José Augusto Arribat: un Justo entre las Naciones

1. Perfil biográfico
            El Venerable José Augusto Arribat nació el 17 de diciembre de 1879 en Trédou (Rouergue – Francia). La pobreza de su familia obligó al joven Augusto a comenzar los estudios secundarios en el oratorio salesiano de Marsella recién a la edad de 18 años. Debido a la situación política del cambio de siglo, comenzó la vida salesiana en Italia y recibió la sotana de manos del Beato Miguel Rua. De vuelta a Francia comenzó, como todos sus hermanos, la vida salesiana en un estado de semiclandestinidad, primero en Marsella y luego en La Navarre, fundada por Don Bosco en 1878.
            Ordenado sacerdote en 1912, fue llamado a filas durante la Primera Guerra Mundial y trabajó como enfermero camillero. Tras la guerra, el P. Arribat continuó trabajando intensamente en La Navarre hasta 1926, tras lo cual se trasladó a Niza, donde permaneció hasta 1931. Regresó a La Navarre como director y al mismo tiempo encargado de la parroquia de San Isidro, en el valle de Sauvebonne. Sus feligreses le llamaban “el santo del valle”.
            Al final de su tercer año, fue enviado a Morges, en el cantón de Vaud (Suiza). Después recibió tres mandatos sucesivos de seis años cada uno, primero en Millau, luego en Villemur y finalmente en Thonon, en la diócesis de Annecy. Su periodo más peligroso y lleno de gracia fue probablemente su destino en Villemur durante la Segunda Guerra Mundial. De regreso a La Navarr2 en 1953, el P. Arribat permaneció allí hasta su muerte, el 19 de marzo de 1963.

2. Profundamente hombre de Dios
            Hombre del deber cotidiano, nada era secundario para él, y todos sabían que se levantaba muy temprano para limpiar los aseos de los alumnos y el patio. Habiéndose convertido en director de la casa salesiana, y queriendo cumplir su deber hasta el final y a la perfección, por respeto y amor a los demás, a menudo terminaba sus jornadas muy tarde, acortando sus horas de descanso. Por otra parte, estaba siempre disponible, acogedor con todos, sabiendo adaptarse a todos, ya fueran bienhechores y grandes propietarios, o empleados de la casa, manteniendo una preocupación permanente por los novicios y hermanos, y especialmente por los jóvenes que le habían sido confiados.
            Este don total de sí mismo se manifestó hasta el heroísmo. Durante la Segunda Guerra Mundial no dudó en acoger a familias y jóvenes judíos, exponiéndose al grave riesgo de indiscreción o denuncia. Treinta y tres años después de su muerte, quienes fueron testigos directos de su heroísmo reconocieron el valor de su valentía y el sacrificio de su vida. Su nombre está inscrito en Jerusalén, donde fue reconocido oficialmente como “Justo entre las Naciones”.
            Fue reconocido por todos como un verdadero hombre de Dios, que hizo “todo por amor, y nada por la fuerza”, como solía decir San Francisco de Sales. He aquí el secreto de una irradiación, de cuyo alcance tal vez él mismo no se dio cuenta.
            Todos los testigos constataron la fe viva de este siervo de Dios, hombre de oración, sin ostentación. Su fe era la fe radiante de un hombre siempre unido a Dios, un verdadero hombre de Dios, y en particular un hombre de la Eucaristía.
            Cuando celebraba la Misa o cuando rezaba, emanaba de su persona una especie de fervor que no podía pasar desapercibido. Un hermano declaró que “al verle hacer su gran señal de la cruz, todos sentían un oportuno recuerdo de la presencia de Dios. Su recogimiento en el altar era impresionante”. Otro salesiano recuerda que “hacía sus genuflexiones a la perfección con una valentía, una expresión de adoración que llevaba a la devoción”. El mismo añade: “Fortaleció mi fe”.

            Su visión de la fe brillaba en el confesionario y en las conversaciones espirituales. Comunicaba su fe. Hombre de esperanza, confiaba en Dios y en su Providencia en todo momento, manteniendo la calma en la tormenta y difundiendo una sensación de paz por doquier.
            Esta profunda fe se afinó aún más en él durante los últimos diez años de su vida. Ya no tenía responsabilidades ni podía leer con facilidad. Sólo vivía de lo esencial y daba testimonio de ello con sencillez acogiendo a todos aquellos que sabían bien que su escasa visión no le impedía ver con claridad en sus corazones. Al fondo de la capilla, su confesionario era un lugar asediado por jóvenes y vecinos del valle.

3. “No he venido para que me sirvan…”
            La imagen que los testigos han conservado del padre Augusto es la del servidor del Evangelio, pero en el sentido más humilde. Barrer el patio, limpiar los aseos de los alumnos, lavar los platos, cuidar y velar por los enfermos, palear el jardín, rastrillar el parque, decorar la capilla, atar los zapatos de los niños, peinarlos, nada le repugnaba y era imposible apartarle de estos humildes ejercicios de caridad. El “buen padre” Arribat, era más generoso con hechos concretos que con palabras: cedía de buen grado su habitación al visitante ocasional, que se arriesgaba a ser alojado con menos comodidad que él. Su disponibilidad era permanente, en todo momento. Su preocupación por la limpieza y la pobreza digna no le dejaban tranquilo, pues la casa tenía que ser acogedora. Hombre de fácil contacto, aprovechaba sus largas marchas para saludar a todo el mundo y dialogar, incluso con los “traga-sacerdotes”.
            El P. Arribat vivió más de treinta años en Navarre, en la casa que el propio Don Bosco quiso poner bajo la protección de San José, cabeza y servidor de la Sagrada Familia, modelo de fe en el ocultamiento y la discreción. En su solicitud por las necesidades materiales de la casa y por su cercanía a todas las personas dedicadas al trabajo manual, campesinos, jardineros, obreros, empleados, gente de cocina o lavandería, este sacerdote hacía pensar en San José, cuyo nombre también llevaba. ¿Acaso no murió el 19 de marzo, fiesta de San José?

4. Un auténtico educador salesiano
            “La Providencia me ha confiado de manera especial el cuidado de los niños”, decía para resumir su vocación específica de salesiano, discípulo de Don Bosco, al servicio de los jóvenes, especialmente de los más necesitados.

            El P. Arribat no tenía ninguna de las cualidades particulares que se imponen fácilmente a los jóvenes por fuera. No era un gran deportista, ni un intelectual brillante, ni un conferenciante que atrajera multitudes, ni un músico, ni un hombre de teatro o de cine, ¡nada de eso! ¿Cómo explicar la influencia que ejercía sobre los jóvenes? Su secreto no era otro que lo que había aprendido de Don Bosco, que conquistó su pequeño mundo con tres cosas consideradas fundamentales en la educación de la juventud: la razón, la religión y la bondad. Como “padre y maestro de la juventud” sabía hablar el lenguaje de la razón con los jóvenes, motivar, explicar, persuadir, convencer a sus alumnos, evitando los impulsos de la pasión y la ira. Colocó la religión en el centro de su vida y de su acción, no en el sentido de imposición forzada, sino en el testimonio luminoso de su relación con Dios, Jesús y María. En cuanto a la bondad amorosa, con la que se ganaba el corazón de los jóvenes, conviene recordar sobre el siervo de Dios lo que decía San Francisco de Sales: “Se cazan más moscas con una cucharada de miel que con un barril de vinagre”.

            Especialmente autorizado es el testimonio del P. Pietro Ricaldone, futuro sucesor de Don Bosco, que escribió tras su visita canónica en 1923-1924: “¡El P. Arribat Augusto es catequista, confesor y lee los votos de conducta! Es un santo hermano. Sólo su bondad puede hacer menos incompatibles sus diferentes deberes”. Luego repite sus elogios: “Es un excelente hermano, sin demasiada salud. Por sus buenos modales goza de la confianza de los jóvenes mayores, que casi todos acuden a él”.
            Una cosa que llamaba la atención era el respeto casi ceremonioso que mostraba a todo el mundo, pero especialmente a los niños. A un pequeño de ocho años le llamaba “Monseñor”. Una señora declaró: “Respetaba tanto al otro que éste se veía casi obligado a elevarse a la dignidad que le correspondía como hijo de Dios, y todo ello sin hablar siquiera de religión”.
            De rostro abierto y sonriente, este hijo de San Francisco de Sales y Don Bosco no molestaba a nadie. Si la delgadez de su persona y su ascetismo recordaban al santo Cura de Ars y a Don Rua, su sonrisa y su dulzura eran típicamente salesianas. Como dijo un testigo: “Era el hombre más natural del mundo, lleno de humor, espontáneo en sus reacciones, joven de corazón”.

            Sus palabras, que no eran las de un gran orador, eran eficaces porque emanaban de la sencillez y el fervor de su alma.
            Uno de sus antiguos alumnos testimoniaba: “En nuestras cabezas de niños, en nuestras conversaciones de infancia, después de oír los relatos de la vida de Juan María Vianney, solíamos representarnos al P. Arribat como si fuera para nosotros el Santo Cura de Ars. Las horas de catecismo, presentadas en un lenguaje sencillo pero verdadero, eran seguidas con gran atención. Durante la misa, los bancos del fondo de la capilla estaban siempre llenos. Teníamos la impresión de encontrarnos con Dios en su bondad y esto marcó nuestra juventud”.

5. ¿Don Arribat ecologista?
            He aquí un rasgo original para completar el cuadro de esta figura aparentemente ordinaria. Se le consideraba casi un ecologista antes de que este término se generalizara. Pequeño agricultor, había aprendido a amar y respetar profundamente la naturaleza. Sus composiciones juveniles están llenas de frescura y observaciones muy finas, con un toque de poesía. Compartió espontáneamente el trabajo de este mundo rural, donde vivió gran parte de su larga vida.

            Hablando de su amor por los animales, cuántas veces se le vio “al buen padre, con una caja bajo el brazo, llena de migas de pan, haciendo laboriosamente el camino del refectorio a sus palomas con pasitos muy dolorosos”. Hecho increíble para los que no vieron, dice la persona que presenció la escena, las palomas, en cuanto le vieron, se adelantaron hacia la reja como para darle la bienvenida. Abrió la jaula e inmediatamente vinieron hacia él, algunas de pie sobre sus hombros. “Les hablaba con expresiones que no recuerdo, era como si las conociera a todas. Cuando un niño le trajo una cría de gorrión que había sacado del nido, le dijo: “Debes darle la libertad”. También se cuenta la historia de un perro lobo bastante feroz, que sólo él fue capaz de domesticar, y que llegó a yacer junto a su ataúd tras su muerte.

            El rápido perfil espiritual de Don Augusto Arribat nos ha dado algunos rasgos espirituales de los rostros de los santos a los que se sentía cercano: la bondad amorosa de Don Bosco, el ascetismo de Don Rua, la dulzura de San Francisco de Sales, la piedad sacerdotal del santo Cura de Ars, el amor a la naturaleza de San Francisco de Asís y el trabajo constante y fiel de San José.




Venerable Ottavio Ortiz Arrieta Coya, obispo

Octavio Ortiz Arrieta Coya, nacido en Lima, Perú, el 19 de abril de 1878, fue el primer salesiano peruano. De joven se formó como carpintero, pero el Señor lo llamó a una misión más elevada. Emitió su primera profesión salesiana el 29 de enero de 1900 y fue ordenado sacerdote en 1908. En 1922 fue consagrado obispo de la diócesis de Chachapoyas, cargo que mantuvo con dedicación hasta su muerte, ocurrida el 1 de marzo de 1958. Rechazó dos veces el nombramiento para la sede más prestigiosa de Lima, prefiriendo quedarse cerca de su pueblo. Incansable pastor, recorrió toda la diócesis para conocer personalmente a los fieles y promovió numerosas iniciativas pastorales para la evangelización. El 12 de noviembre de 1990, bajo el pontificado de San Juan Pablo II, se abrió su causa de canonización y se le otorgó el título de Siervo de Dios. El 27 de febrero de 2017, el papa Francisco reconoció sus virtudes heroicas, declarándolo Venerable.

            El Venerable Monseñor Octavio Ortiz Arrieta Coya pasó la primera parte de su vida como oratoriano, estudiante y luego se hizo salesiano él mismo, comprometido en las obras de los Hijos de Don Bosco en el Perú. Fue el primer salesiano formado en la primera casa salesiana de Perú, fundada en Rímac, un barrio pobre, donde aprendió a vivir una vida austera y de sacrificio. Entre los primeros salesianos que llegaron a Perú en 1891, conoció el espíritu de Don Bosco y el Sistema Preventivo. Como salesiano de la primera generación aprendió que el servicio y el don de sí mismo serían el horizonte de su vida; por eso como joven salesiano asumió importantes responsabilidades, como la apertura de nuevas obras y la dirección de otras, con sencillez, sacrificio y entrega total a los pobres.
            Vivió la segunda parte de su vida, desde comienzos de los años veinte, como obispo de Chachapoyas, una diócesis inmensa, vacante durante años, donde las condiciones prohibitivas del territorio se sumaban a una cierta cerrazón, sobre todo en los pueblos más alejados. Aquí el campo y los retos del apostolado eran inmensos. Ortiz Arrieta era de temperamento vivo, acostumbrado a la vida comunitaria; además, era delicado de espíritu, hasta el punto de ser llamado “pecadito” en sus años mozos, por su exactitud para detectar los defectos y ayudarse a sí mismo y a los demás a enmendarse. También poseía un sentido innato del rigor y del deber moral. Sin embargo, las condiciones en las que tuvo que desempeñar su ministerio episcopal le eran diametralmente opuestas: la soledad y la imposibilidad sustancial de compartir una vida salesiana y sacerdotal, a pesar de las reiteradas y casi suplicantes peticiones a su propia Congregación; la necesidad de conciliar su propio rigor moral con una firmeza cada vez más dócil y casi desarmada; una fina conciencia moral continuamente puesta a prueba por la tosquedad de las opciones y la tibieza en el seguimiento, por parte de algunos colaboradores menos heroicos que él, y de un pueblo de Dios que sabía oponerse al obispo cuando su palabra se convertía en denuncia de injusticias y diagnóstico de males espirituales. El camino del Venerable hacia la plenitud de la santidad, en el ejercicio de las virtudes, estuvo, pues, marcado por las penalidades, las dificultades y la continua necesidad de convertir su mirada y su corazón, bajo la acción del Espíritu.
            Si ciertamente encontramos en su vida episodios que pueden definirse como heroicos en sentido estricto, debemos destacar también, y tal vez, sobre todo, aquellos momentos de su itinerario virtuoso en los que podría haber actuado de otro modo, pero no lo hizo; cediendo a la desesperación humana, mientras renovaba la esperanza; contentándose con una gran caridad, pero sin estar plenamente dispuesto a ejercer esa caridad heroica que practicó con fidelidad ejemplar durante varias décadas. Cuando, en dos ocasiones, le ofrecieron cambiar de sede, y en la segunda la sede primada de Lima, decidió permanecer entre sus pobres, aquellos a los que nadie quería, verdaderamente en la periferia del mundo, permaneciendo en la diócesis que siempre había abrazado y amado tal como era, comprometiéndose de todo corazón a hacerla incluso un poco mejor. Fue un pastor “moderno” en su estilo de presencia y en el uso de medios de acción como el asociacionismo y la prensa. Hombre de temperamento decidido y firmes convicciones de fe, Mons. Ortiz Arrieta hizo ciertamente uso de este «don de gobierno» en su liderazgo, siempre combinado, sin embargo, con el respeto y la caridad, expresados con extraordinaria coherencia.
            Aunque vivió antes del Concilio Vaticano II, el modo en que planificó y llevó a cabo las tareas pastorales que le fueron encomendadas sigue siendo actual: desde la pastoral vocacional hasta el apoyo concreto a sus seminaristas y sacerdotes; desde la formación catequética y humana de los más jóvenes hasta la pastoral familiar, a través de la cual atendió a matrimonios en crisis o parejas de hecho reacias a regularizar su unión. Monseñor Ortiz Arrieta, por su parte, no sólo educa por su acción pastoral concreta, sino por su mismo comportamiento: por su capacidad de discernir por sí mismo, en primer lugar, lo que significa y lo que supone renovar la fidelidad al camino emprendido. Perseveró verdaderamente en la pobreza heroica, en la fortaleza a través de las múltiples pruebas de la vida y en la fidelidad radical a la diócesis a la que había sido destinado. Humilde, sencillo, siempre sereno; entre lo serio y lo amable; la dulzura de su mirada dejaba traslucir toda la tranquilidad de su espíritu: éste fue el camino de santidad que recorrió.
            Las bellas características que sus superiores salesianos encontraron en él antes de su ordenación sacerdotal -cuando le calificaron de “perla salesiana” y alabaron su espíritu de sacrificio- volvieron a ser una constante en toda su vida, incluso como obispo. En efecto, puede decirse que Ortiz Arrieta “se hizo todo a todos, para salvar a alguien a toda costa” (1 Cor 9,22): autoritario con las autoridades, sencillo con los niños, pobre entre los pobres; manso con quienes le insultaban o trataban de deslegitimarle por resentimiento; siempre dispuesto a no devolver mal por mal, sino a vencer el mal con el bien (cf. Rom 12,21). Toda su vida estuvo dominada por la primacía de la salvación de las almas: una salvación a la que también querría dedicar activamente a sus sacerdotes, contra cuya tentación de refugiarse en fáciles seguridades o atrincherarse detrás de cargos más prestigiosos, para comprometerlos en cambio en el servicio pastoral, trató de luchar. Verdaderamente puede decirse que se situó en esa “alta” medida de la vida cristiana, que hace de él un pastor que encarnó de modo original la caridad pastoral, buscando la comunión entre el pueblo de Dios, tendiendo la mano a los más necesitados y dando testimonio de una pobre vida evangélica.




Visitar Roma con don Bosco. Crónica de su primer viaje a Roma

La primera vez que Don Bosco se dirigió a Roma fue en 1858, del 18 de febrero al 16 de abril, acompañado por el joven clérigo Michele Rua, de veintiún años. Cuatro años antes, la Iglesia había celebrado un Jubileo extraordinario de seis meses, convocado con motivo de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre de 1854). Don Bosco aprovechó la oportunidad de esta gran fiesta espiritual para publicar el volumen “El Jubileo y Prácticas devotas para la visita de las iglesias”.
Durante lo que sería su primera de veinte visitas a la Ciudad Eterna, Don Bosco se comportó como un verdadero peregrino jubilar, dedicándose con fervor a las visitas y devociones previstas, hasta participar en los solemnes ritos pascuales oficiados por el Pontífice. Fue una experiencia intensa, que él mismo no guardó para sí, sino que compartió con sus jóvenes con el entusiasmo y la pasión educativa que lo caracterizaban.
Al describir minuciosamente el viaje, las etapas y los lugares sagrados, Don Bosco tenía un claro propósito apostólico y educativo: hacer revivir a quienes lo escuchaban o leían la misma profunda experiencia de fe, transmitiéndoles el amor por la Iglesia y por la tradición cristiana.
Ahora invitamos también a ustedes, lectores, a unirse espiritualmente a Don Bosco, recorriendo idealmente las calles de la Roma cristiana, para dejarse fascinar por su ímpetu y su celo y, juntos, renovar su fe.

A Génova en ferrocarril
La salida hacia Roma estaba fijada para el día 18 del mes de febrero de 1858. En esa noche cayó casi un palmo de nieve sobre los dos que ya cubrían el terreno. A las 8 y media, mientras aún nevaba, con la emoción que siente un padre que deja a sus hijos, saludaba a los jóvenes para comenzar el viaje hacia Roma. Aunque teníamos cierta prisa para poder llegar a tiempo al tren, nos detuvimos un poco más para hacer testamento: no quería dejar pendientes de ningún tipo en el Oratorio en caso de que la Providencia quisiera darnos de comer a los peces del Mediterráneo […] Luego, corriendo, nos dirigimos a la estación de tren y, junto a don Mentasti […], partimos en tren a las diez de la mañana.
Aquí ocurrió un desagradable incidente: los vagones estaban casi completos, por lo que tuve que dejar a Rua y a don Mentasti en un compartimento y encontrar lugar en otro […]

El niño judío
Por casualidad, me encontré cerca de un niño de diez años. Al notar su aspecto sencillo y su rostro bondadoso, comencé a conversar con él y […] me di cuenta de que era judío. El padre, que se sentaba a su lado, me aseguraba que su hijo estaba en cuarto de primaria, pero su educación me parecía no llegar a segundo. Sin embargo, era de ingenio rápido. El padre estaba contento de que lo interrogara, de hecho, me invitó a que hablara de la Biblia. Así que comencé a interrogarlo sobre la creación del mundo y del hombre, sobre el Paraíso terrenal, sobre la caída de los progenitores. Respondía bastante bien, pero me quedé maravillado cuando entendí que no tenía ninguna idea del pecado original y de la promesa de un Redentor.
– ¿No hay en tu Biblia la promesa de Dios a Adán cuando lo echó del Paraíso?
– No, dígamelo usted, respondió.
– Inmediatamente. Dios dijo a la serpiente: puesto que has engañado a la mujer, serás maldito entre todos los animales, y Uno que nacerá de una mujer te aplastará la cabeza.
– ¿Quién es ese Uno del que se habla?
– Es el Salvador que habría liberado a la humanidad de la esclavitud del demonio.
– ¿Cuándo vendrá?
– Ya ha venido y es aquel a quien nosotros llamamos… Aquí el padre nos interrumpió diciendo:
– Estas cosas no las estudiamos porque no conciernen a nuestra ley.
– Harían bien en estudiarlas, porque están en los libros de Moisés y de los profetas en los que ustedes creen.
– Está bien, dijo el otro, lo pensaré. Ahora pregúntele algo de aritmética. Al ver que no deseaba que le hablara de religión, conversamos sobre cosas agradables, de modo que el padre, el hijo y también los otros viajeros comenzaron a divertirse y a reír a gusto. En la estación de Asti, el niño debía bajar, pero no se decidía a dejarme. Tenía lágrimas en los ojos, me sostenía la mano y conmovido solo pudo decirme:
– Me llamo Sacerdote León de Moncalvo; recuérdeme. Al venir a Turín espero poder visitarle. El padre, para aliviar la emoción, dijo que había buscado en Turín la “Historia de Italia” [escrita por mí]. No habiéndola encontrado, me pedía que le enviara una copia. Prometí enviarle la que se había impreso especialmente para la juventud, luego yo también bajé para buscar a mis compañeros y ver si había lugar en su compartimento. Encontré a Rua que tenía las mandíbulas cansadas de tanto bostezar, ya que de Turín a Asti se había aburrido mucho, sin saber con quién entablar conversación: sus compañeros de viaje no hablaban más que de bailes, teatro y otras cosas de poco gusto […]

Hacia Génova
Llegamos a los Apeninos. Se alzaban ante nosotros altísimos y empinados. Como el tren viajaba a gran velocidad, teníamos la impresión de ir a chocar contra las rocas, hasta que de repente se hizo oscuro en el tren. Habíamos entrado en los túneles. Estos son “agujeros” que, al pasar bajo las montañas, ahorran varias decenas de millas […] Sin túneles sería imposible cruzarlas, y como hay muchas montañas, existen varios túneles. Uno de ellos es tan largo como la distancia entre Turín y Moncalieri; aquí el convoy permaneció a oscuras durante ocho minutos, tiempo necesario para recorrer el tramo del túnel.
Nos sorprendió constatar que la nieve disminuía a medida que nos acercábamos a la costa de Génova. Pero cuál no fue nuestra maravilla al ver los campos sin un hilo de blanco, las orillas verdosas, los jardines llenos de colores, los almendros en flor y los duraznos con los brotes a punto de abrirse al sol. Entonces, al comparar Turín y Génova, nos dijimos que en esta temporada Génova es la primavera y Turín el invierno más crudo.

Los dos montañeses
Me olvidaba de hablar de dos montañeses que subieron a nuestro compartimento en la estación de Busalla. Uno era pálido y enfermizo, de dar compasión, el otro, en cambio, tenía un aire sano y vivaz, y, aunque tocaba los setenta años, mostraba la vigorosidad de unos veinticinco años. Llevaba pantalones cortos y las polainas casi desabrochadas, tanto que mostraba las piernas desnudas hasta la rodilla azotadas por el frío. Estaba en mangas de camisa con solo una camiseta y una chaqueta de paño grueso echada sobre los hombros. Después de hacerle hablar sobre varios temas, le dije:
– ¿Por qué no se arreglan estos vestidos para protegerse del frío? Respondió:
– Ve, querido señor, nosotros somos montañeses, y estamos acostumbrados al viento, a la lluvia, a la nieve y al hielo. Casi ni nos damos cuenta de la temporada invernal. Nuestros chicos caminan descalzos en medio de la nieve, de hecho, se divierten sin preocuparse por el frío
. De esto pude entender que el hombre vive de hábitos, y el cuerpo es capaz de soportar según los casos el frío o el calor, y aquellos que quisieran poner remedio a cada pequeño inconveniente corren el riesgo de debilitar su condición en lugar de fortalecerla.

La parada genovesa
Pero aquí está Génova, ¡aquí está el mar! Rua se agita por verlo, estira el cuello: aquí nota un barco, allí algunos navíos, más abajo el faro que es un altísimo farol. Mientras tanto, llegamos a la estación y bajamos del tren. El cuñado del abad Montebruno nos esperaba con algunos jóvenes, y apenas pusimos pie en tierra nos recibieron con alegría, y llevando nuestro equipaje nos condujeron a la obra de los Artigianelli, que es una casa similar a nuestro Oratorio. Los cumplidos fueron breves ya que todos teníamos mucha hambre: eran las tres y media de la tarde y yo solo había tomado una taza de café. A la mesa parecía que nada nos podía saciar, sin embargo, a fuerza de tragar, el saco se llenó.
Inmediatamente después visitamos la casa: escuelas, dormitorios, talleres: me parecía ver el Oratorio de hace diez años. Los internos eran veinte; otros veinte, aunque comían y trabajaban aquí, dormían en otro lugar. ¿Cuál es su alimentación? A la hora del almuerzo un buen plato de sopa, luego… nada más. A la cena una bolita de pan que se come de pie y luego a la cama.
Al final salimos a dar un paseo por la ciudad que, a decir verdad, es poco atractiva, aunque tiene magníficos palacios y grandes tiendas. Las calles son estrechas, tortuosas y empinadas. Pero lo más molesto era un viento incómodo que, soplando casi sin interrupción, quitaba el placer de admirar cualquier cosa, incluso la más bella […]
En Génova, en resumen, nuestras expectativas fueron decepcionadas. Como si no bastara, el viento en contra impidió el atraque del barco en el que debíamos embarcarnos, por lo que, a nuestro pesar, tuvimos que esperar hasta el día siguiente […] Por la mañana celebré misa en la iglesia de los Padres Predicadores en el altar del Beato Sebastián Maggi, un fraile que vivió hace unos trescientos años. Su cuerpo es un prodigio continuado, porque se conserva entero, flexible y con un color que dirías que ha estado muerto solo unos días […] Luego fuimos a validar, es decir, firmar el pasaporte. El cónsul pontificio nos recibió con mucha cortesía […] También intentó conseguirnos algún descuento en el barco, pero no fue posible.

A Civitavecchia por mar. El embarque
A las seis y media de la tarde, antes de dirigirnos hacia el barco de vapor llamado Aventino, saludamos a varios eclesiásticos que habían venido de los Artigianelli para desearnos buen viaje. También los chicos, atraídos por las buenas palabras, pero sobre todo por algunos platos adicionales en el almuerzo de ese día, se habían convertido en nuestros amigos y parecía que sentían tristeza al vernos partir. Varios de ellos nos acompañaron hasta el mar, luego, saltando ágilmente a una barquita, quisieron escoltarnos hasta el barco. El viento era muy fuerte: no acostumbrados a viajar por mar, ante cada movimiento de la barca temíamos volcar y hundirnos, y nuestros acompañantes reían a gusto. Después de veinte minutos, finalmente llegamos al barco.
A primera vista nos parecía un palacio rodeado de olas. Subimos a bordo, y llevado nuestro equipaje a un alojamiento bastante espacioso, nos sentamos para descansar y pensar: cada uno sentía sensaciones particulares que no sabía cómo expresar. Rua observaba todo y a todos en silencio. Y he aquí el primer contratiempo: al haber llegado a la hora del almuerzo, no fuimos inmediatamente a comer; cuando lo solicitamos, ya todo había terminado. Rua tuvo que cenar con una manzana, una bolita de pan y un vaso de vino Bordò, yo me conformé con un pedazo de pan y un poco de ese excelente vino. Cabe destacar que cuando se viaja en barco, en el billete también están incluidos las comidas, por lo que se paga igualmente, ya se coma o no.
Después subimos a la cubierta para darnos cuenta de cómo era este “Aventino”. Así supimos que los barcos toman nombre de los lugares más famosos de las zonas hacia las que están dirigidos. Uno se llama Vaticano, otro Quirinale, otro Aventino, como el nuestro, para recordar las siete famosas colinas de Roma. Este nuestro barco parte de Marsella, toca Génova, Livorno, Civitavecchia, luego continúa hacia Nápoles, Messina y Malta. Al regreso repite el mismo recorrido hasta Marsella. También se llama barco postal porque lleva cartas, pliegos, etc. Salga el tiempo que salga, parte de todos modos.

El mareo
Nos habían asignado la litera, que es una especie de armario con estantes donde los pasajeros se acuestan sobre un colchón en cada estante. A las diez levantaron anclas y el barco, impulsado por el vapor y por un viento favorable, comenzó a correr a gran velocidad hacia Livorno. Cuando estuvimos en alta mar, fui asaltado por el mareo que me atormentó durante dos días. Este malestar consiste en un vómito frecuente, y cuando ya no se tiene nada que vomitar, los esfuerzos se vuelven más violentos, de modo que la persona se debilita tanto que rechaza cualquier alimento. Lo único que puede proporcionar algo de alivio es acostarse y estar, cuando el vómito lo permite, con el cuerpo completamente estirado.

Livorno
La del 20 de febrero fue una mala noche. No corríamos peligro por el mar agitado, pero el mareo me había postrado tanto que no podía estar ni acostado ni de pie. Me tiré de la litera y fui a ver si Rua estaba vivo o muerto. Sin embargo, él solo tenía un poco de cansancio, nada más. Se levantó de inmediato poniéndose a mi disposición para aliviarme las molestias de la travesía. Cuando Dios quiso, llegamos al puerto de Livorno. Por puerto se entiende un seno del mar protegido de la furia de los vientos por barreras naturales o por muros construidos por el hombre. Aquí los barcos están a salvo de cualquier peligro, aquí descargan sus mercancías y cargan otras para otros destinos, aquí se hacen los suministros. Los pasajeros que lo desean también pueden desembarcar para dar un paseo por la ciudad siempre que regresen a tiempo […]
Aunque deseaba desembarcar para visitar la ciudad, decir misa y saludar a algún amigo, no pude hacerlo, de hecho, me vi obligado a regresar a mi litera y quedarme allí, tranquilo y en ayunas. Un camarero llamado Charles me miraba con ojos de compasión y de vez en cuando se acercaba ofreciéndome sus servicios. Al verlo tan amable y cortés comencé a conversar con él, y entre otras cosas le pregunté si no temía ser ridiculizado al asistir a un sacerdote bajo la mirada de tantas personas.
– No, me dijo en francés, como ve, nadie se maravilla, de hecho, todos lo miran con bondad, mostrando deseo de ayudarlo. Por otro lado, mi madre me ha enseñado a tener gran respeto por los sacerdotes para ganar la bendición del Señor. Charles, luego fue a llamar a un médico: cada barco tiene su médico y los principales remedios para cualquier necesidad. El médico vino y sus maneras amables me aliviaron un poco.
– ¿Comprende el francés? Me dijo. Respondí:
– Comprendo todos los idiomas del mundo, incluso aquellos que no están escritos, incluso el lenguaje de los sordomudos. Bromeaba para despertarme de la somnolencia que me había tomado. El otro comprendió y se puso a reír.
– Peut être, puede darsi! decía mientras me examinaba. Al final me anunció que al mareo se le había añadido la fiebre y que una bebida de té me haría bien. Le agradecí y le pregunté su nombre.
– Mi nombre, dijo, es Jobert de Marsella, doctor en medicina y cirugía. Charles, atento a las órdenes del doctor, en poco tiempo me preparó una taza de té, poco después otra, luego otra más. Y me hizo bien, tanto que logré dormir.
A las cinco [de la tarde] el barco levantó anclas. Cuando estuvimos en alta mar de nuevo tuve arcadas de vómito aún más violentas, permaneciendo agitado durante unas cuatro horas, luego por el agotamiento – ya no tenía nada en el estómago – ayudado por el balanceo del barco me dormí y descansé de un sueño tranquilo hasta la llegada a Civitavecchia.

Pagar, pagar, pagar
El descanso de la noche me había devuelto las fuerzas. Aunque agotado por el largo ayuno, me levanté y preparé el equipaje. Estábamos a punto de desembarcar cuando nos avisaron de una deuda que no sabíamos que habíamos contraído. El café no estaba incluido en la comida, sino que se debía pagar aparte, y nosotros que habíamos tomado cuatro tazas pagamos un suplemento de dos francos, es decir, cincuenta centavos por taza.
El capitán, tras hacer sellar los pasaportes, nos entregó el permiso de desembarco; y aquí comenzó la teoría de las propinas: un franco cada uno a los barqueros, medio franco por el equipaje (que llevábamos nosotros), medio franco a la aduana, medio franco a quien nos invitaba en coche, medio al portero que organizaba el equipaje, dos francos por el visado en el pasaporte, un franco y medio al cónsul pontificio. No había tiempo para abrir la boca que de inmediato había que pagar. Con la adición de que, variando las monedas de nombre y valor, debíamos confiar en quien nos hacía el cambio […] En la Aduana respetaron un paquete dirigido al cardenal Antonelli con el sello pontificio, dentro del cual habíamos puesto las cosas más importantes […]
Terminadas las operaciones fui al barbero a que me afeitara una barba de diez días. Todo fue bien, pero en la tienda no pude apartar la mirada de dos cuernos sobre una mesita. Eran largos aproximadamente un metro y adornados con anillos brillantes y cintas. Pensaba que estaban destinados a algún uso particular, pero me dijeron que eran de una novilla, que nosotros llamamos buey, puestas allí solo para adorno […]

Hacia Roma en carroza
Mientras tanto, don Mentasti estaba furioso porque no nos veía llegar, mientras el coche ya nos esperaba. Nosotros habíamos comenzado a correr para llegar a tiempo. Subidos en el coche partimos hacia Roma. La distancia a recorrer era de 47 millas italianas que corresponden a 36 millas piemontesas; el camino era muy bonito. Habíamos tomado asiento en el coupé desde donde podíamos contemplar los prados verdes y los setos florecidos. Una curiosidad nos divirtió bastante. Nos dimos cuenta de que todo iba de tres en tres: los caballos de nuestro coche estaban enganchados de tres en tres; encontramos patrullas de soldados que iban de tres en tres; incluso algunos campesinos caminaban de tres en tres, así como algunas vacas y algunos burros pastaban de tres en tres. Nos reíamos de estas extrañas coincidencias […]

Una parada para los caballos
En Palo, el cochero concedió a los viajeros una hora de libertad para tener tiempo de reponer a los caballos. Nosotros la aprovechamos para correr a la posada cercana a saciarnos el hambre. Las ocupaciones casi nos habían hecho olvidar la comida; desde el mediodía del viernes no había tomado más que una taza de café con leche. Nos sentamos alrededor de los panecillos y comimos, o mejor dicho, devoramos todo. Al ver luego al camarero todo agotado y pálido le pregunté qué le pasaba.
– Tengo fiebres que me afligen desde hace muchos meses, respondió. Entonces yo hice el buen médico:
– Dejadme a mí, os prescribo una receta que expulsará para siempre la fiebre. Solo tened fe en Dios y en san Luis. Tomé entonces un trozo de papel con el lápiz y escribí mi receta, recomendándole que la llevara a algún farmacéutico. Estaba fuera de sí de alegría, y, sin saber cómo demostrar mejor su gratitud, besaba y volvía a besar mi mano, y quería besarla también a Rua, que por modestia no se lo permitió.
También fue simpático el encuentro con un carabinero pontificio. Él pensaba que me conocía, y yo creía conocerlo a él, así que nos saludamos los dos con gran alegría. Y cuando nos dimos cuenta del equívoco, la amistad y las expresiones de benevolencia y respeto continuaron: para hacerle un favor tuve que permitir que me pagara una taza de café, de mi parte le ofrecí un vasito de ron. Luego, al pedirme que le dejara algún recuerdo, le regalé la medalla de san Luis Gonzaga. El nombre de aquel buen carabinero era Pedrocchi.

En la ciudad de los papas
Montados nuevamente en el coche y volando más rápido con el deseo que con las patas de los caballos, nos parecía cada momento estar en Roma. Al caer la noche, cada vez que se vislumbraba a lo lejos un arbusto o una planta, Rua exclamaba de inmediato:
– ¡Ahí está la cúpula de San Pedro! Pero antes de llegar tuvimos que avanzar hasta las diez y media de la noche, y siendo ya de noche profunda, no logramos distinguir más ningún detalle. Sin embargo, un cierto escalofrío nos invadió al pensar que estábamos entrando en la ciudad santa. […] Finalmente, al llegar al punto de parada, no teniendo ningún conocimiento del lugar, buscamos un guía que por doce baiocchi nos acompañó a casa De Maistre, en la vía del Quirinal 49, a las Cuatro Fuentes. Ya eran las once. Fuimos recibidos con bondad por el conde y la condesa; los demás ya estaban en la cama. Tras tomar un poco de refrigerio nos dimos las buenas noches y nos fuimos a dormir.

San Carlino
La parte del Quirinal que habitamos se llama Cuatro Fuentes porque brotan cuatro fuentes perennes desde cuatro ángulos de cuatro barrios que aquí se unen. Frente a la casa donde habíamos tomado residencia estaba la iglesia de los carmelitas. Estos, todos españoles, pertenecían a la orden llamada de la Redención de los Esclavos. La iglesia fue construida en 1640 y dedicada a san Carlos; pero para distinguirla de otras dedicadas al mismo santo fue llamada San Carlino. Al ir a la sacristía, mostramos el Celebret (el documento para celebrar n.d.r.) y así pudimos decir misa. […] Pasamos el día casi enteramente ordenando nuestros papeles, haciendo encargos, llevando cartas […]

El Panteón
Aprovechando una hora que quedaba aún antes de la noche, nos dirigimos al Panteón que es uno de los monumentos más antiguos y célebres de Roma. Fue construido por Marco Agripa, yerno de César Augusto, veinticinco años antes de la era vulgar (del nacimiento de Cristo n.d.r.). Se cree que este edificio fue llamado Panteón, que significa todos los dioses, porque de hecho estaba dedicado a todas las divinidades. La fachada es verdaderamente soberbia. Ocho gruesas columnas sostienen una elegante cornisa. Justo después hay un pórtico formado por dieciséis columnas hechas de un solo bloque de granito, luego el pórtico, o avantemplo, constituido por cuatro pilares estriados, dentro de los cuales hay nichos ocupados antiguamente por las estatuas de Augusto y Agripa.
En el interior se presenta una alta cúpula abierta en medio, de la cual penetra la luz, pero también el viento, la lluvia y la nieve, cuando cae por estas partes. Aquí los mármoles más preciosos sirven de pavimento o de ornamento todo alrededor. El diámetro es de ciento treinta y tres pies, correspondientes a dieciocho trabucos (aproximadamente 55 m.). Este templo sirvió al culto de los dioses hasta el 608 después de Cristo, cuando el papa Bonifacio IV, para impedir los desórdenes que se cometían durante los sacrificios, lo dedicó al culto del verdadero Dios, es decir, a todos los santos.
Esta iglesia estuvo sujeta a muchas vicisitudes. Cuando Bonifacio IV obtuvo este lugar del emperador Foca y lo dedicó al culto de Dios y de la Virgen, hizo transportar de varios cementerios veintiocho carros de reliquias que colocó bajo el altar mayor. Desde entonces comenzó a ser llamada Santa María ad Martyres. Entre las cosas que apreciamos mucho fue visitar la tumba del gran Rafael […] Ahora esta iglesia lleva también el nombre de Rotonda, por la forma de su construcción. Delante se extiende una plaza cuyo centro está ocupado por una gran fuente de mármol, coronada por cuatro delfines que arrojan continuamente agua.

San Pedro en Cadena
El 23 de febrero […] estuvimos muy contentos con la visita a S. Pietro in Vincoli, iglesia al sur de Roma en el límite de la ciudad. Fue un día memorable porque coincidía con una de las raras ocasiones en que se exhibían las cadenas de san Pedro, cuyas llaves son custodiadas por el mismo Santo Padre. Una tradición sostiene que fue el mismo Pedro quien erigió aquí la primera iglesia, dedicándola al Salvador. Destruida por el incendio de Nerón, fue reconstruida por san León Magno en el 442 y dedicada al primer Papa. Se llamó S. Pietro in Vincoli porque el Pontífice colocó allí la cadena con la que el Príncipe de los Apóstoles había sido encadenado en Jerusalén, por orden de Herodes. El patriarca Giovenale la había regalado a la emperatriz Eudoxia, quien a su vez la envió a Roma a su hija Eudoxia junior, esposa de Valentiniano III. En Roma también se conservaba la cadena con la que san Pedro fue encadenado en la prisión Mamertina. Cuando san León quiso comparar esta cadena con la de Jerusalén, de manera prodigiosa las dos cadenas se unieron, de modo que hoy forman una sola, que se conserva en un altar especial al lado de la sacristía. Tuvimos la consolación de tocar esas cadenas con nuestras manos, besarlas, ponérnoslas al cuello y acercarlas a la frente. También revisamos cuidadosamente para intentar ver el punto de unión de las dos, pero no nos fue posible. Solo pudimos constatar que la cadena de Roma es más pequeña que la de Jerusalén.
En S. Pietro in Vincoli se encuentra el magnífico sepulcro de Julio II […] Es una de las obras maestras del célebre Michelangelo Buonarroti, que es considerado uno de los máximos artistas del mármol, especialmente por la estatua de Moisés situada cerca de la urna. El patriarca está representado con las tablas de la ley dobladas bajo el brazo derecho, en acto de hablar al pueblo que él mira con orgullo, porque se había rebelado. La iglesia tiene tres naves, separadas por veinte columnas de mármol pario y dos de granito bien conservado.

S. Luigi dei Francesi
Hacia las nueve nos dirigimos a Santa Maria sobre Minerva, donde fuimos recibidos en audiencia privada por el cardenal Gaude durante aproximadamente una hora y media. Habló con nosotros en dialecto piamontés, interesándose por nuestros oradores […] Después del mediodía nos dirigimos a visitar al marqués Giovanni Patrizi […] Frente a su palacio se encuentra la iglesia de S. Luigi dei Francesi que da nombre a la plaza y al barrio cercano. Es una iglesia bien cuidada y enriquecida con muchos mármoles preciosos. Su singularidad radica en los sepulcros de hombres ilustres franceses muertos en Roma. De hecho, el suelo y las paredes están cubiertos de epitafios y lápidas. […]

S. Maria Maggiore al Esquilino
Desde el Quirinal se abre una vía que lleva al Esquilino, así llamado por los muchos elces que lo cubrían. En la parte más elevada se alza S. Maria Maggiore, cuyo origen es narrada así por todos los historiadores sagrados. Un cierto Giovanni, patricio romano, al no tener hijos, deseaba emplear sus bienes en alguna obra de piedad […] La noche del 4 de agosto del 352 le apareció en sueños la Virgen que le ordenó erigirle un templo en el lugar donde a la mañana siguiente encontraría nieve fresca. La misma visión tuvo el papa de entonces, Liberio. Al día siguiente se corrió la voz de que había caído abundante nieve en la colina Esquilina, por lo que Liberio y Giovanni se dirigieron allí, y, constatado el prodigio, se activaron para poner en práctica el mandato recibido en la visión. El Papa marcó el trazado del nuevo templo, que en breve fue terminado con los dineros de Giovanni: pocos años después Liberio pudo proceder a la consagración […]
Frente a la iglesia se extiende una amplia plaza en el centro de la cual se encuentra la antigua columna de mármol blanco, extraída del templo de la paz. El pontífice Paulo V en el año 1614 la dotó de una base y un capitel, sobre el cual colocó la estatua de la Virgen con el Niño. La arquitectura de la fachada es majestuosa y está sostenida por gruesas columnas de mármol que forman un espacioso vestíbulo. Al fondo de este se ha colocado la estatua de Felipe IV, rey de España, que hizo muchas donaciones a favor de esta iglesia y quiso él mismo ser inscrito entre los canónigos. El suelo es de mosaico precioso trabajado con mármoles de varios tipos, todos de incalculable valor.
La capilla a la derecha del altar mayor conserva la tumba de san Jerónimo, la cuna del Salvador y el altar de papa Liberio. El altar papal está cubierto de preciosos mármoles de pórfido, y sostenido por cuatro putti de bronce dorado. Debajo de él se abre la Confesión, que es una capilla dedicada a san Matías. Fuimos a visitarla en el día de la estación cuaresmal, así que tuvimos la suerte de encontrar expuesto sobre un rico altar la cabeza de san Matías. La observamos atentamente, y notamos la piel adherida a la cabeza, de hecho, aún aparecen algunos cabellos adheridos al venerado cráneo.

La Virgen y la peste
En la capilla a la izquierda del altar se puede observar un cuadro de la Virgen atribuido a san Lucas, muy venerado por el pueblo. La imagen fue tenida en gran consideración por los papas. San Gregorio Magno en la terrible pestilencia del 590 la llevó en procesión hasta el Vaticano. Era el 25 de abril. Al llegar el cortejo cerca de la mole Adriana, se vio un ángel que guardaba la espada en la vaina, indicando así la cesación de la peste. En memoria de este prodigio la Mole Adriana fue denominada Castel Sant’Angelo, y desde entonces la procesión se repite cada año en el día de san Marcos Evangelista. En S. Maria Maggiore todo es majestuoso y grande; pero hablar de ello o escribirlo es insuficiente para llegar a describirlo con verdad. Quien lo ve con sus propios ojos detiene la mirada maravillada en cada rincón.
Hoy miércoles de cuaresma aquí en Roma se ayuna y esto significa que están prohibidos no solo los alimentos de carne, sino también cualquier sopa o plato a base de huevos, mantequilla o leche. Aceite, agua y sal son los condimentos que se utilizan en estos miércoles. La práctica es rigurosamente observada por todas las clases de personas tanto que en los mercados y en las tiendas ese día no se encuentra ni carne, ni huevos, ni mantequilla.

La leyenda de san Galgano
Por la tarde la señora De Maistre nos contó una historia digna de ser recordada. Dijo: El año pasado nos visitó el vicario general de Siena. Entre las muchas cosas de las que solía hablarnos, nos narró la historia de san Galgano, soldado. Este santo ha muerto hace siglos, y su cabeza se conserva intacta; pero la mayor maravilla es que cada año le cortan el cabello, que crece insensiblemente y vuelve a tener la misma longitud al año siguiente. Un protestante, después de escuchar este prodigio, se puso a reír diciendo: dejen que yo selle la urna donde se conserva la cabeza, y si el cabello crece igualmente reconoceré el milagro y me haré católico. La cosa fue referida al obispo que respondió: yo pondré los sellos episcopales para la autenticidad de la reliquia, él ponga los suyos para asegurarse del hecho. Así se hizo; pero aquel señor, impaciente por ver si el prodigio comenzaba a operar, después de algunos meses pidió abrir la urna. Imaginen su asombro cuando vio que el cabello de san Galgano ya había crecido como lo haría si estuviera vivo. ¡Entonces es verdad! Exclamó. Me haré católico. De hecho, al año siguiente, en el día de la fiesta del Santo, él con su familia renunció al luteranismo y abrazó la religión católica, que hoy profesa con ejemplaridad.

S. Pudenziana al Viminale
Desde las Cuatro Fuentes se sube al Viminale, llamado así por los muchos vimenes, es decir, los juncos, que en otro tiempo lo cubrían. A los pies de esta colina, en la casa de Pudente, senador romano, se alojó san Pedro cuando vino a Roma. El santo apóstol convirtió a la fe a su huésped y transformó su casa en iglesia. San Pío I hacia el 160, a instancias de las vírgenes Pudenziana y Práxedes, hijas del sobrino del senador Pudente, consagró esta iglesia, que […] posteriormente fue dedicada a S. Pudenziana porque allí había habitado y allí había muerto. Muchos pontífices intervinieron en la reestructuración de este lugar que contiene valiosas testimonionos cristianos. Merece especial atención el pozo de santa Pudenziana. Se cree que en él ella sepultó los cuerpos de los mártires. En el fondo se pueden notar una gran cantidad de reliquias: la historia dice que contiene las reliquias de tres mil mártires.
Junto al altar mayor hay una capilla de forma alargada en cuyo altar se admira un grupo marmóreo de Jesús en el acto de entregar las llaves a san Pedro. Se cree que el altar es el mismo sobre el que celebró misa san Pedro, y sobre el cual con gran consolación he podido celebrar yo mismo. Se conservan varios trozos de esponja, los mismos que utilizaba Pudenziana para recoger la sangre de las llagas de los mártires, o de la tierra que estaba impregnada.
Continuando hacia la izquierda se llega a una capilla donde se conserva el testimonio de un gran milagro. Mientras celebraba misa, un sacerdote cayó en duda sobre la posibilidad de la presencia real de Jesús en la hostia santa. Después de la consagración, la hostia le escapó de las manos y al caer al suelo rebotó primero en un escalón y luego en otro. Allí donde golpeó la primera vez, el mármol quedó casi perforado, incluso en el segundo escalón se formó una cavidad muy profunda en forma de hostia. Estos dos escalones de mármol se conservan en ese mismo lugar, custodiados por puertas especiales.

Santa Práxedes
Desde S. Pudenziana subiendo hacia el Esquilino, a poca distancia de S. Maria Maggiore se encuentra la iglesia de S. Práxedes. Hacia el año 162 d.C., sobre el lugar donde estaban las termas, es decir, los baños de Novato, san Pío I erigió una iglesia en honor de esta virgen, hermana de Novato, Pudenziana y Teótimo. El lugar sirvió de refugio a los antiguos cristianos en tiempo de persecución. La Santa, que se esforzaba por proporcionar lo que necesitaban los cristianos perseguidos, también se encargaba de recoger los cuerpos de los mártires que luego sepultaba, vertiendo su sangre en el pozo que está en medio de la iglesia. Ella es riquísima en ornamentos y mármoles preciosos, como lo son casi todas las iglesias de Roma.
También está la capilla de los mártires Zenón y Valentino, cuyos cuerpos, hechos transportar por san Pascual I en el año 899, reposan bajo el altar. Aquí se conserva también una columna de jaspe, alta aproximadamente tres palmos, que un cardenal llamado Colonna hizo transportar de Tierra Santa en el año 1223. Se cree que es aquella a la que fue atado el Salvador durante la flagelación.

El Celio
Desde el Esquilino, mirando hacia el oeste, se ve la colina Celio. Antiguamente se le llamaba Querchetulano por los robles que lo cubrían. Más tarde fue denominado Celio por Cele Vilenna, capitán de los etruscos que vinieron en ayuda de Roma, y que Tarquinio Prisco hizo alojar en dicha colina. Lo primero que se nota es el obelisco más grande que se conoce. Ramsés, faraón de Egipto, lo hizo erigir en Tebas dedicándolo al sol. Constantino el Grande lo hizo transportar a través del Nilo hasta Alejandría, pero, sorprendido por la muerte, le tocó a su hijo Constancio llevarlo a Roma. Para el viaje se utilizó un barco de trescientos remos, y a través del Tíber fue conducido a la Urbe y colocado en un lugar llamado Circo Máximo. Aquí cayó, rompiéndose en tres partes. El Papa Sixto V lo hizo restaurar y erigir en la plaza de Letrán en el año 1588. El obelisco alcanza una altura de 153 pies romanos. Está todo adornado con jeroglíficos y coronado por una alta cruz.

A la derecha de la plaza está el baptisterio de Constantino con la iglesia de San Juan en Fuente. Se dice que fue construida por Constantino con motivo del bautismo que recibió del pontífice San Silvestre en el año 324. De las dos capillas anexas, una dedicada a San Juan Bautista y la otra a San Juan Evangelista, tomó el nombre de iglesia de San Juan en Fuente. El baptisterio, que es una piscina de gran anchura revestida de mármoles preciosos, está en el medio. La capillita anexa dedicada a San Juan Bautista se cree que es una cámara de Constantino, convertida en oratorio y dedicada al santo Precursor por el Papa San Hilario.

San Juan de Letrán
Al salir del baptisterio y atravesar la amplia plaza, se encuentra la basílica de San Juan de Letrán. Esta célebre construcción es la primera y principal iglesia del mundo católico. En la fachada está escrito: Ecclesiarum Urbis et Orbis Mater et Caput (madre y cabeza de todas las iglesias de Roma y del mundo). Es la sede del Sumo Pontífice como obispo de Roma; después de su coronación, él va a tomar posesión solemnemente. También se le llamó Basílica Costantiniana, porque fue fundada por Constantino el Grande. Luego se le llamó Basílica Lateranense porque fue erigida donde estaba el palacio de un tal Plaucio Laterano, hecho asesinar por Nerón; y también Basílica del Salvador a raíz de una aparición del Salvador ocurrida durante la construcción. También la llaman Basílica Aurea por los valiosos dones con los que fue enriquecida, y Basílica de San Juan porque está dedicada a los santos Juan Bautista y Evangelista.

Fue Constantino el Grande quien la mandó construir cerca de su palacio, alrededor del año 324. Ampliada luego con nuevos cuerpos de fábrica, fue cedida al santo Pontífice. Aquí habitaron los Papas hasta el tiempo de Gregorio XI. Cuando este trajo la Santa Sede de Aviñón a Roma, trasladó su residencia al Vaticano.
En el año 1308 estalló un terrible incendio que la destruyó, pero Clemente V, que entonces estaba en Aviñón, envió de inmediato a sus agentes con grandes sumas de dinero, y en breve fue reconstruida. El pórtico está sostenido por veinticuatro gruesos pilares; al fondo hay una estatua de Constantino encontrada en sus termas en el Quirinal. La puerta grande de bronce es de extraordinaria altura. Fue retirada de la iglesia de San Adriano en Campo Vaccino y traída aquí. Constituye un raro ejemplo de puertas antiguas llamadas Quadrifores, es decir, construidas de tal manera que se pudieran abrir en cuatro partes, una a la vez sin que ninguna pusiera en peligro la estabilidad de la otra. A la derecha hay una puerta tapiada que se abre solo en el año del jubileo y por eso se llama Puerta Santa.
El interior tiene cinco naves. La longitud, la altura, la preciosidad de los pavimentos, de las esculturas y de las pinturas son cosas que encantan al verlas. Debería hacerse grandes volúmenes para hablar de ellas dignamente. Las reliquias más insignes de esta iglesia son la cabeza de los dos príncipes de los Apóstoles Pedro y Pablo. Ellos están custodiados bajo el altar mayor y enmarcados en otra cabeza de oro. También hay una reliquia insigne de san Pancracio mártir, y se custodia una mesa que se piensa que es la misma sobre la cual Jesús celebró la sagrada cena con sus Apóstoles.
Al salir de la iglesia por la puerta principal y atravesar la plaza se encuentra la Escalera Santa, un edificio que el Papa Sixto V hizo erigir para custodiar la escalera, que antes se encontraba en pedazos en el viejo palacio papal de Letrán. Está formada por veintiocho peldaños de mármol blanco del pretorio de Pilato en Jerusalén que Jesús subió y bajó varias veces durante su pasión. Santa Elena, madre de Constantino, los envió a Roma junto con muchas otras cosas santificadas por la sangre de Jesucristo. Esta célebre escalera es tenida en gran veneración y por eso se sube de rodillas; y se baja por una de las cuatro escaleras laterales. Estos peldaños se han hundido por el gran aflujo de cristianos que los han subido, por lo que han sido cubiertos con tablones de madera. El mismo Sixto V hizo colocar en la parte alta de la escalera la célebre capilla doméstica de los papas, que está llena de las más insignes reliquias, y que por eso se llama Sancta Sanctorum.

Ciudad del Vaticano. La construcción
La colina Vaticana contiene lo más excelente en las artes y lo más memorable en la religión; por eso daremos un informe un poco más preciso. Fue llamada Vaticano por Vagitanus, una divinidad que se pensaba supervisaba el llanto de los niños. De hecho, la primera sílaba Uà (va n.d.r.) de la que está compuesta la palabra es también el primer grito de los bebés. La colina adquirió renombre cuando Calígula construyó el circo que luego se llamó de Nerón. Calígula, para pasar de la orilla izquierda a la derecha del Tíber, construyó el puente Vaticano, también llamado Triunfal, que ahora ya no existe. El circo de Nerón comenzaba donde hoy está la iglesia de Santa Marta y se extendía hasta las escaleras de la antigua basílica Vaticana. En este circo fue enterrado el cuerpo del Príncipe de los Apóstoles […]

Allí también fueron enterrados los huesos de otros papas, entre ellos Lino, Cleto, Anacleto, Evaristo y otros más. La Memoria de San Pedro, es decir, el templete construido sobre su tumba duró hasta los tiempos de Constantino que, por deseo de San Silvestre, hacia el 319 comenzó la construcción de una iglesia en honor del Apóstol. Fue erigida precisamente alrededor de ese templete, utilizando material tomado de edificios públicos. La construcción fue llamada Basílica Costantiniana, y en esos tiempos era considerada entre las más célebres de la cristiandad. En el medio de esa iglesia, hecha en forma de cruz latina, había el altar dedicado a San Pedro bajo el cual estaba sepultado, protegido por cancelas, su cuerpo; ese vano desde entonces se usaba llamar Confesión de San Pedro. Terminada la iglesia y dotándola de ricos ornamentos, el Papa Silvestre la consagró el 18 de noviembre de 324 […] Los pontífices que vinieron después la embellecieron y ampliaron. Durante once siglos fue objeto de devoción y admiración de los cristianos que acudían a Roma.
En el siglo XV comenzaba a irse a ruina, por lo que Nicolás V pensó en renovarla, pero solo tuvo el mérito de iniciar los trabajos, porque la muerte le hizo suspender todo. Julio II reanudó la construcción a la que cambió de nombre, de Basílica Costantiniana a San Pedro en el Vaticano, y puso la primera piedra el 18 de abril de 1506. Los arquitectos fueron Bramante, luego fray Giocondo Domenico y Rafael Sanzio. Después de estos trabajaron los más célebres arquitectos y los más sublimes ingenios de la época.

La gran plaza
[…] Ante la basílica se abre una amplia plaza cuya longitud supera el medio kilómetro. Está formada por 284 columnas y 64 pilares que, dispuestos en semicírculo a ambos lados en cuatro filas, forman tres vías de las cuales la más amplia, la central, puede permitir el tránsito de dos carrozas. Sobre el columnado están colocadas 96 estatuas de santos, de mármol, de aproximadamente 10 pies de altura. En el centro, en cambio, se eleva el obelisco egipcio. Está formado por una sola pieza, y es el único que ha permanecido entero. Mide 126 pies de altura, incluida la cruz y el pedestal. No tiene jeroglíficos. Nuccoreo, rey de Egipto, lo había erigido en Heliópolis, de donde fue extraído y transportado a Roma por Calígula en el año 3° de su imperio. Fue colocado en el circo construido a los pies de la colina Vaticana, como demuestran las inscripciones que allí se leen. Este circo fue llamado de Nerón porque fue muy frecuentado por él; aquí ese cruel emperador hizo una masacre de cristianos, calumniándolos de ser los autores del incendio de Roma que él mismo había provocado.

En 1818 se construyó un meridiano en la plaza. En el suelo se dibujaron los doce signos del zodiaco. El obelisco hacía de gnomon (vara), y con su sombra indicaba las estaciones del sol. Todo alrededor se escribieron los nombres de los vientos en la dirección en que sopla cada uno de ellos. A los lados, dos fuentes iguales arrojan perpetuamente agua de un grupo de surtidores que se elevan incluso hasta sesenta pies. La reina de Escocia, recibida con pompa en este lugar, miró con asombro las dos fuentes pensando que habían sido hechas especialmente para su acogida. No, dijo un señor que estaba a su lado, estos surtidores son perennes.

Visita a San Pedro
Caminando hacia la fachada de la basílica se llega a una magnífica escalinata flanqueada por dos estatuas, una de San Pedro y la otra de San Pablo, colocadas por el reinante Pío IX. Al subir las escaleras se está frente a la fachada que tiene esta inscripción: En honor del Príncipe de los Apóstoles Pablo V Pontífice Máximo el año 1612 7° de su pontificado. Sobre el pórtico se extiende la gran Logia de las bendiciones. La fachada es majestuosa e imponente. El pórtico está todo adornado de mármoles, pinturas en mosaico y otros elegantes trabajos. Al fondo del vestíbulo a la derecha se puede observar la bellísima estatua ecuestre de Constantino en acto de mirar la prodigiosa cruz que le apareció en el cielo antes de la batalla final con Majencio.
Del pórtico se entra en la basílica a través de cuatro puertas, de las cuales la última a la derecha solo se abre en el año santo. La puerta mayor es de bronce, de gran altura, y se requieren muchas y fuertes manos para abrirla. El interior se presenta con cinco naves además de la cruz que termina con la tribuna. La curiosidad y la sorpresa nos llevaron al medio de la nave mayor. Aquí nos detuvimos a admirar y reflexionar sin decir palabra. Nos pareció ver la celeste Jerusalén. La longitud de la basílica es de 837 palmos, su anchura de 607. Es el mayor templo de toda la cristiandad. Después de San Pedro, el más vasto es el de San Pablo en Londres. Si a la iglesia de San Pablo le añadimos la de nuestro Oratorio se forma la precisa longitud de San Pedro.
Después de haber estado un tiempo inmóviles, buscamos la pila de agua bendita. Vimos dos querubines, a primera vista muy pequeños, que sostenían una especie de concha en el primer pilar de la basílica. Nos sorprendió que una iglesia tan vasta tuviera una pila de agua bendita tan pequeña. Pero la sorpresa se convirtió en asombro cuando vimos a los querubines hacerse cada vez más grandes a medida que nos acercábamos. La concha se convirtió en un vaso de aproximadamente seis pies de circunferencia, y los querubines a los lados nos mostraban sus manos con los dedos del tamaño de nuestro brazo. Esto demuestra que las proporciones de este maravilloso edificio están tan bien reguladas que hacen menos sensible su amplitud, la cual, sin embargo, se nota cada vez mejor al examinar cada detalle. Alrededor de los pilares de la nave mayor se ven esculpidas en mármol las estatuas de los fundadores de las órdenes religiosas.
En el último pilar a la derecha está colocada la estatua de bronce de San Pedro, tenida en gran veneración. Fue fundida por San León Magno con el bronce de la de Júpiter Capitolino. Ella recuerda la paz que ese Pontífice obtuvo de Atila que furioso contra Italia. El pie derecho que sobresale del pedestal está desgastado por los labios de los fieles que nunca pasan sin besarlo con respeto. Mientras estábamos admirando la estatua, pasó el embajador austriaco en Roma que se inclinó ante el príncipe de los Apóstoles y le besó el pie.

Naves y capillas
Pasemos ahora a decir algo sobre las naves menores y las capillas que se encuentran allí. En la de la derecha se encuentra primero la capilla de la Pietà. Además de magníficos mosaicos y las estatuas que la adornan, se admira sobre el altar el célebre grupo esculpido por Michelangelo Buonarroti en mármol blanco, cuando solo tenía veinticuatro años. Es quizás la escultura más bella del mundo. El mismo Buonarroti se complació tanto que la firmó en la cintura del pecho de María.
A la izquierda de la capilla de la Pietà está la capilla interna dedicada al Crucifijo y a San Nicolás. Desde aquí se entra en la llamada Capellina de la Colonna Santa, donde se conserva, protegida por una reja de hierro, una de las columnas de tornillo que antiguamente estaban frente al altar de la Confesión de san Pedro. Esta es la columna a la que se apoyó Jesucristo cuando predicó en el templo de Salomón. Se admira con asombro en esta columna que la parte tocada por los sagrados hombros del Salvador nunca está manchada de polvo, y por lo tanto no es necesario que se limpie como el resto.
Después de la capilla de la Pietà se encuentra el monumento sepulcral de León XII, erigido por Gregorio XVI. El Pontífice está retratado mientras bendice al pueblo desde la Logia sobre el pórtico; alrededor se ven las cabezas de los cardenales asistentes a la ceremonia. Frente a este sepulcro está el cenotafio de Cristina Alejandra, reina de Suecia, fallecida en Roma el 19 de abril de 1689. Esta, protestante, convencida de la poca consistencia de su religión, se hizo instruir en el catolicismo y realizó la solemne abjuración en Ispruch el 3 de noviembre de 1655. Varios bajo relieves que adornan el sepulcro representan el acontecimiento.
Sigue la capilla de san Sebastián, también rica en pinturas y mármoles. Al salir a la derecha se encuentra el depósito sepulcral de Inocencio XII de los Pignatelli de Nápoles. Frente a él está el sepulcro de la famosa condesa Matilde, insigne benefactora de la Iglesia y sostenedora de la autoridad pontificia. Urbano VIII hizo trasladar aquí sus cenizas desde el monasterio de san Benito en Mantua. Ella fue la primera de las ilustres mujeres que merecieron un sepulcro en la basílica vaticana. La condesa está representada de pie; el sepulcro está adornado con un bajorelieve que representa la absolución impartida por Gregorio VII a Enrique IV, emperador de Alemania, a instancias de Matilde y otros personajes, el 25 de enero de 1077 en la fortaleza de Canossa.
Así se llega a la capilla del Sacramento, rica en mármoles y mosaicos. Junto al altar, una escalera lleva al palacio pontificio. Este altar está dedicado a san Mauricio y compañeros mártires, patronos principales del Piamonte. Las dos columnas de tornillo de una sola pieza que adornan el altar son dos de las doce que se cree fueron traídas a Roma del antiguo templo de Salomón. En el suelo frente al altar se admira el sepulcro en bronce de Sixto IV   Della Rovere. Fue ejecutado por orden de Julio II, su sobrino, y representa las virtudes y la ciencia propias del difunto. En él están contenidas las cenizas de los dos papas.
Al salir de la capilla, a la derecha está el sepulcro de Gregorio XIII Buoncompagni. Lo adornan dos estatuas: la Religión y la Fortaleza; en el centro, un gran bajorelieve representa la reforma del calendario, por lo que se llama Gregoriana. Aquí están retratados una cantidad de personajes ilustres que tuvieron parte en esa obra, todos en acto de venerar al Pontífice. Frente a él, dentro de una urna de estuco, reposan los huesos de Gregorio XIV de la familia Sfrondato. Aquí termina la nave menor y se entra en la cruz griega según el diseño de Buonarroti.
Al salir de la nave, a la derecha se encuentra la Capilla Gregoriana. Sobre el altar se venera una antigua imagen de la Virgen de los tiempos de Pascual II. Debajo reposa el cuerpo de san Gregorio Nazianzeno, trasladado por orden de Gregorio XIII desde la iglesia de las monjas de campo Marzio. Continuando el camino se llega al monumento sepulcral de Benedicto XIV Lambertini, erigido por los cardenales que él creó. A los dos lados del sepulcro se levantan dos magníficas estatuas que representan el Desinterés y la Sabiduría, las dos virtudes más luminosas de este papa. La estatua del Pontífice, de pie, bendice al pueblo con gesto majestuoso. Este trabajo está tan bien ejecutado que el simple mirar al Papa nos hace reconocer en él la grandeza y la elevación de su alma. Frente a él se reconoce el altar de san Basilio Magno, con un precioso cuadro en mosaico del emperador Valente desmayado ante la presencia del Santo, mientras lo miraba celebrar la misa.
Así se llega a la tribuna. El primer altar a la derecha está dedicado a san Wenceslao mártir, rey de Bohemia; el del medio está consagrado a los santos Proceso y Martiniano, guardias de la cárcel Mamertina, convertidos a la fe por san Pedro, cuando el Apóstol estaba encerrado allí. De estos santos toma nombre el complejo; sus cuerpos reposan bajo el altar. Tres preciosos bajorelieves representan a san Pedro en prisión liberado por el Ángel (el del medio), a san Pablo predicando en el Areópago (el de la derecha), y el tercero a los santos Pablo y Bernabé, tomados por divinidades por los habitantes de Listra. Luego se encuentra el sepulcro de Clemente XIII Rezzonico, escultura de Antonio Canova. Es una obra maestra. El cuadro del altar que queda frente al monumento representa a san Pedro en peligro de ahogarse, sostenido por el Redentor. Más adelante está el altar de san Miguel, luego el de santa Petronila, hija de san Pedro. Esta santa está representada en un mosaico que narra el desenterramiento de su cadáver para mostrarlo a Flaco, noble romano, que la había pedido en matrimonio. En la parte superior está representada su alma que con oraciones obtuvo morir virgen y es acogida por Jesucristo. Más adelante se ve el sarcófago de Clemente X, Altieri: el bajorelieve representa la apertura de la puerta santa para el Jubileo de 1675. El altar está coronado por el cuadro de san Pedro que, a las oraciones de una multitud de mendigos, resucita a la viuda Tabita.
A través de dos escalones de pórfido que formaban parte del altar mayor de la antigua basílica se asciende al Altar de la Cátedra. Un sorprendente grupo de cuatro estatuas de metal sostiene la sede pontifical. Las dos de delante representan a dos padres latinos, Ambrosio y Agustín; las dos de atrás a los padres griegos, Atanasio y Juan Crisóstomo. El peso de estos grupos asciende a 219.161 libras de metal. La silla de bronce recubre, como preciosa reliquia, la de madera incrustada con varios bajo relieves de marfil. Esta silla es la del senador Pudente que sirvió al Apóstol Pedro y a muchos otros papas después de él.
Sobre el altar de la Cátedra, como fondo, está representado en tela el Espíritu Santo entre vidrios coloridos y radiantes de modo que, a quien lo mira, parece ver una estrella de oro resplandeciente. Abajo, a la izquierda de quien mira, está el magnífico sepulcro de Pablo III Farnesio, monumento muy preciado por sus esculturas. La estatua del Pontífice sentado sobre la urna es de bronce, las otras dos estatuas, de mármol, representan la Prudencia y la Justicia. Frente a él está el sepulcro del papa Urbano VIII, cuya estatua es de bronce. La Justicia y la Caridad están a sus lados, esculpidas en mármol blanco. Sobre la urna se vislumbra la imagen de la muerte en acto de escribir en un libro el nombre del Pontífice. Aquí interrumpimos la visita: estábamos cansados, la visita había durado desde las once de la mañana hasta las cinco de la tarde.

Roma. S. María de la Victoria
Desde el Quirinal, mirando hacia el mediodía, se ve la vía de Porta Pía, así llamada por el papa Pío IV, que para embellecerla realizó no pocos trabajos. A lo largo de esta calle, cerca de la fuente del Acqua Felice, se alza a la izquierda la iglesia de S. María de la Victoria, edificada por Pablo V en 1605, y llamada así por una imagen milagrosa de la Virgen que fue transportada allí por el padre Domenico de los Carmelitas Descalzos. A esta imagen, o mejor, a la protección de María, Maximiliano duque de Baviera debió la gran victoria obtenida en pocos días contra los protestantes, que con un ejército numerosísimo habían puesto patas arriba el reino de Austria. La prodigiosa imagen se conserva sobre el altar mayor. En los cornisas están colgadas las banderas tomadas a los enemigos: glorioso monumento a la protección de María.
En memoria de la liberación de Viena se instituyó la fiesta del Nombre de María que se celebra en toda la cristiandad el domingo entre la octava del nacimiento de María. Esto ocurrió el 12 de septiembre de 1683 bajo el pontificado de Inocencio XI. En esta misma iglesia se celebra una solemnidad especial el segundo domingo de noviembre en recuerdo de la famosa victoria obtenida por los cristianos contra los turcos en Lepanto el 7 de octubre de 1571, bajo Pío V. También algunas banderas tomadas a los turcos están colgadas como trofeos en el cornisas de esta iglesia.
Frente a S. María de la Victoria se encuentra la fuente de Termini, llamada fuente de Moisés, porque en un nicho está esculpida la estatua de Moisés que con la vara en mano hace brotar agua de la piedra. También se llama Acqua Felice por fra’ Felice, que es el nombre de Sixto V cuando estaba en convento.

La isla Tiberina
Por la tarde decidimos ir con el conde De Maistre a visitar la gran obra de San Miguel al otro lado del Tíber. Por lo tanto, tuvimos que cruzar el río a la altura de una islita llamada Tiberina o también Licáonia, por un templo dedicado a Júpiter Licáonio. Esta isla tuvo su origen así. Cuando Tarquinio fue expulsado de Roma, el Tíber estaba casi sin agua, y dejaba al descubierto algunos bancos de arena. Los romanos, movidos por odio contra este rey, fueron a sus campos, cortaron los cereales y la espelta que estaban cerca de madurar y arrojaron todo al Tíber. La paja se detuvo sobre esa arena, y depositándose el fango de arena que el agua hacía correr, llegó a consolidarse hasta el punto de poderse cultivar y habitar. En esta isla los paganos levantaron un templo en honor a Esculapio; pero en 973 se trasladó allí el cuerpo de san Bartolomé que reposa en la urna bajo el altar mayor.
Pasado el Tíber y continuando hacia San Miguel se encuentra a la derecha la iglesia de Santa Cecilia, edificada en el lugar donde estaba su casa. Urbano I, hacia la mitad del siglo III, la consagró, y san Gregorio Magno la enriqueció con muchos objetos preciosos. Al entrar a la derecha está la capilla donde estaba el baño de santa Cecilia, en el que se dice que recibió el golpe mortal. El altar mayor, protegido por una reja de hierro, custodia el cuerpo de la santa. Sobre la urna está esculpido un conmovedor trabajo en mármol que la representa tendida y vestida como fue hallada en el sepulcro.
Llegados al hospicio San Miguel, tuvimos audiencia con el Cardenal Tosti, quien nos contó varios episodios que le ocurrieron en el tiempo de la república. También él se vio obligado a vivir un tiempo alejado del hospicio para no ser víctima de algún atentado. Entre las diversas cosas robadas en esa triste circunstancia a este piadoso cardenal hubo tres tabaqueras muy valiosas, especialmente por su antigüedad y procedencia. Llevadas a los miembros del triunvirato, Mazzini pensó en quedarse con una para sí y regalar las otras dos a sus compañeros. Pero ellos no se atrevieron a tomarlas. Mazzini arregló todo, y amablemente se las metió todas tres en el bolsillo.

El Capitolio
A lo largo del trayecto de regreso, a mitad de camino se eleva la colina más alta de Roma, el Capitolio, así llamado por caput Toli, cabeza de Tolo, que fue encontrado mientras Tarquinio el Soberbio hacía allanar la cima para erigirlo en fortaleza. Subimos una larga escalinata al final de la cual se levantan dos estatuas colosales que representan a Cástor y Pólux. El plano que forma la plaza se llamaba antiguamente inter duos lucos, porque se encontraba entre los bosquecillos que cubrían las dos cimas. Aquí Rómulo había creado un refugio para los pueblos cercanos que quisieran refugiarse. El Capitolio de hoy ya no tiene la imponencia bélica, sino que es una plaza majestuosa rodeada de palacios que albergan museos, y donde se tratan los asuntos municipales. En una parte de esta plaza existía el templo de Júpiter Feretrio, así llamado por las armas de los vencidos que los vencedores iban a colgar en el altar de ese templo.
En medio de la plaza se alza la famosa estatua ecuestre de Marco Aurelio en acto de pacificador. Es la más bella entre las estatuas de bronce más antiguas que se han conservado intactas. Una parte de los grandes edificios que rodean la plaza constituye el palacio senatorial, fundado por Bonifacio IX en 1390 sobre el mismo terreno donde estaba el antiguo senado de los romanos. A un lado se encuentra la fuente del Agua Feliz, a la que adornan dos estatuas yacentes del Nilo y del Tíber. Desde aquí, a través de una pequeña escalera, se llega a la torre del Capitolio, erigida en forma de campanario en el mismo lugar donde antiguamente se montaban los observadores para admirar Roma y controlar a los enemigos que intentaran acercarse a la ciudad […]
En la parte más elevada hacia el oriente estaba el templo de Júpiter Capitolino que se llamaba de Júpiter Óptimo, Máximo, y había sido erigido por Tarquinio el Soberbio sobre los cimientos preparados por Tarquinio Prisco que había hecho voto durante la guerra contra los sabinos. Justo mientras se hacía la excavación fue hallado el caput Toli.

S. María en Aracoeli
Donde estaba el templo de Júpiter Capitolino, ahora se encuentra la majestuosa iglesia de Santa María en Aracoeli, edificada en el siglo VI de la era vulgar. Durante algún tiempo se llamó Santa María en Capitolio, por el lugar donde se erguía. Luego se le llamó Aracoeli por el siguiente hecho. Habiendo un rayo golpeado el Capitolio, Octaviano Augusto por temor a alguna desgracia envió a interrogar el oráculo de Delfos […] Por este hecho, y por algunos dichos de las Sibilas que concernían al nacimiento del Salvador, Augusto hizo erigir un altar titulado: Ara primogeniti Dei, altar del primogénito de Dios. De ahí derivó el nombre de Santa María en Aracoeli, después de que en el lugar se erigiera una iglesia en honor de la Madre de Dios. El interior tiene tres naves divididas por 22 columnas de mármol que ya pertenecían al templo de Júpiter Feretrio. El altar mayor es digno de especial observación, porque sobre él se venera una imagen de María, que se piensa que es de san Lucas. Esta, en tiempos de san Gregorio Magno, fue llevada procesionalmente por Roma para obtener la liberación de la peste. El hecho está representado en un cuadro en el pilar al lado del altar. En medio de la crucería está colocada la capilla de santa Elena, donde se erigió la Ara Primogeniti. La mesa del altar es una gran urna de pórfido, dentro de la cual han sido depositados los cuerpos de santa Elena madre de Constantino, y de los santos Abundio y Abundancio.
En una habitación cercana a la sacristía se conserva una efigie milagrosa del Niño Jesús. Las vendas que lo visten están enriquecidas con piedras preciosas. Se expone en veneración durante las fiestas de Navidad, en un hermoso belén que se representa en la iglesia dentro de una capilla. Junto al Niño se colocan también las figuras de Augusto y de la Sibila en recuerdo de una tradición que afirma que la Sibila Cumaea predijera el nacimiento del Salvador y por eso Augusto erigió un altar.
Al salir de Aracoeli y dirigiéndose hacia la parte occidental del Capitolio se encuentra la roca Tarpeya que ocupaba la parte hacia el Tíber, y se llamaba así por la Virgen Tarpeya, que fue asesinada a traición en la guerra de los sabinos. Desde lo alto de esta roca eran arrojados los traidores a la patria. Aquí fueron martirizados muchos cristianos que, en odio a la fe, fueron arrojados al abismo. Allí cerca se encontraba la Curia, y la cabaña de Rómulo, donde, se dice, esperó el responso de los buitres […]
Bajando hacia abajo he aquí el templo de la Concordia, construido por Camilo en el año 387 de Roma. […] Junto a este templo en la parte izquierda de quien desciende estaba situado el de Júpiter Tonante del cual quedan tres columnas de mármol. Fue erigido por Augusto en la ladera capitolina y dedicado a Júpiter en agradecimiento por haber escapado del rayo que mató al sirviente que lo precedía.

El Carcere Mamertino
La mañana del 2 de marzo junto con la familia De Maistre fuimos a visitar el carcere Mamertino, que está a los pies del Capitolio en la parte occidental. Este carcere se llama así por Mamerto, o Anco Marcio, cuarto rey de Roma que lo hizo construir para infundir terror en la plebe, y así impedir los robos y los asesinatos. Servio Tulio, sexto rey de Roma, añadió debajo de este otro carcere que fue llamado Tulliano. Tiene dos sótanos, que en la bóveda presentan una abertura capaz de hacer pasar a un hombre. A través de esta se bajaban con una cuerda los condenados […]
Aquí brota una fuente de agua que se dice fue hecha milagrosamente brotar por san Pedro cuando con san Pablo estaba encarcelado. El príncipe de los Apóstoles se sirvió de esta agua para bautizar a los santos Proceso y Martiniano, guardianes de la cárcel, junto con otros 47 compañeros que murieron todos mártires. Esta agua presenta aspectos milagrosos. Su sabor es natural. Nunca crece, ni nunca disminuye de volumen, cualquier cantidad que se extraiga. Dos señores ingleses casi por burlarse de los católicos quisieron probar a vaciar la pequeña fosa de agua que se asemeja a un vaso de pequeñas dimensiones. Se cansaron ellos y sus amigos, pero el agua permaneció siempre al mismo nivel. Se cuentan muchas curaciones milagrosas obtenidas por su uso. Junto a la fuente está colocada una columna de piedra a la que fueron atados los dos príncipes de los Apóstoles. Al lado de la columna está ubicado un pequeño y bajo altar donde con gran consuelo celebré la misa, a la que asistieron la familia De Maistre y otras personas piadosas. Sobre el altar un bajorelieve representa a Pablo que predica y a Pedro que bautiza a las guardias […]
En un rincón del primer piso de la cárcel se nota en la pared la impronta de un rostro humano. Se dice que san Pedro recibió una fuerte bofetada de un esbirro, de modo que al golpear con la cara en la pared dejó impreso su rostro que de manera milagrosa se ha conservado. Por encima de esta figura está esculpida esta antigua inscripción: “En esta piedra Pedro golpeó la cabeza empujado por un esbirro y el prodigio permanece”. Sobre esta cárcel se edificó una iglesia, y sobre esta otra más dedicada a san José. Tiene sede aquí la cofradía de los carpinteros. Los miembros se reúnen en los días festivos, asisten a las funciones sagradas y proveen lo necesario para el mantenimiento de la iglesia y para la limpieza de la cárcel. Antiguamente para llegar a la entrada de la prisión se bajaba a través de una escalera al final de la cual estaba la abertura por donde eran arrojados los condenados. Aquellas escaleras fueron llamadas Gemonie, por los gemidos de los condenados […]

Ciudad del Vaticano. Devociones jubilares
El 3 de marzo estaba destinado a la visita a san Pedro. Partiendo a las seis y media de casa con un fresco que alegraba la vida y hacía rápidos nuestros pasos, tomamos la dirección de la colina vaticana. Al llegar al Puente Elio, o Puente Sant’Ángel, sobre el cual se pasa cruzando el Tíber, recitamos el credo. Los pontífices conceden cincuenta días de indulgencia a quienes recitan el símbolo de los Apóstoles mientras pasan sobre este puente. Se llama Elio por Elio Adriano que lo construyó. Pero también se llama puente Sant’Ángel por el Castillo Sant’Ángel, que es el primer edificio que se encuentra en la orilla opuesta.
Diremos algo de este castillo. El emperador Adriano quiso erigir un gran sepulcro en la ribera derecha del Tíber. Por su anchura, longitud y altura lo llamaron Mole Adriana. Cuando el emperador Teodosio hizo retirar las columnas del mausoleo de Adriano para dotar a la basílica de san Pablo, esta construcción quedó privada de la mitad superior y sin columnas. En el año 537 las tropas de Belisario asaltaron a los godos para alejarlos de Roma, y entonces casi todos los restos de ese mausoleo fueron reducidos a pedazos. En el siglo X fue llamado Castro y Torre de Crescenzio por un cierto Cescenzo Nomentano que se apoderó de él y lo fortificó. Poco después la historia le dio el nombre de Castel Sant’Ángel, derivándolo quizás de una iglesia dedicada al ángel Miguel […] Pero la opinión más probable sigue siendo la que narra de una procesión de san Gregorio Magno para obtener de la Virgen la liberación de la peste: en esa ocasión apareció en la alta cima de la Mole un ángel que guardaba la espada en la vaina, señal de que el flagelo estaba por cesar. Ahora Castel Sant’Ángel se ha reducido a una fortaleza y es la única de Roma.
Continuando nuestro camino llegamos a la gran plaza de san Pedro. Pasando frente al obelisco, nos quitamos el sombrero, porque los papas han concedido cincuenta días de indulgencia a quien hace reverencia o se descubre la cabeza al pasar cerca de ese obelisco, sobre el cual se ha aplicado una cruz que contiene un trozo de la Santa Cruz de Jesús.
Así que aquí estamos de nuevo en la Basílica Vaticana. Ya habíamos visitado la mitad más el ábside, que forma como el coro del altar papal, ubicado en medio de la crucería, frente a la cátedra de Pedro. Dicho coro fue hecho erigir por Clemente VIII y consagrado por él en el año 1594: encierra el altar ya edificado por san Silvestre. Siendo el altar papal, solo lo celebra el Papa, y cuando algún otro quiere usarlo se requiere un “Breve” apostólico. A los cuatro lados se levantan cuatro grandes columnas helicoidales que sostienen un baldaquino adornado con frisos todo de bronce. La altura de este baldaquino desde el plano del suelo iguala la de los más altos palacios de Turín.

La tumba de Pedro: curiosidades de un santo
Delante del altar papal, a través de una doble escalera de mármol, se desciende al plano de la Confesión. En el extremo de las escaleras hay dos columnas de alabastro de Orte, un material muy raro, transparente como un diamante. Ciento doce lámparas arden continuamente alrededor del venerable lugar. Al fondo se abre un nicho formado en el antiguo oratorio erigido por san Silvestre, donde san Anacleto “erigió una memoria a san Pedro”. Aquí reposa el cuerpo del Príncipe de los Apóstoles. En las paredes laterales se abren dos puertas provistas de una reja de hierro desde donde se pasa a las sagradas grutas. Justo frente al nicho, el 28 de noviembre de 1822, se colocó la estatua de mármol de Pío VI que, de rodillas, está en fervorosa oración. Esta es una de las más bellas obras de Antonio Canova. Pío VI solía ir de día y a veces también de noche a la tumba de san Pedro para orar. En vida mostró el vivo deseo de ser sepultado allí y a su muerte se quiso cumplir su deseo. Pero al hacer una excavación de poca profundidad se descubrió una tumba sobre la que estaba escrito: Linus episcopus. Inmediatamente se volvió a poner todo en su lugar, y el Pontífice fue sepultado en otro rincón de la iglesia. En el lugar elegido, en lugar del cuerpo, se colocó la estatua de la que hemos hablado. Hemos visto y tocado con mano lo que hay aquí de precioso, pero no hemos podido ver el cuerpo del primer papa, porque desde hace siglos el sepulcro no ha sido abierto por temor a que alguien intente romper alguna reliquia.
Sobre esta tumba se ha erigido un rico altar: aquí tuve la consolación de celebrar la santa misa. Este altar, con una capilla anexa, recibe luz de algunos óculos cubiertos con rejas de metal. Durante la construcción de la basílica, ocurrió un hecho prodigioso, referido por un testigo ocular. Antes de que el techo estuviera terminado, cayeron lluvias tan impetuosas que las aguas inundaron el suelo de la basílica hasta un palmo de altura. A pesar de tanta abundancia, el agua no se atrevió a acercarse al altar de la Confesión, ni descendió al oratorio inferior a través de los tres óculos mencionados, porque, al llegar a las cercanías, se detuvo quedando suspendida de modo que ni una gota llegó a mojar ese santuario. Después de haber observado cada objeto, mirado cada rincón, las paredes, las bóvedas, el suelo, preguntamos si no había nada más que ver.
– Nada más, nos respondieron.
– Pero ¿dónde está la tumba del santo apóstol?
– Aquí abajo. Está situada en el mismo lugar que ocupaba cuando estaba en pie la antigua basílica […]
– Pero nos gustaría ver hasta allí.
– No es posible […]
– Pero el papa dijo que podríamos ver todo. Si al volver a él nos dijera si hemos visto todo, me lamentaría de no poder responder afirmativamente.

El monseñor [que nos acompañaba] mandó a traer algunas llaves y abrió una especie de armario. Aquí se abría una cavidad que descendía bajo tierra. Estaba todo oscuro.
– ¿Está satisfecho? Me dijo el monseñor.
– No aún, quisiera ver.
– ¿Y cómo quiere hacerlo?
– Mande a traer una caña y un cerillo
. Trajeron caña y cerillo que, aplicado en la punta de aquella, fue bajado, pero se apagó de inmediato en el aire sin oxígeno. La caña no llegaba hasta el fondo. Entonces se hizo venir otra caña que tenía en la extremidad un gancho de hierro. Así se llegó a tocar la tapa de la tumba de san Pedro. Estaba a siete/ocho metros de profundidad. Golpeando ligeramente, el sonido que venía indicaba que el gancho estaba golpeando ahora en el hierro, ahora en el mármol. Esto confirmaba lo que habían escrito los historiadores antiguos.
Se necesitaría un volumen para describir las cosas vistas. Lo que existía en la basílica constantiniana se conserva en lápidas laterales, o en los suelos o en las bóvedas de los subterráneos. Resalto solo una cosa, la imagen de Santa María de la Bocciata, muy antigua, colocada en un altar subterráneo. El nombre deriva del siguiente hecho. Un joven, por desprecio o, quizás, inadvertidamente, con una bola golpeó en un ojo la figura de María. Ocurrió un gran prodigio. Brotó sangre de la frente y del ojo que aún rojo se ve sobre las mejillas de la imagen. Dos gotas salpicaron lateralmente sobre la piedra que se conserva celosamente resguardada detrás de dos cancelas de hierro.

Altares, capillas, sepulcros
Sobre el altar papal y la tumba de san Pedro se alza la inmensa cúpula que deja encantado a quien la observa. Cuatro grandes pilones la sostienen: cada uno de ellos tiene ciento cincuenta pasos, aproximadamente veinticinco trabucos, de circuito. Todo alrededor de esa alta cúpula hay elegantes trabajos en mosaico realizados por los más célebres autores. En los pilares están talladas cuatro nichos llamados Logias de las Reliquias, que son el Santo Rostro de la Verónica, la Santa Cruz, la Sagrada Lanza y san Andrés. Entre ellos es célebre el del Santo Rostro que se cree que es el paño con el que se sirvió el Salvador para secarse la cara empapada de sangre. Él dejó impresa su efigie que regaló a Verónica, que llorando lo acompañaba al Calvario. Personas dignas de fe cuentan que este Santo Rostro, en el año 1849, sudó sangre más de una vez, de hecho, cambió de color tanto que variaron sus rasgos. Estas cosas fueron escritas, y los canónigos de S. Pedro dan testimonio de ello.
Partiendo del altar papal y continuando hacia la parte meridional se encuentra el sepulcro de Alejandro VIII de los Ottobuoni. Fue hecho erigir por el sobrino cardenal Pietro Ottobuoni. La estatua del Papa sentado en trono es de metal. Dos estatuas de mármol están a los dos lados, y representan la Religión y la Prudencia. La urna está cubierta por el bajorelieve de la canonización de Lorenzo Giustiniani, Juan de Capistrano, Juan de san Facondo, Juan de Dios y Pascual Baylón, hecho por Alejandro VIII en 1690. Al lado se erige el altar de san León Magno sobre el que se admira el sorprendente bajorelieve del Pontífice que va al encuentro del feroz Atila. En lo alto están representados Pedro y Pablo, junto al Papa Atila, asustado por la aparición de los dos y en acto de rendir homenaje al Pontífice. En una urna bajo el altar reposa el cuerpo del santo papa y doctor de la Iglesia. Delante está la tumba de León XII, muerto en 1829, quien tenía tanta veneración por este su glorioso antecesor, que quiso ser sepultado junto a él. […]
El altar que sigue está dedicado a la Virgen de la Columna, así llamada porque se venera la imagen de María pintada sobre una columna de la antigua basílica constantiniana. Fue colocada allí en 1607. El altar custodia los cuerpos de León II, III y IV. Continuando el recorrido por la línea meridional encontramos a la derecha el sepulcro de Alejandro VII Ghigi con cuatro estatuas: Justicia, Prudencia, Caridad y Verdad. Como este pontífice siempre tenía presente el pensamiento de la muerte, el escultor ha extendido un manto en relieve, bajo el cual la figura de la muerte muestra un reloj de arena, es decir, un reloj de polvo, que está por terminar su carga. El Papa está orando con las manos juntas de rodillas. El altar a la izquierda está dedicado a los apóstoles Pedro y Pablo. Se representa la caída de Simón Mago. Frente a él está el altar de los santos Simón y Judas que aquí reposan. El altar a la derecha, en cambio, está dedicado a san Tomás y custodia el cuerpo de Bonifacio IV, mientras que el de la izquierda conserva los restos de León IX. Frente a la puerta de la sacristía, el altar de los santos Pedro y Andrés representa en precioso mosaico la muerte de Ananías y Safira.
Así se llega a la capilla Clementina, cuyo altar, dedicado a san Gregorio Magno, está coronado por un hermoso mosaico del santo en acto de convencer a los incrédulos. Bajo el altar se venera el cuerpo. Sobre la puerta que conduce al órgano está el monumento sepulcral de Pío VII. El Pontífice, sentado sobre una rica silla y vestido con los hábitos pontificales, está en acto de bendecir. Las estatuas colocadas a los lados representan la Sabiduría y la Fortaleza. Antes de llegar a la nave lateral se encuentra el altar de la Transfiguración cuyo mosaico presenta la transfiguración del Salvador en el monte Tabor.

La nave menor izquierda
Entrando en la nave menor se encuentran a los dos lados dos sepulcros, a la derecha el de León XI de los Médici. Un bajo relieve describe al Pontífice que absuelve a Enrique IV rey de Francia […] Más abajo hay rosas esculpidas con el lema: Sic floruit, para indicar la caducidad de la vida y simbolizar la brevedad del pontificado de León XI, que fue de solo 21 días.
El sarcófago de la izquierda es de Inocencio XI Odescalchi. El bajorelieve superpuesto retrata la liberación de Viena de los turcos, ocurrida bajo su pontificado. Adentrándose por la nave, se llega a la capilla del coro, enriquecida con mosaicos y pinturas. Bajo el altar reposa el cuerpo de san Juan Crisóstomo. Esta capilla tiene un subterráneo donde se conservan las cenizas de Clemente XI. Se llama Capilla Sixtina por Sixto IV que erigió otra en el mismo lugar de la antigua basílica. A la derecha se accede a la cantoria del coro, y a la Capilla Julia, así llamada por Julio II que fue su institutor. Sobre esta puerta existe una urna de estuco que encierra las cenizas de Gregorio XVI, muerto en 1846. Esta urna se reserva para acoger el cadáver del último pontífice hasta que se le erija una sepultura.
El sepulcro de Inocencio VIII de la familia Cibo está enfrente. Hay dos figuras de ese Papa: una sentada con el hierro de la lanza en mano, para aludir a aquella con la que fue atravesado Jesús, que le fue enviada como regalo por Bajasetto II, emperador de los turcos; la otra tendida, debajo de la primera […] Frente a la puertecita que da a la escalera de la cúpula está el cenotafio de Jacobo III, rey de Inglaterra, de la familia Stuart, muerto en Roma el 1 de enero de 1766, y de sus dos hijos Carlos III y Enrique IX, cardenal, duque de York. Los tres bustos en bajo relieve son de Antonio Canova.
La última capilla es la del Bautisterio. La concha bautismal es de pórfido y formaba la tapa de la urna de Otón II emperador que fue aquí transportada cuando sus cenizas fueron puestas en las grutas vaticanas […]

Roma. S. Andrea al Quirinale
El permiso de visita terminaba a las doce y media, así que el señor Carlo, que nos guiaba, y nosotros también guiados por buen apetito, hemos pospuesto para otra ocasión la subida a la cúpula y la visita al palacio Vaticano. Después del almuerzo, y de algunas horas de descanso, echamos un vistazo al Quirinale y a las cosas más importantes cercanas a nuestra morada. El Quirinale es una de las siete colinas de la antigua Roma, así llamada por los Quirites que vinieron aquí a habitar, y por un templo dedicado a Rómulo, venerado bajo el nombre de Quirino. A nuestra izquierda, al avanzar hacia la plaza Monte Cavallo, se encuentra la iglesia de Sant’Andrea, donde hoy está el noviciado de los Jesuitas. Ella custodia, en una capilla dedicada a san Stanislao Kostka, dentro de una urna de lapislázuli adornada con mármoles preciosos, el cuerpo del santo. Junto a esta iglesia está el monasterio de las Dominicas. Se dice que estas dos construcciones han surgido sobre las ruinas del templo de Quirino. A la derecha de la vía se eleva el majestuoso palacio del Quirinale, iniciado por Paulo III hace aproximadamente 300 años, y terminado por sus sucesores. Lo adornan arquitecturas, esculturas, pinturas y mosaicos de gran valor. El Papa reside allí durante parte del año. El palacio tiene un amplio jardín de aproximadamente una milla de perímetro. Entre las otras maravillas se admira un órgano que suena alimentado por la fuerza del agua que aquí corre.
Delante del Quirinale se abre la plaza de Monte Cavallo, así llamada por dos caballos colosales de bronce que representan a Cástor y Pólux. Pío VI hizo erigir un obelisco en medio de esta plaza. Este es un trabajo realizado por orden de Smarre y Efre, príncipes de Egipto, y transportado a Roma por el emperador Claudio. No tiene jeroglíficos. Al sur domina el magnífico palacio Rospigliosi, erigido donde antiguamente estaban las termas de Constantino. Los amantes de las bellas artes pueden aquí visitar muchas obras maestras de pintura y escultura.

Santa Cruz en Jerusalén
El 4 de marzo estaba dedicado a la basílica de S. Croce in Gerusalemme. El tiempo estaba nublado, y apenas habíamos recorrido un poco de camino cuando nos sorprendió la lluvia. No teniendo paraguas, llegamos empapados como dos ratas; pero la consolación experimentada en la visita nos compensó tanto por el agua como por la incomodidad sufrida. Esta es una de las siete basílicas que se visitan para ganar indulgencias. Fundada por Constantino el Grande, donde se erguía el palacio llamado Sassorio, fue llamada Basílica Sassoriana y se erigió en memoria del hallazgo de la santa Cruz hecho por santa Elena, madre del emperador, en Jerusalén. Esa princesa hizo transportar mucha tierra del Calvario, extraída del lugar donde fue hallada la Cruz de Cristo. El edificio tomó el nombre de Santa Cruz por la parte considerable de la santa Madera que se conserva allí, y se añadió en Jerusalén porque esta santa reliquia, junto con muchas otras, fue transportada desde esa ciudad. La iglesia fue consagrada por san Silvestre, papa. Bajo el altar mayor descansan los cuerpos de san Cesario y san Anastasio, mártires […]
Frente al altar se encuentra la capilla Gregoriana, privilegiada porque se puede obtener la indulgencia plenaria aplicable a las almas del purgatorio, tanto para quienes celebran la misa como para quienes la escuchan. A este altar, con gran consolación, también he celebrado yo. Junto a la iglesia se alza el convento de los Cistercienses. El padre Abad es un tal Marchini, piemontés, quien nos mostró mucha cortesía. Entre otras cosas, nos hizo visitar la biblioteca, rica en pergaminos antiguos y otras obras […]

Un día de lluvia
El 5 de marzo fue un día lluvioso, por lo que lo empleamos casi en su totalidad en escribir. Hay algo singular en Roma, que llueve y hay sol al mismo tiempo, de modo que en ciertas épocas del año hay que estar continuamente provistos de paraguas para protegerse ya del sol ya de la lluvia. A las diez de este día falleció el padre Lolli, rector del noviciado de los Jesuitas, en la iglesia de Sant’Andrea a Monte Cavallo, un piemontés que residió durante mucho tiempo en Turín, donde se hizo célebre por su predicación y su dedicación en el apostolado del confesionario. La reina de Cerdeña, María Teresa, lo había elegido como su confesor […]
En este día supimos que las enfermedades en Roma se habían multiplicado, y que la mortalidad actual es cuatro veces superior a la media. En los meses de enero y febrero murieron alrededor de 6600 personas; un número bastante grande, teniendo en cuenta que la población asciende a aproximadamente 130 mil habitantes. Hacia la tarde salí para que me afeitaran. Fui a una barbería y me atendieron bastante bien; pero me propuse no volver nunca más, porque tantos fueron los golpes y sacudidas que me dio con sus grandes manos el barbero que me habría movido dientes y mandíbulas, si no hubieran tenido raíces bien firmes.

El Asilo S. Michele
Según la invitación que nos hizo el cardenal Tosti, el 6 de marzo fuimos con la familia De Maistre a visitar el Asilo S. Michele. Además de lo que dije la vez pasada, puedo añadir lo siguiente. El primer gesto de cortesía que nos mostraron fue un suntuoso desayuno, al que sin embargo no pudimos asistir, porque ya lo habíamos tomado antes de partir, y siendo día de ayuno no podíamos comer más hasta el almuerzo. Así que nos limitamos a una pequeña taza de chocolate, que su Eminencia nos dijo que era compatible con el ayuno. También nos dieron una bebida de excelente sabor a mandarina, una especie de vino hecho con frutas secas y mezcladas con agua y azúcar. Solo Rua, no estando obligado al ayuno, comió algo más sólido.
Luego comenzamos la visita de ese espacioso hospicio donde están alojadas más de ochocientas personas. El cardenal Tosti nos acompañó por todas partes. Nos detuvimos especialmente a considerar el trabajo de los jóvenes. Aquí aprenden los mismos oficios que aprenden con nosotros: la mayoría se dedica al dibujo, la pintura, la escultura; y muchos trabajan en una imprenta interna. El Santo Padre, para ayudar al Asilo, le ha concedido el privilegio de imprimir en exclusiva los libros de escuela que se utilizan en los Estados Pontificios. Sobre el edificio hay una terraza con una magnífica vista: mirando hacia el oeste se divisa el campamento de los franceses que vinieron a liberar Roma […] A las doce y media, cuando ya los chicos estaban almorzando, y el cardenal también estaba muy cansado, nos despedimos […]

S. Maria in Cosmedin y la Boca de la Verdad
Como de costumbre, llovía maravillosamente, y entre Rua y yo, teniendo un solo paraguas muy pequeño, encontramos la manera de mojarnos ambos. Cruzamos el Tíber por un puente llamado Ponte Rotto porque se había arruinado, y fue sustituido por un puente de hierro muy similar al que tenemos sobre el Po en Turín. Antiguamente se llamaba puente Coclite, porque es el mismo en el que Horacio Coclite opuso una heroica resistencia al ejército de Porsenna, hasta que el puente fue cortado, y él se lanzó al Tíber nadando hacia la otra orilla entre las flechas de los enemigos maravillados.
Aquí se encuentra una calle llamada Boca de la Verdad, porque al final de la misma estaba el lugar donde se conducía a aquellos que debían hacer un juramento. Ahora hay una iglesia llamada S. Maria in Cosmedin, palabra que significa adorno, porque fue magníficamente adornada por el papa Adriano I. En su interior se conserva la cátedra que utilizó San Agustín cuando enseñaba Retórica. Bajo el vestíbulo nos retiramos para esperar a que cesara el aguacero que estaba inundando todas las calles. Mientras estábamos allí, echamos un vistazo a la plaza que también se llama Boca de la Verdad.

Los vaqueros
Había muchos bueyes atados que pastaban, expuestos a la lluvia, al barro y al viento. Los vaqueros se habían refugiado bajo el mismo vestíbulo y se pusieron a almorzar con envidiable apetito. En lugar de sopa y plato principal tenían un trozo de bacalao crudo, del cual cada uno arrancaba un pedazo. Algunas tortas de maíz y centeno eran su pan. Agua la bebida. Al ver en ellos un aire de simplicidad y bondad, me acerqué y mantuve esta conversación.
– ¿Tienen buen apetito?
– Mucho, 
respondió uno de ellos.
– ¿Les basta esa comida para quitarles el hambre y sustentarse?
– Nos basta, gracias a Dios, cuando podemos tenerla, ya que, siendo pobres, no podemos pretender más.
– ¿Por qué no llevan esos bueyes a los establos?
– Porque no tenemos.
– ¿Los dejan siempre expuestos al viento, a la lluvia, al granizo día y noche?
– Siempre, siempre.
– ¿Hacen lo mismo en sus pueblos?
– Sí, hacemos lo mismo, porque ni allí tenemos establo, por lo que, ya llueva, ya haga viento, ya nieve, día y noche están siempre al aire libre.
– ¿Y las vacas y los terneros pequeños también están expuestos a tales inclemencias?
– Ciertamente. Entre nosotros se usa que los animales, los de establo siempre están en el establo y los que comienzan a estar fuera siempre están fuera.
– ¿Viven muy lejos de aquí?
– Cuarenta millas.
– ¿En los días festivos pueden asistir a las funciones sagradas?
– ¡Oh! ¿Quién lo duda? Tenemos nuestra capilla, el sacerdote que nos dice misa, hace la prédica y el catecismo, y todos, aunque lejanos, se preocupan de intervenir.
– ¿Van también alguna vez a confesarse?
– ¡Oh! Sin duda. ¿Hay acaso cristianos que no cumplen con estos santos deberes?
 Ahora tenemos el jubileo y todos nosotros nos daremos prisa por hacerlo bien.
De este razonamiento aparece la buena índole de estos campesinos, quienes en su simplicidad viven contentos con su pobreza y alegres con su estado, siempre que puedan cumplir con los deberes de buen cristiano y desahogar lo que concierne a su bajo comercio.

S. Maria del Popolo
El domingo 7 de marzo estaba destinado a la visita de S. Maria del Popolo. Algunas personas piadosas y nobles deseaban que fuéramos allí a celebrar la misa, para poder comulgar. Era esta una piadosa devoción. A las nueve, el señor Foccardi, persona servicial y llena de fe, vino a recogernos con su propio carruaje para llevarnos al lugar indicado. Esta iglesia fue construida en el lugar donde habían sido sepultados Nerón y la familia Domicia. La tradición dice que allí aparecían continuamente espectros que aterrorizaban a los ciudadanos, tanto que nadie quería habitar en los alrededores. El papa Pascual II en el año 1099 hizo erigir allí una iglesia, y para alejar la infestación diabólica la dedicó a María Santísima. En el año 1227, la antigua iglesia amenazaba con caer y el pueblo romano contribuyó generosamente a los gastos de reconstrucción. Precisamente por esto fue llamada S. Maria del Popolo. Una iglesia grandiosa, rica en mármoles y pinturas. En el altar mayor se venera una imagen milagrosa de la Madonna, que fue traída por orden de Gregorio IX desde la capilla del Salvador en Laterano. Cerca está el convento de los padres Agustinianos.
La Porta del Popolo antiguamente se llamaba Porta Flaminia, porque estaba al inicio de la vía Flaminia […]. Fuera de esta puerta, girando a la derecha, se encuentra Villa Borghese, un majestuoso edificio digno de ser visitado por los turistas debido a los muchos objetos de arte que allí se conservan. La Porta del Popolo delimita una gran plaza llamada Piazza del Popolo, embellecida por copiosas fuentes y obeliscos, que como todos saben, son monumentos de una remota antigüedad erigidos por los reyes de Egipto para hacer inmortal la memoria de sus acciones. El soberbio obelisco que se eleva en medio de la plaza fue construido en Heliópolis por orden de Ramsés, rey de Egipto, que reinó en 522 a.C. El emperador Augusto lo hizo transportar a Roma; pero por desgracia se volcó, rompiéndose y fue cubierto de tierra. El papa Sixto V en 1589 lo hizo desenterrar, erigiéndolo en la plaza, después de dotar su cúspide de una alta cruz de metal. Sus cuatro caras están cubiertas de jeroglíficos, es decir, de símbolos misteriosos que utilizaban los egipcios para expresar las cosas sagradas y los misterios de su teología.
En el fondo de la plaza se alza la iglesia de S. Maria dei Miracoli, construida por Alejandro VII, y llamada así a causa de una imagen milagrosa de la Madonna que antes estaba pintada bajo un arco cerca del Tíber. A la izquierda hay otra iglesia, S. Maria di Monte Santo, porque fue edificada sobre otra iglesia que pertenecía a los carmelitas de la provincia de Monte Santo. Fue inaugurada en 1662. Satisfecha así la devoción y la curiosidad, volvimos a subir al carruaje que nos llevó a casa de la princesa Potosca, de los condes y príncipes Sobieski, antiguos soberanos de Polonia. El desayuno preparado para nosotros era suntuoso, pero demasiado señorial, por lo que poco adecuado a nuestro apetito. Nos arreglamos como pudimos. Sin embargo, quedamos muy satisfechos con la conversación verdaderamente cristiana que esas señoras mantuvieron durante el tiempo que nos quedamos en su casa.
Una cosa suscitó nuestra maravilla. Terminada la comida, la dueña de casa hizo traer un manojo de puros y se puso a fumar. A pesar de una conversación bastante animada, continuó con gran avidez fumando un cigarro tras otro, y esto me incomodó, ya que me vi obligado a soportar el olor a humo que impregnaba toda la casa. Me provocaba náuseas resultándome insoportable […]

Ciudad del Vaticano. La subida al Cupolone
Reservamos el 8 de marzo para visitar la famosa cúpula de San Pedro. El canónigo Lantieri nos había conseguido el billete necesario para satisfacer esta curiosidad. El horario en el que se permite la subida va de 7 a 11 y media de la mañana. El tiempo estaba sereno y, por lo tanto, propicio. Después de celebrar la eucaristía en la Iglesia del Gesù, donde están los jesuitas, en el altar de san Francisco Javier, llegamos al Vaticano a las 9 en compañía del señor Carlo De Maistre. Entregado el billete, se nos abrió la puertecita y comenzamos a subir por una escalera muy cómoda hecha como un empinado terraplén. Al subir, se encuentran varias inscripciones que recuerdan el nombre y el año de todos los pontífices que abrieron y cerraron los años jubilares. Cerca del descansillo del terraplén están escritos los personajes más célebres, reyes o príncipes, que subieron hasta la bola de la cúpula. Leímos con gusto también el nombre de varios de nuestros soberanos y de la familia real.
Echamos un vistazo al terraplén de la basílica. Se presenta como una vasta plaza adoquinada donde se puede jugar a la pelota, a los bolos, y similares. Aquí habitan algunas personas a quienes se les confía el cuidado de la parte superior del templo: carpinteros, herreros, trabajadores del asfalto. Casi en el medio del terraplén hay una fuente siempre abierta, donde Rua fue a beber.
Desde la plaza de abajo habíamos observado las estatuas de los doce apóstoles que adornan el alto cornisamento de la basílica. Desde allí parecían pequeñas, pero de cerca nos dimos cuenta de que solo el dedo pulgar del pie tenía el grosor del cuerpo de un hombre. De esto se puede entender a qué altura estábamos. También visitamos la campana mayor que tiene un diámetro de más de tres metros, lo que significa tres trabucos de circunferencia (aproximadamente 9 metros, nota del redactor).
Una vista para nosotros muy curiosa fue el jardín vaticano donde el papa suele ir a pasear a pie. Se calcula que tiene la longitud que hay desde Porta Susa hasta el principio de Via Po. Al sur se veían vastas campiñas. Nuestra guía nos dijo:
– Todo ese llano estaba cubierto de soldados franceses cuando vinieron a liberar nuestra ciudad de los rebeldes. Y nos señalaba la basílica de San SebastiánSan Pedro en Montorio, Villa Panfili, Villa Corsini, todos edificios que sufrieron gravísimos daños por haber sido campos de batalla.
Una escalera de caracol a los lados de la cúpula nos condujo hasta el primer balcón. Desde este nivel nos parecía que volábamos alto y nos alejábamos de la tierra. La guía nos abrió una puertecita que daba a un balcón interno que daba la vuelta a la cúpula. Quise medirlo, y caminando como buen viajero conté 230 pasos antes de completar el recorrido. Una curiosidad: en cualquier punto del balcón en el que te encuentres, hablando incluso en voz baja con la cara vuelta hacia la pared, el más pequeño sonido se comunica nítidamente de una pared a otra. También notamos que los mosaicos de la iglesia que desde abajo parecían muy pequeños, desde allí tomaban una forma gigantesca.
– Ánimo, nos exhortó la guía, si queremos ver otras cosas. Así que tomamos otra escalera de caracol y llegamos al segundo balcón. Aquí nos parecía que nos habíamos elevado hacia el Paraíso, y cuando entramos en el balcón interno y dejamos caer la mirada sobre el suelo de la basílica, nos dimos cuenta de la extraordinaria altura a la que habíamos llegado. Las personas que trabajaban o caminaban allí abajo parecían niños. El altar papal, que está coronado por un dosel de bronce que en altura supera las casas más altas de Turín, desde allí parecía un simple sillón.
El último piso al que subimos es el que se posa sobre la punta de la cúpula, desde donde se disfruta quizás de la vista más majestuosa del mundo. Todo alrededor la mirada se pierde en un horizonte formado por los límites de la vista humana. Dicen que mirando hacia el este se puede ver el mar Adriático, al oeste el Mediterráneo. Sin embargo, nosotros solo pudimos vislumbrar la niebla que el tiempo lluvioso de los días pasados había esparcido por todas partes.
Quedaba la bola, un globo que desde la tierra parece una de las pelotas que usamos para pasar un poco de tiempo; desde allí parecía grandísima. Los más valientes, pasando por una escalera perpendicular y caminando como dentro de un saco, se treparon como gatos a la altura de dos trabucos, es decir, seis metros. Algunos no tuvieron suficiente valor. Nosotros, que éramos un poco más temerarios, lo logramos. Desde la bola todo parece maravilloso. Me habían dicho que podría contener dieciséis personas; a mí me parecía, sin embargo, que podían caber cómodamente treinta. Algunos agujeros, casi pequeñas ventanas, permiten observar la ciudad y las campiñas. Pero la gran altura da una cierta sensación y no hace del todo agradable la visión. Pensábamos que allí arriba hacía frío. Todo lo contrario: el sol al golpear sobre el bronce de la bola la calentaba tanto que nos parecía estar en pleno verano. Creo que esta es una de las razones por las que después de comer no se permite subir hasta allí: por el calor insoportable. Aquí, después de hablar de varias cosas relacionadas con los jóvenes del oratorio, satisfechos de nuestra hazaña, casi como si hubiéramos traído una gran victoria, comenzamos el descenso con paso lento y grave, para no rompernos el cuello, y sin detenernos más llegamos a la tierra.
Para descansar un poco fuimos a escuchar la prédica que había comenzado justo entonces en la basílica. El predicador nos gustó. Buena lengua, buen gesto, pero el tema no nos interesó mucho porque trataba de la observancia de las leyes civiles. Sin embargo, lo que no sirvió para alimentar el espíritu sirvió muy bien para dar descanso al cuerpo. Quedándonos aún un poco de tiempo, lo empleamos en visitar la sacristía, que es una verdadera magnificencia digna de San Pedro.
Mientras tanto, habían llegado las once y media, y debido al ayuno y al tanto caminar teníamos un gran apetito; por lo tanto, fuimos a hacer una pequeña refección. Rua, no satisfecho, consideró bien irse a almorzar, así que yo me quedé solo con el señor Carlo De Maistre, compañero indivisible de aquel día. Repuestos un poco, fuimos a visitar a monseñor Borromeo, mayordomo de Su Santidad, que nos recibió muy bien, y, después de hablar del Piamonte y de Milán, su patria, anotó nuestros nombres para incluirnos en el catálogo de las personas que desean recibir la palma del Santo Padre en la función del Domingo de Ramos.

A los famosos museos
Junto a la logia de este prelado, alrededor del patio del palacio pontificio están los Museos Vaticanos. Entramos y vimos cosas realmente excepcionales. Solo describo algunas. Hay una sala de longitud extraordinaria enriquecida con mármoles y valiosísimos cuadros. En medio de la segunda arcada destaca una pila de agua bendita de aproximadamente un metro y medio, formada de malaquita, uno de los mármoles más preciosos del mundo. Es un regalo hecho por el emperador de Rusia al Sumo Pontífice. Hay varios otros objetos de similar género. Al fondo de esa gran sala a la izquierda se abre una especie de largo pasillo que alberga el museo cristiano […] En el mismo se extiende la Biblioteca Vaticana, donde se conservan los manuscritos más célebres de la antigüedad […]

Paseando por Roma
Desde el Vaticano, yendo hacia el centro de Roma, llegamos a la plaza Scossacavalli donde trabajan los escritores del célebre periódico La Civiltà Cattolica. Nos detuvimos a hacerles una visita y sentimos un verdadero placer al observar que los principales sostenedores de esta publicación son piamonteses. Sentía ya un vivo deseo de volver a casa, superando toda dilación, y estábamos casi llegando al Quirinal, cuando el señor Foccardi nos vio pasar frente a su tienda y nos llamó dentro. A fuerza de invitaciones y cortesía nos retuvo un rato, y en el momento en que pedimos partir nos dijo:
– Aquí está el vehículo, los acompaño hasta casa. Aunque me metí de mala gana en el vehículo, sin embargo, para complacerlo accedí. Pero el Foccardi, deseando quedarse más tiempo con nosotros, nos hizo dar un largo rodeo, tanto que llegamos a casa ya entrada la noche.
Aquí me fue entregada una carta. La abro y la leo. Se notifica al señor Abate Bosco que Su Santidad se ha dignado a admitirlo a la audiencia mañana, nueve de marzo, desde las once y cuarto hasta una hora. Esta noticia, esperada y muy deseada, me provocó una revolución interior y durante toda la velada no logré hablar de otra cosa que no fuera del Papa y de la audiencia.

La audiencia papal. Santa María sobre Minerva
Había llegado el 9 de marzo, el gran día de la audiencia papal. Pero antes necesitaba hablar con el cardenal Gaude; por lo tanto, me dirigí a decir misa en la iglesia de Santa María sobre Minerva, donde el purpurado tenía su residencia. Antiguamente era un templo que Pompeyo el Grande había hecho edificar a la diosa Minerva; se llamó Santa María sobre Minerva porque fue construida precisamente sobre las ruinas de este templo. En el año 750, el papa Zacarías la donó a un convento de monjas griegas. En el año 1370 pasó a los padres predicadores que aún la ofician. Ante esta iglesia se abre una plaza donde admiramos un obelisco egipcio con jeroglíficos, cuya base reposa sobre el lomo de un elefante de mármol. Al entrar pudimos admirar uno de los edificios sagrados más bellos de Roma. Bajo el altar mayor reposa el cuerpo de Santa Catalina de Siena. Celebrada la misa y apresurándome a ver al cardenal Gaude, le hablé, y luego partimos hacia el Quirinal.

El pequeño mentiroso
Por el camino encontramos a un chico que con buena gracia nos pidió limosna y para hacernos conocer su condición nos dijo que su padre había muerto, su madre tenía cinco hijas y que él sabía hablar italiano, francés y latín. Maravillado, le dirigí un discurso en francés a lo que respondió con un solo oui sin entender lo que decía, ni articular otras expresiones; entonces lo invité a hablar latín, y él, sin prestar atención a mis palabras, comenzó a recitar de memoria las siguientes palabras: ego stabam bene, pater meus mortuus est l’annus passatus et ego sum rimastus poverus. Mater mea etc. Aquí no pudimos contener las risas. Sin embargo, luego le advertimos que no dijera mentiras y le regalamos un baiocco.

La antecámara
Mientras tanto, la hora de la audiencia se acercaba […] Al llegar al Vaticano, subimos las escaleras mecánicamente. Por todas partes había las guardias nobles, vestidas para parecer tantos príncipes. En el piso noble nos abrieron la puerta que conducía a las salas pontificias. Guardias y sirvientes, vestidos con gran lujo, nos saludaban con profundos reverencias. Entregado el billete para la audiencia, fuimos conducidos de sala en sala hasta la antecámara papal. Como había varios otros que esperaban, esperamos aproximadamente una hora y media antes de ser recibidos.
Ese tiempo lo empleamos en observar a las personas y el lugar donde nos encontrábamos. Los domésticos del Papa estaban vestidos casi como los obispos de nuestros países. Un monseñor, a quien se le da el título de prelado doméstico, introducía a su turno a las personas para la audiencia a medida que terminaba la anterior. Admiramos grandes salas bien tapizadas, majestuosas, pero sin lujo. Una simple alfombra de paño verde cubría el suelo. Las tapicerías eran de seda roja pero sin adornos. Las sillas de madera dura. Un sillón colocado sobre un pequeño estrado algo elegante indicaba que esa era la sala pontificia. Todo esto nos agradó, porque con nuestros ojos pudimos darnos cuenta de la falsedad de las habladurías que algunos van esparciendo contra el espacio y el lujo de la corte pontificia. Mientras estábamos sumidos en varios pensamientos, sonó el timbre, y el prelado nos hizo señas de avanzar para presentarnos a Pío IX. En ese momento realmente me quedé confundido y tuve que hacerme violencia para permanecer tranquilo.

Pío IX
Rua me siguió llevando una copia de las Lecturas Católicas. Al entrar, hicimos la genuflexión al principio, luego a mitad de la sala, y finalmente, la tercera, a los pies del Papa. Cesó toda preocupación cuando vimos en el Pontífice el aspecto de un hombre afable, venerable, y al mismo tiempo el más bello que pudiera pintar un pintor. No pudimos besarle el pie, porque estaba sentado en la mesita; le besamos, sin embargo, la mano, y Rua, recordando la promesa hecha a los clérigos, la besó una vez por sí mismo y otra por sus compañeros. Entonces el Santo Padre hizo señal de que nos levantáramos y nos pusiéramos frente a él. Yo, según la etiqueta, hubiera querido hablar permaneciendo de rodillas.
– No, dijo él, levántense. Conviene aquí notar que al anunciarnos al Papa se leyó mal nuestro nombre. De hecho, en lugar de escribir Bosco, se había escrito Bosser, por lo que el Papa comenzó a interrogarme:
– ¿Usted es piamontés?
– Sí, Santidad, soy piemontés, y en este momento siento la mayor consolación de mi vida, encontrándome a los pies del Vicario de Cristo.
– ¿En qué se ocupa?
– Santidad, me ocupo de la instrucción de la juventud y de las Lecturas Católicas.
– La instrucción de la juventud ha sido un apostolado útil en todos los tiempos, pero hoy lo es mucho más. También hay otro en Turín que se ocupa de jóvenes.
 Entonces me di cuenta de que el Papa tenía en la mano un nombre equivocado, pero, sin saber cómo, él también se dio cuenta de que yo no era Bosser, sino Bosco; así asumió un aspecto mucho más festivo, y preguntó muchas cosas sobre los jóvenes, los clérigos, los oratorios […] Entonces, con rostro sonriente, me dijo:
– Recuerdo de la ofrenda que me fue enviada a Gaeta y de los tiernos sentimientos con los que esos jóvenes la acompañaron. Aproveché para expresarle el apego de nuestros jóvenes a su persona y le rogué que aceptara una copia de las Lecturas Católicas:
– Santidad, le dije, le ofrezco una copia de los volúmenes hasta ahora impresos a nombre de la dirección; la encuadernación es obra de los jóvenes de nuestra escuela.
– ¿Cuántos son estos jóvenes?
– Santidad, los jóvenes de la casa son alrededor de doscientos, los encuadernadores son quince.
– Bien, respondió él, quiero enviar una medalla a cada uno. Entonces, yendo a otra habitación, después de breves instantes volvió trayendo quince pequeñas medallas de la Concepción:
– Estas serán para los jóvenes encuadernadores, dijo mientras me las entregaba. Luego, volviéndose a Rua, le dio una más grande diciendo:
– Esta es para su compañero. Luego, volviéndose nuevamente a mí, me entregó una pequeña caja que contenía otra más grande:
– Y esta es para ustedes. Al habernos arrodillado para recibir los regalos, el Santo Padre nos invitó a levantarnos, y creyendo luego que queríamos irnos, estaba a punto de despedirnos, cuando yo comencé a hablarle así:
– Santidad, tengo algo particular que comunicarle.
– Está bien, respondió […].
El Santo Padre es muy rápido en entender las preguntas y muy pronto en dar las respuestas, por lo que con él se trata en cinco minutos lo que con otros requeriría más de una hora. Sin embargo, la bondad del Papa y mi vivo deseo de quedarme con él prolongaron la audiencia más de media hora, tiempo bastante considerable tanto respecto a su persona como respecto a la hora del almuerzo que por nuestra causa se había retrasado […].

El Gianicolo
A las 13:30 del 10 de marzo, el padre Giacinto de los Carmelitas Descalzos pasó a recogernos con un calesa para llevarnos a la basílica de San Pancracio y de San Pedro en Montorio. Son dos iglesias situadas en el Gianicolo, llamado así por Giano, que dicen que allí habitaba. En la cima de esta colina, al otro lado del Tíber, se encuentra la basílica de San Pancracio, construida por el papa Félix II en 485, aproximadamente 100 años después del martirio de Pancracio. El general Narsés, tras vencer a los godos, hizo una solemne procesión junto con el papa Pelagio de San Pancracio a San Pedro. San Gregorio Magno, que tenía gran veneración por esta iglesia, celebró allí más de una vez la misa y dio algunas homilías, y finalmente la donó a los monjes benedictinos. En 1673 fue confiada a los Carmelitas Descalzos con el convento anexo y un seminario para las misiones de las Indias […]

Bajo el altar mayor, hay otro altar subterráneo donde antiguamente se conservaba el cuerpo del Santo, protegido por una reja de hierro. Había la costumbre de llevar a aquellos que eran sospechosos de perjurio ante esta reja, porque si eran culpables eran presa de un notable temblor o de otro accidente.

Las Catacumbas
– Vengan conmigo, nos dijo el padre Giacinto, iremos a las catacumbas. Había preparado una lámpara para cada uno. Nosotros comenzamos a seguirlo. A mitad de la iglesia, en el suelo, nos indicó una trampilla. Al levantar la tapa apareció una cavidad oscura y profunda: comenzaban las catacumbas. En la entrada estaba escrito en latín: “En este lugar fue decapitado el mártir de Cristo Pancracio”. Aquí estamos en las catacumbas. Imagínense largos pasillos, ahora más estrechos y más bajos, ahora más altos y espaciosos, ahora cortados por otros pasillos, ahora en descenso, ahora en ascenso, y tendrán la primera idea de estos subterráneos. A la derecha y a la izquierda hay pequeñas tumbas excavadas paralelamente en el toba. Aquí antiguamente eran sepultados los cristianos, sobre todo los mártires. Aquellos que habían dado la vida por la fe eran designados con emblemas particulares. La palma era signo de la victoria obtenida contra los tiranos; la ampolla indicaba que había derramado su sangre por la fe; el “χ” significaba que había muerto en la paz del Señor o que había padecido por Cristo. En otros aparecían los instrumentos con los que habían sido martirizados. A veces estos emblemas estaban cerrados en la pequeña tumba del santo. Cuando las persecuciones no eran muy severas, se escribía el nombre y apellido del mártir y alguna línea que subrayaba alguna circunstancia importante de su vida. […]
– Aquí, nos dijo la guía, este es el lugar donde estaba sepultado san Pancracio, junto a él san Dionisio, su tío, y aquí cerca otro pariente. Luego visitamos algunas tumbas reunidas en una camerita cuyas paredes mostraban inscripciones antiguas que no supimos leer. En medio de la bóveda estaba pintado un joven que nos pareció representar a san Pancracio […]
Esta vez la guía nos indicó una cripta. Cripta, palabra griega, significa profundidad. Es un espacio más grande de lo habitual donde los cristianos solían reunirse, en tiempo de persecución, para escuchar la Palabra, asistir a la misa y a las funciones sagradas. En un lado aún hay un altar antiguo donde es posible celebrar. Por lo general, era la tumba de algún mártir la que servía de altar. Después de un poco de camino, nos mostraron la capilla donde san Félix, papa, solía descansar y celebrar la Eucaristía. Su sepulcro está a poca distancia. Por todas partes se veían esqueletos humanos reducidos a pedazos por el tiempo. Nuestra guía nos aseguró que en breve llegaríamos a un lugar donde se conservaban lápidas con las inscripciones intactas.
Pero estábamos muy cansados, también porque el aire subterráneo y las dificultades del camino – cada uno debía cuidar de no golpearse la cabeza, no chocar con los hombros y no resbalar con los pies – nos habían fatigado bastante. La guía nos advertía que los subterráneos son muchísimos y algunos llegan hasta la longitud de quince/veinte millas. Si hubiéramos ido solos, podríamos haber cantado el requiescant in pace, porque habría sido muy difícil encontrar el camino de regreso a la superficie. Sin embargo, nuestra guía era muy práctica y en breve nos condujo al punto de donde habíamos partido […]

San Pedro en Montorio
Al subir nuevamente en el carruaje con el padre Giacinto, nos dirigimos hacia abajo del Gianicolo para ir a San Pedro en Montorio. La palabra es una corrupción de “monte de oro”, porque aquí el terreno y la grava adquieren un color amarillo similar al oro. También fue llamado Castro Aureo, fortaleza de oro, por los restos de la fortaleza de Anco Marcio que aún existen en la cima. Es una de las iglesias fundadas por Constantino el Grande, rica en estatuas, pinturas y mármoles. Entre la iglesia y el convento anexo se alza un edificio llamado Templete de Bramante de forma redonda. Se trata de uno de los trabajos más insignes de Bramante. Fue edificado en el lugar donde fue martirizado san Pedro. En la parte trasera, una escalerita conduce a una capilla subterránea circular, en medio de la cual hay un agujero donde arde continuamente una lámpara. Es el lugar donde fue incrustada la cima de la cruz en la que san Pedro fue clavado cabeza abajo. La iglesia está situada donde termina el Gianicolo y comienza el Vaticano.
Cerca de San Pedro en Montorio se encuentra la magnífica Fuente Paulina, de Pablo V, que la hizo construir en 1612. El agua brota de tres columnas que parecen un río. Llega hasta allí de Bramario, un lugar a 35 millas de Roma. Estas aguas, precipitándose, sirven para hacer girar molinos y otras máquinas y se ramifican con gran ventaja en varios puntos de la ciudad […].

Una desventura
El 11 de marzo, estuvimos ocupados escribiendo y haciendo encargos. Merece un recuerdo el episodio de la pérdida en Roma. Fui a hacer una visita a monseñor Pacca, prelado doméstico de Su Santidad. Al regresar, estaba acompañado por el padre Bresciani, habiendo enviado a Rua a buscar al padre Botandi en Ponte Sisto. El buen Bresciani me condujo hasta la academia de la Sapienza y luego me indicó por dónde pasar para llegar al Quirinal:
– Cruce por este barrio, luego manténgase siempre a la derecha. Yo, en lugar de tomar a la derecha, tomé a la izquierda, así que después de una hora de camino me encontré en la Plaza del Pueblo, a casi una milla de casa. ¡Pobre de mí! Al menos si hubiera tenido a Rua conmigo, nos habríamos podido consolar mutuamente, pero estaba solo. El tiempo estaba nublado, soplaba un viento fuerte y comenzaba a llover. ¿Qué hacer? Dormir en medio de esa plaza me apenaba, así que con toda paciencia subí al Pincio, llamado así por el palacio de un señor llamado Pincio […]. Esta montaña no está muy habitada y no es una de los siete colinas de Roma […]

San Andrés de la Valle
El viernes 12 fui a celebrar la misa en San Andrés de la Valle para distinguirlo de otras iglesias consagradas al mismo Apóstol. Valle se le añadió tanto porque la basílica se encuentra en el punto más bajo de Roma como también a causa de un palacio perteneciente a la familia Valle. Antiguamente la iglesia estaba dedicada a san Sebastián, que había sufrido el martirio aquí. Cerca se construyó otra dedicada a san Luis rey de Francia. Pero en el año 1591, un rico señor llamado Gesualdo la hizo reestructurar renovando completamente el diseño. Es una de las primeras iglesias de Roma. Su cúpula mide 64 palmos de diámetro y, por lo tanto, después de San Pedro en el Vaticano, es la cúpula más amplia de todas las demás de la ciudad.
La primera capilla al entrar a la izquierda tiene una reja de hierro que indica el punto de la cloaca en el que se cree que fue arrojado el cuerpo del mártir san Sebastián. Casi frente a esta iglesia se encuentra el palacio Stoppani, que sirvió de vivienda al emperador Carlos V cuando vino a Roma, como aparece en una inscripción en la pared al pie de la escalera.

San Gregorio Magno
Una hora y media después del mediodía, con el señor Francesco De Maistre, nuestro guía, partimos para visitar la iglesia de San Gregorio Magno. Esta está edificada sobre una parte del monte Celio, llamado antiguamente clivus Scauri, es decir, la bajada de Scauro, y era la casa habitada por san Gregorio y los suyos. Fue él quien la convirtió en monasterio, donde luego residió hasta el año 590, al principio como simple monje, luego como Abad. Cuando fue elegido pontífice (en 590) dedicó ese edificio al apóstol san Andrés, transformando una parte de los locales en uso de iglesia. Tras su muerte, fue dedicada a él mismo.
Es sin duda una de las iglesias más bellas de Roma. La primera capilla al entrar a la izquierda está dedicada a santa Silvia, madre de san Gregorio. La última a la derecha es la del Sacramento, en cuyo altar celebraba el mismo san Gregorio. […]. Este altar, venerable por el título y el patrocinio del santo Papa, fue hecho célebre en todo el mundo por los privilegios concedidos por muchos pontífices. Sucedió que un monje del monasterio, habiendo por mandato del santo ofrecido la misa durante treinta días continuos en sufragio del alma de un hermano fallecido, otro monje lo vio liberado de las penas del purgatorio.
Junto a esta capilla hay otra más pequeña, donde san Gregorio se retiraba para descansar. Se muestra aún con precisión el lugar donde estaba su cama. Allí al lado está la silla de mármol sobre la que se sentaba tanto cuando escribía como cuando anunciaba la palabra de Dios al pueblo. Pasado el altar mayor se encuentra la capilla que custodia una imagen de la Madonna muy antigua y prodigiosa. Se cree que es la que el Santo tenía en casa y cada vez que pasaba frente a ella la saludaba diciendo “Ave, María”. Un día, sin embargo, el buen Pontífice, por la prisa que tenía debido a algunos asuntos urgentes, al salir no dirigió a la Virgen el saludo habitual. Y Ella le hizo este dulce reproche: “Ave, Gregori”, con las cuales palabras lo invitaba a no olvidar ese saludo que a ella le resultaba tan grato.
En otra capilla se alza la estatua de san Gregorio, un trabajo diseñado y dirigido por Michelangelo Buonarroti. El Santo está sentado en el trono con una paloma cerca de la oreja, que recuerda lo que afirma Pedro Diácono, familiar del Santo, es decir, que cada vez que Gregorio predicaba o escribía, siempre una paloma le hablaba al oído. En el centro de la capilla hay una gran mesa de mármol sobre la cual el Pontífice cada día ofrecía de comer a doce pobres, sirviéndolos con su propia mano. Un día se sentó a la mesa con los demás un ángel en forma de joven, que luego de repente desapareció. Desde entonces, el Santo aumentó a trece el número de pobres a los que alimentaba. Así nació la costumbre de poner trece peregrinos en la mesa que el Jueves Santo el Papa sirve cada año con su propia mano. Sobre la mesa está grabado el siguiente dístico: “Aquí Gregorio alimentaba a doce pobres; un ángel se sentó a la mesa y completó el número de trece”.

Santos Juan y Pablo
Al salir de esta iglesia y girando a la derecha se encuentra la de los Santos Juan y Pablo. El emperador Joviano permitió al monje san Pammacchio construirla en el 400 en honor a estos dos hermanos mártires. Fue edificada sobre su vivienda justo donde sufrieron el martirio. Luego fue restaurada por san Símaco Papa hacia el 444 […] Al entrar se presenta a la vista un majestuoso edificio. En el medio una reja de hierro delimita el lugar donde los santos fueron asesinados. Sus cuerpos, cerrados en una urna preciosa, descansan bajo el altar mayor. En la capilla contigua, bajo el altar, se custodia el cuerpo del beato Pablo de la Cruz, fundador de los pasionistas, a quienes se confió la iglesia. Este siervo de Dios es un piemontés, nacido en Castellazzo en la diócesis de Alessandría. Murió en 1775 a la edad de 82 años. Los muchos milagros que en Roma y en otros lugares ocurren por su intercesión, han hecho crecer la congregación de los pasionistas, así llamados por el cuarto voto que hacen, es decir, promover la veneración hacia la pasión del Señor.
Uno de esos religiosos, un genovés, fray Andrea, después de acompañarnos a ver las cosas más importantes de la iglesia, nos llevó al convento, un bello edificio que alberga a unos ochenta padres en su mayoría piemonteses.
– Esta, nos dijo fray Andrés, es la habitación en la que murió nuestro santo Fundador. Entramos y en devoto recogimiento admiramos el lugar desde donde partió su alma para volar al cielo.
– Allí está la silla, los hábitos, los libros y otros objetos que sirvieron al Beato. Cada cosa está bajo sello y se distribuyen como reliquias a los fieles cristianos. Esa habitación hoy es una capilla donde se celebra la misa.

Arcos de Constantino y Tito
Tras saludar al cortés fray Andrea, nos dirigimos hacia San Lorenzo en Lucina. Pero tras un poco de camino nos encontramos bajo el Arco de Constantino. Este se ha conservado casi intacto. Una inscripción del senado y del pueblo romano indica que fue dedicado al emperador Constantino con ocasión de la victoria sobre el tirano Majencio. Este emperador, convertido al cristianismo, hizo colocar sobre el arco una estatua con una cruz en la mano en memoria de la cruz que le apareció frente al ejército, para recordar a todo el mundo que profesaba la religión de Jesús crucificado.
Tras otro trecho de camino, he aquí otro arco, el Arco de Tito. Existen tres arcos en Roma y el de Tito es el más antiguo y elegante. Está adornado con relieves que conmemoran las diversas victorias logradas por ese valiente guerrero: entre ellos está esculpido el candelabro del templo de Jerusalén en memoria de la caída de esa ciudad y de su templo. Bajo este arco pasaba la célebre Vía Sacra, una de las más antiguas de Roma, así llamada porque a través de esta se llevaban cada mes las cosas sagradas a la Roca, y era recorrida por los augures para ir a buscar sus respuestas.
Al llegar a San Lorenzo en Lucina no pudimos entrar debido a los trabajos que allí se estaban realizando […] Esta iglesia es una de las parroquias más vastas de Roma, y fue erigida por Sixto III con el consentimiento del emperador Valentiniano en honor a san Lorenzo mártir. Para distinguirla de las otras iglesias levantadas a este levita, fue denominada en Lucina o por la santa mártir de tal nombre, o quizás por el lugar que así se llamaba. Anexo a esta iglesia hacia el corso está el palacio Ottobuoni, construido hacia el año 1300 sobre las ruinas de un gran edificio antiguo llamado Palacio de Domiciano. Estando ya cansados y acercándose la hora del almuerzo, regresamos a casa […].

Santa María de los Ángeles
[…] El 13 de marzo la estación cuaresmal estaba en Santa María de los Ángeles, y nosotros fuimos allí tanto para ganar la indulgencia plenaria, como también para orar a Dios a favor de nuestra casa. Esta iglesia se distingue de otra del mismo nombre con la adición a las Termas de Diocleciano, porque está construida en el lugar donde antiguamente se levantaban las famosas termas, es decir, los baños del emperador Diocleciano. El sumo pontífice Pío IV encargó a Michelangelo Buonarroti que con su vasto ingenio supo transformar en iglesia una parte de esos soberbios edificios. En un salón de las termas ya existía una iglesita dedicada a san Cirilo mártir. Esta fue encerrada en la nueva iglesia, que el Pontífice dedicó a santa María de los Ángeles, para complacer al duque y rey de Sicilia, devotísimo de los Ángeles, que cooperó mucho a su edificación.
En el día de la estación cuaresmal, la iglesia está adornada con especial elegancia, y se exponen a la veneración pública las reliquias más insignes. En una capilla junto al altar mayor estaba colocado el relicario con muchísimas reliquias entre las cuales hemos notado los cuerpos de san Próspero, san Fortunato, san Cirilo, además de la cabeza de san Justino y de san Máximo mártires y de muchísimos otros. Satisfecha así nuestra devoción, llegamos a casa hacia las seis, bastante cansados y con buen apetito.

Santa María de la Encina
El domingo 14 de marzo celebramos en casa, luego fuimos a visitar un oratorio, según las indicaciones recibidas del marqués Patrizi. La iglesia donde se reúnen los jóvenes se llama Santa María de la Encina. He aquí su origen, que se remonta a los tiempos de Julio II. Una imagen de María había sido pintada en una teja por un tal Battista Calvaro, que la colocó sobre una encina dentro de su viña en Viterbo. Esta imagen permaneció oculta sesenta años, hasta que en 1467 comenzó a manifestarse con tantas gracias y milagros que los fieles que iban a visitarla, con sus ofrendas levantaron una iglesia y un monasterio. El Papa Julio II deseó que también en Roma hubiera un templo dedicado a María de la Encina, que es el del que hablamos. Entrados en la iglesia, y llegados a la espaciosa sacristía, nos alegró la vista de una cuarentena de jovencitos. Por la vivacidad de su comportamiento se parecen mucho a los traviesos de nuestro oratorio. Sus funciones sagradas se realizan todas por la mañana. Misa, confesión, catecismo y una breve instrucción es lo que se hace por ellos […]
Después del mediodía, los jóvenes van a San Juan de los Florentinos, otro oratorio donde solo hay recreo sin funciones de iglesia. Fuimos allí y vimos a unos cien jóvenes que se divertían a más no poder. Sus juegos eran la lotería y la campana, conocidas también por nosotros. Practican también el juego del agujero que consiste en cinco agujeros bastante grandes en los que se ponen dos castañas u otra cosa. Desde una distancia de seis pasos se hace rodar una bola. Quien logra hacerla entrar en uno de los agujeros gana lo que hay dentro. Nos dio mucha pena que no tuvieran más que la recreación. Si hubiera algún sacerdote entre ellos, este podría hacer el bien a sus almas, porque hay una gran necesidad. Tanto más nos apenó en cuanto encontramos en ellos buenas disposiciones. Varios mostraban gusto por dialogar con nosotros, besando varias veces la mano tanto a mí como a Rua, quien a su pesar se veía obligado a consentir […]
Al regresar a casa recibimos la visita de monseñor Merode, maestro de cámara de Su Santidad. Tras algunos saludos, este me anunció que el Santo Padre me invitaba a predicar los ejercicios espirituales a las detenidas en las cárceles de Santa María de los Ángeles en las termas de Diocleciano. Cada deseo del Papa es para mí un mandato y por lo tanto acepté con verdadero placer […]

En la cárcel de mujeres
A las dos de la tarde me dirigí a la superiora de la cárcel para acordar el día y la hora en que comenzar la predicación. Ella me dijo:
– Si le parece bien, puede comenzar de inmediato, ya que las mujeres están en la iglesia y no hay nadie que predique. Así que comencé de inmediato y la semana fue casi enteramente dedicada a este ministerio. La casa correccional se llama En las Termas de Diocleciano porque está situada en el mismo lugar donde estaban las termas de ese famoso emperador. Allí estaban alojadas 260 detenidas culpables de graves delitos y condenadas a prisión […]. Los ejercicios fueron satisfactorios. La predicación simple y popular que usamos entre nosotros resultó fructífera en esta cárcel. El sábado, después de la última predica, la madre superiora me anunció con gran placer que ninguna de las condenadas había omitido acercarse a los Sacramentos.

Dos episodios
Un episodio agradable ocurrió al Santo Padre esta semana. El conde Spada fue a visitarlo y se entabló esta conversación:
– Santidad, me gustaría pedirle un recuerdo de esta visita.
– Pidan lo que quieran y trataré de complacerles.
– Quisiera algo extraordinario.
– Bien, pregunten.
– Santidad, desearía como recuerdo su tabaquera.
– Pero está llena de un tabaco de calidad ínfima.
– No importa; la guardaré con mucho cariño.
– Tómela, se la regalo con gusto.
 El conde Spada se fue más contento con esa tabaquera que con un gran tesoro. Es simple, de cuerno de búfalo, unida con dos anillos de bronce y no vale cuatro monedas, pero es muy valiosa por su procedencia. El buen conde la muestra a sus amigos como un objeto digno de veneración […]
Otra anécdota me fue contada de este venerable Pontífice. El año pasado, mientras el Santo Padre viajaba por sus estados, se encontró cerca de Viterbo. Una niña con un manojo de leña, al ver que la carroza pontificia se había detenido, pensó que esos señores querían comprar su manojo. Corrió hacia ellos:
– Señor, dijo al Santo Padre, cómprelo, la leña está muy seca.
– No lo necesitamos, respondió el Papa.
– Cómpralo, se lo doy por tres baiocchis.
– Toma los tres baiocchis y quédate con tu manojo
. El Santo Padre le dio tres escudos, luego se preparó para volver a la carroza. Pero la niña quería que el Santo Padre tomara su manojo.
– Tómelo, estarán contentos; en su carroza hay mucho espacio. Mientras el Papa y su corte reían de tal asunto, la madre de la niña, que trabajaba en un campo cercano, corrió gritando:
– Santo Padre, Santo Padre, perdone; esta pobre niña es mi hija. Ella no lo conoce. Tenga piedad de nosotros que estamos en gran miseria. El Papa añadió otros seis escudos y continuó su camino […]

San Pablo fuera de las Murallas
El día 22 de marzo, domingo, Don Bosco fue a ver al cardenal vicario, el eminentísimo Costantino Patrizi […] Al salir del Vicariato, peregrinó hasta San Pablo fuera de las Murallas para venerar el sepulcro del gran Apóstol de las Naciones y admirar las maravillas de ese templo inmenso. Después de un milla de camino, llegó al célebre lugar denominado Ad Aquas Salvias, donde san Pablo derramó su sangre por Jesucristo. Justo en este punto, donde hay tres fuentes milagrosas de agua, surgidas en las tierras donde hizo tres saltos la cabeza decapitada del santo Apóstol, se ha construido una iglesia. Don Bosco también rezó en la iglesia cercana de Sancta Maria Scala Coeli, de forma octagonal, edificada sobre el cementerio de san Zenón, un tribuno que sufrió el martirio bajo Diocleciano, junto a 10.203 de sus compañeros de armas […]

El Coliseo
El 23 de marzo su mirada asombrada contempló las gigantescas ruinas del anfiteatro Flavio o Coliseo, de forma ovalada con 527 metros de circunferencia externa, y aún alto en algunos tramos cincuenta metros. En los tiempos de su esplendor estaba cubierto de mármoles, adornado con columnas, cientos de estatuas, obeliscos, y cuadrigas de bronce; y en su interior sostenía todo alrededor inmensas gradas, que podían contener alrededor de 200.000 personas, para asistir a los combates de bestias feroces y gladiadores, y a las masacres de miles y miles de mártires. Don Bosco entró en la arena de los espectáculos que mide 241 metros de circunferencia […]

San Clemente
El 24 Don Bosco se dirigió a la basílica de San Clemente para venerar las reliquias del cuarto papa después de san Pedro, y las de san Ignacio mártir, obispo de Antioquía; así como para admirar la arquitectura de la antiquísima iglesia de tres naves. En la del medio, frente al altar de la Confesión, un recinto de mármol blanco delimita el coro para el clero menor. Está dotado de dos púlpitos, uno para el canto del evangelio, junto al cual se alza la columnita del cirio pascual, y el otro para la lectura de la epístola. Al lado de este último estaba el atril para los cantores y lectores de las profecías y de los otros libros de las escrituras; alrededor del ábside las sillas de los sacerdotes, y, al fondo del centro sobre tres escalones, la cátedra episcopal […].
De aquí Don Bosco procedió hacia la iglesia de los Cuatro Coronados, para visitar los sepulcros de los mártires Severo, Severino, Carpóforo y Victorino, asesinados bajo Diocleciano. Luego pasó a San Juan frente a la Puerta Latina, cerca de la cual se levanta una capilla en el lugar donde san Juan Evangelista fue sumergido en la caldera de aceite hirviendo; de allí se adentró hasta la iglesita del Quo Vadis, así llamada porque en ese punto el Señor se apareció a san Pedro que salía de Roma para escapar de la persecución:
– Señor, ¿a dónde vas? gritó el Apóstol asombrado. Y Jesús le respondió:
– Vengo a ser crucificado otra vez. San Pedro comprendió y regresó a Roma donde lo esperaba el martirio. Desde este templo Don Bosco regresó por el camino, después de haber echado un vistazo a la vía Apia, a lo largo de la cual se cuentan muchísimos mausoleos de los tiempos del paganismo, que recuerdan el final de toda grandeza humana.

Don Bosco… ¡salesiano!
Una escena graciosa ocurrió la mañana del 25 de marzo. Don Bosco, habiendo cruzado el Tíber, vio en una pequeña plaza a una treintena de chicos que se divertían. Sin dudarlo se acercó a ellos, que, interrumpiendo sus juegos, lo miraban maravillados. Entonces levantó la mano sosteniendo entre los dedos una medalla, y exclamó:
– Son demasiados y me apena no tener tantas medallas para regalar una a cada uno de ustedes. Ellos, tomando valor, extendiendo las manos gritaban a gran voz:
– No importa, no importa… ¡a mí, a mí! Don Bosco añadió:
– Bueno, no teniendo para todos, esta medalla quiero regalarla al más bueno. ¿Quién de ustedes es el más bueno?
– ¡Soy yo, soy yo! gritaron todos juntos.
 Él continuó:
– ¿Cómo puedo hacer yo, si todos son igualmente buenos? Entonces se la daré al más travieso. ¿Quién de ustedes es el más travieso?
– ¡Soy yo, soy yo! respondieron con gritos ensordecedores.
El marqués Patrizi y sus amigos, a cierta distancia, sonreían conmovidos y sorprendidos al ver a Don Bosco tratar tan familiarmente con esos chicos, que por primera vez había encontrado; y exclamaban:
– ¡Aquí hay otro san Felipe Neri, amigo de la juventud! Don Bosco, de hecho, como si fuera un amigo ya conocido por esos niños, continuó preguntándoles si ya habían escuchado la Misa, a qué iglesia solían ir, si asistían a los oratorios que había en esas partes […] El diálogo era animado. Don Bosco, después de haberles exhortado a ser siempre buenos cristianos, prometió que pasaría otra vez por esa plaza y regalaría una medalla a cada uno; luego, despidiéndose afectuosamente, regresó con sus acompañantes mostrando la medalla. No había dado nada a los chicos, y aun así los había dejado contentos.

San Esteban Rotondo
El 26 de marzo Don Bosco regresó al Celio en la espaciosa iglesia de San Esteban Rotondo, llamada así por su forma. La cornisa circular está sostenido por 56 columnas. Todo alrededor de las paredes están pintadas las escenas de los atroces suplicios con los cuales fueron destrozados los mártires. Está adornada con mosaicos del siglo VII, que representan a Jesús crucificado, con algunos santos, y conserva los cuerpos de dos confesores de la fe: san Primo y san Feliciano. De allí, Don Bosco pasó a Santa María en Dominica, o de la Navicella, por una barca de mármol que está en la plaza frente a ella. Tiene tres naves divididas por 18 columnas y contiene mosaicos del siglo IX. Entre estos, la Virgen está en el lugar de honor entre muchos ángeles y a sus pies está arrodillado el papa Pascual […]
Mientras tanto, el Santo Padre había expresado el deseo de que Don Bosco asistiera en el Vaticano al devoto y magnífico espectáculo de las funciones de la Semana Santa. Entonces había encargado al monseñor Borromeo que lo invitara en su nombre, y que le procurara un lugar desde el cual pudiera asistir cómodamente a los sagrados ritos. El monseñor lo buscó todo el día sin éxito. Finalmente, a una hora muy tardía, el mensajero lo encontró en casa De Maistre donde había regresado después de un día de visitas. Diciendo que venía por orden del Papa, fue introducido y presentó a Don Bosco la carta de invitación, con la cual se le admitía a recibir la palma bendecida de las manos del mismo Papa. Don Bosco la leyó de inmediato y exclamó que iría con gran placer.
Pascua Romana de don Bosco. El Domingo de Ramos
El domingo 28 de marzo, con el clérigo Rua, entró en la basílica de San Pedro mucho antes de que comenzaran las funciones. El conde Carlo De Maistre lo acompañó a su lugar, en la tribuna de los diplomáticos. Él estaba muy atento ya que conocía la importancia de las ceremonias de la Iglesia. A su lado estaba un milord inglés protestante, maravillado de tanta solemnidad. En un momento dado, un cantor de la capilla Sixtina ejecutó un solo tan bien que Don Bosco se conmovió hasta las lágrimas y ese milord, volviéndose hacia él, exclamó en latín, porque en otro idioma no sabía cómo hacerse entender:
– Post hoc paradisus! Ese señor, después de un tiempo, no solo se convirtió al catolicismo, sino que se hizo sacerdote y obispo. Bendijo las palmas, a su turno el cuerpo diplomático desfiló ante el Pontífice, y cada embajador y ministro recibió la palma de sus manos. También Don Bosco y el clérigo Rua se arrodillaron a los pies del Papa y recibieron la palma. Así lo quiso Pío IX: ¿no era acaso Don Bosco embajador de Dios? El clérigo Rua, regresando con los Rosminianos, regaló la suya al padre Pagani, quien la apreció mucho […]

Don Bosco caudatario
El cardenal Marini, uno de los dos asistentes al trono, para que Don Bosco pudiera asistir a todas las funciones de la semana santa, lo tomó como caudatario. Así él, vestido de violeta, estuvo casi al lado del Papa todo el tiempo, y pudo disfrutar de los cantos gregorianos y las músicas de Allegri y Palestrina.
El Jueves Santo, pontificó el cardenal Mario Mattei, siendo el más anciano de los obispos suburbicarios, en lugar del cardenal decano que estaba impedido. Don Bosco siguió al Pontífice que procesionalmente llevaba el Santísimo Sacramento a la capilla Paulina para colocarlo dentro de la urna especialmente preparada; lo acompañó hasta el balcón vaticano desde el cual el Papa bendice a Roma y al mundo; asistió a la lavanda de los pies hecha por el Pontífice a trece sacerdotes, y participó en su cena conmemorativa, servida por el mismo Vicario de Jesucristo.

La bendición Urbi et Orbi
[…] El 4 de abril, las salvas de artillería de Castel S. Angelo anunciaban el día de Pascua. Pío IX descendió a la basílica hacia las diez para la misa pontifical. Inmediatamente después, precedido por el cortejo de obispos y cardenales, se dirigió a la Loggia para la bendición Urbi et Orbi. Don Bosco, junto al cardenal Marini y un obispo, permaneció por un instante cerca del alféizar cubierto por un magnífico paño, sobre el cual habían sido depositadas tres tiaras de oro. El cardenal le dijo a Don Bosco:
– ¡Observa qué espectáculo! Don Bosco miraba a su alrededor con los ojos atónitos. Una multitud de 200,000 personas estaba apiñada con la cara vuelta hacia la Loggia. Los techos, las ventanas, las terrazas de todas las casas estaban ocupadas. El ejército francés llenaba una parte del espacio comprendido entre el obelisco y la escalinata de San Pedro. Los batallones de la infantería pontificia estaban alineados a la derecha y a la izquierda. Detrás, la caballería y la artillería. Miles de carruajes estaban detenidos en los dos lados de la plaza, cerca de los pórticos de Bernini, y al fondo, cerca de las casas. Especialmente en aquellos de alquiler, había grupos de personas de pie que parecían dominar la plaza. Era un clamoroso bullicio, un pisoteo de caballos, una confusión increíble. Nadie puede hacerse una idea de tal espectáculo.

Atrapado
Don Bosco, que había dejado al Papa en la basílica mientras veneraba las insignes reliquias, creía que tardaría en aparecer. Absorbido en contemplar a tanta gente de todas las naciones, no se dio cuenta de la llegada de la silla gestatoria en la que se sentaba el Papa. Se encontró en una posición difícil; apretado entre la silla y la barandilla, apenas podía moverse; todo alrededor estaban apiñados cardenales, obispos, ceremonieros y portadores de la silla, de modo que no veía ningún espacio para salir. Volver el rostro al Papa era una inconveniencia; darle la espalda, una incivilidad; permanecer en el centro del balcón, una ridiculidad. No pudiendo hacer otra cosa, se giró de lado; entonces la punta de un pie del Papa llegó a posarse sobre su hombro.
En ese momento, un silencio solemne reinaba sobre la gran plaza, tanto que se podría haber oído el zumbido de una mosca. Los mismos caballos estaban inmóviles. Don Bosco, sin estar perturbado, atento a cada mínimo detalle, observó que solo un relincho, y el sonido de un reloj que marcaba las horas, se hizo oír mientras el Papa recitaba las oraciones de rito. Él, mientras tanto, visto que el suelo de la Loggia estaba cubierto de hojas y flores, se inclinó, y recogiendo algunas flores las puso entre las páginas del libro que tenía en la mano. Finalmente, Pío IX se levantó para bendecir: abrió los brazos, levantó las manos al cielo, las extendió sobre la multitud que inclinó la frente, y su voz al cantar la fórmula de la bendición, sonora, potente, solemne, se oía más allá de la plaza Rusticucci y desde el ático del palacio de los escritores de la Civiltà Cattolica.
La multitud respondió con una inmensa ovación. Entonces el cardenal Ugolini leyó en latín el Breve de la indulgencia plenaria y poco después el cardenal Marini lo repitió en lengua italiana. Don Bosco se había arrodillado, y cuando se levantó, el cortejo papal ya había desaparecido. Todas las campanas sonaban a fiesta, retumbaba el cañón de Castel Sant’Angelo, las músicas militares hacían resonar sus trompetas. El cardenal Marini, acompañado por el caudatario, descendió y se dirigió hacia su carruaje. Apenas este se movió, Don Bosco sintió un malestar producido por ese movimiento que le revolvía el estómago; no pudiendo resistir más, manifestó al cardenal su incomodidad. Por su consejo, subió a la caja con el cochero, pero el malestar no disminuyó, entonces bajó para caminar a pie. Siendo de vestimenta violácea, habría sido objeto de asombro o burla si hubiera atravesado Roma así; por lo tanto, el secretario amablemente descendió del carruaje y lo acompañó al palacio […].

El recuerdo del Papa
Don Bosco el 6 de abril regresó a una audiencia particular de Pío IX con el clérigo Rua y el teólogo Murialdo, admitido en el Vaticano por intercesión del mismo Don Bosco. Entraron en la antecámara a las nueve de la noche, y enseguida Don Bosco fue introducido. El Papa, apenas lo tuvo delante, le dijo con rostro serio:
– Abate Bosco, ¿dónde se ha metido el día de Pascua durante la bendición papal? Allí, delante del Papa, y teniendo el hombro bajo su pie como si el Pontífice necesitara ser sostenido por Don Bosco.
– Santo Padre
, respondió tranquilo y humilde, me sorprendió y pido perdón si de alguna manera le he ofendido.
– ¿Y además añaden la afrenta de preguntarme si le han ofendido?
 Don Bosco miró al Papa y le pareció que fingía: una sonrisa comenzaba a asomarse a sus labios. Pero ¿qué se le ocurrió recoger flores en ese momento? Hizo falta toda la seriedad de Pío IX para no estallar en risas. […]
– Ahora, Beatísimo Padre, suplicó Don Bosco, tenga la bondad de sugerirme una máxima que pueda repetir a mis jóvenes, como recuerdo del Vicario de Cristo.
– ¡La presencia de Dios! respondió el Papa. Diga a sus jóvenes que siempre se regulen con este pensamiento… ¿Y usted no tiene nada que preguntarme? Ciertamente desea algo también.
– Santo Padre, Su Santidad se ha dignado concederme lo que he pedido, ahora solo me queda agradecerle desde lo más íntimo de mi corazón.
– Y sin embargo, y sin embargo, usted desea aún algo.
 A lo que Don Bosco estaba allí como suspendido sin pronunciar palabra. El Pontífice añadió:
– Pero ¿cómo? ¿No desea hacer que sus jóvenes estén alegres cuando haya regresado entre ellos?
– Santidad, eso sí.
– Entonces espere. Pocos instantes antes habían entrado en esa habitación el teólogo Murialdo, el clérigo Rua y don Cerutti de Varazze, canciller en la Curia Arzobispal de Génova. Ellos quedaron asombrados de la familiaridad con la que el Papa trataba a Don Bosco y de lo que vieron en ese momento. El Papa había abierto el cofre, había sacado un puñado de monedas de oro y sin contarlas se las había entregado a Don Bosco diciendo:
– Toma y luego da una buena merienda a tus chicos. Todos pueden imaginar la impresión que causó en Don Bosco este acto de bondad de Pío IX, quien con gran amabilidad se dirigía también a los eclesiásticos que llegaban, bendecía las coronas, los crucifijos y otros objetos de devoción que le presentaban, y daba a todos una medalla recuerdo.

El desafío educativo de Don Bosco
Entre los cardenales que pasaron a rendirle homenaje estuvo el Eminentísimo Tosti, por invitación del cual había hablado a los jóvenes del Hospicio San Miguel. Este, satisfecho con la cortesía de Don Bosco, siendo la hora de su paseo, quiso tenerlo como compañero, así que ambos subieron al carruaje. Se comenzó a hablar del sistema más adecuado para la educación de los jóvenes. Don Bosco se había ido convenciendo de que los alumnos de ese hospicio no tenían familiaridad con los superiores, de hecho, los temían: cosa poco agradable, ya que los educadores eran sacerdotes. Por lo tanto, decía:
– Vea, Eminencia, es imposible educar bien a los jóvenes si estos no tienen confianza en los superiores.
– Pero ¿cómo, replicaba el cardenal, se puede ganar esta confianza?
– Haciendo que se acerquen a nosotros, eliminando toda causa que los aleje.
– ¿Y cómo se puede hacer para acercarlos a nosotros?
– Acercándonos nosotros a ellos, tratando de adaptarnos a sus gustos, haciéndonos similares a ellos. ¿Quiere que hagamos una prueba? Dígame: ¿en qué punto de Roma se puede encontrar un buen número de chicos?
– En Piazza Termini y en Piazza del Popolo, respondió el cardenal.
– Bien, vamos a Piazza del Popolo.
El cardenal dio la orden al cochero. Apenas llegaron, Don Bosco bajó del carruaje, y el prelado se quedó observándolo. Al ver un grupo de jovencitos que jugaban, se acercó, pero los traviesos huyeron. Entonces los llamó con buenas maneras y ellos, tras alguna vacilación, se acercaron. Don Bosco regaló algunas cositas, preguntó por sus familias, preguntó qué juego estaban haciendo y los invitó a continuar, deteniéndose primero a mirarlos, luego comenzando a participar. Entonces también otros que estaban observando desde lejos acudieron en gran número desde los cuatro rincones de la plaza alrededor del sacerdote, que todos acogía amorosamente y tenía para todos una buena palabra y un regalito. Preguntaba si eran buenos, si decían las oraciones, si iban a confesarse. Cuando quiso alejarse, lo siguieron un buen trecho, dejándolo solo cuando él volvió a subir al carruaje. El cardenal estaba maravillado.
– ¿Ha visto?
– ¡Tenías razón! exclamó el cardenal […]

Las últimas visitas
Las últimas visitas de Don Bosco fueron reservadas a la Confesión de San Pedro y a las Catacumbas. Después de haber rezado en la basílica de San Sebastián, visto dos de las flechas que hirieron al santo tribuno y la columna a la que fue atado, descendió a las galerías subterráneas que custodiaron los huesos de miles y miles de mártires, y donde san Felipe Neri tantas noches vigiló en oración. Luego pasó a las cercanas Catacumbas de san Calixto. Allí lo esperaba el caballero G. B. De Rossi, que las había descubierto, a quien lo había presentado monseñor de San Marzano.
Quien entra en esos lugares siente una tal conmoción, que le queda para toda la vida. Don Bosco estaba absorto en santos pensamientos al recorrer esos subterráneos, donde los primeros cristianos, a través de la misa, las oraciones en común, el canto de los salmos y las profecías, la comunión eucarística, la escucha de los obispos y los papas, habían encontrado la fuerza necesaria para enfrentar el martirio. Es imposible contemplar con ojos secos esos loculi que habían encerrado los cuerpos ensangrentados o quemados de tantos héroes de la fe, las tumbas de catorce papas que habían dado la vida para testimoniar lo que enseñaban, y la cripta de santa Cecilia.
Don Bosco observaba los antiquísimos frescos que retrataban a Jesucristo y la Eucaristía; y las imágenes que representaban el matrimonio de María Santísima con san José, la Asunción de María al cielo, la Madre de Dios con el niño en brazos o sobre las rodillas. Estaba encantado por el sentimiento de modestia que brillaba en estas imágenes, en las cuales el arte cristiano primitivo había sabido reproducir la belleza incomparable del alma y el ideal altísimo de la perfección moral que se debe atribuir a la Virgen. No faltaban otras figuras de santos y mártires. Don Bosco salió de las catacumbas a las 6 de la tarde. Había entrado a las 8 de la mañana […]

Hacia casa
Don Bosco el 14 de abril partió de Roma con el clérigo Rua, contento de que se hubieran sentado las bases de la Sociedad de San Francisco de Sales […] Entonces tomó un carruaje de alquiler, hizo una breve parada en el pueblo de Palo donde encontró al posadero perfectamente libre de fiebres: su curación había sido instantánea. Este no olvidará nunca lo ocurrido, y hacia 1875 o 76, llegado a Génova por razones de comercio, quiso continuar su viaje hasta Turín. Preguntado y sabido por telégrafo que Don Bosco estaba en el Oratorio, fue allí; pero él ese día estaba almorzando en casa del señor Occelletti Carlo. Entonces se dirigió allí a encontrarlo, haciéndole fiestas sin fin. El señor Occelletti siempre recordó con gran placer el relato que escuchó de esa curación. Llegado a Civitavecchia y hecha una visita al delegado pontificio, Don Bosco fue al puerto para embarcarse.
Las olas esta vez fueron calmadas y el tiempo hermoso, de modo que pudo desembarcar en Livorno, entretenerse con algún amigo y visitar algunas iglesias. Reanudando el mar al caer la tarde, don Rua recuerda cómo el barco llegó al puerto de Génova al surgir una espléndida aurora que iluminaba el magnífico panorama de la soberbia ciudad. Don Bosco, apenas puso pie en tierra, se dirigió al colegio de los Artigianelli, donde lo esperaba don Montebruno y el señor Giuseppe Canale. Después del mediodía subió al tren. Al atravesar la ciudad había sentido una grata sorpresa: cuando las campanas sonaron el Angelus, muchas personas por las calles y las plazas se descubrieron la cabeza, y los mismos porteadores se habían levantado de sus bancos para recitar la oración. Varias veces contó esto para edificación de sus alumnos. Llegó a Turín el 16 de abril, recibido por los jóvenes con tanta fiesta y afecto, que ningún padre podría desear más de sus propios hijos.




Devoción de Don Bosco al Sagrado Corazón de Jesús

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, muy querida por Don Bosco, nace de las revelaciones a Santa Margarita María Alacoque en el monasterio de Paray-le-Monial: Cristo, mostrando su Corazón traspasado y coronado de espinas, pidió una fiesta reparadora el viernes después de la Octava del Corpus Domini. A pesar de las oposiciones, el culto se extendió porque ese Corazón, sede del amor divino, recuerda la caridad manifestada en la cruz y en la Eucaristía. Don Bosco invita a los jóvenes a honrarlo constantemente, sobre todo en el mes de junio, recitando la Corona y realizando actos de reparación que obtienen abundantes indulgencias y las doce promesas de paz, misericordia y santidad.

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que cada día crece más, escuchad, queridos jóvenes, cómo tuvo su origen. Vivía en Francia, en el monasterio de la Visitación de Paray le Monial, una humilde virgen llamada Margarita Alacoque, querida por Dios por su gran pureza. Un día, mientras estaba delante del Santísimo Sacramento para adorar al bendito Jesús, vio a su Esposo Celestial en el acto de descubrir su pecho y mostrarle su Sagrado Corazón, resplandeciente de llamas, rodeado de espinas, traspasado por una herida y coronado por una cruz. Al mismo tiempo, la oyó quejarse de la monstruosa ingratitud de los hombres y ordenarle que se esforzara para que el viernes después de la Octava del Corpus Domini se rindiera un culto especial a su Divino Corazón en reparación de las ofensas que Él recibe en la Santísima Eucaristía. La piadosa doncella, llena de confusión, expuso a Jesús lo incapaz que era para tan grande empresa, pero fue consolada por el Señor para que continuara en su obra, y la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús fue establecida a pesar de la viva oposición de sus adversarios.
Los motivos de este culto son múltiples: 1º Porque Jesucristo nos ofreció su Sagrado Corazón como sede de sus afectos; 2º Porque es símbolo de la inmensa caridad que Él nos demostró especialmente al permitir que su Sagrado Corazón fuera traspasado por una lanza; 3º Porque de este Corazón se mueven los fieles a meditar los dolores de Jesucristo y a profesarle gratitud.

Honremos, pues, constantemente este Divino Corazón, que por los muchos y grandes beneficios que ya nos ha hecho y nos hará, merece toda nuestra más humilde y amorosa veneración.

Mes de junio
Quien consagre todo el mes de junio al honor del Sagrado Corazón de Jesús con alguna oración diaria o devoción, obtendrá 7 años de indulgencia por cada día y una indulgencia plenaria al final del mes.

Corona al Sagrado Corazón de Jesús
Recitad esta Corona al Divino Corazón de Jesús Cristo para reparar los ultrajes que recibe en la Sagrada Eucaristía por parte de los infieles, los herejes y los malos cristianos. Recitadla solos o en grupo, si es posible ante la imagen del Divino Corazón o ante el Santísimo Sacramento:
V. Deus, in adjutorium meum intende (Oh Dios, ven a salvarme).
R. Domine ad adjuvandum me festina (Señor, ven pronto en mi ayuda).
Gloria Patri, etc.

1. Oh, amabilísimo Corazón de mi Jesús, adoro humildemente vuestra dulcísima amabilidad, que de manera singular mostráis en el Divino Sacramento a las almas aún pecadoras. Me duele veros correspondidos de manera tan ingrata, y quiero repararos las tantas ofensas que recibís en la Santísima Eucaristía de los herejes, de los infieles y de los malos cristianos.
Padre, Ave y Gloria.

2. Oh, humildísimo Corazón de mi Jesús Sacramentado, adoro tu profunda humildad en la Divina Eucaristía, ocultándote por amor nuestro bajo las especies del pan y del vino. ¡Oh, te lo ruego, Jesús mío, infunde en mi corazón esta virtud tan hermosa; yo, mientras tanto, procuraré compensarte por tantas ofensas que recibes en el Santísimo Sacramento por parte de los herejes, los infieles y los malos cristianos.
Padre, Ave y Gloria.

3. Oh, Corazón de mi Jesús, tan deseoso de sufrir, adoro esos deseos tan ardientes de encontrar tu dolorosa Pasión y de someterte a los agravios que tú mismo prevés en el Santísimo Sacramento. ¡Ah, Jesús mío! Tengo la sincera intención de compensarte con mi propia vida; quisiera impedir esas ofensas que, por desgracia, recibes en la Sagrada Eucaristía por parte de los herejes, los infieles y los malos cristianos.
Pater, Ave y Gloria.

4. Oh, corazón pacientísimo de mi Jesús, venero humildemente vuestra paciencia invencible al soportar por amor mío tantos dolores en la Cruz y tantos ultrajes en la Divina Eucaristía. ¡Oh, mi querido Jesús! Puesto que no puedo lavar con mi sangre aquellos lugares donde fuiste tan maltratado en uno y otro Misterio, te prometo, oh mi Bien Supremo, que usaré todos los medios para reparar a tu Divino Corazón tantos ultrajes que recibes en la Sagrada Eucaristía de los herejes, de los infieles y de los malos cristianos.
Padre, Ave y Gloria.

5. Oh Corazón de mi Jesús, amantísimo de nuestras almas en la admirable institución de la Santísima Eucaristía, adoro humildemente ese amor inmenso que nos llevas al darnos tu Divino Cuerpo y tu Divina Sangre como alimento. ¿Qué corazón no se estremece ante la vista de tan inmensa caridad? ¡Oh, mi buen Jesús! Dadme lágrimas abundantes para llorar y reparar tantas ofensas que recibís en el Santísimo Sacramento de los herejes, los infieles y los malos cristianos.
Pater, Ave y Gloria.

6. Oh Corazón de mi Jesús sediento de nuestra salvación, venero humildemente ese amor ardiente que os impulsó a realizar el Sacrificio inefable de la Cruz, renovándolo cada día en los Altares en la Santa Misa. ¿Es posible que ante tanto amor no arda el corazón humano lleno de gratitud? Sí, por desgracia, oh Dios mío; pero para el futuro te prometo hacer todo lo que pueda para reparar tantos ultrajes que recibes en este Misterio de amor por parte de los herejes, los infieles y los malos cristianos.
Pater, Ave y Gloria.

Quien recite solo los seis Padrenuestros, Ave Marías y Glorias ante el Santísimo Sacramento, diciendo el último Padrenuestro, Ave María y Gloria según la intención del Sumo Pontífice, obtendrá 300 días de indulgencia cada vez.

Promesas hechas por Jesucristo
a la beata Margarita Alacoque para los devotos de su Divino Corazón
Les daré todas las gracias necesarias en su estado.
Haré reinar la paz en sus familias.
Los consolaré en todas sus aflicciones.
Seré su refugio seguro en la vida, pero especialmente en la hora de la muerte.
Colmaré de bendiciones todas sus empresas.
Los pecadores encontrarán en mi Corazón la fuente y el océano infinito de la misericordia.
Las almas tibias se volverán fervientes.
Las almas fervientes ascenderán rápidamente a una gran perfección.

Bendeciré la casa donde se exponga y se honre la imagen de mi Sagrado Corazón.

Daré a los sacerdotes el don de conmover los corazones más endurecidos.
El nombre de las personas que propaguen esta devoción estará escrito en mi Corazón y nunca será borrado.

Acto de reparación contra las blasfemias.
Bendito sea Dios.
Bendito sea su Santo Nombre.
Bendito sea Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Bendito sea el nombre de Jesús.
Bendito sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar.
Bendito sea su Amabilísimo Corazón.
Bendita sea la gran Madre de Dios, María Santísima.
Bendito sea el nombre de María, Virgen y Madre.
Bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción.
Bendito sea Dios en sus Ángeles y en sus Santos.

Se concede una indulgencia de un año por cada vez: y plena a quien lo recite durante un mes, en el día en que haga la Santa Confesión y la Comunión.

Ofrenda al Sagrado Corazón de Jesús ante su santa imagen
Yo, NN., para estaros agradecido y reparar mis infidelidades, os entrego mi corazón y me consagro enteramente a vos, mi amable Jesús, y con vuestra ayuda me propongo no volver a pecar.

El Pontífice Pío VII concedió cien días de indulgencia una vez al día, recitándola con corazón contrito, y plenaria una vez al mes, a quien la recite todos los días.

Oración al Sagrado Corazón de María
Dios te salve, Augustísima Reina de la Paz, Madre de Dios; por el Sagrado Corazón de tu Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, haz que se apacigüe su ira y que reine sobre nosotros en paz. Acuérdate, oh Virgen María, que nunca se ha oído en el mundo que hayas rechazado o abandonado a nadie que implorara tus favores. Animado por esta confianza, me presento ante ti: no desprecies, oh Madre del Verbo Eterno, mis ruegos, sino escúchalos favorablemente y dígnate atenderlos, oh Clemente, oh Piadosa, oh Dulce Virgen María.
Pío IX concedió la indulgencia de 300 días cada vez que se recite devotamente esta oración, y la indulgencia plenaria una vez al mes a quien la haya recitado todos los días.

Oh Jesús, ardiente de amor,
Nunca te ofendí;
Oh, mi dulce y buen Jesús,
No quiero ofenderte más.

Sagrado Corazón de María,
Haz que salve mi alma.
Sagrado Corazón de mi Jesús,
Haz que te ame cada vez más.

A vos entrego mi corazón,
Madre de mi Jesús, Madre de amor.

(Fuente: «Il Giovane Provveduto per la pratica de’ suoi doveri negli esercizi di cristiana pietà per la recita dell’Uffizio della b. Vergine dei vespri di tutto l’anno e dell’uffizio dei morti coll’aggiunta di una scelta di laudi sacre, pel sac. Giovanni Bosco, 101ª edición, Turín, 1885, Tipografía y Librería Salesiana, S. Benigno Canavese – S. Per d’Arena – Lucca – Nizza Marittima – Marsella – Montevideo – Buenos Aires», pp. 119-124 [Obras publicadas, pp. 247-253]).

Foto: Estatua del Sagrado Corazón en bronce dorado sobre el campanario de la Basílica del Sagrado Corazón en Roma, donada por los exalumnos salesianos de Argentina. Erigida en 1931, es una obra realizada en Milán por Riccardo Politi según el diseño del escultor Enrico Cattaneo de Turín.




Don Bosco asiste a una reunión de demonios (1884)

Las páginas que siguen nos adentran en el corazón de la experiencia mística de San Juan Bosco, a través de dos vívidos sueños que tuvo entre septiembre y diciembre de 1884. En el primero, el Santo atraviesa la llanura hacia Castelnuovo con un personaje misterioso y reflexiona sobre la escasez de curas, advirtiendo que solo el trabajo incansable, la humildad y la moralidad pueden hacer florecer auténticas vocaciones. En el segundo ciclo onírico, Bosco asiste a un concilio infernal: monstruosos demonios conspiran para aniquilar la naciente Congregación Salesiana, difundiendo la gula, la codicia de riquezas, la libertad sin obediencia y el orgullo intelectual. Entre presagios de muerte, amenazas internas y signos de la Providencia, estos sueños se convierten en un espejo dramático de las luchas espirituales que esperan a cada educador y a la Iglesia entera, ofreciendo a la vez advertencias severas y esperanzas luminosas.

Ricos en enseñanzas son dos sueños que tuvo el Siervo de Dios en los meses de septiembre y diciembre respectivamente.

El primero, en la noche del veintinueve al treinta de aquel mes. Es una lección para los sacerdotes. Le pareció dirigirse hacia Castelnuovo a través de una llanura; junto a él iba un venerando sacerdote, cuyo nombre dijo que no recordaba. Comenzaron a hablar sobre los sacerdotes: – ¡Trabajo, trabajo, trabajo! decían, éste debe ser el objetivo y la gloria de los sacerdotes. No cejar jamás en el trabajo. De esta manera ¡cuántas almas se salvarían! ¡Cuántas cosas se harían para gloria de Dios! ¡Oh, si el misionero cumpliese en verdad con su papel de misionero, si el párroco cumpliese con su misión de párroco, cuántos prodigios de santidad resplandecerían por todas partes! Pero, desgraciadamente, muchos tienen miedo al trabajo y prefieren las propias comodidades.
Razonando de esta manera entre sí, llegaron a un lugar llamado Filippelli. Entonces, don Bosco comenzó a lamentarse de la falta de sacerdotes.
– Es cierto, asintió el otro, los sacerdotes escasean, pero si todos los sacerdotes cumpliesen con su oficio de sacerdote, habría bastantes. ¡Cuántos sacerdotes hay que no hacen nada por el ministerio! Algunos no son más que el sacerdote de la familia; otros, por timidez, permanecen ociosos; mientras que si, por el contrario, se dedicasen al ministerio, si se examinasen de confesión, llenarían un gran vacío en las filas de la Iglesia… Dios proporciona las vocaciones según las necesidades. Cuando se impuso el servicio militar a los clérigos, todos estaban asustados, como si ya nadie pudiese llegar a ser sacerdote; pero cuando los ánimos se serenaron se comprobó que las vocaciones, en lugar de disminuir, aumentaron.
– Y ahora, preguntó don Bosco, ¿qué es lo que hay que hacer para promover las vocaciones en medio de la juventud?
– Ninguna otra cosa, respondió el compañero de viaje, más que cultivar celosamente entre ellos la moralidad. La moralidad es el semillero de las vocaciones.
– ¿Y qué es lo que deben hacer especialmente los sacerdotes para obtener que la propia vocación produzca frutos?
– Presbyter discat domum suam regere et sanctificare. (El presbítero aprenda a gobernar y santificar su casa). Que cada uno sea ejemplo de santidad en la propia familia y en la propia parroquia. Que no se entregue a los desórdenes de la gula, que no se engolfe en las cosas temporales… Que sea, ante todo, modelo en su propia casa y después lo será fuera de ella.
A cierto punto, aquel sacerdote preguntó a don Bosco adónde se dirigía y don Bosco le indicó Castelnuovo. El compañero, entonces,
dejándole proseguir, se quedó con un grupo de personas que le precedían. Después de dar algunos pasos, el siervo de Dios se despertó. En este sueño podemos ver como un recuerdo de los antiguos paseos que solía organizar Don Bosco con sus jóvenes por aquellos lugares.

Predicción de la muerte de Salesianos
El segundo sueño se refiere a la Congregación y pone en guardia contra los peligros que podrían amenazar su existencia. En realidad, más que un sueño es un argumento que se va desenvolviendo en sueños sucesivos.
En la noche del día primero de diciembre, el clérigo Viglietti se despertó sobresaltado al oír los gritos desgarradores que partían de la habitación de don Bosco. Se arrojó del lecho y se puso a escuchar.
El Siervo de Dios, con voz sofocada por lo sollozos, gritaba:
– ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Auxilio! ¡Auxilio!
Viglietti, sin más, entró en la habitación y preguntó:
– ¡Don Bosco! ¡Se siente mal?
– ¡Oh, Viglietti!, respondió el siervo de Dios despertándose. No, no me siento mal, pero no podía respirar, sabes. Mas ya pasó; vuelve tranquilo a la cama y duerme.
Por la mañana, cuando Viglietti, según lo acostumbrado, le llevó el café después de misa, don Bosco comenzó a decir: – ¡Viglietti, no puedo más, tengo los pulmones deshechos por los gritos de esta noche! Son cuatro noches consecutivas en las que sueño cosas que me obligan a gritar y me fatigan demasiado. Hace cuatro noches que veo una larga fila de Salesianos, unos detrás de otros, llevando cada uno una lanza en cuya parte superior había un cartel y en el cartel un número estampado. En uno se leía setenta y tres, en otro treinta, en un tercero sesenta y dos y así sucesivamente. Después que desfilaron numerosos carteles, apareció la luna en el cielo, en la cual, a medida que iban apareciendo los Salesianos, se veía una cifra no superior a doce y detrás numerosos puntos negros. Todos los Salesianos que yo veía iban a sentarse, cada uno sobre una tumba preparada.
He aquí la explicación dada a aquel espectáculo. El número que aparecía sobre los carteles era el tiempo de vida asignado a cada uno; la aparición de la luna en distintas formas y fases, representaba el último mes de vida; los puntos negros significaban los días del mes en los cuales morirían. A algunos los veía reunidos en grupos: eran los que habían de morir juntos, en un mismo día. Si hubiese querido narrar minuciosamente todas las cosas y las circunstancias accesorias, aseguró que habría necesitado emplear al menos diez días completos.

Es testigo de un conciliábulo de demonios
Hace tres noches, siguió, soñé de nuevo. Te contaré lo que vi en pocas palabras. Me pareció estar en una gran sala, donde muchos diablos celebraban un congreso tratando el modo de exterminar a la Congregación Salesiana. Parecían leones, tigres, serpientes y otras diversas clases de animales; pero tenían una forma indeterminada, más bien semejante a la figura humana. Semejaban sombras, que unas veces crecían y otras menguaban, que se estilizaban o se ensanchaban como sucedería con los cuerpos que tuviesen detrás de sí una luz que fuese llevada de una parte a otra, colocada a ras del suelo o levantada.
Y he aquí que uno de los demonios se adelantó y abrió la sesión. Para destruir a la Sociedad Salesiana propuso un único medio: la gula. Hizo ver las consecuencias de este vicio: inercia para el bien, corrupción de costumbres, escándalo, falta de espíritu de sacrificio, descuido de los jóvenes… Pero otro diablo replicó:
– El medio que propones no es general ni eficaz, ni se puede asaltar con él a todos los miembros en conjunto, pues la mesa de los religiosos será siempre parca y el vino se servirá en medida discreta; las reglas señalan su comida ordinaria; los Superiores vigilan para que no entren desórdenes. Quien se excediese en la comida o en la bebida, en vez de escandalizar causaría desprecio. No es ésta el arma que se ha de emplear para combatir a los Salesianos; yo propondría otro medio, que será más eficaz y con el que se podrá lograr mejor nuestro intento: el amor a las riquezas. En una Congregación religiosa, cuando entra el amor a las riquezas, penetra también en ella el amor a las comodidades, se busca la manera de disponer de peculio, se rompe el vínculo de la caridad, no pensando cada uno más que en sí mismo; se echan en olvido los pobres para atender únicamente a los que tienen bienes de fortuna, se roba a la Congregación…
Aquél quiso continuar, pero surgió un tercero que exclamó:
– Pero, ¡qué gula, ni qué riquezas! Entre los Salesianos el amor a las riquezas puede subyugar a pocos. Los Salesianos son todos pobres, tienen pocas ocasiones de procurarse un peculio. Además, en general, están constituidos de tal forma y son tantas sus necesidades por los muchos jóvenes que atienden y las casas que tienen que abastecer, que cualquier cantidad, por gruesa que fuese, sería inmediatamente empleada. No es posible que atesoren dinero. Pero yo tengo un medio infalible para ganar a nuestra causa a la Sociedad Salesiana, y éste es la libertad. Inducir, pues, a los Salesianos a despreciar las Reglas, a rechazar ciertas ocupaciones por pesadas y poco honoríficas, a producir cismas entre los Superiores con opiniones diversas, a ir a visitar a los parientes, so pretexto de invitaciones, y cosas semejantes.
Mientras los demonios parlamentaban, don Bosco pensaba:
– Ya, ya me percato de todo cuanto estáis diciendo. Hablad, hablad, pues así podré frustrar vuestras tramas.
Entretanto se adelantó un cuarto demonio que dijo:
– Pero qué, esas armas que proponéis son inútiles. Los Superiores sabrán poner freno a esa libertad, despidiendo de casa a los que se muestren rebeldes contra las Reglas. Alguno será tal vez deslumbrado por el deseo de la libertad, pero la gran mayoría se mantendrá en el cumplimiento de su deber. Yo tengo un medio para poder arruinarlo todo desde sus cimientos; un medio tal que a duras penas los Salesianos podrán precaverse de él. Escuchadme con atención. Persuadirlos de que la ciencia debe ser su gloria principal. Por tanto, inducirlos a estudiar mucho para sí, para adquirir fama, y no para practicar lo que aprenden, no para usufructuar la ciencia en ventaja del prójimo. Así, procurar que traten con desprecio a los pobres e ignorantes y que no atiendan en absoluto el sagrado ministerio. Nada de oratorios festivos, ni de catecismo a los niños; nada de clases primarias para instruir a los pobres niños abandonados; nada de largas horas de confesonario. Atenderán sólo a la predicación, pero raras veces y de una forma medida y estéril, pues en ella buscarán solamente un desahogo de la soberbia con el fin de alcanzar las alabanzas de los hombres y no la salvación de las almas.
Esta propuesta fue recibida con aplausos generales. Entonces don Bosco entrevió el día en el que los Salesianos podrían llegar a creer que el bien de la Congregación y su honra tenía que consistir en el saber y se sintió lleno de espanto sólo al pensar que sus hijos llegasen a proceder según esta idea, proclamando a voz en cuello que éste debería ser el programa a seguir.
También en esta ocasión el Siervo de Dios permanecía en un rincón de la sala escuchándolo y observándolo todo; cuando uno de los demonios lo descubrió y gritando lo señaló a los demás. Al oír aquel grito, todos se arrojaron contra él vociferando:
– ¡Acabemos de una vez! Era una danza infernal de espectros que lo empujaban, lo agarraban por los brazos y por la persona, mientras el Siervo de Dios decía a gritos:
– ¡Dejadme! ¡Auxilio! Finalmente se despertó, con los pulmones deshechos de tanto gritar.

Leones, tigres y monstruos disfrazados de corderos
La noche siguiente se dio cuenta de que el demonio había atacado a los Salesianos en la parte más esencial, induciéndoles a las trasgresiones de las Reglas. Entre ellos, se le presentaba delante distintamente quién las observaba y quién las quebrantaba.
En la noche última el sueño había sido espantoso. Don Bosco vio un gran rebaño de corderos y de ovejas que representaban a otros tantos Salesianos. El Siervo de Dios se acercó para acariciar a los corderos, pero se dio cuenta de que su piel, en vez de ser lana de cordero, era solamente una especie de cobertura que escondía u ocultaba a otros tantos tigres, leones, perros rabiosos, cerdos, panteras, osos y que cada uno tenía a su lado a un monstruo horrible y feroz. En medio del rebaño, había algunos reunidos en consejo. Don Bosco, sin ser visto, se acercó a éstos para oír lo que decían; estaban concertando la manera de destruir la Congregación Salesiana. Uno decía:
– ¡Hay que desollar a los Salesianos!
Y otro guiñando siniestramente, añadía:
– ¡Hay que estrangularlos!

Pero, cuando menos se esperaba, uno de ellos vio al Siervo de Dios que estaba allí cerca escuchando. Dio la voz de alarma y todos a una comenzaron a gritar que había que comenzar por don Bosco. Dicho esto, se dirigieron hacia él como para destrozarlo. Entonces fue cuando lanzó el grito que despertó a Viglietti. Además de las violencias diabólicas, había otra cosa que oprimía el espíritu del buen Padre: había visto desplegada sobre aquel rebaño una gran enseña que llevaba escritas estas palabras: Bestiis comparati sunt. (Fueron comparados a las bestias). Al contar esto, inclinó la cabeza y lloró.

Viglietti le tomó la mano y estrechándosela contra el corazón:
– ¡Ah!, don Bosco, le dijo, nosotros con el auxilio de Dios le seremos siempre fieles y nos comportaremos como buenos hijos, ¿no es cierto?
– Querido Viglietti, respondió el siervo de Dios, sé bueno y prepárate a ver grandes acontecimientos. Apenas si te he esbozado estos sueños; pues si hubiese tenido que contar todos los detalles tendría aún para mucho tiempo. ¡Cuántas cosas vi! Hay algunos en nuestras casas que no llegarán a celebrar la Novena de Navidad ¡Oh!, si pudiese hablar a los jóvenes, si dispusiese de fuerzas suficientes para poderme entretener con ellos, si pudiese dar vueltas por las casas como lo hacía en otro tiempo y revelar a algunos el estado de su conciencia, como lo vi en sueños, y decir a otros: Rompe el hielo, haz de una vez una buena confesión. Los tales me contestarían: Pero si me he confesado bien. En cambio, yo les podría replicar diciéndoles que han callado y lo que han callado, de forma que no se atreverían a negármelo. También algunos Salesianos, si pudiese hacer llegar hasta ellos una palabra mía, verían la necesidad que tienen de ajustar las propias cuentas repitiendo sus confesiones. Vi a los que observan las Reglas y a los que no las observan. Vi a muchos jóvenes que irán a San Benigno y se harán Salesianos y después desertarán de nuestras filas. También nos abandonarán algunos que al presente son Salesianos. Habrá otros que desearán solamente la ciencia que hincha, que les proporciona las alabanzas de los hombres y que les hace despreciar los consejos de aquéllos a los que consideran menos que ellos en el saber.

Con estos desconsoladores pensamientos, se entrelazaban providenciales consuelos que alegraban su corazón. La tarde del día tres de diciembre llegaba al Oratorio el Obispo de Pará, es decir del país central en el sueño de las misiones. Al día siguiente decía a Viglietti:

– ¡Qué grande es la Providencia! Escucha y dime después si no somos protegidos por Dios. Me escribía don Pablo Albera que no En el Oratorio el día dieciocho de diciembre murió el aprendiz Antonio Garino y, el día veinticinco, el aprendiz Esteban Pisano. podía ir adelante porque necesitaba en seguida mil francos; aquel mismo día una señora de Marsella, que anhelaba volver a ver a un hermano suyo religioso en París, satisfecha por haber obtenido la gracia de la Virgen, llevó mil francos a don Pablo Albera. Don José Ronchail se encuentra en graves estrecheces y necesita absolutamente cuatro mil francos; una señora escribe hoy mismo a don Bosco y pone a su disposición cuatro mil francos. Don Francisco Dalmazzo no sabe a qué santo acudir para tener dinero; hoy una señora regala para la iglesia del Sagrado Corazón una cantidad muy considerable. Y después, el día siete de diciembre, hubo la gran fiesta de la consagración de Monseñor Cagliero. Todos estos acontecimientos eran muy alentadores, porque eran visibles señales de la mano de Dios en la Obra de su Siervo.(MB IT XVII 383-389 / MB ES XVII 331-337)




Don Bosco y el Sagrado Corazón. Custodiar, reparar, amar

En 1886, en vísperas de la consagración de la nueva Basílica del Sagrado Corazón en el centro de Roma, el «Boletín Salesiano» quiso preparar a sus lectores —colaboradores, benefactores, jóvenes, familias— para un encuentro vital con «el Corazón traspasado que sigue amando». Durante todo un año, la revista presentó ante los ojos del mundo salesiano un auténtico «rosario» de meditaciones: cada número vinculaba un aspecto de la devoción a una urgencia pastoral, educativa o social que Don Bosco —ya agotado, pero muy lúcido— consideraba estratégica para el futuro de la Iglesia y de la sociedad italiana. Casi ciento cuarenta años después, esa serie sigue siendo un pequeño tratado de espiritualidad del corazón, escrito en un tono sencillo pero lleno de ardor, capaz de conjugar contemplación y práctica. Presentamos aquí una lectura unitaria de ese recorrido mensual, mostrando cómo la intuición salesiana sigue hablando hoy.


Febrero – La guardia de honor: velar por el Amor herido
            El nuevo año litúrgico se abre, en el Boletín, con una invitación sorprendente: no solo adorar a Jesús presente en el sagrario, sino «hacerle guardia», un turno de una hora elegido libremente en el que cada cristiano, sin interrumpir sus actividades cotidianas, se convierte en centinela amoroso que consuela al Corazón traspasado por la indiferencia del carnaval. La idea, nacida en Paray-le-Monial y florecida en muchas diócesis, se convierte en un programa educativo: transformar el tiempo en espacio de reparación, enseñar a los jóvenes que la fidelidad nace de pequeños actos constantes, hacer de la jornada una liturgia difundida. El voto asociado —destinar los ingresos del Manual de la Guardia de Honor a la construcción de la basílica romana— revela la lógica salesiana: la contemplación que se traduce inmediatamente en ladrillos, porque la verdadera oración edifica (literalmente) la casa de Dios.

Marzo – Caridad creativa: el sello salesiano
            En la gran conferencia del 8 de mayo de 1884, el cardenal Parocchi resumió la misión salesiana en una palabra: «caridad». El Boletín retoma ese discurso para recordar que la Iglesia conquista el mundo más con gestos de amor que con disputas teóricas. Don Bosco no funda escuelas de élite, sino hospicios populares; no saca a los chicos del entorno solo para protegerlos, sino para devolverlos a la sociedad como ciudadanos sólidos. Es la caridad «según las necesidades del siglo»: respuesta al materialismo no con polémicas, sino con obras que muestran la fuerza del Evangelio. De ahí la urgencia de un gran santuario dedicado al Corazón de Jesús: hacer que en el corazón de Roma se eleve un signo visible de ese amor que educa y transforma.

Abril – Eucaristía: «obra maestra del Corazón de Jesús»
            Para Don Bosco, nada es más urgente que devolver a los cristianos a la Comunión frecuente. El Boletín recuerda que «no hay catolicismo sin la Virgen y sin la Eucaristía». La mesa eucarística es «el origen de la sociedad cristiana»: de ella nacen la fraternidad, la justicia y la pureza. Si la fe languidece, hay que reavivar el deseo del Pan vivo. No es casualidad que san Francisco de Sales confiara a las Visitandinas la misión de custodiar el Corazón eucarístico: la devoción al Sagrado Corazón no es un sentimiento abstracto, sino un camino concreto que conduce al sagrario y desde allí se derrama por las calles. Y es de nuevo la obra romana la que sirve de verificación: cada lira ofrecida para la basílica se convierte en un «ladrillo espiritual» que consagra a Italia al Corazón que se entrega.

Mayo – El Corazón de Jesús resplandece en el Corazón de María
            El mes mariano lleva al Boletín a entrelazar las dos grandes devociones: entre los dos Corazones existe una profunda comunión, simbolizada por la imagen bíblica del «espejo». El Corazón inmaculado de María refleja la luz del Corazón divino, haciéndola soportable a los ojos humanos: quien no se atreve a mirar fijamente al Sol, mira su resplandor reflejado en la Madre. Culto de latría para el Corazón de Jesús, de «hiperdulia» para el de María: distinción que evita los equívocos de los polemistas jansenistas de ayer y de hoy. El Boletín desmonta las acusaciones de idolatría e invita a los fieles a un amor equilibrado, donde la contemplación y la misión se alimentan mutuamente: María introduce al Hijo y el Hijo conduce a la Madre. Con vistas a la consagración del nuevo templo, se pide unir las dos invocaciones que se alzan sobre las colinas de Roma y Turín: Sagrado Corazón de Jesús y María Auxiliadora.

Junio – Consolaciones sobrenaturales: el amor que obra en la historia
            Doscientos años después de la primera consagración pública al Sagrado Corazón (Paray-le-Monial, 1686), el Boletín afirma que la devoción responde a la enfermedad de la época: «enfriamiento de la caridad por exceso de iniquidad». El Corazón de Jesús —Creador, Redentor, Glorificador— se presenta como el centro de toda la historia: desde la creación hasta la Iglesia, desde la Eucaristía hasta la escatología. Quien adora ese Corazón entra en un dinamismo que transforma la cultura y la política. Por eso, el papa León XIII pidió a todos que acudieran al santuario romano: monumento de reparación, pero también «dique» contra el «río inmundo» del error moderno. Es un llamamiento que suena actual: sin caridad ardiente, la sociedad se deshilacha.
Julio – Humildad: el rostro de Cristo y del cristiano
            La meditación estival elige la virtud más descuidada: la humildad, «gema trasplantada por la mano de Dios en el jardín de la Iglesia». Don Bosco, hijo espiritual de san Francisco de Sales, sabe que la humildad es la puerta de las demás virtudes y el sello de todo verdadero apostolado: quien sirve a los jóvenes sin buscar visibilidad hace presente «el ocultamiento de Jesús durante treinta años». El Boletín desenmascara la soberbia disfrazada de falsa modestia e invita a cultivar una doble humildad: la del intelecto, que se abre al misterio, y la de la voluntad, que obedece a la verdad reconocida. La devoción al Sagrado Corazón no es sentimentalismo: es escuela de pensamiento humilde y de acción concreta, capaz de construir la paz social porque elimina del corazón el veneno del orgullo.

Agosto – Mansedumbre: la fuerza que desarma
            Después de la humildad, la mansedumbre: virtud que no es debilidad, sino dominio de sí mismo, «el león que engendra miel», dice el texto refiriéndose al enigma de Sansón. El Corazón de Jesús se muestra manso al acoger a los pecadores, firme en la defensa del templo. Se invita a los lectores a imitar ese doble movimiento: dulzura hacia las personas, firmeza contra el error. San Francisco de Sales vuelve a ser modelo: con tono apacible derramó ríos de caridad en la turbulenta Ginebra, convirtiendo más corazones de los que habrían conquistado las duras polémicas. En un siglo que «pecaba de no tener corazón», construir el santuario del Sagrado Corazón significaba erigir un gimnasio de mansedumbre social, una respuesta evangélica al desprecio y a la violencia verbal que ya entonces envenenaban el debate público.

Septiembre – Pobreza y cuestión social: el Corazón que reconcilia a ricos y pobres
            El estruendo del conflicto social, advierte el Boletín, amenaza con «reducir a escombros el edificio civil». Estamos en plena «cuestión obrera»: los socialistas agitan a las masas, el capital se concentra. Don Bosco no niega la legitimidad de la riqueza honesta, pero recuerda que la verdadera revolución comienza en el corazón: el Corazón de Jesús proclamó bienaventurados a los pobres y vivió en primera persona la pobreza. El remedio pasa por una solidaridad evangélica alimentada por la oración y la generosidad. Hasta que no se termine el templo romano —escribe el periódico—, faltará el signo visible de la reconciliación. En las décadas siguientes, la doctrina social de la Iglesia desarrollará estas intuiciones, pero la semilla ya está aquí: la caridad no es limosna, es justicia que nace de un corazón transformado.

Octubre – La infancia: sacramento de la esperanza
            «Ay de aquel que escandaliza a uno de estos pequeños»: en boca de Jesús, la invitación se convierte en advertencia. El Boletín recuerda los horrores del mundo pagano contra los niños y muestra cómo el cristianismo ha cambiado la historia al confiar a los pequeños un lugar central. Para Don Bosco, la educación es un acto religioso: en la escuela y en el oratorio se guarda el tesoro de la Iglesia futura. La bendición de Jesús a los niños, reproducida en las primeras páginas del periódico, es una manifestación del Corazón que «se estrecha como un padre» y anuncia la vocación salesiana: hacer de la juventud un «sacramento» que hace presente a Dios en la ciudad. Las escuelas, los colegios, los talleres no son opcionales: son la forma concreta de honrar el Corazón de Jesús vivo en los jóvenes.

Noviembre – Triunfos de la Iglesia: la humildad vence a la muerte
            La liturgia recuerda a los santos y a los difuntos; el Boletín medita sobre el «triunfo manso» de Jesús que entra en Jerusalén. La imagen se convierte en clave de lectura de la historia de la Iglesia: se alternan los éxitos y las persecuciones, pero la Iglesia, como el Maestro, siempre resucita. Se invita a los lectores a no dejarse paralizar por el pesimismo: las sombras del momento (leyes anticlericales, reducción de las órdenes, propaganda masónica) no borran el dinamismo del Evangelio. El templo del Sagrado Corazón, surgido entre la hostilidad y la pobreza, será el signo tangible de que «la piedra sellada ha sido removida». Colaborar en su construcción significa apostar por el futuro de Dios.

Diciembre – Bienaventuranza del dolor: la Cruz acogida por el corazón
            El año se cierra con la más paradójica de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los que lloran». El dolor, escándalo para la razón pagana, se convierte en el Corazón de Jesús en camino de redención y fecundidad. El Boletín ve en esta lógica la clave para leer la crisis contemporánea: las sociedades fundadas en el entretenimiento a toda costa producen injusticia y desesperación. Aceptado en unión con Cristo, en cambio, el dolor transforma los corazones, fortalece el carácter, estimula la solidaridad, libera del miedo. Incluso las piedras del santuario son «lágrimas transformadas en esperanza»: pequeñas ofrendas, a veces fruto de sacrificios ocultos, que construirán un lugar desde el que lloverán, promete el periódico, «torrentes de castas delicias».

Un legado profético
            En el montaje mensual del Boletín Salesiano de 1886 llama la atención la pedagogía del crescendo: se parte de la pequeña hora de guardia y se llega a la consagración del dolor; del fiel individual a las obras nacionales; del tabernáculo atornillado del oratorio a los bastiones del Esquilino. Es un itinerario que entrelaza tres ejes fundamentales:
            Contemplación: el Corazón de Jesús es ante todo un misterio que hay que adorar: vigilia, Eucaristía, reparación.
            Formación: cada virtud (humildad, mansedumbre, pobreza) se propone como medicina social, capaz de curar las heridas colectivas.
            Construcción: la espiritualidad se convierte en arquitectura: la basílica no es un ornamento, sino un laboratorio de ciudadanía cristiana.
            Sin forzar, podemos reconocer aquí el presagio de temas que la Iglesia desarrollará a lo largo del siglo XX: el apostolado de los laicos, la doctrina social, la centralidad de la Eucaristía en la misión, la protección de los menores, la pastoral del sufrimiento. Don Bosco y sus colaboradores captan los signos de los tiempos y responden con el lenguaje del corazón.

            El 14 de mayo de 1887, cuando León XIII consagró la Basílica del Sagrado Corazón, a través de su vicario Cardenal Lucido María Parocchi, don Bosco – demasiado débil para subir al altar – asistió escondido entre los fieles. En ese momento, todas las palabras del Boletín de 1886 se convirtieron en piedra viva: la guardia de honor, la caridad educativa, la Eucaristía centro del mundo, la ternura de María, la pobreza reconciliadora, la bienaventuranza del dolor. Hoy esas páginas piden un nuevo aliento: nos toca a nosotros, consagrados o laicos, jóvenes o ancianos, continuar la vigilia, levantar obras de esperanza, aprender la geografía del corazón. El programa sigue siendo el mismo, sencillo y audaz: guardar, reparar, amar.

En la foto: Pintura del Sagrado Corazón, situada en el altar mayor de la Basílica del Sagrado Corazón de Roma. La obra fue encargada por Don Bosco y confiada al pintor Francesco de Rohden (Roma, 15 de febrero de 1817 – 28 de diciembre de 1903).




Don Bosco y las procesiones eucarísticas

Un aspecto poco conocido pero importante del carisma de san Juan Bosco son las procesiones eucarísticas. Para el santo de los jóvenes, la Eucaristía no era solo una devoción personal, sino una herramienta pedagógica y un testimonio público. En una Turín en transformación, don Bosco vio en las procesiones una oportunidad para fortalecer la fe de los jóvenes y anunciar a Cristo en las calles. La experiencia salesiana, que continuó en todo el mundo, muestra cómo la fe puede encarnarse en la cultura y responder a los desafíos sociales. Aún hoy, vividas con autenticidad y apertura, estas procesiones pueden convertirse en signos proféticos de fe.

Cuando se habla de san Juan Bosco (1815-1888) se piensa inmediatamente en sus oratorios populares, en la pasión educativa por los jóvenes y en la familia salesiana nacida de su carisma. Menos conocido, pero no por ello menos decisivo, es el papel que la devoción eucarística —y en particular las procesiones eucarísticas— tuvo en su obra. Para Don Bosco, la Eucaristía no era solo el corazón de la vida interior; también constituía una poderosa herramienta pedagógica y un signo público de renovación social en una Turín en rápida transformación industrial. Recorrer el vínculo entre el santo de los jóvenes y las procesiones con el Santísimo significa entrar en un laboratorio pastoral donde liturgia, catequesis, educación cívica y promoción humana se entrelazan de manera original y, en ocasiones, sorprendente.

Las procesiones eucarísticas en el contexto del siglo XIX
Para comprender a Don Bosco es necesario recordar que el siglo XIX italiano vivió un intenso debate sobre el papel público de la religión. Tras la época napoleónica y del movimiento risorgimentista, las manifestaciones religiosas en las calles de la ciudad ya no eran algo dado por sentado: en muchas regiones se estaba delineando un estado liberal que miraba con recelo cualquier expresión pública del catolicismo, temiendo concentraciones masivas o resurgimientos “reaccionarios”. Sin embargo, las procesiones eucarísticas mantenían una fuerza simbólica muy poderosa: recordaban la señoría de Cristo sobre toda la realidad y, al mismo tiempo, hacían emerger una Iglesia popular, visible e encarnada en los barrios. Contra este trasfondo se destaca la obstinación de Don Bosco, que nunca renunció a acompañar a sus jóvenes en el testimonio de la fe fuera de los muros del oratorio, ya fueran las calles de Valdocco o los campos circundantes.

Desde los años de formación en el seminario de Chieri, Giovanni Bosco desarrolló una sensibilidad eucarística de sabor “misionero”. Las crónicas cuentan que a menudo se detenía en la capilla, después de las clases, largo tiempo en oración ante el tabernáculo. En las “Memorias del Oratorio” él mismo reconoce haber aprendido de su director espiritual, don Cafasso, el valor de “hacerse pan” para los demás: contemplar a Jesús que se entrega en la Hostia significaba, para él, aprender la lógica del amor gratuito. Esta línea atraviesa toda su historia: “Manténganse amigos de Jesús sacramentado y María Auxiliadora” repetirá a los jóvenes, señalando la comunión frecuente y la adoración silenciosa como pilares de un camino de santidad laical y cotidiana.

El oratorio de Valdocco y las primeras procesiones internas
En los primeros años cuarenta del siglo XIX, el oratorio turinés aún no poseía una iglesia propiamente dicha. Las celebraciones se realizaban en barracas de madera o en patios adaptados. Don Bosco, sin embargo, no renunció a organizar pequeñas procesiones internas, casi “ensayos generales” de lo que se convertiría en una práctica establecida. Los jóvenes llevaban cirios y estandartes, cantaban alabanzas marianas y, al final, se detenían alrededor de un altar improvisado para la bendición eucarística. Estos primeros intentos tenían una función eminentemente pedagógica: acostumbrar a los jóvenes a una participación devota pero alegre, uniendo disciplina y espontaneidad. En la Turín obrera, donde a menudo la miseria desembocaba en violencia, desfilar ordenados con el pañuelo rojo al cuello ya era una señal contracorriente: mostraba que la fe podía educar al respeto de uno mismo y de los demás.

Don Bosco sabía bien que una procesión no se improvisa: se necesitan signos, cantos, gestos que hablen al corazón antes que a la mente. Por eso cuidaba personalmente la explicación de los símbolos. El baldaquino se convertía en la imagen de la tienda del encuentro, signo de la presencia divina que acompaña al pueblo en camino. Las flores esparcidas a lo largo del recorrido recordaban la belleza de las virtudes cristianas que deben adornar el alma. Los faroles, indispensables en las salidas nocturnas, aludían a la luz de la fe que ilumina las tinieblas del pecado. Cada elemento era objeto de una pequeña “predicación” convivencial en el refectorio o en la recreación, de modo que la preparación logística se entrelazara con la catequesis sistemática. ¿El resultado? Para los jóvenes, la procesión no era un deber ritual sino una ocasión de fiesta cargada de significado.

Uno de los aspectos más característicos de las procesiones salesianas era la presencia de la banda formada por los mismos alumnos. Don Bosco consideraba la música un antídoto contra el ocio y, al mismo tiempo, una poderosa herramienta de evangelización: “Una marcha alegre bien ejecutada —escribía— atrae a la gente como el imán atrae al hierro”. La banda precedía al Santísimo, alternando piezas sacras con arias populares adaptadas con textos religiosos. Este “diálogo” entre fe y cultura popular reducía las distancias con los transeúntes y creaba alrededor de la procesión un aura de fiesta compartida. No pocos cronistas laicos testimoniaron haber sido “intrigados” por aquel grupo de jóvenes músicos disciplinados, tan diferente de las bandas militares o filarmónicas de la época.

Procesiones como respuesta a las crisis sociales
La Turín del siglo XIX conoció epidemias de cólera (1854 y 1865), huelgas, hambrunas y tensiones anticlericales. Don Bosco reaccionó a menudo proponiendo procesiones extraordinarias de reparación o de súplica. Durante el cólera de 1854 llevó a los jóvenes por las calles más afectadas, recitando en voz alta las letanías por los enfermos y repartiendo pan y medicinas. En ese momento nació la promesa —luego cumplida— de construir la iglesia de María Auxiliadora: “Si la Madonna salva a mis chicos, le levantaré un templo”. Las autoridades civiles, inicialmente contrarias a los cortejos religiosos por temor al contagio, tuvieron que reconocer la eficacia de la red de asistencia salesiana, alimentada espiritualmente precisamente por las procesiones. La Eucaristía, llevada entre los enfermos, se convertía así en un signo tangible de la compasión cristiana.

Contrariamente a ciertos modelos devocionales cerrados en las sacristías, las procesiones de Don Bosco reivindicaban un derecho de ciudadanía de la fe en el espacio público. No se trataba de “ocupar” las calles, sino de devolverlas a su vocación comunitaria. Pasar bajo los balcones, atravesar plazas y pórticos significaba recordar que la ciudad no es solo lugar de intercambio económico o de enfrentamiento político, sino de encuentro fraterno. Por eso Don Bosco insistía en un orden impecable: capas cepilladas, zapatos limpios, filas regulares. Quería que la imagen de la procesión comunicara belleza y dignidad, persuadiendo incluso a los observadores más escépticos de que la propuesta cristiana elevaba a la persona.

La herencia salesiana de las procesiones
Después de la muerte de Don Bosco, sus hijos espirituales difundieron la práctica de las procesiones eucarísticas en todo el mundo: desde las escuelas agrícolas de Emilia hasta las misiones de la Patagonia, desde los colegios asiáticos hasta los barrios obreros de Bruselas. Lo que importaba no era duplicar fielmente un rito piamontés, sino transmitir el núcleo pedagógico: protagonismo juvenil, catequesis simbólica, apertura a la sociedad circundante. Así, en América Latina, los salesianos incorporaron danzas tradicionales al inicio del cortejo; en India adoptaron alfombras de flores según el arte local; en África subsahariana alternaron cantos gregorianos con ritmos polifónicos tribales. La Eucaristía se convertía en puente entre culturas, realizando el sueño de Don Bosco de “hacer de todos los pueblos una sola familia”.

Desde el punto de vista teológico, las procesiones de Don Bosco encarnan una fuerte visión de la presencia real de Cristo. Llevar el Santísimo “afuera” significa proclamar que el Verbo no se hizo carne para quedarse encerrado, sino para “plantar su tienda en medio de nosotros” (cf. Jn 1,14). Tal presencia pide ser anunciada en formas comprensibles, sin reducirse a un gesto intimista. En Don Bosco, la dinámica centrípeta de la adoración (reunir los corazones alrededor de la Hostia) genera una dinámica centrífuga: los jóvenes, alimentados en el altar, se sienten enviados a servir. De la procesión surgen micro-compromisos: asistir a un compañero enfermo, pacificar una pelea, estudiar con mayor diligencia. La Eucaristía se prolonga en las “procesiones invisibles” de la caridad cotidiana.

Hoy, en contextos secularizados o multirreligiosos, las procesiones eucarísticas pueden plantear interrogantes: ¿siguen siendo comunicativas? ¿No corren el riesgo de parecer folclore nostálgico? La experiencia de Don Bosco sugiere que la clave está en la calidad relacional más que en la cantidad de incienso o de ornamentos. Una procesión que involucra a familias, explica los símbolos, integra lenguajes artísticos contemporáneos y, sobre todo, se conecta con gestos concretos de solidaridad, mantiene una sorprendente fuerza profética. El reciente Sínodo sobre los jóvenes (2018) ha subrayado varias veces la importancia de “salir” y de “mostrar la fe con la carne”. La tradición salesiana, con su liturgia itinerante, ofrece un paradigma ya probado de “Iglesia en salida”.

Las procesiones eucarísticas no eran para Don Bosco simples tradiciones litúrgicas, sino verdaderos actos educativos, espirituales y sociales. Representaban una síntesis entre fe vivida, comunidad educativa y testimonio público. A través de ellas, Don Bosco formaba jóvenes capaces de adorar, respetar, servir y testimoniar.

Hoy, en un mundo fragmentado y distraído, reapropiarse del valor de las procesiones eucarísticas a la luz del carisma salesiano puede ser una forma eficaz de reencontrar el sentido de lo esencial: Cristo presente en medio de su pueblo, que camina con él, lo adora, lo sirve y lo anuncia.
En una época que busca autenticidad, visibilidad y relaciones, la procesión eucarística —si se vive según el espíritu de Don Bosco— puede ser un signo poderoso de esperanza y renovación.

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Patagonia: “La empresa más grande de nuestra Congregación”

Apenas llegaron a la Patagonia, los salesianos – guiados por Don Bosco – buscaron obtener un Vicariato apostólico que garantizara autonomía pastoral y el apoyo de Propaganda Fide. Entre 1880 y 1882, repetidas solicitudes a Roma, al presidente argentino Roca y al arzobispo de Buenos Aires se estrellaron contra disturbios políticos y desconfianzas eclesiásticas. Misioneros como Rizzo, Fagnano, Costamagna y Beauvoir recorrían el Río Negro, el Colorado y hasta el lago Nahuel-Huapi, estableciendo presencias entre indígenas y colonos. El giro llegó el 16 de noviembre de 1883: un decreto erigió el Vicariato de la Patagonia septentrional, confiado a monseñor Giovanni Cagliero, y la Prefectura meridional, dirigida por monseñor Giuseppe Fagnano. Desde ese momento, la obra salesiana se arraigó «en el fin del mundo», preparando su futura florecencia.

            Recién llegados los Salesianos a la Patagonia, el 22 de marzo de 1880 Don Bosco volvió a solicitar a las distintas Congregaciones romanas y al propio Papa León XIII para la erección de un Vicariato o Prefectura de la Patagonia con sede en Carmen, que abarcaría las colonias ya establecidas o que se estaban organizando en las márgenes del Río Negro, desde los 36° a los 50° de latitud Sur. Carmen podría haberse convertido en “el centro de las Misiones Salesianas entre los Indios”.
            Pero los disturbios militares en el momento de la elección del General Roca como Presidente de la República (mayo-agosto de 1880) y la muerte del inspector salesiano P. Francisco Bodrato (agosto de 1880) hicieron que los planes quedaran en suspenso. Don Bosco insistió también ante el Presidente en noviembre, pero fue en vano. El Vicariato no era querido ni por el arzobispo ni por la autoridad política.

            Unos meses más tarde, en enero de 1881, Don Bosco animó al recién nombrado Inspector P. Santiago Costamagna a ocuparse del Vicariato de la Patagonia y aseguró al párroco-director P. Fagnano que con respecto a la Patagonia – “la más grande empresa de nuestra Congregación”- pronto recaería sobre él una gran responsabilidad. Pero el impasse continuaba.
            Mientras tanto en la Patagonia el P. Emilio Rizzo, que en 1880 había acompañado al vicario de Buenos Aires Monseñor Espinosa por Río Negro hasta Roca (50 km), con otros salesianos se preparaba para otras misiones volantes por el mismo río. El P. Fagnano pudo entonces acompañar al ejército hasta la Cordillera en 1881. Don Bosco, impaciente, temblaba y el P. Costamagna, de nuevo en noviembre de 1881, le aconsejó negociar directamente con Roma.
            La suerte quiso que Monseñor Espinosa llegara a Italia a finales de 1881; Don Bosco aprovechó la ocasión para informar a través de él al arzobispo de Buenos Aires, que en abril de 1882 se mostró favorable al proyecto de un Vicariato confiado a los Salesianos. Más que nada, quizá por la imposibilidad de esperar allí con su clero. Pero una vez más no se llegó a nada. En el verano de 1882 y luego en 1883, el P. Beauvoir acompañó al ejército hasta el lago Nahuel-Huapi en los Andes (880 km); otros salesianos habían hecho excursiones apostólicas similares en abril a lo largo del Río Colorado, mientras que el P. Beauvoir regresó a Roca y en agosto el P. Milanesio fue hasta Ñorquín en Neuquén (900 km).
            Don Bosco estaba cada vez más convencido de que sin su propio Vicariato Apostólico los Salesianos no habrían gozado de la necesaria libertad de acción, dadas las dificilísimas relaciones que había tenido con su Arzobispo de Turín y teniendo en cuenta también que el propio Concilio Vaticano I no había decidido nada sobre las nada fáciles relaciones entre Ordinarios y superiores de Congregaciones religiosas en territorios de misión. Además, y no era poco, sólo un Vicariato misionero podía contar con el apoyo económico de la Congregación de Propaganda Fide.
            Por ello Don Bosco reanudó sus gestiones, elevando a la Santa Sede la propuesta de subdivisión administrativa de la Patagonia y Tierra del Fuego en tres Vicariatos o Prefecturas: de Río Colorado a Río Chubut, de éstos al Río Santa Cruz, y de éstos a las islas de Tierra del Fuego, incluidas las Malvinas.
            El Papa León XIII aceptó unos meses después y le pidió los nombres. Don Bosco sugirió entonces al cardenal Simeoni la erección de un Vicariato único para la Patagonia norte con sede en Carmen, del que dependería una Prefectura Apostólica para la Patagonia sur. Para esta última propuso al P. Fagnano; para el Vicariato al P. Cagliero o al P. Costamagna.

Un sueño hecho realidad
            El 16 de noviembre de 1883 un decreto de Propaganda Fide erigía el Vicariato Apostólico de la Patagonia Norte y Central, que comprendía el sur de la provincia de Buenos Aires, los territorios nacionales de La Pampa central, Río Negro, Neuquén y Chubut. Cuatro días más tarde la confió al P. Cagliero como Provicario Apostólico (y más tarde Vicario Apostólico). El 2 de diciembre de 1883, le tocó a Fagnano ser nombrado Prefecto Apostólico de la Patagonia chilena, del territorio chileno de Magallanes-Punta Arenas, del territorio argentino de Santa Cruz, de las islas Malvinas y de las islas indefinidas que se extienden hasta el estrecho de Magallanes. Eclesiásticamente, la Prefectura abarcaba zonas pertenecientes a la diócesis chilena de San Carlos de Ancud.
            El sueño del famoso viaje en tren de Cartagena en Colombia a Punta Arenas en Chile el 10 de agosto de 1883 comenzaba así a hacerse realidad, tanto más cuanto que algunos Salesianos de Montevideo en Uruguay habían venido a fundar la casa de Niteroi en Brasil a principios de 1883. El largo proceso para poder dirigir una misión en plena libertad canónica había llegado a su fin. En octubre de 1884 el P. Cagliero sería nombrado Vicario Apostólico de la Patagonia, donde ingresaría el 8 de julio, siete meses después de su consagración episcopal en Valdocco el 7 de diciembre de 1884.

La secuela
            Aunque en medio de las dificultades de todo tipo que la historia recuerda -incluso acusaciones y francas calumnias- la obra salesiana desde aquellos tímidos comienzos se desplegó rápidamente tanto en la Patagonia Argentina como en la chilena. Echó raíces sobre todo en pequeñísimos núcleos de indios y colonos, hoy convertidos en pueblos y ciudades. Monseñor Fagnano se estableció en Punta Arenas (Chile) en 1887, desde donde poco después inició misiones en las islas de Tierra del Fuego. Misioneros generosos y capaces gastaron generosamente sus vidas a ambos lados del Estrecho de Magallanes “por la salvación de las almas” e incluso de los cuerpos (en la medida de sus posibilidades) de los habitantes de aquellas tierras “allá abajo, en el fin del mundo”. Muchos lo reconocieron, entre ellos una persona que lo sabe, porque él mismo vino ‘casi del fin del mundo’: el Papa Francisco.

Foto de época: los tres Bororòs que acompañaron a los misioneros salesianos a Cuyabà (1904)




Patagonia: “La mayor empresa de nuestra Congregación

Tan pronto como llegaron a la Patagonia, los Salesianos – liderados por Don Bosco – buscaron obtener un Vicariato Apostólico que garantizara autonomía pastoral y apoyo de Propaganda Fide. Entre 1880 y 1882, repetidas solicitudes a Roma, al presidente argentino Roca y al arzobispo de Buenos Aires se toparon con disturbios políticos y desconfianzas eclesiásticas. Misioneros como Rizzo, Fagnano, Costamagna y Beauvoir recorrían el Río Negro, el Colorado y hasta el lago Nahuel-Huapi, estableciendo presencia entre indios y colonos. El giro decisivo llegó el 16 de noviembre de 1883: un decreto erigió el Vicariato de la Patagonia septentrional, confiado a monseñor Giovanni Cagliero, y la Prefectura meridional, dirigida por monseñor Giuseppe Fagnano. Desde ese momento, la obra salesiana se arraigó «en el fin del mundo», preparando su futuro florecimiento.

            Los Salesianos acababan de llegar a la Patagonia cuando Don Bosco, el 22 de marzo de 1880, volvió a insistir ante varias Congregaciones Romanas y ante el mismo Papa León XIII para la erección del Vicariato o Prefectura de la Patagonia con sede en Carmen, que abarcase las colonias ya constituidas o que se fueran organizando a orillas del Río Negro, desde el 36º hasta el 50º grado de latitud Sur. Carmen podría haber llegado a ser “el centro de las Misiones Salesianas entre los Indios”.
            Pero los disturbios militares en el momento de la elección del general Roca como Presidente de la República (mayo-agosto 1880) y la muerte del inspector salesiano don Francesco Bodrato (agosto 1880) hicieron suspender los trámites. Don Bosco insistió también ante el Presidente en noviembre, pero sin resultados. El Vicariato no era querido ni por el arzobispo ni era bien visto por la autoridad política.
            Pocos meses después, en enero de 1881, Don Bosco animaba al nuevo inspector don Giacomo Costamagna a esforzarse por el Vicariato en la Patagonia y aseguraba al director-párroco don Fagnano que respecto a la Patagonia – “la mayor empresa de nuestra Congregación” – una gran responsabilidad pronto recaería sobre él. Pero se seguía en un impasse.
            Mientras tanto, en la Patagonia, don Emilio Rizzo, que había acompañado en 1880 al vicario de Buenos Aires monseñor Espinosa a lo largo del Río Negro hasta Roca (50 km), junto con otros salesianos se preparaba para nuevas misiones móviles por el mismo río. Don Fagnano, en 1881, pudo acompañar al ejército hasta la Cordillera. Don Bosco, impaciente, estaba ansioso y don Costamagna todavía en noviembre de 1881 le aconsejó que tratara directamente con Roma.
            Por suerte, a finales de 1881 vino a Italia monseñor Espinosa; Don Bosco aprovechó para informar por su intermediación al arzobispo de Buenos Aires, que en abril de 1882 pareció favorable al proyecto de un Vicariato confiado a los Salesianos. Más bien por la imposibilidad de atenderlo con su clero. Pero una vez más no se concretó.
            En el verano de 1882 y luego en 1883 don Beauvoir acompañó al ejército hasta el lago Nahuel-Huapi en los Andes (880 km); otras excursiones apostólicas habían hecho otros salesianos en abril a lo largo del Río Colorado, mientras don Beauvoir regresaba a Roca y en agosto don Milanesio se internaba hasta Ñorquín en Neuquén (900 km).
            Don Bosco estaba cada vez más convencido de que sin un Vicariato apostólico propio, los Salesianos no gozarían de la necesaria libertad de acción, dadas las difíciles relaciones que él mismo tuvo con su arzobispo de Turín y considerando también que el Concilio Vaticano I no decidió nada sobre las difíciles relaciones entre Ordinarios y superiores de Congregaciones religiosas en territorios de misión. Además, cosa no menor, sólo un Vicariato misionero podría contar con el apoyo financiero de la Congregación de Propaganda Fide.
            Por ello, Don Bosco retomó sus esfuerzos, presentando a la Santa Sede la propuesta de división administrativa de la Patagonia y Tierra del Fuego en tres Vicariatos o Prefecturas: desde el Río Colorado al Río Chubut, de éste al Río Santa Cruz, y de éstos a las islas de Tierra del Fuego, incluyendo las Malvinas (Falklands).
            Algunos meses después, el Papa León XIII accedió y solicitó los nombres. Don Bosco entonces sugirió al cardenal Simeoni la erección de un solo Vicariato para la Patagonia septentrional con sede en Carmen, del que dependiera una Prefectura apostólica para la Patagonia meridional. Para esta última propuso a don Fagnano; para el Vicariato a don Cagliero o don Costamagna.

Un sueño que se cumple
            El 16 de noviembre de 1883, un decreto de Propaganda Fide erigió el Vicariato apostólico de la Patagonia septentrional y central, que comprendía el sur de la provincia de Buenos Aires, los territorios nacionales de La Pampa central, el Río Negro, Neuquén y Chubut. Cuatro días después lo confió a don Cagliero como Provicario apostólico (y posteriormente Vicario apostólico). El 2 de diciembre de 1883 fue el turno de Fagnano para ser nombrado Prefecto apostólico de la Patagonia chilena, del territorio chileno de Magallanes-Punta Arenas, del territorio argentino de Santa Cruz, de las islas Malvinas y de otras islas no bien definidas que se extendían hasta el estrecho de Magallanes. Eclesiásticamente, la Prefectura cubría áreas pertenecientes a la diócesis chilena de San Carlos de Ancud.
            El sueño del famoso viaje en tren de Cartagena en Colombia a Punta Arenas en Chile del 10 de agosto de 1883 empezaba así a realizarse, más aún cuando algunos Salesianos desde Montevideo en Uruguay a comienzos de 1883 habían llegado a fundar la casa de Niterói en Brasil. El largo proceso para poder gestionar una misión con plena libertad canónica había llegado a su fin. En octubre de 1884 don Cagliero sería investido con la designación de Vicario apostólico de la Patagonia, donde haría su entrada el 8 de julio siguiente, siete meses después de su consagración episcopal ocurrida en Valdocco el 7 de diciembre de 1884.

Lo que siguió
            Aunque en medio de dificultades de todo tipo que la historia recuerda – incluyendo acusaciones y verdaderas calumnias – la obra salesiana desde esos tímidos comienzos se desplegó rápidamente tanto en la Patagonia Argentina como en la chilena. Se arraigó mayormente en pequeños centros de indios y colonos, hoy convertidos en pueblos y ciudades. Monseñor Fagnano en 1887 se estableció en Punta Arenas (Chile), desde donde comenzó poco después las misiones en las islas de Tierra del Fuego. Misioneros generosos y capaces gastaron generosamente la vida a uno y otro lado del Estrecho de Magallanes “por la salvación de las almas” y también de los cuerpos (en la medida de sus posibilidades) de los habitantes de esas tierras “allá, en el fin del mundo”. Lo han reconocido muchos, entre ellos una persona que sabe del tema, porque también vino “casi desde el fin del mundo”: el papa Francisco.

Foto de época: Los tres Bororòs que acompañaron a los misioneros salesianos a Cuiabá (1904)




La radicalidad evangélica del Beato Stefano Sándor

Stefano Sándor (Szolnok 1914 – Budapest 1953) es un mártir coadjutor salesiano. Joven alegre y devoto, tras estudiar metalurgia ingresó entre los Salesianos, convirtiéndose en maestro tipógrafo y guía de los jóvenes. Animó oratorios, fundó la Juventud Obrera Católica y transformó trincheras y obras en «oratorios festivos». Cuando el régimen comunista confiscó las obras eclesiales, continuó clandestinamente educando y salvando a jóvenes y maquinaria; arrestado, fue colgado el 8 de junio de 1953. Enraizado en la Eucaristía y en la devoción a María, encarnó la radicalidad evangélica de Don Bosco con dedicación educativa, coraje y fe inquebrantable. Beatificado por el papa Francisco en 2013, sigue siendo un modelo de santidad laical salesiana.

1. Datos biográficos
            Sándor Stefano nació en Szolnok, Hungría, el 26 de octubre de 1914, hijo de Stefano y Maria Fekete, el primero de tres hermanos. Su padre era empleado de los Ferrocarriles del Estado, mientras que su madre era ama de casa. Ambos transmitieron a sus hijos una profunda religiosidad. Stefano estudió en su ciudad, obteniendo el diploma de técnico metalúrgico. Desde joven era estimado por sus compañeros, era alegre, serio y amable. Ayudaba a sus hermanos menores a estudiar y a rezar, siendo el primero en dar el ejemplo. Hizo con fervor la confirmación comprometiéndose a imitar a su santo protector y a san Pedro. Servía cada día la santa Misa con los padres franciscanos, recibiendo la Eucaristía.
            Leyendo el Boletín Salesiano conoció a Don Bosco. Se sintió inmediatamente atraído por el carisma salesiano. Consultó con su director espiritual, expresándole el deseo de ingresar en la Congregación salesiana. También lo habló con sus padres. Ellos le negaron el consentimiento y trataron de disuadirlo por todos los medios. Pero Stefano logró convencerlos, y en 1936 fue aceptado en el Clarisseum, sede de los Salesianos en Budapest, donde en dos años hizo el aspirantado. Asistió en la imprenta “Don Bosco” a los cursos de técnico impresor. Comenzó el noviciado, pero tuvo que interrumpirlo por la llamada a las armas.
            En 1939 obtuvo el alta definitiva y, tras el año de noviciado, emitió su primera profesión el 8 de septiembre de 1940 como salesiano coadjutor. Destinado al Clarisseum, se comprometió activamente en la enseñanza en los cursos profesionales. También tuvo la responsabilidad de la asistencia al oratorio, que llevó a cabo con entusiasmo y competencia. Fue el promotor de la Juventud Obrera Católica. Su grupo fue reconocido como el mejor del movimiento. Siguiendo el ejemplo de Don Bosco, se mostró como un educador modelo. En 1942 fue llamado al frente y se ganó una medalla de plata al valor militar. La trinchera era para él un oratorio festivo que animaba salesianamente, reconfortando a sus compañeros de servicio. Al final de la Segunda Guerra Mundial se comprometió en la reconstrucción material y moral de la sociedad, dedicándose en particular a los jóvenes más pobres, a quienes reunía enseñándoles un oficio. El 24 de julio de 1946 emitió su profesión perpetua. En 1948 obtuvo el título de maestro impresor. Al final de sus estudios, los alumnos de Stefano eran contratados en las mejores imprentas de la capital Budapest y de Hungría.
            Cuando el Estado en 1949, bajo Mátyás Rákosi, confiscó los bienes eclesiásticos y comenzaron las persecuciones contra las escuelas católicas, que tuvieron que cerrar, Sándor trató de salvar lo salvable, al menos algunas máquinas de impresión y algo del mobiliario que había costado tantos sacrificios. De repente, los religiosos se encontraron sin nada, todo había pasado a ser del Estado. El estalinismo de Rákosi continuó arremetiendo: los religiosos fueron dispersados. Sin hogar, trabajo, comunidad, muchos se redujeron a la clandestinidad. Se adaptaron a hacer de todo: basureros, campesinos, peones, cargadores, sirvientes… También Stefano tuvo que “desaparecer”, dejando su imprenta que se había vuelto famosa. En lugar de refugiarse en el extranjero, permaneció en su país para salvar a la juventud húngara. Capturado in fraganti (estaba tratando de salvar algunas máquinas de impresión), tuvo que huir rápidamente y permanecer escondido durante algunos meses; luego, bajo otro nombre, logró conseguir trabajo en una fábrica de detergentes de la capital, pero continuó valiente y clandestinamente su apostolado, a pesar de saber que era una actividad estrictamente prohibida. En julio de 1952 fue capturado en su lugar de trabajo y no fue más visto por sus hermanos. Un documento oficial certifica su proceso y condena a muerte, ejecutada por ahorcamiento el 8 de junio de 1953.
            La fase diocesana de la Causa de martirio comenzó en Budapest el 24 de mayo de 2006 y concluyó el 8 de diciembre de 2007. El 27 de marzo de 2013, el Papa Francisco autorizó a la Congregación de las Causas de los Santos a promulgar el Decreto de martirio y a celebrar el rito de beatificación, que tuvo lugar el sábado 19 de octubre de 2013 en Budapest.

2. Testimonio original de santidad salesiana
            Los rápidos datos sobre la biografía de Sándor nos han introducido en el corazón de su historia espiritual. Contemplando la fisonomía que ha asumido en él la vocación salesiana, marcada por la acción del Espíritu y ahora propuesta por la Iglesia, descubrimos algunos rasgos de esa santidad: el profundo sentido de Dios y la plena y serena disponibilidad a su voluntad, la atracción por Don Bosco y la cordial pertenencia a la comunidad salesiana, la presencia animadora y alentadora entre los jóvenes, el espíritu de familia, la vida espiritual y de oración cultivada personalmente y compartida con la comunidad, la total consagración a la misión salesiana vivida en la dedicación a los aprendices y a los jóvenes trabajadores, a los chicos del oratorio, a la animación de grupos juveniles. Se trata de una activa presencia en el mundo educativo y social, toda animada por la caridad de Cristo que lo impulsa interiormente.
            No faltaron gestos que tienen de heroico y de inusual, hasta el supremo de donar su propia vida por la salvación de la juventud húngara. «Un joven quería saltar al tranvía que pasaba frente a la casa salesiana. Cometiendo un error, cayó bajo el vehículo. La tren se detuvo demasiado tarde; una rueda lo hirió profundamente en el muslo. Una gran multitud se reunió para observar la escena sin intervenir, mientras el pobre desafortunado estaba a punto de desangrarse. En ese momento se abrió la puerta del colegio y Pista (nombre familiar de Stefano) corrió afuera con una camilla plegable bajo el brazo. Tiró su chaqueta al suelo, se metió debajo del tranvía y sacó al joven con prudencia, apretando su cinturón alrededor del muslo sangrante, y colocó al chico en la camilla. En ese momento llegó la ambulancia. La multitud aplaudió a Pista con entusiasmo. Él se sonrojó, pero no pudo ocultar la alegría de haber salvado la vida a alguien».
            Uno de sus chicos recuerda: «Un día me enfermé gravemente de tifus. En el hospital de Újpest, mientras mis padres se preocupaban por mi vida a mi lado, Stefano Sándor se ofreció a darme sangre, si fuera necesario. Este acto de generosidad conmovió mucho a mi madre y a todas las personas a mi alrededor».
            Aunque han pasado más de sesenta años desde su martirio y ha sido profunda la evolución de la Vida Consagrada, de la experiencia salesiana, de la vocación y de la formación del salesiano coadjutor, el camino salesiano hacia la santidad trazado por Stefano Sándor es un signo y un mensaje que abre perspectivas para el hoy. De este modo se cumple la afirmación de las Constituciones salesianas: «Los hermanos que han vivido o viven en plenitud el proyecto evangélico de las Constituciones son para nosotros estímulo y ayuda en el camino de santificación». Su beatificación indica concretamente esa «alta medida de la vida cristiana ordinaria» indicada por Juan Pablo II en la Novo Millennio Ineunte.

2.1. Bajo el estandarte de Don Bosco
            Siempre es interesante tratar de identificar en el plan misterioso que el Señor teje sobre cada uno de nosotros el hilo conductor de toda la existencia. Con una fórmula sintética, el secreto que ha inspirado y guiado todos los pasos de la vida de Stefano Sándor se puede sintetizar con estas palabras: siguiendo a Jesús, con Don Bosco y como Don Bosco, en todas partes y siempre. En la historia vocacional de Stefano, Don Bosco irrumpe de manera original y con los rasgos típicos de una vocación bien identificada, como escribió el párroco franciscano, presentando al joven Stefano: «Aquí en Szolnok, en nuestra parroquia, tenemos un joven muy bueno: Stefano Sándor, de quien soy padre espiritual y que, al terminar la escuela técnica, aprendió el oficio en una escuela metalúrgica; hace la Comunión diariamente y le gustaría ingresar en una orden religiosa. Con nosotros no tendríamos ninguna dificultad, pero él querría entrar en los Salesianos como hermano laico».
            El juicio halagador del párroco y director espiritual destaca: los rasgos de trabajo y oración típicos de la vida salesiana; un camino espiritual perseverante y constante con una guía espiritual; el aprendizaje del arte tipográfico que con el tiempo se perfeccionará y se especializará.
            Había llegado a conocer a Don Bosco a través del Boletín Salesiano y las publicaciones salesianas de Rákospalota. De este contacto a través de la prensa salesiana nació quizás su pasión por la tipografía y por los libros. En la carta al Inspector de los Salesianos de Hungría, don János Antal, donde pide ser aceptado entre los hijos de Don Bosco, declaraba: «Siento la vocación de entrar en la Congregación salesiana. Se necesita trabajo en todas partes; sin trabajo no se puede alcanzar la vida eterna. A mí me gusta trabajar».
            Desde el principio emerge la voluntad fuerte y decidida de perseverar en la vocación recibida, como luego de hecho sucederá. Cuando el 28 de mayo de 1936 solicitó la admisión al noviciado salesiano, declaró haber «conocido la Congregación salesiana y haber sido cada vez más confirmado en su vocación religiosa, tanto que confía en poder perseverar bajo el estandarte de Don Bosco». Con pocas palabras, Sándor expresa una conciencia vocacional de alto perfil: conocimiento experiencial de la vida y del espíritu de la Congregación; confirmación de una elección justa e irreversible; seguridad para el futuro de ser fiel en el campo de batalla que lo espera.
            El acta de admisión al noviciado, en lengua italiana (2 de junio de 1936), califica unánimemente la experiencia del aspirantado: «Con excelente resultado, diligente, de buena piedad y se ofreció por sí mismo al oratorio festivo, fue práctico, de buen ejemplo, recibió el certificado de impresor, pero aún no tiene la perfecta practicidad». Ya están presentes esos rasgos que, consolidados posteriormente en el noviciado, definirán su fisonomía de religioso salesiano laico: la ejemplaridad de la vida, la generosa disponibilidad a la misión salesiana, la competencia en la profesión de impresor.
            El 8 de septiembre de 1940 emite su profesión religiosa como salesiano coadjutor. De este día de gracia, reproducimos una carta escrita por Pista, como se le llamaba familiarmente, a sus padres: «Queridos padres, tengo que informarles de un evento importante para mí y que dejará huellas indelebles en mi corazón. El 8 de septiembre, por gracia de Dios y con la protección de la Santa Virgen, me he comprometido con la profesión a amar y servir a Dios. En la fiesta de la Virgen Madre he hecho mi matrimonio con Jesús y le he prometido con el triple voto ser Suyo, no separarme nunca más de Él y perseverar en la fidelidad a Él hasta la muerte. Por lo tanto, les pido a todos ustedes que no me olviden en sus oraciones y en las Comuniones, haciendo votos para que yo pueda permanecer fiel a mi promesa hecha a Dios. Pueden imaginar que ese fue para mí un día alegre, nunca antes vivido en mi vida. Creo que no podría haberle dado a la Virgen un regalo de cumpleaños más grato que el regalo de mí mismo. Imagino que el buen Jesús los habrá mirado con ojos afectuosos, siendo ustedes quienes me donaron a Dios… Saludos afectuosos a todos. PISTA».

2.2. Dedicación absoluta a la misión
            «La misión da a toda nuestra existencia su tono concreto…», dicen las Constituciones salesianas. Stefano Sándor vivió la misión salesiana en el campo que le había sido confiado, encarnando la caridad pastoral educativa como salesiano coadjutor, con el estilo de Don Bosco. Su fe lo llevó a ver a Jesús en los jóvenes aprendices y trabajadores, en los chicos del oratorio, en los de la calle.
            En la industria tipográfica, la dirección competente de la administración es considerada una tarea esencial. Stefano Sándor estaba encargado de la dirección, del entrenamiento práctico y específico de los aprendices y de la fijación de los precios de los productos tipográficos. La imprenta “Don Bosco” gozaba en todo el país de gran prestigio. Formaban parte de las ediciones salesianas el Boletín Salesiano, Juventud Misionera, revistas para la juventud, el Calendario Don Bosco, libros de devoción y la edición en traducción húngara de los escritos oficiales de la Dirección General de los Salesianos. Es en ese ambiente que Stefano Sándor comenzó a amar los libros católicos que no solo eran preparados por él para la impresión, sino también estudiados.
            En el servicio a la juventud, él también era responsable de la educación colegial de los jóvenes. También esta era una tarea importante, además de su entrenamiento técnico. Era indispensable disciplinar a los jóvenes, en fase de desarrollo vigoroso, con firmeza afectuosa. En cada momento del período de aprendiz, él los acompañaba como un hermano mayor. Stefano Sándor se destacó por una fuerte personalidad: poseía una excelente formación específica, acompañada de disciplina, competencia y espíritu comunitario.
            No se contentaba con un solo trabajo determinado, sino que se mostraba disponible a cada necesidad. Asumió la tarea de sacristán de la pequeña iglesia del Clarisseum y se ocupó de la dirección del “Pequeño Clero”. Prueba de su capacidad de resistencia fue también el compromiso espontáneo de trabajo voluntario en el floreciente oratorio, frecuentado regularmente por los jóvenes de los dos suburbios de Újpest y Rákospalota. Le gustaba jugar con los chicos; en los partidos de fútbol, hacía de árbitro con gran competencia.

2.3. Religioso educador
            Stefano Sándor fue educador en la fe de cada persona, hermano y joven, especialmente en los momentos de prueba y en la hora del martirio. Realmente, Sándor había hecho de la misión por los jóvenes su propio espacio educativo, donde vivía diariamente los criterios del Sistema Preventivo de Don Bosco – razón, religión, amabilidad – en la cercanía y asistencia amorosa a los jóvenes trabajadores, en la ayuda prestada para comprender y aceptar las situaciones de sufrimiento, en el testimonio vivo de la presencia del Señor y de su amor indefectible.
            En Rákospalota, Stefano Sándor se dedicó con celo a la formación de los jóvenes tipógrafos y a la educación de los jóvenes del oratorio y de los “Pajes del Sagrado Corazón”. En estos frentes manifestó un marcado sentido del deber, viviendo con gran responsabilidad su vocación religiosa y caracterizándose por una madurez que suscitaba admiración y estima. «Durante su actividad tipográfica, vivía concienzudamente su vida religiosa, sin ninguna voluntad de aparecer. Practicaba los votos de pobreza, castidad y obediencia, sin ninguna obligación. En este campo, su sola presencia valía un testimonio, sin decir ninguna palabra. También los alumnos reconocían su autoridad, gracias a sus modos fraternales. Ponía en práctica todo lo que decía o pedía a los alumnos, y a nadie se le ocurría contradecirlo de ninguna manera».
            György Érseki conocía a los Salesianos desde 1945 y después de la Segunda Guerra Mundial fue a vivir a Rákospalota, en el Clarisseum. Su conocimiento con Stefano Sándor duró hasta 1947. Durante este período no solo nos ofrece un vistazo de la múltiple actividad del joven coadjutor, tipógrafo, catequista y educador de la juventud, sino también una lectura profunda, de la cual emerge la riqueza espiritual y la capacidad educativa de Stefano: «Stefano Sándor fue una persona muy dotada por naturaleza. En calidad de pedagogo, puedo sostener y confirmar su capacidad de observación y su personalidad polifacética. Fue un buen educador y lograba manejar a los jóvenes, uno por uno, de una manera óptima, eligiendo el tono adecuado con todos. Hay aún un detalle perteneciente a su personalidad: consideraba cada uno de sus trabajos un santo deber, consagrando, sin esfuerzos y con gran naturalidad, toda su energía a la realización de este propósito sagrado. Gracias a un instinto innato, lograba captar la atmósfera y influirla positivamente. […] Tenía un carácter fuerte como educador; se preocupaba de todos individualmente. Se interesaba por nuestros problemas personales, reaccionando siempre de la manera más adecuada para nosotros. De esta manera realizaba los tres principios de Don Bosco: la razón, la religión y la amabilidad… Los coadjutores salesianos no usaban la vestimenta fuera del contexto litúrgico, pero el aspecto de Stefano Sándor se distinguía de la masa de la gente. En lo que respecta a su actividad de educador, nunca recurría al castigo físico, prohibido según los principios de Don Bosco, a diferencia de otros maestros salesianos más impulsivos, incapaces de dominarse y que a veces daban bofetadas. Los alumnos aprendices confiados a él formaban una pequeña comunidad dentro del colegio, aunque eran diferentes entre sí desde el punto de vista de la edad y la cultura. Ellos comían en el comedor junto a los otros estudiantes, donde habitualmente durante las comidas se leía la Biblia. Naturalmente, también estaba presente Stefano Sándor. Gracias a su presencia, el grupo de aprendices industriales siempre resultó ser el más disciplinado… Stefano Sándor siempre se mantuvo juvenil, demostrando gran comprensión hacia los jóvenes. Captando sus problemas, transmitía mensajes positivos y sabía aconsejarlos tanto en el plano personal como en el religioso. Su personalidad revelaba gran tenacidad y resistencia en el trabajo; incluso en las situaciones más difíciles, se mantenía fiel a sus ideales y a sí mismo. El colegio salesiano de Rákospalota albergaba una gran comunidad, requiriendo un trabajo con los jóvenes a más niveles. En el colegio, junto a la tipografía, vivían jóvenes salesianos en formación, que estaban en estrecha relación con los coadjutores. Recuerdo los siguientes nombres: József Krammer, Imre Strifler, Vilmos Klinger y László Merész. Estos jóvenes tenían tareas diferentes a las de Stefano Sándor y también se diferenciaban en carácter. Sin embargo, gracias a su vida en común, conocían los problemas, las virtudes y los defectos unos de otros. Stefano Sándor en su relación con estos clérigos siempre encontró la medida adecuada. Stefano Sándor logró encontrar el tono fraternal para amonestarlos, cuando mostraban alguna de sus faltas, sin caer en el paternalismo. De hecho, fueron los jóvenes clérigos quienes pidieron su opinión. En mi opinión, él realizó los ideales de Don Bosco. Desde el primer momento de nuestro conocimiento, Stefano Sándor representó el espíritu que caracterizaba a los miembros de la Sociedad Salesiana: sentido del deber, pureza, religiosidad, practicidad y fidelidad a los principios cristianos».
            Un joven de esa época recuerda así el espíritu que animaba a Stefano Sándor: «Mi primer recuerdo de él está ligado a la sacristía del Clarisseum, en la que él, en calidad de sacristán principal, exigía el orden, imponiendo la seriedad debida a la situación, permaneciendo sin embargo siempre él, con su comportamiento, a darnos el buen ejemplo. Era una de sus características el darnos las directrices con un tono moderado, sin alzar la voz, pidiéndonos más bien cortésmente que hiciéramos nuestros deberes. Este su comportamiento espontáneo y amigable nos conquistó. Le queríamos de verdad. Nos encantó la naturalidad con la que Stefano Sándor se ocupaba de nosotros. Nos enseñaba, oraba y vivía con nosotros, testimoniando la espiritualidad de los coadjutores salesianos de ese tiempo. Nosotros, jóvenes, a menudo no nos dábamos cuenta de cuán especiales eran estas personas, pero él se destacaba por su seriedad, que manifestaba en la iglesia, en la tipografía y hasta en el campo de juego».

3. Reflejo de Dios con radicalidad evangélica
            Lo que daba espesor a todo esto – la dedicación a la misión y la capacidad profesional y educativa – y que impactaba inmediatamente a quienes lo encontraban era la figura interior de Stefano Sándor, la de discípulo del Señor, que vivía en cada momento su consagración, en la constante unión con Dios y en la fraternidad evangélica. De los testimonios procesales emerge una figura completa, también por ese equilibrio salesiano por el cual las diferentes dimensiones se conjugan en una personalidad armónica, unificada y serena, abierta al misterio de Dios vivido en lo cotidiano.
            Un rasgo que impacta de tal radicalidad es el hecho de que desde el noviciado todos sus compañeros, incluso aquellos aspirantes al sacerdocio y mucho más jóvenes que él, lo estimaban y lo veían como modelo a imitar. La ejemplaridad de su vida consagrada y la radicalidad con la que vivió y testificó los consejos evangélicos lo distinguieron siempre y en todas partes, por lo que en muchas ocasiones, incluso en el tiempo de la prisión, varios pensaban que era un sacerdote. Tal testimonio dice mucho de la singularidad con la que Stefano Sándor vivió siempre con clara identidad su vocación de salesiano coadjutor, evidenciando precisamente lo específico de la vida consagrada salesiana como tal. Entre los compañeros de noviciado, Gyula Zsédely habla así de Stefano Sándor: «Entramos juntos en el noviciado salesiano de Santo Stefano en Mezőnyárád. Nuestro maestro fue Béla Bali. Aquí pasé un año y medio con Stefano Sándor y fui testigo ocular de su vida, modelo de joven religioso. Aunque Stefano Sándor tenía al menos nueve-diez años más que yo, convivía con sus compañeros de noviciado de manera ejemplar; participaba en las prácticas de piedad junto a nosotros. No sentíamos en absoluto la diferencia de edad; él estaba a nuestro lado con afecto fraternal. Nos edificaba no solo a través de su buen ejemplo, sino también dándonos consejos prácticos en relación con la educación de la juventud. Se veía ya entonces cómo estaba predestinado a esta vocación según los principios educativos de Don Bosco… Su talento de educador saltó a la vista también para nosotros los novicios, especialmente en ocasión de las actividades comunitarias. Con su encanto personal nos entusiasmaba de tal manera, que dábamos por sentado que podíamos afrontar con facilidad incluso las tareas más difíciles. El motor de su profunda espiritualidad salesiana fueron la oración y la Eucaristía, así como la devoción a la Virgen María Auxiliadora. Durante el noviciado, que duró un año, veíamos en su persona un buen amigo. Se convirtió en nuestro modelo también en la obediencia, ya que, siendo él el mayor, fue puesto a prueba con pequeñas humillaciones, pero él las soportó con dominio y sin dar signos de sufrimiento o resentimiento. En ese tiempo, desafortunadamente, había alguien entre nuestros superiores que se divertía humillando a los novicios, pero Stefano Sándor supo resistir bien. Su grandeza de espíritu, arraigada en la oración, era perceptible para todos».
            Respecto a la intensidad con la que Stefano Sándor vivía su fe, con una continua unión con Dios, emerge una ejemplaridad de testimonio evangélico, que podemos bien definir como un “reflejo de Dios”: «Me parece que su actitud interior surgió de la devoción a la Eucaristía y a la Virgen, la cual había transformado también la vida de Don Bosco. Cuando se ocupaba de nosotros, “Pequeño Clero”, no daba la impresión de ejercer un oficio; sus acciones manifestaban la espiritualidad de una persona capaz de orar con gran fervor. Para mí y para mis coetáneos “el Señor Sándor” fue un ideal y ni por asomo pensábamos que todo lo que hemos visto y oído fuera una puesta en escena superficial. Considero que solo su íntima vida de oración pudo alimentar tal comportamiento cuando, aún siendo un confrater muy joven, había comprendido y tomado en serio el método de educación de Don Bosco».
            La radicalidad evangélica se expresó en diversas formas a lo largo de la vida religiosa de Stefano Sándor:
            – En esperar con paciencia el consentimiento de los padres para entrar en los Salesianos.
            – En cada paso de la vida religiosa tuvo que esperar: antes de ser admitido al noviciado tuvo que hacer el aspirantado; admitido al noviciado tuvo que interrumpirlo para hacer el servicio militar; la solicitud para la profesión perpetua, antes aceptada, será pospuesta después de un período adicional de votos temporales.
            – En las duras experiencias del servicio militar y en el frente. El enfrentamiento con un ambiente que tendía muchas trampas a su dignidad de hombre y de cristiano reforzó en este joven novicio la decisión de seguir al Señor, de ser fiel a su elección de Dios, cueste lo que cueste. Realmente no hay discernimiento más duro y exigente que el de un noviciado probado y evaluado en la trinchera de la vida militar.
            – En los años de la supresión y luego de la cárcel, hasta la hora suprema del martirio.

            Todo esto revela esa mirada de fe que acompañará siempre la historia de Stefano: la conciencia de que Dios está presente y actúa para el bien de sus hijos.

Conclusión
            Stefano Sándor desde su nacimiento hasta su muerte fue un hombre profundamente religioso, que en todas las circunstancias de la vida respondió con dignidad y coherencia a las exigencias de su vocación salesiana. Así vivió en el período del aspirantado y de la formación inicial, en su trabajo de tipógrafo, como animador del oratorio y de la liturgia, en el tiempo de la clandestinidad y de la encarcelación, hasta los momentos que precedieron su muerte. Deseoso, desde su primera juventud, de consagrarse al servicio de Dios y de los hermanos en la generosa tarea de la educación de los jóvenes según el espíritu de Don Bosco, fue capaz de cultivar un espíritu de fortaleza y de fidelidad a Dios y a los hermanos que lo pusieron en condiciones, en el momento de la prueba, de resistir, primero a las situaciones de conflicto y luego a la prueba suprema del don de la vida.
            Quisiera destacar el testimonio de radicalidad evangélica ofrecido por este hermano. De la reconstrucción del perfil biográfico de Stefano Sándor emerge un real y profundo camino de fe, iniciado desde su infancia y juventud, robustecido por la profesión religiosa salesiana y consolidado en la ejemplar vida de salesiano coadjutor. Se nota en particular una genuina vocación consagrada, animada según el espíritu de Don Bosco, por un intenso y fervoroso celo por la salvación de las almas, especialmente juveniles. Incluso los períodos más difíciles, como el servicio militar y la experiencia de la guerra, no mellaron el íntegro comportamiento moral y religioso del joven coadjutor. Es sobre tal base que Stefano Sándor sufrirá el martirio sin reconsideraciones o vacilaciones.
            La beatificación de Stefano Sándor compromete a toda la Congregación en la promoción de la vocación del salesiano coadjutor, acogiendo su testimonio ejemplar e invocando en forma comunitaria su intercesión por esta intención. Como salesiano laico, logró dar buen ejemplo incluso a los sacerdotes, con su actividad en medio de los jóvenes y con su ejemplar vida religiosa. Es un modelo para los jóvenes consagrados, por la manera con la cual enfrentó las pruebas y las persecuciones sin aceptar compromisos. Las causas a las que se dedicó, la santificación del trabajo cristiano, el amor por la casa de Dios y la educación de la juventud, son todavía misión fundamental de la Iglesia y de nuestra Congregación.

            Como educador ejemplar de los jóvenes, en particular de los aprendices y de los jóvenes trabajadores, y como animador del oratorio y de los grupos juveniles, nos es de ejemplo y de estímulo en nuestro compromiso de anunciar a los jóvenes el Evangelio de la alegría a través de la pedagogía de la bondad.