Santa Mónica, madre de San Agustín, testigo de esperanza

Una mujer de fe inquebrantable, de lágrimas fecundas, escuchada por Dios después de diecisiete largos años. Un modelo de cristiana, esposa y madre para toda la Iglesia. Una testigo de esperanza que se ha transformado en una poderosa intercesora en el Cielo. El mismo Don Bosco recomendaba a las madres, afligidas por la vida poco cristiana de sus hijos, que se encomendaran a ella en sus oraciones.

En la gran galería de santos y santas que han marcado la historia de la Iglesia, Santa Mónica (331-387) ocupa un lugar singular. No por milagros espectaculares, no por la fundación de comunidades religiosas, no por empresas sociales o políticas relevantes. Mónica es recordada y venerada ante todo como madre, la madre de Agustín, el joven inquieto que gracias a sus oraciones, a sus lágrimas y a su testimonio de fe se convirtió en uno de los más grandes Padres de la Iglesia y Doctores de la fe católica.
Pero limitar su figura al papel materno sería injusto y empobrecedor. Mónica es una mujer que supo vivir su vida ordinaria —esposa, madre, creyente— de manera extraordinaria, transfigurando la cotidianidad a través de la fuerza de la fe. Es un ejemplo de perseverancia en la oración, de paciencia en el matrimonio, de esperanza inquebrantable frente a las desviaciones de su hijo.
Las noticias sobre su vida nos llegan casi exclusivamente de las Confesiones de Agustín, un texto que no es una crónica, sino una lectura teológica y espiritual de la existencia. Sin embargo, en esas páginas Agustín traza un retrato inolvidable de su madre: no solo una mujer buena y piadosa, sino un auténtico modelo de fe cristiana, una “madre de las lágrimas” que se convierten en fuente de gracia.

Los orígenes en Tagaste
Mónica nació en el año 331 en Tagaste, ciudad de Numidia, Souk Ahras en la actual Argelia. Era un centro dinámico, marcado por la presencia romana y por una comunidad cristiana ya arraigada. Provenía de una familia cristiana acomodada: la fe ya era parte de su horizonte cultural y espiritual.
Su formación estuvo marcada por la influencia de una nodriza austera, que la educó en la sobriedad y la templanza. San Agustín escribirá de ella: “No hablaré por esto de sus dones, sino de tus dones a ella, que no se había hecho a sí misma, ni se había educado a sí misma. Tú la creaste sin que ni siquiera el padre y la madre supieran qué hija tendrían; y la vara de tu Cristo, es decir, la disciplina de tu Unigénito, la instruyó en tu temor, en una casa de creyentes, miembro sano de tu Iglesia.” (Confesiones IX, 8, 17).

En las mismas Confesiones Agustín también relata un episodio significativo: la joven Mónica había adquirido la costumbre de beber pequeños sorbos de vino de la bodega, hasta que una sirvienta la reprendió llamándola “borracha”. Esa reprimenda le bastó para corregirse definitivamente. Esta anécdota, aparentemente menor, muestra su honestidad para reconocer sus propios pecados, dejarse corregir y crecer en virtud.

A la edad de 23 años, Mónica fue dada en matrimonio a Patricio, un funcionario municipal pagano, conocido por su carácter colérico y su infidelidad conyugal. La vida matrimonial no fue fácil: la convivencia con un hombre impulsivo y distante de la fe cristiana puso a prueba su paciencia.
Sin embargo, Mónica nunca cayó en el desánimo. Con una actitud de mansedumbre y respeto, supo conquistar progresivamente el corazón de su marido. No respondía con dureza a los arrebatos de ira, no alimentaba conflictos inútiles. Con el tiempo, su constancia dio fruto: Patricio se convirtió y recibió el bautismo poco antes de morir.
El testimonio de Mónica muestra cómo la santidad no se expresa necesariamente en gestos clamorosos, sino en la fidelidad cotidiana, en el amor que sabe transformar lentamente las situaciones difíciles. En este sentido, es un modelo para tantas esposas y madres que viven matrimonios marcados por tensiones o diferencias de fe.

Mónica madre
Del matrimonio nacieron tres hijos: Agustín, Navigio y una hija de la que no sabemos el nombre. Mónica derramó sobre ellos todo su amor, pero sobre todo su fe. Navigio y la hija siguieron un camino cristiano lineal: Navigio se hizo sacerdote; la hija emprendió el camino de la virginidad consagrada. Agustín, en cambio, pronto se convirtió en el centro de sus preocupaciones y de sus lágrimas.
Ya de niño, Agustín mostraba una inteligencia extraordinaria. Mónica lo envió a estudiar retórica a Cartago, deseosa de asegurarle un futuro brillante. Pero junto a los progresos intelectuales llegaron también las tentaciones: la sensualidad, la mundanidad, las malas compañías. Agustín abrazó la doctrina maniquea, convencido de encontrar en ella respuestas racionales al problema del mal. Además, comenzó a convivir sin casarse con una mujer de la que tuvo un hijo, Adeodato. Las desviaciones de su hijo llevaron a Mónica a negarle la acogida en su propia casa. Pero no por eso dejó de orar por él y de ofrecer sacrificios: “de mi madre, con el corazón sangrante, se te ofrecía por mí noche y día el sacrificio de sus lágrimas”. (Confesiones V, 7,13) y “derramaba más lágrimas de las que derraman las madres por la muerte física de sus hijos” (Confesiones III, 11,19).

Para Mónica fue una herida profunda: el hijo, que había consagrado a Cristo en el seno, se estaba perdiendo. El dolor era indecible, pero nunca dejó de esperar. El propio Agustín escribirá: “El corazón de mi madre, herido por tal herida, nunca se habría curado: porque no puedo expresar adecuadamente sus sentimientos hacia mí y cuánto mayor fue su trabajo al parirme en espíritu que el que tuvo al parirme en la carne.” (Confesiones V, 9,16).

Surge espontánea la pregunta: ¿por qué Mónica no bautizó a Agustín inmediatamente después de nacer?
En realidad, aunque el bautismo de niños ya era conocido y practicado, aún no era una práctica universal. Muchos padres preferían posponerlo hasta la edad adulta, considerándolo un “lavado definitivo”: temían que, si el bautizado pecaba gravemente, la salvación se vería comprometida. Además, Patricio, aún pagano, no tenía ningún interés en educar a su hijo en la fe cristiana.
Hoy vemos claramente que fue una elección desafortunada, ya que el bautismo no solo nos hace hijos de Dios, sino que nos da la gracia de vencer las tentaciones y el pecado.
Una cosa, sin embargo, es cierta: si hubiera sido bautizado de niño, Mónica se habría ahorrado a sí misma y a su hijo tantos sufrimientos.

La imagen más fuerte de Mónica es la de una madre que reza y llora. Las Confesiones la describen como una mujer incansable en interceder ante Dios por su hijo.
Un día, un obispo de Tagaste —según algunos, el mismo Ambrosio— la tranquilizó con palabras que han quedado célebres: “Ve, no puede perderse el hijo de tantas lágrimas”. Esa frase se convirtió en la estrella polar de Mónica, la confirmación de que su dolor materno no era en vano, sino parte de un misterioso designio de gracia.

Tenacidad de una madre
La vida de Mónica fue también un peregrinaje tras los pasos de Agustín. Cuando su hijo decidió partir a escondidas hacia Roma, Mónica no escatimó esfuerzos; no dio la causa por perdida, sino que lo siguió y lo buscó hasta que lo encontró. Lo alcanzó en Milán, donde Agustín había obtenido una cátedra de retórica. Allí encontró una guía espiritual en San Ambrosio, obispo de la ciudad. Entre Mónica y Ambrosio nació una profunda sintonía: ella reconocía en él al pastor capaz de guiar a su hijo, mientras que Ambrosio admiraba su fe inquebrantable.
En Milán, la predicación de Ambrosio abrió nuevas perspectivas a Agustín. Él abandonó progresivamente el maniqueísmo y comenzó a mirar el cristianismo con nuevos ojos. Mónica acompañaba silenciosamente este proceso: no forzaba los tiempos, no pretendía conversiones inmediatas, sino que oraba y lo sostenía y permanecía a su lado hasta su conversión.

La conversión de Agustín
Dios parecía no escucharla, pero Mónica nunca dejó de rezar y de ofrecer sacrificios por su hijo. Después de diecisiete años, finalmente sus súplicas fueron escuchadas — ¡y de qué manera! Agustín no solo se hizo cristiano, sino que se convirtió en sacerdote, obispo, doctor y padre de la Iglesia.
Él mismo lo reconoce: “Tú, sin embargo, en la profundidad de tus designios, escuchaste el punto vital de su deseo, sin preocuparte por el objeto momentáneo de su petición, sino cuidando de hacer de mí lo que siempre te pedía que hicieras.” (Confesiones V, 8,15).

El momento decisivo llegó en el año 386. Agustín, atormentado interiormente, luchaba contra las pasiones y las resistencias de su voluntad. En el célebre episodio del jardín de Milán, al escuchar la voz de un niño que decía “Tolle, lege” (“Toma, lee”), abrió la Carta a los Romanos y leyó las palabras que le cambiaron la vida: “Revestíos del Señor Jesucristo y no sigáis los deseos de la carne” (Rm 13,14).
Fue el comienzo de su conversión. Junto a su hijo Adeodato y algunos amigos se retiró a Cassiciaco para prepararse para el bautismo. Mónica estaba con ellos, partícipe de la alegría de ver finalmente escuchadas las oraciones de tantos años.
La noche de Pascua del 387, en la catedral de Milán, Ambrosio bautizó a Agustín, Adeodato y los demás catecúmenos. Las lágrimas de dolor de Mónica se transformaron en lágrimas de alegría. Siguió a su servicio, tanto que en Cassiciaco Agustín dirá: “Cuidó como si de todos hubiera sido madre y nos sirvió como si de todos hubiera sido hija.”

Ostia: el éxtasis y la muerte
Después del bautismo, Mónica y Agustín se prepararon para regresar a África. Deteniéndose en Ostia, a la espera del barco, vivieron un momento de intensísima espiritualidad. Las Confesiones narran el éxtasis de Ostia: madre e hijo, asomados a una ventana, contemplaron juntos la belleza de la creación y se elevaron hacia Dios, saboreando la bienaventuranza del cielo.
Mónica dirá: “Hijo, en cuanto a mí, ya no encuentro ningún atractivo para esta vida. No sé qué hago todavía aquí abajo y por qué me encuentro aquí. Este mundo ya no es objeto de deseos para mí. Había una sola razón por la que deseaba permanecer un poco más en esta vida: verte cristiano católico, antes de morir. Dios me ha escuchado más allá de todas mis expectativas, me ha concedido verte a su servicio y liberado de las aspiraciones de felicidad terrena. ¿Qué hago aquí?” (Confesiones IX, 10,11). Había alcanzado su meta terrenal.
Algunos días después, Mónica se enfermó gravemente. Sintiendo cercana su muerte, dijo a sus hijos: “Hijos míos, enterraréis aquí a vuestra madre: no os preocupéis de dónde. Solo os pido esto: recordadme en el altar del Señor, dondequiera que estéis”. Era la síntesis de su vida: no le importaba el lugar de la sepultura, sino el vínculo en la oración y en la Eucaristía.
Murió a los 56 años, el 12 de noviembre del 387, y fue sepultada en Ostia. En el siglo VI, sus reliquias fueron trasladadas a una cripta oculta en la misma iglesia de Santa Aurea. En 1425, las reliquias fueron trasladadas a Roma, a la basílica de San Agustín en Campo Marzio, donde aún hoy son veneradas.

El perfil espiritual de Mónica
Agustín describe a su madre con palabras bien medidas:
“[…] mujer en el aspecto, viril en la fe, anciana en la serenidad, maternal en el amor, cristiana en la piedad […]”. (Confesiones IX, 4, 8).
Y también:
“[…] viuda casta y sobria, asidua en la limosna, devota y sumisa a tus santos; que no dejaba pasar día sin llevar la ofrenda a tu altar, que dos veces al día, mañana y tarde, sin falta visitaba tu iglesia, y no para confabular vanamente y charlar como las otras viejas, sino para oír tus palabras y hacerte oír sus oraciones? Las lágrimas de tal mujer, con las que te pedía no oro ni plata, ni bienes perecederos o perecederos, sino la salvación del alma de su hijo, ¿podrías tú despreciarlas, tú que así la habías hecho con tu gracia, negándole tu socorro? Ciertamente no, Señor. Tú, antes bien, estabas a su lado y la escuchabas, obrando según el orden con que habías predestinado que debías obrar.” (Confesiones V, 9,17).

De este testimonio agustiniano, emerge una figura de sorprendente actualidad.
Fue una mujer de oración: nunca dejó de invocar a Dios por la salvación de sus seres queridos. Sus lágrimas se convierten en modelo de intercesión perseverante.
Fue una esposa fiel: en un matrimonio difícil, nunca respondió con resentimiento a la dureza de su marido. Su paciencia y su mansedumbre fueron instrumentos de evangelización.
Fue una madre valiente: no abandonó a su hijo en sus desviaciones, sino que lo acompañó con amor tenaz, capaz de confiar en los tiempos de Dios.
Fue una testigo de esperanza: su vida muestra que ninguna situación es desesperada, si se vive en la fe.
El mensaje de Mónica no pertenece solo al siglo IV. Habla todavía hoy, en un contexto en el que muchas familias viven tensiones, los hijos se apartan de la fe, los padres experimentan la fatiga de la espera.
A los padres, enseña a no rendirse, a creer que la gracia obra de maneras misteriosas.
A las mujeres cristianas, muestra cómo la mansedumbre y la fidelidad pueden transformar relaciones difíciles.
A cualquiera que se sienta desanimado en la oración, testifica que Dios escucha, aunque los tiempos no coincidan con los nuestros.
No es casualidad que muchas asociaciones y movimientos hayan elegido a Mónica como patrona de las madres cristianas y de las mujeres que oran por los hijos alejados de la fe.

Una mujer sencilla y extraordinaria
La vida de Santa Mónica es la historia de una mujer sencilla y extraordinaria a la vez. Sencilla porque vivió el día a día de una familia, extraordinaria porque fue transfigurada por la fe. Sus lágrimas y sus oraciones moldearon a un santo y, a través de él, influyeron profundamente en la historia de la Iglesia.
Su memoria, celebrada el 27 de agosto, víspera de la fiesta de San Agustín, nos recuerda que la santidad a menudo pasa por la perseverancia oculta, el sacrificio silencioso, la esperanza que no defrauda.
En las palabras de Agustín, dirigidas a Dios por su madre, encontramos la síntesis de su herencia espiritual: “No puedo decir lo suficiente de cuánto mi alma te debe a ella, Dios mío; pero tú lo sabes todo. Recompénsala con tu misericordia lo que te pidió con tantas lágrimas por mí” (Conf., IX, 13).

Santa Mónica, a través de los acontecimientos de su vida, alcanzó la felicidad eterna que ella misma definió: “La felicidad consiste sin duda en el logro del fin y se debe tener confianza en que a él podemos ser conducidos por una fe firme, una esperanza viva, una caridad ardiente”. (La Felicidad 4,35).




Convertirse en un signo de esperanza en eSwatini – Lesotho – Sudáfrica después de 130 años

En el corazón del África austral, entre las bellezas naturales y los desafíos sociales de eSwatini, Lesotho y Sudáfrica, los Salesianos celebran 130 años de presencia misionera. En este tiempo de Jubileo, de Capítulo General y de aniversarios históricos, la Inspectoría de África Meridional comparte sus signos de esperanza: la fidelidad al carisma de Don Bosco, el compromiso educativo y pastoral entre los jóvenes y la fuerza de una comunidad internacional que testimonia fraternidad y resiliencia. A pesar de las dificultades, el entusiasmo de los jóvenes, la riqueza de las culturas locales y la espiritualidad del Ubuntu siguen indicando caminos de futuro y de comunión.

Saludos fraternos de los Salesianos de la Visitaduría más pequeña y de la presencia más antigua en la Región África-Madagascar (desde 1896, los primeros 5 hermanos fueron enviados por Don Rúa). Este año agradecemos a los 130 SDB que han trabajado en nuestros 3 países y que ahora interceden por nosotros desde el cielo. «¡Pequeño es hermoso»!
En el territorio de la AFM viven 65 millones de personas que se comunican en 12 idiomas oficiales, entre tantas maravillas de la naturaleza y grandes recursos del subsuelo. Estamos entre los pocos países del África subsahariana donde los católicos son una pequeña minoría en comparación con otras Iglesias cristianas, con solo 5 millones de fieles.

¿Cuáles son los signos de esperanza que nuestros jóvenes y la sociedad están buscando?
En primer lugar, estamos tratando de superar los tristemente célebres récords mundiales de la creciente brecha entre ricos y pobres (100.000 millonarios frente a 15 millones de jóvenes desempleados), la falta de seguridad y la creciente violencia en la vida cotidiana, el colapso del sistema educativo, que ha producido una nueva generación de millones de analfabetos, lidiando con diversas adicciones (alcohol, drogas…). Además, 30 años después del fin del régimen de apartheid en 1994, la sociedad y la Iglesia siguen divididas entre las diversas comunidades en términos de economía, oportunidades y muchas heridas aún no cicatrizadas. De hecho, la comunidad del «País del Arco Iris» está luchando con muchas «lagunas» que solo pueden ser «llenadas» con los valores del Evangelio.

¿Cuáles son los signos de esperanza que la Iglesia católica en Sudáfrica está buscando?
Participando en el encuentro trienal «Joint Witness» de los superiores religiosos y los obispos en 2024, nos dimos cuenta de muchos signos de declive: menos fieles, falta de vocaciones sacerdotales y religiosas, envejecimiento y disminución del número de religiosos, algunas diócesis en bancarrota, constante pérdida/disminución de instituciones católicas (asistencia médica, educación, obras sociales o medios de comunicación) debido a la fuerte caída de religiosos y laicos comprometidos. La Conferencia Episcopal Católica (SACBC – que incluye Botsuana, eSwatini y Sudáfrica) indica como prioridad la asistencia a los jóvenes dependientes del alcohol y de otras sustancias diversas.

¿Cuáles son los signos de esperanza que los salesianos del África meridional están buscando?
Rezamos cada día por nuevas vocaciones salesianas, para poder acoger nuevos misioneros. De hecho, ha terminado la época de la Inspectoría anglo-irlandesa (hasta 1988) y el Proyecto África no incluía la punta meridional del continente. Después de 70 años en eSwatini (Suazilandia) y 45 años en Lesotho, solo tenemos 4 vocaciones locales de cada Reino. Hoy solo tenemos 5 jóvenes hermanos y 4 novicios en formación inicial. Sin embargo, la Visitaduría más pequeña de África-Madagascar, a través de sus 7 comunidades locales, se encarga de la educación y la atención pastoral en 6 grandes parroquias, 18 escuelas primarias y secundarias, 3 centros de formación profesional (TVET) y diversos programas de asistencia social. Nuestra comunidad inspectorial, con 18 nacionalidades diferentes entre los 35 SDB que viven en las 7 comunidades, es un gran don y un desafío que acoger.

Como comunidad católica minoritaria y frágil del África austral
Creemos que el único camino para el futuro es construir más puentes y comunión entre los religiosos y las diócesis: cuanto más débiles somos, más nos esforzamos por trabajar juntos. Dado que toda la Iglesia católica busca centrarse en los jóvenes, Don Bosco ha sido elegido por los obispos como Patrono de la Pastoral Juvenil y su Novena se celebra con fervor en la mayoría de las diócesis y parroquias al comienzo del año pastoral.

Como Salesianos y Familia Salesiana, nos animamos constantemente unos a otros: «work in progress» (trabajo en progreso)
En los últimos dos años, después de la invitación del Rector Mayor, hemos tratado de relanzar nuestro carisma salesiano, con la sabiduría de una visión y dirección común (a partir de la asamblea anual inspectorial), con una serie de pequeños y sencillos pasos diarios en la dirección correcta y con la sabiduría de la conversión personal y comunitaria.

Agradecemos el aliento de don Pascual Chávez para nuestro reciente Capítulo Inspectorial de 2024: «Sabéis bien que es más difícil, pero no imposible, “refundar” que fundar [el carisma], porque hay hábitos, actitudes o comportamientos que no corresponden al espíritu de nuestro Santo Fundador, don Bosco, y a su Proyecto de Vida, y tienen “derecho de ciudadanía” [en la Inspectoría]. Realmente se necesita una verdadera conversión de cada hermano a Dios, teniendo el Evangelio como suprema regla de vida, y de toda la Inspectoría a Don Bosco, asumiendo las Constituciones como verdadero proyecto de vida».

Se votó el consejo de don Pascual y el compromiso: «Convertirse en más apasionados de Jesús y dedicados a los jóvenes», invirtiendo en la conversión personal (creando un espacio sagrado en nuestra vida, para dejar que Jesús la transforme), en la conversión comunitaria (invirtiendo en la formación permanente sistemática mensual según un tema) y en la conversión inspectorial (promoviendo la mentalidad inspectorial a través de «One Heart One Soul» – fruto de nuestra asamblea inspectorial) y con encuentros mensuales en línea de los directores.

En la estampita-recuerdo de nuestra Visitaduría del Beato Miguel Rúa, junto a los rostros de los 46 hermanos y 4 novicios (35 viven en nuestras 7 comunidades, 7 están en formación en el extranjero y 5 SDB están esperando el visado, en San Calixto-catacumbas y un misionero que está haciendo quimioterapia en Polonia). También estamos bendecidos por un número creciente de hermanos misioneros que son enviados por el Rector Mayor o por un período específico por otras Inspectorías africanas para ayudarnos (AFC, ACC, ANN, ATE, MDG y ZMB). Estamos muy agradecidos a cada uno de estos jóvenes hermanos. Creemos que, con su ayuda, nuestra esperanza de relanzamiento carismático se está haciendo tangible. Nuestra Visitaduría – la más pequeña de África-Madagascar, después de casi 40 años de su fundación, aún no tiene una verdadera casa inspectorial. La construcción comenzó, con la ayuda del Rector Mayor, solo el año pasado. También aquí decimos: «obras en curso»…

Queremos compartir también nuestros humildes signos de esperanza con todas las otras 92 Inspectorías en este precioso período del Capítulo General. La AFM tiene una experiencia única de 31 años de voluntarios misioneros locales (involucrados en la Pastoral Juvenil del Centro Juvenil Bosco de Johannesburgo desde 1994), el programa «Love Matters» para un crecimiento sexual saludable de los adolescentes desde 2001. Nuestros voluntarios, de hecho, involucrados durante un año entero en la vida de nuestra comunidad, son miembros más valiosos de nuestra Misión y de los nuevos grupos de la Familia Salesiana que están creciendo lentamente (VDB, Salesianos Cooperadores y Exalumnos de Don Bosco).

Nuestra casa madre de Ciudad del Cabo celebrará el próximo año su centésimo trigésimo (130º) aniversario y, gracias al centésimo quincuagésimo (150º) aniversario de las Misiones Salesianas, hemos realizado, con la ayuda de la Inspectoría de China, una especial «Sala de la Memoria de San Luis Versiglia», donde nuestro Protomártir pasó un día durante su regreso de Italia a China-Macao en mayo de 1917.

Don Bosco ‘Ubuntu’ – camino sinodal
«¡Estamos aquí gracias a vosotros!» – Ubuntu es una de las contribuciones de las culturas del África meridional a la comunidad global. La palabra en lengua Nguni significa «Yo soy porque vosotros sois» («I’m because you are!». Otras posibles traducciones: «Existo porque existís»). El año pasado emprendimos el proyecto «Eco Ubuntu» (proyecto de sensibilización ambiental de 3 años de duración) que involucra a unos 15.000 jóvenes de nuestras 7 comunidades en eSwatini, Lesotho y Sudáfrica. Además de la espléndida celebración y el compartir del Sínodo de los Jóvenes 2024, nuestros 300 jóvenes [que participaron] conservan sobre todo Ubuntu en sus recuerdos. Su entusiasmo es una fuente de inspiración. La AFM os necesita: ¡Estamos aquí gracias a vosotros!

Marco Fulgaro




Profetas del perdón y de la gratuidad

En estos tiempos, donde las noticias, día tras día, nos comunican experiencias de conflicto, de guerra y de odio, cuán grande es el riesgo de que nosotros, como creyentes, terminemos involucrados en una lectura de los acontecimientos que se reduce únicamente al nivel político o nos limitemos a tomar partido a favor de una u otra parte con argumentos que tienen que ver con nuestra manera de ver las cosas, con nuestra forma de interpretar la realidad.

En el discurso de Jesús que sigue a las bienaventuranzas hay una serie de “pequeñas/grandes lecciones” que el Señor ofrece. Siempre comienzan con el versículo “habéis oído que se dijo”. En una de ellas, el Señor recuerda el antiguo dicho “ojo por ojo y diente por diente” (Mt 5,38).
Fuera de la lógica del Evangelio, esta ley no solo no es cuestionada, sino que también puede ser tomada como una regla que expresa la manera de ajustar cuentas con quienes nos han ofendido. Obtener venganza se percibe como un derecho, incluso como un deber.
Jesús se presenta ante esta lógica con una propuesta completamente diferente, totalmente opuesta. A lo que hemos oído, Jesús nos dice: “Pero yo os digo” (Mt 5,39). Y aquí, como cristianos, debemos tener mucho cuidado. Las palabras de Jesús que siguen son importantes no solo por sí mismas, sino porque expresan de manera muy sintética todo su mensaje. Jesús no viene a decirnos que hay otra forma de interpretar la realidad. Jesús no se acerca a nosotros para ampliar el espectro de opiniones sobre las realidades terrenales, en particular las que tocan nuestra vida. Jesús no es otra opinión, sino que él mismo encarna la propuesta alternativa a la ley de la venganza.
La frase “pero yo os digo” es de fundamental importancia porque ahora no es solo la palabra pronunciada, sino la persona misma de Jesús. Lo que Jesús nos comunica, él lo vive. Cuando Jesús dice “no os resistáis al malvado; antes bien, si alguien te da un golpe en la mejilla derecha, ofrece también la otra” (Mt 5,39), esas mismas palabras las vivió en primera persona. Seguramente no podemos decir de Jesús que predica bien pero hace mal con su mensaje.
Volviendo a nuestros tiempos, estas palabras de Jesús corren el riesgo de ser percibidas como las palabras de una persona débil, reacciones de quien ya no es capaz de responder sino solo de sufrir. Y, de hecho, cuando miramos a Jesús que se ofrece completamente en la madera de la Cruz, esa es la impresión que podemos tener. Sin embargo, sabemos muy bien que con el sacrificio en la cruz es fruto de una vivencia que parte de la frase “pero yo os digo”. Porque todo lo que Jesús nos dijo, él terminó por asumirlo plenamente. Y asumiéndolo plenamente logró pasar de la cruz a la victoria. La lógica de Jesús aparentemente comunica una personalidad perdedora. Pero sabemos muy bien que el mensaje que Jesús nos dejó, y que él vivió plenamente, es la medicina que este mundo hoy realmente necesita.

Ser profetas del perdón significa asumir el bien como respuesta al mal. Significa tener la determinación de que el poder del maligno no condicionará mi manera de ver e interpretar la realidad. El perdón no es la respuesta del débil. El perdón es el signo más elocuente de esa libertad capaz de reconocer las heridas que el mal deja tras de sí, pero que esas mismas heridas nunca serán una polvorienta que fomente la venganza y el odio.
Reaccionar al mal con el mal no hace más que ampliar y profundizar las heridas de la humanidad. La paz y la concordia no crecen en el terreno del odio ni de la venganza.

Ser profetas de la gratuidad nos exige la capacidad de mirar al pobre y al necesitado no con la lógica del beneficio, sino con la lógica de la caridad. El pobre no elige ser pobre, pero quien está bien tiene la posibilidad de elegir ser generoso, bueno y lleno de compasión. Cuánto sería diferente el mundo si nuestros líderes políticos en este escenario donde crecen los conflictos y las guerras tuvieran la sensatez de mirar a quienes pagan el precio en estas divisiones, que son los pobres, los marginados, aquellos que no pueden escapar porque no pueden.

Si partimos de una lectura puramente horizontal, hay que desesperarse. No nos queda más que quedarnos encerrados en nuestras murmuraciones y críticas. ¡Y sin embargo, no! Nosotros somos educadores de los jóvenes. Sabemos bien que estos jóvenes en nuestro mundo están buscando puntos de referencia de una humanidad sana, de líderes políticos capaces de interpretar la realidad con criterios de justicia y paz. Pero cuando nuestros jóvenes miran a su alrededor, sabemos bien que solo perciben el vacío de una visión pobre de la vida.
Nosotros, que estamos comprometidos con la educación de los jóvenes, tenemos una gran responsabilidad. No basta con comentar la oscuridad que deja una ausencia casi completa de liderazgo. No basta con comentar que no hay propuestas capaces de encender la memoria de los jóvenes. Corresponde a cada uno y a cada una de nosotros encender esa vela de esperanza en esta oscuridad, ofrecer ejemplos de humanidad lograda en la cotidianidad.
Realmente vale la pena hoy ser profetas del perdón y de la gratuidad.




Diálogo familiar

Hijo: “¿Te has enterado de lo que ha pasado en Ucrania?”
Padre: “¡Bah!”
Madre: “¿Está la sopa suficientemente salada?”
Hijo: “Eso es un problema, ¿no?”
Padre: “Sí”
Hijo: “Entonces, ¿qué te parece?”
Padre: “Tienes razón, le falta un poco de sal”
Madre: «Toma, aquí tienes”
Hijo: “Es extraño cómo se ha podido llegar a esto”
Madre: “¿Cuánto has tomado de matemáticas?”
Padre: “Nunca entendí nada de matemáticas».
Madre: “Esta noche hace frío…”.

Un marido escucha a su mujer como máximo durante 17 segundos y luego empieza a hablar.
Una esposa escucha a su marido un máximo de 17 segundos y luego empieza a hablar.
El marido y la mujer escuchan a sus hijos durante…




El oratorio festivo de Valdocco

En 1935, tras la canonización de Don Bosco en 1934, los salesianos se ocuparon de recoger testimonios sobre él. Un tal Pietro Pons, que de niño había asistido al oratorio festivo de Valdocco durante unos diez años (de 1871 a 1882), y que también había cursado dos años de escuela primaria (con las aulas bajo la Basílica de María Auxiliadora) el 8 de noviembre dio un hermoso testimonio de aquellos años. Extractamos algunos pasajes del mismo, casi todos inéditos.

La figura de Don Bosco
Era el centro de atracción de todo el Oratorio. Así lo recuerda nuestro antiguo oratoriano Pietro Pons a finales de los años 70: “Ya no tenía vigor, pero siempre estaba tranquilo y sonriente. Tenía dos ojos que perforaban y penetraban la mente. Aparecía entre nosotros: era una alegría para todos. D. Rua, D. Lazzero estaban a su lado como si tuvieran al Señor en medio de ellos. D. Barberis y todos los muchachos corrían hacia él, rodeándolo, algunos caminando a los costados, otros detrás de él para tener el rostro vuelto hacia él. Era una fortuna, un codiciado privilegio poder estar cerca de él, hablar con él. Se paseaba hablando y mirando a todo el mundo con esos dos ojos que giraban a todos los lados, electrizando los corazones de alegría”.
Entre los episodios que se le han quedado grabados 60 años después, recuerda dos en particular: “Un día… apareció solo en la puerta principal del santuario. Entonces una bandada de muchachos se abalanzó sobre él como una ráfaga de viento. Pero él sostiene en la mano el paraguas, que tiene un mango y una asta tan gruesa como la de los campesinos. Lo levanta y, utilizándolo como una espada, hace malabarismos para repeler aquel afectuoso asalto, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, para abrirse paso. Toca a uno con la punta, a otro a un lado, pero mientras tanto los otros se acercan por el otro lado. Así continúa el juego, la broma, alegrando los corazones, deseosos de ver al buen Padre regresar de su viaje. Parecía un cura de pueblo, pero de los buenos”.

Los juegos y el pequeño teatro
Un oratorio salesiano sin juegos es impensable. El anciano antiguo alumno recuerda: “el patio estaba ocupado por un edificio, la iglesia de Maria A. y al fondo un muro bajo… una especie de caseta descansaba en la esquina izquierda, donde siempre había alguien para vigilar a los que entraban… Nada más entrar a la derecha, había un columpio con un solo asiento, luego las barras paralelas y la barra fija para los niños mayores, que se divertían haciendo sus piruetas y saltos mortales, y también el trapecio, y el paso volador simple, que estaban, sin embargo, cerca de las sacristías, más allá de la capilla de San José”. Y de nuevo: “Este patio tenía una hermosa longitud y se prestaba muy bien a las carreras de velocidad que partían del lado de la iglesia y volvían allí a la vuelta. También se jugaba a los ataúdes rotos, a las carreras de sacos y a las piñatas. Estos últimos juegos se anunciaban desde el domingo anterior. También se jugaba a la cucaña, pero el árbol se plantaba con el extremo delgado en la parte inferior para que fuera más difícil subir. Había loterías y el boleto se pagaba a uno o dos céntimos. Dentro de la casita había una pequeña biblioteca guardada en un armario”.

Al juego se unía el famoso “pequeño teatro” en el que se representaban auténticos dramas como “El hijo del cruzado”, se cantaban los romances de Don Cagliero y se presentaban “musicales” como el del Zapatero personificado por el legendario Carlo Gastini [un brillante animador de los antiguos alumnos]. La obra, a la que asistían gratuitamente los padres, se celebraba en la sala situada bajo la nave de la iglesia de María A., pero el antiguo oratorio recuerda también que “una vez se representó en la casa Moretta [la actual iglesia parroquial, cerca de la plaza]. Allí vivía gente pobre en la más escuálida miseria. En los sótanos que se ven bajo el balcón había una pobre madre, que al mediodía llevaba a su Carlos, con el cuerpo rígido por una enfermedad, sobre los hombros para que tomara el sol”.

Servicios religiosos y reuniones formativas
En el oratorio festivo no faltaban los servicios religiosos de los domingos por la mañana: santa misa con comunión, oraciones del buen cristiano; seguidos por la tarde de recreo, catecismo y sermón de don Giulio Barberis. Ya anciano, “D. Bosco nunca venía a decir misa ni a predicar, sino sólo a visitar y a quedarse con los chicos durante el recreo… Los catequistas y los asistentes tenían a sus alumnos con ellos en la iglesia durante los oficios y les enseñaban el catecismo. A todos se les impartía una pequeña doctrina. Cada fiesta había que memorizar la lección y también la explicación”. Las fiestas solemnes terminaban con una procesión y una merienda para todos: “A la salida de la iglesia después de la misa había un desayuno. Un joven a la derecha de la puerta daba la hogaza de pan, otro a la izquierda le ponía dos fetas de salami con un tenedor”. Aquellos chicos se contentaban con poco, pero estaban encantados. Cuando los chicos internos se unían a los oratorianos para cantar las vísperas, ¡sus voces se oían en Via Milano y Via Corte d’appello!
Las reuniones de los grupos de formación también se celebraban en el oratorio festivo. En la casita cercana a la iglesia de San Francisco, había “una sala pequeña y baja con capacidad para unas veinte personas… En la sala había una pequeña mesa para el conferenciante, había bancos para las reuniones y conferencias de los mayores en general, y de la Compañía de San Luis, casi todos los domingos”.
¿Quiénes eran los oratorianos?
De sus casi 200 compañeros – aunque su número disminuía en invierno debido al regreso de los temporeros con sus familias – nuestro vivaracho anciano recordaba que muchos eran de Biella “casi todos ‘bic’, es decir, que llevaban el cubo de madera lleno de cal y la cesta de mimbre llena de ladrillos a los albañiles de los edificios”. Otros eran “aprendices de albañil, mecánico, hojalatero”. Pobres aprendices: trabajaban de la mañana a la noche todos los días y sólo los domingos podían permitirse un poco de recreo “en casa de Don Bosco” (como se llamaba su oratorio): “Jugábamos al burro que vuela, bajo la dirección del entonces señor Milanesio [futuro sacerdote que fue un gran misionero en la Patagonia]. El Sr. Ponzano, más tarde sacerdote, era profesor de gimnasia. Nos hacía hacer ejercicios con el peso corporal, con palos, y otros aparatos”.
Los recuerdos de Pietro Pons son mucho más amplios, tan ricos en sugerencias lejanas, como impregnados de una sombra de nostalgia; esperan ser conocidos en su totalidad. Esperamos hacerlo pronto.




Nadie asustó a las gallinas (1876)

Ambientada en enero de 1876, la pieza presenta uno de los «sueños» más evocadores de Don Bosco, un instrumento predilecto con el que el santo turinés sacudía y guiaba a los jóvenes del Oratorio. La visión se abre en una llanura inmensa donde los sembradores trabajan afanosamente: el trigo, símbolo de la Palabra de Dios, germinará solo si está protegido. Pero gallinas voraces caen sobre la semilla y, mientras los campesinos cantan versículos evangélicos, los clérigos encargados de la custodia permanecen mudos o distraídos, dejando que todo se pierda. La escena, animada por diálogos ingeniosos y citas bíblicas, se convierte en parábola de la murmuración que apaga el fruto de la predicación y advertencia a la vigilancia activa. Con tonos a la vez paternos y severos, Don Bosco transforma el elemento fantástico en una lección moral incisiva.

En la segunda quincena de enero tuvo el Siervo de Dios un sueño simbólico del que dio cuenta a algunos Salesianos. Don Julio Barberis le pidió que lo contara en público, porque sus sueños gustaban mucho a los muchachos, les hacían mucho bien y con ellos cobraban gran cariño al Oratorio.
– Sí, es verdad, contestó el Beato, hacen mucho bien y se oyen con interés; el único perjudicado soy yo, que necesitaría tener pulmones de hierro. Se puede decir que no hay uno sólo en el Oratorio, que no se sienta movido al oír estas narraciones; porque de ordinario estos sueños se refieren a todos, y cada uno quiere saber en qué estado lo he visto, qué debe hacer, qué significa esto o aquello y así me atormentan día y noche, y si quiero despertar el deseo de confesiones generales, no tengo más que contar un sueño… Escucha, hagamos una cosa. El domingo iré a hablar a los muchachos y tú pregúntame en público. Entonces yo contaré el sueño.
El 23 de enero, después de rezar las oraciones de la noche, subió a la cátedra. Su rostro radiante de alegría manifestaba como siempre su satisfacción por encontrarse con sus hijos. Cuando el juvenil auditorio se fue sosegando y callando, don Julio Barberis pidió la palabra y preguntó:
– Perdone, don Bosco, ¿me permite hacerle una pregunta? -Habla, habla, replicó el siervo de Dios.
– He oído decir que en estas noches pasadas ha tenido un sueño sobre sementera, sembrador, gallinas… y que se lo ha contado ya al clérigo Calvi. ¿Sería tan amable que nos lo quisiera contar también a nosotros? Crea que nos proporcionaría un gran placer.
– ¡Qué curioso!, dijo Don Bosco en tono de reproche. Y la risa fue general.
– No me importa que me llame curioso, con tal de que nos cuente el sueño. Y con estas palabras creo interpretar la voluntad de todos, que ciertamente le escucharán con sumo gusto.
– Si es así os lo contaré. No quería decir nada, porque hay cosas que se refieren a algunos de vosotros en particular, y algunas otras que te interesan también a ti, y que no gusta oírlas; pero como me lo has pedido, las contaré.
– Pero, don Bosco, por favor, si hay algún palo para mí, no me lo vaya a dar aquí en público.
– Yo contaré las cosas como las soñé; que cada uno tome lo que le corresponde. Pero antes es necesario que cada uno recuerde bien, que los sueños se tienen durmiendo y durmiendo no se razona; por eso, si en lo que os voy a contar hay alguna cosa buena, alguna amonestación provechosa, acéptese. Por lo demás que nadie pierda la serenidad. Ya os he dicho que al soñar por la noche yo estaba durmiendo, pues hay algunos que sueñan también de día y algunas veces estando despiertos, con lo que causan verdaderos disgustos a sus profesores convirtiéndose en alumnos un tanto fastidiosos.

Me pareció encontrarme lejos de aquí, cerca de Castelnuovo de Asti, mi pueblo. Tenía ante mí una gran extensión de terreno, situada en una amplia y bella llanura; pero aquellas tierras no eran nuestras, ni yo sabía de quién fuesen.
En aquel campo vi a muchos trabajando con azadas, palas, rastrillos y otras herramientas. Uno araba, otro sembraba, éste allanaba la tierra, aquél hacía otra cosa. Se veían acá y allá los capataces dirigiendo los trabajos y entre estos últimos me pareció encontrarme también yo. Diversos coros de labradores estaban en otra parte cantando. Yo lo observaba todo maravillado y no sabía identificar aquel lugar para mí desconocido, mientras me decía a mí mismo. -Pero ¿por qué trabajan éstos tanto: Y me contestaba: -Para proporcionar el pan a mis muchachos. Y era verdaderamente admirable el ver cómo aquellos buenos agricultores no interrumpían ni por un instante su labor, aplicados constantemente a sus tareas con un ardor creciente y con una diligencia similar. Sólo algunos reían y bromeaban entre sí.
Mientras contemplaba tan hermoso espectáculo, dirigí la vista a mi alrededor y comprobé que me rodeaban algunos sacerdotes y muchos de mis clérigos, unos muy próximos a mí y otros un poco más distantes.
Me decía a mí mismo:
– Debo de estar soñando; mis clérigos están en Turín; aquí, en cambio, estamos en Castelnuovo. Además, ¿cómo puede ser esto? Estoy vestido de invierno de los pies a la cabeza; ayer mismo sentí un frío intensísimo y, en cambio, aquí están sembrando el trigo.
Y me tocaba las manos y continuaba caminando, mientras me decía:
– Pero no, no debe ser un sueño, porque lo que estoy viendo es un campo; este clérigo es el clérigo A… en persona, y aquel otro el clérigo B… además, en el sueño »cómo iba a poder ver esto y lo otro?
Entretanto vi allí cerca, aunque aparte, a un anciano que, por su aspecto, parecía muy benévolo y sensato, entretenido en observarme a mí y a los demás. Me acerqué a él y le pregunté:
– Dígame, buen hombre, ¿qué es lo que estoy viendo?, porque no entiendo nada. ¿Dónde estamos? ¿Quiénes son esos trabajadores? ¿De quién es este campo?
– ¡Oh!, me respondió el desconocido; ¡vaya unas preguntas que me ha hecho! ¿Usted es sacerdote y desconoce estas cosas?
– Pero, vamos, dígame, le repliqué. ¿A usted le parece que estoy soñando o despierto? Porque a mí me parece que estoy soñando y no creo posibles las cosas que estoy viendo.
– Muy posible, mejor dicho, reales, y a mí me parece que usted está completamente despierto. ¿No se da cuenta? Habla, ríe, bromea.
– Sí, pero hay algunos, añadí, a quienes les parece que en el sueño hablan, oyen, trabajan, como si estuviesen despiertos.
– No, no, deseche esa idea; usted está aquí en cuerpo y alma.
– Bien, sea como dice; y, puesto que estoy despierto, dígame de quién es este campo.
– Usted ha estudiado latín, continuó el anciano; ¿cuál es el primer nombre de la segunda declinación que ha estudiado en el Donato?
¿Se acuerda aún?
– Sí que lo recuerdo, pero ¿qué tiene que ver esto con lo que le he preguntado?
– ¡Muchísimo!, replicó el desconocido. Diga, pues, el primer nombre que se estudia en la segunda declinación.
– Es Dominus.
– ¿Y cómo hace el genitivo?
– Domini.
– Bien, muy bien, Domini; este campo, pues, es Domini, del Señor.
– Ya comienzo a entender algo, exclamé.
Estaba maravillado de la manera de proceder de aquel anciano. Entretando vi a varias personas que llegaban con sacos de trigo para sembrarlo y a un grupo de campesinos que cantaban: Exit, qui seminat, seminare semen suum. (Salió el sembrador a sembrar su simiente).
A mí me parecía un crimen arrojar aquella simiente y hacerla pudrir bajo tierra. ¡Era un trigo tan magnífico!
– ¿No sería mejor, decía para mí, molerlo y hacer con él pan o pastas?
Pero después pensé:
– Quien no siembra, no recoge. Si no se arroja a la tierra la semilla y ésta no se pudre ¿qué se recogerá después?
Mientras tanto vi salir de todas partes una cantidad extraordinaria de gallinas que se metían en el sembrado para comerse el trigo que los otros habían arrojado como simiente.
Y el grupo de los cantores prosiguió cantando: Venerunt aves caeli, sustulerunt frumentum et reliquerunt zizaniam. (Vinieron las aves del cielo, se llevaron el trigo y dejaron la cizaña).
Yo di una mirada a mi alrededor y observé a los clérigos que estaban conmigo. Uno, con los brazos cruzados, miraba a los demás con fría indiferencia; otro charlaba con los compañeros; algunos se encogían de hombros, éste miraba al cielo, aquél reía al contemplar el espectáculo, otros proseguían tranquilamente sus recreos y sus juegos, los otros desempeñaban alguna de sus ocupaciones; pero ninguno hacía por espantar las gallinas y echarlas fuera. Yo me volví entonces a ellos muy disgustado y, llamando a cada uno por su nombre, les dije:
– Pero, ¿qué hacéis? ¿No veis que las gallinas se están comiendo el trigo? ¿No veis que están destruyendo la buena simiente, haciendo desvanecerse todas las buenas esperanzas de estos agricultores? ¿Qué recogeremos después? ¿Por qué permanecéis ahí mudos? ¿Por qué no gritáis? ¿Por qué no las espantáis?
Pero los clérigos se encogían de hombros, me miraban y no decían nada.
Algunos ni se volvieron a escucharme; ni se habían fijado en el campo, ni se preocuparon de hacerlo después que yo les hube reprendido.
– ¡Qué necios sois!, continué. Las gallinas tienen ya el buche lleno. ¿No podéis dar unas palmadas, así?
Y, al decir esto, comencé a palmotear, encontrándome verdaderamente embrollado, pues mis palabras no servían para nada. Entonces algunos comenzaron a espantar a las gallinas, pero yo me decía para mí:
– ¡Sí, sí! Ahora que se han comido el trigo van a echar a las gallinas.
Y, mientras tanto, llegó hasta mí el canto del grupo de los campesinos, cuya letra decía: Canes muti nescientes latrare. (Perros mudos que no saben ladrar).
Entonces me dirigí a aquel buen anciano y, entre estupefacto e indignado, le dije:
– ¡Vamos! Deme una explicación de lo que estoy viendo; que no entiendo nada. ¿Qué representa esa semilla arrojada a la tierra?
– ¡Esta es buena!, replicó en anciano. Semen est verbum Dei. (La simiente es la palabra de Dios).
– ¿Y qué quiere decir el hecho de que las gallinas se lo coman como acabo de ver?
El viejo, cambiando de tono de voz, prosiguió:
– ¡Oh! Si quiere una explicación más completa se la daré. El campo es la viña del Señor, de que nos habla el Evangelio, y puede también representar el corazón del hombre. Los agricultores son los obreros evangélicos, que siembran la palabra de Dios especialmente con la predicación. Esta palabra podría producir mucho fruto en el corazón que fuese terreno bien preparado. Pero ¿qué sucede? Que vienen las aves del cielo y se llevan la semilla.
– ¿Qué representan estos animales?
– ¿Quiere que se lo diga? Simbolizan las murmuraciones. Después de oír una plática que podría producir su efecto, comienzan los comentarios con los compañeros. Uno ridiculiza un gesto, otro la voz, otro la palabra del predicador y he aquí que el fruto del sermón desaparece. Otro acusa al predicador de un defecto físico o intelectual; un tercero se ríe de su forma de expresión y el fruto de la plática cae por tierra. Lo mismo habría que decir de una buena lectura, cuyo bien queda obstaculizado por la murmuración. Las murmuraciones son tanto más malas en cuanto que generalmente son secretas, escondidas y viven y crecen donde menos sospechamos. El trigo, aunque caiga en un terreno no muy bien cultivado, nace, crece, alcanza una altura bastante considerable y produce fruto. Cuando sobre un campo recién sembrado se abate la tempestad, el campo queda asolado y no produce mucho fruto, pero algo produce. La mies no será muy vistosa, pero las plantas crecerán; darán poco fruto, pero algunos darán… En cambio, cuando las gallinas o los pájaros picotean la simiente, ya no hay nada que hacer: el campo no producirá ni poco ni mucho; no producirá fruto de ninguna clase. De la misma manera, si las pláticas, si las exhortaciones, si los buenos propósitos son seguidos de una distracción, de una tentación, etc. dará menos frutos; pero cuando hay murmuraciones, hablar mal o cosas parecidas, aquí no es poco lo que importa, sino que hay todo lo que inmediatamente se quita ¿A quién le corresponde vencer, insistir, gritar, vigilar, para que estas murmuraciones, para que estas malas conversaciones no se produzcan? ¡Usted lo sabe!
– Pero, ¿qué es lo que hacían aquellos clérigos?, le pregunté. ¿Acaso no podían ellos impedir tan gran mal?
– Nada impidieron, prosiguió el anciano. Unos estaban observando como estatuas mudas; otros no se fijaban, no pensaban, no veían o estaban con los brazos cruzados; otros no tenían valor para impedir tal mal; algunos, aunque pocos, se unían a los murmuradores, tomando parte en sus maledicencias y haciendo el oficio de destructores de la palabra de Dios. Tú que eres sacerdote, insiste sobre esto: predica, exhorta, habla, no tengas nunca miedo de decir demasiado; todos saben que el poner en ridículo a quien predica, a quien exhorta, a quien da buenos consejos es una de las cosas que pueden ocasionar mayor mal. Y el permanecer mudo cuando se ve algún desorden y el no impedirlo, especialmente si se puede y se debe, es hacerse cómplice del mal de los demás.
Yo, impresionado al oír estas palabras, quería seguir mirando, observando esto y aquello, amonestar a los clérigos y animarlos a cumplir con sus deberes. Pero vi que se aprestaban ya a poner en fuga a las gallinas. Al avanzar unos pasos, tropecé con un rastrillo de los de extender la tierra, que había sido dejado allí, y me desperté.
Ahora dejémoslo todo a un lado y saquemos alguna moraleja. Veamos qué le parece este sueño a Don Julio Barberis.
– Que es un garrotazo con todas las de la ley y que al que le da de lleno no lo deja bien parado.
– Cierto, replicó Don Bosco; es una lección de la que hemos de sacar provecho. No lo olvidéis, queridos jóvenes; evitad entre vosotros toda suerte de murmuración, considerándola como el mayor de los males; huid de ella como se huye de la peste y procurad no sólo evitarla, sino haced que los demás también la eviten. Algunas veces, unos consejos santos, unas obras extraordinariamente buenas, no hacen tanto bien como el que consigue impedir una murmuración o una palabra que pueda dañar a los demás. Armémonos de valor y combatámosla valientemente. No hay peor desgracia que hacer perder su eficacia a la palabra de Dios. Y a veces basta una palabra, basta una broma.
Os he contado un sueño que tuve hace varias noches, pero la noche pasada soñé algo que deseo también narraros. No es aún muy tarde, son apenas las nueve y, por tanto, tengo tiempo de exponéroslo. Por lo demás, procuraré no ser muy largo.
Me pareció, pues, encontrarme en un lugar que ahora no sabría decir qué lugar fuese; ciertamente no era Castelnuevo y tampoco el Oratorio. Y llegó uno a toda prisa a   llamarme:
– ¡Don Bosco, venga! ¡Don Bosco, venga!
– ¿Por qué tanta prisa?, pregunté.
– ¿No sabe lo que ha sucedido?
– No sé lo que quieres decirme; explícate mejor, repliqué con cierta inquietud.
– ¿No sabe que fulano, tan bueno, tan lleno de brío está gravemente enfermo; mejor dicho, moribundo?
– No creo que quieras burlarte de mí, le dije, porque precisamente esta mañana he estado hablando y paseando con ese muchacho que me dices está moribundo.
– ¡Ah! Don Bosco, no quiero engañarle y me creo en la obligación de decirle toda la verdad. El joven en cuestión necesita urgentemente de su presencia y desea verle      y hablarle por última vez. Venga, venga pronto, porque de otra manera ya no tendrá tiempo.
Yo, sin saber adónde, marché a toda prisa detrás de aquél. Llego a cierto lugar y veo a gente triste y llorosa que me dice:
– Pronto, pronto, que está en las últimas.
– Pero ¿qué es lo que ha sucedido?, pregunté.
Y me introdujeron en una habitación, en la que vi a un joven acostado, con el rostro descompuesto, color cadavérico y una tos, una respiración y un ronquido que lo ahogaba y apenas le permitía hablar.
– Pero no eres fulano?, le dije.
– Sí, soy yo.
– ¿Cómo te encuentras?
– Muy mal.
– ¿Y cómo te veo en tal estado? ¿Ayer y esta misma mañana, no paseabas tranquilamente bajo los pórticos?
– Sí, replicó el joven, ayer y esta mañana paseábamos bajo los pórticos; pero, ahora, dese prisa que necesito confesarme; me queda muy poco tiempo.
– Calma, calma; hace pocos días que te has confesado.
– Es cierto, y no creo tener culpa grave en mi corazón; pero, a pesar de ello quiero recibir por última vez la santa absolución, antes de presentarme al Divino Juez.
Yo escuché su confesión. Y entretanto observé que iba empeorando visiblemente y que la tos estaba a punto de ahogarlo. -Aquí es necesario proceder a toda prisa, dije para mí, si quiero que reciba aún el Santo Viático y la Extremaunción. El Viático no lo podrá recibir porque necesitaría más tiempo para prepararse o porque no podría tragar la forma. ¡Pronto, los Santos Oleos!
Y, diciendo esto, salí de la habitación y mandé inmediatamente a un individuo por la bolsa de los Santos Oleos. Los jóvenes que se hallaban presentes me preguntaron:
– Pero ¿está realmente en peligro? ¿Está en las últimas como dicen?
– Seguro, respondí, ¿no veis que tiene la respiración cada vez más difícil y que la tos le sofoca?
– Pero sería mejor traerle el Viático, y, así fortalecido, enviarlo a los brazos de María.
Y mientras yo me afanaba preparando lo necesario, oí una voz que dijo:
– ¡Ya expiró!
Volví a entrar en la habitación y me encontré al enfermo con los ojos extraviados, sin respiración, muerto.
– ¿Ha muerto?, pregunté a los que lo asistían.
– ¡Ha muerto, me respondieron, ha muerto!
– ¿En tan poco tiempo? Decidme: ¿no es éste fulano?
– Sí, es fulano.
– No puedo dar crédito a mis ojos. Ayer mismo estaba paseando conmigo bajo los pórticos.
– Ayer paseaba y hoy está muerto, me replicaron.
– Por suerte era un joven bueno, exclamé.
Y proseguí diciendo a los que estaban a mi alrededor:
– ¿Veis, veis? Este no ha podido ni siquiera recibir el Viático, ni la Extremaunción. Demos con todo gracias al Señor que le concedió tiempo para confesarse. Era un muchacho muy bueno, se acercaba a menudo a los Santos Sacramentos y esperamos que esté gozando ya de la felicidad de la gloria, o al menos, que esté en el Purgatorio. Pero, si les hubiese sucedido a otros lo mismo, ¿qué sería ahora de ellos?
Dicho esto nos pusimos todos de rodillas y rezamos el De profundis por el alma del pobre difunto.
Entretanto, iba yo a mi habitación, cuando vi llegar a Ferraris de la librería, el cual me dijo acongojado:
– Don Bosco, ¿sabe lo que ha sucedido?
– Claro que lo sé. Que ha muerto fulano.
– No es lo que quiero decirle; hay otros dos muertos.
– ¿Cómo? ¿Qué?
– Tal y tal.
– Pero ¿cuándo han muerto? No te entiendo.
– Sí, otros dos, que han muerto antes de que usted llegase.
– ¿Y por qué no me habéis llamado?
– No hubo tiempo. ¿Usted sabe decirme cuándo ha muerto éste de aquí?
– Ahora mismo, le respondí.
– ¿Usted sabe en qué día y en qué mes estamos?, prosiguió Ferraris.
– Sí que lo sé; estamos a 22 de enero, segundo día de la novena de San Francisco de Sales.
– No, dijo Ferraris, usted se equivoca, don Bosco; fíjese bien. Levanté los ojos al calendario y leí: 26 de mayo.
– ¡Esto sí que es grande!, exclamé. Estamos en enero y me lo dice la ropa que llevo puesta; nadie se viste en mayo de esta manera; en mayo no estaría encendida la calefacción.
– Yo no sé qué decirle, ni qué razón darle, pero estamos a 26 de mayo.
– Pero si ayer mismo murió este nuestro compañero y estábamos en enero.
– Se equivoca, insistió Ferraris, estábamos en tiempo de Pascua.
– Esta es más gorda que la anterior.
– Sí, señor, seguro, en tiempo de Pascua; estábamos en tiempo de Pascua y fue más dichoso por morir en tiempo de Pascua que los otros dos que murieron en el mes de María.
– Tú te burlas, le dije, explícate mejor, porque de otra manera no comprendo nada.
Abrió los brazos, golpeó las manos una contra otra, fuerte, muy fuerte. Y yo me desperté. Entonces exclamé:
– Oh, afortunadamente se trata de un sueño y no de una realidad. ¡Qué miedo he tenido!
Tal es el sueño que tuve la noche pasada. Vosotros dadle la importancia que queráis. Yo mismo no quiero prestarle enteramente fe. Con todo, hoy he querido comprobar, si los que vi muertos en el sueño estaban aún vivos, y he constatado que están sanos y robustos. Ciertamente que no es conveniente que manifieste, y no lo diré, quiénes son. Con todo los vigilare y, si fuese necesario, les daré algún     consejo para que vivan bien y los prepararé de forma que no se den cuenta; para que, si en realidad tuviesen que morir, la muerte no les sorprenda sin estar preparados. Pero que nadie comience a decir: ¿Será éste, será el otro? Cada uno piense en sí mismo.
Ferraris, era el coadjutor Juan Antonio Ferraris, librero. Que nada de esto os intranquilice. El efecto que este relato debe causar en vosotros es sencillamente el que nos sugirió el Divino Salvador en el Evangelio: Estote parati, quia, qua hora non putatis, filius hominis veniet. Es ésta una gran advertencia, queridos jóvenes, que nos hace el Señor. Estemos siempre preparados, porque en la hora en que menos lo pensemos puede llegar la muerte y el que no está preparado para morir bien, corre grave peligro de morir mal. Yo me prepararé lo mejor que pueda. y vosotros debéis hacer lo mismo, a fin de que a cualquier hora que al Señor le plazca llamarnos, podamos estar dispuestos a pasar a la eternidad feliz. Buenas noches.

Las palabras de don Bosco se escuchaban siempre en medio de un religioso silencio; pero cuando contaba cosas extraordinarias, entre los centenares de jóvenes que le escuchaban, no se oía un carraspeo ni el más leve ruido con los pies. La impresión causada duraba semanas y meses y, tras la impresión, se producían los cambios radicales de conducta en algunos díscolos. Después aumentaba la clientela alrededor del confesonario del siervo de Dios. El suponer que él inventaba aquellos relatos para asustar y hacer cambiar la vida a los jóvenes, a nadie se le ocurría, pues los vaticinios de muertes próximas se cumplían siempre y ciertos estados de conciencia, vistos en los sueños, respondían a la realidad.
¿Pero el temor producido por tan lúgubres predicciones no era una pesadilla opresora? No es creíble. Numerosas eran las posibilidades y suposiciones que se ofrecían ante una multitud de más de ochocientos muchachos, para que cada uno de ellos se sintiese preocupado. Por otra parte, la creencia generalmente admitida de que quien moría en el Oratorio iba al Paraíso y el hecho de que don Bosco preparaba a los designados sin que se diesen cuenta, contribuía a desterrar de los ánimos todo temor. Además, sabemos cuán grande es la volubilidad juvenil; de momento la fantasía se siente herida e impresionada, pero el recuerdo que tal efecto produce se borra pronto. Así nos lo aseguran numerosos testigos de aquellos tiempos.
Una vez que los jóvenes marcharon a dormir, algunos hermanos que ((49)) rodeaban al siervo de Dios, lo abrumaron a preguntas para saber si algunos de ellos eran los que debían morir. Don Bosco, sonriendo según su costumbre y moviendo la cabeza, les decía:
– ¡Ya! ¡Ya! ¿Queréis que os diga quién es, para hacer morir a alguno antes de tiempo?
Viendo que no conseguían nada, le preguntaron si en el primer sueño vio también a algún clérigo haciendo el oficio de las gallinas, esto es, entregado a la murmuración.
Don Bosco, que estaba caminando, se detuvo, observó a sus interlocutores y con una sonrisa muy significativa a flor de labios, añadió:
– Alguno, alguno había; eran pocos, pero no digo más.
Entonces le preguntaron que les dijese si estaban ellos entre los perros mudos.
El siervo de Dios respondió de una manera muy genérica, haciendo observar que era necesario estar sobre aviso para evitar las murmuraciones y, en general, todos los desórdenes, y sobre todo las malas conversaciones.
– ¡Ay del sacerdote y del clérigo, dijo, que estando encargado de la vigilancia ve los desórdenes y no los impide! Deseo que todos sepan y entiendan que con la palabra «murmuraciones» yo no entiendo indicar solamente a los que cortan trajes, sino que me refiero a toda palabra, a todo mote, toda conversación que pueda hacer frustrar en un compañero el fruto de la palabra de Dios. Además, quiero hacer constar que es un gran mal el permanecer mano sobre mano cuando se conoce algún desorden, sin hacer nada para impedirlo o no procurar que lo ataje quien debe y puede hacerlo.
Uno de los más inquietos dirigió al siervo de Dios una pregunta bastante atrevida:
– ¿Y por qué don Julio Barberis entra en el sueño? Usted dijo que había algo para él y él mismo parece que se esperaba un buen estacazo…
El propio don Julio Barbaris estaba presente y, al principio, parecía que don Bosco se resistía a contestar. Pero después, habiendo quedado con el Beato algunos sacerdotes nada más; y como por otra parte el interesado mostrase su conformidad, el Beato dijo:
– Es que Don Julio Barberis no predica bastante sobre este punto, no insiste sobre esto cuanto fuera de desear.
Don Julio Barberis manifestó que ni en el año pasado, ni durante el año en curso había tratado con detención estas materias en sus conferencias a los novicios; se sintió, pues, complacido al recibir esta observación y la tuvo presente para el porvenir.
Dicho esto, subieron todos las escaleras y, después de besar la mano a don Bosco, cada uno se retiró a descansar. Todos, menos Barberis que, según lo acostumbrado, acompañó al siervo de Dios hasta la puerta de su habitación. Don Bosco, al comprobar que estaba aún preocupado y que no habría podido dormir por la impresión recibida por las cosas expuestas, le hizo entrar en su despacho, cosa desacostumbrada en él, diciéndole:
– Ya que tenemos todavía tiempo, demos algunos paseos por la habitación.
Y así continuó hablando con él por espacio de media hora. Entre otras cosas le dijo:
– En el sueño los he visto todos y en el estado en que cada uno se encontraba: si hacía las veces de gallina, de perro mudo, si estaba en el número de los que después de ser avisados comenzaron a trabajar o entre los que no se movieron. De todos estos datos yo me sirvo en las confesiones, para exhortar en público y en privado, siempre que veo que mis palabras pueden hacer algún bien. Al principio no hacía gran caso de estos sueños, pero después me di cuenta de que causan más efecto que muchos sermones, incluso para algunos son más eficaces que una tanda de ejercicios espirituales; por eso me sirvo de ellos. ¿Y por qué no? En la Sagrada Escritura se lee: Omnia autem probate: quod bonum est tenete. Veo que ayudan a hacer el bien, veo que agradan, ¿por qué mantenerlos secretos? Incluso he podido observar que contribuyen a aficionar a muchos a la Congregación.
– Yo mismo he comprobado, le interrumpió Barberis, de cuánta utilidad han sido estos sueños y cuán saludables son. Incluso narrados en otra parte, hacen mucho bien. Donde don Bosco es conocido se puede decir que son sueños suyos; donde no es conocido se pueden presentar como una especie de parábolas. ¡Oh, si se pudiese hacer una recopilación exponiéndolos en forma de parábolas! Serían leídos      por grandes y pequeños, en beneficio de sus almas.
– Sí, sí; harían mucho bien, estoy convencido de ello.
– Pero, tal vez, se lamentó don Julio Barberis, ninguno lo ha consignado por escrito.
– Yo, replicó el siervo de Dios, no tengo tiempo para ello y de muchos, ya no me acuerdo.
– Los que yo recuerdo continuó don Julio Barberis, son los que se refieren al progreso de la Congregación y a la dilatación del manto de la Virgen…
– ¡Ah, sí!, exclamó don Bosco.
E hizo referencia a varias visiones de esta clase. Adoptando después un aire grave y como turbado, prosiguió:
– Cuando pienso en la responsabilidad que pesa sobre mí en la posición en que me encuentro, tiemblo de pies a cabeza… ¡Qué cuenta tan tremenda tendré que dar a Dios de todas las gracias que nos ha concedido para la buena marcha de nuestra Congregación!
(MB IT XII, 40-51 / MB ES XII 44-53)

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El árbol

Un hombre tenía cuatro hijos. Quería que sus hijos aprendieran a no juzgar las cosas con rapidez. Por ello, invitó a cada uno de ellos a hacer un viaje para ver un árbol que estaba plantado en un lugar lejano. Los envió de uno en uno, con tres meses de diferencia. Los niños obedecieron.
Cuando regresó el último, los reunió y les pidió que describieran lo que habían visto.
El primer hijo dijo que el árbol era feo, retorcido y doblado.
El segundo hijo dijo, sin embargo, que el árbol estaba cubierto de brotes verdes y prometía vida.
El tercer hijo no estuvo de acuerdo; dijo que estaba cubierto de flores, que olían tan dulcemente y eran tan hermosas que dijo que eran lo más bello que había visto en su vida.
El último hijo discrepó con todos los demás; dijo que el árbol estaba lleno de frutos, vida y abundancia.
El hombre explicó entonces a sus hijos que todas las respuestas eran correctas ya que cada uno sólo había visto una estación de la vida del árbol.
Dijo que no se puede juzgar a un árbol, o a una persona, por una sola estación, y que su esencia, el placer, la alegría y el amor que se desprenden de esas vidas sólo pueden medirse al final, cuando todas las estaciones están completas.

Cuando la primavera se van todas las flores mueren, pero cuando vuelve sonríen felices. En mis ojos todo pasa, en mi cabeza todo se vuelve blanco.
Pero nunca debe creer que en plena primavera todas las flores mueren porque, justo anoche, florecía una rama de melocotón.
(anónimo de Vietnam)

No dejes que el dolor de una estación destruya la alegría de lo que vendrá después.
No juzgue su vida en una estación difícil. Persevera a través de las dificultades, ¡y seguramente vendrán tiempos mejores cuando menos se lo espere! Viva cada una de sus estaciones con alegría y con el poder de la esperanza.




La Décima Colina (1864)

El sueño de la «Décima Colina», narrado por Don Bosco en octubre de 1864, es una de las páginas más evocadoras de la tradición salesiana. En él, el santo se encuentra en un valle inmenso lleno de jóvenes: algunos ya en el Oratorio, otros aún por conocer. Guiado por una voz misteriosa, debe conducirlos más allá de un escarpado terraplén y luego a través de diez colinas, símbolo de los diez mandamientos, hacia una luz que prefigura el Paraíso. El carro de la Inocencia, las huestes penitenciales y la música celestial dibujan un fresco educativo: muestran la dificultad de preservar la pureza, el valor del arrepentimiento y el papel insustituible de los educadores. Con esta visión profética, Don Bosco anticipa la expansión mundial de su obra y el compromiso de acompañar a cada joven en el camino de la salvación.

Don Bosco había soñado la noche precedente. Al mismo tiempo, un joven llamado C… E…, de Casal Monferrato, tuvo también el mismo sueño, pareciéndole que se encontraba con don Bosco y que hablaba con él. Al levantarse estaba tan impresionado que fue a contar cuanto había soñado a su profesor, el cual le aconsejó que se entrevistara con el siervo de Dios. El joven obedeció inmediatamente y se encontró con don Bosco, que bajaba las escaleras en su busca para hacer lo mismo.
Le pareció encontrarse en un extensísimo valle ocupado por millares y millares de jovencitos; tantos eran, que el siervo de Dios no creyó nunca hubiese tantos muchachos en el mundo. Entre aquellos jóvenes vio a los que estuvieron y a los que están en la casa y a los que un día estarían en ella. Mezclados con ellos estaban los sacerdotes y los clérigos de la misma.
Una montaña altísima cerraba aquel valle por un lado. Mientras don Bosco pensaba en lo que haría con aquellos muchachos, una voz le dijo:
– ¿Ves aquella montaña? Pues bien, es necesario que tú y los tuyos ganen su cumbre.

Entonces, él dio orden a todas aquellas turbas de encaminarse al lugar indicado. Los jóvenes se pusieron en marcha y comenzaron a escalar la montaña a toda prisa. Los sacerdotes de la casa corrían delante animando a los muchachos a la subida, levantaban a los caídos y cargaban sobre sus espaldas a los que no podían proseguir a causa del cansancio. Don Miguel Rúa, con las bocamangas de la sotana arremangadas, trabajaba más que ninguno y, tomando a los muchachos de dos en dos, los lanzaba por el aire en dirección a la montaña, sobre la cual caían de pie, y correteaban después alegremente por una y otra parte.
Don Juan Cagliero y don Juan Bautista Francesia recorrían las filas gritando:
– ¡Animo, adelante! ¡Adelante, ánimo!
En poco más de una hora aquellos numerosos grupos de jóvenes habían alcanzado la cumbre; don Bosco también había ganado la meta.
– ¿Y ahora qué hacemos?, dijo.
Y la voz añadió:
Debes recorrer con tus jóvenes esas diez colinas que contemplas ante tu vista, dispuestas una detrás de otra.
– Pero ¿cómo podremos soportar un viaje tan largo, con tantos muchachos tan pequeños y tan delicados?
– El que no pueda caminar con sus pies, será transportado, se le respondió.
Y he aquí que, en efecto, apareció por un extremo de la colina un magnífico carruaje. Tan hermoso era que resultaría imposible describirlo, pero algo se puede decir. Tenía forma triangular y estaba dotado de tres ruedas que se movían en todas direcciones. De los tres ángulos partían tres astas que se unían en un punto sobre el mismo carruaje formando como la techumbre de un cobertizo. Sobre el punto de unión se levantaba un magnífico estandarte en el que estaba escrita con caracteres cubitales, esta palabra: Inocencia. Una franja corría alrededor de todo el carruaje formando orla en la cual aparecía la siguiente inscripción: Adjutorium Dei Altissimi Patris et Filii et Spiritus Sancti (Ayuda del Altísimo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo).
El vehículo, que resplandecía como el oro y que estaba guarnecido de piedras preciosas, avanzó hasta colocarse en medio de los jóvenes. Después de recibida la orden, muchos niños subieron a él. Eran quinientos. ¡Apenas quinientos, entre tantos millares de jóvenes, eran todavía inocentes!
Una vez ocupado el carro, don Bosco pensaba por qué camino habría de dirigirse, cuando vio abrirse ante sus ojos un camino ancho y cómodo, pero todo cubierto de espinas. De pronto aparecieron seis jóvenes que habían muerto en el Oratorio, vestidos de blanco y enarbolando una hermosísima bandera en la que se leía: Penitencia. Estos fueron a colocarse a la cabeza de todas aquellas falanges de muchachos que habían de continuar el viaje a pie. Seguidamente se dio la señal de partida. Muchos sacerdotes se lanzaron a los varales del carruaje, que comenzó a moverse, tirado por ellos. Los seis jóvenes vestidos de blanco les siguieron. Detrás iba toda la muchedumbre de muchachos. Acompañados de una música hermosísima, indescriptible; los que iban en el carruaje entonaron el Laudate, pueri, Dominum (Alabad, niños, al Señor).
Don Bosco proseguía su camino como embriagado por aquella melodía del cielo, cuando se le ocurrió mirar hacia atrás para comprobar si todos los jóvenes le seguían. Pero ¡oh doloroso espectáculo! Muchos se habían quedado en el valle y muchos otros se habían vuelto atrás. Con indecible dolor, decidió rehacer el camino para persuadir a aquellos insensatos a que continuasen en la empresa y para ayudarles a seguirle. Pero se le prohibió terminantemente.
– Si no les ayudo, estos pobrecitos se perderán, exclamó él.

– Peor para ellos, le fue respondido; fueron llamados como los demás y no quisieron seguirte. Han visto el camino que hay que recorrer y eso basta. Don Bosco quería replicar; rogó, insistió, pero todo fue inútil.
– También tú tienes que obedecer, le dijeron. Y tuvo que proseguir el camino.
Aún no se había rehecho de este dolor, cuando sucedió otro lamentable incidente:
Muchos de los chicos que se encontraban en el carruaje, poco a poco, habían caído a tierra. De los quinientos, apenas si quedaban ciento cincuenta bajo el estandarte de la inocencia.
A don Bosco le parecía que el corazón le iba a estallar en el pecho por la insoportable angustia. Abrigaba, con todo, la esperanza de que aquello fuese solamente un sueño; hacía toda clase de esfuerzos para despertarse, pero cada vez se convencía más de que se trataba de una terrible realidad. Daba palmadas y oía el ruido producido por sus manos; gemía y percibía sus gemidos resonando en la habitación, quería disipar aquella terrible pesadilla, pero no podía.

– ¡Ah, mis queridos jóvenes!, exclamó al llegar a este punto de la narración del sueño, yo he visto y he reconocido a los que se quedaron en el valle; a los que se volvieron atrás y a los que cayeron del carruaje. Os reconocí a todos. Pero no lo dudéis: haré toda suerte de esfuerzos a mi alcance para salvaros. Muchos de vosotros invitados por mí a confesarse, no respondisteis a mi llamada. Por caridad, salvad vuestras almas.
Muchos de los chicos que cayeron del carro fueron a colocarse poco a poco entre las filas de los que caminaban detrás de la segunda bandera. Entretanto, la música del carro continuaba siendo tan dulce, que el dolor de don Bosco fue desapareciendo. Habían pasado ya siete colinas y al llegar a la octava, la muchedumbre de jóvenes llegó a un bellísimo poblado en el que se tomó un poco de descanso. Las casas eran de una riqueza y de una belleza indescriptibles.
Al hablar a los jóvenes sobre aquel lugar, exclamó don Bosco:
– Os diré con santa Teresa lo que ella afirmó del Paraíso: son cosas que si se habla de ellas pierden valor, porque son tan bellas que es inútil esforzarse en describirlas. Por tanto, sólo añadiré que las columnas de aquellas casas parecían de oro, de cristal y de diamante al mismo tiempo, de forma que producían una grata impresión, saciaban a la vista e infundían un gozo extraordinario. Los campos estaban repletos de árboles en cuyas ramas aparecían, al mismo tiempo, flores, yemas, frutos maduros y frutos verdes. Era un espectáculo encantador.
Los jovencitos se desparramaron por todas partes; atraídos unos por una cosa, otros por otra, y deseosos al mismo tiempo de probar aquellas frutas.
Fue en este poblado donde aquel joven de Casale se encontró con don Bosco y sostuvo con él un largo diálogo. Ambos recordaban después las preguntas y respuestas de la conversación que habían mantenido. ¡Singular combinación de dos sueños!
Don Bosco experimentó aquí otra extraña sorpresa. Vio de pronto a sus jóvenes como si se hubiesen tornado viejos; sin dientes, con el rostro lleno de arrugas, el cabello blanco; encorvados, caminando con dificultad, apoyados en un bastón. El siervo de Dios estaba maravillado de aquella metamorfosis, pero la voz le dijo:
– Tú te maravillas; pero has de saber que no hace horas que saliste del valle, sino años y años. Ha sido la música la que ha hecho que el camino te pareciera corto. En prueba de lo que te digo, observa tu fisonomía y te convencerás de que estoy diciendo la verdad. Entonces le fue presentado un espejo a don Bosco. Se miró en él y comprobó que su aspecto era el de un hombre anciano, de rostro cubierto de arrugas y de boca desdentada.

La comitiva, entretanto, volvió a ponerse en marcha y los jóvenes manifestaban deseos, de cuando en cuando, de detenerse para contemplar aquellas cosas nuevas. Pero don Bosco les decía: -Adelante, adelante, no necesitamos nada; no tenemos hambre, no tenemos sed; por tanto, prosigamos adelante.
(Al fondo, en la lejanía, sobre la décima colina despuntaba una luz que iba siempre en aumento, como si saliese de una maravillosa puerta.) Volvió a oírse nuevamente el canto, tan armonioso, que solamente en el Paraíso se puede oír y gustar una cosa igual. No era una música instrumental, ni parecía de voces humanas. Era algo imposible de describir, y tanto fue el júbilo que inundó el alma de Don Bosco, que se despertó encontrándose en el lecho.
He aquí cómo explicó el siervo de Dios su sueño:
– El valle es el mundo. La montaña, los obstáculos que impiden despegarnos de él. El carro, lo entendéis. Los grupos de jóvenes a pie, son los que, perdida la inocencia, se arrepintieron de sus pecados.
Don Bosco añadió también que las diez colinas representaban los diez mandamientos de la ley de Dios, cuya observancia conduce a la vida eterna.
Después añadió que, si había necesidad de ello, estaba dispuesto a decir confidencialmente a algunos jóvenes el papel que desempeñaban en el sueño, si se quedaron en el valle o si se cayeron del carruaje.
Al bajar don Bosco de la tribuna, el alumno Antonio Ferraris se acercó a él y le contó ante nosotros, que oímos sus palabras, que en la noche anterior había soñado que se encontraba en compañía de su madre, la cual le había preguntado que, si para la fiesta de Pascua, iría a casa a pasar unos días de vacaciones, y que él había dicho que antes de dicha fiesta habría volado al Paraíso. Después, confidencialmente, dijo algunas palabras al oído de don Bosco. Antonio Ferraris murió el 16 de marzo de 1865.
Nosotros escribimos el sueño inmediatamente, y la misma noche del 22 de octubre de 1864, añadimos al final la siguiente apostilla: «Tengo la seguridad de que don Bosco en sus explicaciones procuró velar lo que el sueño tiene de más sorprendente, al menos respecto a algunas circunstancias. La explicación de los diez mandamientos no me satisface. La octava colina sobre la cual don Bosco hace una parada y se contempla en el espejo tan anciano, creo que quiere indicar que el siervo de Dios moriría pasados los sesenta años. El futuro hablará».
Este futuro es ya pasado y hemos de ratificar nuestra opinión. El sueño indicaba a don Bosco la duración de su vida. Confrontemos con éste el de la Rueda, que sólo pudimos conocer unos años después. Las vueltas de la rueda proceden por decenios: y así se avanza de una a otra colina, de diez en diez años. Las colinas son diez, representando unos cien años, que es el máximo de la vida del hombre. En el primer decenio vemos a don Bosco, aún niño, comenzando su misión entre sus compañeros de I Becchi, dando así principio a su viaje; después comprobamos cómo recorre siete colinas, esto es, siete decenios, llegando, por tanto, a los setenta años de edad, sube a la octava colina y en ella descansa: contempla casas y campos maravillosos, o mejor dicho, su Pía Sociedad, que ha crecido y producido frutos por la bondad infinita de Dios. El camino a recorrer en la octava colina es aún largo y el siervo de Dios emprende la marcha; pero no llega a la novena colina porque se despierta antes. Y así finalizó su carrera en el octavo decenio, pues murió a los setenta y dos años y cinco meses de edad.
¿Qué opina el lector de todo esto? Añadiremos que a la noche siguiente, habiéndonos preguntado don Bosco a nosotros mismos, cuál era nuestro pensamiento sobre este sueño, le respondimos que nos parecía que no se refería solamente a los jóvenes, sino que también quería significar la dilatación de la Pía Sociedad por todo el mundo.
– Pero ¿cómo?, replicó uno de nuestros hermanos; tenemos ya los colegios de Mirabello y de Lanzo y se abrirá alguno más en el Piamonte. ¿Qué más quieres?
– Son muy diferentes los destinos anunciados por el sueño.
Y don Bosco aprobaba sonriente nuestra opinión.
(MB IT VII, 796-802 / MB ES VII, 677-683)




La educación femenina con San Francisco de Sales

El pensamiento educativo de San Francisco de Sales revela una visión profunda e innovadora del papel de la mujer en la Iglesia y en la sociedad de su tiempo. Convencido de que la formación de las mujeres era fundamental para el crecimiento moral y espiritual de toda la comunidad, el santo obispo de Ginebra promovió una educación equilibrada, respetuosa de la dignidad femenina, pero también atenta a las fragilidades. Con una mirada paternal y realista, supo apreciar y valorar las cualidades de las mujeres, animándolas a cultivar la virtud, la cultura y la devoción. Fundador de la Congregación de la Visitación con Juana de Chantal, defendió con vigor la vocación femenina incluso frente a las críticas y los prejuicios. Su enseñanza sigue ofreciendo ideas actuales sobre la educación, el amor y la libertad en la elección de la propia vida.

                Con motivo de su viaje a París en 1619, Francisco de Sales conoció a Adrien Bourdoise, un sacerdote reformador del clero, que le reprochó que se ocupara demasiado de las mujeres. El obispo le respondió con calma que las mujeres eran la mitad del género humano y que, formando buenas cristianas, se tendrían buenos jóvenes, y con buenos jóvenes, buenos sacerdotes. Por otra parte, ¿no les dedicó San Jerónimo mucho tiempo y varios escritos? Francisco de Sales recomienda la lectura de sus cartas a la señora de Chantal, quien encontrará en ellas, entre otras cosas, numerosas indicaciones «para educar a sus hijas». De ello se deduce que, a sus ojos, el papel de las mujeres en el ámbito educativo justificaba el tiempo y la atención que les dedicaba.

Francisco de Sales y las mujeres de su tiempo
                «Hay que ayudar al sexo femenino, despreciado», dijo un día el obispo de Ginebra a Jean-François de Blonay. Para comprender las preocupaciones y el pensamiento de Francisco de Sales, conviene situarlo en su época. Hay que decir que algunas de sus afirmaciones parecen aún muy ligadas a la mentalidad corriente. En las mujeres de su época lamentaba «esa ternura femenina consigo mismas», la facilidad «para compadecerse y desear ser compadecidas», una mayor propensión que los hombres «a dar crédito a los sueños, a temer a los espíritus y a ser crédulas y supersticiosas» y, sobre todo, los «retorcimientos de sus vanidosos pensamientos». Entre los consejos que daba a la señora de Chantal sobre la educación de sus hijas, escribía sin dudar: «Quíteles la vanidad del alma: nace casi al mismo tiempo que el sexo».
                Sin embargo, las mujeres están dotadas de grandes cualidades. Escribía a propósito de la señora de La Fléchère, que acababa de perder a su marido: «Si solo tuviera esta oveja perfecta en mi rebaño, no me angustiaría ser pastor de esta afligida diócesis. Después de la señora de Chantal, no sé si he conocido un alma más fuerte en un cuerpo femenino, un espíritu más razonable y una humildad más sincera». Las mujeres no son en absoluto las últimas en la práctica de las virtudes: «¿Acaso no hemos visto a muchos grandes teólogos que han dicho cosas maravillosas sobre las virtudes, pero no para practicarlas, mientras que, por el contrario, hay tantas mujeres santas que no saben hablar de virtudes, pero que sin embargo saben muy bien cómo practicarlas?».
                Las mujeres casadas son las más dignas de admiración: «¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto agradan a Dios las virtudes de una mujer casada! ¡En efecto, deben ser fuertes y excelentes para poder perseverar en tal vocación!». En la lucha por conservar la castidad, consideraba que «las mujeres a menudo han luchado con más valentía que los hombres».
                Fundador de una congregación de mujeres junto con Juana de Chantal, mantuvo una relación constante con las primeras religiosas. Junto a los elogios, comenzaron a llover las críticas. Empujado a estas trincheras, el fundador tuvo que defenderse y defenderlas, no solo como religiosas, sino también como mujeres. En un documento que debía servir de prefacio a las Constituciones de las Visitandinas, encontramos la vena polémica de la que era capaz, dirigiéndose ya no contra los «herejes», sino contra los «censores» maliciosos e ignorantes:

La presunción y la inoportuna arrogancia de muchos hijos de este siglo, que critican ostentosamente todo lo que no es conforme a su espíritu […], me ofrece la ocasión, mejor dicho, me obliga a redactar esta Prefacio, queridas hermanas, para armar y defender vuestra santa vocación contra las puntas de sus lenguas pestilentes; para que las almas buenas y piadosas, que sin duda están unidas a vuestro amable y honorable Instituto, encuentren aquí cómo rechazar las flechas lanzadas por la temeridad de estos censores extravagantes e insolentes.

                Previendo quizás que tal preámbulo podía perjudicar la causa, el fundador de la Visitación escribió una segunda edición suavizada, con el fin de poner de relieve la igualdad fundamental entre los sexos. Después de citar el Génesis, esta vez hacía el siguiente comentario: «La mujer, pues, no menos que el hombre, tiene la gracia de haber sido hecha a imagen de Dios; igual honor en ambos sexos; sus virtudes son iguales».

La educación de las hijas
                El enemigo del amor verdadero es la «vanidad». Este era el defecto que Francisco de Sales, al igual que los moralistas y pedagogos de su época, más temía en la educación de las jóvenes. Señala varias manifestaciones. Mirad «estas señoritas de la alta sociedad, que, habiéndose bien colocado, van por ahí hinchadas de orgullo y vanidad, con la cabeza alta, los ojos abiertos, ansiosas de ser notadas por los mundanos».
                El obispo de Ginebra se divierte un poco burlándose de estas «chicas de sociedad», que «llevan sombreros esparcidos y empolvados», con la cabeza «herrada como se herran las pezuñas de los caballos», todas «empolladas y adornadas con flores como no se puede decir» y «cargadas de adornos». Hay quienes «llevan vestidos que les aprietan y les molestan mucho, y esto para que se vea que son delgadas»; he aquí una verdadera «locura que las incapacita para hacer nada».
                ¿Qué pensar entonces de ciertas bellezas artificiales convertidas en «boutiques de vanidad»? Francisco de Sales prefiere un «rostro limpio y claro», desea «que no haya nada afectado, porque todo lo que está embellecido desagrada». ¿Hay que condenar entonces todo «artificio»? Admite de buen grado que «en caso de algún defecto de la naturaleza, hay que corregirlo de manera que se vea la corrección, pero despojado de todo artificio».
                ¿Y el perfume? Se preguntaba el predicador hablando de Magdalena. «Es algo excelente —responde—; incluso quien lo lleva percibe algo excelente»; y añade, como buen conocedor, que «el almizcle de España goza de gran estima en el mundo». En el capítulo sobre la «decencia en el vestido», permite que las jóvenes tengan vestidos con adornos variados, «porque pueden desear libremente ser agradables a muchos, pero con el único fin de ganarse a un joven con vistas a un santo matrimonio». Concluía con esta indulgente observación: «¿Qué queréis? Es conveniente que las señoritas sean un poco guapas».
                Cabe añadir que la lectura de la Biblia le había preparado para no ponerse duro ante la belleza femenina. En el amante del Cantar de los Cantares, admiraba «la notable belleza de su rostro, semejante a un ramo de flores». Describe a Jacob, que al encontrar a Raquel junto al pozo, «derramó lágrimas de alegría al ver a una virgen que le gustaba y le encantaba por la gracia de su rostro». También le gustaba contar la historia de santa Brígida, nacida en Escocia, un país donde se admiran «las criaturas más bellas que se pueden ver»; era «una joven sumamente atractiva», pero su belleza era «natural», precisa nuestro autor.
                El ideal de belleza salesiana se llama «buena gracia», que designa no solo «la perfecta armonía de las partes que hace que algo sea bello», sino también la «gracia de los movimientos, los gestos y las acciones, que es como el alma de la vida y de la belleza», es decir, la bondad de corazón. La gracia exige «sencillez y modestia». Ahora bien, la gracia es una perfección que proviene del interior de la persona. Es la belleza unida a la gracia lo que hace de Rebeca el ideal femenino de la Biblia: era «tan hermosa y graciosa junto al pozo donde sacaba agua para dar de beber al rebaño», y su «bondad familiar» la inspiró, además, a dar de beber no solo a los siervos de Abraham, sino también a sus camellos.

Educación y preparación para la vida
                En la época de San Francisco de Sales, las mujeres tenían pocas posibilidades de acceder a los estudios superiores. Las niñas aprendían lo que oían de sus hermanos y, cuando la familia tenía la posibilidad, asistían a un convento. La lectura era sin duda más frecuente que la escritura. Los colegios estaban reservados a los niños, por lo que aprender latín, la lengua de la cultura, estaba prácticamente prohibido a las niñas.
                Hay que creer que Francisco de Sales no se oponía a que las mujeres se convirtieran en personas cultas, pero con la condición de que no cayeran en la pedantería y la vanidad. Admiraba a santa Catalina, que era «muy erudita, pero humilde en tanta ciencia». Entre las interlocutoras del obispo de Ginebra, la señora de La Fléchère había estudiado latín, italiano, español y bellas artes, pero era una excepción.
                Para encontrar un lugar en la vida, tanto en el ámbito social como en el religioso, las jóvenes a menudo necesitaban una ayuda especial en un momento dado. Georges Rolland relata que el obispo se ocupó personalmente de varios casos difíciles. Una mujer de Ginebra, con tres hijas, fue generosamente ayudada por el obispo, «con dinero y créditos»; «colocó a una de sus hijas como aprendiz en casa de una honorable señora de la ciudad, pagándole la pensión durante seis años, en grano y en dinero». También donó 500 florines para la boda de la hija de un impresor de Ginebra.
                La intolerancia religiosa de la época provocaba a veces dramas, a los que Francisco de Sales trataba de poner remedio. Marie-Judith Gilbert, educada en París por sus padres en los «errores de Calvino», descubrió a los diecinueve años el libro de la Filotea, que solo se atrevía a leer en secreto. Sintió simpatía por el autor, del que había oído hablar. Vigilada de cerca por su padre y su madre, consiguió que la sacaran en carruaje, se instruyó en la religión católica y entró en las hermanas de la Visitación.
                El papel social de las mujeres seguía siendo bastante limitado. Francisco de Sales no era del todo contrario a la intervención de las mujeres en la vida pública. Escribía en estos términos, por ejemplo, a una mujer que intervenía en la vida pública, a propósito y fuera de lugar:

Vuestro sexo y vuestra vocación os permiten reprimir el mal externo, pero solo si está inspirado por el bien y se lleva a cabo con reprimendas sencillas, humildes y caritativas hacia los transgresores, advirtiendo a los superiores en la medida de lo posible.

                Por otra parte, es significativo que una contemporánea de Francisco de Sales, la señorita de Gournay, una feminista ante litteram, intelectual y autora de textos polémicos como su tratado La igualdad de los hombres y las mujeres y La queja de las mujeres, le manifestara una gran admiración. Esta se empeñó durante toda su vida en demostrar esta igualdad, recopilando todos los testimonios posibles al respecto, sin olvidar el del «buen y santo obispo de Ginebra».

Educación para el amor
                Francisco de Sales habló mucho del amor de Dios, pero también prestó mucha atención a las manifestaciones del amor humano. Para él, de hecho, el amor es uno, aunque su «objeto» sea diferente y desigual. Para explicar el amor de Dios, no supo hacerlo mejor que partiendo del amor humano.
                El amor nace de la contemplación de la belleza, y la belleza se percibe con los sentidos, sobre todo con los ojos. Se establece un fenómeno interactivo entre la mirada y la belleza: «Contemplar la belleza nos hace amarla, y el amor nos hace contemplarla». El olfato reacciona de la misma manera; de hecho, «los perfumes ejercen su único poder de atracción con su dulzura».
                Tras la intervención de los sentidos externos, intervienen los sentidos internos, la fantasía y la imaginación, que exaltan y transfiguran la realidad: «En virtud de este movimiento recíproco del amor hacia la vista y de la vista hacia el amor, del mismo modo que el amor hace más resplandeciente la belleza de la cosa amada, así la vista de la cosa amada hace que el amor sea más enamorado y placentero». Se comprende entonces por qué «los que han pintado a Cupido le han vendado los ojos, afirmando que el amor es ciego». En este punto surge el amor-pasión: este hace «buscar el diálogo, y el diálogo a menudo alimenta y aumenta el amor»; además, «desea el secreto, y cuando los enamorados no tienen ningún secreto que decirse, a veces se complacen en decírselo en secreto»; y, por último, induce a «pronunciar palabras que, sin duda, serían ridículas si no brotaran de un corazón apasionado».
                Ahora bien, este amor-pasión, que tal vez se reduzca solo a «amorcitos», a «galanterías», está expuesto a diversas vicisitudes, hasta tal punto que induce al autor de la Filotea a intervenir con una serie de consideraciones y advertencias sobre «las amistades frívolas que se establecen entre personas de distinto sexo y sin intención de casarse». A menudo no son más que «abortos o, mejor dicho, apariencias de amistad».
                Francisco de Sales también se pronunció sobre el tema de los besos, preguntándose, por ejemplo, junto con los antiguos comentaristas, por qué Raquel había permitido que Jacob la abrazara. Explica que hay dos tipos de besos: uno malo y otro bueno. Los besos que se intercambian fácilmente los jóvenes y que al principio no son malos, pueden llegar a serlo más adelante debido a la fragilidad humana. Pero el beso también puede ser bueno. En determinados lugares, es lo que dicta la costumbre. «Nuestro Jacobo abraza muy inocentemente a su Raquel; Raquel acepta este beso de cortesía por parte de este hombre de buen carácter y rostro limpio». «¡Oh! —concluía Francisco de Sales—, dadme personas que tengan la inocencia de Jacob y Raquel y les permitiré besarse».
                En la cuestión del baile, también muy actual, el obispo de Ginebra evitaba las órdenes absolutas, como hacían los rigoristas de la época, tanto católicos como protestantes, mostrándose, sin embargo, muy prudente. Se le reprochó incluso con dureza haber escrito que «las danzas y los bailes en sí mismos son cosas indiferentes». Al igual que ciertos juegos, también se vuelven peligrosos cuando se adquiere tal afición por ellos que ya no se puede prescindir de ellos: el baile «debe hacerse por diversión y no por pasión; durante poco tiempo y sin cansarse ni aturdirse». Lo más peligroso es que estos pasatiempos se convierten a menudo en ocasiones que provocan «disputas, envidias, burlas, amoríos».

La elección de la forma de vida
                Cuando la hija crece, llega «el día en que hay que hablar con ella, me refiero a una palabra decisiva, aquella en la que se dice a las jóvenes que se quiere casarlas». Hombre de su tiempo, Francisco de Sales compartía en gran medida la idea de que los padres tenían una importante tarea en la determinación de la vocación de los hijos, tanto para el matrimonio como para la vida religiosa. «Por lo general, uno no elige a su príncipe o a su obispo, a su padre o a su madre, y a menudo tampoco a su marido», constataba el autor de la Filotea. Sin embargo, afirma claramente que «las hijas no pueden ser entregadas en matrimonio mientras ellas digan que no».

                La práctica habitual se explica bien en este pasaje de la Filotea: «Para que un matrimonio sea verdadero, son necesarias tres cosas con respecto a la joven que se quiere entregar en matrimonio: en primer lugar, que se le haga la propuesta; en segundo lugar, que ella la acepte; en tercer lugar, que ella dé su consentimiento». Dado que las chicas se casaban muy jóvenes, no es de extrañar su inmadurez afectiva. «Las chicas que se casan muy jóvenes aman realmente a sus maridos, si los tienen, pero no dejan de amar también los anillos, las joyas y las amigas con las que se divierten mucho jugando, bailando y haciendo locuras».
                El problema de la libertad de elección se planteaba igualmente para los niños que se destinaban a la vida religiosa. Franceschetta, hija de la baronesa de Chantal, debía ser ingresada en un convento por su madre, que deseaba verla religiosa, pero el obispo intervino: «Si Franceschetta quiere ser religiosa de buen grado, bien; en caso contrario, no apruebo que se anticipe su voluntad con decisiones que no son suyas». Por otra parte, no sería conveniente que la lectura de las cartas de san Jerónimo orientara demasiado a la madre hacia la severidad y la coacción. Por lo tanto, le aconseja «moderación» y proceder con «inspiraciones suaves».
                Algunas jóvenes dudan ante la vida religiosa y el matrimonio, sin llegar nunca a decidirse. Francisco de Sales animó a la futura señora de Longecombe a dar el paso del matrimonio, que él mismo quiso celebrar. Hizo esta buena obra, dirá más tarde el marido, a la pregunta de su esposa «que deseaba casarse por las manos del obispo y que, sin su presencia, nunca habría podido dar este paso, debido a la gran aversión que sentía hacia el matrimonio».

Las mujeres y la «devoción»
                Alejado de todo feminismo ante litteram, Francisco de Sales era consciente de la excepcional aportación de la feminidad en el plano espiritual. Se ha señalado que, al favorecer la devoción en las mujeres, el autor de la Filotea favoreció, al mismo tiempo, la posibilidad de una mayor autonomía, una «vida privada femenina».
                No es de extrañar que las mujeres tengan una disposición especial para la «devoción». Tras enumerar a varios doctores y expertos, podía escribir en el prefacio de Teotimo: «Pero para que se sepa que este tipo de escritos se redactan mejor con la devoción de los enamorados que con la doctrina de los sabios, el Espíritu Santo ha hecho que numerosas mujeres hayan realizado maravillas al respecto. ¿Quién ha manifestado mejor las celestiales pasiones del amor divino que santa Catalina de Génova, santa Ángela de Foligno, santa Catalina de Siena, santa Matilde?». Es conocida la influencia de la madre de Chantal en la redacción del Teotimo, y en particular del libro noveno, «vuestro libro noveno del Amor de Dios», según la expresión del autor.
                ¿Podían las mujeres inmiscuirse en cuestiones religiosas? «He aquí, pues, esta mujer que hace de teóloga», dice Francisco de Sales hablando de la samaritana del Evangelio. ¿Hay que ver necesariamente en ello una desaprobación hacia las teólogas? No es seguro. Tanto más cuanto que afirma con fuerza: «Os digo que una mujer sencilla y pobre puede amar a Dios tanto como un doctor en teología». La superioridad no siempre reside donde uno cree.
                Hay mujeres superiores a los hombres, empezando por la Santísima Virgen. Francisco de Sales respeta siempre el principio del orden establecido por las leyes religiosas y civiles de su tiempo, a las que predica la obediencia, pero su práctica da testimonio de una gran libertad de espíritu. Así, para el gobierno de los monasterios femeninos, consideraba que era mejor para ellas estar bajo la jurisdicción del obispo que depender de sus hermanos religiosos, que corrían el riesgo de ejercer una influencia excesiva sobre ellas.
                Las visitandinas, por su parte, no dependerán de ninguna orden masculina y no tendrán ningún gobierno central, ya que cada monasterio estará bajo la jurisdicción del obispo del lugar. Se atrevió a calificar con el inesperado título de «apóstoles» a las hermanas de la Visitación que partían para una nueva fundación.
                Si interpretamos correctamente el pensamiento del obispo de Ginebra, la misión eclesial de las mujeres consiste en anunciar no la palabra de Dios, sino «la gloria de Dios» con la belleza de su testimonio. Los cielos, reza el salmista, narran la gloria de Dios solo con su esplendor. «La belleza del cielo y del firmamento invita a los hombres a admirar la grandeza del Creador y a anunciar sus maravillas»; y «¿no es acaso una maravilla mayor ver un alma adornada con muchas virtudes que un cielo cubierto de estrellas?».




El voluntariado misionero cambia la vida de los jóvenes en México

El voluntariado misionero representa una experiencia que transforma profundamente la vida de los jóvenes. En México, la Inspectoría Salesiana de Guadalajara ha desarrollado durante décadas un camino orgánico de Voluntariado Misionero Salesiano (VMS) que sigue impactando de manera duradera en el corazón de muchos chicos y chicas. Gracias a las reflexiones de Margarita Aguilar, coordinadora del voluntariado misionero en Guadalajara, compartiremos el recorrido sobre los orígenes, la evolución, las fases de formación y las motivaciones que impulsan a los jóvenes a comprometerse para servir a las comunidades en México.

Orígenes
El voluntariado, entendido como compromiso a favor de los demás nacido de la necesidad de ayudar al prójimo tanto en el plano social como espiritual, se fortaleció con el tiempo con la contribución de gobiernos y ONG para sensibilizar sobre temas de salud, educación, religión, medio ambiente y más. En la Congregación Salesiana, el espíritu voluntario está presente desde sus orígenes: Mamá Margarita, junto a Don Bosco, fue una de las primeras “voluntarias” en el Oratorio, dedicándose a la asistencia de los jóvenes para cumplir la voluntad de Dios y contribuir a la salvación de sus almas. Ya el Capítulo General XXII (1984) comenzó a hablar explícitamente de voluntariado, y los capítulos siguientes insistieron en este compromiso como una dimensión inseparable de la misión salesiana.
En México, los Salesianos están divididos en dos Inspectorías: Ciudad de México (MEM) y Guadalajara (MEG). Es precisamente en esta última que, desde mediados de los años ochenta, se estructuró un proyecto de voluntariado juvenil. La Inspectoría de Guadalajara, fundada hace 62 años, ofrece desde hace casi 40 años la posibilidad a jóvenes deseosos de experimentar el carisma salesiano de dedicar un período de vida al servicio de las comunidades, especialmente en zonas fronterizas.
El 24 de octubre de 1987, el inspector envió un grupo de cuatro jóvenes junto con salesianos a la ciudad de Tijuana, en una zona fronteriza en fuerte expansión salesiana. Fue el inicio del Voluntariado Juvenil Salesiano (VJS), que se desarrolló gradualmente y se organizó de manera cada vez más estructurada.

El objetivo inicial se proponía a jóvenes de aproximadamente 20 años, dispuestos a dedicar de uno a dos años para construir los primeros oratorios en las comunidades de Tijuana, Ciudad Juárez, Los Mochis y otras localidades del norte. Muchos recuerdan los primeros días: pala y martillo en mano, convivencia en casas sencillas con otros voluntarios, tardes pasadas con niños, adolescentes y jóvenes del barrio jugando en el terreno donde surgiría el oratorio. A veces faltaba el techo, pero no faltaban la alegría, el sentido de familia y el encuentro con la Eucaristía.

Aquellas primeras comunidades de salesianos y voluntarios llevaron en sus corazones el amor a Dios, a María Auxiliadora y a Don Bosco, manifestando espíritu pionero, ardor misionero y cuidado total por los demás.

Evolución
Con el crecimiento de la Inspectoría y de la Pastoral Juvenil, surgió la necesidad de itinerarios formativos claros para los voluntarios. La organización se fortaleció a través de:
Cuestionario de candidatura: cada aspirante a voluntario completaba una ficha y respondía a un cuestionario que delineaba sus características humanas, espirituales y salesianas, iniciando el proceso de crecimiento personal.

Curso de formación inicial: talleres teatrales, juegos y dinámicas de grupo, catequesis y herramientas prácticas para las actividades en campo. Antes de la partida, los voluntarios se reunían para concluir la formación y recibir el envío a las comunidades salesianas.

Acompañamiento espiritual: se invitaba al candidato a ser acompañado por un salesiano en su comunidad de origen. Por un tiempo, la preparación se realizó junto con aspirantes salesianos, fortaleciendo el aspecto vocacional, aunque luego esta práctica sufrió modificaciones según la animación vocacional de la Inspectoría.

Encuentro inspectorial anual: cada diciembre, cerca del Día Internacional del Voluntario (5 de diciembre), los voluntarios se reúnen para evaluar la experiencia, reflexionar sobre el camino de cada uno y consolidar los procesos de acompañamiento.

Visitas a las comunidades: el equipo de coordinación visita regularmente las comunidades donde operan los voluntarios, para apoyar no solo a los jóvenes, sino también a salesianos y laicos de la comunidad educativa-pastoral, fortaleciendo las redes de apoyo.

Proyecto de vida personal: cada candidato elabora, con la ayuda del acompañante espiritual, un proyecto de vida que ayude a integrar la dimensión humana, cristiana, salesiana, vocacional y misionera. Se prevé un período mínimo de seis meses de preparación, con momentos en línea dedicados a las diversas dimensiones.
Involucramiento de las familias: encuentros informativos con los padres sobre los procesos del VJS, para hacer comprender el camino y fortalecer el apoyo familiar.

Formación continua durante la experiencia: cada mes se aborda una dimensión (humana, espiritual, apostólica, etc.) mediante materiales de lectura, reflexión y trabajo de profundización en curso.

Post-voluntariado: tras la conclusión de la experiencia, se organiza un encuentro de cierre para evaluar la experiencia, planificar los pasos siguientes y acompañar al voluntario en la reinserción en la comunidad de origen y en la familia, con fases presenciales y en línea.

Nuevas etapas y renovaciones
Recientemente, la experiencia ha adoptado el nombre de Voluntariado Misionero Salesiano (VMS), en línea con el énfasis de la Congregación en la dimensión espiritual y misionera. Algunas novedades introducidas:

Pre-voluntariado breve: durante las vacaciones escolares (diciembre-enero, Semana Santa y Pascua, y especialmente verano) los jóvenes pueden experimentar por períodos cortos la vida en comunidad y el compromiso de servicio, para tener un primer “aperitivo” de la experiencia.

Formación para la experiencia internacional: se ha establecido un proceso específico para preparar a los voluntarios a vivir la experiencia fuera de las fronteras nacionales.

Mayor énfasis en el acompañamiento espiritual: no solo “enviar a trabajar”, sino poner en el centro el encuentro con Dios, para que el voluntario descubra su propia vocación y misión.

Como subraya Margarita Aguilar, coordinadora del VMS en Guadalajara: “Un voluntario necesita tener las manos vacías para poder abrazar su misión con fe y esperanza en Dios.”

Motivaciones de los jóvenes
En la base de la experiencia VMS siempre está la pregunta: “¿Cuál es tu motivación para ser voluntario?”. Se pueden identificar tres grupos principales:

Motivación operativa/práctica: quienes creen que realizarán actividades concretas relacionadas con sus competencias (enseñar en una escuela, servir en un comedor, animar un oratorio). A menudo descubren que el voluntariado no es solo trabajo manual o didáctico y pueden sentirse decepcionados si esperaban una experiencia meramente instrumental.

Motivación ligada al carisma salesiano: exusuarios de obras salesianas que desean profundizar y vivir más intensamente el carisma, imaginando una experiencia intensa como un largo encuentro festivo del Movimiento Juvenil Salesiano, pero por un período prolongado.

Motivación espiritual: quienes desean compartir su experiencia de Dios y descubrirlo en los demás. A veces, sin embargo, esta “fidelidad” está condicionada por expectativas (por ejemplo, “sí, pero solo en esta comunidad” o “sí, pero si puedo volver para un evento familiar”), y es necesario ayudar al voluntario a madurar un “sí” libre y generoso.

Tres elementos clave del VMS
La experiencia de Voluntariado Misionero Salesiano se articula en tres dimensiones fundamentales:

Vida espiritual: Dios es el centro. Sin oración, sacramentos y escucha del Espíritu, la experiencia corre el riesgo de reducirse a un simple compromiso operativo, agotando al voluntario hasta el abandono.

Vida comunitaria: la comunión con los salesianos y con los demás miembros de la comunidad fortalece la presencia del voluntario entre niños, adolescentes y jóvenes. Sin comunidad no hay apoyo en los momentos difíciles ni contexto para crecer juntos.

Vida apostólica: el testimonio alegre y la presencia afectiva entre los jóvenes evangeliza más que cualquier actividad formal. No se trata solo de “hacer”, sino de “ser” sal y luz en el día a día.

Para vivir plenamente estas tres dimensiones, se necesita un camino de formación integral que acompañe al voluntario desde el inicio hasta el final, abrazando cada aspecto de la persona (humano, espiritual, vocacional) según la pedagogía salesiana y el mandato misionero.

El papel de la comunidad de acogida
El voluntario, para ser un instrumento auténtico de evangelización, necesita una comunidad que lo apoye, sea ejemplo y guía. De igual manera, la comunidad acoge al voluntario para integrarlo, apoyándolo en los momentos de fragilidad y ayudándolo a liberarse de ataduras que dificultan la entrega total. Como destaca Margarita: “Dios nos ha llamado a ser sal y luz de la Tierra y muchos de nuestros voluntarios han encontrado el valor de tomar un avión dejando atrás a la familia, los amigos, la cultura, su forma de vivir para elegir este estilo de vida centrado en ser misioneros.”

La comunidad ofrece espacios de diálogo, oración común, acompañamiento práctico y emocional, para que el voluntario pueda mantenerse firme en su elección y dar frutos en el servicio.

La historia del voluntariado misionero salesiano en Guadalajara es un ejemplo de cómo una experiencia puede crecer, estructurarse y renovarse aprendiendo de los errores y los éxitos. Poniendo siempre en el centro la motivación profunda del joven, la dimensión espiritual y comunitaria, se ofrece un camino capaz de transformar no solo las realidades servidas, sino también la vida de los propios voluntarios.
Nos dice Margarita Aguilar: “Un voluntario necesita tener las manos vacías para poder abrazar su misión con fe y esperanza en Dios.”

Agradecemos a Margarita por sus valiosas reflexiones: su testimonio nos recuerda que el voluntariado misionero no es un mero servicio, sino un camino de fe y crecimiento que toca la vida de los jóvenes y las comunidades, renovando la esperanza y el deseo de entregarse por amor a Dios y al prójimo.