Corona de los siete dolores de María

La publicación “Corona de los siete dolores de María” representa una devoción querida que san Juan Bosco inculcaba a sus jóvenes. Siguiendo la estructura del “Vía Crucis”, las siete escenas dolorosas se presentan con breves consideraciones y oraciones, para guiar a una participación más viva en los sufrimientos de María y de su Hijo. Rico en imágenes afectivas y espiritualidad contrita, el texto refleja el deseo de unirse a la Dolorosa en la compasión redentora. Las indulgencias concedidas por varios Pontífices atestiguan el alto valor pastoral del texto, que es un pequeño tesoro de oración y reflexión para alimentar el amor hacia la Madre de los dolores.

Prólogo
El fin principal de esta pequeña obra es facilitar el recuerdo y la meditación de los más amargos Dolores del tierno Corazón de María, cosa que a Ella le agrada mucho, como ha revelado varias veces a sus devotos, y un medio muy eficaz para nosotros para obtener su patrocinio.
Para que sea más fácil el ejercicio de tal meditación, se practicará primero con un rosario en el que se mencionan los siete principales dolores de María, que luego se podrán meditar en siete breves consideraciones distintas, de la manera que se suele hacer en el Vía Crucis.
Que el Señor nos acompañe con su gracia celestial y bendición para que se logre el deseado propósito, de modo que el alma de cada uno quede vivamente penetrada por la frecuente memoria de los dolores de María con beneficio espiritual para el alma, y todo para mayor gloria de Dios.

Corona de los siete dolores de la Bienaventurada Virgen María con siete breves consideraciones sobre los mismos expuestas en forma del Vía Crucis

Preparación
Queridos hermanos y hermanas en Jesucristo, hacemos nuestros ejercicios habituales meditando devotamente los más amargos dolores que la Bienaventurada Virgen María padeció en la vida y muerte de su amado Hijo y nuestro Divino Salvador. Imaginémonos presentes junto a Jesús colgado en la cruz, y que su afligida madre nos diga a cada uno: Venid y ved si hay dolor igual al mío.
Persuadidos de que esta Madre piadosa quiere concedernos especial protección al meditar sus dolores, invoquemos la ayuda divina con las siguientes oraciones:

Antífona: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Envía tu Espíritu y serán creados
Y renovarás la faz de la tierra.
Acuérdate de tu congregación,
Que poseíste desde el principio.
Señor, escucha mi oración.
Y llegue a ti mi clamor.

Oremos.
Ilumina, te rogamos, Señor, nuestras mentes con la claridad de tu luz, para que podamos ver lo que debe hacerse y podamos actuar rectamente. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

Primer dolor. Profecía de Simeón
El primer dolor fue cuando la Bienaventurada Virgen Madre de Dios, habiendo presentado a su único Hijo en el Templo en brazos del santo anciano Simeón, recibió de él la palabra: esta será una espada que atravesará tu alma, lo que indicaba la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Virgen dolorosa, por aquella agudísima espada con la que el santo anciano Simeón te predijo que sería traspasada tu alma en la pasión y muerte de tu querido Jesús, te suplico me concedas la gracia de tener siempre presente la memoria de tu corazón traspasado y de los amargos sufrimientos padecidos por tu Hijo por mi salvación. Así sea.

Segundo dolor. Huida a Egipto
El segundo dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando tuvo que huir a Egipto por la persecución del cruel Herodes, que impíamente buscaba matar a su amado Hijo.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, María, mar amarguísimo de lágrimas, por aquel dolor que sentiste huyendo a Egipto para asegurar a tu Hijo de la bárbara crueldad de Herodes, te suplico que quieras ser mi guía, para que por medio tuyo quede libre de las persecuciones de los enemigos visibles e invisibles de mi alma. Así sea.

Tercer dolor. Pérdida de Jesús en el templo
El tercer dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando en tiempo de Pascua, después de haber estado con su esposo José y con el amado hijo Jesús Salvador en Jerusalén, al regresar a su pobre casa, lo perdió y durante tres días continuos suspiró por la pérdida de su único Amado.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Madre desconsolada, tú que en la pérdida de la presencia corporal de tu Hijo lo buscaste ansiosamente durante tres días continuos, ¡oh!, obtén gracia para todos los pecadores para que también ellos lo busquen con actos de contrición y lo encuentren. Así sea.

Cuarto dolor. Encuentro de Jesús que lleva la cruz
El cuarto dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando se encontró con su dulcísimo Hijo que llevaba una pesada cruz sobre sus delicados hombros hacia el Monte Calvario para ser crucificado por nuestra salvación.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Virgen más apasionada que ninguna otra, por aquel espasmo que sentiste en el corazón al encontrarte con tu Hijo mientras llevaba el madero de la Santísima Cruz hacia el Monte Calvario, haz, te ruego, que yo lo acompañe siempre con el pensamiento, llore mis culpas, causa manifiesta de sus y vuestros tormentos. Así sea.

Quinto dolor. Crucifixión de Jesús
El quinto dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando vio a su Hijo levantado sobre el duro tronco de la Cruz, que de todas partes de su Santísimo Cuerpo derramaba sangre.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Rosa entre las espinas, por aquellos amargos dolores que traspasaron tu pecho al contemplar con tus propios ojos a tu Hijo traspasado y levantado en la Cruz, obtén para mí, te ruego, que con meditaciones asiduas solo busque a Jesús crucificado por mis pecados. Así sea.

Sexto dolor. Descendimiento de Jesús de la cruz
El sexto dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando su amado Hijo, herido en el costado después de su muerte y bajado de la Cruz, así cruelmente muerto, fue puesto entre sus Santísimas brazos.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Virgen afligida, tú que, derrotado en la Cruz tu Hijo, lo recibiste muerto en tu regazo, y besando aquellas santísimas llagas, derramaste sobre ellas un mar de lágrimas, ¡oh!, haz que también yo con lágrimas de verdadera compunción lave continuamente las heridas mortales que me causaron mis pecados. Así sea.

Séptimo dolor. Sepultura de Jesús
El séptimo dolor de María Virgen Señora y Abogada de nosotros sus siervos y miserables pecadores fue cuando acompañó el Santísimo Cuerpo de su Hijo a la sepultura.
Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.

Oración
Oh, Mártir de los Mártires María, por aquel acerbo tormento que sufriste cuando, sepultado tu Hijo, tuviste que alejarte de aquella tumba amada, obtén gracia, te ruego, para todos los pecadores, para que conozcan cuán grave daño es para el alma estar lejos de su Dios. Así sea.

Se rezarán tres Ave Marías en señal de profundo respeto a las lágrimas que derramó la Bienaventurada Virgen en todos sus Dolores para obtener por medio suyo un llanto semejante por nuestros pecados.
Ave María etc.

Terminada la Corona se recita el llanto de la Bienaventurada Virgen, es decir, el himno Stabat Mater etc.
Himno – Llanto de la Bienaventurada Virgen María

Stabat Mater dolorosa
Iuxta crucem lacrymosa,
Dum pendebat Filius.

Cuius animam gementem
Contristatam et dolentem
Pertransivit gladius.

O quam tristis et afflicta
Fuit illa benedicta
Mater unigeniti!

Quae moerebat, et dolebat,
Pia Mater dum videbat.
Nati poenas inclyti.

Quis est homo, qui non fleret,
Matrem Christi si videret
In tanto supplicio?

Quis non posset contristari,
Christi Matrem contemplari
Dolentem cum filio?

Pro peccatis suae gentis
Vidit Iesum in tormentis
Et flagellis subditum.

Vidit suum dulcem natura
Moriendo desolatum,
Dum emisit spiritum.

Eia mater fons amoris,
Me sentire vim doloris
Fac, ut tecum lugeam.

Fac ut ardeat cor meum
In amando Christum Deum,
Ut sibi complaceam.

Sancta Mater istud agas,
Crucifixi fige plagas
Cordi meo valide.

Tui nati vulnerati
Tam dignati pro me pati
Poenas mecum divide.

Fac me tecum pie flere,
Crucifixo condolere,
Donec ego vixero.

Iuxta Crucem tecum stare,
Et me tibi sociare
In planctu desidero.

Virgo virginum praeclara,
Mihi iam non sia amara,
Fac me tecum plangere.

Fac ut portem Christi mortem,
Passionis fac consortem,
Et plagas recolere.

Fac me plagis vulnerari,
Fac me cruce inebriari,
Et cruore Filii.

Flammis ne urar succensus,
Per te, Virgo, sim defensus
In die Iudicii.

Christe, cum sit hine exire,
Da per matrem me venire
Ad palmam victoriae.

Quando corpus morietur,
Fac ut animae donetur
Paradisi gloria. Amen.

Estaba la Madre dolorosa,
llorando junto a la Cruz,
de la que penda su Hijo.

Su alma quejumbrosa,
apesadumbrada y gimiente,
atravesada por una espalda.

Que triste y afligida,
estaba la bendita Madre
del Hijo Unigénito!

Se lamentaba y afligida
y temblaba viendo sufrir
a su Divino Hijo.

Qu hombre no llorara
viendo a la Madre de Cristo
en tan gran suplicio?

Quien no se entristecerá,
al contemplar a la querida Madre,
sufriendo con su Hijo?

Por los pecados de su pueblo,
vio a Jess en el tormento,
y sometido a azotes.

Ella vio a su dulce Hijo
entregar el espíritu
y morir desamparado.

Madre, fuente de amor,
hazme sentir todo tu dolor
para que llore contigo!

Haz que arda mi corazón
en el amor a Cristo Señor,
para que as le complazca.

Santa Mara, hazlo as!,
Graba las heridas del Crucificado
profundamente en mi corazón.

Comparte conmigo las penas
de tu Hijo querido, que se ha dignado
a sufrir la pasión por mí.

Haz que llore contigo,
que sufra con el Crucificado
mientras viva.

Deseo permanecer contigo,
cerca de la Cruz,
y compartir tu dolor.

Virgen excelsa entre las vírgenes,
no seas amarga conmigo,
haz que contigo me lamente.

Haz que soporte la muerte de Cristo,
haz que comparta Su pasión
y contemple Sus heridas.

Haz que sus heridas me hieran,
embriagadas por esta Cruz,
y por el amor de tu Hijo.

Inflamado y ardiendo,
que sea por ti defendido, oh Virgen,
en el da del Juicio.

Haz que sea protegido por la Cruz,
fortificado por la muerte de Cristo,
fortalecido por la gracia.

Cuando muera mi cuerpo,
haz que se conceda a mi alma
la gloria del paraíso.

El Sumo Pontífice Inocencio XI concede la indulgencia de 100 días cada vez que se reza el Stabat Mater. Benedicto XIII otorgó la indulgencia de siete años a quien recite la Corona de los siete dolores de María. Muchísimas otras indulgencias fueron concedidas por otros sumos Pontífices, especialmente a los Hermanos y Hermanas de la compañía de María Dolorosa.

Los siete dolores de María meditados en forma del Vía Crucis

Se invoque la ayuda divina diciendo:
Actiones nostras, quaesumus Domine, aspirando praeveni, et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur. Per Christum Dominum Nostrum. Amen.

Acto de Contrición
¡Muy afligida Virgen! ¡Ay! ¡Cuán ingrato he sido en el tiempo pasado hacia mi Dios, con cuánta ingratitud he correspondido a sus innumerables beneficios! Ahora me arrepiento, y en la amargura de mi corazón y en el llanto de mi alma, le pido humildemente perdón por haber ultrajado su infinita bondad, resolviendo en adelante, con la gracia celestial, no ofenderle jamás más. ¡Oh! Por todos los dolores que soportaste en la bárbara pasión de tu amado Jesús, te ruego con los suspiros más profundos que me obtengas de Él piedad y misericordia por mis pecados. Acepta este santo ejercicio que estoy por hacer y recíbelo en unión con aquellos padecimientos y dolores que sufriste por tu hijo Jesús. ¡Ah, concédemelo! Sí, concédemelo para que esas mismas espadas que traspasaron tu espíritu, atraviesen también el mío, y que viva y muera en la amistad de mi Señor, para participar eternamente de la gloria que Él me ha ganado con su precioso Sangre. Así sea.

Primer dolor
En este primer dolor imaginémonos encontrarnos en el templo de Jerusalén, donde la Santísima Virgen escuchó la profecía del anciano Simeón.

Meditación
¡Ah! ¿Qué angustias habrá sentido el corazón de María al escuchar las dolorosas palabras con que el santo anciano Simeón le predijo la amarga pasión y la atroz muerte de su dulcísimo Jesús? Mientras en ese mismo instante se le presentaron en la mente los ultrajes, los tormentos y las matanzas que los impíos judíos harían al Redentor del mundo. Pero ¿sabes cuál fue la espada más penetrante que en esta circunstancia la traspasó? Fue considerar la ingratitud con que su amado Hijo sería correspondido por los hombres. Ahora, reflexionando que, por causa de tus pecados, miserablemente estás entre esos tales, ¡ah! échate a los pies de esta Madre Dolorosa y dile llorando así (cada uno se arrodilla): ¡Oh! Virgen piadosísima, que sufriste un tan acerbo espasmo en tu espíritu al ver el abuso que yo, criatura indigna, habría hecho de la sangre de tu amado Hijo, haz, sí haz por tu muy afligido Corazón, que en adelante corresponda a las Divinas Misericordias, aproveche las gracias celestiales, no reciba en vano tantas luces y tantas inspiraciones que te dignarás obtener para mí, para que tenga la suerte de estar entre aquellos por quienes la amarga pasión de Jesús sea de eterna salvación. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Segundo dolor
En este segundo dolor consideremos el penosísimo viaje que la Virgen hizo hacia Egipto para liberar a Jesús de la cruel persecución de Herodes.

Meditación
Considera el amargo dolor que habrá sentido María cuando de noche tuvo que ponerse en camino por orden del Ángel para preservar a su Hijo de la matanza ordenada por aquel fiero Príncipe. ¡Ah! que a cada grito de animal, a cada soplo de viento, a cada movimiento de hoja que escuchaba por aquellas calles desiertas se llenaba de miedo por temor a algún daño al niño Jesús que llevaba consigo. Ahora se volvía de un lado, ahora del otro, a veces aceleraba el paso, ahora se escondía creyendo que la habían alcanzado los soldados, que arrancándola de sus brazos a su amadísimo Hijo le harían bajo su mirada un trato bárbaro, y fijando la mirada llorosa sobre su Jesús y apretándolo fuertemente al pecho, dándole mil besos, enviaba desde el corazón los suspiros más angustiosos. Y aquí reflexiona cuántas veces has renovado este acerbo dolor a María forzando a su Hijo con tus graves pecados a huir de tu alma. Ahora que conoces el gran mal cometido, vuélvete arrepentido a esta piadosa Madre y dile así:
¡Ah, Madre dulcísima! Una vez Herodes os obligó a ti y a tu Jesús a huir por la inhumana persecución ordenada por él; pero yo, ¡oh!, cuántas veces obligué a mi Redentor y por consiguiente a ti también a salir rápidamente de mi corazón, introduciendo en él el maldito pecado, despiadado enemigo tuyo y de mi Dios. ¡Oh! todo doliente y contrito te pido humildemente perdón.
Sí, misericordia, oh querida Madre, misericordia, y te prometo en adelante, con la ayuda divina, mantener siempre a mi Salvador y a ti en el total dominio de mi alma. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Tercer dolor
En este tercer dolor consideremos a la muy afligida Virgen que, llorosa, va en busca de su perdido Jesús.

Meditación
¡Cuán grande fue el dolor de María cuando se dio cuenta de haber perdido a su amado Hijo! y cómo aumentó su pena cuando, habiéndolo buscado diligentemente entre amigos, parientes y vecinos, no pudo tener noticia alguna de Él. Ella, sin atender a las incomodidades, al cansancio, a los peligros, vagó tres días continuos por las comarcas de Judea, repitiendo aquellas palabras de desolación: ¿acaso alguien ha visto a aquel que verdaderamente ama mi alma? ¡Ah! la gran ansiedad con que lo buscaba le hacía imaginar en cada momento verlo o escuchar su voz; pero luego, al darse cuenta de la decepción, ¡oh!, cómo se horrorizaba y sentía más intensamente el pesar de tan deplorable pérdida. Gran confusión para ti, pecador, que habiendo perdido tantas veces a tu Jesús con tus graves faltas, no te has preocupado en buscarlo, claro signo de que poco o nada valoras el precioso tesoro de la Divina amistad. Llora, pues, tu ceguera, y volviéndote a esta Madre Dolorosa, dile suspirando así:
¡Muy afligida Virgen! Haz que aprenda de ti el verdadero modo de buscar a Jesús que he perdido por seguir mis pasiones y las iniquidades del demonio, para que logre encontrarlo, y cuando lo haya recuperado, repita continuamente tus palabras: He encontrado a aquel que verdaderamente ama mi corazón; lo retendré siempre conmigo, y nunca más lo dejaré partir. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Cuarto dolor
En el cuarto dolor consideremos el encuentro que tuvo la Virgen Dolorosa con su apasionado Hijo.

Meditación
Venid, corazones endurecidos, y ved si podéis soportar este espectáculo tan lloroso. Es una madre la más tierna, la más amorosa, que encuentra a su Hijo el más dulce, el más amable; ¿y cómo lo encuentra? ¡Oh, Dios! en medio de la más impía chusma que lo arrastra cruelmente a la muerte, cargado de heridas, goteando sangre, desgarrado por las heridas, con una corona de espinas en la cabeza y con un tronco pesado sobre los hombros, fatigado, jadeante, débil, que parece a cada paso querer exhalar el último suspiro.

¡Ah! considera, alma mía, la detención mortal que hace la Santísima Virgen al primer vistazo que fija sobre su atormentado Jesús; quisiera darle el último adiós, pero ¿cómo, si el dolor le impide pronunciar palabra? Quisiera arrojarse a su cuello, pero queda inmóvil y petrificada por la fuerza de la aflicción interna; quisiera desahogarse con el llanto, pero siente el corazón tan cerrado y oprimido que no logra derramar una lágrima. ¡Oh! ¿y quién puede contener las lágrimas al ver a una pobre Madre sumida en tan gran aflicción? Pero ¿quién es la causa de tan acerbo dolor? ¡Ah, soy yo, sí, soy yo con mis pecados que he hecho tan bárbara herida a tu tierno corazón, oh Virgen Dolorosa! ¿Quién lo creería? Permanezco insensible sin conmoverme en absoluto. Pero si fui ingrato en el pasado, en adelante no lo seré más.
Mientras tanto, postrado a tus pies, oh Virgen Santísima, te pido humildemente perdón por tanto pesar que te he causado. Lo sé y lo confieso, que no merezco piedad, siendo yo la verdadera causa por la que caíste en dolor al encontrar a tu Jesús todo cubierto de heridas; pero recuerda, sí recuerda que eres madre de misericordia. ¡Ah, muéstrate tal hacia mí, que te prometo en adelante ser más fiel a mi Redentor, y así compensar tantos disgustos que he dado a tu muy afligido espíritu! Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Quinto dolor
En este quinto dolor imaginémonos encontrarnos en el Monte Calvario donde la muy afligida Virgen vio expirar en la Cruz a su amado Hijo.

Meditación
Aquí estamos en el Calvario donde ya están levantados dos altares de sacrificio, uno en el cuerpo de Jesús, otro en el corazón de María. ¡Oh espectáculo funesto! Contemplamos a la Madre ahogada en un mar de aflicciones al ver arrebatada por la muerte despiadada a la querida y amable criatura de sus entrañas. ¡Ay de mí! Cada martillazo, cada herida, cada desgarradura que recibe el Salvador sobre su carne, resuena profundamente en el corazón de la Virgen. Ella está a los pies de la Cruz tan penetrada por el dolor y traspasada por el duelo que no sabrías decidir quién será el primero en expirar, si Jesús o María. Fija la mirada en el rostro agonizante de su Hijo, contempla las pupilas languideciendo, el rostro pálido, los labios lívidos, la respiración dificultosa y finalmente sabe que ya no vive y que ha entregado el espíritu en el seno de su eterno Padre. ¡Ah, qué esfuerzo hace entonces su alma por separarse del cuerpo y unirse a la de Jesús! ¿Y quién puede soportar tal vista?
Oh Madre dolorosísima, tú en lugar de retirarte del Calvario para no sentir tan vivamente las angustias, permaneces inmóvil para absorber hasta la última gota el amargo cáliz de tus aflicciones. ¡Qué confusión debe ser esta para mí que busco todos los medios para evitar las cruces y esos pequeños sufrimientos que por mi bien el Señor se digna enviarme! Virgen dolorosísima, me humillo ante ti, ¡oh! haz que conozca una vez claramente el valor y el gran mérito del padecer, para que me tome tanto apego que nunca me canse de exclamar con San Francisco Javier: Plus Domine, Plus Domine, más sufrir, Dios mío. ¡Ah sí, más sufrir, oh Dios mío! Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Sexto dolor
En este sexto dolor imaginémonos ver a la Virgen desconsolada que recibe en sus brazos a su Hijo muerto bajado de la Cruz.

Meditación
Considera el amargo dolor que penetró el alma de María cuando vio en su seno el cuerpo muerto de su amado Jesús. ¡Ah! Al fijar la mirada sobre sus heridas y llagas, al mirarlo teñido de su propia sangre, fue tal el ímpetu del dolor interior que su corazón fue mortalmente traspasado, y si no murió fue la omnipotencia divina la que la conservó con vida. ¡Oh pobre Madre, sí, pobre madre, que llevas a la tumba al querido objeto de tus más tiernas complacencias, y que de un ramo de rosas se ha convertido en un manojo de espinas por los malos tratos y desgarraduras hechas por los impíos malhechores! ¿Y quién no te compadecerá? ¿Quién no se sentirá desgarrado por el dolor al verte en un estado de aflicción que conmueve hasta la piedra más dura? Contemplo a Juan inconsolable, a Magdalena con las otras Marías que lloran amargamente, a Nicodemo que ya no puede soportar el dolor. ¿Y yo? ¡yo solo no derramo una lágrima en medio de tanto duelo! ¡Ingrato e ingrato que soy!
¡Oh, Madre piadosísima, aquí estoy a tus pies, recíbeme bajo tu poderosa protección y haz que este mi corazón quede traspasado por esa misma espada que atravesó de parte a parte tu muy afligido espíritu, para que se ablande una vez y llore de verdad mis graves pecados que te han causado tan cruel martirio! Y así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Séptimo dolor
En este séptimo dolor consideremos a la Virgen dolorosísima que ve cerrar en el sepulcro a su Hijo muerto.

Meditación
Considera qué suspiro mortal lanzó el afligido corazón de María cuando vio puesto en la tumba a su amado Jesús. ¡Oh qué pena, qué duelo sintió su espíritu cuando se levantó la piedra con que se debía cerrar aquel sacratísimo monumento! No era posible despegarla del borde del sepulcro, mientras el dolor era tal que la volvía insensible e inmóvil, sin cesar de contemplar aquellas llagas y aquellas crueles heridas. Cuando luego se cerró la tumba, entonces sí que fue tan fuerte la fuerza del dolor interior que sin duda habría caído muerta si Dios no la hubiera conservado con vida. ¡Oh madre tan afligida! Ahora partirás con el cuerpo de este lugar, pero aquí seguramente quedará tu corazón, siendo aquí tu verdadero tesoro. ¡Ah destino, que en compañía de él quede todo nuestro afecto, todo nuestro amor, allí cómo podrá ser que no nos consumamos de benevolencia hacia el Salvador que dio toda su sangre por nuestra salvación? ¿Cómo podrá ser que no te amemos a ti que tanto sufriste por nuestra causa?

Ahora nosotros, dolientes y arrepentidos de haber causado tantos dolores a tu Hijo y a ti tanta amargura, nos postramos a tus pies y por todos esos dolores que nos hiciste la gracia de meditar, concédenos este favor: que la memoria de los mismos quede siempre vivamente impresa en nuestra mente, que se consuman nuestros corazones por amor a nuestro buen Dios y a ti, nuestra dulcísima Madre, y que el último suspiro de nuestra vida se una a los que derramaste desde lo más profundo de tu alma en la dolorosa pasión de Jesús, a quien sea honor, gloria y acción de gracias por todos los siglos de los siglos. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.

María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.

Luego se dice el Stabat Mater, como arriba.

Antífona. Tuam ipsius animam (ait ad Mariam Simeon) pertransiet gladius.
Ora por nosotros, Virgen Dolorosísima.
Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.

Oremos
Dios, en cuya pasión según la profecía de Simeón, la dulcísima alma de la Gloriosa Virgen y Madre María Dolorosa fue traspasada por la espada, concede propicio que quienes recordamos la memoria de sus dolores, alcancemos felizmente el efecto de tu pasión. Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Alabado sea Dios y la Virgen Dolorosísima.
Con permiso de la Revisión Eclesiástica

La Fiesta de los Siete Dolores de María Virgen Dolorosa que celebra la Pía Unión y Sociedad, cae el tercer domingo de septiembre en la Iglesia de San Francisco de Asís.

Texto de la 3ª edición, Turín, Imprenta de Giulio Speirani e hijos, 1871




¡Hacia lo alto! San Pier Giorgio Frassati

“Queridos jóvenes, nuestra esperanza es Jesús. Es Él, como decía San Juan Pablo II, «quien suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande […], para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna» (XV Jornada Mundial de la Juventud, Vigilia de Oración, 19 de agosto de 2000). Mantengámonos unidos a Él, permanezcamos en su amistad, siempre, cultivándola con la oración, la adoración, la Comunión eucarística, la Confesión frecuente, la caridad generosa, como nos han enseñado los beatos Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis, que pronto serán proclamados Santos. Aspirad a cosas grandes, a la santidad, dondequiera que estéis. No os conforméis con menos. Entonces veréis crecer cada día, en vosotros y a vuestro alrededor, la luz del Evangelio” (Papa León XIV – homilía Jubileo de los jóvenes – 3 de agosto de 2025).

Pier Giorgio y Don Cojazzi
El senador Alfredo Frassati, embajador del Reino de Italia en Berlín, era el propietario y director del periódico La Stampa de Turín. Los Salesianos le debían un gran reconocimiento. Con motivo del gran montaje escandaloso conocido como “Los hechos de Varazze”, en el que se había intentado arrojar lodo sobre la honorabilidad de los Salesianos, Frassati los había defendido. Mientras incluso algunos periódicos católicos parecían perdidos y desorientados ante las graves y penosas acusaciones, La Stampa, tras una rápida investigación, se había adelantado a las conclusiones de la magistratura proclamando la inocencia de los Salesianos. Así, cuando de casa Frassati llegó la solicitud de un salesiano que se encargara de seguir los estudios de los dos hijos del senador, Pier Giorgio y Luciana, Don Paolo Albera, Rector Mayor, se sintió en la obligación de aceptar. Envió a Don Antonio Cojazzi (1880-1953). Era el hombre apto: buena cultura, temperamento juvenil y una excepcional capacidad comunicativa. Don Cojazzi se había licenciado en letras en 1905, en filosofía en 1906, y había obtenido el diploma de habilitación para la enseñanza de la lengua inglesa después de un serio perfeccionamiento en Inglaterra.
En casa Frassati, Don Cojazzi se convirtió en algo más que el ‘preceptor’ que seguía a los chicos. Se convirtió en un amigo, especialmente de Pier Giorgio, de quien diría: “Lo conocí a los diez años y lo seguí durante casi todo el bachillerato y la preparatoria con lecciones que en los primeros años eran diarias; lo seguí con creciente interés y afecto”. Pier Giorgio, convertido en uno de los jóvenes líderde la Acción Católica turinesa, escuchaba las conferencias y lecciones que Don Cojazzi impartía a los socios del Círculo C. Balbo, seguía con interés la Revista de los Jóvenes, subía a veces a Valsalice en busca de luz y consejo en los momentos decisivos.

Un momento de notoriedad
Pier Giorgio lo recibió durante el Congreso Nacional de la Juventud Católica italiana, en 1921: cincuenta mil jóvenes que desfilaban por Roma, cantando y orando. Pier Giorgio, estudiante de ingeniería, sostenía la bandera tricolor del círculo turinés C. Balbo. Las tropas reales, de repente, rodearon la enorme procesión y la asaltaron para arrebatar las banderas. Querían impedir desórdenes. Un testigo contó: “Golpean con las culatas de los fusiles, agarran, rompen, arrancan nuestras banderas. Veo a Pier Giorgio forcejeando con dos guardias. Acudimos en su ayuda, y la bandera, con la asta rota, queda en sus manos. Encarcelados a la fuerza en un patio, los jóvenes católicos son interrogados por la policía. El testigo recuerda el diálogo llevado con los modos y las cortesías que se usan en semejantes contingencias:
– ¿Y tú, cómo te llamas?
– Pier Giorgio Frassati de Alfredo.
– ¿Qué hace tu padre?
– Embajador de Italia en Berlín.
Asombro, cambio de tono, disculpas, oferta de libertad inmediata.
– Saldré cuando salgan los demás.
Mientras tanto, el espectáculo bestial continúa. Un sacerdote es arrojado, literalmente arrojado al patio con la sotana rasgada y una mejilla sangrando… Juntos nos arrodillamos en el suelo, en el patio, cuando aquel sacerdote harapiento levantó el rosario y dijo: ¡Muchachos, por nosotros y por los que nos han golpeado, oremos!».

Amaba a los pobres
Pier Giorgio amaba a los pobres, los iba a buscar en los barrios más lejanos de la ciudad; subía las escaleras estrechas y oscuras; entraba en los desvanes donde solo habitan la miseria y el dolor. Todo lo que tenía en el bolsillo era para los demás, como todo lo que guardaba en el corazón. Llegaba a pasar las noches al lado de enfermos desconocidos. Una noche que no regresaba a casa, el padre, cada vez más ansioso, llamó a la comisaría, a los hospitales. A las dos se oyó girar la llave en la puerta y Pier Giorgio entró. Papá explotó:
– Mira, puedes estar fuera de día, de noche, nadie te dice nada. ¡Pero cuando llegas tan tarde, avisa, llama por teléfono!
Pier Giorgio lo miró, y con la habitual sencillez respondió:
– Papá, donde yo estaba, no había teléfono.
Las Conferencias de San Vicente de Paúl lo vieron como un asiduo colaborador; los pobres lo conocieron como consolador y socorredor; los miserables desvanes lo acogieron a menudo entre sus sórdidas paredes como un rayo de sol para sus desamparados habitantes. Dominado por una profunda humildad, no quería que nadie supiera lo que hacía.

Giorgetto, hermoso y santo
A principios de julio de 1925, Pier Giorgio fue atacado y abatido por un violento ataque de poliomielitis. Tenía 24 años. En su lecho de muerte, mientras una terrible enfermedad le devastaba la espalda, todavía pensaba en sus pobres. En una nota, con una letra ya casi indescifrable, escribió para el ingeniero Grimaldi, su amigo: Aquí están las inyecciones de Converso, la póliza es de Sappa. La he olvidado, renuévala tú.
Al regresar del funeral de Pier Giorgio, Don Cojazzi escribe de improviso un artículo para la Revista de los Jóvenes: “Repetiré la vieja frase, pero sincerísima: no creía amarlo tanto. ¡Giorgetto, hermoso y santo! ¿Por qué me cantan en el corazón estas palabras insistentes? Porque las oí repetir, las oí pronunciar durante casi dos días, por el padre, por la madre, por la hermana, con una voz que siempre decía y nunca repetía. Y porque afloran ciertos versos de una balada de Deroulède: «¡Se hablará de él durante mucho tiempo, en los palacios dorados y en las casas de campo perdidas! Porque de él hablarán también las chozas y los desvanes, donde pasó tantas veces como ángel consolador». Lo conocí a los diez años y lo seguí durante casi todo el bachillerato y parte de la preparatoria… lo seguí con creciente interés y afecto hasta su transfiguración actual… Escribiré su vida. Se trata de la recopilación de testimonios que presentan la figura de este joven en la plenitud de su luz, en la verdad espiritual y moral, en el testimonio luminoso y contagioso de bondad y generosidad”.

El best-seller de la editorial católica
Animado e impulsado también por el arzobispo de Turín, Mons. Giuseppe Gamba, Don Cojazzi se puso a trabajar con ahínco. Los testimonios llegaron numerosos y cualificados, fueron ordenados y examinados con cuidado. La madre de Pier Giorgio seguía el trabajo, daba sugerencias, proporcionaba material. En marzo de 1928 sale la vida de Pier Giorgio. Escribe Luigi Gedda: “Fue un éxito rotundo. En solo nueve meses se agotaron 30 mil copias del libro. En 1932 ya se habían difundido 70 mil copias. En el lapso de 15 años, el libro sobre Pier Giorgio alcanzó 11 ediciones, y quizás fue el best-seller de la editorial católica en ese período”.
La figura iluminada por Don Cojazzi fue una bandera para la Acción Católica durante el difícil tiempo del fascismo. En 1942 habían tomado el nombre de Pier Giorgio Frassati: 771 asociaciones juveniles de Acción Católica, 178 secciones aspirantes, 21 asociaciones universitarias, 60 grupos de estudiantes de secundaria, 29 conferencias de San Vicente, 23 grupos del Evangelio… El libro fue traducido al menos a 19 idiomas.
El libro de Don Cojazzi marcó un punto de inflexión en la historia de la juventud italiana. Pier Giorgio fue el ideal señalado sin ninguna reserva: alguien que supo demostrar que ser cristiano hasta el fondo no es en absoluto utópico ni fantástico.
Pier Giorgio Frassati también marcó un punto de inflexión en la historia de Don Cojazzi. Aquella nota escrita por Pier Giorgio en su lecho de muerte le reveló de manera concreta, casi brutal, el mundo de los pobres. El mismo Don Cojazzi escribe: “El Viernes Santo de este año (1928) con dos universitarios visité durante cuatro horas a los pobres fuera de Porta Metronia. Aquella visita me proporcionó una lección y una humillación muy saludables. Yo había escrito y hablado muchísimo sobre las Conferencias de San Vicente… y sin embargo nunca había ido ni una sola vez a visitar a los pobres. En aquellas sucias chabolas a menudo se me salían las lágrimas… ¿La conclusión? Aquí está clara y cruda para mí y para vosotros: menos palabras bonitas y más obras buenas”.
El contacto vivo con los pobres no es solo una aplicación inmediata del Evangelio, sino una escuela de vida para los jóvenes. Son la mejor escuela para los jóvenes, para educarlos y mantenerlos en la seriedad de la vida. Quien visita a los pobres y toca con sus propias manos sus llagas materiales y morales, ¿cómo puede malgastar su dinero, su tiempo, su juventud? ¿Cómo puede quejarse de sus propios trabajos y dolores, cuando ha conocido, por experiencia directa, que otros sufren más que él?

¡No vegetar, sino vivir!
Pier Giorgio Frassati es un ejemplo luminoso de santidad juvenil, actual, «enmarcado» en nuestro tiempo. Él atestigua una vez más que la fe en Jesucristo es la religión de los fuertes y de los verdaderamente jóvenes, que solo ella puede iluminar todas las verdades con la luz del «misterio» y que solo ella puede regalar la perfecta alegría. Su existencia es el modelo perfecto de la vida normal al alcance de todos. Él, como todos los seguidores de Jesús y del Evangelio, comenzó por las pequeñas cosas; llegó a las alturas más sublimes a fuerza de sustraerse a los compromisos de una vida mediocre y sin sentido y empleando la natural terquedad en sus firmes propósitos. Todo, en su vida, le sirvió de escalón para subir; incluso aquello que debería haberle sido un tropiezo. Entre sus compañeros era el intrépido y exuberante animador de cada empresa, atrayendo a su alrededor tanta simpatía y tanta admiración. La naturaleza le había sido generosa en favores: de familia renombrada, rico, de ingenio sólido y práctico, físico apuesto y robusto, educación completa, nada le faltaba para abrirse camino en la vida. Pero él no pretendía vegetar, sino conquistar su lugar al sol, luchando. Era un hombre de temple y un alma de cristiano.
Su vida tenía en sí misma una coherencia que descansaba en la unidad del espíritu y de la existencia, de la fe y de las obras. La fuente de esta personalidad tan luminosa estaba en la profunda vida interior. Frassati rezaba. Su sed de Gracia le hacía amar todo lo que llena y enriquece el espíritu. Se acercaba cada día a la Santa Comunión, luego permanecía a los pies del altar, largo tiempo, sin que nada pudiera distraerlo. Rezaba en los montes y por el camino. Sin embargo, la suya no era una fe ostentosa, aunque las señales de la cruz hechas en la vía pública al pasar por delante de las iglesias eran grandes y seguras, aunque el Rosario se rezaba en voz alta, en un vagón de tren o en la habitación de un hotel. Pero era más bien una fe vivida tan intensa y sinceramente que brotaba de su alma generosa y franca con una sencillez de actitud que convencía y conmovía. Su formación espiritual se fortaleció en las adoraciones nocturnas de las que fue ferviente propugnador e infaltable participante. Realizó los ejercicios espirituales en más de una ocasión, obteniendo de ellos serenidad y vigor espiritual.
El libro de Don Cojazzi se cierra con la frase: «Haberlo conocido o haber oído hablar de él significa amarlo, y amarlo significa seguirlo». El deseo es que el testimonio de Piergiorgio Frassati sea “sal y luz” para todos, especialmente para los jóvenes de hoy.




Don José Luis Carreño, misionero salesiano

Don José Luis Carreño (1905-1986) fue descrito por el historiador Joseph Thekkedath como “el salesiano más amado del sur de la India” en la primera mitad del siglo XX. En todos los lugares donde vivió —ya fuera en la India británica, en la colonia portuguesa de Goa, en Filipinas o en España— encontramos salesianos que guardan con cariño su memoria. Extrañamente, sin embargo, aún no disponemos de una biografía adecuada de este gran salesiano, salvo la extensa carta mortuoria redactada por don José Antonio Rico: “José Luis Carreño Etxeandía, obrero de Dios”. Esperamos que pronto se pueda llenar este vacío. Don Carreño fue uno de los artífices de la región del sur de Asia, y no podemos permitirnos olvidarlo.

José-Luis Carreño Etxeandía nació en Bilbao, España, el 23 de octubre de 1905. Quedó huérfano de madre a la tierna edad de ocho años y fue acogido en la casa salesiana de Santander. En 1917, a los doce años, ingresó en el aspirantado de Campello. Recuerda que en aquellos tiempos “no se hablaba mucho de Don Bosco… Pero para nosotros un Don Binelli era un Don Bosco, sin mencionar a Don Rinaldi, entonces Prefecto General, cuyas visitas nos dejaban una sensación sobrenatural, como cuando los mensajeros de Yahvé visitaron la tienda de Abraham”.

Después del noviciado y postnoviciado, realizó el internado como asistente de los novicios. Debía ser un clérigo brillante, porque de él escribe don Pedro Escursell al Rector Mayor: “Estoy hablando justo ahora con uno de los clérigos modelo de esta casa. Es asistente en la formación del personal de esta Inspectoría; me dice que hace tiempo pidió ser enviado a las misiones y dice que renunció a pedirlo porque no recibe respuesta. Es un joven de gran valor intelectual y moral.”

En la víspera de su ordenación sacerdotal, en 1932, el joven José-Luis escribió directamente al Rector Mayor, ofreciéndose para las misiones. La oferta fue aceptada y fue enviado a la India, donde desembarcó en Mumbai en 1933. Apenas un año después, cuando se creó la Inspectoría del sur de la India, fue nombrado maestro de novicios en Tirupattur: tenía solo 28 años. Con sus extraordinarias cualidades de mente y corazón, se convirtió rápidamente en el alma de la casa y dejó una profunda impresión en sus novicios. “Nos conquistó con su corazón paternal”, escribe uno de ellos, el arzobispo Hubert D’Rosario de Shillong.

Don Joseph Vaz, otro novicio, contaba a menudo cómo Carreño se dio cuenta de que él temblaba de frío durante una conferencia. “Espera un momento, hombre,” dijo el maestro de novicios y salió. Poco después regresó con un suéter azul que le entregó a Joe. Joe notó que el suéter estaba extrañamente caliente. Luego recordó que bajo la sotana su maestro llevaba algo azul… que ahora ya no estaba. Carreño le había dado su propio suéter.

En 1942, cuando el gobierno británico en la India internó a todos los extranjeros provenientes de países en guerra con Gran Bretaña, Carreño, siendo ciudadano de un país neutral, no fue molestado. En 1943 recibió un mensaje a través de Radio Vaticana: debía tomar el lugar de don Eligio Cinato, inspector de la inspectoría del sur de la India, también internado. En el mismo período, el arzobispo salesiano Louis Mathias de Madras-Mylapore lo invitó a ser su vicario general.

En 1945 fue oficialmente nombrado inspector, cargo que desempeñó de 1945 a 1951. Uno de sus primeros actos fue consagrar la Inspectoría al Sagrado Corazón de Jesús. Muchos salesianos estaban convencidos de que el extraordinario crecimiento de la Inspectoría del Sur se debió precisamente a este gesto. Bajo la guía de don Carreño, las obras salesianas se duplicaron. Uno de sus actos más visionarios fue el inicio de un colegio universitario en el remoto y pobre pueblo de Tirupattur. Il Sacred Heart College terminaría transformando todo el distrito.

También fue Carreño el principal artífice de la “indianización” del rostro salesiano en la India, buscando desde el principio vocaciones locales, en lugar de depender exclusivamente de misioneros extranjeros. Una elección que resultó providencial: primero, porque el flujo de misioneros extranjeros cesó durante la guerra; luego, porque la India independiente decidió no conceder más visas a nuevos misioneros extranjeros. “Si hoy los salesianos en India son más de dos mil, el mérito de este crecimiento se debe a las políticas iniciadas por don Carreño,” escribe don Thekkedath en su historia de los salesianos en India.

Don Carreño, como dijimos, no solo fue inspector, sino también vicario de monseñor Mathias. Estos dos grandes hombres, que se estimaban profundamente, eran sin embargo muy diferentes en temperamento. El arzobispo era partidario de medidas disciplinarias severas hacia los confrades en dificultades, mientras don Carreño prefería procedimientos más suaves. El visitador extraordinario, don Albino Fedrigotti, parece haber dado la razón al arzobispo, definiendo a don Carreño como “un excelente religioso, un hombre de gran corazón”, pero también “un poco demasiado poeta”.

No faltó tampoco la acusación de ser un mal administrador, pero es significativo que una figura como don Aurelio Maschio, gran procurador y arquitecto de las obras salesianas de Mumbai, rechazara con firmeza tal acusación. En realidad, don Carreño era un innovador y un visionario. Algunas de sus ideas —como la de involucrar voluntarios no salesianos para un servicio de algunos años— eran, en aquel entonces, vistas con recelo, pero hoy son ampliamente aceptadas y activamente promovidas.

En 1951, al término de su mandato oficial como inspector, a Carreño se le pidió regresar a España para ocuparse de los Salesianos Cooperadores. No era esta la verdadera razón de su partida, después de dieciocho años en la India, pero Carreño aceptó con serenidad, aunque no sin dolor.

En 1952 se le pidió ir a Goa, donde permaneció hasta 1960. “Goa fue amor a primera vista,” escribió en Urdimbre en el telar. Goa, por su parte, lo acogió en el corazón. Continuó la tradición de los salesianos que servían como directores espirituales y confesores del clero diocesano, y fue incluso patrón de la asociación de escritores en lengua konkani. Sobre todo, gobernó la comunidad de Don Bosco Panjim con amor, cuidó con extraordinaria paternidad a los muchos niños pobres y, una vez más, se dedicó activamente a la búsqueda de vocaciones a la vida salesiana. Los primeros salesianos de Goa —personas como Thomas Fernández, Elías Díaz y Rómulo Noronha— contaban con lágrimas en los ojos cómo Carreño y otros pasaban por el Goa Medical College, justo al lado de la casa salesiana, para donar sangre y así obtener algunas rupias con las que comprar alimentos y otros bienes para los niños.

En 1961 tuvieron lugar la acción militar india y la anexión de Goa. En ese momento don Carreño se encontraba en España y ya no pudo regresar a la tierra amada. En 1962 fue enviado a Filipinas como maestro de novicios. Acompañó solo a tres grupos de novicios, porque en 1965 pidió regresar a España. En el origen de su decisión había una seria divergencia de visión entre él y los misioneros salesianos provenientes de China, y especialmente con don Carlo Braga, superior de la visitaduría. Carreño se opuso firmemente a la política de enviar a los jóvenes salesianos filipinos recién profesos a Hong Kong para estudios de filosofía. Como sucedió, al final los superiores aceptaron la propuesta de retener a los jóvenes salesianos en Filipinas, pero para entonces la solicitud de Carreño de regresar a su país ya había sido aceptada.

Don Carreño pasó solo cuatro años en Filipinas, pero también allí, como en India, dejó una huella imborrable, “una contribución inconmensurable y crucial a la presencia salesiana en Filipinas”, según las palabras del historiador salesiano Nestor Impelido.

De regreso en España, colaboró con las Procuradurías Misioneras de Madrid y New Rochelle, y en la animación de las inspectorías ibéricas. Muchos en España aún recuerdan al viejo misionero que visitaba las casas salesianas, contagiando a los jóvenes con su entusiasmo misionero, sus canciones y su música.

Pero en su imaginación creativa estaba tomando forma un nuevo proyecto. Carreño se dedicó con todo el corazón al sueño de fundar un Pueblo Misionero con dos objetivos: preparar jóvenes misioneros —principalmente provenientes de Europa del Este— para América Latina; y ofrecer un refugio para misioneros “jubilados” como él, quienes también podrían servir como formadores. Tras una larga y dolorosa correspondencia con los superiores, el proyecto finalmente tomó forma en el Hogar del Misionero en Alzuza, a pocos kilómetros de Pamplona. La componente vocacional misionera nunca despegó, y fueron muy pocos los misioneros mayores que se unieron efectivamente a Carreño. Su principal apostolado en estos últimos años siguió siendo el de la pluma. Dejó más de treinta libros, entre ellos cinco dedicados a la Santa Síndone, a la que estaba particularmente devoto.

Don José-Luis Carreño murió en 1986 en Pamplona, a los 81 años. A pesar de los altibajos de su vida, este gran amante del Sagrado Corazón de Jesús pudo afirmar, en el jubileo de oro de su ordenación sacerdotal: “Si hace cincuenta años mi lema como joven sacerdote era ‘Cristo es todo’, hoy, viejo y abrumado por su amor, lo escribiría en letras de oro, porque en realidad CRISTO ES TODO”.

don Ivo COELHO, sdb




Las siete alegrías de la Virgen María

En el corazón de la obra educativa y espiritual de San Juan Bosco, la figura de la Madonna ocupa un lugar privilegiado y luminoso. Don Bosco no solo fue un gran educador y fundador, sino también un ferviente devoto de la Virgen María, a quien veneraba con profundo afecto y en quien confiaba cada uno de sus proyectos pastorales. Una de las expresiones más características de esta devoción es la práctica de las “Siete alegrías de la Virgen María”, propuesta de manera sencilla y accesible en su publicación “El joven proveído”, uno de los textos más difundidos en su pedagogía espiritual.

Una obra para el alma de los jóvenes
En 1875, Don Bosco publicó una nueva edición de “El joven proveído para la práctica de sus deberes en los ejercicios de piedad cristiana”, un manual de oraciones, ejercicios espirituales y normas de conducta cristiana pensado para los chicos. Este libro, redactado con un estilo sobrio y paternal, tenía la intención de acompañar a los jóvenes en su formación moral y religiosa, introduciéndolos a una vida cristiana integral. En él también encontraba espacio la devoción a las “Siete alegrías de María Santísima”, una oración sencilla pero intensa, estructurada en siete puntos. A diferencia de los “Siete dolores de la Madonna”, mucho más conocidos y difundidos en la piedad popular, las “Siete alegrías” de Don Bosco ponen el énfasis en las alegrías de la Santísima Virgen en el Paraíso, consecuencia de una vida terrenal vivida en la plenitud de la gracia de Dios.
Esta devoción tiene orígenes antiguos y fue especialmente querida por los franciscanos, quienes la difundieron a partir del siglo XIII, como Rosario de las Siete Alegrías de la Bienaventurada Virgen María (o Corona Seráfica). En la forma franciscana tradicional es una oración devocional compuesta por siete decenas de Ave María, cada una precedida por un misterio gozoso (alegría) e introducida por un Padre Nuestro. Al final de cada decena se reza un Gloria al Padre. Las alegrías son: 1. La Anunciación del Ángel; 2. La visita a Santa Isabel; 3. El nacimiento del Salvador; 4. La adoración de los Magos; 5. El hallazgo de Jesús en el templo; 6. La resurrección del Hijo; 7. La Asunción y coronación de María en el cielo.
Don Bosco, tomando de esta tradición, ofrece una versión simplificada, adecuada a la sensibilidad de los jóvenes.
Cada una de estas alegrías se medita mediante la recitación de un Ave María y un Gloria.

La pedagogía de la alegría
La elección de proponer a los jóvenes esta devoción no responde solo a un gusto personal de Don Bosco, sino que se inserta plenamente en su visión educativa. Él estaba convencido de que la fe debía transmitirse a través de la alegría, no del miedo; a través de la belleza del bien, no del temor al mal. Las “Siete alegrías” se convierten así en una escuela de alegría cristiana, una invitación a reconocer que, en la vida de la Virgen, la gracia de Dios se manifiesta como luz, esperanza y cumplimiento.
Don Bosco conocía bien las dificultades y sufrimientos que muchos de sus chicos enfrentaban diariamente: la pobreza, el abandono familiar, la precariedad del trabajo. Por eso, les ofrecía una devoción mariana que no se limitara al llanto y al dolor, sino que fuera también una fuente de consuelo y de alegría. Meditar las alegrías de María significaba abrirse a una visión positiva de la vida, aprender a reconocer la presencia de Dios incluso en los momentos difíciles, y confiar con fe en la ternura de la Madre celestial.
En la publicación “El joven provisto”, Don Bosco escribe palabras conmovedoras sobre el papel de María: la presenta como madre amorosa, guía segura y modelo de vida cristiana. La devoción a sus alegrías no es una simple práctica devocional, sino un medio para entrar en relación personal con la Madonna, para imitar sus virtudes y recibir su ayuda materna en las pruebas de la vida.
Para el santo turinés, María no está distante ni inaccesible, sino cercana, presente, activa en la vida de sus hijos. Esta visión mariana, fuertemente relacional, atraviesa toda la espiritualidad salesiana y se refleja también en la vida cotidiana de los oratorios: ambientes donde la alegría, la oración y la familiaridad con María van de la mano.

Una herencia viva
Hoy también, la devoción a las “Siete alegrías de la Virgen María” mantiene intacto su valor espiritual y educativo. En un mundo marcado por incertidumbres, miedos y fragilidades, ofrece un camino sencillo pero profundo para descubrir que la fe cristiana es, ante todo, una experiencia de alegría y luz. Don Bosco, profeta de la alegría y la esperanza, nos enseña que la auténtica educación cristiana pasa por la valorización de los afectos, las emociones y la belleza del Evangelio.
Redescubrir hoy las “Siete alegrías” significa también recuperar una mirada positiva sobre la vida, la historia y la presencia de Dios. La Madonna, con su humildad y su confianza, nos enseña a custodiar y meditar en el corazón las señales de la verdadera alegría, aquella que no pasa, porque está fundada en el amor de Dios.
En un tiempo en que también los jóvenes buscan luz y sentido, las palabras de Don Bosco siguen siendo actuales: “Si queréis ser felices, practicad la devoción a María Santísima”. Las “Siete alegrías” son, entonces, una pequeña escalera hacia el cielo, un rosario de luz que une la tierra al corazón de la Madre celestial.

Aquí también el texto original tomado de “El joven proveído para la práctica de sus deberes en los ejercicios de piedad cristiana”, 1875 (pp. 141-142), con nuestros títulos.

Las siete alegrías que goza María en el Cielo

1. Pureza cultivada
Regocijaos, oh Esposa inmaculada del Espíritu Santo, por ese gozo que ahora disfrutáis en el Paraíso, porque por vuestra pureza y virginidad sois exaltada sobre todos los Ángeles y sublimada sobre todos los santos.
Ave María y Gloria.

2. Sabiduría buscada
Regocijaos, oh Madre de Dios, por ese placer que sentís en el Paraíso, porque así como el sol aquí en la tierra ilumina todo el mundo, así vos con vuestro resplandor adornáis y hacéis brillar todo el Paraíso.
Ave y Gloria.

3. Obediencia filial
Regocijaos, oh Hija de Dios, por la sublime dignidad a la que fuisteis elevada en el Paraíso, porque todas las Jerarquías de Ángeles, Arcángeles, Tronos, Dominaciones y todos los Espíritus Bienaventurados os honran, reverencian y reconocen como Madre de su Creador, y a cada mínimo gesto os obedecen con sumo respeto.
Ave y Gloria.

4. Oración continua
Regocijaos, oh Sierva de la Santísima Trinidad, por ese gran poder que tenéis en el Paraíso, porque todas las gracias que pedís a vuestro Hijo os son concedidas de inmediato; de hecho, como dice San Bernardo, no se concede gracia aquí en la tierra que no pase por vuestras santísimas manos.
Ave y Gloria.

5. Humildad vivida
Regocijaos, oh muy a gusta Reina, porque solo vos merecisteis sentaros a la derecha de vuestro santísimo Hijo, quien está sentado a la derecha del Padre Eterno.
Ave y Gloria.
6. Misericordia practicada
Regocijaos, oh Esperanza de los pecadores, Refugio de los atribulados, por el gran placer que sentís en el Paraíso al ver que todos los que os alaban y reverencian en este mundo son premiados por el Padre Eterno con su santa gracia en la tierra, y con su inmensa gloria en el cielo.
Ave y Gloria.

7. Esperanza premiada
Regocijaos, oh Madre, Hija y Esposa de Dios, porque todas las gracias, todos los gozos, todas las alegrías y todos los favores que ahora disfrutáis en el Paraíso nunca disminuirán; al contrario, aumentarán hasta el día del juicio y durarán eternamente.
Ave y Gloria.

Oración a la bienaventurada Virgen.
Oh gloriosa Virgen María, Madre de mi Señor, fuente de todo nuestro consuelo, por estas alegrías vuestras, de las que he hecho memoria con la devoción que he podido mayor, os ruego me obtengáis de Dios el perdón de mis pecados y la ayuda continua de su santa gracia, para que nunca me haga indigno de vuestra protección, sino que tenga la suerte de recibir todos esos celestiales favores que soléis obtener y compartir con vuestros siervos, quienes hacen devota memoria de estas alegrías que rebosan en vuestro hermoso corazón, oh Reina inmortal del Cielo.

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El oratorio festivo de Valdocco

En 1935, tras la canonización de Don Bosco en 1934, los salesianos se ocuparon de recoger testimonios sobre él. Un tal Pietro Pons, que de niño había asistido al oratorio festivo de Valdocco durante unos diez años (de 1871 a 1882), y que también había cursado dos años de escuela primaria (con las aulas bajo la Basílica de María Auxiliadora) el 8 de noviembre dio un hermoso testimonio de aquellos años. Extractamos algunos pasajes del mismo, casi todos inéditos.

La figura de Don Bosco
Era el centro de atracción de todo el Oratorio. Así lo recuerda nuestro antiguo oratoriano Pietro Pons a finales de los años 70: “Ya no tenía vigor, pero siempre estaba tranquilo y sonriente. Tenía dos ojos que perforaban y penetraban la mente. Aparecía entre nosotros: era una alegría para todos. D. Rua, D. Lazzero estaban a su lado como si tuvieran al Señor en medio de ellos. D. Barberis y todos los muchachos corrían hacia él, rodeándolo, algunos caminando a los costados, otros detrás de él para tener el rostro vuelto hacia él. Era una fortuna, un codiciado privilegio poder estar cerca de él, hablar con él. Se paseaba hablando y mirando a todo el mundo con esos dos ojos que giraban a todos los lados, electrizando los corazones de alegría”.
Entre los episodios que se le han quedado grabados 60 años después, recuerda dos en particular: “Un día… apareció solo en la puerta principal del santuario. Entonces una bandada de muchachos se abalanzó sobre él como una ráfaga de viento. Pero él sostiene en la mano el paraguas, que tiene un mango y una asta tan gruesa como la de los campesinos. Lo levanta y, utilizándolo como una espada, hace malabarismos para repeler aquel afectuoso asalto, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, para abrirse paso. Toca a uno con la punta, a otro a un lado, pero mientras tanto los otros se acercan por el otro lado. Así continúa el juego, la broma, alegrando los corazones, deseosos de ver al buen Padre regresar de su viaje. Parecía un cura de pueblo, pero de los buenos”.

Los juegos y el pequeño teatro
Un oratorio salesiano sin juegos es impensable. El anciano antiguo alumno recuerda: “el patio estaba ocupado por un edificio, la iglesia de Maria A. y al fondo un muro bajo… una especie de caseta descansaba en la esquina izquierda, donde siempre había alguien para vigilar a los que entraban… Nada más entrar a la derecha, había un columpio con un solo asiento, luego las barras paralelas y la barra fija para los niños mayores, que se divertían haciendo sus piruetas y saltos mortales, y también el trapecio, y el paso volador simple, que estaban, sin embargo, cerca de las sacristías, más allá de la capilla de San José”. Y de nuevo: “Este patio tenía una hermosa longitud y se prestaba muy bien a las carreras de velocidad que partían del lado de la iglesia y volvían allí a la vuelta. También se jugaba a los ataúdes rotos, a las carreras de sacos y a las piñatas. Estos últimos juegos se anunciaban desde el domingo anterior. También se jugaba a la cucaña, pero el árbol se plantaba con el extremo delgado en la parte inferior para que fuera más difícil subir. Había loterías y el boleto se pagaba a uno o dos céntimos. Dentro de la casita había una pequeña biblioteca guardada en un armario”.

Al juego se unía el famoso “pequeño teatro” en el que se representaban auténticos dramas como “El hijo del cruzado”, se cantaban los romances de Don Cagliero y se presentaban “musicales” como el del Zapatero personificado por el legendario Carlo Gastini [un brillante animador de los antiguos alumnos]. La obra, a la que asistían gratuitamente los padres, se celebraba en la sala situada bajo la nave de la iglesia de María A., pero el antiguo oratorio recuerda también que “una vez se representó en la casa Moretta [la actual iglesia parroquial, cerca de la plaza]. Allí vivía gente pobre en la más escuálida miseria. En los sótanos que se ven bajo el balcón había una pobre madre, que al mediodía llevaba a su Carlos, con el cuerpo rígido por una enfermedad, sobre los hombros para que tomara el sol”.

Servicios religiosos y reuniones formativas
En el oratorio festivo no faltaban los servicios religiosos de los domingos por la mañana: santa misa con comunión, oraciones del buen cristiano; seguidos por la tarde de recreo, catecismo y sermón de don Giulio Barberis. Ya anciano, “D. Bosco nunca venía a decir misa ni a predicar, sino sólo a visitar y a quedarse con los chicos durante el recreo… Los catequistas y los asistentes tenían a sus alumnos con ellos en la iglesia durante los oficios y les enseñaban el catecismo. A todos se les impartía una pequeña doctrina. Cada fiesta había que memorizar la lección y también la explicación”. Las fiestas solemnes terminaban con una procesión y una merienda para todos: “A la salida de la iglesia después de la misa había un desayuno. Un joven a la derecha de la puerta daba la hogaza de pan, otro a la izquierda le ponía dos fetas de salami con un tenedor”. Aquellos chicos se contentaban con poco, pero estaban encantados. Cuando los chicos internos se unían a los oratorianos para cantar las vísperas, ¡sus voces se oían en Via Milano y Via Corte d’appello!
Las reuniones de los grupos de formación también se celebraban en el oratorio festivo. En la casita cercana a la iglesia de San Francisco, había “una sala pequeña y baja con capacidad para unas veinte personas… En la sala había una pequeña mesa para el conferenciante, había bancos para las reuniones y conferencias de los mayores en general, y de la Compañía de San Luis, casi todos los domingos”.
¿Quiénes eran los oratorianos?
De sus casi 200 compañeros – aunque su número disminuía en invierno debido al regreso de los temporeros con sus familias – nuestro vivaracho anciano recordaba que muchos eran de Biella “casi todos ‘bic’, es decir, que llevaban el cubo de madera lleno de cal y la cesta de mimbre llena de ladrillos a los albañiles de los edificios”. Otros eran “aprendices de albañil, mecánico, hojalatero”. Pobres aprendices: trabajaban de la mañana a la noche todos los días y sólo los domingos podían permitirse un poco de recreo “en casa de Don Bosco” (como se llamaba su oratorio): “Jugábamos al burro que vuela, bajo la dirección del entonces señor Milanesio [futuro sacerdote que fue un gran misionero en la Patagonia]. El Sr. Ponzano, más tarde sacerdote, era profesor de gimnasia. Nos hacía hacer ejercicios con el peso corporal, con palos, y otros aparatos”.
Los recuerdos de Pietro Pons son mucho más amplios, tan ricos en sugerencias lejanas, como impregnados de una sombra de nostalgia; esperan ser conocidos en su totalidad. Esperamos hacerlo pronto.




Los corderitos y la tormenta de verano (1878)

El relato onírico que sigue, narrado por Don Bosco la tarde del 24 de octubre de 1878, es mucho más que un simple entretenimiento vespertino para los jóvenes del Oratorio. A través de la delicada imagen de los corderitos sorprendidos por una violenta tormenta de verano, el santo educador dibuja una vívida alegoría de las vacaciones escolares: un tiempo aparentemente despreocupado, pero cargado de peligros espirituales. El prado acogedor representa el mundo exterior, el granizo simboliza las tentaciones, mientras que el jardín protegido alude a la seguridad que ofrece la vida de gracia, los sacramentos y la comunidad educativa. En este sueño, que se convierte en catequesis, Don Bosco recuerda a sus muchachos —y a nosotros— la urgencia de vigilar, recurrir a la ayuda divina y apoyarse mutuamente para regresar íntegros a la vida cotidiana.

            Sobre la salida de los jóvenes para las vacaciones de este año y sobre el regreso, no quedó consignada noticia alguna, a excepción de un sueño relacionado con los efectos que este tiempo de asueto suele acarrear. Don Bosco lo contó en la noche del 24 de octubre. Apenas anunció que iba a proceder a su narración, las manifestaciones de satisfacción fueron grandes.

            Estoy muy contento de volver a ver al ejército de mis hijos armados contra diabolum. Esta expresión, aunque latina, la comprende hasta el mismo Cottino.
Tendría que deciros muchas cosas, porque es la primera vez que os hablo después de las vacaciones; pero ahora os quiero contar un sueño. Vosotros sabéis que los sueños se tienen durmiendo y que no hay que hacerles mucho caso, pero si no hay mal ninguno en no creer en ellos, tal vez tampoco lo hay en creer en ellos, pudiéndonos servir a veces de lección, como, por ejemplo, éste.
            Me encontraba en Lanzo durante la primera tanda de ejercicios y estaba durmiendo, cuando, como os he dicho, tuve un sueño. Parecióme estar en un lugar que no sabría identificar, pero se hallaba próximo a un pueblo en el que se veía un jardín y junto a éste un amplísimo prado. Estaba en compañía de algunos amigos que me invitaron a entrar en el jardín. Penetré en él y vi una multitud de corderillos que saltaban, corrían y hacían mil cabriolas según su costumbre. Cuando he aquí que se abrió una puerta que ponía en comunicación con el prado, y los corderillos corrieron a él para pastar.
            Muchos, sin embargo, no se preocuparon en salir, sino que se quedaron en el jardín, e iban de un lado para otro despuntando algunas hierbecillas alimentándose de esta manera, puesto que no había hierba en tanta abundancia como en el prado, al que había salido el mayor número de aquellos animales. -Voy a ver qué es lo que hacen estos animales ahí fuera, me dije. Fuimos al prado y los vi paciendo tranquilamente. Mas he aquí que de pronto se oscurece el cielo, brillan los relámpagos, retumba el trueno y se aproxima una tempestad.
            – Qué será de estos animales si los pilla la tormenta?, me decía yo. Vamos a ponerlos a salvo. Y comencé a llamarlos. Después, yo por una parte y mis compañeros por otras, procurábamos llevarlos hacia la entrada del jardín. Pero ellos no querían entrar; uno corría por aquí, otro escapaba por allá, nosotros intentábamos perseguirlos, ¡pero que si quieres!, ellos eran más veloces que nuestras piernas. Entretanto comenzaron a caer densas gotas, después a llover intensamente y yo no conseguía reunir el ganado. Una o dos ovejas entraron afortunadamente en el jardín, pero las demás, y eran muchísimas, continuaron en el prado. -Bien, si no quieren entrar en el jardín, peor para ellas, dije yo. Vamos a retirarnos nosotros. Y así lo hicimos.
            En el jardín había una fuente sobre la cual se veía escrito con caracteres cubitales: Fons signatus, fuente sellada. Estaba cerrada, pero de pronto se abrió, el agua subió hacia la altura y se dividió formando un arco iris, semejante a una bóveda, como la de este pórtico.
            Entretanto menudeaban cada vez más los relámpagos, seguidos de fragorosos truenos, y comenzó a granizar. Nosotros, con todos los corderillos que estaban en el jardín, nos amparamos y cobijamos bajo aquella bóveda maravillosa donde no penetraba el agua ni el granizo.
            – Pero ¿qué es esto?, preguntaba yo a los amigos. ¿Qué será de los pobrecillos que han quedado fuera?
            – Ya verás, me dijeron. Mira la frente de estos corderos, ¿qué observas?
            Me fijé y vi que sobre la frente de cada uno estaba escrito el nombre de un muchacho del Oratorio.
            – ¿Qué es esto?, pregunté.
            – ¡Verás, verás!
            Entretanto, yo no podía detenerme más y quise salir para ver qué les había sucedido a los pobres corderillos que estaban en el prado. -Recogeré a los que hayan muerto y los enviaré al Oratorio, pensaba entre mí. Pero, al salir de debajo de aquel arco, la lluvia caía sobre mí y vi a aquellas pobres bestezuelas tendidas en tierra, moviendo las patas intentando levantarse para dirigirse hacia el jardín; pero no podían andar. Abrí la puerta, levanté la voz, más sus esfuerzos eran inútiles. La lluvia y el granizo continuaban azotándolas de tal manera que infundían lastima; una era herida en la cabeza, otra en la quijada, ésta en un ojo, aquélla en una pata, otras en diversas partes del cuerpo.
            Después de algún tiempo, la tempestad cesó por completo.
            – Observa, me dijo el que estaba a mi lado, la frente de estos corderos.
            Y vi escrito en el lugar indicado el nombre de cada uno de los muchachos del Oratorio.
            – Conozco al muchacho que lleva este nombre, me dije; y no me parece precisamente un corderillo.
            – Verás, verás, me fue respondido.
            Seguidamente me presentaron un vaso de oro con tapadera de plata y al mismo tiempo escuché estas palabras:
            – Toca con tu mano untada en este bálsamo las heridas de estos animales y curarán inmediatamente.
            Yo, entonces, comencé a llamarlos:
            – ¡Brrr, brrr! No se movían. Repetí la llamada y nada; intenté acercarme a uno y se apartó arrastrándose. Yo les seguía, pero el juego volvía a repetirse. – ¿No quiere? ¡Peor para él!, exclamé. Iré en busca de otro.
            Y así lo hice, pero también éste escapó. A cuantos me aproximaba para ungirlos y curarlos, emprendían la fuga. Yo los perseguía, pero inútilmente. Al fin alcancé a uno: ¡pobrecillo!, tenía los ojos fuera de las órbitas y en tan mal estado que daba compasión, Se los toqué con la mano, curó y, saltando, corrió al jardín.
            Entonces, otras muchas ovejas, al ver esto, no manifestaron repugnancia, se dejaron tocar y curar y entraron en el jardín. Pero eran muchas las que quedaban fuera, especialmente las más llagadas, a las cuales no me fue posible acercarme.
            – ¡Si no se quieren curar, peor para ellas! Pero no sé cómo podré hacer para que entren en el jardín.
            – Déjalo de mi cuenta, me dijo uno de los amigos que estaban conmigo. Ya vendrán, ya vendrán. – ¡Ya veremos!, dije. Coloqué el vaso donde había estado primeramente y volví al jardín. Este había cambiado de aspecto por completo, y pude leer a su entrada: Oratorio. Apenas penetré en él, he aquí que los corderitos que no habían querido venir, se acercaron, entraron apresuradamente y corrieron a echarse por un lado y por otro; pero tampoco entonces pude acercarme a ellos. Hubo varios que, no queriendo recibir el ungüento, consiguieron que éste se convirtiese para ellos en veneno que en lugar de curarles las llagas se las irritaba aún más.
            – ¡Mira!, me dijo un amigo. ¿Ves aquel estandarte?
            Me volví y vi tremolar al viento un gran estandarte en el que se leía escrito en grandes caracteres: «Vacaciones».
            – Sí, lo veo, repliqué.
            – Ahí tienes el efecto de las vacaciones, añadió uno de los que me acompañaban, mientras yo me sentía abrumado de dolor al contemplar aquel espectáculo. -Tus jóvenes, continuó el tal, salen del Oratorio para ir a pasar las vacaciones, decididos a alimentarse con la palabra de Dios y a conservarse buenos: pero después sobreviene el temporal, esto es las tentaciones; seguidamente la lluvia, o asaltos del demonio; después cae el granizo, que representa las caídas en el pecado. Algunos recobran la salud con la confesión, pero otros no usan bien este Sacramento, o no se acercan a él en absoluto. No lo olvides y no te canses jamás de repetirlo a tus jóvenes: las vacaciones son como una gran tempestad para sus almas.
            Observaba yo a aquellos corderos descubriendo en algunos de ellos heridas mortales; estaba buscando la manera de curarlos, cuando don José Scappini, que había hecho ruido en la habitación próxima, me despertó.
            Este es el sueño, y aunque es un sueño tiene un significado que no hará ningún mal al que le preste fe. Puedo deciros que anoté algunos nombres de los muchos que vi en la frente de los corderos y confrontándolos con los jóvenes, comprobé que se conducían como indicaba el sueño. Sea como fuere, debemos, en esta Novena de los Santos, corresponder a la bondad de Dios, que quiere usar de misericordia con nosotros, y, mediante una buena confesión, curar las heridas de nuestra conciencia. Debemos, además, ponernos todos de acuerdo para combatir al demonio y, con el auxilio del cielo, saldremos victoriosos de esta lucha y conseguiremos recibir el premio de la victoria en el Paraíso.

            Este sueño hubo de influir grandemente en la buena marcha del nuevo curso escolar; en efecto, en la Novena de la Inmaculada, las cosas procedían tan bien, que don Bosco manifestó su satisfacción diciendo:
            – Los jóvenes se encuentran actualmente en un punto, tanto por aplicación como por conducta, al que, en años anteriores, apenas habían llegado en el mes de febrero. En la fiesta de la Inmaculada vieron éstos repetirse la bonita función de despedida de la cuarta expedición de misioneros.
(MB IT XIII 647-649 / MB ES 553-554)




Don Bosco y las procesiones eucarísticas

Un aspecto poco conocido pero importante del carisma de san Juan Bosco son las procesiones eucarísticas. Para el santo de los jóvenes, la Eucaristía no era solo una devoción personal, sino una herramienta pedagógica y un testimonio público. En una Turín en transformación, don Bosco vio en las procesiones una oportunidad para fortalecer la fe de los jóvenes y anunciar a Cristo en las calles. La experiencia salesiana, que continuó en todo el mundo, muestra cómo la fe puede encarnarse en la cultura y responder a los desafíos sociales. Aún hoy, vividas con autenticidad y apertura, estas procesiones pueden convertirse en signos proféticos de fe.

Cuando se habla de san Juan Bosco (1815-1888) se piensa inmediatamente en sus oratorios populares, en la pasión educativa por los jóvenes y en la familia salesiana nacida de su carisma. Menos conocido, pero no por ello menos decisivo, es el papel que la devoción eucarística —y en particular las procesiones eucarísticas— tuvo en su obra. Para Don Bosco, la Eucaristía no era solo el corazón de la vida interior; también constituía una poderosa herramienta pedagógica y un signo público de renovación social en una Turín en rápida transformación industrial. Recorrer el vínculo entre el santo de los jóvenes y las procesiones con el Santísimo significa entrar en un laboratorio pastoral donde liturgia, catequesis, educación cívica y promoción humana se entrelazan de manera original y, en ocasiones, sorprendente.

Las procesiones eucarísticas en el contexto del siglo XIX
Para comprender a Don Bosco es necesario recordar que el siglo XIX italiano vivió un intenso debate sobre el papel público de la religión. Tras la época napoleónica y del movimiento risorgimentista, las manifestaciones religiosas en las calles de la ciudad ya no eran algo dado por sentado: en muchas regiones se estaba delineando un estado liberal que miraba con recelo cualquier expresión pública del catolicismo, temiendo concentraciones masivas o resurgimientos “reaccionarios”. Sin embargo, las procesiones eucarísticas mantenían una fuerza simbólica muy poderosa: recordaban la señoría de Cristo sobre toda la realidad y, al mismo tiempo, hacían emerger una Iglesia popular, visible e encarnada en los barrios. Contra este trasfondo se destaca la obstinación de Don Bosco, que nunca renunció a acompañar a sus jóvenes en el testimonio de la fe fuera de los muros del oratorio, ya fueran las calles de Valdocco o los campos circundantes.

Desde los años de formación en el seminario de Chieri, Giovanni Bosco desarrolló una sensibilidad eucarística de sabor “misionero”. Las crónicas cuentan que a menudo se detenía en la capilla, después de las clases, largo tiempo en oración ante el tabernáculo. En las “Memorias del Oratorio” él mismo reconoce haber aprendido de su director espiritual, don Cafasso, el valor de “hacerse pan” para los demás: contemplar a Jesús que se entrega en la Hostia significaba, para él, aprender la lógica del amor gratuito. Esta línea atraviesa toda su historia: “Manténganse amigos de Jesús sacramentado y María Auxiliadora” repetirá a los jóvenes, señalando la comunión frecuente y la adoración silenciosa como pilares de un camino de santidad laical y cotidiana.

El oratorio de Valdocco y las primeras procesiones internas
En los primeros años cuarenta del siglo XIX, el oratorio turinés aún no poseía una iglesia propiamente dicha. Las celebraciones se realizaban en barracas de madera o en patios adaptados. Don Bosco, sin embargo, no renunció a organizar pequeñas procesiones internas, casi “ensayos generales” de lo que se convertiría en una práctica establecida. Los jóvenes llevaban cirios y estandartes, cantaban alabanzas marianas y, al final, se detenían alrededor de un altar improvisado para la bendición eucarística. Estos primeros intentos tenían una función eminentemente pedagógica: acostumbrar a los jóvenes a una participación devota pero alegre, uniendo disciplina y espontaneidad. En la Turín obrera, donde a menudo la miseria desembocaba en violencia, desfilar ordenados con el pañuelo rojo al cuello ya era una señal contracorriente: mostraba que la fe podía educar al respeto de uno mismo y de los demás.

Don Bosco sabía bien que una procesión no se improvisa: se necesitan signos, cantos, gestos que hablen al corazón antes que a la mente. Por eso cuidaba personalmente la explicación de los símbolos. El baldaquino se convertía en la imagen de la tienda del encuentro, signo de la presencia divina que acompaña al pueblo en camino. Las flores esparcidas a lo largo del recorrido recordaban la belleza de las virtudes cristianas que deben adornar el alma. Los faroles, indispensables en las salidas nocturnas, aludían a la luz de la fe que ilumina las tinieblas del pecado. Cada elemento era objeto de una pequeña “predicación” convivencial en el refectorio o en la recreación, de modo que la preparación logística se entrelazara con la catequesis sistemática. ¿El resultado? Para los jóvenes, la procesión no era un deber ritual sino una ocasión de fiesta cargada de significado.

Uno de los aspectos más característicos de las procesiones salesianas era la presencia de la banda formada por los mismos alumnos. Don Bosco consideraba la música un antídoto contra el ocio y, al mismo tiempo, una poderosa herramienta de evangelización: “Una marcha alegre bien ejecutada —escribía— atrae a la gente como el imán atrae al hierro”. La banda precedía al Santísimo, alternando piezas sacras con arias populares adaptadas con textos religiosos. Este “diálogo” entre fe y cultura popular reducía las distancias con los transeúntes y creaba alrededor de la procesión un aura de fiesta compartida. No pocos cronistas laicos testimoniaron haber sido “intrigados” por aquel grupo de jóvenes músicos disciplinados, tan diferente de las bandas militares o filarmónicas de la época.

Procesiones como respuesta a las crisis sociales
La Turín del siglo XIX conoció epidemias de cólera (1854 y 1865), huelgas, hambrunas y tensiones anticlericales. Don Bosco reaccionó a menudo proponiendo procesiones extraordinarias de reparación o de súplica. Durante el cólera de 1854 llevó a los jóvenes por las calles más afectadas, recitando en voz alta las letanías por los enfermos y repartiendo pan y medicinas. En ese momento nació la promesa —luego cumplida— de construir la iglesia de María Auxiliadora: “Si la Madonna salva a mis chicos, le levantaré un templo”. Las autoridades civiles, inicialmente contrarias a los cortejos religiosos por temor al contagio, tuvieron que reconocer la eficacia de la red de asistencia salesiana, alimentada espiritualmente precisamente por las procesiones. La Eucaristía, llevada entre los enfermos, se convertía así en un signo tangible de la compasión cristiana.

Contrariamente a ciertos modelos devocionales cerrados en las sacristías, las procesiones de Don Bosco reivindicaban un derecho de ciudadanía de la fe en el espacio público. No se trataba de “ocupar” las calles, sino de devolverlas a su vocación comunitaria. Pasar bajo los balcones, atravesar plazas y pórticos significaba recordar que la ciudad no es solo lugar de intercambio económico o de enfrentamiento político, sino de encuentro fraterno. Por eso Don Bosco insistía en un orden impecable: capas cepilladas, zapatos limpios, filas regulares. Quería que la imagen de la procesión comunicara belleza y dignidad, persuadiendo incluso a los observadores más escépticos de que la propuesta cristiana elevaba a la persona.

La herencia salesiana de las procesiones
Después de la muerte de Don Bosco, sus hijos espirituales difundieron la práctica de las procesiones eucarísticas en todo el mundo: desde las escuelas agrícolas de Emilia hasta las misiones de la Patagonia, desde los colegios asiáticos hasta los barrios obreros de Bruselas. Lo que importaba no era duplicar fielmente un rito piamontés, sino transmitir el núcleo pedagógico: protagonismo juvenil, catequesis simbólica, apertura a la sociedad circundante. Así, en América Latina, los salesianos incorporaron danzas tradicionales al inicio del cortejo; en India adoptaron alfombras de flores según el arte local; en África subsahariana alternaron cantos gregorianos con ritmos polifónicos tribales. La Eucaristía se convertía en puente entre culturas, realizando el sueño de Don Bosco de “hacer de todos los pueblos una sola familia”.

Desde el punto de vista teológico, las procesiones de Don Bosco encarnan una fuerte visión de la presencia real de Cristo. Llevar el Santísimo “afuera” significa proclamar que el Verbo no se hizo carne para quedarse encerrado, sino para “plantar su tienda en medio de nosotros” (cf. Jn 1,14). Tal presencia pide ser anunciada en formas comprensibles, sin reducirse a un gesto intimista. En Don Bosco, la dinámica centrípeta de la adoración (reunir los corazones alrededor de la Hostia) genera una dinámica centrífuga: los jóvenes, alimentados en el altar, se sienten enviados a servir. De la procesión surgen micro-compromisos: asistir a un compañero enfermo, pacificar una pelea, estudiar con mayor diligencia. La Eucaristía se prolonga en las “procesiones invisibles” de la caridad cotidiana.

Hoy, en contextos secularizados o multirreligiosos, las procesiones eucarísticas pueden plantear interrogantes: ¿siguen siendo comunicativas? ¿No corren el riesgo de parecer folclore nostálgico? La experiencia de Don Bosco sugiere que la clave está en la calidad relacional más que en la cantidad de incienso o de ornamentos. Una procesión que involucra a familias, explica los símbolos, integra lenguajes artísticos contemporáneos y, sobre todo, se conecta con gestos concretos de solidaridad, mantiene una sorprendente fuerza profética. El reciente Sínodo sobre los jóvenes (2018) ha subrayado varias veces la importancia de “salir” y de “mostrar la fe con la carne”. La tradición salesiana, con su liturgia itinerante, ofrece un paradigma ya probado de “Iglesia en salida”.

Las procesiones eucarísticas no eran para Don Bosco simples tradiciones litúrgicas, sino verdaderos actos educativos, espirituales y sociales. Representaban una síntesis entre fe vivida, comunidad educativa y testimonio público. A través de ellas, Don Bosco formaba jóvenes capaces de adorar, respetar, servir y testimoniar.

Hoy, en un mundo fragmentado y distraído, reapropiarse del valor de las procesiones eucarísticas a la luz del carisma salesiano puede ser una forma eficaz de reencontrar el sentido de lo esencial: Cristo presente en medio de su pueblo, que camina con él, lo adora, lo sirve y lo anuncia.
En una época que busca autenticidad, visibilidad y relaciones, la procesión eucarística —si se vive según el espíritu de Don Bosco— puede ser un signo poderoso de esperanza y renovación.

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Patagonia: “La mayor empresa de nuestra Congregación

Tan pronto como llegaron a la Patagonia, los Salesianos – liderados por Don Bosco – buscaron obtener un Vicariato Apostólico que garantizara autonomía pastoral y apoyo de Propaganda Fide. Entre 1880 y 1882, repetidas solicitudes a Roma, al presidente argentino Roca y al arzobispo de Buenos Aires se toparon con disturbios políticos y desconfianzas eclesiásticas. Misioneros como Rizzo, Fagnano, Costamagna y Beauvoir recorrían el Río Negro, el Colorado y hasta el lago Nahuel-Huapi, estableciendo presencia entre indios y colonos. El giro decisivo llegó el 16 de noviembre de 1883: un decreto erigió el Vicariato de la Patagonia septentrional, confiado a monseñor Giovanni Cagliero, y la Prefectura meridional, dirigida por monseñor Giuseppe Fagnano. Desde ese momento, la obra salesiana se arraigó «en el fin del mundo», preparando su futuro florecimiento.

            Los Salesianos acababan de llegar a la Patagonia cuando Don Bosco, el 22 de marzo de 1880, volvió a insistir ante varias Congregaciones Romanas y ante el mismo Papa León XIII para la erección del Vicariato o Prefectura de la Patagonia con sede en Carmen, que abarcase las colonias ya constituidas o que se fueran organizando a orillas del Río Negro, desde el 36º hasta el 50º grado de latitud Sur. Carmen podría haber llegado a ser “el centro de las Misiones Salesianas entre los Indios”.
            Pero los disturbios militares en el momento de la elección del general Roca como Presidente de la República (mayo-agosto 1880) y la muerte del inspector salesiano don Francesco Bodrato (agosto 1880) hicieron suspender los trámites. Don Bosco insistió también ante el Presidente en noviembre, pero sin resultados. El Vicariato no era querido ni por el arzobispo ni era bien visto por la autoridad política.
            Pocos meses después, en enero de 1881, Don Bosco animaba al nuevo inspector don Giacomo Costamagna a esforzarse por el Vicariato en la Patagonia y aseguraba al director-párroco don Fagnano que respecto a la Patagonia – “la mayor empresa de nuestra Congregación” – una gran responsabilidad pronto recaería sobre él. Pero se seguía en un impasse.
            Mientras tanto, en la Patagonia, don Emilio Rizzo, que había acompañado en 1880 al vicario de Buenos Aires monseñor Espinosa a lo largo del Río Negro hasta Roca (50 km), junto con otros salesianos se preparaba para nuevas misiones móviles por el mismo río. Don Fagnano, en 1881, pudo acompañar al ejército hasta la Cordillera. Don Bosco, impaciente, estaba ansioso y don Costamagna todavía en noviembre de 1881 le aconsejó que tratara directamente con Roma.
            Por suerte, a finales de 1881 vino a Italia monseñor Espinosa; Don Bosco aprovechó para informar por su intermediación al arzobispo de Buenos Aires, que en abril de 1882 pareció favorable al proyecto de un Vicariato confiado a los Salesianos. Más bien por la imposibilidad de atenderlo con su clero. Pero una vez más no se concretó.
            En el verano de 1882 y luego en 1883 don Beauvoir acompañó al ejército hasta el lago Nahuel-Huapi en los Andes (880 km); otras excursiones apostólicas habían hecho otros salesianos en abril a lo largo del Río Colorado, mientras don Beauvoir regresaba a Roca y en agosto don Milanesio se internaba hasta Ñorquín en Neuquén (900 km).
            Don Bosco estaba cada vez más convencido de que sin un Vicariato apostólico propio, los Salesianos no gozarían de la necesaria libertad de acción, dadas las difíciles relaciones que él mismo tuvo con su arzobispo de Turín y considerando también que el Concilio Vaticano I no decidió nada sobre las difíciles relaciones entre Ordinarios y superiores de Congregaciones religiosas en territorios de misión. Además, cosa no menor, sólo un Vicariato misionero podría contar con el apoyo financiero de la Congregación de Propaganda Fide.
            Por ello, Don Bosco retomó sus esfuerzos, presentando a la Santa Sede la propuesta de división administrativa de la Patagonia y Tierra del Fuego en tres Vicariatos o Prefecturas: desde el Río Colorado al Río Chubut, de éste al Río Santa Cruz, y de éstos a las islas de Tierra del Fuego, incluyendo las Malvinas (Falklands).
            Algunos meses después, el Papa León XIII accedió y solicitó los nombres. Don Bosco entonces sugirió al cardenal Simeoni la erección de un solo Vicariato para la Patagonia septentrional con sede en Carmen, del que dependiera una Prefectura apostólica para la Patagonia meridional. Para esta última propuso a don Fagnano; para el Vicariato a don Cagliero o don Costamagna.

Un sueño que se cumple
            El 16 de noviembre de 1883, un decreto de Propaganda Fide erigió el Vicariato apostólico de la Patagonia septentrional y central, que comprendía el sur de la provincia de Buenos Aires, los territorios nacionales de La Pampa central, el Río Negro, Neuquén y Chubut. Cuatro días después lo confió a don Cagliero como Provicario apostólico (y posteriormente Vicario apostólico). El 2 de diciembre de 1883 fue el turno de Fagnano para ser nombrado Prefecto apostólico de la Patagonia chilena, del territorio chileno de Magallanes-Punta Arenas, del territorio argentino de Santa Cruz, de las islas Malvinas y de otras islas no bien definidas que se extendían hasta el estrecho de Magallanes. Eclesiásticamente, la Prefectura cubría áreas pertenecientes a la diócesis chilena de San Carlos de Ancud.
            El sueño del famoso viaje en tren de Cartagena en Colombia a Punta Arenas en Chile del 10 de agosto de 1883 empezaba así a realizarse, más aún cuando algunos Salesianos desde Montevideo en Uruguay a comienzos de 1883 habían llegado a fundar la casa de Niterói en Brasil. El largo proceso para poder gestionar una misión con plena libertad canónica había llegado a su fin. En octubre de 1884 don Cagliero sería investido con la designación de Vicario apostólico de la Patagonia, donde haría su entrada el 8 de julio siguiente, siete meses después de su consagración episcopal ocurrida en Valdocco el 7 de diciembre de 1884.

Lo que siguió
            Aunque en medio de dificultades de todo tipo que la historia recuerda – incluyendo acusaciones y verdaderas calumnias – la obra salesiana desde esos tímidos comienzos se desplegó rápidamente tanto en la Patagonia Argentina como en la chilena. Se arraigó mayormente en pequeños centros de indios y colonos, hoy convertidos en pueblos y ciudades. Monseñor Fagnano en 1887 se estableció en Punta Arenas (Chile), desde donde comenzó poco después las misiones en las islas de Tierra del Fuego. Misioneros generosos y capaces gastaron generosamente la vida a uno y otro lado del Estrecho de Magallanes “por la salvación de las almas” y también de los cuerpos (en la medida de sus posibilidades) de los habitantes de esas tierras “allá, en el fin del mundo”. Lo han reconocido muchos, entre ellos una persona que sabe del tema, porque también vino “casi desde el fin del mundo”: el papa Francisco.

Foto de época: Los tres Bororòs que acompañaron a los misioneros salesianos a Cuiabá (1904)




Don Bosco y los títulos de Nuestra Señora

La devoción mariana de Don Bosco nace de una relación filial y viva con la presencia materna de María, experimentada en cada etapa de su vida. Desde los pilares votivos erigidos durante su infancia en Becchi, pasando por las imágenes veneradas en Chieri y Turín, hasta las peregrinaciones realizadas con sus muchachos a los santuarios del Piamonte y Liguria, cada etapa revela un título diferente de la Virgen —Consolata, Dolorosa, Inmaculada, Virgen de las Gracias y muchos otros— que habla a los fieles de protección, consuelo y esperanza. Sin embargo, el título que definiría para siempre su veneración fue «María Auxiliadora»: según la tradición salesiana, fue la propia Virgen quien se lo indicó. El 8 de diciembre de 1862, Don Bosco confió al clérigo Giovanni Cagliero: «Hasta ahora», añadía, «hemos celebrado con solemnidad y pompa la fiesta de la Inmaculada, y en este día se iniciaron nuestras primeras obras de los oratorios festivos. Pero la Virgen quiere que la honremos bajo el título de María Auxiliadora: los tiempos corren tan tristes que necesitamos que la Santísima Virgen nos ayude a conservar y defender la fe cristiana.» (MB VII, 334)

Títulos marianos
            Escribir hoy un artículo sobre los “títulos marianos” con los que Don Bosco veneró a la Santísima Virgen durante su vida, puede parecer fuera de lugar. Alguien, de hecho, podría decir: ¿Acaso la Virgen no es una sola? ¿Qué sentido tienen tantos títulos si no es crear confusión? Y después de todo, ¿no es Nuestra Señora María Auxiliadora de Don Bosco?
Dejando para los expertos las reflexiones más profundas que justifican estos títulos desde un punto de vista histórico, teológico y devocional, nos contentaremos con un pasaje de “Lumen Gentium”, el documento sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, que nos tranquiliza, recordándonos que María es nuestra madre y que “por su múltiple intercesión sigue obteniéndonos las gracias de la salud eterna. Con su caridad maternal cuida de los hermanos de su Hijo que aún vagan y se encuentran en medio de peligros y aflicciones, hasta que son conducidos a la patria bendita. Por esto la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia bajo los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (Lumen Gentium 62).
Estos cuatro títulos admitidos por el Concilio, bien considerados, engloban en síntesis toda una serie de títulos e invocaciones con los que el pueblo cristiano ha llamado a María, títulos que hicieron exclamar a Alessandro Manzoni
“Oh Virgen, oh Señora, oh Tuttasanta, che bei nomi ti serba ogni loquela: più d’un popol superbo esser si vantaer in tua gentil tutela» (de «El nombre de María»).
La propia liturgia de la Iglesia parece comprender y justificar las alabanzas elevadas a María por el pueblo cristiano, cuando se pregunta: “¿Cómo cantaremos tus alabanzas, Santa Virgen María?”
Así pues, dejemos a un lado las dudas y vayamos a ver qué advocaciones marianas eran queridas por Don Bosco, incluso antes de que difundiera por el mundo la de María Auxiliadora.

En su juventud
            Los ermitas sagrados o tabernáculos esparcidos por las calles de las ciudades de muchas partes de Italia, las capillas campestres y los pilares que se encuentran en las encrucijadas de las carreteras o a la entrada de los caminos privados de nuestras tierras, constituyen una herencia de fe popular que aún hoy el tiempo no ha borrado.
Sería una ardua tarea calcular exactamente cuántas se pueden encontrar en las carreteras del Piamonte. Sólo en la zona de “Becchi- Morialdo»” hay una veintena, y no menos de quince en la zona de Capriglio.
En su mayoría son pilares votivos heredados de los antiguos y restaurados varias veces. También los hay más recientes que documentan una piedad que no ha desaparecido.
El pilar más antiguo de la región de Becchi parece datar de 1700. Se erigió en el fondo de la “llanura” hacia el Mainito, donde solían reunirse las familias que vivían en la antigua “Scaiota”, más tarde una granja salesiana, ahora en proceso de renovación.
Se trata del pilar de la Consolata, con una pequeña estatua de la Virgen Consoladora de los Afligidos, siempre honrada con flores campestres traídas por los devotos.
Juan Bosco debió de pasar muchas veces junto a ese pilar, quitándose el sombrero, quizá doblando la rodilla y murmurando un Ave María, como le había enseñado su madre.
En 1958, los Salesianos renovaron el viejo pilar y, con un solemne oficio religioso, lo inauguraron al culto renovado de la comunidad y de la población.
Esa pequeña estatua de la Consolata puede ser la primera efigie de María que Don Bosco veneró al aire libre en vida.

En la antigua casa
            Sin mencionar las iglesias de Morialdo y Capriglio, no sabemos exactamente qué imágenes religiosas colgaban de las paredes de la granja Biglione o de la Casetta. Sí sabemos que, más tarde, en la casa de José, cuando Don Bosco fue a alojarse allí, pudo ver dos viejas imágenes en las paredes de su dormitorio, una de la Sagrada Familia y otra de Nuestra Señora de los Ángeles. Así lo aseguró Sor Eulalia Bosco. ¿De dónde las sacó José? ¿Las vio Juan de niño? La de la Sagrada Familia sigue expuesta hoy en la habitación del medio del primer piso de la casa de José. Representa a San José sentado ante su mesa de trabajo, con el Niño en brazos, mientras la Virgen, de pie al otro lado, observa.
También sabemos que en la Cascina Moglia, cerca de Moncucco, Giovannino solía recitar oraciones y el rosario junto con la familia de los propietarios delante de un pequeño cuadro de Nuestra Señora de los Dolores, que aún se conserva en casa de los Becchi, en el primer piso de la casa de José, en la habitación de Don Bosco, encima de la cabecera de la cama. Está muy ennegrecido, con un marco negro perfilado en oro en el interior.
En Castelnuovo Juanito tenía entonces frecuentes ocasiones de subir a la Iglesia de Nuestra Señora del Castillo para rezar a la Santísima Virgen. En la fiesta de la Asunción, los aldeanos llevaban en procesión la estatua de la Virgen. No todos saben que esa estatua, así como la pintura del icono del altar mayor, representan a Nuestra Señora del Cinturón, la de los agustinos.
En Chieri, el clérigo estudiante y seminarista Juan Bosco rezó muchas veces en el altar de Nuestra Señora de las Gracias de la Catedral de Santa María de la Scala, en el del Santo Rosario de la Iglesia de San Domenico y ante la Inmaculada Concepción de la capilla del Seminario.
Así pues, en su juventud Don Bosco tuvo ocasión de venerar a María Santísima bajo los títulos de la Consolata, Nuestra Señora de los Dolores, Nuestra Señora de las Gracias, Nuestra Señora del Rosario y la Inmaculada.

En Turín
            En Turín, Juan Bosco ya había ido a la Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles para el examen de admisión a la Orden Franciscana en 1834. Volvió allí varias veces para hacer los Ejercicios Espirituales, en preparación para las Sagradas Órdenes, en la Iglesia de la Visitación, y recibió las Sagradas Órdenes en la Iglesia de la Inmaculada Concepción, en la Curia Arzobispal.
Junto al Convito, habrá ciertamente rezado a menudo ante la imagen de la Anunciación, en la primera capilla de la derecha de la Iglesia de San Francisco de Asís. De camino al Duomo y entrando, como sigue siendo costumbre hoy, por el portal de la derecha, cuántas veces se habrá detenido un momento ante la antigua estatua de la Madonna delle Grazie, conocida por los antiguos turineses como “La Madòna Granda”.
Si luego pensamos en los viajes de peregrinación que Don Bosco solía hacer con sus bribones de Valdocco a los santuarios marianos de Turín en los tiempos del Oratorio itinerante, podemos recordar en primer lugar el Santuario de la Consolata, corazón religioso de Turín, lleno de recuerdos del primer Oratorio. A la “Consolà” llevó Don Bosco muchas veces a sus jóvenes. A la “Consolà” recurrió él mismo entre lágrimas a la muerte de su madre.
Pero no podemos olvidar las excursiones urbanas a Nuestra Señora del Pilone, a Nuestra Señora de Campagna, al Monte dei Cappuccini, a la Iglesia de la Natividad en Pozzo Strada, a la Iglesia de las Gracias en Crocetta.
El viaje de peregrinación más espectacular de aquellos primeros años del Oratorio fue a Nuestra Señora de Superga. Aquella iglesia monumental dedicada a la Natividad de María recordaba a los jóvenes de Don Bosco que la Madre de Dios es “como una aurora naciente”, preludio de la venida de Cristo.
Así pues, Don Bosco hizo experimentar a sus muchachos los misterios de la vida de María a través de sus títulos más hermosos.

En los paseos otoñales
            En 1850 Don Bosco inauguró los paseos “al aire libre” primero a los Becchi y alrededores, luego a las colinas del Monferrato hasta Casale, de Alessandria hasta Tortona y en Liguria hasta Génova.
En los primeros años su destino principal, si no exclusivo, fueron los Becchi y alrededores, donde celebraba con solemnidad la fiesta del Rosario en la pequeña capilla erigida en la planta baja de la casa de su hermano José en 1848.
Los años 1857-64 fueron los años dorados de las marchas otoñales, y los muchachos participaban en ellas en grupos cada vez más numerosos, entrando en los pueblos con la banda de música a la cabeza, acogidos festivamente por la gente y los párrocos locales. Descansaban en graneros, comían frugales comidas campesinas, celebraban devotos servicios en las iglesias y por las noches daban representaciones en un escenario improvisado.
En 1857, un destino de peregrinación fue Santa Maria de Vezzolano, santuario y abadía tan queridos por Don Bosco, situados bajo el pueblo de Albugnano, a 5 km de Castelnuovo.
En 1861 le tocó el turno al santuario de Crea, famoso en todo el Monferrato. En ese mismo viaje, Don Bosco volvió a llevar a los muchachos a la Madonna del Pozo, en San Salvatore.
El 14 de agosto de 1862, desde Vignale, donde se alojaban los jóvenes, Don Bosco condujo al feliz grupo en peregrinación al santuario de la Madonna delle Grazie a Casorzo. Pocos días después, el 18 de octubre, antes de abandonar Alejandría, fueron de nuevo a la catedral para rezar a Nuestra Señora de la Salve, venerada con tanta piedad por los alejandrinos, como feliz conclusión de su caminata.
También en la última caminata de 1864 en Génova, a la vuelta, entre Serravalle y Mornese, un grupo dirigido por el P. Cagliero peregrinó devotamente al santuario de Nostra Señora della Guardia, de Gavi.
Estas peregrinaciones eran vestigios de una religiosidad popular característica de nuestro pueblo; eran la expresión de una devoción mariana, que Juan Bosco había aprendido de su madre.

Y además…
            En los años sesenta, la advocación de María Auxiliadora empezó a dominar la mente y el corazón de Don Bosco, con la erección de la iglesia con la que había soñado desde 1844 y que luego se convirtió en el centro espiritual de Valdocco, la iglesia-madre de la Familia Salesiana, el punto irradiador de la devoción a Nuestra Señora, invocada bajo esta advocación.
Pero las peregrinaciones marianas de Don Bosco no cesaron por ello. Basta seguirle en sus largos viajes por Italia y Francia y ver con qué frecuencia aprovechaba la ocasión para una visita fugaz al santuario de la Virgen local.

De la Madonna di Oropa en Piamonte a la del Miracolo a Roma, del Boschettoa Camogli a la Madonna di Gennazzano, della Madonna del Fuocoa Forlì a la del Olmo a Cúneo, de la Madonna della Buona Speranza a Bigione a aquella de la Vittorie a Parigi.
Nuestra Señora de las Victorias, colocada en un nicho dorado, es una Reina de pie, que sostiene a su Divino Hijo con ambas manos. Jesús tiene los pies apoyados en la bola estrellada que representa el mundo.
Ante esta Reina de las Victorias de París, Don Bosco pronunció en 1883 un “sermón de caridad”, es decir, una de esas conferencias para obtener ayuda para sus obras de caridad en favor de la juventud pobre y abandonada. Fue su primera conferencia en la capital francesa, en el santuario que es para los parisinos lo que el santuario de la Consolata es para los turineses.
Fue la culminación de las andanzas marianas de Don Bosco, que comenzaron al pie de la columna de la Consolata, bajo la “Scaiota» dei Becchi”.




Novena de María Auxiliadora 2025

Esta novena a María Auxiliadora 2025 nos invita a redescubrirnos como hijos bajo la mirada materna de María. Cada día, a través de las grandes apariciones –desde Lourdes a Fátima, de Guadalupe a Banneaux – contemplamos un rasgo de su amor: humildad, esperanza, obediencia, asombro, confianza, consuelo, justicia, dulzura, sueño. Las meditaciones del Rector Mayor y las oraciones de los “hijos” nos acompañan en un camino de nueve días que abre el corazón a la fe sencilla de los pequeños, alimenta la oración y anima a construir, con María, un mundo sanado y lleno de luz, para nosotros y para todos aquellos que buscan esperanza y paz.

Día 1
Ser Hijos – Humildad y fe

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Lourdes
La pequeña Bernadette Soubirous
11 de febrero de 1858. Acababa de cumplir 14 años. Era una mañana como las demás, un día de invierno. Teníamos hambre, como siempre. Estaba esa gruta, con la boca oscura. En el silencio sentí como un gran soplo. El arbusto se movió, una fuerza lo sacudía. Y entonces vi a una joven, vestida de blanco, no más alta que yo, que me saludó con una leve inclinación de cabeza; al mismo tiempo, separó ligeramente del cuerpo sus brazos extendidos, abriendo las manos, como las estatuas de la Virgen. Sentí miedo. Luego pensé en rezar: tomé el rosario que siempre llevo conmigo y comencé a recitarlo.

María se muestra a su hija Bernadette Soubirous. A ella, que no sabía leer ni escribir, que hablaba en dialecto y no asistía al catecismo. Una niña pobre, marginada por todos en el pueblo, y sin embargo dispuesta a confiar y a entregarse, como quien no tiene nada. Y nada que perder.
María le confía sus secretos y lo hace porque confía en ella. La trata con ternura, se dirige a ella con amabilidad, le dice “por favor”.
Y Bernadette se abandona y le cree, como hace un niño con su madre. Cree en su promesa: que la Virgen no la hará feliz en este mundo, sino en el otro. Y recuerda esa promesa toda su vida.
Una promesa que le permitirá afrontar todas las dificultades con la frente en alto, con fuerza y determinación, haciendo lo que la Virgen le pidió: rezar, rezar siempre por todos nosotros, pecadores.
También ella promete: custodia los secretos de María y da voz a su pedido de un Santuario en el lugar de la aparición.
Y al morir, Bernadette sonríe, recordando el rostro de María, su mirada amorosa, sus silencios, sus pocas pero intensas palabras, y sobre todo aquella promesa.
Y se siente aún hija, hija de una Madre que cumple sus promesas.

María, Madre que promete
Tú, que prometiste convertirte en madre de la humanidad, has permanecido al lado de tus hijos, empezando por los más pequeños y los más pobres. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Ten fe: María también se muestra a nosotros si sabemos despojarnos de todo.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, humildad y fe

Podemos decir que María es como un faro de humildad y fe que ha acompañado a la humanidad a lo largo de los siglos. También acompaña nuestra vida, nuestra historia personal, la de cada uno de nosotros.
Ahora bien, no hay que pensar que la humildad de María es simplemente una apariencia exterior o una actitud discreta. No es algo superficial. Su humildad viene de una profunda conciencia de su pequeñez frente a la grandeza de Dios.
Su “sí”, ese Aquí estoy, la servidora del Señor que pronuncia ante el ángel, es un acto de humildad, no de presunción; es un abandono confiado de quien se reconoce instrumento en las manos de Dios.
María no busca reconocimientos; simplemente desea ser servidora, colocándose en el último lugar, con silencio, humildad y una sencillez que nos desarma.
Esta humildad —una humildad radical— es la llave que abrió el corazón de María a la gracia divina, permitiendo que el Verbo de Dios, con toda su grandeza e inmensidad, se encarnara en su vientre humano.
María nos enseña a presentarnos tal como somos, con nuestra humildad, sin orgullo. No hace falta apoyarnos en nuestra autoridad o autosuficiencia. Basta con colocarnos libremente ante Dios para poder acoger plenamente, con libertad y disponibilidad, su voluntad, como hizo María, y vivirla con amor.
Este es el segundo punto: la fe de María.
La humildad de la servidora la sitúa en un camino constante de adhesión incondicional al proyecto de Dios, incluso en los momentos más oscuros e incomprensibles. Esto significa afrontar con valentía la pobreza de su experiencia en la gruta de Belén, la huida a Egipto, la vida oculta en Nazaret, pero sobre todo, estar al pie de la cruz, donde la fe de María alcanza su punto más alto.
Allí, al pie de la cruz, con el corazón traspasado por el dolor, María no vacila, no cae: cree en la promesa.
Su fe no es un sentimiento pasajero, sino una roca firme sobre la que se funda la esperanza de la humanidad, nuestra esperanza.
Humildad y fe en María están unidas de forma indisoluble.
Dejemos que esta humildad de María ilumine nuestra humanidad, para que también en nosotros pueda germinar la fe. Que al reconocer nuestra pequeñez ante Dios, no nos dejemos abatir por ello ni caigamos en la autosuficiencia, sino que, como María, nos presentemos con una gran libertad interior, con una plena disponibilidad, reconociendo nuestra dependencia de Dios.
Vivamos con Él en la sencillez, pero también en la grandeza.
María nos exhorta a cultivar una fe serena, firme, capaz de superar las pruebas y confiar en la promesa de Dios.
Contemplemos la figura de María, humilde y creyente, para que también nosotros podamos decir generosamente nuestro “sí”, como hizo ella.

¿Y nosotros, somos capaces de captar sus promesas de amor con los ojos de un niño?

La oración de un hijo infiel
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz puro mi corazón.
Hazme humilde, pequeño, capaz de perderme en tu abrazo de madre.
Ayúdame a redescubrir cuán importante es el rol de ser hijo y guía mis pasos.
Tú prometes, yo prometo en un pacto que solo madre e hijo pueden hacer.
Caeré, madre, tú lo sabes.
No siempre cumpliré mis promesas.
No siempre confiaré.
No siempre podré verte.
Pero tú quédate allí, en silencio, con una sonrisa, los brazos extendidos y las manos abiertas.
Y yo tomaré el rosario y rezaré contigo por todos los hijos como yo.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 2
Ser Hijos – Sencillez y esperanza

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Fátima
Los pequeños pastorcitos en Cova de Iria
En Cova de Iria, hacia las 13 horas, el cielo se abre y aparece el sol. De repente, alrededor de las 13:30, ocurre lo improbable: ante una multitud atónita se produce el milagro más espectacular, grandioso e increíble desde los tiempos bíblicos. El sol comienza una danza frenética y aterradora que dura más de diez minutos. Un tiempo larguísimo.

Tres pequeños pastorcitos, simples y felices, presencian y difunden el milagro que conmueve a millones de personas. Nadie puede explicarlo, ni científicos ni hombres de fe. Y, sin embargo, tres niños vieron a María, escucharon su mensaje. Y ellos creen, creen en las palabras de aquella mujer que se les apareció y les pidió regresar a Cova de Iría cada día 13 del mes.
No necesitan explicaciones porque en las palabras repetidas de María depositan toda su esperanza.
Una esperanza difícil de mantener viva, que habría asustado a cualquier niño: la Virgen revela a Lucía, Jacinta y Francisco sufrimientos y conflictos mundiales. Y, sin embargo, ellos no dudan: quien confía en la protección de María, madre que protege, puede afrontarlo todo.
Y lo saben bien, lo vivieron en carne propia arriesgando sus vidas para no traicionar la palabra dada a su Madre celestial.
Los tres pastorcitos estaban dispuestos al martirio, encarcelados y amenazados ante un caldero de aceite hirviendo.
Tenían miedo:
«¿Por qué tenemos que morir sin abrazar a nuestros padres? Yo quisiera ver a mamá.»
Y, sin embargo, decidieron seguir esperando, creyendo en un amor más grande que ellos:
«No tengas miedo. Ofrezcamos este sacrificio por la conversión de los pecadores. Sería peor si la Virgen ya no volviera.»
«¿Por qué no rezamos el Rosario?»
Una madre nunca es sorda al grito de sus hijos. Y en ella los hijos depositan su esperanza.
María, Madre que protege, permaneció junto a sus tres hijos de Fátima y los salvó, permitiéndoles seguir con vida.
Y hoy sigue protegiendo a todos sus hijos en el mundo que peregrinan al Santuario de Nuestra Señora de Fátima.

María, Madre que protege
Tú, que cuidas de la humanidad desde el momento de la Anunciación, permaneciste junto a tus hijos más sencillos y llenos de esperanza. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Pon tu esperanza en María: ella sabrá protegerte.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, esperanza y renovación

María Santísima es aurora de esperanza, fuente inagotable de renovación.
Contemplar la figura de María es como dirigir la mirada hacia un horizonte luminoso, una invitación constante a creer en un futuro lleno de gracia.
Y esa gracia transforma. María es la personificación de la esperanza cristiana en acción. Su fe inquebrantable ante las pruebas, su perseverancia al seguir a Jesús hasta la cruz, su espera confiada en la resurrección: para mí, esas son las cosas más importantes. Para todos nosotros, son un faro de esperanza para la humanidad entera.
En María vemos la certeza, podríamos decir, como la confirmación de la promesa de un Dios que nunca falla a su palabra. Que el dolor, el sufrimiento y la oscuridad no tienen la última palabra. Que la muerte es vencida por la vida.
María, entonces, es esperanza. Es la estrella de la mañana que anuncia la llegada del sol de justicia. Volvernos hacia ella es confiar nuestras esperas y aspiraciones a un corazón materno que las presenta con amor a su Hijo resucitado. De algún modo, nuestra esperanza se sostiene en la esperanza de María. Y si hay esperanza, entonces las cosas no permanecen igual. Hay renovación. Renovación de la vida.
Al acoger al Verbo encarnado, María hizo posible creer en la esperanza y en la promesa de Dios. Hizo posible una nueva creación, un nuevo comienzo.
La maternidad espiritual de María continúa generándonos en la fe, acompañándonos en nuestro camino de crecimiento y transformación interior.
Pidamos a María Santísima la gracia necesaria para que esta esperanza, que vemos cumplida en ella, pueda renovar nuestro corazón, sanar nuestras heridas, y llevarnos más allá del velo de la negatividad, para emprender un camino de santidad, un camino de cercanía a Dios.
Pidamos a María, la mujer que permanece en oración con los apóstoles, que nos ayude hoy a nosotros, creyentes y comunidades cristianas, para que seamos sostenidos en la fe y abiertos a los dones del Espíritu, y para que se renueve la faz de la tierra.
María nos exhorta a no resignarnos nunca al pecado ni a la mediocridad. Llenos de la esperanza cumplida en ella, deseamos con ardor una vida nueva en Cristo. Que María siga siendo para nosotros modelo y sostén para seguir creyendo siempre en la posibilidad de un nuevo comienzo, de un renacimiento interior que nos conforme cada vez más a la imagen de su Hijo Jesús.

¿Y nosotros, somos capaces de esperar en ella y dejarnos proteger con los ojos de un niño?

La oración de un hijo desanimado
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón sencillo y lleno de esperanza.
Yo confío en ti: protégeme en toda circunstancia.
Yo me entrego a ti: protégeme en toda circunstancia.
Yo escucho tu palabra: protégeme en toda circunstancia.
Dame la capacidad de creer en lo imposible y de hacer todo lo que esté a mi alcance
para llevar tu amor, tu mensaje de esperanza y tu protección al mundo entero.
Y te ruego, Madre mía, protege a toda la humanidad, incluso a aquella que aún no te reconoce.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 3
Ser Hijos – Obediencia y dedicación

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Guadalupe
El joven Juan Diego
—«Juan Diego», dijo la Señora, «pequeño y predilecto entre mis hijos…». Juan se levantó de un salto.
—«¿Adónde vas, Juanito?», preguntó la Señora.
Juan Diego respondió con la mayor cortesía posible. Le dijo que se dirigía a la iglesia de Santiago para escuchar la misa en honor a la Madre de Dios.
—«Hijo mío amado», dijo la Señora, «yo soy la Madre de Dios, y quiero que me escuches con atención. Tengo un mensaje muy importante para ti. Deseo que me construyan una iglesia en este lugar, desde donde podré mostrar mi amor a tu pueblo.»

Un diálogo dulce, simple y tierno como el de una madre con su hijo. Y Juan Diego obedeció: fue al obispo a contarle lo que había visto, pero él no le creyó. Entonces el joven volvió con María y le explicó lo ocurrido.
La Virgen le dio otro mensaje y lo animó a intentarlo de nuevo, y así una y otra vez.
Juan Diego obedecía, no se daba por vencido: cumpliría con la tarea que la Madre celestial le había confiado.
Pero un día, abrumado por los problemas de la vida, estuvo a punto de faltar a su cita con la Virgen: su tío estaba muriendo.
—«¿De verdad crees que podría olvidar a quien tanto amo?»
María curó a su tío, mientras Juan Diego obedecía una vez más:
—«Hijo mío amado», dijo la Señora, «sube a la cima del cerro donde nos vimos por primera vez. Corta y recoge las rosas que encontrarás allí. Ponlas en tu tilma y tráemelas. Yo te diré qué hacer y qué decir.
A pesar de saber que en ese cerro no crecían rosas —y mucho menos en invierno—, Juan corrió hasta la cima. Y allí encontró el jardín más hermoso que había visto jamás.
Rosas de Castilla, aún brillantes por el rocío, se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Cortó con cuidado los capullos más bellos con su cuchillo de piedra, llenó su manto y volvió deprisa donde lo esperaba la Señora.
La Virgen tomó las rosas y las volvió a colocar en el manto de Juan. Luego se lo ató al cuello y le dijo:
«Este es el signo que el obispo necesita. Ve con él y no te detengas en el camino.»

En el manto había aparecido la imagen de la Virgen. Al ver tal milagro, el obispo creyó.
Y hoy, el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe conserva todavía aquella imagen milagrosa.

María, Madre que no olvida
Tú, que no olvidas a ninguno de tus hijos, que no dejas a nadie atrás, miraste a los jóvenes que pusieron en ti sus esperanzas. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Obedece incluso cuando no comprendes: una madre no olvida, una madre no deja solos.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, maternidad y compasión

La maternidad de María no se agota en su “sí”, que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios.
Ciertamente, ese momento es el fundamento de todo, pero su maternidad es una actitud constante, una forma de ser para nosotros, una manera de relacionarse con toda la humanidad.
Jesús, desde la cruz, le confía a Juan con las palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, extendiendo simbólicamente su maternidad a todos los creyentes de todos los tiempos.
María se convierte así en madre de la Iglesia, madre espiritual de cada uno de nosotros.
Vemos entonces cómo esta maternidad se manifiesta en un cuidado tierno y solícito, en una atención constante a las necesidades de sus hijos, y en un profundo deseo por su bien.
María nos acoge, nos alimenta con su fidelidad, nos protege bajo su manto.
La maternidad de María es un don inmenso; al acercarnos a ella, sentimos una presencia amorosa que nos acompaña en cada momento.
Y así, la compasión de María es la consecuencia natural de su maternidad.
Una compasión que no es simplemente un sentimiento superficial de lástima, sino una participación profunda en el dolor del otro, un verdadero “sufrir con”.
La vemos manifestarse de manera conmovedora durante la pasión de su Hijo.
Y del mismo modo, María no permanece indiferente ante nuestro dolor: intercede por nosotros, nos consuela, nos brinda su ayuda materna.
El corazón de María se convierte entonces en un refugio seguro donde podemos depositar nuestras fatigas, encontrar consuelo y esperanza.
Maternidad y compasión en María son, por así decirlo, dos rostros de una misma experiencia humana puesta a nuestro favor, dos expresiones de su amor infinito por Dios y por la humanidad.
Su compasión es la manifestación concreta de su ser madre: compasión como fruto de su maternidad. Contemplar a María como madre nos abre el corazón a una esperanza que en ella encuentra su plenitud. Madre celestial que nos ama.
Pidamos a María que podamos verla como modelo de una humanidad auténtica, de una maternidad capaz de “sentir con”, de amar, de sufrir con los demás, siguiendo el ejemplo de su Hijo Jesús, que por amor a nosotros padeció y murió en la cruz.

¿Y nosotros, estamos tan seguros como los niños de que una madre no olvida?

La oración de un hijo perdido
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón obediente.
Cuando no te escuche, por favor, insiste.
Cuando no regrese, por favor, ven a buscarme.
Cuando no me perdone, por favor, enséñame la indulgencia.
Porque nosotros, los hombres, nos perdemos y siempre nos perderemos,
pero tú no te olvides de nosotros, hijos errantes.
Ven a buscarnos,
ven a tomarnos de la mano.
No queremos ni podemos quedarnos solos aquí.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 4
Ser Hijos – Asombro y reflexión

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de la Salette
Los pequeños Mélanie y Maximin de La Salette
El sábado 19 de septiembre de 1846, los dos niños subieron temprano por las laderas del monte Planeau, por encima del pueblo de La Salette, guiando cada uno cuatro vacas a pastar. A medio camino, cerca de un pequeño manantial, Mélanie fue la primera en ver sobre un montón de piedras una esfera de fuego «como si el sol hubiese caído allí», y se la señaló a Maximin.
De aquella esfera luminosa comenzó a aparecer una mujer, sentada con la cabeza entre las manos, los codos sobre las rodillas, profundamente triste.
Ante su asombro, la Señora se levantó y con voz dulce, aunque en francés, les dijo:
«Acérquense, hijos míos, no tengan miedo, estoy aquí para anunciarles una gran noticia.»
Reanimados, los niños se acercaron y vieron que aquella figura estaba llorando.

Una madre anuncia una importante noticia a sus hijos… y lo hace llorando.
Y sin embargo, los niños no se sorprenden por su llanto. Escuchan, en uno de los momentos más tiernos entre una madre y sus hijos.
Porque también las madres, a veces, están preocupadas. Porque también las madres confían a sus hijos sus sensaciones, sus pensamientos y reflexiones.
Y María confía a estos dos pastorcitos, pobres y poco amados, un mensaje grande:
«Estoy preocupada por la humanidad, estoy preocupada por ustedes, hijos míos, que se están alejando de Dios. Y la vida lejos de Dios es una vida complicada, difícil, llena de sufrimientos.»
Por eso llora. Llora como cualquier madre y transmite a sus hijos más pequeños y puros un mensaje tan asombroso como profundo.
Un mensaje para anunciar a todos, para llevar al mundo.
Y ellos lo harán, porque no pueden guardar para sí un momento tan hermoso: la expresión del amor de una madre por sus hijos debe ser anunciada a todos.
El Santuario de Nuestra Señora de La Salette, que se levanta en el lugar de las apariciones, se fundamenta en la revelación del dolor de María ante el extravío de sus hijos pecadores.

María, Madre que anuncia, que cuenta
Tú, que te entregas por completo a tus hijos al punto de no temer contarles de ti, tocaste el corazón de los más pequeños, capaces de reflexionar sobre tus palabras y acogerlas con asombro. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate asombrar por las palabras de una madre: siempre serán las más auténticas.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, amor y misericordia

¿Sentimos esta dimensión de María, estas dos dimensiones?
María es la mujer de un corazón desbordante de amor, de atención y también de misericordia. La percibimos como un puerto, un refugio seguro cuando atravesamos momentos de dificultad o de prueba.
Contemplar a María es como sumergirse en un océano de ternura y compasión.
Nos sentimos rodeados por un ambiente, por toda una atmósfera inagotable de consuelo y esperanza. El amor de María es un amor materno que abraza a toda la humanidad, porque es un amor enraizado en su “sí” incondicional al proyecto de Dios.
Al acoger a su Hijo en el seno, María acogió el amor de Dios.
Por eso, su amor no tiene límites ni hace distinciones; se inclina ante las fragilidades, ante las miserias humanas, con una delicadeza infinita.
Lo vemos manifestarse en su cuidado por Isabel, en su intercesión en las bodas de Caná, en su presencia silenciosa y extraordinaria al pie de la cruz.
El amor de María, ese amor materno, es un reflejo del mismo amor de Dios: un amor que se hace cercano, que consuela, que perdona, que nunca se cansa, que nunca se termina. María nos enseña que amar es donarse por completo, hacerse prójimo de quien sufre, compartir las alegrías y los dolores de los hermanos con la misma generosidad y dedicación que animaron su corazón. Amor y misericordia.
La misericordia se vuelve así la consecuencia natural del amor de María: una compasión que podríamos llamar visceral frente al sufrimiento del mundo y de la humanidad.
Contemplamos a María, la encontramos con su mirada maternal que se posa sobre nuestras debilidades, nuestros pecados, nuestra vulnerabilidad, no con juicio ni reproche, sino con infinita dulzura. Es un corazón inmaculado, sensible al clamor del dolor.
María es una madre que no juzga, no condena, sino que acoge, consuela y perdona.
La misericordia de María la sentimos como un bálsamo para las heridas del alma, como una caricia que reconforta el corazón. María nos recuerda que Dios es rico en misericordia y que nunca se cansa de perdonar a quien se vuelve hacia Él con un corazón contrito, sereno, abierto y disponible.
Amor y misericordia en María Santísima se funden en un abrazo que envuelve a toda la humanidad. Pidamos a María que nos ayude a abrir de par en par nuestro corazón al amor de Dios, como lo hizo ella; que dejemos que ese amor inunde nuestro corazón, especialmente cuando más lo necesitamos, cuando más nos pesa la dificultad y la prueba.
En María encontramos una madre tiernísima y poderosa, siempre dispuesta a acogernos en su amor e interceder por nuestra salvación.

¿Y nosotros, somos capaces todavía de asombrarnos como un niño ante el amor de su madre?

La oración de un hijo lejano
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón capaz de compasión y conversión.
En el silencio, te encuentro.
En la oración, te escucho.
En la reflexión, te descubro.
Y ante tus palabras de amor, Madre, me asombro
y descubro la fuerza de tu vínculo con la humanidad.
Lejos de ti, ¿quién me sostiene la mano en los momentos difíciles?
Lejos de ti, ¿quién me consuela en mi llanto?
Lejos de ti, ¿quién me orienta cuando estoy tomando el camino equivocado?
Yo regreso a ti, en unidad.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 5
Ser Hijos – Confianza y oración

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Medalla de Catalina
La pequeña Catalina Labouré
La noche del 18 de julio de 1830, hacia las 11:30, oyó que la llamaban por su nombre. Era un niño que le dijo: «Levántate y ven conmigo.» Catalina lo siguió. Todas las luces estaban encendidas. La puerta de la capilla se abrió apenas el niño la tocó con la punta de los dedos. Catalina se arrodilló.
A medianoche llegó la Virgen, se sentó en el sillón que había junto al altar. «Entonces salté junto a ella, a sus pies, sobre los escalones del altar, y puse las manos sobre sus rodillas», relató Catalina. «Permanecí así no sé cuánto tiempo. Me pareció el momento más dulce de mi vida…»
«Dios quiere confiarte una misión», le dijo la Virgen a Catalina.

Catalina, huérfana desde los 9 años, no se resigna a vivir sin su madre. Y se acerca a la Madre del Cielo.
La Virgen, que ya la observaba desde lejos, jamás la habría abandonado.
Es más, tenía grandes planes para ella.
Ella, su hija atenta y amorosa, recibiría una gran misión: vivir una vida cristiana auténtica, con una relación personal con Dios fuerte y firme.
María cree en el potencial de su niña y a ella le encomienda la Medalla Milagrosa, capaz de interceder y obrar gracias y milagros.
Una misión importante, un mensaje difícil. Y sin embargo, Catalina no se desalienta, confía en su Madre del Cielo y sabe que ella jamás la abandonará.

María, Madre que confía
Tú, que confías y encomiendas misiones y mensajes a cada uno de tus hijos, los acompañas en su camino con presencia discreta, permaneciendo junto a todos, pero especialmente a quienes han sufrido grandes dolores. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Confía: una madre solo te encomendará tareas que puedes llevar a cabo, y estará a tu lado en todo el camino.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, confianza y oración

María Santísima se nos presenta como la mujer de una confianza inquebrantable, una poderosa intercesora a través de la oración.
Contemplar estos dos aspectos —la confianza y la oración— nos permite ver dos dimensiones fundamentales de la relación de María con Dios.
La confianza de María en Dios podemos decir que es un hilo de oro que recorre toda su existencia, desde el principio hasta el final.
Ese “sí” pronunciado con plena conciencia de sus consecuencias es un acto de entrega total a la voluntad divina.
María se confía, vive esa confianza en Dios con un corazón firme en la providencia divina, sabiendo que Dios nunca la abandonaría.
Para nosotros, en la vida cotidiana, mirar a María y a esta entrega —que no es pasiva, sino activa y confiada— es una invitación:
no a olvidar nuestras angustias o miedos, sino a mirarlos desde la luz del amor de Dios, un amor que nunca faltó en la vida de María, y que tampoco falta en la nuestra.
Esta confianza conduce a la oración, que podríamos decir es casi el aliento del alma de María, el canal privilegiado de su íntima comunión con Dios.
La confianza lleva a la comunión. Su vida entregada fue un continuo diálogo de amor con el Padre, una ofrenda constante de sí misma, de sus preocupaciones, pero también de sus decisiones.
La visitación a Isabel es un ejemplo de oración que se convierte en servicio.
Vemos a María acompañando a Jesús hasta la cruz, y luego de la Ascensión la encontramos en el cenáculo, unida a los apóstoles en ferviente espera.
María nos enseña el valor de la oración constante como fruto de una confianza total, como camino para encontrarse con Dios y vivir con Él.
Confianza y oración están profundamente unidas en María Santísima.
Una confianza profunda en Dios hace brotar una oración perseverante.
Pidamos a María que, con su ejemplo, nos anime a hacer de la oración un hábito diario, porque queremos vivir continuamente confiados en las manos misericordiosas de Dios.
Volvámonos a ella con amor filial y confianza, para que, imitando su fe y su perseverancia en la oración, podamos experimentar la paz que sólo se recibe cuando uno se abandona en Dios, y obtener así las gracias necesarias para nuestro camino de fe.

¿Y nosotros, somos capaces de confiar incondicionalmente como los niños?

La oración de un hijo sin confianza
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de orar.
No sé escucharte, abre mis oídos.
No sé seguirte, guía mis pasos.
No sé ser fiel a lo que quieras confiarme, fortalece mi alma.
Las tentaciones son muchas, haz que no caiga.
Las dificultades parecen insuperables, haz que no tropiece.
Las contradicciones del mundo gritan fuerte, haz que no las siga.
Yo, tu hijo frágil y fallido, estoy aquí para que tú te sirvas de mí,
y me conviertas en un hijo obediente.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 6
Ser Hijos – Sufrimiento y sanación

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de los Dolores de Kibeho
La pequeña Alphonsine Mumureke y sus compañeros
La historia comenzó a las 12:35 de un sábado, el 28 de noviembre de 1981, en un colegio dirigido por religiosas locales, al que asistían poco más de un centenar de chicas de la región.
Un colegio rural y pobre, donde se formaban futuras maestras o secretarias. No tenía capilla y, por tanto, no reinaba un ambiente especialmente religioso.
Ese día, todas las chicas estaban en el comedor. La primera en “ver” fue Alphonsine Mumureke, de 16 años.
Según lo que ella misma escribió en su diario, estaba sirviendo la mesa a sus compañeras cuando oyó una voz femenina que la llamaba: «Hija mía, ven aquí».
Se dirigió hacia el pasillo, junto al comedor, y allí se le apareció una mujer de incomparable belleza.
Vestía de blanco, con un velo blanco que le cubría la cabeza y se unía al resto del vestido, sin costuras.
Iba descalza y tenía las manos juntas sobre el pecho, con los dedos apuntando al cielo.

Posteriormente, la Virgen se apareció también a otras compañeras de Alphonsine, quienes al principio eran escépticas, pero luego, ante la presencia de María, se convencieron.
La Virgen, hablando con Alphonsine, se presenta como la Señora de los Dolores de Kibeho y revela a los jóvenes los terribles y sangrientos acontecimientos que pronto sobrevendrían con la guerra en Ruanda.
El dolor sería inmenso, pero también habría consuelo y sanación, porque ella, la Señora de los Dolores, nunca abandonaría a sus hijos de África.
Los jóvenes permanecen allí, atónitos ante las visiones, pero creen en esta Madre que les tiende los brazos y los llama «hijos míos».
Saben que solo en ella hallarán consuelo.
Y para poder rezar para que la Madre que consuela aliviara el sufrimiento de sus hijos, se erige el Santuario dedicado a Nuestra Señora de los Dolores de Kibeho, hoy lugar marcado por masacres y genocidios.
Y la Virgen sigue allí, abrazando a todos sus hijos.

María, Madre que consuela
Tú, que consolaste a tus hijos como a Juan al pie de la cruz, has mirado con ternura a quienes viven en el sufrimiento. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
No tengas miedo de atravesar el sufrimiento: la madre que consuela enjugará tus lágrimas.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, sufrimiento e invitación a la conversión

María es una figura emblemática del sufrimiento, transfigurada y a la vez un poderoso llamado a la conversión.
Cuando contemplamos su camino doloroso, es una advertencia silenciosa y a la vez elocuente, un llamado profundo a revisar nuestras vidas, nuestras decisiones, a volver al corazón del Evangelio.
El sufrimiento que atraviesa la vida de María —como una espada afilada, profetizada por el anciano Simeón, marcado por la desaparición del Niño Jesús y el dolor indescriptible al pie de la cruz.
María lo vive por completo: el peso de la fragilidad humana y el misterio del dolor inocente, de un modo único.
Pero el sufrimiento de María no fue estéril ni una resignación pasiva.
De algún modo, percibimos en ella una actitud activa: una ofrenda silenciosa y valiente, unida al sacrificio redentor de su Hijo Jesús.
Cuando miramos a María, la mujer que sufre, con los ojos de la fe, ese sufrimiento —en lugar de hundirnos— nos revela la profundidad del amor de Dios por nosotros, visible en su vida.
María nos enseña que, incluso en el dolor más agudo, puede haber un sentido, una posibilidad de crecimiento espiritual que nace de la unión con el misterio pascual.
Desde esta experiencia de dolor transfigurado surge un poderoso llamado a la conversión.
Al contemplar a María, que soportó tanto por amor a nosotros y por nuestra salvación, también nosotros somos interpelados: no podemos permanecer indiferentes ante el misterio de la redención.
María, la mujer dulce y maternal, nos exhorta a dejar los caminos del mal para abrazar el camino de la fe.
Su célebre frase en las bodas de Caná —«Hagan todo lo que Él les diga»— resuena hoy como una invitación urgente a escuchar la voz de Jesús, especialmente en los momentos de dificultad, de prueba, en situaciones inesperadas e inciertas.
El sufrimiento de María, claramente, no es un fin en sí mismo, sino que está íntimamente ligado a la redención obrada por Cristo.
Su ejemplo de fe inquebrantable en medio del dolor sea para nosotros luz y guía para transformar nuestras propias heridas en oportunidades de crecimiento espiritual, y para responder con generosidad al llamado urgente a la conversión.
Que esa voz de Dios —que aún resuena en lo profundo del corazón humano— encuentre, por la intercesión de María, sentido, salida y crecimiento incluso en los momentos más difíciles y dolorosos.

¿Y nosotros, nos dejamos consolar como los niños?

La oración de un hijo que sufre
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de sanar.
Cuando estoy en el suelo, tiéndeme la mano, madre.
Cuando me siento destruido, vuelve a unir mis pedazos, madre.
Cuando el dolor me supera, ábreme a la esperanza, madre.
Para que no busque solo la sanación del cuerpo, sino que comprenda cuánto mi corazón
necesita paz.
Y desde el polvo levántame, madre.
Levántame a mí y a todos tus hijos que están en la prueba:
los que están bajo las bombas,
los perseguidos,
los encarcelados injustamente,
los heridos en sus derechos y en su dignidad,
los que ven su vida truncada demasiado pronto.
Levántalos y consuélalos,
porque son tus hijos.
Porque somos tus hijos.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 7
Ser Hijos – Justicia y dignidad

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Aparecida
Los pequeños pescadores Domingos, Felipe y João
Al amanecer del 12 de octubre de 1717, Domingos García, Felipe Pedroso y João Alves empujaron su barca al río Paraíba, cerca de su aldea. Aquella mañana no parecía traerles suerte: durante horas lanzaron las redes sin pescar nada.
Ya estaban por rendirse, cuando João Alves, el más joven, quiso hacer un último intento.
Lanzó de nuevo la red al agua y la recogió lentamente. Había algo, pero no era un pez… parecía más bien un trozo de madera.
Cuando lo liberó de las redes, el pedazo de madera resultó ser una estatua de la Virgen María, aunque sin cabeza.
João volvió a lanzar la red al agua, y esta vez extrajo un trozo redondeado que parecía justamente la cabeza de esa misma estatua.
Intentó unir los dos fragmentos y vio que encajaban perfectamente.
Movido por un impulso, João Alves lanzó nuevamente la red al río y, al intentar recogerla, no pudo: estaba llena de peces.
Sus compañeros también lanzaron sus redes, y la pesca de ese día fue increíblemente abundante.

Una madre ve las necesidades de sus hijos
María vio las necesidades de aquellos tres pescadores y fue en su ayuda
Y los hijos le dieron todo el amor y la dignidad que puede darse a una madre: unieron los dos fragmentos de la estatua, la colocaron en una choza y allí levantaron un santuario.
Desde lo alto de esa humilde capilla, la Virgen Aparecida —que significa Aparecida— salvó a un hijo suyo esclavizado que huía de sus amos: vio su sufrimiento y le devolvió la dignidad.
Hoy, esa capilla se ha transformado en el santuario mariano más grande del mundo: la Basílica de Nuestra Señora de Aparecida.

María, Madre que ve
Tú, que has visto el sufrimiento de tus hijos maltratados, comenzando por los discípulos, te pones al lado de tus hijos más pobres y perseguidos. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
No te escondas de la mirada de una madre: ella ve incluso tus deseos y necesidades más ocultas.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, dignidad y justicia social

María Santísima es un espejo de dignidad humana plenamente realizada; silenciosa, pero poderosa e inspiradora para un justo sentido de la vida social.
Reflexionar sobre la figura de María en relación con estos temas nos revela una perspectiva profunda y sorprendentemente actual.
Miremos a María, la mujer llena de dignidad, como un don que hoy nos ayuda a contemplar esa pureza originaria suya.
Una pureza que no la coloca en un pedestal inalcanzable, sino que nos la muestra en la plenitud de esa dignidad a la que todos, en cierto modo, nos sentimos atraídos, llamados.
Contemplando a María, vemos brillar la belleza y nobleza —es decir, la dignidad— del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, libre del yugo del pecado, plenamente abierto al amor divino: una humanidad que no se pierde en detalles o superficialidades.
Podemos decir que el “sí” libre y consciente de María es un gesto de autodeterminación que la eleva a estar en plena sintonía con la voluntad de Dios; entra, de algún modo, en la lógica divina.
Su humildad, lejos de restarle valor, la hace aún más libre. La humildad de María es la conciencia de la verdadera grandeza que proviene de Dios.
Esta dignidad que contemplamos en María nos invita a preguntarnos cómo la estamos viviendo en nuestra vida cotidiana.
El tema de la justicia social, aunque menos explícito, se hace evidente cuando leemos el Evangelio con atención contemplativa, especialmente el Magníficat: allí captamos y sentimos ese espíritu revolucionario que proclama el derribo de los poderosos de sus tronos y la exaltación de los humildes.
Es el vuelco de las lógicas mundanas, la atención privilegiada de Dios hacia los pobres, hacia los hambrientos.
Palabras que brotan de un corazón humilde, lleno del Espíritu Santo.
Podemos decir que son un manifiesto de justicia social “ante litteram”, una anticipación del Reino de Dios, donde los últimos serán los primeros.
Contemplemos a María para que nos sintamos atraídos por esta dignidad que no se encierra en sí misma, sino que, como expresa el Magníficat, nos desafía a no quedarnos atrapados en nuestras propias lógicas.
Que nos impulse a abrirnos, a alabar a Dios y a vivir el don recibido para el bien de la humanidad, por la dignidad de los pobres, de aquellos que son descartados por la sociedad.

¿Y nosotros, nos escondemos o le contamos todo como hacen los niños?

La oración de un hijo que tiene miedo
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de devolver dignidad.
En la hora de la prueba, mira mis carencias y complétalas.
En la hora del cansancio, mira mis debilidades y sáname.
En la hora de la espera, mira mis impaciencias y cúralas.
Así, al mirar a mis hermanos, pueda ver también sus carencias y completarlas,
ver sus debilidades y sanarlas, sentir sus impaciencias y curarlas.
Porque nada sana tanto como el amor, y nadie es tan fuerte como una madre que busca justicia para sus hijos.
Y entonces yo también, Madre, me detengo a los pies de la choza, miro con ojos confiados tu imagen y rezo por la dignidad de todos tus hijos.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 8
Ser Hijos – Dulzura y cotidianidad

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Virgen de Banneaux
La pequeña Marietta de Banneaux
El 18 de enero, Marietta está en el jardín, rezando el rosario. María se le aparece y la conduce a un pequeño manantial al borde del bosque, donde le dice: «Este manantial es para mí», e invita a la niña a sumergir en él su mano y el rosario.
Su padre y otras dos personas han seguido, con indescriptible asombro, todos los gestos y palabras de Marietta.
Esa misma tarde, el primero en ser tocado por la gracia de Banneaux es justamente su padre, quien corre a confesarse y a recibir la Eucaristía: desde su Primera Comunión no se había vuelto a confesar.
El 19 de enero, Marietta pregunta: «Señora, ¿quién es usted?»
«Soy la Virgen de los pobres.»
Y en el manantial añade: «Este manantial es para mí, para todas las naciones, para los enfermos. ¡He venido a consolarlos!»

Marietta es una niña normal, que vive sus días como todos nosotros, como nuestros hijos o nietos.
Un pueblo pequeño y desconocido es su hogar. Reza para permanecer cerca de Dios.
Reza a su madre del cielo para mantener vivo ese vínculo con ella.
Y María le habla con dulzura, en un lugar familiar. Se le aparecerá varias veces, le confiará secretos y le pedirá que rece por la conversión del mundo: para Marietta, esto es un gran mensaje de esperanza.
Todos los hijos son abrazados y consolados por la Madre, toda la dulzura que Marietta encuentra en la “Señora amable” la transmite al mundo.
Y de ese encuentro nace una gran cadena de amor y espiritualidad, que culmina en el santuario dedicado a la Virgen de Banneaux.

María, Madre que permanece cerca
Tú, que te has quedado junto a tus hijos sin perder a ninguno, has iluminado el camino cotidiano de los más sencillos. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate abrazar por María: no temas, ella te consolará.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, educación y amor

María Santísima es una maestra incomparable de educación, porque es fuente inagotable de amor, y quien ama, educa; educa de verdad quien ama.
Reflexionar sobre la figura de María en relación con estos dos pilares del crecimiento humano y espiritual es contemplar un ejemplo que debemos tomar en serio y asumir en nuestras decisiones cotidianas.
La educación que emana de María no está hecha de normas ni de enseñanzas formales, sino que se manifiesta a través de su ejemplo de vida:
un silencio contemplativo que habla, su obediencia a la voluntad de Dios, humilde y grande al mismo tiempo, su profunda humanidad.
El primer aspecto educativo que María nos transmite es el del escucha:
la escucha de la Palabra de Dios, la escucha de ese Dios que está siempre allí para ayudarnos, para acompañarnos.
María guarda en su corazón, medita con cuidado, favorece una escucha atenta a la Palabra de Dios y, con la misma actitud, a las necesidades de los demás.
María nos educa en una humildad que no se queda en la pasividad ni en el distanciamiento, sino en esa humildad que, al reconocer nuestra pequeñez frente a la grandeza de Dios, nos impulsa a ponernos en acción al servicio de su voluntad.
Un corazón abierto para acompañar y vivir verdaderamente el proyecto que Dios tiene para nosotros. María es un ejemplo que nos ayuda a dejarnos educar por la fe; nos educa en la perseverancia, permaneciendo firmes en el amor a Jesús, incluso al pie de la cruz.
Educación y amor. El amor de María es el corazón palpitante de su existencia.
Cada vez que nos acercamos a ella, sentimos ese amor materno que se extiende sobre todos nosotros.
Es un amor a Jesús que se transforma en amor por toda la humanidad.
El corazón de María se abre con la ternura infinita que ha recibido de Dios y que comunica a Jesús y a sus hijos espirituales.
Pidamos al Señor que, contemplando el amor de María —un amor que educa—, nos dejemos mover a superar nuestros egoísmos, nuestras cerrazones, y nos abramos a los demás.
En María vemos a una mujer que educa con amor y que ama con un amor que educa.
Pidamos al Señor que nos conceda el don de un amor verdadero, que es el don de su amor,
un amor que nos purifica, que nos sostiene, que nos hace crecer, para que nuestro ejemplo pueda ser verdaderamente un ejemplo que comunique amor.
Y al comunicar amor, podamos dejarnos educar por ella, y permitamos que ella nos ayude para que nuestro ejemplo también eduque a los demás.

¿Y nosotros, somos capaces de abandonarnos como hacen los niños?

La oración de un hijo de nuestros días
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón manso y dócil.
¿Quién volverá a unir mis pedazos, después de haberme roto bajo el peso de mis cruces?
¿Quién devolverá la luz a mis ojos, después de haber visto los escombros de la crueldad humana?
¿Quién aliviará los sufrimientos de mi alma, tras los errores cometidos en el camino?
Madre mía, solo tú puedes consolarme.
Abrázame y no me sueltes, para que no me haga pedazos.
Mi alma descansa en ti y halla paz, como un niño en los brazos de su madre.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 9
Ser Hijos – Construcción y sueño

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

María Auxiliadora
El pequeño Juanito Bosco
A los 9 años tuve un sueño que quedó profundamente grabado en mi mente durante toda la vida.
En el sueño me parecía estar cerca de casa, en un patio muy amplio, donde se encontraba reunida una multitud de muchachos que jugaban. Algunos reían, otros jugaban, no pocos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me lancé en medio de ellos usando los puños y las palabras para hacerlos callar.
En ese momento apareció un hombre venerable, de aspecto noble y vestido con dignidad.
—No con golpes, sino con mansedumbre y caridad ganarás a estos tus amigos.
—¿Quién es usted, que me manda algo imposible?, pregunté.
—Precisamente porque te parece imposible, debes hacerlo posible con obediencia y con el conocimiento.
—¿Dónde y cómo podré adquirir ese conocimiento?
—Yo te daré la Maestra bajo cuya guía podrás hacerte sabio, y sin la cual toda sabiduría se vuelve necedad.
En ese momento vi junto a él a una mujer de majestuoso aspecto, vestida con un manto que resplandecía por todos lados, como si cada punto fuera una estrella brillante.
—Este es tu campo, aquí deberás trabajar. Hazte humilde, fuerte y vigoroso: y lo que ahora ves que sucede con estos animales, deberás hacerlo por mis hijos.
Volví la mirada y vi que en lugar de animales salvajes, aparecieron corderos mansos, que saltaban y corrían alrededor, balando como si hicieran fiesta a aquel hombre y a aquella señora. Entonces, aún en sueños, rompí a llorar y rogué que me hablaran de modo que pudiera entender, porque no sabía lo que todo eso significaba.
Entonces ella me puso la mano en la cabeza y me dijo:
—A su debido tiempo lo comprenderás todo.

María guio y acompañó a Juanito Bosco durante toda su vida y su misión.
Él, siendo un niño, descubre en un sueño su vocación. No comprenderá, pero se dejará guiar.
Pasarán muchos años sin entender, pero al final reconocerá que «ella lo ha hecho todo».
Y la madre —tanto la terrenal como la celestial— será la figura central en la vida de este hijo que se hará pan para sus hijos.
Y tras haber encontrado a María en sus sueños, ya siendo sacerdote, Juan Bosco construirá un santuario para que todos sus hijos puedan confiarse a ella.
Lo dedicará a María Auxiliadora, porque ella fue su puerto seguro, su ayuda constante.
Así, todos los que entran en la Basílica de María Auxiliadora en Turín, son acogidos bajo el manto protector de María, que se convierte en su guía.

María, Madre que acompaña, que guía
Tú, que acompañaste a tu hijo Jesús en todo su camino, te ofreciste como guía para quienes supieron escucharte con el entusiasmo que solo los niños saben tener. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate acompañar: la Madre siempre estará a tu lado para indicarte el camino.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, ayuda en la conversión

María Santísima es una ayuda poderosa y silenciosa en nuestro camino de crecimiento.
Es un camino que necesita liberarse constantemente de aquello que lo bloquea, que impide avanzar.
Es un camino que debe renovarse sin cesar, sin volver atrás ni detenerse en rincones oscuros de nuestra existencia. Eso es la conversión.
La presencia de María es un faro de esperanza, una invitación constante a seguir caminando hacia Dios, ayudando a nuestro corazón a mantenerse enfocado en Él, en su amor.
Reflexionar sobre María, sobre su papel, significa descubrir a una mujer que no impone, que no juzga, sino que sostiene, alienta, acompaña con humildad y con amor materno.
Ayuda a nuestro corazón a permanecer cerca del suyo, para acercarnos cada vez más a su Hijo Jesús, que es el camino, la verdad y la vida.
También para nosotros sigue teniendo valor aquel “sí” de María en la Anunciación, que abrió a la humanidad el acceso a la historia de la salvación.
Su intercesión en las bodas de Caná sigue sosteniendo a quienes se encuentran en situaciones inesperadas, inciertas.
María es un modelo de conversión continua. Su vida, una vida inmaculada fue, sin embargo, un progresivo adherirse a la voluntad de Dios, un camino de fe atravesado por alegrías y dolores, que culminó en el sacrificio del Calvario.
La perseverancia de María en seguir a Jesús se convierte para nosotros en una invitación a vivir también nosotros esa cercanía constante, esa transformación interior que, lo sabemos bien, es un proceso gradual, pero que requiere constancia, humildad y confianza en la gracia de Dios.
María nos ayuda en el camino de conversión mediante una escucha atenta y centrada en la Palabra de Dios.
Una escucha que nos da fuerza para abandonar los caminos del pecado, porque descubrimos la belleza y la fuerza de caminar hacia Dios.
Volvámonos a María con confianza filial, porque eso significa que, al reconocer nuestras fragilidades, nuestros pecados y defectos, queremos favorecer el deseo de cambiar. El deseo de un corazón que se deja acompañar por el corazón materno de María.
En María encontramos esa ayuda preciosa para discernir las falsas promesas del mundo y redescubrir la belleza y la verdad del Evangelio.
Que María, Auxilio de los Cristianos, sea para todos nosotros una ayuda constante para descubrir la belleza del Evangelio, y para aceptar caminar hacia la bondad y la grandeza de la Palabra de Dios, viva en el corazón, para poder comunicarla a los demás.

¿Y nosotros, somos capaces de dejarnos tomar de la mano como lo hacen los niños?

La oración de un hijo inmóvil
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de soñar y de construir.
Yo, que no dejo que nadie me ayude.
Yo, que me desanimo, pierdo la paciencia y nunca creo haber construido nada.
Yo, que siempre me siento un fracaso.
Hoy quiero ser hijo, ese hijo capaz de darte la mano, Madre mía,
para dejarme acompañar por ti por los caminos de la vida.
Muéstrame mi campo,
muéstrame mi sueño,
y haz que al final también yo pueda comprender todo
y reconocer tu paso en mi vida.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.