Mons. Giuseppe Malandrino y el Siervo de Dios Nino Baglieri
El pasado 3 de agosto de 2025, día en que se celebra la fiesta de la Patrona de la Diócesis de Noto, María Scala del Paradiso, monseñor Giuseppe Malandrino, IX obispo de la diócesis netina, regresó a la Casa del Padre. 94 años de edad, 70 años de sacerdocio y 45 años de consagración episcopal son cifras respetables para un hombre que sirvió a la Iglesia como Pastor con «el olor a oveja», como a menudo destacaba el Papa Francisco.
Pararrayos de la humanidad Durante su experiencia como pastor de la Diócesis de Noto (19.06.1998 – 15.07.2007), tuvo la oportunidad de cultivar la amistad con el Siervo de Dios Nino Baglieri. Casi nunca faltaba una «parada» en casa de Nino cuando los motivos pastorales lo llevaban a Módica. En uno de sus testimonios, Mons. Malandrino dice: «…encontrándome al lado de Nino, tenía la viva percepción de que este amado hermano enfermo nuestro era verdaderamente un «pararrayos de la humanidad», según una concepción de los que sufren que me es muy querida y que quise proponer también en la Carta Pastoral sobre la misión permanente «Seréis mis testigos» (2003). Escribe Mons. Malandrino: «Es necesario reconocer en los enfermos y sufrientes el rostro de Cristo sufriente y asistirlos con la misma solicitud y con el mismo amor de Jesús en su pasión, vivida en espíritu de obediencia al Padre y de solidaridad con los hermanos». Esto fue plenamente encarnado por la queridísima madre de Nino, la señora Peppina. Ella, una mujer siciliana típica, con un carácter fuerte y mucha determinación, responde al médico que le propone la eutanasia para su hijo (dadas las graves condiciones de salud y la perspectiva de una vida de paralítico): «si el Señor lo quiere, se lo lleva, pero si me lo deja así, estoy contenta de cuidarlo toda la vida». ¿Era consciente la madre de Nino, en ese momento, de lo que le esperaba? ¿Era consciente María, la madre de Jesús, de cuánto dolor tendría que sufrir por el Hijo de Dios? La respuesta, si se lee con ojos humanos, no parece fácil, sobre todo en nuestra sociedad del siglo XXI donde todo es lábil, fluctuante, se consume en un «instante». El Fiat de mamá Peppina se convirtió, como el de María, en un Sí de Fe y de adhesión a esa voluntad de Dios que encuentra cumplimiento en saber llevar la Cruz, en saber dar «alma y cuerpo» a la realización del Plan de Dios.
Del sufrimiento a la alegría La relación de amistad entre Nino y Mons. Malandrino ya había comenzado cuando este último era todavía obispo de Acireale; de hecho, ya en el lejano 1993, a través del Padre Attilio Balbinot, un camiliano muy cercano a Nino, le obsequió su primer libro: «Del sufrimiento a la alegría». En la experiencia de Nino, la relación con el Obispo de su diócesis era una relación de filiación total. Desde el momento de su aceptación del Plan de Dios sobre él, hacía sentir su presencia «activa» ofreciendo los sufrimientos por la Iglesia, el Papa y los Obispos (así como los sacerdotes y los misioneros). Esta relación de filiación se renovaba anualmente con motivo del 6 de mayo, día de la caída, visto luego como el misterioso inicio de un renacimiento. El 8 de mayo de 2004, pocos días después de que Nino celebrara el 36º aniversario de la Cruz, Mons. Malandrino fue a su casa. Él, en recuerdo de ese encuentro, escribe en sus memorias: «es siempre una gran alegría cada vez que la veo y recibo tanta energía y fuerza para llevar mi Cruz y ofrecerla con tanto Amor por las necesidades de la Santa Iglesia y en particular por mi Obispo y por nuestra Diócesis, que el Señor le dé cada vez más santidad para guiarnos por muchos años siempre con más ardor y amor…». Y también: «… la Cruz es pesada pero el Señor me concede tantas Gracias que hacen que el sufrimiento sea menos amargo y se vuelva ligero y suave, la Cruz se convierte en Don, ofrecida al Señor con tanto Amor para la salvación de las almas y la Conversión de los Pecadores…». Finalmente, cabe destacar cómo, en estas ocasiones de gracia, nunca faltaba la apremiante y constante petición de «ayuda para hacerse Santo con la Cruz de cada día». Nino, de hecho, quería absolutamente hacerse santo.
Una beatificación anticipada Un momento de gran relevancia fueron, en este sentido, las exequias del Siervo de Dios el 3 de marzo de 2007, cuando el propio Mons. Malandrino, al inicio de la Celebración Eucarística, se inclinó con devoción, aunque con dificultad, para besar el ataúd que contenía los restos mortales de Nino. Era un homenaje a un hombre que había vivido 39 años de su existencia en un cuerpo que «no sentía» pero que desprendía alegría de vivir en 360 grados. Mons. Malandrino subrayó que la celebración de la Misa, en el patio de los Salesianos, convertido para la ocasión en «catedral» a cielo abierto, había sido una auténtica apoteosis (participaron miles de personas en lágrimas) y se percibía clara y comunitariamente que no se trataba de un funeral, sino de una verdadera «beatificación». Nino, con su testimonio de vida, se había convertido de hecho en un punto de referencia para muchos, jóvenes o no tan jóvenes, laicos o consagrados, madres o padres de familia, que gracias a su valioso testimonio lograban leer su propia existencia y encontrar respuestas que no lograban encontrar en otro lugar. También Mons. Malandrino ha subrayado varias veces este aspecto: «en efecto, cada encuentro con el queridísimo Nino fue para mí, como para todos, una fuerte y viva experiencia de edificación y un potente –en su dulzura– estímulo a la paciente y generosa donación. La presencia del Obispo le confería cada vez una inmensa alegría porque, además del afecto del amigo que venía a visitarlo, percibía la comunión eclesial. Es obvio que lo que recibía de él era siempre mucho más de lo poco que yo podía darle». El «clavo» fijo de Nino era «hacerse santo»: el haber vivido y encarnado plenamente el evangelio de la Alegría en el Sufrimiento, con sus padecimientos físicos y su donación total por la amada Iglesia, hicieron que todo no terminara con su partida hacia la Jerusalén del Cielo, sino que continuara aún, como subrayó Mons. Malandrino en las exequias: «… la misión de Nino continúa ahora también a través de sus escritos, Él mismo lo había anunciado en su Testamento espiritual»: «… mis escritos continuarán mi testimonio, seguiré dando Alegría a todos y hablando del Gran Amor de Dios y de las Maravillas que ha hecho en mi vida». Esto todavía se está cumpliendo porque no puede estar escondida «una ciudad asentada sobre un monte, ni se enciende una lámpara para ponerla debajo del almud, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en casa» (Mateo 5, 14-16). Metafóricamente se quiere subrayar que la «luz» (entendida en sentido amplio) debe ser visible, tarde o temprano: lo que es importante saldrá a la luz y será reconocido.
Volver a estos días –marcados por la muerte de Mons. Malandrino, por sus funerales en Acireale (5 de agosto, Madonna della Neve) y en Noto (7 de agosto) con la posterior sepultura en la catedral que él mismo quiso con fuerza que se reestructurara tras el derrumbe del 13 de marzo de 1996 y que fue reabierta en marzo de 2007 (mes en que murió Nino Baglieri)– significa recorrer este vínculo entre dos grandes figuras de la Iglesia netina, fuertemente entrelazadas y ambas capaces de dejar en ella una huella que no se borra.
Roberto Chiaramonte
Aparición de la Beata Virgen en la montaña de La Salette
Don Bosco propone una narración detallada de la “Aparición de la Beata Virgen en la montaña de La Salette”, ocurrida el 19 de septiembre de 1846, basada en documentos oficiales y en los testimonios de los videntes. Reconstruye el contexto histórico y geográfico – dos jóvenes pastores, Massimino y Melania, en los Alpes – el encuentro prodigioso con la Virgen, su mensaje de advertencia contra el pecado y la promesa de gracias y providencias, así como los signos sobrenaturales que acompañaron sus manifestaciones. Presenta los acontecimientos de la difusión del culto, la influencia espiritual sobre los habitantes y el mundo entero, y el secreto revelado solo a Pío IX para fortalecer la fe de los cristianos y testimoniar la presencia perpetua de los prodigios en la Iglesia.
Protesta del Autor Para obedecer los decretos de Urbano VIII protesto que, en cuanto a lo que se dirá en el libro sobre milagros, revelaciones u otros hechos, no pretendo atribuirles otra autoridad que la humana; y al dar algún título de Santo o Beato, no lo hago sino según la opinión, excepto aquellas cosas y personas que ya han sido aprobadas por la Santa Sede Apostólica.
Al lector Un hecho cierto y maravilloso, atestiguado por miles de personas y que todos pueden verificar aún hoy, es la aparición de la beata Virgen, ocurrida el 19 de septiembre de 1846 (sobre este hecho extraordinario se pueden consultar muchas pequeñas obras y varios periódicos impresos contemporáneamente al hecho, especialmente: Noticia sobre la aparición de María SS. Turín, 1847; Santo oficial de la aparición, etc., 1848; El librito impreso por cuidado del sacerdote Giuseppe Gonfalonieri, Novara, en Enrico Grotti).
Nuestra piadosa Madre apareció en forma y figura de gran Señora a dos pastores, un niño de 11 años y una joven campesina de 15 años, en una montaña de la cadena de los Alpes situada en la parroquia de La Salette en Francia. Y ella apareció no solo para el bien de Francia, como dice el Obispo de Grenoble, sino para el bien de todo el mundo; y esto para advertirnos de la gran ira de su Divino Hijo, encendida especialmente por tres pecados: la blasfemia, la profanación de las fiestas y comer abundante en días prohibidos.
A esto siguen otros hechos prodigiosos recogidos también de documentos públicos, o atestiguados por personas cuya fe excluye toda duda sobre lo que relatan.
Estos hechos deben servir para confirmar a los buenos en la religión, para refutar a aquellos que quizás por ignorancia quisieran poner un límite al poder y a la misericordia del Señor diciendo: Ya no es tiempo de milagros.
Jesús dijo que en su Iglesia se realizarían milagros mayores que los que Él hizo: y no fijó ni tiempo ni número, por lo que mientras exista la Iglesia, siempre veremos la mano del Señor manifestando su poder con acontecimientos prodigiosos, porque ayer, hoy y siempre Jesucristo será quien gobierne y asista a su Iglesia hasta la consumación de los siglos.
Pero estos signos sensibles de la Omnipotencia Divina son siempre presagio de graves acontecimientos que manifiestan la misericordia y bondad del Señor, o su justicia y su enojo, pero de modo que se obtenga su mayor gloria y el mayor beneficio para las almas.
Hagamos que para nosotros sean fuente de gracias y bendiciones; que sirvan de estímulo a la fe viva, fe operante, fe que nos mueva a hacer el bien y a huir del mal para hacernos dignos de su infinita misericordia en el tiempo y en la eternidad.
Aparición de la B. Virgen en las montañas de La Salette Massimino, hijo de Pietro Giraud, carpintero del pueblo de Corps, era un niño de 11 años; Francesca Melania, hija de parientes pobres, natural de Corps, era una joven de 15 años. No tenían nada de singular: ambos ignorantes y rudos, ambos dedicados a cuidar el ganado en las montañas. Massimino no sabía más que el Padre Nuestro y el Ave María; Melania sabía un poco más, tanto que por su ignorancia aún no había sido admitida a la sagrada Comunión.
Mandados por sus padres a guiar el ganado a los pastos, no fue sino por puro accidente que el día 18 de septiembre, víspera del gran acontecimiento, se encontraron en la montaña mientras daban de beber a sus vacas en una fuente.
La tarde de ese día, al regresar a casa con el ganado, Melania le dijo a Massimino: «¿Quién será mañana el primero en estar en la montaña?» Y al día siguiente, 19 de septiembre, que era sábado, subieron juntos, llevando cada uno cuatro vacas y una cabra. El día era hermoso y sereno, el sol brillante. Hacia el mediodía, al oír sonar la campana del Ángelus, hicieron una breve oración con la señal de la santa Cruz; luego tomaron sus provisiones y fueron a comer junto a un pequeño manantial, que estaba a la izquierda de un arroyo. Terminada la comida, cruzaron el arroyo, dejaron sus sacos junto a una fuente seca, bajaron unos pasos más y, contra lo habitual, se durmieron a cierta distancia uno del otro.
Ahora escuchemos el relato de los mismos pastores tal como lo hicieron la noche del 19 a sus patrones y luego miles de veces a miles de personas.
Nos habíamos dormido… cuenta Melania, yo me desperté primero; y, al no ver mis vacas, desperté a Massimino diciéndole: Vamos a buscar nuestras vacas. Cruzamos el arroyo, subimos un poco y las vimos acostadas al otro lado. No estaban lejos. Entonces bajé; y a cinco o seis pasos antes de llegar al arroyo, vi un resplandor como el Sol, pero aún más brillante, aunque no del mismo color, y le dije a Massimino: Ven, ven rápido a ver allá abajo un resplandor (eran entre las dos y las tres de la tarde).
Massimino bajó inmediatamente diciéndome: ¿Dónde está ese resplandor? Y se lo señalé con el dedo hacia la pequeña fuente; y él se detuvo cuando lo vio. Entonces vimos a una Señora en medio de la luz; ella estaba sentada sobre un montón de piedras, con el rostro entre las manos. Por el miedo dejé caer mi bastón. Massimino me dijo: guárdalo, si ella nos hace algo, le daré un buen bastonazo.
Luego esta Señora se levantó, cruzó los brazos y nos dijo: «Acérquense, mis niños: No tengan miedo; estoy aquí para darles una gran noticia.» Entonces cruzamos el arroyo, y ella avanzó hasta el lugar donde antes nos habíamos dormido. Ella estaba en medio de nosotros dos, y nos dijo llorando todo el tiempo que nos habló (vi claramente sus lágrimas): «Si mi pueblo no quiere someterse, estoy obligada a dejar libre la mano de mi Hijo. Es tan fuerte, tan pesada, que ya no puedo retenerla.»
«Hace mucho tiempo que sufro por ustedes. Si quiero que mi Hijo no los abandone, debo rogarle constantemente; y ustedes no le prestan atención. Pueden orar y hacer bien, pero nunca podrán compensar la solicitud que he tenido por ustedes.»
«Les he dado seis días para trabajar, me he reservado el séptimo, y no quieren concedérmelo. Esto es lo que hace tan pesada la mano de mi Hijo.»
«Si las patatas se echan a perder, es por culpa de ustedes. Se los mostré el año pasado (1845); y no quisieron hacer caso, y, al encontrar patatas podridas, blasfemaban poniendo en medio el nombre de mi Hijo.»
«Seguirán echándose a perder, y este año para Navidad no tendrán más (1846).»
«Si tienen trigo no deben sembrarlo: todo lo que siembren será comido por los gusanos; y lo que nazca se convertirá en polvo cuando lo trillen.»
«Vendrá una gran hambruna» (De hecho ocurrió una gran hambruna en Francia, y en las calles se veían grandes grupos de mendigos hambrientos que iban de mil en mil por las ciudades pidiendo limosna; y mientras en Italia subía el precio del trigo a principios de la primavera de 1847, en Francia se sufrió gran hambre durante todo el invierno 46-47. Pero la verdadera escasez de alimentos, el verdadero hambre se vivió en los desastres de la guerra de 1870-71. En París, un personaje importante ofreció a sus amigos un opíparo almuerzo de grasa en Viernes Santo. Pocos meses después, en esa misma ciudad, los ciudadanos más acomodados se vieron obligados a alimentarse con alimentos despreciables y carne de los animales más sucios. No pocos murieron de hambre.)
«Antes de que llegue la hambruna, los niños menores de siete años serán tomados por un temblor y morirán en manos de las personas que los cuiden; los demás harán penitencia por la hambruna.»
«Las nueces se echarán a perder, y las uvas se pudrirán…» (En 1849 las nueces se estropearon por todas partes; y en cuanto a las uvas, todos aún lamentan su daño y pérdida. Todos recuerdan el inmenso daño que la criptogama causó a la uva en toda Europa durante más de veinte años, desde 1849 hasta 1869).
«Si se convierten, las piedras y las rocas se convertirán en montones de trigo, y las patatas brotarán de la tierra misma.»
Luego nos dijo:
«¿Dicen bien sus oraciones, mis niños?»
Ambos respondimos: «No muy bien, Señora.»
«Ah, mis niños, deben decirlas bien por la mañana y por la noche. Cuando no tengan tiempo, digan al menos un Padre Nuestro y un Ave María; y cuando tengan tiempo, digan más.»
«A Misa solo van algunas mujeres viejas, y las demás trabajan los domingos todo el verano; y en invierno los jóvenes, cuando no saben qué hacer, van a Misa para ridiculizar la religión. En Cuaresma van a la carnicería como perros.»
Luego ella dijo: «¿No has visto, niño mío, trigo estropeado?»
Massimino respondió: «¡Oh, no, Señora!» Yo, sin saber a quién dirigía esa pregunta, respondí en voz baja:
«No, Señora, aún no he visto.»
«Debes haberlo visto, niño mío (dirigiéndose a Massimino), una vez cerca del territorio de Coin con tu padre. El dueño del campo le dijo a tu padre que fuera a ver su trigo estropeado; ustedes fueron ambos. Tomaron algunas espigas en sus manos, y al frotarlas se convirtieron todas en polvo, y regresaron. Cuando aún estaban a media hora de Corps, tu padre te dio un trozo de pan y te dijo: Toma, hijo mío, come aún pan este año; no sé quién comerá el próximo año si el trigo sigue estropeándose así.»
Massimino respondió: «¡Oh, sí, Señora, ahora lo recuerdo; hace un momento no lo recordaba.»
Después esa Señora nos dijo: «Bien, mis niños, lo harán saber a todo mi pueblo.»
Luego cruzó el arroyo, y a dos pasos de distancia, sin volverse hacia nosotros, nos dijo de nuevo: «Bien, mis niños, lo harán saber a todo mi pueblo.»
Subió luego unos quince pasos, hasta el lugar donde habíamos ido a buscar nuestras vacas; pero caminaba sobre la hierba; sus pies apenas tocaban la cima. La seguimos; yo pasé delante de la Señora y Massimino un poco a un lado, a dos o tres pasos de distancia. Y la bella Señora se elevó así (Melania hace un gesto levantando la mano más de un metro); ella quedó suspendida en el aire un momento. Luego dirigió una mirada al Cielo, luego a la tierra; después ya no vimos la cabeza… ni los brazos… ni los pies… parecía que se disolvía; solo se vio un resplandor en el aire; y luego el resplandor desapareció.
Le dije a Massimino: «¿Será una gran santa?» Massimino me respondió: «¡Oh, si hubiéramos sabido que era una gran santa, le habríamos pedido que nos llevara con ella.» Y yo le dije: «¿Y si aún estuviera aquí?» Entonces Massimino extendió la mano para alcanzar un poco del resplandor, pero todo había desaparecido. Observamos bien para ver si aún la veíamos.
Y dije: Ella no quiere mostrarse para no hacernos saber a dónde va. Después de eso seguimos a nuestras vacas.»
Este es el relato de Melania; quien, interrogada sobre cómo estaba vestida esa Señora, respondió:
«Tenía zapatos blancos con rosas alrededor… había de todos los colores; tenía medias amarillas, un delantal amarillo, un vestido blanco todo cubierto de perlas, un pañuelo blanco en el cuello bordeado de rosas, una cofia alta un poco caída adelante con una corona de rosas alrededor. Tenía una cadenita, a la que colgaba una cruz con su Cristo: a la derecha unas tenazas, a la izquierda un martillo; en el extremo de la cruz colgaba otra gran cadena, como las rosas alrededor de su pañuelo de cuello. Tenía el rostro blanco, alargado; no podía mirarla mucho tiempo porque deslumbraba.»
Interrogado por separado, Massimino hace el mismo relato, sin ninguna variación, ni en sustancia ni en forma; por lo que nos abstenemos de repetirlo aquí.
Fueron infinitas y extravagantes las preguntas insidiosas que les hicieron, especialmente durante dos años, y bajo interrogatorios de 5, 6, 7 horas seguidas con la intención de incomodarlos, confundirlos, hacerlos contradecirse. Ciertamente, quizás ningún reo fue sometido por tribunales de justicia a tantas dificultades e interrogatorios sobre un delito que se le imputaba.
Secreto de los dos pastorcitos Justo después de la aparición, Maximino y Melania, al regresar a casa, se preguntaron entre ellos por qué la gran Dama, después de haber dicho «las uvas se pudrirán», tardó un poco en hablar y solo movía los labios sin que se entendiera lo que decía.
Al interrogarse mutuamente sobre esto, Maximino le dijo a Melania: «A mí me dijo algo, pero me prohibió decírtelo.» Ambos se dieron cuenta de que habían recibido de la Señora, cada uno por separado, un secreto con la prohibición de no contarlo a nadie. Ahora piensa tú, lector, si los niños pueden guardar silencio.
Es increíble decir cuánto se ha hecho y se ha intentado para sacarles de alguna manera ese secreto. Sorprende leer los miles y miles de intentos realizados para este fin por cientos y cientos de personas durante veinte años. Oraciones, sorpresas, amenazas, insultos, regalos y seducciones de todo tipo, todo fue en vano; ellos son impenetrables.
El obispo de Grenoble, un hombre octogenario, creyó que debía ordenar a los dos niños privilegiados que al menos hicieran llegar su secreto al santo Padre, Pío IX. Al nombre del Vicario de Jesucristo, los dos pastorcitos obedecieron prontamente y se decidieron a revelar un secreto que hasta entonces nada había podido arrancarles de la boca. Lo escribieron ellos mismos (desde el día de la aparición habían sido instruidos, cada uno por separado); luego doblaron y sellaron su carta; y todo esto en presencia de personas respetables, elegidas por el mismo obispo para servirles de testigos. Luego el obispo envió a dos sacerdotes a llevar a Roma este misterioso mensaje.
El 18 de julio de 1851 entregaron a Su Santidad Pío IX tres cartas: una del Monseñor obispo de Grenoble, que acreditaba a estos dos enviados, y las otras dos contenían el secreto de los dos jóvenes de La Salette; cada uno había escrito y sellado la carta que contenía su secreto en presencia de testigos que declararon la autenticidad de las mismas en el sobre.
Su Santidad abrió las cartas y, al comenzar a leer la de Maximino, dijo: «Tiene realmente la candidez y la sencillez de un niño.» Durante esa lectura se manifestó en el rostro del Santo Padre cierta emoción; se le contrajeron los labios, se le hincharon las mejillas. «Se trata, dijo el Papa a los dos sacerdotes, de flagelos con los que Francia está amenazada. No solo ella es culpable, también lo son Alemania, Italia, toda Europa, y merecen castigos. Temo mucho la indiferencia religiosa y el respeto humano.»
Concurso en La Salette La fuente, junto a la cual se había descansado la Señora, es decir, la V. María, estaba, como dijimos, seca; y, según todos los pastores y campesinos de esos alrededores, no daba agua sino después de abundantes lluvias y del deshielo. Ahora bien, esta fuente, seca el mismo día de la aparición, al día siguiente comenzó a brotar, y desde entonces el agua corre clara y limpia sin interrupción.
Esa montaña desnuda, escarpada, desierta, habitada por pastores apenas cuatro meses al año, se ha convertido en el escenario de una inmensa concurrencia de gente. Poblaciones enteras acuden de todas partes a esa montaña privilegiada; y llorando de ternura, y cantando himnos y cánticos, se les ve inclinar la frente sobre esa tierra bendecida, donde resonó la voz de María: se les ve besar respetuosamente el lugar santificado por los pies de María; y descienden llenos de alegría, confianza y gratitud.
Cada día un número inmenso de fieles va devotamente a visitar el lugar del prodigio. En el primer aniversario de la aparición (19 de septiembre de 1847), más de setenta mil peregrinos de todas las edades, sexos, condiciones e incluso de todas las naciones cubrían la superficie de ese terreno…
Pero lo que hace sentir aún más el poder de esa voz venida del Cielo es que se produjo un cambio admirable de costumbres en los habitantes de Corps, de La Salette, de todo el cantón y de todos los alrededores, y en lugares lejanos aún se difunde y propaga… Han dejado de trabajar los domingos: han abandonado la blasfemia… Asisten a la Iglesia, acuden a la voz de sus pastores, se acercan a los santos sacramentos, cumplen con edificación el precepto de la Pascua, hasta entonces generalmente descuidado. Callo las muchas y resonantes conversiones, y las gracias extraordinarias en el orden espiritual.
En el lugar de la aparición se alza ahora una majestuosa iglesia con un edificio vastísimo, donde los viajeros, después de haber satisfecho su devoción, pueden descansar cómodamente e incluso pasar la noche a su gusto.
Después del hecho de La Salette, Melania fue enviada a la escuela con un progreso maravilloso en la ciencia y en la virtud. Pero siempre se sintió tan encendida de devoción hacia la B. V. María, que decidió consagrarse totalmente a Ella. Entró de hecho en las carmelitas descalzas entre quienes, según el periódico Echo de Fourvière del 22 de octubre de 1870, habría sido llamada al cielo por la santa Virgen. Poco antes de morir escribió la siguiente carta a su madre.
11 de septiembre de 1870.
Queridísima y amantísima madre,
Que Jesús sea amado por todos los corazones. – Esta carta no es solo para usted, sino para todos los habitantes de mi querido pueblo de Corps. Un padre de familia, muy amoroso hacia sus hijos, al ver que olvidaban sus deberes, que despreciaban la ley impuesta por Dios, que se volvían ingratos, decidió castigarlos severamente. La esposa del padre de familia pedía gracia, y al mismo tiempo se dirigía a los dos hijos más jóvenes del padre de familia, es decir, los dos más débiles e ignorantes. La esposa que no puede llorar en la casa de su esposo (que es el Cielo) encuentra en los campos de estos miserables hijos lágrimas en abundancia: expone sus temores y amenazas si no se vuelven atrás, si no observan la ley del amo de casa. Un número muy pequeño de personas abraza la reforma del corazón y comienza a observar la santa ley del padre de familia; pero ¡ay! la mayoría permanece en el delito y se sumerge cada vez más en él. Entonces el padre de familia envía castigos para castigarlos y sacarlos de ese estado de endurecimiento. Estos hijos desgraciados piensan que pueden escapar al castigo, agarran y rompen las varas que los golpean, en lugar de caer de rodillas, pedir gracia y misericordia, y especialmente prometer cambiar de vida. Finalmente, el padre de familia, aún más irritado, toma una vara aún más fuerte y golpea y seguirá golpeando hasta que se reconozca, se humillen y pidan misericordia a Aquel que reina en la tierra y en los cielos.
Ustedes me han entendido, querida madre y queridos habitantes de Corps: este padre de familia es Dios. Todos somos sus hijos; ni yo ni ustedes lo hemos amado como deberíamos; no hemos cumplido, como convenía, sus mandamientos: ahora Dios nos castiga. Un gran número de nuestros hermanos soldados mueren, familias y ciudades enteras están reducidas a la miseria; y si no nos volvemos a Dios, no terminará. París es muy culpable porque ha premiado a un hombre malo que escribió contra la divinidad de Jesucristo. Los hombres tienen solo un tiempo para cometer pecados; pero Dios es eterno y castiga a los pecadores. Dios está irritado por la multitud de pecados y porque es casi desconocido y olvidado. Ahora, ¿quién podrá detener la guerra que hace tanto daño en Francia y que pronto comenzará de nuevo en Italia? etc., etc. ¿Quién podrá detener este flagelo?
Es necesario 1º que Francia reconozca que en esta guerra está únicamente la mano de Dios; 2º que se humille y pida con mente y corazón perdón por sus pecados; que prometa sinceramente servir a Dios con mente y corazón, y obedecer sus mandamientos sin respeto humano. Algunos rezan, piden a Dios el triunfo de nosotros los franceses. No, no es eso lo que quiere el buen Dios: quiere la conversión de los franceses. La Santísima Virgen ha venido a Francia, y esta no se ha convertido: por eso es más culpable que otras naciones; si no se humilla, será grandemente humillada. París, ese hogar de la vanidad y el orgullo, ¿quién podrá salvarla si no se elevan fervientes oraciones al corazón del buen Maestro?
Recuerdo, querida madre y queridos habitantes, de mi querido pueblo, recuerdo aquellas devotas procesiones que hacían en el sagrado monte de La Salette, para que la ira de Dios no golpeara su pueblo. La Santísima Virgen escuchó sus fervientes oraciones, sus penitencias y todo lo que hicieron por amor a Dios. Pienso y espero que actualmente deben hacer aún más hermosas procesiones por la salvación de Francia; es decir, para que Francia vuelva a Dios, porque Dios no espera más que eso para retirar la vara con la que castiga a su pueblo rebelde. Oremos mucho, sí, oremos; hagan sus procesiones, como las hicieron en 1846 y 47: crean que Dios siempre escucha las oraciones sinceras de los corazones humildes. Oremos mucho, oremos siempre. Nunca he amado a Napoleón, porque recuerdo toda su vida. ¡Que el divino Salvador le perdone todo el mal que hizo; y que aún hace!
Recordemos que fuimos creados para amar y servir a Dios, y que fuera de esto no hay verdadera felicidad. Las madres críen cristianamente a sus hijos, porque el tiempo de las tribulaciones no ha terminado. Si les revelara el número y la calidad de ellas, quedarían horrorizados. Pero no quiero asustarlos; tengan confianza en Dios, que nos ama infinitamente más de lo que nosotros podemos amarlo. Oremos, oremos, y la buena, divina y tierna Virgen María siempre estará con nosotros: la oración desarma la ira de Dios; la oración es la llave del Paraíso.
Oremos por nuestros pobres soldados, oremos por tantas madres desoladas por la pérdida de sus hijos, consagremos nosotros mismos a nuestra buena Madre celestial: oremos por esos ciegos que no ven que es la mano de Dios la que ahora golpea a Francia. Oremos mucho y hagamos penitencia. Manténganse todos unidos a la santa Iglesia y a nuestro Santo Padre que es su Cabeza visible y el Vicario de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra. En sus procesiones, en sus penitencias, oren mucho por él. Finalmente manténganse en paz, ámense como hermanos, prometiendo a Dios observar sus mandamientos y cumplirlos de verdad. Y por la misericordia de Dios serán felices y tendrán una buena y santa muerte, que deseo para todos poniéndolos bajo la protección de la augustísima Virgen María. Abrazo de corazón (a los familiares). Mi salud está en la Cruz. El corazón de Jesús vela por mí.
María de la Cruz, víctima de Jesús
Primera parte de la publicación “Aparición de la Beata Virgen en la montaña de La Salette con otros hechos prodigiosos, recogidos de documentos públicos por el sacerdote Giovanni Bosco”, Turín, Imprenta del Oratorio de San Francisco de Sales, 1871
Corona de los siete dolores de María
La publicación “Corona de los siete dolores de María” representa una devoción querida que san Juan Bosco inculcaba a sus jóvenes. Siguiendo la estructura del “Vía Crucis”, las siete escenas dolorosas se presentan con breves consideraciones y oraciones, para guiar a una participación más viva en los sufrimientos de María y de su Hijo. Rico en imágenes afectivas y espiritualidad contrita, el texto refleja el deseo de unirse a la Dolorosa en la compasión redentora. Las indulgencias concedidas por varios Pontífices atestiguan el alto valor pastoral del texto, que es un pequeño tesoro de oración y reflexión para alimentar el amor hacia la Madre de los dolores.
Prólogo El fin principal de esta pequeña obra es facilitar el recuerdo y la meditación de los más amargos Dolores del tierno Corazón de María, cosa que a Ella le agrada mucho, como ha revelado varias veces a sus devotos, y un medio muy eficaz para nosotros para obtener su patrocinio.
Para que sea más fácil el ejercicio de tal meditación, se practicará primero con un rosario en el que se mencionan los siete principales dolores de María, que luego se podrán meditar en siete breves consideraciones distintas, de la manera que se suele hacer en el Vía Crucis.
Que el Señor nos acompañe con su gracia celestial y bendición para que se logre el deseado propósito, de modo que el alma de cada uno quede vivamente penetrada por la frecuente memoria de los dolores de María con beneficio espiritual para el alma, y todo para mayor gloria de Dios.
Corona de los siete dolores de la Bienaventurada Virgen María con siete breves consideraciones sobre los mismos expuestas en forma del Vía Crucis
Preparación Queridos hermanos y hermanas en Jesucristo, hacemos nuestros ejercicios habituales meditando devotamente los más amargos dolores que la Bienaventurada Virgen María padeció en la vida y muerte de su amado Hijo y nuestro Divino Salvador. Imaginémonos presentes junto a Jesús colgado en la cruz, y que su afligida madre nos diga a cada uno: Venid y ved si hay dolor igual al mío.
Persuadidos de que esta Madre piadosa quiere concedernos especial protección al meditar sus dolores, invoquemos la ayuda divina con las siguientes oraciones:
Antífona: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía tu Espíritu y serán creados
Y renovarás la faz de la tierra.
Acuérdate de tu congregación,
Que poseíste desde el principio.
Señor, escucha mi oración.
Y llegue a ti mi clamor.
Oremos.
Ilumina, te rogamos, Señor, nuestras mentes con la claridad de tu luz, para que podamos ver lo que debe hacerse y podamos actuar rectamente. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Primer dolor. Profecía de Simeón El primer dolor fue cuando la Bienaventurada Virgen Madre de Dios, habiendo presentado a su único Hijo en el Templo en brazos del santo anciano Simeón, recibió de él la palabra: esta será una espada que atravesará tu alma, lo que indicaba la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.
Oración Oh, Virgen dolorosa, por aquella agudísima espada con la que el santo anciano Simeón te predijo que sería traspasada tu alma en la pasión y muerte de tu querido Jesús, te suplico me concedas la gracia de tener siempre presente la memoria de tu corazón traspasado y de los amargos sufrimientos padecidos por tu Hijo por mi salvación. Así sea.
Segundo dolor. Huida a Egipto El segundo dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando tuvo que huir a Egipto por la persecución del cruel Herodes, que impíamente buscaba matar a su amado Hijo. Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.
Oración Oh, María, mar amarguísimo de lágrimas, por aquel dolor que sentiste huyendo a Egipto para asegurar a tu Hijo de la bárbara crueldad de Herodes, te suplico que quieras ser mi guía, para que por medio tuyo quede libre de las persecuciones de los enemigos visibles e invisibles de mi alma. Así sea.
Tercer dolor. Pérdida de Jesús en el templo El tercer dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando en tiempo de Pascua, después de haber estado con su esposo José y con el amado hijo Jesús Salvador en Jerusalén, al regresar a su pobre casa, lo perdió y durante tres días continuos suspiró por la pérdida de su único Amado. Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.
Oración Oh, Madre desconsolada, tú que en la pérdida de la presencia corporal de tu Hijo lo buscaste ansiosamente durante tres días continuos, ¡oh!, obtén gracia para todos los pecadores para que también ellos lo busquen con actos de contrición y lo encuentren. Así sea.
Cuarto dolor. Encuentro de Jesús que lleva la cruz El cuarto dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando se encontró con su dulcísimo Hijo que llevaba una pesada cruz sobre sus delicados hombros hacia el Monte Calvario para ser crucificado por nuestra salvación. Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.
Oración Oh, Virgen más apasionada que ninguna otra, por aquel espasmo que sentiste en el corazón al encontrarte con tu Hijo mientras llevaba el madero de la Santísima Cruz hacia el Monte Calvario, haz, te ruego, que yo lo acompañe siempre con el pensamiento, llore mis culpas, causa manifiesta de sus y vuestros tormentos. Así sea.
Quinto dolor. Crucifixión de Jesús El quinto dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando vio a su Hijo levantado sobre el duro tronco de la Cruz, que de todas partes de su Santísimo Cuerpo derramaba sangre. Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.
Oración Oh, Rosa entre las espinas, por aquellos amargos dolores que traspasaron tu pecho al contemplar con tus propios ojos a tu Hijo traspasado y levantado en la Cruz, obtén para mí, te ruego, que con meditaciones asiduas solo busque a Jesús crucificado por mis pecados. Así sea.
Sexto dolor. Descendimiento de Jesús de la cruz El sexto dolor de la Bienaventurada Virgen fue cuando su amado Hijo, herido en el costado después de su muerte y bajado de la Cruz, así cruelmente muerto, fue puesto entre sus Santísimas brazos. Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.
Oración Oh, Virgen afligida, tú que, derrotado en la Cruz tu Hijo, lo recibiste muerto en tu regazo, y besando aquellas santísimas llagas, derramaste sobre ellas un mar de lágrimas, ¡oh!, haz que también yo con lágrimas de verdadera compunción lave continuamente las heridas mortales que me causaron mis pecados. Así sea.
Séptimo dolor. Sepultura de Jesús El séptimo dolor de María Virgen Señora y Abogada de nosotros sus siervos y miserables pecadores fue cuando acompañó el Santísimo Cuerpo de su Hijo a la sepultura. Un Padre Nuestro y siete Ave Marías.
Oración Oh, Mártir de los Mártires María, por aquel acerbo tormento que sufriste cuando, sepultado tu Hijo, tuviste que alejarte de aquella tumba amada, obtén gracia, te ruego, para todos los pecadores, para que conozcan cuán grave daño es para el alma estar lejos de su Dios. Así sea.
Se rezarán tres Ave Marías en señal de profundo respeto a las lágrimas que derramó la Bienaventurada Virgen en todos sus Dolores para obtener por medio suyo un llanto semejante por nuestros pecados. Ave María etc.
Terminada la Corona se recita el llanto de la Bienaventurada Virgen, es decir, el himno Stabat Mater etc. Himno – Llanto de la Bienaventurada Virgen María
Stabat Mater dolorosa
Iuxta crucem lacrymosa,
Dum pendebat Filius.
Cuius animam gementem
Contristatam et dolentem
Pertransivit gladius.
O quam tristis et afflicta
Fuit illa benedicta
Mater unigeniti!
Quae moerebat, et dolebat,
Pia Mater dum videbat.
Nati poenas inclyti.
Quis est homo, qui non fleret,
Matrem Christi si videret
In tanto supplicio?
Quis non posset contristari,
Christi Matrem contemplari
Dolentem cum filio?
Pro peccatis suae gentis
Vidit Iesum in tormentis
Et flagellis subditum.
Vidit suum dulcem natura
Moriendo desolatum,
Dum emisit spiritum.
Eia mater fons amoris,
Me sentire vim doloris
Fac, ut tecum lugeam.
Fac ut ardeat cor meum
In amando Christum Deum,
Ut sibi complaceam.
Sancta Mater istud agas,
Crucifixi fige plagas
Cordi meo valide.
Tui nati vulnerati
Tam dignati pro me pati
Poenas mecum divide.
Fac me tecum pie flere,
Crucifixo condolere,
Donec ego vixero.
Iuxta Crucem tecum stare,
Et me tibi sociare
In planctu desidero.
Virgo virginum praeclara,
Mihi iam non sia amara,
Fac me tecum plangere.
Fac ut portem Christi mortem,
Passionis fac consortem,
Et plagas recolere.
Fac me plagis vulnerari,
Fac me cruce inebriari,
Et cruore Filii.
Flammis ne urar succensus,
Per te, Virgo, sim defensus
In die Iudicii.
Christe, cum sit hine exire,
Da per matrem me venire
Ad palmam victoriae.
Quando corpus morietur,
Fac ut animae donetur
Paradisi gloria. Amen.
Estaba la Madre dolorosa,
llorando junto a la Cruz,
de la que penda su Hijo.
Su alma quejumbrosa,
apesadumbrada y gimiente,
atravesada por una espalda.
Que triste y afligida,
estaba la bendita Madre
del Hijo Unigénito!
Se lamentaba y afligida
y temblaba viendo sufrir
a su Divino Hijo.
Qu hombre no llorara
viendo a la Madre de Cristo
en tan gran suplicio?
Quien no se entristecerá,
al contemplar a la querida Madre,
sufriendo con su Hijo?
Por los pecados de su pueblo,
vio a Jess en el tormento,
y sometido a azotes.
Ella vio a su dulce Hijo
entregar el espíritu
y morir desamparado.
Madre, fuente de amor,
hazme sentir todo tu dolor
para que llore contigo!
Haz que arda mi corazón
en el amor a Cristo Señor,
para que as le complazca.
Santa Mara, hazlo as!,
Graba las heridas del Crucificado
profundamente en mi corazón.
Comparte conmigo las penas
de tu Hijo querido, que se ha dignado
a sufrir la pasión por mí.
Haz que llore contigo,
que sufra con el Crucificado
mientras viva.
Deseo permanecer contigo,
cerca de la Cruz,
y compartir tu dolor.
Virgen excelsa entre las vírgenes,
no seas amarga conmigo,
haz que contigo me lamente.
Haz que soporte la muerte de Cristo,
haz que comparta Su pasión
y contemple Sus heridas.
Haz que sus heridas me hieran,
embriagadas por esta Cruz,
y por el amor de tu Hijo.
Inflamado y ardiendo,
que sea por ti defendido, oh Virgen,
en el da del Juicio.
Haz que sea protegido por la Cruz,
fortificado por la muerte de Cristo,
fortalecido por la gracia.
Cuando muera mi cuerpo,
haz que se conceda a mi alma
la gloria del paraíso.
El Sumo Pontífice Inocencio XI concede la indulgencia de 100 días cada vez que se reza el Stabat Mater. Benedicto XIII otorgó la indulgencia de siete años a quien recite la Corona de los siete dolores de María. Muchísimas otras indulgencias fueron concedidas por otros sumos Pontífices, especialmente a los Hermanos y Hermanas de la compañía de María Dolorosa.
Los siete dolores de María meditados en forma del Vía Crucis
Se invoque la ayuda divina diciendo: Actiones nostras, quaesumus Domine, aspirando praeveni, et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur. Per Christum Dominum Nostrum. Amen.
Acto de Contrición ¡Muy afligida Virgen! ¡Ay! ¡Cuán ingrato he sido en el tiempo pasado hacia mi Dios, con cuánta ingratitud he correspondido a sus innumerables beneficios! Ahora me arrepiento, y en la amargura de mi corazón y en el llanto de mi alma, le pido humildemente perdón por haber ultrajado su infinita bondad, resolviendo en adelante, con la gracia celestial, no ofenderle jamás más. ¡Oh! Por todos los dolores que soportaste en la bárbara pasión de tu amado Jesús, te ruego con los suspiros más profundos que me obtengas de Él piedad y misericordia por mis pecados. Acepta este santo ejercicio que estoy por hacer y recíbelo en unión con aquellos padecimientos y dolores que sufriste por tu hijo Jesús. ¡Ah, concédemelo! Sí, concédemelo para que esas mismas espadas que traspasaron tu espíritu, atraviesen también el mío, y que viva y muera en la amistad de mi Señor, para participar eternamente de la gloria que Él me ha ganado con su precioso Sangre. Así sea.
Primer dolor En este primer dolor imaginémonos encontrarnos en el templo de Jerusalén, donde la Santísima Virgen escuchó la profecía del anciano Simeón.
Meditación ¡Ah! ¿Qué angustias habrá sentido el corazón de María al escuchar las dolorosas palabras con que el santo anciano Simeón le predijo la amarga pasión y la atroz muerte de su dulcísimo Jesús? Mientras en ese mismo instante se le presentaron en la mente los ultrajes, los tormentos y las matanzas que los impíos judíos harían al Redentor del mundo. Pero ¿sabes cuál fue la espada más penetrante que en esta circunstancia la traspasó? Fue considerar la ingratitud con que su amado Hijo sería correspondido por los hombres. Ahora, reflexionando que, por causa de tus pecados, miserablemente estás entre esos tales, ¡ah! échate a los pies de esta Madre Dolorosa y dile llorando así (cada uno se arrodilla): ¡Oh! Virgen piadosísima, que sufriste un tan acerbo espasmo en tu espíritu al ver el abuso que yo, criatura indigna, habría hecho de la sangre de tu amado Hijo, haz, sí haz por tu muy afligido Corazón, que en adelante corresponda a las Divinas Misericordias, aproveche las gracias celestiales, no reciba en vano tantas luces y tantas inspiraciones que te dignarás obtener para mí, para que tenga la suerte de estar entre aquellos por quienes la amarga pasión de Jesús sea de eterna salvación. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.
María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.
Segundo dolor En este segundo dolor consideremos el penosísimo viaje que la Virgen hizo hacia Egipto para liberar a Jesús de la cruel persecución de Herodes.
Meditación Considera el amargo dolor que habrá sentido María cuando de noche tuvo que ponerse en camino por orden del Ángel para preservar a su Hijo de la matanza ordenada por aquel fiero Príncipe. ¡Ah! que a cada grito de animal, a cada soplo de viento, a cada movimiento de hoja que escuchaba por aquellas calles desiertas se llenaba de miedo por temor a algún daño al niño Jesús que llevaba consigo. Ahora se volvía de un lado, ahora del otro, a veces aceleraba el paso, ahora se escondía creyendo que la habían alcanzado los soldados, que arrancándola de sus brazos a su amadísimo Hijo le harían bajo su mirada un trato bárbaro, y fijando la mirada llorosa sobre su Jesús y apretándolo fuertemente al pecho, dándole mil besos, enviaba desde el corazón los suspiros más angustiosos. Y aquí reflexiona cuántas veces has renovado este acerbo dolor a María forzando a su Hijo con tus graves pecados a huir de tu alma. Ahora que conoces el gran mal cometido, vuélvete arrepentido a esta piadosa Madre y dile así:
¡Ah, Madre dulcísima! Una vez Herodes os obligó a ti y a tu Jesús a huir por la inhumana persecución ordenada por él; pero yo, ¡oh!, cuántas veces obligué a mi Redentor y por consiguiente a ti también a salir rápidamente de mi corazón, introduciendo en él el maldito pecado, despiadado enemigo tuyo y de mi Dios. ¡Oh! todo doliente y contrito te pido humildemente perdón.
Sí, misericordia, oh querida Madre, misericordia, y te prometo en adelante, con la ayuda divina, mantener siempre a mi Salvador y a ti en el total dominio de mi alma. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.
María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.
Tercer dolor En este tercer dolor consideremos a la muy afligida Virgen que, llorosa, va en busca de su perdido Jesús.
Meditación ¡Cuán grande fue el dolor de María cuando se dio cuenta de haber perdido a su amado Hijo! y cómo aumentó su pena cuando, habiéndolo buscado diligentemente entre amigos, parientes y vecinos, no pudo tener noticia alguna de Él. Ella, sin atender a las incomodidades, al cansancio, a los peligros, vagó tres días continuos por las comarcas de Judea, repitiendo aquellas palabras de desolación: ¿acaso alguien ha visto a aquel que verdaderamente ama mi alma? ¡Ah! la gran ansiedad con que lo buscaba le hacía imaginar en cada momento verlo o escuchar su voz; pero luego, al darse cuenta de la decepción, ¡oh!, cómo se horrorizaba y sentía más intensamente el pesar de tan deplorable pérdida. Gran confusión para ti, pecador, que habiendo perdido tantas veces a tu Jesús con tus graves faltas, no te has preocupado en buscarlo, claro signo de que poco o nada valoras el precioso tesoro de la Divina amistad. Llora, pues, tu ceguera, y volviéndote a esta Madre Dolorosa, dile suspirando así:
¡Muy afligida Virgen! Haz que aprenda de ti el verdadero modo de buscar a Jesús que he perdido por seguir mis pasiones y las iniquidades del demonio, para que logre encontrarlo, y cuando lo haya recuperado, repita continuamente tus palabras: He encontrado a aquel que verdaderamente ama mi corazón; lo retendré siempre conmigo, y nunca más lo dejaré partir. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.
María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.
Cuarto dolor En el cuarto dolor consideremos el encuentro que tuvo la Virgen Dolorosa con su apasionado Hijo.
Meditación Venid, corazones endurecidos, y ved si podéis soportar este espectáculo tan lloroso. Es una madre la más tierna, la más amorosa, que encuentra a su Hijo el más dulce, el más amable; ¿y cómo lo encuentra? ¡Oh, Dios! en medio de la más impía chusma que lo arrastra cruelmente a la muerte, cargado de heridas, goteando sangre, desgarrado por las heridas, con una corona de espinas en la cabeza y con un tronco pesado sobre los hombros, fatigado, jadeante, débil, que parece a cada paso querer exhalar el último suspiro.
¡Ah! considera, alma mía, la detención mortal que hace la Santísima Virgen al primer vistazo que fija sobre su atormentado Jesús; quisiera darle el último adiós, pero ¿cómo, si el dolor le impide pronunciar palabra? Quisiera arrojarse a su cuello, pero queda inmóvil y petrificada por la fuerza de la aflicción interna; quisiera desahogarse con el llanto, pero siente el corazón tan cerrado y oprimido que no logra derramar una lágrima. ¡Oh! ¿y quién puede contener las lágrimas al ver a una pobre Madre sumida en tan gran aflicción? Pero ¿quién es la causa de tan acerbo dolor? ¡Ah, soy yo, sí, soy yo con mis pecados que he hecho tan bárbara herida a tu tierno corazón, oh Virgen Dolorosa! ¿Quién lo creería? Permanezco insensible sin conmoverme en absoluto. Pero si fui ingrato en el pasado, en adelante no lo seré más.
Mientras tanto, postrado a tus pies, oh Virgen Santísima, te pido humildemente perdón por tanto pesar que te he causado. Lo sé y lo confieso, que no merezco piedad, siendo yo la verdadera causa por la que caíste en dolor al encontrar a tu Jesús todo cubierto de heridas; pero recuerda, sí recuerda que eres madre de misericordia. ¡Ah, muéstrate tal hacia mí, que te prometo en adelante ser más fiel a mi Redentor, y así compensar tantos disgustos que he dado a tu muy afligido espíritu! Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.
María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.
Quinto dolor En este quinto dolor imaginémonos encontrarnos en el Monte Calvario donde la muy afligida Virgen vio expirar en la Cruz a su amado Hijo.
Meditación Aquí estamos en el Calvario donde ya están levantados dos altares de sacrificio, uno en el cuerpo de Jesús, otro en el corazón de María. ¡Oh espectáculo funesto! Contemplamos a la Madre ahogada en un mar de aflicciones al ver arrebatada por la muerte despiadada a la querida y amable criatura de sus entrañas. ¡Ay de mí! Cada martillazo, cada herida, cada desgarradura que recibe el Salvador sobre su carne, resuena profundamente en el corazón de la Virgen. Ella está a los pies de la Cruz tan penetrada por el dolor y traspasada por el duelo que no sabrías decidir quién será el primero en expirar, si Jesús o María. Fija la mirada en el rostro agonizante de su Hijo, contempla las pupilas languideciendo, el rostro pálido, los labios lívidos, la respiración dificultosa y finalmente sabe que ya no vive y que ha entregado el espíritu en el seno de su eterno Padre. ¡Ah, qué esfuerzo hace entonces su alma por separarse del cuerpo y unirse a la de Jesús! ¿Y quién puede soportar tal vista?
Oh Madre dolorosísima, tú en lugar de retirarte del Calvario para no sentir tan vivamente las angustias, permaneces inmóvil para absorber hasta la última gota el amargo cáliz de tus aflicciones. ¡Qué confusión debe ser esta para mí que busco todos los medios para evitar las cruces y esos pequeños sufrimientos que por mi bien el Señor se digna enviarme! Virgen dolorosísima, me humillo ante ti, ¡oh! haz que conozca una vez claramente el valor y el gran mérito del padecer, para que me tome tanto apego que nunca me canse de exclamar con San Francisco Javier: Plus Domine, Plus Domine, más sufrir, Dios mío. ¡Ah sí, más sufrir, oh Dios mío! Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.
María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.
Sexto dolor En este sexto dolor imaginémonos ver a la Virgen desconsolada que recibe en sus brazos a su Hijo muerto bajado de la Cruz.
Meditación Considera el amargo dolor que penetró el alma de María cuando vio en su seno el cuerpo muerto de su amado Jesús. ¡Ah! Al fijar la mirada sobre sus heridas y llagas, al mirarlo teñido de su propia sangre, fue tal el ímpetu del dolor interior que su corazón fue mortalmente traspasado, y si no murió fue la omnipotencia divina la que la conservó con vida. ¡Oh pobre Madre, sí, pobre madre, que llevas a la tumba al querido objeto de tus más tiernas complacencias, y que de un ramo de rosas se ha convertido en un manojo de espinas por los malos tratos y desgarraduras hechas por los impíos malhechores! ¿Y quién no te compadecerá? ¿Quién no se sentirá desgarrado por el dolor al verte en un estado de aflicción que conmueve hasta la piedra más dura? Contemplo a Juan inconsolable, a Magdalena con las otras Marías que lloran amargamente, a Nicodemo que ya no puede soportar el dolor. ¿Y yo? ¡yo solo no derramo una lágrima en medio de tanto duelo! ¡Ingrato e ingrato que soy!
¡Oh, Madre piadosísima, aquí estoy a tus pies, recíbeme bajo tu poderosa protección y haz que este mi corazón quede traspasado por esa misma espada que atravesó de parte a parte tu muy afligido espíritu, para que se ablande una vez y llore de verdad mis graves pecados que te han causado tan cruel martirio! Y así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.
María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.
Séptimo dolor En este séptimo dolor consideremos a la Virgen dolorosísima que ve cerrar en el sepulcro a su Hijo muerto.
Meditación Considera qué suspiro mortal lanzó el afligido corazón de María cuando vio puesto en la tumba a su amado Jesús. ¡Oh qué pena, qué duelo sintió su espíritu cuando se levantó la piedra con que se debía cerrar aquel sacratísimo monumento! No era posible despegarla del borde del sepulcro, mientras el dolor era tal que la volvía insensible e inmóvil, sin cesar de contemplar aquellas llagas y aquellas crueles heridas. Cuando luego se cerró la tumba, entonces sí que fue tan fuerte la fuerza del dolor interior que sin duda habría caído muerta si Dios no la hubiera conservado con vida. ¡Oh madre tan afligida! Ahora partirás con el cuerpo de este lugar, pero aquí seguramente quedará tu corazón, siendo aquí tu verdadero tesoro. ¡Ah destino, que en compañía de él quede todo nuestro afecto, todo nuestro amor, allí cómo podrá ser que no nos consumamos de benevolencia hacia el Salvador que dio toda su sangre por nuestra salvación? ¿Cómo podrá ser que no te amemos a ti que tanto sufriste por nuestra causa?
Ahora nosotros, dolientes y arrepentidos de haber causado tantos dolores a tu Hijo y a ti tanta amargura, nos postramos a tus pies y por todos esos dolores que nos hiciste la gracia de meditar, concédenos este favor: que la memoria de los mismos quede siempre vivamente impresa en nuestra mente, que se consuman nuestros corazones por amor a nuestro buen Dios y a ti, nuestra dulcísima Madre, y que el último suspiro de nuestra vida se una a los que derramaste desde lo más profundo de tu alma en la dolorosa pasión de Jesús, a quien sea honor, gloria y acción de gracias por todos los siglos de los siglos. Así sea. Ave María etc. Gloria Patri etc.
María, dulce bien mío,
Graba en mi corazón tus penas.
Luego se dice el Stabat Mater, como arriba.
Antífona. Tuam ipsius animam (ait ad Mariam Simeon) pertransiet gladius.
Ora por nosotros, Virgen Dolorosísima.
Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.
Oremos
Dios, en cuya pasión según la profecía de Simeón, la dulcísima alma de la Gloriosa Virgen y Madre María Dolorosa fue traspasada por la espada, concede propicio que quienes recordamos la memoria de sus dolores, alcancemos felizmente el efecto de tu pasión. Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
Alabado sea Dios y la Virgen Dolorosísima.
Con permiso de la Revisión Eclesiástica
La Fiesta de los Siete Dolores de María Virgen Dolorosa que celebra la Pía Unión y Sociedad, cae el tercer domingo de septiembre en la Iglesia de San Francisco de Asís.
Texto de la 3ª edición, Turín, Imprenta de Giulio Speirani e hijos, 1871
Santa Mónica, madre de San Agustín, testigo de esperanza
Una mujer de fe inquebrantable, de lágrimas fecundas, escuchada por Dios después de diecisiete largos años. Un modelo de cristiana, esposa y madre para toda la Iglesia. Una testigo de esperanza que se ha transformado en una poderosa intercesora en el Cielo. El mismo Don Bosco recomendaba a las madres, afligidas por la vida poco cristiana de sus hijos, que se encomendaran a ella en sus oraciones.
En la gran galería de santos y santas que han marcado la historia de la Iglesia, Santa Mónica (331-387) ocupa un lugar singular. No por milagros espectaculares, no por la fundación de comunidades religiosas, no por empresas sociales o políticas relevantes. Mónica es recordada y venerada ante todo como madre, la madre de Agustín, el joven inquieto que gracias a sus oraciones, a sus lágrimas y a su testimonio de fe se convirtió en uno de los más grandes Padres de la Iglesia y Doctores de la fe católica.
Pero limitar su figura al papel materno sería injusto y empobrecedor. Mónica es una mujer que supo vivir su vida ordinaria —esposa, madre, creyente— de manera extraordinaria, transfigurando la cotidianidad a través de la fuerza de la fe. Es un ejemplo de perseverancia en la oración, de paciencia en el matrimonio, de esperanza inquebrantable frente a las desviaciones de su hijo.
Las noticias sobre su vida nos llegan casi exclusivamente de las Confesiones de Agustín, un texto que no es una crónica, sino una lectura teológica y espiritual de la existencia. Sin embargo, en esas páginas Agustín traza un retrato inolvidable de su madre: no solo una mujer buena y piadosa, sino un auténtico modelo de fe cristiana, una “madre de las lágrimas” que se convierten en fuente de gracia.
Los orígenes en Tagaste Mónica nació en el año 331 en Tagaste, ciudad de Numidia, Souk Ahras en la actual Argelia. Era un centro dinámico, marcado por la presencia romana y por una comunidad cristiana ya arraigada. Provenía de una familia cristiana acomodada: la fe ya era parte de su horizonte cultural y espiritual.
Su formación estuvo marcada por la influencia de una nodriza austera, que la educó en la sobriedad y la templanza. San Agustín escribirá de ella: “No hablaré por esto de sus dones, sino de tus dones a ella, que no se había hecho a sí misma, ni se había educado a sí misma. Tú la creaste sin que ni siquiera el padre y la madre supieran qué hija tendrían; y la vara de tu Cristo, es decir, la disciplina de tu Unigénito, la instruyó en tu temor, en una casa de creyentes, miembro sano de tu Iglesia.” (Confesiones IX, 8, 17).
En las mismas Confesiones Agustín también relata un episodio significativo: la joven Mónica había adquirido la costumbre de beber pequeños sorbos de vino de la bodega, hasta que una sirvienta la reprendió llamándola “borracha”. Esa reprimenda le bastó para corregirse definitivamente. Esta anécdota, aparentemente menor, muestra su honestidad para reconocer sus propios pecados, dejarse corregir y crecer en virtud.
A la edad de 23 años, Mónica fue dada en matrimonio a Patricio, un funcionario municipal pagano, conocido por su carácter colérico y su infidelidad conyugal. La vida matrimonial no fue fácil: la convivencia con un hombre impulsivo y distante de la fe cristiana puso a prueba su paciencia.
Sin embargo, Mónica nunca cayó en el desánimo. Con una actitud de mansedumbre y respeto, supo conquistar progresivamente el corazón de su marido. No respondía con dureza a los arrebatos de ira, no alimentaba conflictos inútiles. Con el tiempo, su constancia dio fruto: Patricio se convirtió y recibió el bautismo poco antes de morir.
El testimonio de Mónica muestra cómo la santidad no se expresa necesariamente en gestos clamorosos, sino en la fidelidad cotidiana, en el amor que sabe transformar lentamente las situaciones difíciles. En este sentido, es un modelo para tantas esposas y madres que viven matrimonios marcados por tensiones o diferencias de fe.
Mónica madre Del matrimonio nacieron tres hijos: Agustín, Navigio y una hija de la que no sabemos el nombre. Mónica derramó sobre ellos todo su amor, pero sobre todo su fe. Navigio y la hija siguieron un camino cristiano lineal: Navigio se hizo sacerdote; la hija emprendió el camino de la virginidad consagrada. Agustín, en cambio, pronto se convirtió en el centro de sus preocupaciones y de sus lágrimas.
Ya de niño, Agustín mostraba una inteligencia extraordinaria. Mónica lo envió a estudiar retórica a Cartago, deseosa de asegurarle un futuro brillante. Pero junto a los progresos intelectuales llegaron también las tentaciones: la sensualidad, la mundanidad, las malas compañías. Agustín abrazó la doctrina maniquea, convencido de encontrar en ella respuestas racionales al problema del mal. Además, comenzó a convivir sin casarse con una mujer de la que tuvo un hijo, Adeodato. Las desviaciones de su hijo llevaron a Mónica a negarle la acogida en su propia casa. Pero no por eso dejó de orar por él y de ofrecer sacrificios: “de mi madre, con el corazón sangrante, se te ofrecía por mí noche y día el sacrificio de sus lágrimas”. (Confesiones V, 7,13) y “derramaba más lágrimas de las que derraman las madres por la muerte física de sus hijos” (Confesiones III, 11,19).
Para Mónica fue una herida profunda: el hijo, que había consagrado a Cristo en el seno, se estaba perdiendo. El dolor era indecible, pero nunca dejó de esperar. El propio Agustín escribirá: “El corazón de mi madre, herido por tal herida, nunca se habría curado: porque no puedo expresar adecuadamente sus sentimientos hacia mí y cuánto mayor fue su trabajo al parirme en espíritu que el que tuvo al parirme en la carne.” (Confesiones V, 9,16).
Surge espontánea la pregunta: ¿por qué Mónica no bautizó a Agustín inmediatamente después de nacer?
En realidad, aunque el bautismo de niños ya era conocido y practicado, aún no era una práctica universal. Muchos padres preferían posponerlo hasta la edad adulta, considerándolo un “lavado definitivo”: temían que, si el bautizado pecaba gravemente, la salvación se vería comprometida. Además, Patricio, aún pagano, no tenía ningún interés en educar a su hijo en la fe cristiana.
Hoy vemos claramente que fue una elección desafortunada, ya que el bautismo no solo nos hace hijos de Dios, sino que nos da la gracia de vencer las tentaciones y el pecado.
Una cosa, sin embargo, es cierta: si hubiera sido bautizado de niño, Mónica se habría ahorrado a sí misma y a su hijo tantos sufrimientos.
La imagen más fuerte de Mónica es la de una madre que reza y llora. Las Confesiones la describen como una mujer incansable en interceder ante Dios por su hijo.
Un día, un obispo de Tagaste —según algunos, el mismo Ambrosio— la tranquilizó con palabras que han quedado célebres: “Ve, no puede perderse el hijo de tantas lágrimas”. Esa frase se convirtió en la estrella polar de Mónica, la confirmación de que su dolor materno no era en vano, sino parte de un misterioso designio de gracia.
Tenacidad de una madre La vida de Mónica fue también un peregrinaje tras los pasos de Agustín. Cuando su hijo decidió partir a escondidas hacia Roma, Mónica no escatimó esfuerzos; no dio la causa por perdida, sino que lo siguió y lo buscó hasta que lo encontró. Lo alcanzó en Milán, donde Agustín había obtenido una cátedra de retórica. Allí encontró una guía espiritual en San Ambrosio, obispo de la ciudad. Entre Mónica y Ambrosio nació una profunda sintonía: ella reconocía en él al pastor capaz de guiar a su hijo, mientras que Ambrosio admiraba su fe inquebrantable.
En Milán, la predicación de Ambrosio abrió nuevas perspectivas a Agustín. Él abandonó progresivamente el maniqueísmo y comenzó a mirar el cristianismo con nuevos ojos. Mónica acompañaba silenciosamente este proceso: no forzaba los tiempos, no pretendía conversiones inmediatas, sino que oraba y lo sostenía y permanecía a su lado hasta su conversión.
La conversión de Agustín Dios parecía no escucharla, pero Mónica nunca dejó de rezar y de ofrecer sacrificios por su hijo. Después de diecisiete años, finalmente sus súplicas fueron escuchadas — ¡y de qué manera! Agustín no solo se hizo cristiano, sino que se convirtió en sacerdote, obispo, doctor y padre de la Iglesia.
Él mismo lo reconoce: “Tú, sin embargo, en la profundidad de tus designios, escuchaste el punto vital de su deseo, sin preocuparte por el objeto momentáneo de su petición, sino cuidando de hacer de mí lo que siempre te pedía que hicieras.” (Confesiones V, 8,15).
El momento decisivo llegó en el año 386. Agustín, atormentado interiormente, luchaba contra las pasiones y las resistencias de su voluntad. En el célebre episodio del jardín de Milán, al escuchar la voz de un niño que decía “Tolle, lege” (“Toma, lee”), abrió la Carta a los Romanos y leyó las palabras que le cambiaron la vida: “Revestíos del Señor Jesucristo y no sigáis los deseos de la carne” (Rm 13,14).
Fue el comienzo de su conversión. Junto a su hijo Adeodato y algunos amigos se retiró a Cassiciaco para prepararse para el bautismo. Mónica estaba con ellos, partícipe de la alegría de ver finalmente escuchadas las oraciones de tantos años.
La noche de Pascua del 387, en la catedral de Milán, Ambrosio bautizó a Agustín, Adeodato y los demás catecúmenos. Las lágrimas de dolor de Mónica se transformaron en lágrimas de alegría. Siguió a su servicio, tanto que en Cassiciaco Agustín dirá: “Cuidó como si de todos hubiera sido madre y nos sirvió como si de todos hubiera sido hija.”
Ostia: el éxtasis y la muerte Después del bautismo, Mónica y Agustín se prepararon para regresar a África. Deteniéndose en Ostia, a la espera del barco, vivieron un momento de intensísima espiritualidad. Las Confesiones narran el éxtasis de Ostia: madre e hijo, asomados a una ventana, contemplaron juntos la belleza de la creación y se elevaron hacia Dios, saboreando la bienaventuranza del cielo.
Mónica dirá: “Hijo, en cuanto a mí, ya no encuentro ningún atractivo para esta vida. No sé qué hago todavía aquí abajo y por qué me encuentro aquí. Este mundo ya no es objeto de deseos para mí. Había una sola razón por la que deseaba permanecer un poco más en esta vida: verte cristiano católico, antes de morir. Dios me ha escuchado más allá de todas mis expectativas, me ha concedido verte a su servicio y liberado de las aspiraciones de felicidad terrena. ¿Qué hago aquí?” (Confesiones IX, 10,11). Había alcanzado su meta terrenal.
Algunos días después, Mónica se enfermó gravemente. Sintiendo cercana su muerte, dijo a sus hijos: “Hijos míos, enterraréis aquí a vuestra madre: no os preocupéis de dónde. Solo os pido esto: recordadme en el altar del Señor, dondequiera que estéis”. Era la síntesis de su vida: no le importaba el lugar de la sepultura, sino el vínculo en la oración y en la Eucaristía.
Murió a los 56 años, el 12 de noviembre del 387, y fue sepultada en Ostia. En el siglo VI, sus reliquias fueron trasladadas a una cripta oculta en la misma iglesia de Santa Aurea. En 1425, las reliquias fueron trasladadas a Roma, a la basílica de San Agustín en Campo Marzio, donde aún hoy son veneradas.
El perfil espiritual de Mónica Agustín describe a su madre con palabras bien medidas: “[…] mujer en el aspecto, viril en la fe, anciana en la serenidad, maternal en el amor, cristiana en la piedad […]”. (Confesiones IX, 4, 8).
Y también: “[…] viuda casta y sobria, asidua en la limosna, devota y sumisa a tus santos; que no dejaba pasar día sin llevar la ofrenda a tu altar, que dos veces al día, mañana y tarde, sin falta visitaba tu iglesia, y no para confabular vanamente y charlar como las otras viejas, sino para oír tus palabras y hacerte oír sus oraciones? Las lágrimas de tal mujer, con las que te pedía no oro ni plata, ni bienes perecederos o perecederos, sino la salvación del alma de su hijo, ¿podrías tú despreciarlas, tú que así la habías hecho con tu gracia, negándole tu socorro? Ciertamente no, Señor. Tú, antes bien, estabas a su lado y la escuchabas, obrando según el orden con que habías predestinado que debías obrar.” (Confesiones V, 9,17).
De este testimonio agustiniano, emerge una figura de sorprendente actualidad.
Fue una mujer de oración: nunca dejó de invocar a Dios por la salvación de sus seres queridos. Sus lágrimas se convierten en modelo de intercesión perseverante.
Fue una esposa fiel: en un matrimonio difícil, nunca respondió con resentimiento a la dureza de su marido. Su paciencia y su mansedumbre fueron instrumentos de evangelización.
Fue una madre valiente: no abandonó a su hijo en sus desviaciones, sino que lo acompañó con amor tenaz, capaz de confiar en los tiempos de Dios.
Fue una testigo de esperanza: su vida muestra que ninguna situación es desesperada, si se vive en la fe.
El mensaje de Mónica no pertenece solo al siglo IV. Habla todavía hoy, en un contexto en el que muchas familias viven tensiones, los hijos se apartan de la fe, los padres experimentan la fatiga de la espera.
A los padres, enseña a no rendirse, a creer que la gracia obra de maneras misteriosas.
A las mujeres cristianas, muestra cómo la mansedumbre y la fidelidad pueden transformar relaciones difíciles.
A cualquiera que se sienta desanimado en la oración, testifica que Dios escucha, aunque los tiempos no coincidan con los nuestros.
No es casualidad que muchas asociaciones y movimientos hayan elegido a Mónica como patrona de las madres cristianas y de las mujeres que oran por los hijos alejados de la fe.
Una mujer sencilla y extraordinaria La vida de Santa Mónica es la historia de una mujer sencilla y extraordinaria a la vez. Sencilla porque vivió el día a día de una familia, extraordinaria porque fue transfigurada por la fe. Sus lágrimas y sus oraciones moldearon a un santo y, a través de él, influyeron profundamente en la historia de la Iglesia.
Su memoria, celebrada el 27 de agosto, víspera de la fiesta de San Agustín, nos recuerda que la santidad a menudo pasa por la perseverancia oculta, el sacrificio silencioso, la esperanza que no defrauda.
En las palabras de Agustín, dirigidas a Dios por su madre, encontramos la síntesis de su herencia espiritual: “No puedo decir lo suficiente de cuánto mi alma te debe a ella, Dios mío; pero tú lo sabes todo. Recompénsala con tu misericordia lo que te pidió con tantas lágrimas por mí” (Conf., IX, 13).
Santa Mónica, a través de los acontecimientos de su vida, alcanzó la felicidad eterna que ella misma definió: “La felicidad consiste sin duda en el logro del fin y se debe tener confianza en que a él podemos ser conducidos por una fe firme, una esperanza viva, una caridad ardiente”. (La Felicidad 4,35).
La pastora, las ovejas y los corderos (1867)
En el siguiente pasaje, Don Bosco, fundador del Oratorio de Valdocco, relata a sus jóvenes un sueño que tuvo entre el 29 y el 30 de mayo de 1867 y que narró la noche del Domingo de la Santísima Trinidad. En una llanura infinita, rebaños y corderos se convierten en alegoría del mundo y de los muchachos: prados exuberantes o desiertos áridos figuran la gracia y el pecado; cuernos y heridas denuncian escándalo y deshonor; la cifra «3» preanuncia tres carestías –espiritual, moral, material– que amenazan a quien se aleja de Dios. Del relato brota el apremiante llamado del santo: custodiar la inocencia, volver a la gracia con la penitencia, para que cada joven pueda revestirse de las flores de la pureza y participar de la alegría prometida por el buen Pastor.
El domingo de la Santísima Trinidad, 16 de junio, en cuya festividad, hacía veintiséis años, había celebrado don Bosco su primera misa, los jóvenes esperaban con impaciencia que les contara un sueño, según les había prometido el día 13 del mismo mes. Su ardiente deseo era buscar el bien espiritual de su rebaño, y su norma, las amonestaciones y promesas del capítulo XXVII, versículos 23 – 25 del libro de los Proverbios: Diligenter agnosce vultum pecoris tui, tuosque greges considera: non enim habebis jugiter potestatem; sed corona tribuetur in generationem et generationem. Aperta sunt prata, et apparuerunt herbas virentes, et collecta sunt foena de montibus… (Conoce a fondo el estado de tu ganado, aplica tu corazón a tu rebaño; porque no es eterna la riqueza; no se transmiten los tesoros de edad en edad. Cortada la hierba, aparecido el retoño, y apilado el heno de los montes…). En sus oraciones pedía al cielo el conocimiento exacto de sus ovejas; la gracia de vigilar atentamente; de asegurar la custodia del redil aun después de su muerte y de proveerle de fácil alimento material y espiritual. Don Bosco, pues, después de las oraciones de la noche, habló así:
En una de las últimas noches del mes de María, el 29 o el 30 de mayo, estando en la cama y no pudiendo dormir, pensaba en mis queridos jóvenes y me decía a mí mismo:
– ¡Oh si pudiese soñar algo que les sirviese de provecho!
Después de reflexionar durante un rato añadí:
– ¡Sí! Ahora quiero soñar algo para contarlo a mis jóvenes.
Y he aquí que me quedé dormido. Apenas el sueño se apoderó de mí, me pareció encontrarme en una inmensa llanura cubierta de un número extraordinario de ovejas de gran tamaño, las cuales, divididas en rebaños, pacían en los extensos prados que se ofrecían ante mi vista. Quise acercarme a ellas y se me ocurrió buscar al pastor, causándome gran maravilla que pudiese haber en el mundo quien pudiera poseer tan crecido número de animales de aquella especie. Después de breves indagaciones me encontré ante un pastor apoyado en su cayado. Inmediatamente comencé a preguntarle:
– ¿De quién es este rebaño tan numeroso?
El pastor no me contestó. Volví a repetir la pregunta y entonces me dijo:
– ¿Y a ti qué te interesa?
– ¿Por qué, repliqué, me contesta de esa manera?
– Pues bien, dijo el pastor, este rebaño es de su dueño.
– ¿De su dueño? Eso ya me lo suponía, dije para mí. Y continué en alta voz:
– ¿Y quién es el dueño?
– No te preocupes, me dijo, ya lo sabrás.
Después, recorriendo en su compañía aquel valle, comencé a observar el rebaño y la región en que nos encontrábamos. Algunas zonas estaban cubiertas de rica vegetación; numerosos árboles extendían sus ramas proporcionando agradable sombra, y una hierba fresquísima que servía de alimento a gran número de ovejas de hermosa y lucida presencia. En otros parajes la llanura era estéril, arenosa, llena de piedras, recubierta de espinos, desprovistos de hojas, y de grama amarillenta; no había en toda ella ni un tallo de hierba fresca; a pesar de ello, también allí había numerosas ovejas paciendo, pero su aspecto era miserable.
Hice algunas preguntas a mi guía referentes a este rebaño, pero él, sin contestarme a ninguna, dijo:
– Tú no estás destinado a cuidarlas. En éstas no debes pensar. Te voy a llevar a que veas el rebaño que te ha sido reservado.
– Pero ¿tú quién eres?
– Soy el dueño; ven conmigo; vamos hacia aquella parte y verás.
Y me condujo a otro lugar de la llanura donde había millares y millares de corderillos. Tan numerosos eran, que no se podían contar y estaban tan flacos que apenas si se podían tener en pie. El prado en que estaban era seco, árido y arenoso, no descubriéndose en él ni un tallo de hierba fresca, ni un arroyuelo, sino nada más que algunos gamones secos y matas escuálidas. Todo el pasto había sido totalmente destruido por los mismos corderos.
A primera vista se podía deducir que aquellos pobres animales, que estaban además cubiertos de llagas, habían sufrido mucho y continuaban sufriendo. ¡Cosa extraña! Cada uno tenía dos cuernos largos y gruesos que le salían de la frente, como si fuesen carneros viejos, y en la punta de cada cuerno tenían un apéndice en forma de ese. Contemplé maravillado aquella rara particularidad, causándome gran inquietud el no saberme explicar por qué aquellos corderillos tenían los cuernos tan largos y tan gruesos y la causa de que hubiesen destruido tan pronto la hierba del prado.
– Pero ¿cómo puede ser esto?, dije al pastor. ¿Unos corderos tan pequeños y ya tienen unos cuernos tan grandes:
– Mira bien, me dijo, observa atentamente.
Y al hacerlo pude comprobar que aquellos animales tenían grabado el número 3 en todas las partes del cuerpo: en el lomo, en la cabeza, en el hocico, en las orejas, en las narices, en las patas, en las pezuñas.
– ¿Qué quiere decir esto?, pregunté a mi guía. A la verdad que no entiendo nada.
– ¿Cómo? ¿Que no comprendes nada?, me replicó el pastor. Escucha, pues, y todo lo comprenderás. Esta extensa llanura es figura del mundo. Los lugares cubiertos de hierba significan la palabra de Dios y la gracia. Los parajes estériles y áridos, aquellos sitios en los cuales no se escucha la palabra divina, en los que sólo se procura agradar al mundo. Las ovejas son los hombres hechos y derechos; los corderos, los jovencitos, para atender a los cuales ha mandado Dios a don Bosco. Este rincón de la llanura que contemplas, representa el Oratorio y los corderos en él reunidos, tus hijos. Este lugar tan árido es símbolo del estado de pecado. Los cuernos son imagen de la deshonra. La letra S quiere decir Scandalum (escándalo). Los escandalosos, por la fuerza del mal ejemplo, marchan a su perdición. Entre los corderos observarás algunos que tienen los cuernos rotos; fueron escandalosos, pero ahora cesaron en sus escándalos. El número 3 quiere decir que soportan la pena de su culpa; esto es, que tendrán que sufrir tres grandes carestías: una carestía espiritual, otra moral y otra material. 1.° La carestía de los auxilios espirituales; pedirán estos auxilios y no los tendrán. 2.° La carestía de la palabra de Dios. 3.° La carestía del pan material. El que los corderos hayan agotado toda la hierba quiere decir que no les queda más que el deshonor y el número 3, o sea, las carestías. Este espectáculo significa también los sufrimientos que padecen actualmente muchos jóvenes en medio del mundo. En el Oratorio, en cambio, incluso los que son indignos de ello, no carecen del pan material.
Mientras yo escuchaba y observaba todas aquellas cosas como desmemoriado, he aquí una nueva maravilla. Todos aquellos corderos cambiaban de aspecto.
Levantándose sobre las patas posteriores adquirían una estatura elevada y la forma de otros tantos jóvenes. Yo me acerqué para comprobar si conocía alguno. Eran todos muchachos del Oratorio. A muchísimos no los había visto nunca, pero todos aseguraban que pertenecían a nuestro Oratorio. Y entre los que eran desconocidos para mí había unos pocos que están actualmente aquí. Son los que no se presentan nunca a don Bosco; los que no acuden jamás a pedirle un consejo; los que, por el contrario, huyen de él; en una palabra: los jóvenes a los cuales don Bosco aún no conoce… Pero la inmensa mayoría de los desconocidos estaba integrada por los que no están ni han estado en el Oratorio.
Mientras observaba con pena aquella multitud, el que me acompañaba me tomó de la mano y me dijo:
– Ven conmigo y verás otras cosas. Y así diciendo me condujo a un extremo apartado del valle rodeado de pequeñas colinas y cercado de un vallado de plantas esbeltas, en el cual había un gran prado cubierto de verdor, lo más riente que imaginarse puede y embalsamado por multitud de plantas aromáticas, esmaltado de flores silvestres y en el que, además, se descubrían frescos bosquecillos y corrientes de agua límpida. En él me encontré con una gran multitud de chicos, todos alegres, dedicados a formar un hermosísimo vestido con flores del prado.
– Al menos, tienes a éstos que te proporcionan grandes consuelos.
– ¿Quiénes son?, pregunté.
– Son los que están en gracia de Dios.
¡Ah! Os puedo asegurar que jamás vi criaturas tan bellas y resplandecientes y que nunca habría podido imaginar tanta hermosura. Sería imposible que me pusiese a describirlo, pues sería echar a perder lo que no se puede imaginar si no se ve. Pero me estaba reservado un espectáculo aún más sorprendente. Mientras estaba yo contemplando con inmenso placer a aquellos jóvenes, entre los que había muchos a los cuales no conocía, el guía me dijo:
– Ven, ven conmigo y te haré ver algo que te proporcionará una alegría y un consuelo aún mayor. Y me condujo a otro prado todo esmaltado de flores más bellas y olorosas que las que había visto anteriormente. Parecía un jardín regio. En él pude ver un número menor de jóvenes que en el prado anterior, pero de una tan extraordinaria belleza y de un esplendor tal que anulaban por completo a los que había admirado poco antes. Algunos de éstos están en el Oratorio, otros lo estarán con el tiempo.
Entonces el pastor me dijo:
– Estos son los que conservan la bella azucena de la pureza. Estos están revestidos aún con la estola de la inocencia.
Yo contemplaba extático aquel espectáculo. Casi todos llevaban en la cabeza una corona de flores de belleza indescriptible. Dichas flores estaban compuestas por otras florecillas de sorprendente gallardía y de colores tan vivos y variados que encantaban al que las miraba. Había más de mil colores en una sola flor y en cada flor se veían más de mil flores. Hasta los pies de aquellos jóvenes descendía una vestidura de fascinante blancura, entretejida de guirnaldas de flores, semejantes a las que formaban la corona. La luz encantadora que partía de las flores iluminaba toda la persona haciendo reflejar en ella la propia belleza. Las flores se espejaban unas en otras y las de las coronas en las que formaban las guirnaldas, reverberando cada una los rayos emitidos por las otras. Un rayo de un color al encontrarse con otro de distinto color daba origen a nuevos rayos, diversos entre sí y, por consiguiente, cada nuevo rayo producía otros distintos, de manera que yo jamás habría creído que en el paraíso hubiese un espectáculo tan múltiple y encantador. Pero esto no es todo. Los rayos de las flores y de las coronas de unos jóvenes se reflejaban en las flores y en los de las coronas de todos los demás; lo mismo sucedía con las guirnaldas y con las vestiduras de cada uno. Además, el resplandor del rostro de un joven al expandirse, se fundía con el resplandor del rostro de los compañeros y al reverberar sobre aquellas facciones inocentes y redondas, producían tanta luz que deslumbraban la vista e impedían fijar los ojos en ellas.
Y así, en uno solo, se concentraban las bellezas de todos los compañeros con una armonía de luz inefable. Era la gloria accidental de los santos. No hay imagen humana capaz de dar una idea, aunque pálida, de la belleza que adquiría cada uno de aquellos jóvenes, en medio de un océano de esplendor tan grande. Entre ellos pude ver a algunos que se encuentran actualmente en el Oratorio y estoy seguro de que, si pudiesen apreciar, aunque sólo fuese la décima parte de la hermosura de que los vi revestidos, estarían dispuestos a sufrir el tormento del fuego, a dejarse descuartizar, a afrontar el más cruel de los martirios, antes que perderla.
Apenas pude reaccionar un poco, después de haber contemplado semejante espectáculo, me volví a mi guía y le dije:
– Pero ¿en tan crecido número de mis jóvenes, son tan pocos los inocentes? ¿Tan contados son los que nunca han perdido la gracia de Dios?
El pastor respondió:
– ¿Cómo? ¿Te parece pequeño su número? Por otra parte, ten presente que los que han tenido la desgracia de perder el hermoso lirio de la pureza, y, por tanto, la inocencia, pueden seguir a sus compañeros por el camino de la penitencia. ¿Ves allá? En aquel prado hay muchas flores; con ellas pueden tejer una corona y una vestidura hermosísima y seguir también a los inocentes en la gloria.
– Dime algo más que yo pueda comunicar a mis jóvenes, añadí entonces.
– Repíteles que si supiesen cuán bella y preciosa es a los ojos de Dios la inocencia y la pureza, estarían dispuestos a hacer cualquier sacrificio para conservarla. Diles que se animen a cultivar esta bella virtud, la cual supera a las demás en hermosura y esplendor. Por algo los castos son los que crescunt tanquam lilia in conspectu Domini. (Crecen como lirios a los ojos del Señor).
Yo quise entonces introducirme en medio de aquellos mis queridos hijos tan bellamente coronados, pero tropecé al andar y me desperté encontrándome en la cama.
Hijos míos: ¿sois todos inocentes? Tal vez entre vosotros hay algunos que lo son y a ellos van dirigidas estas mis palabras. Por caridad: no perdáis un tesoro de tan inestimable valor. ¡La inocencia es algo que vale tanto como el Paraíso, como el mismo Dios! ¡Si hubieseis podido admirar la belleza de aquellos jovencitos recubiertos de flores! El conjunto de aquel espectáculo era tal, que yo habría dado cualquier cosa por seguir gozando de él, y si fuese pintor, consideraría como una gracia grande el poder plasmar en el lienzo, de alguna manera, lo que vi. Si conocieseis la belleza de un inocente, os someteríais a las pruebas más penosas, incluso a la misma muerte, con tal de conservar el tesoro de la inocencia.
El número de los que habían recuperado la gracia, aunque me produjo un gran consuelo, creí, con todo, que sería mayor. También me maravillé de ver a alguno que aquí parece bueno y en el sueño tenía unos cuernos muy grandes y muy gruesos…
Don Bosco terminó haciendo una cálida exhortación a los que habían perdido la inocencia para que se empeñasen voluntariosamente en
recuperar la gracia por medio de la penitencia.
Dos días después, el 18 de junio, el siervo de Dios subía a su tribuna y daba algunas nuevas explicaciones del sueño.
No sería necesaria explicación alguna respecto al sueño, pero volveré a repetir lo que ya os dije. La gran llanura es el mundo, y los distintos parajes y el estado al que fueron llamados aquí todos nuestros jóvenes. El rincón donde estaban los corderos es el Oratorio. Los corderos son todos los jóvenes que estuvieron, están y estarán en el Oratorio. Los tres prados de esta zona, el árido, el verde y el florido, indican los estados de pecado, de gracia y de inocencia. Los cuernos de los corderos son los escándalos dados en el pasado. Había, además, quienes tenían los cuernos rotos, o sea los que fueron escandalosos y después se enmendaron por completo. Todas aquellas cifras que representaban el número 3, y que se veían grabadas en las distintas partes del cuerpo de cada cordero, simbolizan, según me dijo el pastor, tres castigos que Dios enviará a los jóvenes: 1.° Carestía de auxilios espirituales. 2.° Carestía moral, o sea, falta de instrucción religiosa y de la palabra de Dios. 3.° Carestía material, o sea, carencia incluso del alimento. Los jóvenes resplandecientes son los que se encuentran en gracia de Dios y, sobre todo, los que conservan la inocencia bautismal y la bella virtud de la pureza. íQué gloria tan grande les espera a los tales!
Entreguémonos, pues, queridos jóvenes, con el mayor entusiasmo a la práctica de la virtud. El que no esté en gracia de Dios, que la adquiera y después emplee todos los medios necesarios y la ayuda de Dios para conservarse en ella hasta la muerte; pues, si es cierto que no todos podemos estar en compañía de los inocentes y formar corona a Jesús, Cordero Inmaculado, al menos podemos seguir detrás de ellos.
Uno de vosotros me preguntó si estaba entre los inocentes y yo le dije que no, que tenía los cuernos rotos. Me preguntó también si tenía llagas y le dije que sí.
– ¿Y qué significan esas llagas?, me preguntó.
Yo le respondí:
– No temas. Tus llagas están ya casi cicatrizadas y desaparecerán con el tiempo; tales llagas no son deshonrosas, como no lo son las cicatrices de un combatiente, el cual, a pesar de las heridas y de los ataques del enemigo, supo vencer y conseguir la victoria. ¡Por tanto, son cicatrices gloriosas! Pero aún es más honroso combatir en medio del enemigo sin ser herido. La incolumidad del que lo consigue es causa de admiración para todos.
Explicando este sueño, don Bosco dijo también que no pasaría mucho tiempo sin que se dejasen sentir estos tres males; – Peste, hambre y también falta de medios para hacer bien a las almas.
Añadió que no pasarían tres meses sin que sucediese algo de particular.
Este sueño produjo en los jóvenes la impresión y los frutos que había conseguido otras muchas veces con relatos semejantes.
(MB IT VIII 839- 845 / MB ES 713-718)
¡Hacia lo alto! San Pier Giorgio Frassati
“Queridos jóvenes, nuestra esperanza es Jesús. Es Él, como decía San Juan Pablo II, «quien suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande […], para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna» (XV Jornada Mundial de la Juventud, Vigilia de Oración, 19 de agosto de 2000). Mantengámonos unidos a Él, permanezcamos en su amistad, siempre, cultivándola con la oración, la adoración, la Comunión eucarística, la Confesión frecuente, la caridad generosa, como nos han enseñado los beatos Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis, que pronto serán proclamados Santos. Aspirad a cosas grandes, a la santidad, dondequiera que estéis. No os conforméis con menos. Entonces veréis crecer cada día, en vosotros y a vuestro alrededor, la luz del Evangelio” (Papa León XIV – homilía Jubileo de los jóvenes – 3 de agosto de 2025).
Pier Giorgio y Don Cojazzi
El senador Alfredo Frassati, embajador del Reino de Italia en Berlín, era el propietario y director del periódico La Stampa de Turín. Los Salesianos le debían un gran reconocimiento. Con motivo del gran montaje escandaloso conocido como “Los hechos de Varazze”, en el que se había intentado arrojar lodo sobre la honorabilidad de los Salesianos, Frassati los había defendido. Mientras incluso algunos periódicos católicos parecían perdidos y desorientados ante las graves y penosas acusaciones, La Stampa, tras una rápida investigación, se había adelantado a las conclusiones de la magistratura proclamando la inocencia de los Salesianos. Así, cuando de casa Frassati llegó la solicitud de un salesiano que se encargara de seguir los estudios de los dos hijos del senador, Pier Giorgio y Luciana, Don Paolo Albera, Rector Mayor, se sintió en la obligación de aceptar. Envió a Don Antonio Cojazzi (1880-1953). Era el hombre apto: buena cultura, temperamento juvenil y una excepcional capacidad comunicativa. Don Cojazzi se había licenciado en letras en 1905, en filosofía en 1906, y había obtenido el diploma de habilitación para la enseñanza de la lengua inglesa después de un serio perfeccionamiento en Inglaterra.
En casa Frassati, Don Cojazzi se convirtió en algo más que el ‘preceptor’ que seguía a los chicos. Se convirtió en un amigo, especialmente de Pier Giorgio, de quien diría: “Lo conocí a los diez años y lo seguí durante casi todo el bachillerato y la preparatoria con lecciones que en los primeros años eran diarias; lo seguí con creciente interés y afecto”. Pier Giorgio, convertido en uno de los jóvenes líderde la Acción Católica turinesa, escuchaba las conferencias y lecciones que Don Cojazzi impartía a los socios del Círculo C. Balbo, seguía con interés la Revista de los Jóvenes, subía a veces a Valsalice en busca de luz y consejo en los momentos decisivos.
Un momento de notoriedad
Pier Giorgio lo recibió durante el Congreso Nacional de la Juventud Católica italiana, en 1921: cincuenta mil jóvenes que desfilaban por Roma, cantando y orando. Pier Giorgio, estudiante de ingeniería, sostenía la bandera tricolor del círculo turinés C. Balbo. Las tropas reales, de repente, rodearon la enorme procesión y la asaltaron para arrebatar las banderas. Querían impedir desórdenes. Un testigo contó: “Golpean con las culatas de los fusiles, agarran, rompen, arrancan nuestras banderas. Veo a Pier Giorgio forcejeando con dos guardias. Acudimos en su ayuda, y la bandera, con la asta rota, queda en sus manos. Encarcelados a la fuerza en un patio, los jóvenes católicos son interrogados por la policía. El testigo recuerda el diálogo llevado con los modos y las cortesías que se usan en semejantes contingencias:
– ¿Y tú, cómo te llamas?
– Pier Giorgio Frassati de Alfredo.
– ¿Qué hace tu padre?
– Embajador de Italia en Berlín.
Asombro, cambio de tono, disculpas, oferta de libertad inmediata.
– Saldré cuando salgan los demás.
Mientras tanto, el espectáculo bestial continúa. Un sacerdote es arrojado, literalmente arrojado al patio con la sotana rasgada y una mejilla sangrando… Juntos nos arrodillamos en el suelo, en el patio, cuando aquel sacerdote harapiento levantó el rosario y dijo: ¡Muchachos, por nosotros y por los que nos han golpeado, oremos!».
Amaba a los pobres
Pier Giorgio amaba a los pobres, los iba a buscar en los barrios más lejanos de la ciudad; subía las escaleras estrechas y oscuras; entraba en los desvanes donde solo habitan la miseria y el dolor. Todo lo que tenía en el bolsillo era para los demás, como todo lo que guardaba en el corazón. Llegaba a pasar las noches al lado de enfermos desconocidos. Una noche que no regresaba a casa, el padre, cada vez más ansioso, llamó a la comisaría, a los hospitales. A las dos se oyó girar la llave en la puerta y Pier Giorgio entró. Papá explotó:
– Mira, puedes estar fuera de día, de noche, nadie te dice nada. ¡Pero cuando llegas tan tarde, avisa, llama por teléfono!
Pier Giorgio lo miró, y con la habitual sencillez respondió:
– Papá, donde yo estaba, no había teléfono.
Las Conferencias de San Vicente de Paúl lo vieron como un asiduo colaborador; los pobres lo conocieron como consolador y socorredor; los miserables desvanes lo acogieron a menudo entre sus sórdidas paredes como un rayo de sol para sus desamparados habitantes. Dominado por una profunda humildad, no quería que nadie supiera lo que hacía.
Giorgetto, hermoso y santo
A principios de julio de 1925, Pier Giorgio fue atacado y abatido por un violento ataque de poliomielitis. Tenía 24 años. En su lecho de muerte, mientras una terrible enfermedad le devastaba la espalda, todavía pensaba en sus pobres. En una nota, con una letra ya casi indescifrable, escribió para el ingeniero Grimaldi, su amigo: Aquí están las inyecciones de Converso, la póliza es de Sappa. La he olvidado, renuévala tú.
Al regresar del funeral de Pier Giorgio, Don Cojazzi escribe de improviso un artículo para la Revista de los Jóvenes: “Repetiré la vieja frase, pero sincerísima: no creía amarlo tanto. ¡Giorgetto, hermoso y santo! ¿Por qué me cantan en el corazón estas palabras insistentes? Porque las oí repetir, las oí pronunciar durante casi dos días, por el padre, por la madre, por la hermana, con una voz que siempre decía y nunca repetía. Y porque afloran ciertos versos de una balada de Deroulède: «¡Se hablará de él durante mucho tiempo, en los palacios dorados y en las casas de campo perdidas! Porque de él hablarán también las chozas y los desvanes, donde pasó tantas veces como ángel consolador». Lo conocí a los diez años y lo seguí durante casi todo el bachillerato y parte de la preparatoria… lo seguí con creciente interés y afecto hasta su transfiguración actual… Escribiré su vida. Se trata de la recopilación de testimonios que presentan la figura de este joven en la plenitud de su luz, en la verdad espiritual y moral, en el testimonio luminoso y contagioso de bondad y generosidad”.
El best-seller de la editorial católica
Animado e impulsado también por el arzobispo de Turín, Mons. Giuseppe Gamba, Don Cojazzi se puso a trabajar con ahínco. Los testimonios llegaron numerosos y cualificados, fueron ordenados y examinados con cuidado. La madre de Pier Giorgio seguía el trabajo, daba sugerencias, proporcionaba material. En marzo de 1928 sale la vida de Pier Giorgio. Escribe Luigi Gedda: “Fue un éxito rotundo. En solo nueve meses se agotaron 30 mil copias del libro. En 1932 ya se habían difundido 70 mil copias. En el lapso de 15 años, el libro sobre Pier Giorgio alcanzó 11 ediciones, y quizás fue el best-seller de la editorial católica en ese período”.
La figura iluminada por Don Cojazzi fue una bandera para la Acción Católica durante el difícil tiempo del fascismo. En 1942 habían tomado el nombre de Pier Giorgio Frassati: 771 asociaciones juveniles de Acción Católica, 178 secciones aspirantes, 21 asociaciones universitarias, 60 grupos de estudiantes de secundaria, 29 conferencias de San Vicente, 23 grupos del Evangelio… El libro fue traducido al menos a 19 idiomas.
El libro de Don Cojazzi marcó un punto de inflexión en la historia de la juventud italiana. Pier Giorgio fue el ideal señalado sin ninguna reserva: alguien que supo demostrar que ser cristiano hasta el fondo no es en absoluto utópico ni fantástico.
Pier Giorgio Frassati también marcó un punto de inflexión en la historia de Don Cojazzi. Aquella nota escrita por Pier Giorgio en su lecho de muerte le reveló de manera concreta, casi brutal, el mundo de los pobres. El mismo Don Cojazzi escribe: “El Viernes Santo de este año (1928) con dos universitarios visité durante cuatro horas a los pobres fuera de Porta Metronia. Aquella visita me proporcionó una lección y una humillación muy saludables. Yo había escrito y hablado muchísimo sobre las Conferencias de San Vicente… y sin embargo nunca había ido ni una sola vez a visitar a los pobres. En aquellas sucias chabolas a menudo se me salían las lágrimas… ¿La conclusión? Aquí está clara y cruda para mí y para vosotros: menos palabras bonitas y más obras buenas”.
El contacto vivo con los pobres no es solo una aplicación inmediata del Evangelio, sino una escuela de vida para los jóvenes. Son la mejor escuela para los jóvenes, para educarlos y mantenerlos en la seriedad de la vida. Quien visita a los pobres y toca con sus propias manos sus llagas materiales y morales, ¿cómo puede malgastar su dinero, su tiempo, su juventud? ¿Cómo puede quejarse de sus propios trabajos y dolores, cuando ha conocido, por experiencia directa, que otros sufren más que él?
¡No vegetar, sino vivir!
Pier Giorgio Frassati es un ejemplo luminoso de santidad juvenil, actual, «enmarcado» en nuestro tiempo. Él atestigua una vez más que la fe en Jesucristo es la religión de los fuertes y de los verdaderamente jóvenes, que solo ella puede iluminar todas las verdades con la luz del «misterio» y que solo ella puede regalar la perfecta alegría. Su existencia es el modelo perfecto de la vida normal al alcance de todos. Él, como todos los seguidores de Jesús y del Evangelio, comenzó por las pequeñas cosas; llegó a las alturas más sublimes a fuerza de sustraerse a los compromisos de una vida mediocre y sin sentido y empleando la natural terquedad en sus firmes propósitos. Todo, en su vida, le sirvió de escalón para subir; incluso aquello que debería haberle sido un tropiezo. Entre sus compañeros era el intrépido y exuberante animador de cada empresa, atrayendo a su alrededor tanta simpatía y tanta admiración. La naturaleza le había sido generosa en favores: de familia renombrada, rico, de ingenio sólido y práctico, físico apuesto y robusto, educación completa, nada le faltaba para abrirse camino en la vida. Pero él no pretendía vegetar, sino conquistar su lugar al sol, luchando. Era un hombre de temple y un alma de cristiano.
Su vida tenía en sí misma una coherencia que descansaba en la unidad del espíritu y de la existencia, de la fe y de las obras. La fuente de esta personalidad tan luminosa estaba en la profunda vida interior. Frassati rezaba. Su sed de Gracia le hacía amar todo lo que llena y enriquece el espíritu. Se acercaba cada día a la Santa Comunión, luego permanecía a los pies del altar, largo tiempo, sin que nada pudiera distraerlo. Rezaba en los montes y por el camino. Sin embargo, la suya no era una fe ostentosa, aunque las señales de la cruz hechas en la vía pública al pasar por delante de las iglesias eran grandes y seguras, aunque el Rosario se rezaba en voz alta, en un vagón de tren o en la habitación de un hotel. Pero era más bien una fe vivida tan intensa y sinceramente que brotaba de su alma generosa y franca con una sencillez de actitud que convencía y conmovía. Su formación espiritual se fortaleció en las adoraciones nocturnas de las que fue ferviente propugnador e infaltable participante. Realizó los ejercicios espirituales en más de una ocasión, obteniendo de ellos serenidad y vigor espiritual.
El libro de Don Cojazzi se cierra con la frase: «Haberlo conocido o haber oído hablar de él significa amarlo, y amarlo significa seguirlo». El deseo es que el testimonio de Piergiorgio Frassati sea “sal y luz” para todos, especialmente para los jóvenes de hoy.
Conversión
Diálogo entre un hombre recién convertido a Cristo y un amigo incrédulo:
“¿Así que te convertiste a Cristo?”
“Sí”
“Entonces debe saber mucho sobre él. Dime, ¿en qué país nació?”
“No lo sé”.
“¿Qué edad tenía cuando murió?”
“No lo sé”.
“¿Cuántos libros escribió?”
“No lo sé”.
“¡Definitivamente sabes muy poco para ser un hombre que afirma haberse convertido a Cristo!”.
“Tiene razón. Me avergüenzo de lo poco que sé sobre él. Pero lo que sí sé es esto: hace tres años era un borracho. Estaba muy endeudado. Mi familia se desmoronaba. Mi mujer y mis hijos temían mi regreso a casa cada noche. Pero ahora he dejado de beber; ya no tenemos deudas; nuestra casa es ahora un hogar feliz; mis hijos esperan con impaciencia mi vuelta a casa por la noche. Todo esto lo ha hecho Cristo por mí. Y esto es lo que sé de Cristo”.
Lo que más importa es precisamente cómo Jesús cambia nuestras vidas. Debemos insistir en ello con fuerza: seguir a Jesús significa cambiar nuestra forma de ver a Dios, a los demás, al mundo y a nosotros mismos. Comparada con la auspiciada por la opinión corriente, es otra forma de vivir y otra forma de morir. Este es el misterio de la “conversión”.
Don Bosco con sus Salesianos
Si con sus muchachos Don Bosco bromeaba alegremente al verlos alegres y serenos, también con sus Salesianos revelaba en broma la estima que les tenía, el deseo de verlos formar con él una gran familia, pobre sí, pero confiada en la Divina Providencia, unida en la fe y en la caridad.
Los feudos de Don Bosco
En 1830 Margarita Occhiena, viuda de Francisco Bosco, hizo la división de los bienes heredados de su marido entre su hijastro Antonio y sus dos hijos José y Juan. Consistía, entre otras cosas, en ocho parcelas de tierra como prado, campo y viñedo. No sabemos nada preciso sobre los criterios seguidos por Mamá Margarita para repartir la herencia paterna entre los tres. Sin embargo, entre las parcelas había una viña cerca de los Becchi (en Bric dei Pin), un campo en Valcapone (o Valcappone) y otro en Bacajan (o Bacaiau). En cualquier caso, estas tres tierras constituyen los “feudos” que Don Bosco denomina a veces jocosamente como de su propiedad.
I Becchi, como todos sabemos, son la humilde aldea del caserío donde nació Don Bosco; Valcapponé (o Valcapone) era un lugar al este del Colle, bajo la Serra di Capriglio, pero abajo en el valle, en la zona conocida como Sbaruau (= hombre del saco), porque estaba densamente arbolada con unas cuantas chozas escondidas entre las ramas que servían de lugar de almacenamiento para los lavanderos y de refugio para los bandoleros. Bacajan (o Bacaiau) era un campo al este del Colle, entre las parcelas de Valcapone y Morialdo. He aquí los “feudos” de Don Bosco.
Las Memorias Biográficas dicen que durante algún tiempo Don Bosco había conferido títulos nobiliarios a sus colaboradores laicos. Así fue el Conde de los Becchi, el Marqués de Valcappone, el Barón de Bacaiau, las tres tierras que Don Bosco debió conocer como parte de su herencia. “Con estos títulos llamaba a Rossi, Gastini, Enria, Pelazza, Buzzetti, no sólo en casa sino también fuera, sobre todo cuando viajaba con algunos de ellos” (MB VIII, 198-199).
Entre estos “nobles” salesianos, sabemos con certeza, que el Conde de los I Becchi (o del Bricco del Pino) era Rossi José, el primer salesiano laico, o “Coadjutor” que amó Don Bosco como a un hijo afectuosísimo y le fue fiel para siempre.
Un día Don Bosco fue a la estación de Porta Nuova y Rossi José lo acompañó llevando su maleta. Llegaron cuando el tren estaba a punto de partir y los vagones estaban abarrotados de gente. Don Bosco, al no encontrar asiento, se dirigió a Rossi y, en voz alta, le dijo:
– ¡Oh, señor Conde, lamento que se tome tantas molestias por mí!
– Imagínese Don Bosco, ¡es un honor para mí!
Algunos viajeros que estaban en las ventanillas, al oír aquellas palabras “Señor Conde” y “Don Bosco”, se miraron asombrados y uno de ellos gritó desde la carroza:
– ¡Don Bosco! ¡Señor Conde! Suba aquí, ¡todavía quedan dos asientos!
– Pero no quiero molestarles, – respondió Don Bosco.
– ¡Que suban! Es un honor para nosotros. Recogeré mis maletas, ¡caben perfectamente!
Y así el “Conde I Becchi” pudo subir al tren con Don Bosco y la maleta.
Las bombas y una choza
Don Bosco vivió y murió pobre. Para comer se contentaba con muy poco. Incluso un vaso de vino era ya demasiado para él, y lo aguaba sistemáticamente.
“A menudo se olvidaba de beber porque estaba absorto en otros pensamientos, y eran sus vecinos de mesa los que se lo servían en el vaso. Y entonces, si el vino era bueno, buscaba inmediatamente agua “para que supiera mejor”, decía. Y añadía con una sonrisa: “He renunciado al mundo y al diablo, pero no a las pompas”, aludiendo a las trompetas que sacan agua del pozo” (MB IV, 191-192).
Incluso para el alojamiento sabemos cómo vivió. El 12 de septiembre de 1873 se celebró la Conferencia General de los Salesianos para reelegir un Ecónomo y tres Consejeros. En aquella ocasión Don Bosco pronunció palabras memorables y proféticas sobre el desarrollo de la Congregación. Luego, cuando le tocó hablar del Capítulo Superior, que a estas alturas parecía necesitar una residencia adecuada, dijo, en medio de la hilaridad universal: “Si fuera posible, me gustaría hacer una “sopanta” (léase: supanta = choza) en medio del patio, donde el Capítulo pudiera estar separado del resto de los mortales. Pero como sus miembros todavía tienen derecho a estar en esta tierra, ¡pueden quedarse ahora aquí, ahora allí, en diferentes casas, según les parezca mejor!” (MB X, 1061-1062).
Otis, botis, pija tutis
Un joven le preguntó un día cómo conocía el futuro y adivinaba tantas cosas secretas. Él le respondió:
– “Escúchame. El medio es éste, y se explica por: Otis, botis, pija tutis. ¿Sabes lo que significan estas palabras? Ten cuidado. Son palabras griegas, y, – deletreándolas, repitió: – O-tis, bo-tis, pi-ja tu-tis. ¿Lo entendéis?
– ¡Esto es un asunto serio!
– Yo también lo sé. Nunca he querido manifestar a nadie lo que significa este lema. Y nadie lo sabe, ni lo sabrá nunca, porque no me conviene contarlo. Es mi secreto con el que trabajo cosas extraordinarias, leo conciencias, conozco misterios. Pero si sois listos, podréis entenderlo.
Y repitió esas cuatro palabras, señalando con el dedo índice la frente, la boca, la barbilla y el pecho del joven. Acabó abofeteándole de repente. El joven se rio, pero insistió:
– ¡Al menos tradúceme las cuatro palabras!
– Yo puedo traducirlas, pero tú no entenderás la traducción.
Y bromeando le dijo en dialecto piamontés
– Quand ch’at dan ed bòte, pije tute (Cuando te peguen, recíbelos todos) (MB VI, 424). Y quería decir que, para llegar a ser santo, hay que aceptar todos los sufrimientos que nos depara la vida.
Patrono de los hojalateros
Todos los años, los jóvenes del Oratorio de San León de Marsella hacían una excursión a la villa del Sr. Olive, generoso benefactor de los Salesianos. En esa ocasión, el padre y la madre servían a los superiores a la mesa, y sus hijos a los alumnos.
En 1884, la excursión tuvo lugar durante la estancia de Don Bosco en Marsella.
Mientras los alumnos se divertían en los jardines, la cocinera corrió a avisar a la Señora Olive:
– Señora, la olla de sopa para los chicos está goteando y no hay manera de remediarlo. Tendrán que quedarse sin sopa.
La señora, que tenía mucha fe en Don Bosco, tuvo una idea. Llamó a todos los jóvenes:
– Escuchad -les dijo-, si queréis tomar la sopa, arrodillaos aquí y rezad una oración a Don Bosco para que la olla se estanque.
Obedecieron. Al instante, la olla dejó de gotear. Pero Don Bosco, al enterarse, se rio a carcajadas, diciendo:
– A partir de ahora llamarán a Don Bosco patrono de los hojalateros (MB XVII, 55-56).
La educación de la conciencia con san Francisco de Sales
Con toda probabilidad, fue la llegada de la Reforma protestante la que puso en la agenda el problema de la conciencia y, más precisamente, de la «libertad de conciencia». En una carta de 1597 a Clemente VIII, el prelado de Sales deploraba la «tiranía» que el «estado de Ginebra» imponía «sobre las conciencias de los católicos». Pedía a la Santa Sede que interviniera ante el rey de Francia para lograr que los ginebrinos concedieran «lo que llaman libertad de conciencia». Contrario a soluciones militares para la crisis protestante, vislumbraba en la libertas conscientiae una posible salida al enfrentamiento violento, siempre que se respetara la reciprocidad. Reivindicada por Ginebra a favor de la Reforma, y por Francisco de Sales en beneficio del catolicismo, la libertad de conciencia estaba a punto de convertirse en uno de los pilares de la mentalidad moderna.
Dignidad de la persona humana
La dignidad del individuo reside en la conciencia, y la conciencia es ante todo sinónimo de sinceridad, honestidad, franqueza, convicción. El prelado de Sales reconocía, por ejemplo, «para descargar su conciencia», que el proyecto de las Controversias le había sido impuesto de alguna manera por otros. Cuando presentaba sus razones a favor de la doctrina y la práctica católica, se preocupaba por precisar que lo hacía «en conciencia». «Díganme en conciencia», preguntaba a sus contradictores. La «buena conciencia», de hecho, hace que uno evite ciertos actos que lo ponen en contradicción consigo mismo.
Sin embargo, la conciencia subjetiva individual no puede tomarse siempre como garante de la verdad objetiva. No siempre se está obligado a creer lo que uno dice en conciencia. «Muéstrenme claramente –dice el prelado a los señores de Thonon– que no mienten en absoluto, que no me engañan cuando me dicen que en conciencia han tenido esta o aquella inspiración». La conciencia puede ser víctima de la ilusión, de forma voluntaria o incluso involuntaria. «Los avaros empedernidos no solo no confiesan serlo, sino que no piensan en conciencia que lo son».
La formación de la conciencia es una tarea esencial, porque la libertad de conciencia conlleva el riesgo de «hacer el bien y el mal», pero «elegir el mal no es usar, sino abusar de nuestra libertad». Es una tarea dura, porque la conciencia a veces nos aparece como un adversario que «siempre lucha contra nosotros y por nosotros»: ella «opone constante resistencia a nuestras malas inclinaciones», pero lo hace «para nuestra salvación». Cuando uno peca, «el remordimiento interior se mueve contra su conciencia con la espada en mano», pero lo hace para «traspasarla con un santo temor».
Un medio para ejercer una libertad responsable es la práctica del «examen de conciencia». Hacer el examen de conciencia es como seguir el ejemplo de las palomas que se miran «con ojos limpios y puros», «se limpian con cuidado y se adornan lo mejor que pueden». Filotea está invitada a hacer este examen todas las noches, antes de acostarse, preguntándose «cómo se ha comportado en las distintas horas del día; para hacerlo más fácilmente se pensará en dónde, con quién y a qué ocupaciones se ha dedicado».
Una vez al año deberemos hacer un examen profundo del «estado de nuestra alma» ante Dios, el prójimo y nosotros mismos, sin olvidar un «examen de los afectos de nuestra alma». El examen –dice Francisco de Sales a las visitandinas– les llevará a sondear «a fondo su conciencia».
¿Cómo aliviar la conciencia cuando uno la siente cargada de un error o de una falta? Algunos lo hacen de mala manera, juzgando y acusando a otros «de vicios de los que son víctimas», pensando así en «endulzar los remordimientos de su conciencia». De este modo se multiplica el riesgo de hacer juicios temerarios. Al contrario, «aquellos que cuidan correctamente de su conciencia no están en absoluto sujetos a juicios temerarios». Conviene considerar aparte el caso de los padres, educadores y responsables del bien público, porque «una buena parte de su conciencia consiste en velar atentamente por la conciencia de los demás».
El respeto a uno mismo
De la afirmación de la dignidad y la responsabilidad de cada uno debe nacer el respeto a sí mismo. Ya Sócrates y toda la antigüedad pagana y cristiana habían mostrado el camino:
Es un dicho de los filósofos, que sin embargo fue considerado válido por los doctores cristianos: «Conócete a ti mismo», es decir, conoce la excelencia de tu alma para no humillarla ni despreciarla.
Ciertos actos nuestros constituyen no solo una ofensa a Dios, sino también una ofensa a la dignidad de la persona humana y a la razón. Sus consecuencias son deplorables:
La semejanza e imagen de Dios, que llevamos en nosotros, se mancha y desfigura, la dignidad de nuestro espíritu se deshonra, y nos hacemos semejantes a los animales sin razón […], haciéndonos esclavos de nuestras pasiones y trastornando el orden de la razón.
Hay éxtasis y arrebatos que nos elevan por encima de nuestra condición natural y otros que nos rebajan: «Oh hombres, ¿hasta cuándo serán tan insensatos –escribe el autor del Teotimo– de querer pisotear su dignidad natural, descendiendo voluntaria y precipitadamente a la condición de las bestias?».
El respeto a uno mismo permitirá evitar dos peligros opuestos: el orgullo y el desprecio de los dones que uno tiene. En un siglo en que el sentido del honor estaba exaltado al máximo, Francisco de Sales tuvo que intervenir para denunciar fechorías, en particular en el problema del duelo, que le hacía «ponerse los pelos de punta», y aún más el orgullo insensato que era la causa. «Estoy escandalizado» –escribía a la esposa de un marido duelista–; «en verdad, no puedo entender cómo se puede tener un valor tan desmedido incluso por bagatelas y cosas sin importancia». Al batirse en duelo es como si «se convirtieran el uno en verdugo del otro».
Otros, en cambio, no se atreven a reconocer los dones recibidos y pecan así contra el deber de gratitud. Francisco de Sales denuncia «cierta falsa y tonta humildad que impide descubrir el bien que hay en ellos». Están equivocados, porque «los bienes que Dios ha puesto en nosotros deben ser reconocidos, estimados y honrados sinceramente».
El primer prójimo que debo respetar y amar, parece querer decir el obispo de Ginebra, es el propio yo. El verdadero amor hacia mí mismo y el respeto debido me exigen que tienda a la perfección y que me corrija, si es necesario, pero dulcemente, razonablemente y «siguiendo el camino de la compasión» más que el de la ira y el furor.
Existe, de hecho, un amor a uno mismo no solo legítimo, sino también beneficioso y mandado: «La caridad bien ordenada comienza por uno mismo» –dice el proverbio– y refleja bien el pensamiento de Francisco de Sales, pero con la condición de no confundir el amor a uno mismo con el amor propio. El amor a uno mismo es bueno, y Filotea está invitada a interrogarse sobre la manera en que se ama a sí misma:
¿Mantienes un buen orden en el amor hacia ti misma? Porque solo el amor desordenado hacia nosotros mismos puede llevarnos a la ruina. Ahora bien, el amor ordenado quiere que amemos el alma más que el cuerpo, que busquemos procurarnos las virtudes más que cualquier otra cosa.
En cambio, el amor propio es un amor egoísta, «narcisista», hinchado de sí mismo, celoso de su propia belleza y preocupado únicamente por su propio interés: «Narciso –dicen los profanos– era un joven tan desdeñoso que no quería ofrecer su amor a nadie más; y finalmente, contemplándose en una fuente clara fue totalmente cautivado por su belleza».
El «respeto debido a las personas»
Si se respeta a uno mismo, se estará más preparado y dispuesto a respetar a los demás. El hecho de ser «imagen y semejanza de Dios» tiene como corolario la afirmación de que «todos los seres humanos gozan de la misma dignidad». Francisco de Sales, aunque vivía en una sociedad marcada por el antiguo régimen, fuertemente desigual, promovió un pensamiento y una práctica caracterizados por el «respeto debido a las personas».
Hay que empezar por los niños. La madre de san Bernardo –dice el autor de la Filotea– amaba a sus hijos recién nacidos «con respeto como una cosa sagrada que Dios le había confiado». Una reprimenda muy grave dirigida por el obispo de Ginebra a los paganos concernía su desprecio por la vida de seres indefensos. El respeto al niño que está por nacer emerge en este pasaje de una carta, redactada según la retórica barroca de la época, dirigida por Francisco de Sales a una mujer embarazada. La anima explicándole que el niño que se está formando en sus entrañas no es solo «una imagen viva de la divina Majestad», sino también la imagen de su madre. Recomienda a otra mujer:
Ofrezcan a menudo a la gloria eterna de su Creador a la criatura cuya formación quiso encomendarles como su cooperadora.
Otro aspecto del respeto debido a los demás se refiere al tema de la libertad. El descubrimiento de nuevas tierras tuvo, como consecuencia nefasta, el resurgimiento de la esclavitud, que recordaba las prácticas de los antiguos romanos en tiempos del paganismo. La venta de seres humanos los degradaba al rango de bestias:
Un día, Marcantonio compró a un mercader dos jovencitos; entonces, como todavía ocurre hoy en alguna región, se vendían niños; había hombres que los conseguían y luego los traficaban como se hace con los caballos en nuestros países.
El respeto a los demás está continuamente amenazado de forma más sutil por la maledicencia y la calumnia. Francisco de Sales insiste mucho en los «pecados de lengua». Un capítulo de la Filotea que trata explícitamente este tema se titula La honestidad en las palabras y el respeto que se debe a las personas. Arruinar la reputación de alguien es cometer un «asesinato espiritual»; es quitar «la vida civil» a quien se habla mal. Asimismo, «al condenar el vicio», se procurará ahorrar lo más posible «a la persona implicada en él».
Ciertas categorías de personas son fácilmente denigradas o despreciadas. Francisco de Sales defiende la dignidad de la gente del pueblo basándose en el Evangelio: «San Pedro –comenta– era un hombre rudo, tosco, un viejo pescador, un artesano de baja condición; san Juan, en cambio, era un caballero, dulce, amable, sabio; san Pedro, en cambio, ignorante». Pues bien, fue san Pedro quien fue elegido para guiar a los demás y para ser el «superior universal».
Proclama la dignidad de los enfermos, diciendo que «las almas que están en la cruz son declaradas reinas». Denunciando la «crueldad hacia los pobres» y exaltando la «dignidad de los pobres», justifica y precisa la actitud que se debe tener hacia ellos, explicando «cómo debemos honrarlos y por tanto visitarlos como representantes de Nuestro Señor». Nadie es inútil, nadie es insignificante: «No hay en el mundo objeto que no pueda ser útil para algo; pero hay que saber encontrar su uso y lugar».
El «uno-diferente» salesiano
El problema que siempre ha atormentado a las sociedades humanas es cómo conciliar la dignidad y la libertad de cada individuo con las de los demás. Recibió de Francisco de Sales una aclaración original gracias a la invención de una nueva palabra. De hecho, dado que el universo está formado por «todas las cosas creadas, visibles e invisibles» y que «su diversidad se reconduce a la unidad», el obispo de Ginebra propuso llamarlo «uno-diferente», es decir, «único y diferente, único con diversidad y diferente con unidad».
Para él, cada ser es único. Las personas son como las perlas de las que habla Plinio: «son tan únicas, cada una en su cualidad, que nunca se encuentran dos perfectamente iguales». Es significativo que sus dos obras principales, la Introducción a la vida devota y el Tratado del amor de Dios, estén dirigidas a una persona singular, Filotea y Teotimo. ¡Qué variedad y diversidad entre los seres! «Sin duda, como vemos que nunca se encuentran dos hombres perfectamente iguales en los dones de la naturaleza, tampoco se encuentran dos perfectamente iguales en los dones sobrenaturales». La variedad le encantaba también desde un punto de vista puramente estético, pero temía una curiosidad indiscreta sobre sus causas:
Si alguien se preguntara por qué Dios hizo las sandías más grandes que las fresas, o los lirios más grandes que las violetas; por qué el romero no es una rosa o por qué el clavel no es una caléndula; por qué el pavo real es más bello que un murciélago, o por qué el higo es dulce y el limón agrio, se reirían de sus preguntas y le dirían: pobre hombre, como la belleza del mundo requiere variedad, es necesario que en las cosas haya perfecciones diferentes y diferenciadas y que una no sea la otra; por eso unas son pequeñas, otras grandes, unas agrias, otras dulces, unas más bellas, otras menos. […] Todas tienen su mérito, su gracia, su esplendor, y todas, vistas en conjunto en su variedad, constituyen un maravilloso espectáculo de belleza.
La diversidad no obstaculiza la unidad, al contrario, la enriquece y embellece aún más. Cada flor tiene sus características que la distinguen de todas las demás: «No es propio de las rosas ser blancas, me parece, porque las rojas son más bellas y tienen un mejor perfume, que sin embargo es propio del lirio». Ciertamente, Francisco de Sales no soporta la confusión y el desorden, pero es igualmente enemigo de la uniformidad. La diversidad de los seres puede conducir a la dispersión y a la ruptura de la comunión, pero si hay amor, «vínculo de la perfección», nada se pierde, al contrario, la diversidad se exalta con la unión.
En Francisco de Sales hay sin duda una cultura real del individuo, pero esta nunca es un cierre al grupo, a la comunidad o a la sociedad. Él ve espontáneamente al individuo inserto en un contexto o «estado» de vida, que marca notablemente la identidad y pertenencia de cada uno. No será posible fijar un programa o proyecto igual para todos, por el simple hecho de que se aplicará y realizará de manera diferente «para el caballero, para el artesano, para el criado, para el príncipe, para la viuda, para la joven, para la casada»; además hay que adaptarlo «a las fuerzas y deberes de cada uno en particular». El obispo de Ginebra ve la sociedad repartida en espacios vitales caracterizados por la pertenencia social y la solidaridad de grupo, como cuando trata «de la compañía de soldados, del taller de artesanos, de la corte de los príncipes, de la familia de gente casada».
El amor personaliza y, por tanto, individualiza. El afecto que une a una persona con otra es único, como demuestra Francisco de Sales en su relación con la señora de Chantal: «Cada afecto tiene su peculiaridad que lo diferencia de los demás; el que siento por usted posee cierta particularidad que me consuela infinitamente y, para decirlo todo, para mí es sumamente fructífero». El sol ilumina a todos y a cada uno: «al iluminar un rincón de la tierra, no lo ilumina menos que si no brillara en otro lugar, sino solo en ese rincón».
El ser humano está en devenir
Humanista cristiano, Francisco de Sales cree finalmente en la posibilidad que tiene la persona humana de perfeccionarse. Erasmo había forjado la fórmula: Homines non nascuntur sed finguntur. Mientras el animal es un ser predeterminado, guiado por el instinto, el hombre, en cambio, está en perpetua evolución. No solo cambia, sino que puede cambiarse a sí mismo, tanto para bien como para mal.
Lo que preocupaba enteramente al autor del Teotimo era perfeccionarse a sí mismo y ayudar a los demás a perfeccionarse, y no solo en el ámbito religioso, sino en todo. Desde el nacimiento hasta la tumba, el hombre está en situación de aprendiz. Imitamos al cocodrilo que «nunca deja de crecer mientras vive». De hecho, «permanecer mucho tiempo en un mismo estado no es posible: quien no avanza, retrocede en este tráfico; quien no sube, baja en esta escala; quien no vence es vencido en esta lucha». Cita a san Bernardo que decía: «Está escrito especialmente para el hombre que nunca estará en el mismo estado: debe avanzar o retroceder». Sigamos adelante:
¿No sabes que estás en camino y que el camino no es para sentarse, sino para avanzar? Y está hecho para avanzar tanto que moverse hacia adelante se llama caminar.
Esto también significa que la persona humana es educable, capaz de aprender, corregirse y mejorarse. Y esto es cierto a todos los niveles. La edad a veces no tiene nada que ver. Miren a estos niños cantores de la catedral, que superan con mucho las capacidades de su obispo en este ámbito: «Admiro a estos niños –decía– que apenas saben hablar y que ya cantan su parte; comprenden todos los signos y reglas musicales, mientras que yo no sabría cómo arreglármelas, yo que soy un hombre hecho y que quisiera hacerse pasar por un gran personaje». Nadie en este mundo es perfecto:
Hay personas de naturaleza ligera, otras groseras, otras muy reacias a escuchar opiniones ajenas, y otras finalmente propensas a la indignación, otras a la ira y otras al amor; en resumen, encontramos muy pocas personas en las que no sea posible descubrir una u otra de tales imperfecciones.
¿Debemos entonces desesperar de poder mejorar nuestro temperamento, corrigiendo alguna de nuestras inclinaciones naturales? En absoluto.
Por mucho que, de hecho, sean en cada uno de nosotros propias y naturales, si con la aplicación a un apego contrario se pueden corregir y regular, e incluso uno puede liberarse y purificarse, entonces, les digo Filotea, que hay que hacerlo. Incluso se ha encontrado la manera de hacer dulces los almendros amargos: basta con perforarlos en la base y hacer salir el jugo; ¿por qué no podríamos entonces hacer salir nuestras inclinaciones perversas para así ser mejores?
De aquí la conclusión optimista pero exigente: «No hay naturaleza buena que no pueda volverse mala mediante hábitos viciosos; no hay naturaleza tan perversa que no pueda, primero con la gracia de Dios y luego con el esfuerzo industrioso y la diligencia, domarse y vencer». Si el hombre es educable, no debemos desesperar de nadie y debemos cuidarnos de los prejuicios hacia las personas:
No digan: fulano es un borracho, aunque lo hayan visto ebrio; es un adúltero, por haberlo visto pecar; es un incestuoso, por haberlo sorprendido en esa desgracia; porque un solo acto no basta para dar nombre a la cosa. […] Y aunque un hombre haya sido vicioso durante mucho tiempo, se correría el riesgo de mentir llamándolo vicioso.
La persona humana nunca termina de cultivar su jardín. Es la lección que el fundador de las visitandinas les inculcaba cuando las llamaba «a cultivar la tierra y el jardín» de sus corazones y espíritus, porque no existe «hombre tan perfecto que no necesite esforzarse tanto para crecer en la perfección como para conservarla».
Las siete alegrías de la Virgen María
En el corazón de la obra educativa y espiritual de San Juan Bosco, la figura de la Madonna ocupa un lugar privilegiado y luminoso. Don Bosco no solo fue un gran educador y fundador, sino también un ferviente devoto de la Virgen María, a quien veneraba con profundo afecto y en quien confiaba cada uno de sus proyectos pastorales. Una de las expresiones más características de esta devoción es la práctica de las “Siete alegrías de la Virgen María”, propuesta de manera sencilla y accesible en su publicación “El joven proveído”, uno de los textos más difundidos en su pedagogía espiritual.
Una obra para el alma de los jóvenes
En 1875, Don Bosco publicó una nueva edición de “El joven proveído para la práctica de sus deberes en los ejercicios de piedad cristiana”, un manual de oraciones, ejercicios espirituales y normas de conducta cristiana pensado para los chicos. Este libro, redactado con un estilo sobrio y paternal, tenía la intención de acompañar a los jóvenes en su formación moral y religiosa, introduciéndolos a una vida cristiana integral. En él también encontraba espacio la devoción a las “Siete alegrías de María Santísima”, una oración sencilla pero intensa, estructurada en siete puntos. A diferencia de los “Siete dolores de la Madonna”, mucho más conocidos y difundidos en la piedad popular, las “Siete alegrías” de Don Bosco ponen el énfasis en las alegrías de la Santísima Virgen en el Paraíso, consecuencia de una vida terrenal vivida en la plenitud de la gracia de Dios.
Esta devoción tiene orígenes antiguos y fue especialmente querida por los franciscanos, quienes la difundieron a partir del siglo XIII, como Rosario de las Siete Alegrías de la Bienaventurada Virgen María (o Corona Seráfica). En la forma franciscana tradicional es una oración devocional compuesta por siete decenas de Ave María, cada una precedida por un misterio gozoso (alegría) e introducida por un Padre Nuestro. Al final de cada decena se reza un Gloria al Padre. Las alegrías son: 1. La Anunciación del Ángel; 2. La visita a Santa Isabel; 3. El nacimiento del Salvador; 4. La adoración de los Magos; 5. El hallazgo de Jesús en el templo; 6. La resurrección del Hijo; 7. La Asunción y coronación de María en el cielo.
Don Bosco, tomando de esta tradición, ofrece una versión simplificada, adecuada a la sensibilidad de los jóvenes.
Cada una de estas alegrías se medita mediante la recitación de un Ave María y un Gloria.
La pedagogía de la alegría
La elección de proponer a los jóvenes esta devoción no responde solo a un gusto personal de Don Bosco, sino que se inserta plenamente en su visión educativa. Él estaba convencido de que la fe debía transmitirse a través de la alegría, no del miedo; a través de la belleza del bien, no del temor al mal. Las “Siete alegrías” se convierten así en una escuela de alegría cristiana, una invitación a reconocer que, en la vida de la Virgen, la gracia de Dios se manifiesta como luz, esperanza y cumplimiento.
Don Bosco conocía bien las dificultades y sufrimientos que muchos de sus chicos enfrentaban diariamente: la pobreza, el abandono familiar, la precariedad del trabajo. Por eso, les ofrecía una devoción mariana que no se limitara al llanto y al dolor, sino que fuera también una fuente de consuelo y de alegría. Meditar las alegrías de María significaba abrirse a una visión positiva de la vida, aprender a reconocer la presencia de Dios incluso en los momentos difíciles, y confiar con fe en la ternura de la Madre celestial.
En la publicación “El joven provisto”, Don Bosco escribe palabras conmovedoras sobre el papel de María: la presenta como madre amorosa, guía segura y modelo de vida cristiana. La devoción a sus alegrías no es una simple práctica devocional, sino un medio para entrar en relación personal con la Madonna, para imitar sus virtudes y recibir su ayuda materna en las pruebas de la vida.
Para el santo turinés, María no está distante ni inaccesible, sino cercana, presente, activa en la vida de sus hijos. Esta visión mariana, fuertemente relacional, atraviesa toda la espiritualidad salesiana y se refleja también en la vida cotidiana de los oratorios: ambientes donde la alegría, la oración y la familiaridad con María van de la mano.
Una herencia viva
Hoy también, la devoción a las “Siete alegrías de la Virgen María” mantiene intacto su valor espiritual y educativo. En un mundo marcado por incertidumbres, miedos y fragilidades, ofrece un camino sencillo pero profundo para descubrir que la fe cristiana es, ante todo, una experiencia de alegría y luz. Don Bosco, profeta de la alegría y la esperanza, nos enseña que la auténtica educación cristiana pasa por la valorización de los afectos, las emociones y la belleza del Evangelio.
Redescubrir hoy las “Siete alegrías” significa también recuperar una mirada positiva sobre la vida, la historia y la presencia de Dios. La Madonna, con su humildad y su confianza, nos enseña a custodiar y meditar en el corazón las señales de la verdadera alegría, aquella que no pasa, porque está fundada en el amor de Dios.
En un tiempo en que también los jóvenes buscan luz y sentido, las palabras de Don Bosco siguen siendo actuales: “Si queréis ser felices, practicad la devoción a María Santísima”. Las “Siete alegrías” son, entonces, una pequeña escalera hacia el cielo, un rosario de luz que une la tierra al corazón de la Madre celestial.
Aquí también el texto original tomado de “El joven proveído para la práctica de sus deberes en los ejercicios de piedad cristiana”, 1875 (pp. 141-142), con nuestros títulos.
Las siete alegrías que goza María en el Cielo
1. Pureza cultivada
Regocijaos, oh Esposa inmaculada del Espíritu Santo, por ese gozo que ahora disfrutáis en el Paraíso, porque por vuestra pureza y virginidad sois exaltada sobre todos los Ángeles y sublimada sobre todos los santos.
Ave María y Gloria.
2. Sabiduría buscada
Regocijaos, oh Madre de Dios, por ese placer que sentís en el Paraíso, porque así como el sol aquí en la tierra ilumina todo el mundo, así vos con vuestro resplandor adornáis y hacéis brillar todo el Paraíso.
Ave y Gloria.
3. Obediencia filial
Regocijaos, oh Hija de Dios, por la sublime dignidad a la que fuisteis elevada en el Paraíso, porque todas las Jerarquías de Ángeles, Arcángeles, Tronos, Dominaciones y todos los Espíritus Bienaventurados os honran, reverencian y reconocen como Madre de su Creador, y a cada mínimo gesto os obedecen con sumo respeto.
Ave y Gloria.
4. Oración continua
Regocijaos, oh Sierva de la Santísima Trinidad, por ese gran poder que tenéis en el Paraíso, porque todas las gracias que pedís a vuestro Hijo os son concedidas de inmediato; de hecho, como dice San Bernardo, no se concede gracia aquí en la tierra que no pase por vuestras santísimas manos.
Ave y Gloria.
5. Humildad vivida
Regocijaos, oh muy a gusta Reina, porque solo vos merecisteis sentaros a la derecha de vuestro santísimo Hijo, quien está sentado a la derecha del Padre Eterno.
Ave y Gloria.
6. Misericordia practicada
Regocijaos, oh Esperanza de los pecadores, Refugio de los atribulados, por el gran placer que sentís en el Paraíso al ver que todos los que os alaban y reverencian en este mundo son premiados por el Padre Eterno con su santa gracia en la tierra, y con su inmensa gloria en el cielo.
Ave y Gloria.
7. Esperanza premiada
Regocijaos, oh Madre, Hija y Esposa de Dios, porque todas las gracias, todos los gozos, todas las alegrías y todos los favores que ahora disfrutáis en el Paraíso nunca disminuirán; al contrario, aumentarán hasta el día del juicio y durarán eternamente.
Ave y Gloria.
Oración a la bienaventurada Virgen.
Oh gloriosa Virgen María, Madre de mi Señor, fuente de todo nuestro consuelo, por estas alegrías vuestras, de las que he hecho memoria con la devoción que he podido mayor, os ruego me obtengáis de Dios el perdón de mis pecados y la ayuda continua de su santa gracia, para que nunca me haga indigno de vuestra protección, sino que tenga la suerte de recibir todos esos celestiales favores que soléis obtener y compartir con vuestros siervos, quienes hacen devota memoria de estas alegrías que rebosan en vuestro hermoso corazón, oh Reina inmortal del Cielo.