El ejercicio de la “buena muerte” en la experiencia educativa de Don Bosco (2/5)

(continuación del artículo anterior)

1. El ejercicio de la buena muerte en las instituciones salesianas y la tradición secular de las Praeparationes ad mortem

            Desde los comienzos del Oratorio establecido en Valdoco (1846-47), Don Bosco propuso a los jóvenes el ejercicio mensual de la buena muerte como medio ascético destinado a estimular -a través de una visión cristiana de la muerte- una actitud constante de conversión y superación de las limitaciones personales y a asegurar, mediante una confesión y una comunión bien hechas, las condiciones espirituales y psicológicas favorables para un camino fecundo de vida cristiana y la construcción de las virtudes, en dócil cooperación con la acción de la gracia de Dios. Esta práctica se realizaba entonces en la mayoría de las parroquias, instituciones religiosas y educativas. Era para el pueblo el equivalente del retiro mensual. En los Oratorios Salesianos se celebraba el último domingo de cada mes, y consistía, como leemos en la Regla, “en una cuidadosa preparación, a fin de hacer una buena confesión y comunión, y reparar cosas espirituales y temporales, como si estuviéramos al final de la vida”.[1]
            El ejercicio se convirtió en una práctica común en todas las instituciones educativas salesianas. En los colegios e internados se realizaba el último día del mes, en común entre educadores y muchachos.[2] Las propias Constituciones Salesianas, desde el primer borrador, establecieron su normatividad: “El último día de cada mes será un día de retiro espiritual, en el que, dejando en lo posible los asuntos temporales, cada uno se recogerá en sí mismo, hará el ejercicio de la buena muerte, disponiendo las cosas espirituales y temporales, como si fuera a dejar el mundo y partir hacia la eternidad”.[3]
            El procedimiento era sencillo. Los muchachos, reunidos en la capilla, pronunciaban comunitariamente las fórmulas propuestas en el Joven Instruido, que proporcionaban el significado espiritual y teológico esencial de la práctica. En primer lugar, se recitaba la oración del Papa Benedicto XIII “para implorar a Dios la gracia de no morir de muerte súbita” y obtener, por los méritos de la pasión de Cristo, no ser sacado “tan pronto de este mundo”, para tener aún un suficiente “espacio de penitencia” y prepararse a “un feliz y gracioso tránsito […], para amarte [Señor Jesús] con todo mi corazón, alabarte y bendecirte para siempre”. A continuación se leía la oración a San José para implorar “el pleno perdón” de los propios pecados, la gracia de imitar sus virtudes, de caminar “siempre por el camino que conduce al Cielo” y de ser defendido “de los enemigos del alma en ese último momento de la vida; para que confortado por la dulce esperanza de volar […] a poseer la gloria eterna en el Paraíso, pueda expirar pronunciando los santísimos nombres de Jesús, José y María”. Por último, un lector enunciaba las letanías de la buena muerte, a cada una de las cuales se respondió con la jaculatoria “Jesús misericordioso, ten piedad de mí”.[4] Al ejercicio devocional siguió la confesión personal y la comunión “general”. Para la ocasión se invitaba a confesores “extraordinarios”, de modo que todos tuvieran la oportunidad y la plena libertad de dirimir asuntos de conciencia.
            Los religiosos salesianos, además de las oraciones recitadas en común con los alumnos, hacían un examen de conciencia más articulado. El 18 de septiembre de 1876, Don Bosco explicó a los discípulos cómo hacerlo fructífero:

             “Será útil comparar mes a mes: ¿obtuve beneficios en este mes, o hubo retroceso en mí? Luego pase a los detalles: en esta virtud, en esta virtud, ¿cómo me comporté?
            Y sobre todo repasemos lo que constituye el objeto de los votos y las prácticas de piedad: con respecto a la obediencia, ¿cómo me he comportado? ¿He progresado? Por ejemplo, ¿hice aquella asistencia que se me encomendó? ¿Cómo la hice? ¿En esa escuela cómo me comprometí? En cuanto a la pobreza, ya sea en ropa, comida, celda, ¿tengo algo que no sea pobre? ¿he deseado la glotonería? ¿me he quejado cuando me faltaba algo? Pasemos luego a la castidad: ¿no he dado lugar en mí a malos pensamientos? ¿me he desprendido cada vez más del amor de los parientes? ¿me he mortificado en la gula, la apariencia, etc.?
            Y así revisar las prácticas de piedad y notar especialmente si hubo tibieza ordinaria, si las prácticas se realizaban con calma.
            Este examen, ya sea más largo o más corto, debe hacerse siempre. Puesto que hay varios que tienen ocupaciones de las que no pueden eximirse en ningún día del mes, será lícito mantener estas ocupaciones, pero que cada uno en dicho día haga a su [manera] llevar a cabo estas consideraciones y tomar buenas resoluciones especiales”.[5]

            Se trataba, por tanto, de estimular el seguimiento regular de la propia vida en función perfectiva. Esta función primordial de estímulo y apoyo al crecimiento virtuoso explica por qué Don Bosco, en la introducción a las Constituciones, llegó a afirmar que la práctica mensual de la buena muerte, junto con los ejercicios espirituales anuales, constituye “la parte fundamental de las prácticas de piedad, la que en cierto modo las engloba a todas”, y concluía diciendo: “Creo que puede decirse que la salvación de un religioso está asegurada si cada mes se acerca a los santos sacramentos y ajusta los aspectos de su conciencia, como si tuviera que partir de esta vida para la eternidad”.[6]
            Con el tiempo, el ejercicio mensual se fue perfeccionando, como leemos en una nota insertada en las Constituciones promulgadas por el P. Michael Rua tras el 10º Capítulo General:

“a. El ejercicio de la buena muerte debe hacerse en común, y además de lo que prescriben nuestras Constituciones, deben tenerse en cuenta estas reglas: I) Además de la meditación habitual por la mañana, se ha de hacer otra media hora de meditación por la tarde, y esta meditación ha de tratar sobre algún novísimo; II) Se ha de hacer como una revisión mensual de la conciencia, y la confesión de ese día ha de ser más precisa de lo habitual, como si de hecho fuera la última de la vida, y se ha de recibir la Sagrada Comunión. III) Después de la misa y de las oraciones habituales, se recitarán las oraciones indicadas en el manual de piedad; IV) Se reflexionará durante al menos media hora sobre los progresos o retrocesos que se han hecho en la virtud durante el mes pasado, especialmente en lo que se refiere a las intenciones hechas en los ejercicios espirituales, la observancia de las Reglas, y se tomarán resoluciones firmes para una vida mejor; V) Ese día deberán releerse todas, o al menos parte, de las Constituciones de la Pía Sociedad; VI) También será bueno elegir un santo patrón para el mes que está a punto de comenzar.
            b. Si alguien no puede, debido a sus ocupaciones, hacer el ejercicio de la buena muerte en común, ni realizar todas las obras de piedad mencionadas, deberá, con el permiso del director, realizar sólo aquellas obras que sean compatibles con su empleo, posponiendo las demás para un día más conveniente”.[7]

            Estas indicaciones revelan una continuidad y una armonía sustanciales con la tradición secular de la preparatio ad mortem, ampliamente documentada por la producción de libros desde principios del siglo XVI. Las llamadas evangélicas a una espera vigilante y operativa (cf. Mt 24:44; Lc 12, 40), a mantenerse preparado para el juicio que determinará el destino eterno de cada uno entre los “bienaventurados” o los “malditos” (Mt 25, 31-46), junto con la admonición cuaresmal “Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris”, a lo largo de los siglos han alimentado constantemente las consideraciones de maestros espirituales y predicadores, han inspirado representaciones artísticas, se han traducido en rituales, prácticas devotas y penitenciales, han sugerido intenciones y anhelos amorosos de comunión eterna con Dios. También han suscitado temores, ansiedades, a veces angustias, según las sensibilidades espirituales y las visiones teológicas de las distintas épocas.
            Las eruditas reflexiones sapienciales del De praeparatione ad mortem de Erasmo y otros humanistas,[8] imbuidas de un genuino espíritu evangélico pero tan eruditas que parecían ejercicios retóricos, habían ido dejando paso entre el siglo XVII y principios del XVIII a las exhortaciones morales de los predicadores y las consideraciones meditativas de los espiritualistas. Un panfleto del cardenal Giovanni Bona afirmaba que es la mejor preparación para la muerte remota, llevada a cabo a través de una vida virtuosa en la que se practica a diario el morir a uno mismo y huir de toda forma de pecado, para vivir según la ley de Dios en comunión orante con él;[9] instaba a la oración constante para obtener la gracia de una muerte feliz; sugirió dedicar un día al mes a prepararse cerca de la muerte en silencio y meditación, purificando el alma con una “confesión muy diligente y dolorosa”, tras un examen preciso del propio estado, y acercándose a la Comunión per modum Viatici, con intensa devoción;[10] invitaba entonces a terminar el día imaginándose en el lecho de muerte, en el momento de su último instante:

“Renovarás más intensamente los actos de amor, de acción de gracias y de deseo de ver a Dios; pedirás perdón por todo; dirás: “Señor Jesucristo, en esta hora de mi muerte, pon tu pasión y tu muerte entre tu juicio y mi alma. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Ayudadme, santos de Dios, apresuraos, oh ángeles, a sostener mi alma y a ofrecerla ante el Altísimo” […]. Entonces te imaginarás que tu alma está siendo conducida al terrible juicio de Dios y que, por las oraciones de los santos, tu vida será prolongada para que puedas hacer penitencia: entonces, proponiéndote a la fuerza vivir más santamente, en el futuro te considerarás y te comportarás como muerto para el mundo y viviendo sólo para Dios y para la penitencia.”[11]

            Juan Bona cerró su Praeparatio ad mortem con una devota aspiración centrada en el anhelo del Paraíso impregnada de un intenso inspiración mística.[12] El cardenal cisterciense había sido alumno de los jesuitas. De ellos había extraído la idea de la jornada mensual de preparación a la muerte.
            La meditación sobre la muerte era parte integrante de los ejercicios espirituales y de las misiones populares: la muerte es cierta, el momento de su llegada es incierto, debemos estar preparados porque cuando llegue, Satanás multiplicará sus asaltos para arruinarnos eternamente: “¿Qué consecuencia entonces? […] Vestirse bien ahora en vida. No os contentéis con vivir en gracia de Dios, ni permanezcáis un solo instante en el pecado; sino vivid habitualmente una vida tal, por el ejercicio continuo de las buenas obras, que en el último momento el Diablo no tenga la tentación de hacerme perder para toda la Eternidad.”[13]
            A partir del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, los predicadores acentuaron la importancia del tema, modulando sus reflexiones según la sensibilidad del gusto barroco, con una fuerte acentuación de los aspectos dramáticos, sin distraer por ello la atención de los oyentes de lo esencial: la aceptación serena de la muerte, la llamada a la conversión del corazón, la vigilancia constante, el fervor en las obras virtuosas, la ofrenda de sí mismo a Dios y el anhelo de la comunión eterna de amor con él. Poco a poco, el ejercicio de la buena muerte fue adquiriendo una importancia cada vez mayor, hasta convertirse en una de las principales prácticas ascéticas del catolicismo. Un modelo de cómo debía llevarse a cabo se ofrece, por ejemplo, en un panfleto del siglo XVII de un jesuita anónimo:

“Escoged un día en cada mes de los más libres de todo otro asunto, en el que debéis dedicaros con particular diligencia a la Oración, Confesión, Comunión y la visita del Santísimo Sacramento.
La Oración de este día deberá ser de dos horas dos veces: y el tema de la misma puede ser el que mencionaremos. En la primera hora, conciba tan vívidamente como pueda el estado en el que se encuentra ya moribundo […]. Considera lo que te gustaría haber hecho cuando estés muriendo, primero hacia Dios, segundo hacia ti mismo, tercero hacia tu prójimo, mezclando en esta meditación varios afectos fervientes, y de arrepentimiento, y de intenciones, y de peticiones al Señor, para implorar de él la virtud de enmendarte. La segunda Oración tendrá como tema los motivos más fuertes que puedan encontrarse para aceptar voluntariamente de Dios la muerte […]. Los afectos de esta Meditación serán una ofrenda de la propia vida al Señor, una protesta, de que si pudiéramos prolongarla, más allá de su divinísima bendición, no lo haríamos; una petición, de ofrecer este sacrificio con ese espíritu de amor, que requiere el respeto debido a su amorosísima Providencia, y disposición.
            La confesión la debe hacer con más particular diligencia, y como si fuera la última vez que va a bañarse en la preciosísima sangre de Jesucristo […].
También la Comunión debe hacerse con una preparación más extraordinaria, y como si comulgarais el Viático, adorando a ese Señor a quien esperáis adorar por toda la Eternidad; dándole gracias por la vida que os ha concedido, pidiéndole perdón por haberla gastado tan mal; ofreciéndoos dispuestos a terminarla, porque Él así lo desea, y pidiendo finalmente su gracia para que os asista en este gran paso, a fin de que vuestra alma, apoyada en su Amado, pueda pasar sana y salva de este Desierto al Reino.”[14]

            El compromiso de difundir la práctica de la buena muerte no limitó las consideraciones de los predicadores y directores espirituales al tema de los novísimos, como si quisieran basar el edificio espiritual únicamente en el miedo a la condena eterna. Estos autores conocían los daños psicológicos y espirituales que la ansiedad y la angustia por la propia salvación producían en las almas más sensibles. Las colecciones de meditaciones producidas entre finales del siglo XVII y mediados del XVIII no sólo insistían en la misericordia y el abandono de Dios en él, para conducir a los fieles al estado permanente de serenidad espiritual propio de quienes han integrado la conciencia de su propia finitud temporal en una sólida visión de la fe, sino que abarcaban todos los temas de la doctrina y la práctica cristianas, de la moral privada y pública: verdad de la fe y temas evangélicos, vicios y virtudes, sacramentos y oración, obras de caridad espirituales y materiales, ascesis y mística. La consideración del destino eterno del hombre se amplió a la propuesta de una vida cristiana ejemplar y ardiente, que se tradujo en vías espirituales orientadas a la santificación personal y al refinamiento de la vida cotidiana y social, sobre el telón de fondo de una teología sustancial y de una antropología cristiana depurada.
            Uno de los ejemplos más elocuentes lo proporcionan los tres volúmenes del jesuita Giuseppe Antonio Bordoni, que recogen las meditaciones ofrecidas cada semana durante más de veinte años a los hermanos de la Compañia della buena muerte, que él estableció en la iglesia de Santi Martiri de Turín (1719). La obra fue muy apreciada por su solidez teológica, su forma desprovista de adornos retóricas y su riqueza de ejemplos concretos, y se reimprimió decenas de veces hasta el umbral del siglo XX.[15] También vinculados al ambiente religioso turinés están los Discorsi sacri e morali per l’esercizio della buona morte -más marcados por el gusto de la época pero igual de sólidos- predicados en la segunda mitad del siglo XVIII por el sacerdote Giorgio Maria Rulfo, director espiritual de la Compagnia dell’Umiltà formada por damas de la nobleza saboyana.[16]
            La práctica propuesta por San Juan Bosco a los alumnos del Oratorio y de las instituciones educativas salesianas tenía, por tanto, una sólida tradición espiritual de referencia.

(continuación)


[1] Juan Bosco, Regolamento dell’Oratorio di S. Francesco di Sales per gli esterni, Turín, Tipografía Salesiana, 1877, 44.

[2] Cf. Juan Bosco, Reglamento para las casas de la Sociedad de San Francisco de Sales, Turín, Tipografía Salesiana, 1877, 63 (parte II, capítulo II, art. 4): “[…] Una vez al mes se hará por todos el ejercicio de la buena muerte, preparándose para ello con algún sermón u otro ejercicio de piedad”.

[3] [Juan Bosco], Regole o Costituzioni della Società di S. Francesco di Sales secondo il Decreto di approvazione del 3 aprile 1874, Torino, Tipografia Salesiana, 1877, 81 (cap. XIII, art. 6). Lo mismo se estableció en las Constituciones de las Hijas de María Auxiliadora, con una redacción muy similar: “El primer domingo o el primer jueves del mes será un día de retiro espiritual, en el que, dejando en lo posible los asuntos temporales, cada una se recogerá, hará el Ejercicio de la buena muerte, ordenando sus cosas espirituales y temporales, como si tuviera que dejar el mundo e ir a la Eternidad. Que se haga alguna lectura según la necesidad, y cuando sea posible la Superiora procurará del Director un sermón o una conferencia sobre el tema”, Reglas o Constituciones para las Hijas de María Auxiliadora agregadas a la Sociedad Salesiana (ed. 1885), Título XVII, art. 5, en Juan Bosco, Constituciones para el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora (1872-1885). Textos críticos editados por Cecilia Romero, Roma, LAS, 1983, 325.

[4] Giovanni Bosco, Il giovane provveduto per la pratica de’ suoi obblighi degli esercizi di pietà cristiana per la recita dell’uffizio della Beata Vergine e de principali vespri dell’anno coll aggiunta di una scelta di laudi sacre ecc., Torino, Tipografia Paravia e Comp. 1847, 138-142.

[5] Archivo Central Salesiano, A0000409 Sermones de Don Bosco – Ejercicios Lanzo 1876, cuaderno XX, ms de Giulio Barberis, pp. 10-11.

[6] Juan Bosco, Ai Soci Salesiani, en Reglas o Constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales (ed. 1877), 38.

[7] Constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales precedidas de una introducción escrita por el Fundador San Juan Bosco, Turín, Tipografía Salesiana, 1907, 227- 231.

[8] Des. Erasmi Roterodami liber cum primis pius, de praeparatione ad mortem, nunc primum et conscriptus et aeditus…, Basileae, in officina Frobeniana per Hieronymum Frobenium & Nicolaum Episcopium 1533, 3-80 (Quomodo se quisque debeat praeparare ad mortem). Cf. también Pro salutari hominis ad felicem mortem praeparatione, hinc inde ex Scriptura sacra, et sanctis, doctis, et christianissimis doctoribus, ad cujusdam petitionem, et aliorum etiam utilitatem, a Sacrarum literarum professor Ludovico Bero conscripta et nunc primum edita, Basileae, per Joan. Oporinum, 1549.

[9] Giovanni Bona, De praeparatione ad mortem…, Roma, in Typographia S. Michaelis ad Ripam per Hieronimum Maynardi, 1736, 11-13.

[10] Ibídem, 67-73.

[11] Ibídem, 74-75.

[12] Ibídem, 126-132: “Affectus animae suspirantis ad Paradisum”.

[13] Carlo Ambrogio Cattaneo, Ejercicios espirituales de San Ignacio, Trento, para Gianbatista Monauni, 1744, 74.

[14] Esercizio di preparazione alla morte proposto da un religioso della Compagnia di Gesù per indirizzo di chi desidera far bene un tale passo, Roma, per gl’Eredi del Corbelletti [1650], ff. 3v-6v.

[15] Giuseppe Antonio Bordoni, Discorsi per l’esercizio della buona morte, Venecia, en la imprenta de Andrea Poletti, 1749-1751, 3 vols.; la última edición es la de Turín de Pietro Marietti en 6 volúmenes (1904-1905).

[16] Giorgio Maria Rulfo, Discorsi sacri, e morali per l’esercizio della buona morte, Turín, presso i librai B.A. Re e G. Rameletti, 1783-1784, 5 vols.




¿Has pensado en tu vocación? San Francisco de Sales podría ayudarte (7/10)

(continuación del artículo anterior)

7. ¿Quién encuentra un amigo…?

Queridos jóvenes
el don y la responsabilidad de una amistad auténtica y cristiana han caracterizado toda mi existencia. Probablemente tan intensamente que se ha convertido en una de las fuentes más concretas para descubrir y redescubrir la belleza del amor de Dios, especialmente en los momentos oscuros y delicados.
Este deseo tan profundo de amar a mis seres queridos a la manera de Dios y de amar desapasionadamente a mis amigos por el amor que recibí del buen Jesús, me llevó a expresar una especie de promesa: “Quedará siempre muy ardiente en mi corazón el deseo de conservar todas mis amistades”.
Pienso que la amistad no es sólo complicidad, bromas desenfadadas, confidencias que tal vez excluyen a otros con malicia, pequeñas venganzas… sino auténtica educación para aceptar el amor divino-humano que Jesucristo nos tuvo.

En mi familia, la alegría de la amistad consistía en recibir y dar amor sencillo y auténtico. En París, tuve amigos auténticos, compañeros de estudio que me ayudaron pasándome los apuntes de los cursos de teología a los que no pude asistir y sugiriéndome los mejores cursos que podía seguir. En Padua, el discernimiento en la amistad significaba para mí distinguir a los verdaderos amigos de aquellos que sólo me buscaban por una despreocupada alegría estudiantil. Estos últimos también me gastaron algunas bromas pesadas, pero siempre supe responder de la misma manera, con decisión y rectitud de espíritu.
Cuando me hice sacerdote, se me ofreció la oportunidad de una verdadera amistad con el senador Favre. La diferencia de edad y de responsabilidad era muy grande: pero la relación amistosa fue siempre serena y respetuosa, y por las cartas que intercambiamos, un afecto fraternal de una calidad difícil de alcanzar.
Como obispo, en 1604, conocí a Madame Francesca de Chantal, que más tarde se consagró y fundó conmigo la congregación de la Visitandinas. Describiría la amistad entre nosotros como “más blanca que la nieve y más pura que el sol”, primero como una dirección espiritual llevada desde el corazón y después como un intercambio de dones en el Espíritu. El tema predominante de lo que fue un rico intercambio de cartas y conversaciones fue la orientación hacia el camino de la confianza total en Dios: de la amistad entre personas humanas iluminadas por el Espíritu al corazón de la relación con Jesucristo, a quien podemos abandonarnos con total confianza, en la luz y en la tormenta, en la alegría y en los días más oscuros.

Oficina de Animación Vocacional

(continuación)




El ejercicio de la «buena muerte» en la experiencia educativa de Don Bosco (1/5)

La celebración anual de la memoria de todos los difuntos pone ante nuestros ojos una realidad que nadie puede negar: el final de nuestra vida terrenal. Para muchos, hablar de la muerte parece algo macabro, que hay que evitar a toda costa. Pero no fue así para San Juan Bosco; durante toda su vida cultivó el Ejercicio de la Buena Muerte, fijando para ello el último día del mes. Quién sabe si no fue ésta la razón por la que el Señor se lo llevó el último día de enero de 1888, encontrándolo preparado…

            Jean Delumeau, en la introducción a su obra sobre El miedo en Occidente, relata la angustia que sintió a los doce años cuando, como nuevo alumno de un internado salesiano, escuchó por primera vez las “inquietantes secuencias” de la letanía de la buena muerte, seguidas de un Padrenuestro y un Avemaría “por aquel de entre nosotros que será el primero en morir”. A partir de esa experiencia, de sus antiguos temores, de sus difíciles esfuerzos por acostumbrarse al miedo, de sus meditaciones adolescentes sobre los fines últimos, de su paciente búsqueda personal de la serenidad y la alegría en la aceptación, el historiador francés ha elaborado un proyecto de investigación historiográfica centrado en el papel de la “culpabilización” y la “pastoral del miedo” en la historia de Occidente y ha trazado la clave interpretativa “de un panorama histórico muy amplio: para la Iglesia”, escribe, “el sufrimiento y la aniquilación (temporal) del cuerpo son menos temibles que el pecado y el infierno. El hombre no puede hacer nada contra la muerte, pero -con la ayuda de Dios- le es posible evitar el castigo eterno. A partir de ese momento, un nuevo tipo de miedo -teológico- sustituyó a otro anterior, visceral y espontáneo: era un aderezo heroico, pero aún así un aderezo, ya que introducía una salida donde no había más que vacío; de este tipo fue la lección que los religiosos encargados de mi educación intentaron enseñarme”[1].
            Incluso Umberto Eco recordaba con irónica simpatía el ejercicio de la buena muerte que le propusieron en el Oratorio de Nizza Monferrato:

“Las religiones antiguas, los mitos, los rituales hicieron que la muerte, aunque siempre temible, nos resultara familiar. Estábamos acostumbrados a aceptarla por las grandes celebraciones fúnebres, los gritos de las preces, las grandes misas de Réquiem. Nos preparaban para la muerte con sermones sobre el infierno, e incluso durante mi infancia me invitaban a leer las páginas sobre la muerte del Joven Instruido de Don Bosco, que no era sólo el cura alegre que hacía jugar a los niños, sino que tenía una imaginación visionaria y extravagante. Nos recordó que no sabemos dónde nos sorprenderá la muerte, si en nuestra cama, en el trabajo o en la calle, por la rotura de una vena, un catarro, un torrente de sangre, una fiebre, una llaga, un terremoto, la caída de un rayo, “quizá tan pronto como hayamos terminado de leer esta consideración. En ese momento sentiremos la cabeza oscurecida, los ojos doloridos, la lengua reseca, las mandíbulas cerradas, el pecho oprimido, la sangre helada, la carne consumida, el corazón traspasado. De ahí la necesidad de practicar el Ejercicio de la Buena Muerte […]. Puro sadismo, podría decirse. Pero, ¿qué enseñamos hoy a nuestros contemporáneos? Que la muerte se consume lejos de nosotros en el hospital, que ya no solemos seguir el ataúd hasta el cementerio, que ya no vemos a los muertos. […] Así, la desaparición de la muerte de nuestro horizonte inmediato de experiencia nos aterrorizará mucho más, cuando se acerque el momento, al enfrentarnos a este acontecimiento que también nos pertenece desde el nacimiento – y con el que el sabio se reconcilia a lo largo de la vida”[2].

            En las casas salesianas la práctica mensual de la buena muerte, con la recitación de las letanías incluidas por Don Bosco en el Joven Instruido, se mantuvo en uso desde 1847 hasta el umbral del Concilio[3]. Delumeau cuenta que cada vez que leía esas letanías a sus alumnos del Collège de France se daba cuenta de lo asombrados que estaban: “Es la prueba -escribe- de un cambio rápido y profundo de mentalidad de una generación a la siguiente”. Habiendo envejecido rápidamente después de haber estado de actualidad durante tanto tiempo, esta oración por una buena muerte se ha convertido en un documento de la historia en la medida en que refleja una larga tradición de pedagogía religiosa”[4]. El estudioso de las mentalidades, en efecto, nos enseña cómo los fenómenos históricos, para evitar anacronismos equívocos, deben abordarse siempre en relación con su coherencia interna y con respeto a la alteridad cultural, a la que debe remontarse toda representación mental colectiva, toda creencia y práctica cultural o cultual de las sociedades antiguas. Fuera de esos marcos antropológicos, de ese conjunto de conocimientos y valores, formas de pensar y sentir, hábitos y modelos de comportamiento predominantes en un contexto cultural determinado, que conforman la mentalidad colectiva, es imposible aplicar un enfoque crítico correcto.
            Por lo que a nosotros respecta, el relato de Delumeau es un documento de cómo el anacronismo no sólo debilita al historiador. Incluso el pastor y el educador corren el riesgo de perpetuar prácticas y fórmulas ajenas a los universos culturales y espirituales que las generaron: así, además de parecer cuando menos extrañas a las generaciones más jóvenes, pueden incluso resultar contraproducentes, al haber perdido el horizonte global de sentido y el “equipamiento mental y espiritual” que les daba sentido. Este fue el destino de la oración de la buena muerte repropuesta, durante más de un siglo, a los alumnos de las obras salesianas de todo el mundo, y luego -hacia 1965- completamente abandonada, sin ninguna forma de sustitución que salvaguardara sus aspectos positivos. El abandono no se debió únicamente a su obsolescencia. Era también un síntoma de ese proceso en curso de eclipse de la muerte en la cultura occidental, una especie de “entredicho” y de “prohibición” denunciado ahora con firmeza por estudiosos y pastores.[5]
            Nuestra contribución pretende investigar el significado y el valor educativo del ejercicio de la buena muerte en la práctica de Don Bosco y de las primeras generaciones salesianas, relacionándolo con una fecunda tradición secular, e identificando después su peculiaridad espiritual a través de los testimonios narrativos dejados por el Santo.

(continuación)


[1] Jean Delumeau, El miedo en Occidente (siglos XIV-XVIII). La ciudad sitiada, Turín, SEI, 1979, 42-44.

[2] Umberto Eco, «La bustina di Minerva: Dov’è andata la morte?», en L’Espresso, 29 de noviembre de 2012.

[3] Las «Oraciones por una buena muerte» se encuentran todavía, con algunas variaciones sustanciales, en el Manual de oración revisado para las instituciones educativas salesianas de Italia, que sustituyó definitivamente al Giovane Provveduto, utilizado hasta entonces: Centro Compagnie Gioventù Salesiana, In preghiera. Manuale di pietà ispirato al Giovane Provveduto di san Giovanni Bosco, Torino, Opere Don Bosco, 1959, 360-362.

[4] Delumeau, El miedo en Occidente, 43.

[5] Cf. Philippe Ariés, Historia de la muerte en Occidente, Milán, BUR, 2009; Jean-Marie R. Tillard, La muerte: ¿enigma o misterio? Magnano (BI), Edizioni Qiqajon, 1998.




El horario del tren

Conocí a un hombre que se sabía de memoria el horario de los trenes, porque lo único que le daba alegría eran los ferrocarriles, y se pasaba todo el tiempo en la estación, observando cómo llegaban y cómo partían los trenes. Contemplaba maravillado los vagones, la fuerza de las locomotoras, el tamaño de las ruedas, observaba maravillado a los inspectores que saltaban a los vagones los revisores y el jefe de estación.
Conocía todos los trenes, sabía de dónde venían, a dónde se dirigían, cuándo llegarían a un lugar determinado y qué trenes partían de ese lugar y cuándo llegarían.
Sabía los números de los trenes, sabía qué día circulaban, si tenían vagón restaurante, si esperaban conexiones o no. Sabía qué trenes tenían vagones correo y cuánto costaba un billete a Frauenfeld, a Olten, a Niederbipp o a cualquier otro lugar.
No iba al bar, no iba al cine, no salía a pasear, no tenía bicicleta, ni radio, ni televisión, no leía periódicos ni libros, y si recibía cartas, tampoco las leía. Para hacer estas cosas le faltaba tiempo, porque pasaba los días en la estación, y sólo cuando cambiaba el horario del ferrocarril, en mayo y octubre, no se le veía durante unas semanas.
Así que se sentaba en casa en su mesa y se lo aprendía todo de memoria, leía el nuevo horario de la primera a la última página, prestaba atención a los cambios y se alegraba cuando no los había. También ocurrió que alguien le preguntó por la hora de salida de un tren. Entonces se le ponía la cara radiante y quería saber exactamente cuál era el destino del viaje, y quien le había pedido la información sin duda perdía el tren, porque no lo dejaba pasar, no se contentaba con citar la hora, también citaba el número del tren, el número de vagones, las posibles conexiones, todos los horarios de salida; explicaba que se podía ir a París en ese tren, dónde había que bajarse y a qué hora se llegaba, y no entendía que a la gente no le interesara todo eso. Sin embargo, si alguien le plantaba allí y se marchaba antes de que hubiera enumerado todos sus conocimientos, se enfadaba, le insultaba y le gritaba:
– ¡Usted no tiene la mínima idea de ferrocarriles!
Él personalmente nunca se ha subido a un tren.
Eso no habría tenido sentido, decía, porque ya sabía de antemano a qué hora llegaba el tren (Peter Bichsel).

Muchas personas (entre ellas muchos eruditos distinguidos) lo saben todo sobre la Biblia, incluso la exégesis de los versículos más pequeños y ocultos, incluso el significado de las palabras más difíciles, e incluso lo que el escritor sagrado quiso decir realmente, aunque parezca lo contrario.
Pero no convierten nada de lo escrito en la Biblia en su vida personal.




¿Has pensado en tu vocación? San Francisco de Sales podría ayudarte (6/10)

(continuación del artículo anterior)

6. Todo va bien en casa

Queridos jóvenes,
“Creo que, en el mundo, no hay almas que amen más cordialmente, más tiernamente y, por decirlo muy casualmente, con más amor que yo, porque a Dios le ha placido hacer que mi corazón sea así. Se dice en mi familia que la primera frase que apareció en mis labios de niño fue: “Mi madre y Dios me quieren mucho”.

Desde muy pequeño estuve entre la gente. Mi padre había decidido que no me educaría en nuestro castillo, sino en una escuela más normal, comparándome con otros compañeros y profesores, en definitiva, alejándome de la especie de “burbuja de amor” que se había creado en el castillo.
De regreso de mis estudios en París y Padua, estaba bien convencido de mi elección de hacerme sacerdote, pero mi papá no era del todo de esa opinión: había preparado, sin que yo lo supiera, una completa biblioteca sobre Derecho, un puesto de senador y una noble prometida. No fue fácil doblegarlo hacia otro camino. Presenté con calma mis intenciones a papá: «Padre mío, le serviré hasta mi último aliento de vida, prometo todo el servicio a mis hermanos. Usted me habla de reflexión, Padre mío. Puedo decirle que he tenido la idea del sacerdocio desde que era un niño”. El Padre, aunque era “de espíritu muy firme”, lloró. La madre intervino suavemente. Se hizo el silencio. La nueva realidad, bajo la palabra silenciosa de Dios, fermentó. Mi padre dijo: “Hijo mío, haz en Dios y para Dios lo que Él te inspire. Por Él, te doy mi bendición”. Entonces no pudo más: se encerró bruscamente en su estudio.
Al final de la vida de mi padre, tuve la gracia de discernir en síntesis todo el amor que le hacía tan querido: en su candor, en su capacidad para asumir compromisos importantes, en su asunción de la responsabilidad de guiarme hasta el final, en la confianza constante que mostró en mí, discerní siempre la bondad de un hombre noble, acostumbrado también a una vida dura, pero con un gran corazón. Además, con el paso del tiempo, su temperamento vivaz se suavizó, incluso aprendió a permitir que le llevaran la contraria: la buena influencia a largo plazo de mi madre fue decisiva.
Papá y mamá me mostraron realmente dos caras diferentes, pero complementarias, de la gracia y la bondad de Dios.
Quizá ustedes también, como yo, se hayan preguntado cómo vivir la fatiga de experimentar que la vocación que están descubriendo es diferente de lo que los demás esperarían. He propuesto, tanto a los hombres más sencillos de mi tierra como a los reyes de Francia, un camino muy simple pero muy exigente: por un lado, que “nada te moleste” y “nada pedir y nada rechazar”; por otra parte, que la existencia, con las elecciones que conlleva, encuentre su sentido en el hecho de enfrentarse, incluso con fatiga, exclusivamente a vivir “como a Dios le place”. Sólo de aquí nace la “alegría perfecta”, que probablemente une a todos los verdaderos santos, hombres y mujeres de Dios de ayer y de hoy.

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(continuación)




Los libros itinerantes de Don Bosco

En una carta-circular de Don Bosco de julio de 1885 escribía: “El buen libro entra incluso en las casas donde el sacerdote no puede entrar… A veces permanece polvoriento sobre una mesa o en una biblioteca. Nadie piensa en él. Pero llega la hora de la soledad, o de la tristeza, o del dolor, o del aburrimiento, o de la necesidad de recreo, o de la ansiedad del futuro, y este amigo fiel deja su polvo, abre sus páginas y …”.

“Sin libros no hay lectura y sin lectura no hay conocimiento; sin conocimiento no hay libertad”, leí en internet, no estoy seguro de si escrito por algún nostálgico o aficionado a los libros o por algún buen conocedor de Cicerón.
Por su parte, Don Bosco, en cuanto terminó sus estudios, se convirtió inmediatamente en escritor y algunos de sus libros se convirtieron en auténticos best sellers con decenas y decenas de ediciones y reimpresiones. Una vez fundada la congregación, invitó a sus jóvenes colaboradores a hacer lo mismo, utilizando su propia imprenta instalada en la misma casa de Valdocco. En una época en la que las tres cuartas partes de los italianos eran analfabetos, escribió en la circular mencionada: “Un libro en una familia, si no lo lee aquel a quien va destinado o se lo regalan, lo lee el hijo o la hija, el amigo o el vecino. Un libro en un país pasa a veces por las manos de cien personas. Sólo Dios sabe el bien que produce un libro en una ciudad, en una biblioteca circulante, en una sociedad obrera, en un hospital, donado como prenda de amistad”. Y añadió: “En menos de treinta años, el número de legajos o volúmenes que hemos distribuido entre la gente suma unos veinte millones. Si algunos libros han sido descuidados, otros habrán tenido cada uno un centenar de lectores, y así el número de aquellos a quienes nuestros libros hicieron bien puede creerse con certeza que es muy superior al número de volúmenes publicados”.
Con un poco de imaginación, podríamos decir que en cierto modo la red editorial de Don Bosco ha anunciado hoy tanto el libro en línea, que está ahí para que lo lea todo el mundo, andando solo, casi deambulando, como el libro electrónico, el único que en la crisis continua de la lectura en Italia en los últimos años está atrayendo a nuevos compradores y nuevos lectores gracias también a su bajo costo.

La competencia
La competencia para leer un libro es fuerte: hoy en día la gente pasa horas y horas con los ojos fijos en Facebook, WhatsApp e Instagram, blogs y plataformas de todo tipo para enviar y recibir mensajes, ver y enviar fotos, ver películas y escuchar música. En sí mismas, todas ellas pueden ser cosas buenas y correctas, pero ¿pueden sustituir a la lectura de un buen libro?
Algunas dudas son legítimas. En su mayor parte, los medios sociales son promotores de una especie de cultura de lo efímero, lo transitorio, lo fragmentario -incluso sin pensar inmediatamente en la avalancha de noticias falsas- en la que cada nueva comunicación elimina la anterior. Los propios nombres lo dicen: SMS “servicio de mensajes cortos” o Twitter, gorjeo de pájaros, Instagram, es decir, foto rápida publicada en el acto. Transmiten información rápida, un intercambio muy breve de experiencias y estados de ánimo con personas con las que ya se está en contacto. Los libros, los buenos libros en cambio, los que se piensan y meditan, son capaces de provocar preguntas, de hacernos percibir profundamente la belleza que se encuentra en la naturaleza y el arte en todas sus formas, en la solidaridad entre las personas, en la pasión y el corazón que ponemos en todo lo que hacemos. Y no sólo eso, porque es precisamente una amplia cultura general, proporcionada en particular por los libros de historia, la que ofrece a las clases dirigentes la ductilidad, la capacidad de orientación, la amplitud de horizontes que, combinadas con la competencia, son necesarias para tomar las decisiones de carácter general y global que les corresponden. Nos estamos dando cuenta del déficit de tal cultura en estos mismos días.

La biblioteca de Don Bosco
Don Bosco, con la difusión de sus libros, con la biblioteca de Valdocco que contenía 15.000 libros, con su imprenta, con las bibliotecas de cada una de las casas salesianas, con una multitud de salesianos que escribieron libros para la juventud, hizo crecer a miles de jóvenes como “honrados ciudadanos y buenos cristianos”. ¡Qué melancólico resulta hoy saber que alrededor de medio millón de niños en Italia asisten a escuelas sin biblioteca! Por supuesto, es más fácil y más inmediatamente rentable construir nuevos supermercados, nuevos centros comerciales, cines de última generación, cadenas multinacionales de tecnología e innovación.
Libros de papel o los libros online -las bibliotecas actuales, gracias a la tecnología, ofrecen interesantes servicios a distancia de diversa índole-, da lo mismo: siempre que hagan crecer en humanidad a las personas. Eso sí, con una condición: que sean legibles y estén al alcance de todos, incluso de los no nativos digitales, incluso de los que no disponen de herramientas de última generación, incluso de los que viven en situaciones desfavorecidas. Don Bosco escribió esto en la carta antes mencionada: “Recuerden que San Agustín, que llegó a ser obispo, aunque era un excelso maestro de bellas letras y un elocuente orador, prefería las impropiedades del lenguaje y ninguna elegancia de estilo, al riesgo de no ser comprendido por la gente”. Esto es lo que siguen haciendo hoy los hijos de Don Bosco, con libros, con folletos populares, con vídeos y materiales colgados en la web, que siguen circulando, hoy como ayer, en todas las lenguas y por todas partes, hasta los confines de la tierra.




¿Has pensado en tu vocación? San Francisco de Sales podría ayudarte (5/10)

(continuación del artículo anterior)

5. Después de todo, ¿puedo hacerlo solo?

Queridos jóvenes,
he aprendido de primera mano lo importante que es tener una guía espiritual en la vida.
En 1586, cuando tenía 19 años, experimenté una de las mayores crisis de mi vida e intenté resolverla por mi cuenta, pero con poco éxito. A partir de esta experiencia me di cuenta de que el “hazlo tu mismo” no es posible en la vida espiritual, porque en el corazón humano se juegan constantemente fuertes tensiones entre el amor a Dios y el amor a uno mismo, y que son difíciles de resolver sin la ayuda de una persona que te acompañe en el camino.
Por eso, una vez que llegué a Padua para proseguir mis estudios universitarios, mi primera preocupación fue encontrar un buen guía espiritual con el que pudiera elaborar un programa de vida personal y tomarme así en serio mi camino de crecimiento.
Aquí experimenté que el perfeccionismo y el voluntarismo no pueden ser los elementos que hagan caminar en una vida plena, sino sólo la aceptación de la propia fragilidad entregada por completo a Dios.
Incluso después de hacerme sacerdote, continué mi camino de acompañamiento y dirección espiritual; descubrí, sin embargo, la importancia de compartir el camino de mi vida interior con mi primo Luis de Sales y, sobre todo, con Antoine Favre, senador de Saboya. A pesar de la diversidad de nuestras vocaciones, compartimos una verdadera amistad espiritual y caminamos juntos por los caminos del Señor.

Ha sido importante en mi vida tener un confesor con el que poder abrir mi conciencia y pedir perdón a Dios. Esto me acompañó a combatir el pecado en su raíz y a liberarme.
Pongan la confianza en un guía espiritual, una persona familiarizada con Dios y del cual tienes confianza, con el que puedan abrir el corazón y leer la historia a la luz de la Fe, para que puedan tomar conciencia y poner de relieve los dones que has recibido y las grandes posibilidades que se abren ante ti. Para mí, no hay verdadera dirección espiritual si no hay amistad, es decir, intercambio, comunicación, influjo recíproco. Este es el clima básico que permite la dirección espiritual.
Les propongo un pequeño camino que me ha servido para caminar con mi guía espiritual y que me ha permitido encontrar el equilibrio interior:
– parte de tu vida real y de la situación concreta en la que vives con tus recursos y limitaciones, intentando hacer unidad en las múltiples experiencias que vives. Tu vida, de hecho, corre el riesgo de llenarse de tantas cosas por hacer sin un sentido ni dirección. Una sugerencia que te doy es que no te distraigas y estés siempre presente en el momento presente.
– durante tus días hay atracciones y oscilaciones entre diferentes fuerzas, a veces no armoniosas entre sí: la de los sentidos, la de las emociones, la de la racionalidad y la de la fe. Lo que les permite encontrar el equilibrio entre ellas es la dedicación, es decir, poner siempre el corazón en las cosas que haces, con la conciencia de que cada momento es una oportunidad y una llamada para cumplir la voluntad de Dios en tu vida.
Quizá te preguntes, ¿de qué sirve hacer el esfuerzo de estar acompañado? Está en juego la autenticidad de tu vida: a ti que estas atrapado en ansiedades, miedos y preocupaciones, el camino del acompañamiento te ayudará a descubrir quién eres realmente, pero sobre todo para Quién eres.

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¿Has pensado en tu vocación? San Francisco de Sales podría ayudarte (4/10)

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4. Dónde está tu corazón

Queridos jóvenes,
me han escrito preguntándome sobre el discernimiento que, les recuerdo, significa estar atentos a la voz de Dios que está en lo más profundo del corazón. Como nos dice Jesús, “donde está tu corazón, allí está tu tesoro”. En otras palabras, ¿quién soy y por quién estoy dispuesto a entregar mi corazón? El viaje a lo más profundo del corazón no siempre es fácil, porque junto a los susurros de Dios también hay gritos y otras voces que compiten con él y tratan de llamar su atención. Estas voces pueden manifestarse en nuestros pensamientos, sentimientos y deseos. ¿Significa eso que tenemos que ignorarlos para oír la voz de Dios? Yo diría lo contrario: debemos aprender a discernir esas voces. Debemos cribar nuestros pensamientos, sentimientos y deseos para comprender qué pertenece a lo que sabemos que son tentaciones y, en cambio, comprender las inspiraciones que proceden de Dios y nos conducen a él. Es precisamente a través de estas inspiraciones como Dios comunica los deseos a nuestros corazones.

Como bien saben por mis escritos, soy un gran admirador de San Pablo. Deberíamos seguir sus sugerencias y enseñanzas: “No se conformen a la mentalidad de este siglo, sino transfórmense mediante la renovación de su mente, para que puedan discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable y perfecto para él”. Si decidimos seguir simplemente nuestros pensamientos, emociones y deseos superficiales, nunca percibiremos verdaderamente la voz de Dios que habla en lo más profundo de nuestro corazón. Por eso es realmente necesario que nos cuestionemos a nosotros mismos:
– en primer lugar: ¿estos sentimientos, pensamientos y deseos proceden de Dios o de otro?
– en segundo lugar: ¿me ayudan a llegar a Dios o me alejan de él?
Una vez que haya sentado estas bases, podrán proceder a discernir y buscar la voz de Dios que ya está presente en tu espíritu.
Desgraciadamente, gastamos mucho tiempo y energía girando en torno a emociones siempre cambiantes y a una “multiplicidad de deseos” que nos impiden tomar las decisiones que nos llevarían más profundamente. Este proceso sólo produce inconstancia, impaciencia y un deseo constante de cambio.

En mis Tratados, he recordado las palabras de San Pablo de que cada uno es un templo de Dios (1 Cor 3, 16): como en el templo de Jerusalén, necesitamos atravesar una serie de patios en nuestros corazones para llegar al lugar más íntimo y profundo llamado el Santo de los Santos.
Tomando la idea de un invento de la época de ustedes, me gustaría utilizar la imagen del ascensor. Entra en el ascensor con tus pensamientos, sentimientos, deseos; si éstos se convierten en inspiraciones, los puede conducir a lo más profundo del Santo de los Santos. El ascensor los llevará cada vez más abajo a medida que aprendan la verdad contenida en estos sentimientos, pensamientos y deseos.
Finalmente llegará al núcleo, aunque yo prefiero el término bíblico “corazón”. Allí las palabras ya no son necesarias. En el corazón, de hecho, el Espíritu puede llegar al alma de cada uno de ustedes y convertirse plenamente en su Maestro. Aquí la mente es llamada al silencio y ya no hay necesidad de razonamientos ni de palabras que podrían distraerlos. Aquí comprendemos lo que es el discernimiento de espíritus, porque Dios es Espíritu y habla directamente a tu alma iluminando tu camino y mostrándote el camino a seguir. Si vives en el Espíritu, camina según el Espíritu (Gal 5, 26).

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¿Has pensado en tu vocación? San Francisco de Sales podría ayudarte (3/10)

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3. Si no me conozco, ¿puedo ser libre para elegir?

Queridos jóvenes,
es para mí una gran alegría acoger y compartir sus inquietudes vocacionales. Están viviendo un período muy hermoso de la vida, sienten profundamente el deseo de vivir plenamente y, ante ustedes, están abiertos todos los caminos para alcanzarlo. Tengan el valor de buscar pacientemente y, sobre todo, de llegar a una decisión que llene sus anhelos de verdadera felicidad. No es una tarea fácil: implica asumir la propia fragilidad y descubrir la verdad fundamental de que la vida es un don maravilloso que nos ha sido dado, un don misterioso que nos supera.

Dios nos ha dado la vida y la fe. La vocación cristiana es precisamente la respuesta a la llamada a la vida y al amor con la que Dios nos ha creado. Estamos llamados a ser hijos de Dios y a vivir como tales, sintiendo y actuando en el amor que Dios ha derramado en nuestros corazones. Estamos llamados a ser sus discípulos y a serlo con pasión. Al responder a ella, encontramos el camino hacia la verdadera felicidad.
Lo que buscamos, lo que queremos ser, tiene como base y fundamento lo que somos. Partiendo de la aceptación amorosa de lo que somos, el Señor nos llama a construir nuestra identidad. Difícilmente podemos vivir solos esta búsqueda y este esfuerzo. Tenemos la gran suerte de que Jesús mismo quiere acompañarnos. Tengan a Jesús siempre cerca, como compañero y amigo. Nadie como él puede ayudarlos a encontrar el camino hacia Dios y a ser feliz. Cerca de él, invocándolo con sencillez y con mucha confianza, podrán descubrir mejor el sentido de la existencia y de la vocación.
Buscar la propia vocación significa preocuparse de ver cómo responder al sueño que Dios tiene para ustedes. Por él fueron creados y soñados. ¿Cuál es el sueño de Dios para tu vida? ¿Y cómo puedes responder a este sueño? Que sea siempre la voluntad de Dios, la voluntad divina, la que guíe tu vida. Busquen, amen y esfuércense por hacer la voluntad de Dios. Él les ha dado la vida para que la den, para que la compartan, para que la entreguen, no para que la guardes para ti. ¿A quién quieren entregar su vida? Tiene un destino divino. Por amor fueron creados a imagen y semejanza de Dios y sólo Él colmará sus deseos de bondad, felicidad y amor.

La primera y más importante tarea que tienen en sus manos es descubrir y construir la propia vocación. No es algo establecido desde el principio, de antemano. Es fruto de la libertad, de una libertad construida lentamente, capaz de aventurarse en el camino de la entrega. Sólo con una gran libertad interior podrán llegar a una auténtica decisión vocacional. Libertad y amor, de hecho, son las dos grandes alas para afrontar el camino de la vida, para darla y entregarla.
Concluyo asegurándoles que siempre los recordaré y encomendaré al Señor, para que los acompañe, los guíe y dirija en sus vidas por el camino de la gracia y del amor. Por parte de ustedes, busquen siempre al buen Jesús, ténganlo como amigo del alma, invóquenlo, comparte con Él tus penas, tus angustias, tus preocupaciones, tus alegrías y tus tristezas. Y atrévanse a comprometerte seriamente con Él y con su causa. Él lo espera.

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¿Has pensado en tu vocación? San Francisco de Sales podría ayudarte (2/10)

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2. Qué hacer mañana

Queridos jóvenes,
seguro que se preguntarán: ¿qué haremos más tarde, qué cosa esperar de la vida? ¿A qué estamos llamados? Son preguntas que todo el mundo se hace, consciente o incluso inconscientemente. Quizás conozcan la palabra vocación. Qué palabra tan extraña: ¡vocación! Si lo prefieren, podemos hablar de felicidad, del sentido de la vida, de la voluntad de vivir…
Vocación significa llamada. ¿Quién llama? Es una buena pregunta. Quizás alguien que me quiere. Cada uno de nosotros tiene su propia vocación. La mía fue un poco especial. En mi Saboya natal, cuando era pequeño, a los once años, me sentí llamado a entregarme a Dios al servicio de su pueblo, pero mis padres, en particular mi papá, tenía otros planes para mí, ya que era el mayor de la familia. Con el paso de los años y durante los estudios que mi papá me hizo hacer en París, mi deseo crecía cada vez más: gramática, literatura, filosofía, pero también equitación, esgrima, baile…
A los 17 años, tuve una crisis. Me iba bien en los estudios, pero mi corazón no estaba satisfecho. Buscaba algo… Durante el carnaval de París, un compañero me vio triste: “¿Qué te pasa, estás enfermo? Vamos a ver el carnaval”, “pero yo no quiero ver el carnaval”, le contesté, “¡quiero ver a Dios!”. Aquel año, un famoso profesor de Biblia explicaba el Cantar de los Cantares. Fui a escucharle. Fue como un rayo para mí. La Biblia era una historia de amor. ¡Había encontrado a Aquel a quien buscaba! Y con la ayuda de mi compañero espiritual, me impuse la pequeña regla de recibir a Jesús en la Eucaristía lo más a menudo posible.
A los 20 años, una nueva crisis grave me golpeó. Estaba convencido de que iría al infierno, de que me condenaría eternamente. Lo que más me dolía, además por supuesto de la privación de la visión de Jesús, era verme privado de la visión de María. Este pensamiento me torturaba: ¡ya casi no comía, ya no dormía, me había vuelto todo amarillo! Mi oración era ésta: “¡Señor, lo sé, iré al infierno, pero dame al menos esta gracia para que cuando esté en el infierno, pueda seguir amándote!” Después de seis semanas de angustia fui a la iglesia ante el altar de Nuestra Señora y le recé una oración que comienza así: “Recuerda, oh Virgen María, que nunca se ha oído decir que alguien, recurriendo a tu patrocinio, implorando tu ayuda y protección, haya sido abandonado por ti”. Después de aquello mi enfermedad cayó al suelo “como las escamas de la lepra”. Estaba curado.

Después de París, mi padre me envió a Padua para estudiar derecho. Mientras tanto, yo seguía sufriendo mi dilema vocacional: sentía que la llamada venía de Dios y, al mismo tiempo, debía obediencia a mi papá, según las costumbres muy arraigadas en mi época. Estaba perplejo. Pedí consejo a mis compañeros, especialmente al padre Antonio Possevino. Con su ayuda y discernimiento, elegí algunas reglas y ejercicios para la vida espiritual y también para la vida en sociedad con los compañeros y toda clase de personas. Al final de mis estudios hice una peregrinación a Loreto. Permanecí como en éxtasis -dicen mis compañeras- durante media hora en la Santa Casa de María de Nazaret. Volví a confiar mi vocación y mi futuro a la Madre de Jesús. Nunca me he arrepentido de haber confiado totalmente en Ella.
De vuelta a casa, a la edad de 24 años, conocí a una hermosa chica llamada Francesca. Ella me gustaba, pero me gustaba más mi proyecto de vida. ¿Qué hacer? No les contaré aquí todos los detalles de mi batalla. Sólo sé que al final me atreví a pedirle a mi papá que me diera permiso para seguir mi sueño. Finalmente aceptó mi elección, pero lloró.

A partir de ese momento, mi vida cambió por completo. Antes, mi familia y mis compañeros me veían concentrado en mí mismo, preocupado, un poco cerrado. De un momento a otro, todo se puso en marcha. Me había convertido en otro hombre. Me ordené sacerdote a los 26 años e inmediatamente me lancé a mi misión. Ya no tenía dudas: Dios me quería en este camino. Me sentía feliz.
Mi vocación, pensarán, era una vocación especial, aunque les diré que también fui nombrado obispo de Ginebra-Annecy a la edad de 35 años. En mi ministerio pastoral y de acompañamiento, siempre estuve convencido y me enseñaron que toda persona tiene una vocación. De hecho, no se debería decir: todo el mundo tiene vocación, sino que se debería decir: todo el mundo es una vocación, es decir, una persona que ha recibido una tarea “providencial” en este mundo, en previsión del mundo futuro que se nos ha prometido.

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