28 de noviembre de 2024 se entregó al Dicasterio para las Causas de los Santos en el Vaticano el volumen de la Positio super martyrio de los Siervos de Dios Rodolfo Lunkenbein, Sacerdote Profeso de la Sociedad de San Francisco de Sales y Simão Bororo, Laico, asesinados por odio a la fe el 15 de julio de 1976.

El martes 3 de diciembre de 2024, los Consultores Teológicos del Dicasterio para las Causas de los Santos, durante el Congreso Peculiar, respondieron afirmativamente sobre la Positio super martyrio de los Siervos de Dios Juan Świerc y VIII Compañeros, Sacerdotes Profesos de la Sociedad de San Francisco de Sales, asesinados in odium fidei en los campos de exterminio nazis en los años 1941-1942.

El martes 10 de diciembre de 2024, durante la Sesión Ordinaria de Cardenales y Obispos en el Dicasterio para las Causas de los Santos, se expresó una opinión positiva sobre la Positio super martyrio del Siervo Elia Comini, Sacerdote Profeso de la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco (1910-1944), asesinado por odio a la fe en la masacre nazi de Monte Sole el 1 de octubre de 1944.

El miércoles 18 de diciembre de 2024, el Santo Padre Francisco autorizó al Dicasterio para las Causas de los Santos a promulgar el Decreto relativo al martirio del Siervo de Dios Elia Comini, sacerdote profeso de la Sociedad de San Francisco de Sales; nacido el 7 de mayo de 1910 en Calvenzano di Vergato (Italia, Bolonia) y asesinado, por odio a la Fe, en Pioppe di Salvaro (Italia, Bolonia) el 1 de octubre de 1944.