La pastora, las ovejas y los corderos (1867)

En el siguiente pasaje, Don Bosco, fundador del Oratorio de Valdocco, relata a sus jóvenes un sueño que tuvo entre el 29 y el 30 de mayo de 1867 y que narró la noche del Domingo de la Santísima Trinidad. En una llanura infinita, rebaños y corderos se convierten en alegoría del mundo y de los muchachos: prados exuberantes o desiertos áridos figuran la gracia y el pecado; cuernos y heridas denuncian escándalo y deshonor; la cifra «3» preanuncia tres carestías –espiritual, moral, material– que amenazan a quien se aleja de Dios. Del relato brota el apremiante llamado del santo: custodiar la inocencia, volver a la gracia con la penitencia, para que cada joven pueda revestirse de las flores de la pureza y participar de la alegría prometida por el buen Pastor.

El domingo de la Santísima Trinidad, 16 de junio, en cuya festividad, hacía veintiséis años, había celebrado don Bosco su primera misa, los jóvenes esperaban con impaciencia que les contara un sueño, según les había prometido el día 13 del mismo mes. Su ardiente deseo era buscar el bien espiritual de su rebaño, y su norma, las amonestaciones y promesas del capítulo XXVII, versículos 23 – 25 del libro de los Proverbios: Diligenter agnosce vultum pecoris tui, tuosque greges considera: non enim habebis jugiter potestatem; sed corona tribuetur in generationem et generationem. Aperta sunt prata, et apparuerunt herbas virentes, et collecta sunt foena de montibus… (Conoce a fondo el estado de tu ganado, aplica tu corazón a tu rebaño; porque no es eterna la riqueza; no se transmiten los tesoros de edad en edad. Cortada la hierba, aparecido el retoño, y apilado el heno de los montes…). En sus oraciones pedía al cielo el conocimiento exacto de sus ovejas; la gracia de vigilar atentamente; de asegurar la custodia del redil aun después de su muerte y de proveerle de fácil alimento material y espiritual. Don Bosco, pues, después de las oraciones de la noche, habló así:

En una de las últimas noches del mes de María, el 29 o el 30 de mayo, estando en la cama y no pudiendo dormir, pensaba en mis queridos jóvenes y me decía a mí mismo:
– ¡Oh si pudiese soñar algo que les sirviese de provecho!
Después de reflexionar durante un rato añadí:
– ¡Sí! Ahora quiero soñar algo para contarlo a mis jóvenes.
Y he aquí que me quedé dormido. Apenas el sueño se apoderó de mí, me pareció encontrarme en una inmensa llanura cubierta de un número extraordinario de ovejas de gran tamaño, las cuales, divididas en rebaños, pacían en los extensos prados que se ofrecían ante mi vista. Quise acercarme a ellas y se me ocurrió buscar al pastor, causándome gran maravilla que pudiese haber en el mundo quien pudiera poseer tan crecido número de animales de aquella especie. Después de breves indagaciones me encontré ante un pastor apoyado en su cayado. Inmediatamente comencé a preguntarle:
– ¿De quién es este rebaño tan numeroso?
El pastor no me contestó. Volví a repetir la pregunta y entonces me dijo:
– ¿Y a ti qué te interesa?
– ¿Por qué, repliqué, me contesta de esa manera?
– Pues bien, dijo el pastor, este rebaño es de su dueño.
– ¿De su dueño? Eso ya me lo suponía, dije para mí. Y continué en alta voz:
– ¿Y quién es el dueño?
– No te preocupes, me dijo, ya lo sabrás.
Después, recorriendo en su compañía aquel valle, comencé a observar el rebaño y la región en que nos encontrábamos. Algunas zonas estaban cubiertas de rica vegetación; numerosos árboles extendían sus ramas proporcionando agradable sombra, y una hierba fresquísima que servía de alimento a gran número de ovejas de hermosa y lucida presencia. En otros parajes la llanura era estéril, arenosa, llena de piedras, recubierta de espinos, desprovistos de hojas, y de grama amarillenta; no había en toda ella ni un tallo de hierba fresca; a pesar de ello, también allí había numerosas ovejas paciendo, pero su aspecto era miserable.
Hice algunas preguntas a mi guía referentes a este rebaño, pero él, sin contestarme a ninguna, dijo:
– Tú no estás destinado a cuidarlas. En éstas no debes pensar. Te voy a llevar a que veas el rebaño que te ha sido reservado.
– Pero ¿tú quién eres?
– Soy el dueño; ven conmigo; vamos hacia aquella parte y verás.
Y me condujo a otro lugar de la llanura donde había millares y millares de corderillos. Tan numerosos eran, que no se podían contar y estaban tan flacos que apenas si se podían tener en pie. El prado en que estaban era seco, árido y arenoso, no descubriéndose en él ni un tallo de hierba fresca, ni un arroyuelo, sino nada más que algunos gamones secos y matas escuálidas. Todo el pasto había sido totalmente destruido por los mismos corderos.
A primera vista se podía deducir que aquellos pobres animales, que estaban además cubiertos de llagas, habían sufrido mucho y continuaban sufriendo. ¡Cosa extraña! Cada uno tenía dos cuernos largos y gruesos que le salían de la frente, como si fuesen carneros viejos, y en la punta de cada cuerno tenían un apéndice en forma de ese. Contemplé maravillado aquella rara particularidad, causándome gran inquietud el no saberme explicar por qué aquellos corderillos tenían los cuernos tan largos y tan gruesos y la causa de que hubiesen destruido tan pronto la hierba del prado.
– Pero ¿cómo puede ser esto?, dije al pastor. ¿Unos corderos tan pequeños y ya tienen unos cuernos tan grandes:
– Mira bien, me dijo, observa atentamente.
Y al hacerlo pude comprobar que aquellos animales tenían grabado el número 3 en todas las partes del cuerpo: en el lomo, en la cabeza, en el hocico, en las orejas, en las narices, en las patas, en las pezuñas.
– ¿Qué quiere decir esto?, pregunté a mi guía. A la verdad que no entiendo nada.
– ¿Cómo? ¿Que no comprendes nada?, me replicó el pastor. Escucha, pues, y todo lo comprenderás. Esta extensa llanura es figura del mundo. Los lugares cubiertos de hierba significan la palabra de Dios y la gracia. Los parajes estériles y áridos, aquellos sitios en los cuales no se escucha la palabra divina, en los que sólo se procura agradar al mundo. Las ovejas son los hombres hechos y derechos; los corderos, los jovencitos, para atender a los cuales ha mandado Dios a don Bosco. Este rincón de la llanura que contemplas, representa el Oratorio y los corderos en él reunidos, tus hijos. Este lugar tan árido es símbolo del estado de pecado. Los cuernos son imagen de la deshonra. La letra S quiere decir Scandalum (escándalo). Los escandalosos, por la fuerza del mal ejemplo, marchan a su perdición. Entre los corderos observarás algunos que tienen los cuernos rotos; fueron escandalosos, pero ahora cesaron en sus escándalos. El número 3 quiere decir que soportan la pena de su culpa; esto es, que tendrán que sufrir tres grandes carestías: una carestía espiritual, otra moral y otra material. 1.° La carestía de los auxilios espirituales; pedirán estos auxilios y no los tendrán. 2.° La carestía de la palabra de Dios. 3.° La carestía del pan material. El que los corderos hayan agotado toda la hierba quiere decir que no les queda más que el deshonor y el número 3, o sea, las carestías. Este espectáculo significa también los sufrimientos que padecen actualmente muchos jóvenes en medio del mundo. En el Oratorio, en cambio, incluso los que son indignos de ello, no carecen del pan material.
Mientras yo escuchaba y observaba todas aquellas cosas como desmemoriado, he aquí una nueva maravilla. Todos aquellos corderos cambiaban de aspecto.
Levantándose sobre las patas posteriores adquirían una estatura elevada y la forma de otros tantos jóvenes. Yo me acerqué para comprobar si conocía alguno. Eran todos muchachos del Oratorio. A muchísimos no los había visto nunca, pero todos aseguraban que pertenecían a nuestro Oratorio. Y entre los que eran desconocidos para mí había unos pocos que están actualmente aquí. Son los que no se presentan nunca a don Bosco; los que no acuden jamás a pedirle un consejo; los que, por el contrario, huyen de él; en una palabra: los jóvenes a los cuales don Bosco aún no conoce… Pero la inmensa mayoría de los desconocidos estaba integrada por los que no están ni han estado en el Oratorio.
Mientras observaba con pena aquella multitud, el que me acompañaba me tomó de la mano y me dijo:
– Ven conmigo y verás otras cosas. Y así diciendo me condujo a un extremo apartado del valle rodeado de pequeñas colinas y cercado de un vallado de plantas esbeltas, en el cual había un gran prado cubierto de verdor, lo más riente que imaginarse puede y embalsamado por multitud de plantas aromáticas, esmaltado de flores silvestres y en el que, además, se descubrían frescos bosquecillos y corrientes de agua límpida. En él me encontré con una gran multitud de chicos, todos alegres, dedicados a formar un hermosísimo vestido con flores del prado.
– Al menos, tienes a éstos que te proporcionan grandes consuelos.
– ¿Quiénes son?, pregunté.
– Son los que están en gracia de Dios.
¡Ah! Os puedo asegurar que jamás vi criaturas tan bellas y resplandecientes y que nunca habría podido imaginar tanta hermosura. Sería imposible que me pusiese a describirlo, pues sería echar a perder lo que no se puede imaginar si no se ve. Pero me estaba reservado un espectáculo aún más sorprendente. Mientras estaba yo contemplando con inmenso placer a aquellos jóvenes, entre los que había muchos a los cuales no conocía, el guía me dijo:
– Ven, ven conmigo y te haré ver algo que te proporcionará una alegría y un consuelo aún mayor. Y me condujo a otro prado todo esmaltado de flores más bellas y olorosas que las que había visto anteriormente. Parecía un jardín regio. En él pude ver un número menor de jóvenes que en el prado anterior, pero de una tan extraordinaria belleza y de un esplendor tal que anulaban por completo a los que había admirado poco antes. Algunos de éstos están en el Oratorio, otros lo estarán con el tiempo.
Entonces el pastor me dijo:
– Estos son los que conservan la bella azucena de la pureza. Estos están revestidos aún con la estola de la inocencia.
Yo contemplaba extático aquel espectáculo. Casi todos llevaban en la cabeza una corona de flores de belleza indescriptible. Dichas flores estaban compuestas por otras florecillas de sorprendente gallardía y de colores tan vivos y variados que encantaban al que las miraba. Había más de mil colores en una sola flor y en cada flor se veían más de mil flores. Hasta los pies de aquellos jóvenes descendía una vestidura de fascinante blancura, entretejida de guirnaldas de flores, semejantes a las que formaban la corona. La luz encantadora que partía de las flores iluminaba toda la persona haciendo reflejar en ella la propia belleza. Las flores se espejaban unas en otras y las de las coronas en las que formaban las guirnaldas, reverberando cada una los rayos emitidos por las otras. Un rayo de un color al encontrarse con otro de distinto color daba origen a nuevos rayos, diversos entre sí y, por consiguiente, cada nuevo rayo producía otros distintos, de manera que yo jamás habría creído que en el paraíso hubiese un espectáculo tan múltiple y encantador. Pero esto no es todo. Los rayos de las flores y de las coronas de unos jóvenes se reflejaban en las flores y en los de las coronas de todos los demás; lo mismo sucedía con las guirnaldas y con las vestiduras de cada uno. Además, el resplandor del rostro de un joven al expandirse, se fundía con el resplandor del rostro de los compañeros y al reverberar sobre aquellas facciones inocentes y redondas, producían tanta luz que deslumbraban la vista e impedían fijar los ojos en ellas.
Y así, en uno solo, se concentraban las bellezas de todos los compañeros con una armonía de luz inefable. Era la gloria accidental de los santos. No hay imagen humana capaz de dar una idea, aunque pálida, de la belleza que adquiría cada uno de aquellos jóvenes, en medio de un océano de esplendor tan grande. Entre ellos pude ver a algunos que se encuentran actualmente en el Oratorio y estoy seguro de que, si pudiesen apreciar, aunque sólo fuese la décima parte de la hermosura de que los vi revestidos, estarían dispuestos a sufrir el tormento del fuego, a dejarse descuartizar, a afrontar el más cruel de los martirios, antes que perderla.
Apenas pude reaccionar un poco, después de haber contemplado semejante espectáculo, me volví a mi guía y le dije:
– Pero ¿en tan crecido número de mis jóvenes, son tan pocos los inocentes? ¿Tan contados son los que nunca han perdido la gracia de Dios?
El pastor respondió:
– ¿Cómo? ¿Te parece pequeño su número? Por otra parte, ten presente que los que han tenido la desgracia de perder el hermoso lirio de la pureza, y, por tanto, la inocencia, pueden seguir a sus compañeros por el camino de la penitencia. ¿Ves allá? En aquel prado hay muchas flores; con ellas pueden tejer una corona y una vestidura hermosísima y seguir también a los inocentes en la gloria.
– Dime algo más que yo pueda comunicar a mis jóvenes, añadí entonces.
– Repíteles que si supiesen cuán bella y preciosa es a los ojos de Dios la inocencia y la pureza, estarían dispuestos a hacer cualquier sacrificio para conservarla. Diles que se animen a cultivar esta bella virtud, la cual supera a las demás en hermosura y esplendor. Por algo los castos son los que crescunt tanquam lilia in conspectu Domini. (Crecen como lirios a los ojos del Señor).
Yo quise entonces introducirme en medio de aquellos mis queridos hijos tan bellamente coronados, pero tropecé al andar y me desperté encontrándome en la cama.
Hijos míos: ¿sois todos inocentes? Tal vez entre vosotros hay algunos que lo son y a ellos van dirigidas estas mis palabras. Por caridad: no perdáis un tesoro de tan inestimable valor. ¡La inocencia es algo que vale tanto como el Paraíso, como el mismo Dios! ¡Si hubieseis podido admirar la belleza de aquellos jovencitos recubiertos de flores! El conjunto de aquel espectáculo era tal, que yo habría dado cualquier cosa por seguir gozando de él, y si fuese pintor, consideraría como una gracia grande el poder plasmar en el lienzo, de alguna manera, lo que vi. Si conocieseis la belleza de un inocente, os someteríais a las pruebas más penosas, incluso a la misma muerte, con tal de conservar el tesoro de la inocencia.
El número de los que habían recuperado la gracia, aunque me produjo un gran consuelo, creí, con todo, que sería mayor. También me maravillé de ver a alguno que aquí parece bueno y en el sueño tenía unos cuernos muy grandes y muy gruesos…
Don Bosco terminó haciendo una cálida exhortación a los que habían perdido la inocencia para que se empeñasen voluntariosamente en
recuperar la gracia por medio de la penitencia.
Dos días después, el 18 de junio, el siervo de Dios subía a su tribuna y daba algunas nuevas explicaciones del sueño.
No sería necesaria explicación alguna respecto al sueño, pero volveré a repetir lo que ya os dije. La gran llanura es el mundo, y los distintos parajes y el estado al que fueron llamados aquí todos nuestros jóvenes. El rincón donde estaban los corderos es el Oratorio. Los corderos son todos los jóvenes que estuvieron, están y estarán en el Oratorio. Los tres prados de esta zona, el árido, el verde y el florido, indican los estados de pecado, de gracia y de inocencia. Los cuernos de los corderos son los escándalos dados en el pasado. Había, además, quienes tenían los cuernos rotos, o sea los que fueron escandalosos y después se enmendaron por completo. Todas aquellas cifras que representaban el número 3, y que se veían grabadas en las distintas partes del cuerpo de cada cordero, simbolizan, según me dijo el pastor, tres castigos que Dios enviará a los jóvenes: 1.° Carestía de auxilios espirituales. 2.° Carestía moral, o sea, falta de instrucción religiosa y de la palabra de Dios. 3.° Carestía material, o sea, carencia incluso del alimento. Los jóvenes resplandecientes son los que se encuentran en gracia de Dios y, sobre todo, los que conservan la inocencia bautismal y la bella virtud de la pureza. íQué gloria tan grande les espera a los tales!
Entreguémonos, pues, queridos jóvenes, con el mayor entusiasmo a la práctica de la virtud. El que no esté en gracia de Dios, que la adquiera y después emplee todos los medios necesarios y la ayuda de Dios para conservarse en ella hasta la muerte; pues, si es cierto que no todos podemos estar en compañía de los inocentes y formar corona a Jesús, Cordero Inmaculado, al menos podemos seguir detrás de ellos.
Uno de vosotros me preguntó si estaba entre los inocentes y yo le dije que no, que tenía los cuernos rotos. Me preguntó también si tenía llagas y le dije que sí.
– ¿Y qué significan esas llagas?, me preguntó.
Yo le respondí:
– No temas. Tus llagas están ya casi cicatrizadas y desaparecerán con el tiempo; tales llagas no son deshonrosas, como no lo son las cicatrices de un combatiente, el cual, a pesar de las heridas y de los ataques del enemigo, supo vencer y conseguir la victoria. ¡Por tanto, son cicatrices gloriosas! Pero aún es más honroso combatir en medio del enemigo sin ser herido. La incolumidad del que lo consigue es causa de admiración para todos.
Explicando este sueño, don Bosco dijo también que no pasaría mucho tiempo sin que se dejasen sentir estos tres males; – Peste, hambre y también falta de medios para hacer bien a las almas.
Añadió que no pasarían tres meses sin que sucediese algo de particular.
Este sueño produjo en los jóvenes la impresión y los frutos que había conseguido otras muchas veces con relatos semejantes.
(MB IT VIII 839- 845 / MB ES 713-718)




Conversión

Diálogo entre un hombre recién convertido a Cristo y un amigo incrédulo:
“¿Así que te convertiste a Cristo?”
“Sí”
“Entonces debe saber mucho sobre él. Dime, ¿en qué país nació?”
“No lo sé”.
“¿Qué edad tenía cuando murió?”
“No lo sé”.
“¿Cuántos libros escribió?”
“No lo sé”.
“¡Definitivamente sabes muy poco para ser un hombre que afirma haberse convertido a Cristo!”.
“Tiene razón. Me avergüenzo de lo poco que sé sobre él. Pero lo que sí sé es esto: hace tres años era un borracho. Estaba muy endeudado. Mi familia se desmoronaba. Mi mujer y mis hijos temían mi regreso a casa cada noche. Pero ahora he dejado de beber; ya no tenemos deudas; nuestra casa es ahora un hogar feliz; mis hijos esperan con impaciencia mi vuelta a casa por la noche. Todo esto lo ha hecho Cristo por mí. Y esto es lo que sé de Cristo”.

Lo que más importa es precisamente cómo Jesús cambia nuestras vidas. Debemos insistir en ello con fuerza: seguir a Jesús significa cambiar nuestra forma de ver a Dios, a los demás, al mundo y a nosotros mismos. Comparada con la auspiciada por la opinión corriente, es otra forma de vivir y otra forma de morir. Este es el misterio de la “conversión”.




Profetas del perdón y de la gratuidad

En estos tiempos, donde las noticias, día tras día, nos comunican experiencias de conflicto, de guerra y de odio, cuán grande es el riesgo de que nosotros, como creyentes, terminemos involucrados en una lectura de los acontecimientos que se reduce únicamente al nivel político o nos limitemos a tomar partido a favor de una u otra parte con argumentos que tienen que ver con nuestra manera de ver las cosas, con nuestra forma de interpretar la realidad.

En el discurso de Jesús que sigue a las bienaventuranzas hay una serie de “pequeñas/grandes lecciones” que el Señor ofrece. Siempre comienzan con el versículo “habéis oído que se dijo”. En una de ellas, el Señor recuerda el antiguo dicho “ojo por ojo y diente por diente” (Mt 5,38).
Fuera de la lógica del Evangelio, esta ley no solo no es cuestionada, sino que también puede ser tomada como una regla que expresa la manera de ajustar cuentas con quienes nos han ofendido. Obtener venganza se percibe como un derecho, incluso como un deber.
Jesús se presenta ante esta lógica con una propuesta completamente diferente, totalmente opuesta. A lo que hemos oído, Jesús nos dice: “Pero yo os digo” (Mt 5,39). Y aquí, como cristianos, debemos tener mucho cuidado. Las palabras de Jesús que siguen son importantes no solo por sí mismas, sino porque expresan de manera muy sintética todo su mensaje. Jesús no viene a decirnos que hay otra forma de interpretar la realidad. Jesús no se acerca a nosotros para ampliar el espectro de opiniones sobre las realidades terrenales, en particular las que tocan nuestra vida. Jesús no es otra opinión, sino que él mismo encarna la propuesta alternativa a la ley de la venganza.
La frase “pero yo os digo” es de fundamental importancia porque ahora no es solo la palabra pronunciada, sino la persona misma de Jesús. Lo que Jesús nos comunica, él lo vive. Cuando Jesús dice “no os resistáis al malvado; antes bien, si alguien te da un golpe en la mejilla derecha, ofrece también la otra” (Mt 5,39), esas mismas palabras las vivió en primera persona. Seguramente no podemos decir de Jesús que predica bien pero hace mal con su mensaje.
Volviendo a nuestros tiempos, estas palabras de Jesús corren el riesgo de ser percibidas como las palabras de una persona débil, reacciones de quien ya no es capaz de responder sino solo de sufrir. Y, de hecho, cuando miramos a Jesús que se ofrece completamente en la madera de la Cruz, esa es la impresión que podemos tener. Sin embargo, sabemos muy bien que con el sacrificio en la cruz es fruto de una vivencia que parte de la frase “pero yo os digo”. Porque todo lo que Jesús nos dijo, él terminó por asumirlo plenamente. Y asumiéndolo plenamente logró pasar de la cruz a la victoria. La lógica de Jesús aparentemente comunica una personalidad perdedora. Pero sabemos muy bien que el mensaje que Jesús nos dejó, y que él vivió plenamente, es la medicina que este mundo hoy realmente necesita.

Ser profetas del perdón significa asumir el bien como respuesta al mal. Significa tener la determinación de que el poder del maligno no condicionará mi manera de ver e interpretar la realidad. El perdón no es la respuesta del débil. El perdón es el signo más elocuente de esa libertad capaz de reconocer las heridas que el mal deja tras de sí, pero que esas mismas heridas nunca serán una polvorienta que fomente la venganza y el odio.
Reaccionar al mal con el mal no hace más que ampliar y profundizar las heridas de la humanidad. La paz y la concordia no crecen en el terreno del odio ni de la venganza.

Ser profetas de la gratuidad nos exige la capacidad de mirar al pobre y al necesitado no con la lógica del beneficio, sino con la lógica de la caridad. El pobre no elige ser pobre, pero quien está bien tiene la posibilidad de elegir ser generoso, bueno y lleno de compasión. Cuánto sería diferente el mundo si nuestros líderes políticos en este escenario donde crecen los conflictos y las guerras tuvieran la sensatez de mirar a quienes pagan el precio en estas divisiones, que son los pobres, los marginados, aquellos que no pueden escapar porque no pueden.

Si partimos de una lectura puramente horizontal, hay que desesperarse. No nos queda más que quedarnos encerrados en nuestras murmuraciones y críticas. ¡Y sin embargo, no! Nosotros somos educadores de los jóvenes. Sabemos bien que estos jóvenes en nuestro mundo están buscando puntos de referencia de una humanidad sana, de líderes políticos capaces de interpretar la realidad con criterios de justicia y paz. Pero cuando nuestros jóvenes miran a su alrededor, sabemos bien que solo perciben el vacío de una visión pobre de la vida.
Nosotros, que estamos comprometidos con la educación de los jóvenes, tenemos una gran responsabilidad. No basta con comentar la oscuridad que deja una ausencia casi completa de liderazgo. No basta con comentar que no hay propuestas capaces de encender la memoria de los jóvenes. Corresponde a cada uno y a cada una de nosotros encender esa vela de esperanza en esta oscuridad, ofrecer ejemplos de humanidad lograda en la cotidianidad.
Realmente vale la pena hoy ser profetas del perdón y de la gratuidad.




La educación de la conciencia con san Francisco de Sales

Con toda probabilidad, fue la llegada de la Reforma protestante la que puso en la agenda el problema de la conciencia y, más precisamente, de la «libertad de conciencia». En una carta de 1597 a Clemente VIII, el prelado de Sales deploraba la «tiranía» que el «estado de Ginebra» imponía «sobre las conciencias de los católicos». Pedía a la Santa Sede que interviniera ante el rey de Francia para lograr que los ginebrinos concedieran «lo que llaman libertad de conciencia». Contrario a soluciones militares para la crisis protestante, vislumbraba en la libertas conscientiae una posible salida al enfrentamiento violento, siempre que se respetara la reciprocidad. Reivindicada por Ginebra a favor de la Reforma, y por Francisco de Sales en beneficio del catolicismo, la libertad de conciencia estaba a punto de convertirse en uno de los pilares de la mentalidad moderna.

Dignidad de la persona humana
La dignidad del individuo reside en la conciencia, y la conciencia es ante todo sinónimo de sinceridad, honestidad, franqueza, convicción. El prelado de Sales reconocía, por ejemplo, «para descargar su conciencia», que el proyecto de las Controversias le había sido impuesto de alguna manera por otros. Cuando presentaba sus razones a favor de la doctrina y la práctica católica, se preocupaba por precisar que lo hacía «en conciencia». «Díganme en conciencia», preguntaba a sus contradictores. La «buena conciencia», de hecho, hace que uno evite ciertos actos que lo ponen en contradicción consigo mismo.
Sin embargo, la conciencia subjetiva individual no puede tomarse siempre como garante de la verdad objetiva. No siempre se está obligado a creer lo que uno dice en conciencia. «Muéstrenme claramente –dice el prelado a los señores de Thonon– que no mienten en absoluto, que no me engañan cuando me dicen que en conciencia han tenido esta o aquella inspiración». La conciencia puede ser víctima de la ilusión, de forma voluntaria o incluso involuntaria. «Los avaros empedernidos no solo no confiesan serlo, sino que no piensan en conciencia que lo son».
La formación de la conciencia es una tarea esencial, porque la libertad de conciencia conlleva el riesgo de «hacer el bien y el mal», pero «elegir el mal no es usar, sino abusar de nuestra libertad». Es una tarea dura, porque la conciencia a veces nos aparece como un adversario que «siempre lucha contra nosotros y por nosotros»: ella «opone constante resistencia a nuestras malas inclinaciones», pero lo hace «para nuestra salvación». Cuando uno peca, «el remordimiento interior se mueve contra su conciencia con la espada en mano», pero lo hace para «traspasarla con un santo temor».
Un medio para ejercer una libertad responsable es la práctica del «examen de conciencia». Hacer el examen de conciencia es como seguir el ejemplo de las palomas que se miran «con ojos limpios y puros», «se limpian con cuidado y se adornan lo mejor que pueden». Filotea está invitada a hacer este examen todas las noches, antes de acostarse, preguntándose «cómo se ha comportado en las distintas horas del día; para hacerlo más fácilmente se pensará en dónde, con quién y a qué ocupaciones se ha dedicado».
Una vez al año deberemos hacer un examen profundo del «estado de nuestra alma» ante Dios, el prójimo y nosotros mismos, sin olvidar un «examen de los afectos de nuestra alma». El examen –dice Francisco de Sales a las visitandinas– les llevará a sondear «a fondo su conciencia».
¿Cómo aliviar la conciencia cuando uno la siente cargada de un error o de una falta? Algunos lo hacen de mala manera, juzgando y acusando a otros «de vicios de los que son víctimas», pensando así en «endulzar los remordimientos de su conciencia». De este modo se multiplica el riesgo de hacer juicios temerarios. Al contrario, «aquellos que cuidan correctamente de su conciencia no están en absoluto sujetos a juicios temerarios». Conviene considerar aparte el caso de los padres, educadores y responsables del bien público, porque «una buena parte de su conciencia consiste en velar atentamente por la conciencia de los demás».

El respeto a uno mismo
De la afirmación de la dignidad y la responsabilidad de cada uno debe nacer el respeto a sí mismo. Ya Sócrates y toda la antigüedad pagana y cristiana habían mostrado el camino:

Es un dicho de los filósofos, que sin embargo fue considerado válido por los doctores cristianos: «Conócete a ti mismo», es decir, conoce la excelencia de tu alma para no humillarla ni despreciarla.

Ciertos actos nuestros constituyen no solo una ofensa a Dios, sino también una ofensa a la dignidad de la persona humana y a la razón. Sus consecuencias son deplorables:

La semejanza e imagen de Dios, que llevamos en nosotros, se mancha y desfigura, la dignidad de nuestro espíritu se deshonra, y nos hacemos semejantes a los animales sin razón […], haciéndonos esclavos de nuestras pasiones y trastornando el orden de la razón.

Hay éxtasis y arrebatos que nos elevan por encima de nuestra condición natural y otros que nos rebajan: «Oh hombres, ¿hasta cuándo serán tan insensatos –escribe el autor del Teotimo– de querer pisotear su dignidad natural, descendiendo voluntaria y precipitadamente a la condición de las bestias?».
El respeto a uno mismo permitirá evitar dos peligros opuestos: el orgullo y el desprecio de los dones que uno tiene. En un siglo en que el sentido del honor estaba exaltado al máximo, Francisco de Sales tuvo que intervenir para denunciar fechorías, en particular en el problema del duelo, que le hacía «ponerse los pelos de punta», y aún más el orgullo insensato que era la causa. «Estoy escandalizado» –escribía a la esposa de un marido duelista–; «en verdad, no puedo entender cómo se puede tener un valor tan desmedido incluso por bagatelas y cosas sin importancia». Al batirse en duelo es como si «se convirtieran el uno en verdugo del otro».
Otros, en cambio, no se atreven a reconocer los dones recibidos y pecan así contra el deber de gratitud. Francisco de Sales denuncia «cierta falsa y tonta humildad que impide descubrir el bien que hay en ellos». Están equivocados, porque «los bienes que Dios ha puesto en nosotros deben ser reconocidos, estimados y honrados sinceramente».
El primer prójimo que debo respetar y amar, parece querer decir el obispo de Ginebra, es el propio yo. El verdadero amor hacia mí mismo y el respeto debido me exigen que tienda a la perfección y que me corrija, si es necesario, pero dulcemente, razonablemente y «siguiendo el camino de la compasión» más que el de la ira y el furor.
Existe, de hecho, un amor a uno mismo no solo legítimo, sino también beneficioso y mandado: «La caridad bien ordenada comienza por uno mismo» –dice el proverbio– y refleja bien el pensamiento de Francisco de Sales, pero con la condición de no confundir el amor a uno mismo con el amor propio. El amor a uno mismo es bueno, y Filotea está invitada a interrogarse sobre la manera en que se ama a sí misma:

¿Mantienes un buen orden en el amor hacia ti misma? Porque solo el amor desordenado hacia nosotros mismos puede llevarnos a la ruina. Ahora bien, el amor ordenado quiere que amemos el alma más que el cuerpo, que busquemos procurarnos las virtudes más que cualquier otra cosa.

En cambio, el amor propio es un amor egoísta, «narcisista», hinchado de sí mismo, celoso de su propia belleza y preocupado únicamente por su propio interés: «Narciso –dicen los profanos– era un joven tan desdeñoso que no quería ofrecer su amor a nadie más; y finalmente, contemplándose en una fuente clara fue totalmente cautivado por su belleza».

El «respeto debido a las personas»
Si se respeta a uno mismo, se estará más preparado y dispuesto a respetar a los demás. El hecho de ser «imagen y semejanza de Dios» tiene como corolario la afirmación de que «todos los seres humanos gozan de la misma dignidad». Francisco de Sales, aunque vivía en una sociedad marcada por el antiguo régimen, fuertemente desigual, promovió un pensamiento y una práctica caracterizados por el «respeto debido a las personas».
Hay que empezar por los niños. La madre de san Bernardo –dice el autor de la Filotea– amaba a sus hijos recién nacidos «con respeto como una cosa sagrada que Dios le había confiado». Una reprimenda muy grave dirigida por el obispo de Ginebra a los paganos concernía su desprecio por la vida de seres indefensos. El respeto al niño que está por nacer emerge en este pasaje de una carta, redactada según la retórica barroca de la época, dirigida por Francisco de Sales a una mujer embarazada. La anima explicándole que el niño que se está formando en sus entrañas no es solo «una imagen viva de la divina Majestad», sino también la imagen de su madre. Recomienda a otra mujer:

Ofrezcan a menudo a la gloria eterna de su Creador a la criatura cuya formación quiso encomendarles como su cooperadora.

Otro aspecto del respeto debido a los demás se refiere al tema de la libertad. El descubrimiento de nuevas tierras tuvo, como consecuencia nefasta, el resurgimiento de la esclavitud, que recordaba las prácticas de los antiguos romanos en tiempos del paganismo. La venta de seres humanos los degradaba al rango de bestias:

Un día, Marcantonio compró a un mercader dos jovencitos; entonces, como todavía ocurre hoy en alguna región, se vendían niños; había hombres que los conseguían y luego los traficaban como se hace con los caballos en nuestros países.

El respeto a los demás está continuamente amenazado de forma más sutil por la maledicencia y la calumnia. Francisco de Sales insiste mucho en los «pecados de lengua». Un capítulo de la Filotea que trata explícitamente este tema se titula La honestidad en las palabras y el respeto que se debe a las personas. Arruinar la reputación de alguien es cometer un «asesinato espiritual»; es quitar «la vida civil» a quien se habla mal. Asimismo, «al condenar el vicio», se procurará ahorrar lo más posible «a la persona implicada en él».
Ciertas categorías de personas son fácilmente denigradas o despreciadas. Francisco de Sales defiende la dignidad de la gente del pueblo basándose en el Evangelio: «San Pedro –comenta– era un hombre rudo, tosco, un viejo pescador, un artesano de baja condición; san Juan, en cambio, era un caballero, dulce, amable, sabio; san Pedro, en cambio, ignorante». Pues bien, fue san Pedro quien fue elegido para guiar a los demás y para ser el «superior universal».
Proclama la dignidad de los enfermos, diciendo que «las almas que están en la cruz son declaradas reinas». Denunciando la «crueldad hacia los pobres» y exaltando la «dignidad de los pobres», justifica y precisa la actitud que se debe tener hacia ellos, explicando «cómo debemos honrarlos y por tanto visitarlos como representantes de Nuestro Señor». Nadie es inútil, nadie es insignificante: «No hay en el mundo objeto que no pueda ser útil para algo; pero hay que saber encontrar su uso y lugar».

El «uno-diferente» salesiano
El problema que siempre ha atormentado a las sociedades humanas es cómo conciliar la dignidad y la libertad de cada individuo con las de los demás. Recibió de Francisco de Sales una aclaración original gracias a la invención de una nueva palabra. De hecho, dado que el universo está formado por «todas las cosas creadas, visibles e invisibles» y que «su diversidad se reconduce a la unidad», el obispo de Ginebra propuso llamarlo «uno-diferente», es decir, «único y diferente, único con diversidad y diferente con unidad».
Para él, cada ser es único. Las personas son como las perlas de las que habla Plinio: «son tan únicas, cada una en su cualidad, que nunca se encuentran dos perfectamente iguales». Es significativo que sus dos obras principales, la Introducción a la vida devota y el Tratado del amor de Dios, estén dirigidas a una persona singular, Filotea y Teotimo. ¡Qué variedad y diversidad entre los seres! «Sin duda, como vemos que nunca se encuentran dos hombres perfectamente iguales en los dones de la naturaleza, tampoco se encuentran dos perfectamente iguales en los dones sobrenaturales». La variedad le encantaba también desde un punto de vista puramente estético, pero temía una curiosidad indiscreta sobre sus causas:

Si alguien se preguntara por qué Dios hizo las sandías más grandes que las fresas, o los lirios más grandes que las violetas; por qué el romero no es una rosa o por qué el clavel no es una caléndula; por qué el pavo real es más bello que un murciélago, o por qué el higo es dulce y el limón agrio, se reirían de sus preguntas y le dirían: pobre hombre, como la belleza del mundo requiere variedad, es necesario que en las cosas haya perfecciones diferentes y diferenciadas y que una no sea la otra; por eso unas son pequeñas, otras grandes, unas agrias, otras dulces, unas más bellas, otras menos. […] Todas tienen su mérito, su gracia, su esplendor, y todas, vistas en conjunto en su variedad, constituyen un maravilloso espectáculo de belleza.

La diversidad no obstaculiza la unidad, al contrario, la enriquece y embellece aún más. Cada flor tiene sus características que la distinguen de todas las demás: «No es propio de las rosas ser blancas, me parece, porque las rojas son más bellas y tienen un mejor perfume, que sin embargo es propio del lirio». Ciertamente, Francisco de Sales no soporta la confusión y el desorden, pero es igualmente enemigo de la uniformidad. La diversidad de los seres puede conducir a la dispersión y a la ruptura de la comunión, pero si hay amor, «vínculo de la perfección», nada se pierde, al contrario, la diversidad se exalta con la unión.
En Francisco de Sales hay sin duda una cultura real del individuo, pero esta nunca es un cierre al grupo, a la comunidad o a la sociedad. Él ve espontáneamente al individuo inserto en un contexto o «estado» de vida, que marca notablemente la identidad y pertenencia de cada uno. No será posible fijar un programa o proyecto igual para todos, por el simple hecho de que se aplicará y realizará de manera diferente «para el caballero, para el artesano, para el criado, para el príncipe, para la viuda, para la joven, para la casada»; además hay que adaptarlo «a las fuerzas y deberes de cada uno en particular». El obispo de Ginebra ve la sociedad repartida en espacios vitales caracterizados por la pertenencia social y la solidaridad de grupo, como cuando trata «de la compañía de soldados, del taller de artesanos, de la corte de los príncipes, de la familia de gente casada».
El amor personaliza y, por tanto, individualiza. El afecto que une a una persona con otra es único, como demuestra Francisco de Sales en su relación con la señora de Chantal: «Cada afecto tiene su peculiaridad que lo diferencia de los demás; el que siento por usted posee cierta particularidad que me consuela infinitamente y, para decirlo todo, para mí es sumamente fructífero». El sol ilumina a todos y a cada uno: «al iluminar un rincón de la tierra, no lo ilumina menos que si no brillara en otro lugar, sino solo en ese rincón».

El ser humano está en devenir
Humanista cristiano, Francisco de Sales cree finalmente en la posibilidad que tiene la persona humana de perfeccionarse. Erasmo había forjado la fórmula: Homines non nascuntur sed finguntur. Mientras el animal es un ser predeterminado, guiado por el instinto, el hombre, en cambio, está en perpetua evolución. No solo cambia, sino que puede cambiarse a sí mismo, tanto para bien como para mal.
Lo que preocupaba enteramente al autor del Teotimo era perfeccionarse a sí mismo y ayudar a los demás a perfeccionarse, y no solo en el ámbito religioso, sino en todo. Desde el nacimiento hasta la tumba, el hombre está en situación de aprendiz. Imitamos al cocodrilo que «nunca deja de crecer mientras vive». De hecho, «permanecer mucho tiempo en un mismo estado no es posible: quien no avanza, retrocede en este tráfico; quien no sube, baja en esta escala; quien no vence es vencido en esta lucha». Cita a san Bernardo que decía: «Está escrito especialmente para el hombre que nunca estará en el mismo estado: debe avanzar o retroceder». Sigamos adelante:

¿No sabes que estás en camino y que el camino no es para sentarse, sino para avanzar? Y está hecho para avanzar tanto que moverse hacia adelante se llama caminar.

Esto también significa que la persona humana es educable, capaz de aprender, corregirse y mejorarse. Y esto es cierto a todos los niveles. La edad a veces no tiene nada que ver. Miren a estos niños cantores de la catedral, que superan con mucho las capacidades de su obispo en este ámbito: «Admiro a estos niños –decía– que apenas saben hablar y que ya cantan su parte; comprenden todos los signos y reglas musicales, mientras que yo no sabría cómo arreglármelas, yo que soy un hombre hecho y que quisiera hacerse pasar por un gran personaje». Nadie en este mundo es perfecto:

Hay personas de naturaleza ligera, otras groseras, otras muy reacias a escuchar opiniones ajenas, y otras finalmente propensas a la indignación, otras a la ira y otras al amor; en resumen, encontramos muy pocas personas en las que no sea posible descubrir una u otra de tales imperfecciones.

¿Debemos entonces desesperar de poder mejorar nuestro temperamento, corrigiendo alguna de nuestras inclinaciones naturales? En absoluto.

Por mucho que, de hecho, sean en cada uno de nosotros propias y naturales, si con la aplicación a un apego contrario se pueden corregir y regular, e incluso uno puede liberarse y purificarse, entonces, les digo Filotea, que hay que hacerlo. Incluso se ha encontrado la manera de hacer dulces los almendros amargos: basta con perforarlos en la base y hacer salir el jugo; ¿por qué no podríamos entonces hacer salir nuestras inclinaciones perversas para así ser mejores?

De aquí la conclusión optimista pero exigente: «No hay naturaleza buena que no pueda volverse mala mediante hábitos viciosos; no hay naturaleza tan perversa que no pueda, primero con la gracia de Dios y luego con el esfuerzo industrioso y la diligencia, domarse y vencer». Si el hombre es educable, no debemos desesperar de nadie y debemos cuidarnos de los prejuicios hacia las personas:

No digan: fulano es un borracho, aunque lo hayan visto ebrio; es un adúltero, por haberlo visto pecar; es un incestuoso, por haberlo sorprendido en esa desgracia; porque un solo acto no basta para dar nombre a la cosa. […] Y aunque un hombre haya sido vicioso durante mucho tiempo, se correría el riesgo de mentir llamándolo vicioso.

La persona humana nunca termina de cultivar su jardín. Es la lección que el fundador de las visitandinas les inculcaba cuando las llamaba «a cultivar la tierra y el jardín» de sus corazones y espíritus, porque no existe «hombre tan perfecto que no necesite esforzarse tanto para crecer en la perfección como para conservarla».




Nadie asustó a las gallinas (1876)

Ambientada en enero de 1876, la pieza presenta uno de los «sueños» más evocadores de Don Bosco, un instrumento predilecto con el que el santo turinés sacudía y guiaba a los jóvenes del Oratorio. La visión se abre en una llanura inmensa donde los sembradores trabajan afanosamente: el trigo, símbolo de la Palabra de Dios, germinará solo si está protegido. Pero gallinas voraces caen sobre la semilla y, mientras los campesinos cantan versículos evangélicos, los clérigos encargados de la custodia permanecen mudos o distraídos, dejando que todo se pierda. La escena, animada por diálogos ingeniosos y citas bíblicas, se convierte en parábola de la murmuración que apaga el fruto de la predicación y advertencia a la vigilancia activa. Con tonos a la vez paternos y severos, Don Bosco transforma el elemento fantástico en una lección moral incisiva.

En la segunda quincena de enero tuvo el Siervo de Dios un sueño simbólico del que dio cuenta a algunos Salesianos. Don Julio Barberis le pidió que lo contara en público, porque sus sueños gustaban mucho a los muchachos, les hacían mucho bien y con ellos cobraban gran cariño al Oratorio.
– Sí, es verdad, contestó el Beato, hacen mucho bien y se oyen con interés; el único perjudicado soy yo, que necesitaría tener pulmones de hierro. Se puede decir que no hay uno sólo en el Oratorio, que no se sienta movido al oír estas narraciones; porque de ordinario estos sueños se refieren a todos, y cada uno quiere saber en qué estado lo he visto, qué debe hacer, qué significa esto o aquello y así me atormentan día y noche, y si quiero despertar el deseo de confesiones generales, no tengo más que contar un sueño… Escucha, hagamos una cosa. El domingo iré a hablar a los muchachos y tú pregúntame en público. Entonces yo contaré el sueño.
El 23 de enero, después de rezar las oraciones de la noche, subió a la cátedra. Su rostro radiante de alegría manifestaba como siempre su satisfacción por encontrarse con sus hijos. Cuando el juvenil auditorio se fue sosegando y callando, don Julio Barberis pidió la palabra y preguntó:
– Perdone, don Bosco, ¿me permite hacerle una pregunta? -Habla, habla, replicó el siervo de Dios.
– He oído decir que en estas noches pasadas ha tenido un sueño sobre sementera, sembrador, gallinas… y que se lo ha contado ya al clérigo Calvi. ¿Sería tan amable que nos lo quisiera contar también a nosotros? Crea que nos proporcionaría un gran placer.
– ¡Qué curioso!, dijo Don Bosco en tono de reproche. Y la risa fue general.
– No me importa que me llame curioso, con tal de que nos cuente el sueño. Y con estas palabras creo interpretar la voluntad de todos, que ciertamente le escucharán con sumo gusto.
– Si es así os lo contaré. No quería decir nada, porque hay cosas que se refieren a algunos de vosotros en particular, y algunas otras que te interesan también a ti, y que no gusta oírlas; pero como me lo has pedido, las contaré.
– Pero, don Bosco, por favor, si hay algún palo para mí, no me lo vaya a dar aquí en público.
– Yo contaré las cosas como las soñé; que cada uno tome lo que le corresponde. Pero antes es necesario que cada uno recuerde bien, que los sueños se tienen durmiendo y durmiendo no se razona; por eso, si en lo que os voy a contar hay alguna cosa buena, alguna amonestación provechosa, acéptese. Por lo demás que nadie pierda la serenidad. Ya os he dicho que al soñar por la noche yo estaba durmiendo, pues hay algunos que sueñan también de día y algunas veces estando despiertos, con lo que causan verdaderos disgustos a sus profesores convirtiéndose en alumnos un tanto fastidiosos.

Me pareció encontrarme lejos de aquí, cerca de Castelnuovo de Asti, mi pueblo. Tenía ante mí una gran extensión de terreno, situada en una amplia y bella llanura; pero aquellas tierras no eran nuestras, ni yo sabía de quién fuesen.
En aquel campo vi a muchos trabajando con azadas, palas, rastrillos y otras herramientas. Uno araba, otro sembraba, éste allanaba la tierra, aquél hacía otra cosa. Se veían acá y allá los capataces dirigiendo los trabajos y entre estos últimos me pareció encontrarme también yo. Diversos coros de labradores estaban en otra parte cantando. Yo lo observaba todo maravillado y no sabía identificar aquel lugar para mí desconocido, mientras me decía a mí mismo. -Pero ¿por qué trabajan éstos tanto: Y me contestaba: -Para proporcionar el pan a mis muchachos. Y era verdaderamente admirable el ver cómo aquellos buenos agricultores no interrumpían ni por un instante su labor, aplicados constantemente a sus tareas con un ardor creciente y con una diligencia similar. Sólo algunos reían y bromeaban entre sí.
Mientras contemplaba tan hermoso espectáculo, dirigí la vista a mi alrededor y comprobé que me rodeaban algunos sacerdotes y muchos de mis clérigos, unos muy próximos a mí y otros un poco más distantes.
Me decía a mí mismo:
– Debo de estar soñando; mis clérigos están en Turín; aquí, en cambio, estamos en Castelnuovo. Además, ¿cómo puede ser esto? Estoy vestido de invierno de los pies a la cabeza; ayer mismo sentí un frío intensísimo y, en cambio, aquí están sembrando el trigo.
Y me tocaba las manos y continuaba caminando, mientras me decía:
– Pero no, no debe ser un sueño, porque lo que estoy viendo es un campo; este clérigo es el clérigo A… en persona, y aquel otro el clérigo B… además, en el sueño »cómo iba a poder ver esto y lo otro?
Entretanto vi allí cerca, aunque aparte, a un anciano que, por su aspecto, parecía muy benévolo y sensato, entretenido en observarme a mí y a los demás. Me acerqué a él y le pregunté:
– Dígame, buen hombre, ¿qué es lo que estoy viendo?, porque no entiendo nada. ¿Dónde estamos? ¿Quiénes son esos trabajadores? ¿De quién es este campo?
– ¡Oh!, me respondió el desconocido; ¡vaya unas preguntas que me ha hecho! ¿Usted es sacerdote y desconoce estas cosas?
– Pero, vamos, dígame, le repliqué. ¿A usted le parece que estoy soñando o despierto? Porque a mí me parece que estoy soñando y no creo posibles las cosas que estoy viendo.
– Muy posible, mejor dicho, reales, y a mí me parece que usted está completamente despierto. ¿No se da cuenta? Habla, ríe, bromea.
– Sí, pero hay algunos, añadí, a quienes les parece que en el sueño hablan, oyen, trabajan, como si estuviesen despiertos.
– No, no, deseche esa idea; usted está aquí en cuerpo y alma.
– Bien, sea como dice; y, puesto que estoy despierto, dígame de quién es este campo.
– Usted ha estudiado latín, continuó el anciano; ¿cuál es el primer nombre de la segunda declinación que ha estudiado en el Donato?
¿Se acuerda aún?
– Sí que lo recuerdo, pero ¿qué tiene que ver esto con lo que le he preguntado?
– ¡Muchísimo!, replicó el desconocido. Diga, pues, el primer nombre que se estudia en la segunda declinación.
– Es Dominus.
– ¿Y cómo hace el genitivo?
– Domini.
– Bien, muy bien, Domini; este campo, pues, es Domini, del Señor.
– Ya comienzo a entender algo, exclamé.
Estaba maravillado de la manera de proceder de aquel anciano. Entretando vi a varias personas que llegaban con sacos de trigo para sembrarlo y a un grupo de campesinos que cantaban: Exit, qui seminat, seminare semen suum. (Salió el sembrador a sembrar su simiente).
A mí me parecía un crimen arrojar aquella simiente y hacerla pudrir bajo tierra. ¡Era un trigo tan magnífico!
– ¿No sería mejor, decía para mí, molerlo y hacer con él pan o pastas?
Pero después pensé:
– Quien no siembra, no recoge. Si no se arroja a la tierra la semilla y ésta no se pudre ¿qué se recogerá después?
Mientras tanto vi salir de todas partes una cantidad extraordinaria de gallinas que se metían en el sembrado para comerse el trigo que los otros habían arrojado como simiente.
Y el grupo de los cantores prosiguió cantando: Venerunt aves caeli, sustulerunt frumentum et reliquerunt zizaniam. (Vinieron las aves del cielo, se llevaron el trigo y dejaron la cizaña).
Yo di una mirada a mi alrededor y observé a los clérigos que estaban conmigo. Uno, con los brazos cruzados, miraba a los demás con fría indiferencia; otro charlaba con los compañeros; algunos se encogían de hombros, éste miraba al cielo, aquél reía al contemplar el espectáculo, otros proseguían tranquilamente sus recreos y sus juegos, los otros desempeñaban alguna de sus ocupaciones; pero ninguno hacía por espantar las gallinas y echarlas fuera. Yo me volví entonces a ellos muy disgustado y, llamando a cada uno por su nombre, les dije:
– Pero, ¿qué hacéis? ¿No veis que las gallinas se están comiendo el trigo? ¿No veis que están destruyendo la buena simiente, haciendo desvanecerse todas las buenas esperanzas de estos agricultores? ¿Qué recogeremos después? ¿Por qué permanecéis ahí mudos? ¿Por qué no gritáis? ¿Por qué no las espantáis?
Pero los clérigos se encogían de hombros, me miraban y no decían nada.
Algunos ni se volvieron a escucharme; ni se habían fijado en el campo, ni se preocuparon de hacerlo después que yo les hube reprendido.
– ¡Qué necios sois!, continué. Las gallinas tienen ya el buche lleno. ¿No podéis dar unas palmadas, así?
Y, al decir esto, comencé a palmotear, encontrándome verdaderamente embrollado, pues mis palabras no servían para nada. Entonces algunos comenzaron a espantar a las gallinas, pero yo me decía para mí:
– ¡Sí, sí! Ahora que se han comido el trigo van a echar a las gallinas.
Y, mientras tanto, llegó hasta mí el canto del grupo de los campesinos, cuya letra decía: Canes muti nescientes latrare. (Perros mudos que no saben ladrar).
Entonces me dirigí a aquel buen anciano y, entre estupefacto e indignado, le dije:
– ¡Vamos! Deme una explicación de lo que estoy viendo; que no entiendo nada. ¿Qué representa esa semilla arrojada a la tierra?
– ¡Esta es buena!, replicó en anciano. Semen est verbum Dei. (La simiente es la palabra de Dios).
– ¿Y qué quiere decir el hecho de que las gallinas se lo coman como acabo de ver?
El viejo, cambiando de tono de voz, prosiguió:
– ¡Oh! Si quiere una explicación más completa se la daré. El campo es la viña del Señor, de que nos habla el Evangelio, y puede también representar el corazón del hombre. Los agricultores son los obreros evangélicos, que siembran la palabra de Dios especialmente con la predicación. Esta palabra podría producir mucho fruto en el corazón que fuese terreno bien preparado. Pero ¿qué sucede? Que vienen las aves del cielo y se llevan la semilla.
– ¿Qué representan estos animales?
– ¿Quiere que se lo diga? Simbolizan las murmuraciones. Después de oír una plática que podría producir su efecto, comienzan los comentarios con los compañeros. Uno ridiculiza un gesto, otro la voz, otro la palabra del predicador y he aquí que el fruto del sermón desaparece. Otro acusa al predicador de un defecto físico o intelectual; un tercero se ríe de su forma de expresión y el fruto de la plática cae por tierra. Lo mismo habría que decir de una buena lectura, cuyo bien queda obstaculizado por la murmuración. Las murmuraciones son tanto más malas en cuanto que generalmente son secretas, escondidas y viven y crecen donde menos sospechamos. El trigo, aunque caiga en un terreno no muy bien cultivado, nace, crece, alcanza una altura bastante considerable y produce fruto. Cuando sobre un campo recién sembrado se abate la tempestad, el campo queda asolado y no produce mucho fruto, pero algo produce. La mies no será muy vistosa, pero las plantas crecerán; darán poco fruto, pero algunos darán… En cambio, cuando las gallinas o los pájaros picotean la simiente, ya no hay nada que hacer: el campo no producirá ni poco ni mucho; no producirá fruto de ninguna clase. De la misma manera, si las pláticas, si las exhortaciones, si los buenos propósitos son seguidos de una distracción, de una tentación, etc. dará menos frutos; pero cuando hay murmuraciones, hablar mal o cosas parecidas, aquí no es poco lo que importa, sino que hay todo lo que inmediatamente se quita ¿A quién le corresponde vencer, insistir, gritar, vigilar, para que estas murmuraciones, para que estas malas conversaciones no se produzcan? ¡Usted lo sabe!
– Pero, ¿qué es lo que hacían aquellos clérigos?, le pregunté. ¿Acaso no podían ellos impedir tan gran mal?
– Nada impidieron, prosiguió el anciano. Unos estaban observando como estatuas mudas; otros no se fijaban, no pensaban, no veían o estaban con los brazos cruzados; otros no tenían valor para impedir tal mal; algunos, aunque pocos, se unían a los murmuradores, tomando parte en sus maledicencias y haciendo el oficio de destructores de la palabra de Dios. Tú que eres sacerdote, insiste sobre esto: predica, exhorta, habla, no tengas nunca miedo de decir demasiado; todos saben que el poner en ridículo a quien predica, a quien exhorta, a quien da buenos consejos es una de las cosas que pueden ocasionar mayor mal. Y el permanecer mudo cuando se ve algún desorden y el no impedirlo, especialmente si se puede y se debe, es hacerse cómplice del mal de los demás.
Yo, impresionado al oír estas palabras, quería seguir mirando, observando esto y aquello, amonestar a los clérigos y animarlos a cumplir con sus deberes. Pero vi que se aprestaban ya a poner en fuga a las gallinas. Al avanzar unos pasos, tropecé con un rastrillo de los de extender la tierra, que había sido dejado allí, y me desperté.
Ahora dejémoslo todo a un lado y saquemos alguna moraleja. Veamos qué le parece este sueño a Don Julio Barberis.
– Que es un garrotazo con todas las de la ley y que al que le da de lleno no lo deja bien parado.
– Cierto, replicó Don Bosco; es una lección de la que hemos de sacar provecho. No lo olvidéis, queridos jóvenes; evitad entre vosotros toda suerte de murmuración, considerándola como el mayor de los males; huid de ella como se huye de la peste y procurad no sólo evitarla, sino haced que los demás también la eviten. Algunas veces, unos consejos santos, unas obras extraordinariamente buenas, no hacen tanto bien como el que consigue impedir una murmuración o una palabra que pueda dañar a los demás. Armémonos de valor y combatámosla valientemente. No hay peor desgracia que hacer perder su eficacia a la palabra de Dios. Y a veces basta una palabra, basta una broma.
Os he contado un sueño que tuve hace varias noches, pero la noche pasada soñé algo que deseo también narraros. No es aún muy tarde, son apenas las nueve y, por tanto, tengo tiempo de exponéroslo. Por lo demás, procuraré no ser muy largo.
Me pareció, pues, encontrarme en un lugar que ahora no sabría decir qué lugar fuese; ciertamente no era Castelnuevo y tampoco el Oratorio. Y llegó uno a toda prisa a   llamarme:
– ¡Don Bosco, venga! ¡Don Bosco, venga!
– ¿Por qué tanta prisa?, pregunté.
– ¿No sabe lo que ha sucedido?
– No sé lo que quieres decirme; explícate mejor, repliqué con cierta inquietud.
– ¿No sabe que fulano, tan bueno, tan lleno de brío está gravemente enfermo; mejor dicho, moribundo?
– No creo que quieras burlarte de mí, le dije, porque precisamente esta mañana he estado hablando y paseando con ese muchacho que me dices está moribundo.
– ¡Ah! Don Bosco, no quiero engañarle y me creo en la obligación de decirle toda la verdad. El joven en cuestión necesita urgentemente de su presencia y desea verle      y hablarle por última vez. Venga, venga pronto, porque de otra manera ya no tendrá tiempo.
Yo, sin saber adónde, marché a toda prisa detrás de aquél. Llego a cierto lugar y veo a gente triste y llorosa que me dice:
– Pronto, pronto, que está en las últimas.
– Pero ¿qué es lo que ha sucedido?, pregunté.
Y me introdujeron en una habitación, en la que vi a un joven acostado, con el rostro descompuesto, color cadavérico y una tos, una respiración y un ronquido que lo ahogaba y apenas le permitía hablar.
– Pero no eres fulano?, le dije.
– Sí, soy yo.
– ¿Cómo te encuentras?
– Muy mal.
– ¿Y cómo te veo en tal estado? ¿Ayer y esta misma mañana, no paseabas tranquilamente bajo los pórticos?
– Sí, replicó el joven, ayer y esta mañana paseábamos bajo los pórticos; pero, ahora, dese prisa que necesito confesarme; me queda muy poco tiempo.
– Calma, calma; hace pocos días que te has confesado.
– Es cierto, y no creo tener culpa grave en mi corazón; pero, a pesar de ello quiero recibir por última vez la santa absolución, antes de presentarme al Divino Juez.
Yo escuché su confesión. Y entretanto observé que iba empeorando visiblemente y que la tos estaba a punto de ahogarlo. -Aquí es necesario proceder a toda prisa, dije para mí, si quiero que reciba aún el Santo Viático y la Extremaunción. El Viático no lo podrá recibir porque necesitaría más tiempo para prepararse o porque no podría tragar la forma. ¡Pronto, los Santos Oleos!
Y, diciendo esto, salí de la habitación y mandé inmediatamente a un individuo por la bolsa de los Santos Oleos. Los jóvenes que se hallaban presentes me preguntaron:
– Pero ¿está realmente en peligro? ¿Está en las últimas como dicen?
– Seguro, respondí, ¿no veis que tiene la respiración cada vez más difícil y que la tos le sofoca?
– Pero sería mejor traerle el Viático, y, así fortalecido, enviarlo a los brazos de María.
Y mientras yo me afanaba preparando lo necesario, oí una voz que dijo:
– ¡Ya expiró!
Volví a entrar en la habitación y me encontré al enfermo con los ojos extraviados, sin respiración, muerto.
– ¿Ha muerto?, pregunté a los que lo asistían.
– ¡Ha muerto, me respondieron, ha muerto!
– ¿En tan poco tiempo? Decidme: ¿no es éste fulano?
– Sí, es fulano.
– No puedo dar crédito a mis ojos. Ayer mismo estaba paseando conmigo bajo los pórticos.
– Ayer paseaba y hoy está muerto, me replicaron.
– Por suerte era un joven bueno, exclamé.
Y proseguí diciendo a los que estaban a mi alrededor:
– ¿Veis, veis? Este no ha podido ni siquiera recibir el Viático, ni la Extremaunción. Demos con todo gracias al Señor que le concedió tiempo para confesarse. Era un muchacho muy bueno, se acercaba a menudo a los Santos Sacramentos y esperamos que esté gozando ya de la felicidad de la gloria, o al menos, que esté en el Purgatorio. Pero, si les hubiese sucedido a otros lo mismo, ¿qué sería ahora de ellos?
Dicho esto nos pusimos todos de rodillas y rezamos el De profundis por el alma del pobre difunto.
Entretanto, iba yo a mi habitación, cuando vi llegar a Ferraris de la librería, el cual me dijo acongojado:
– Don Bosco, ¿sabe lo que ha sucedido?
– Claro que lo sé. Que ha muerto fulano.
– No es lo que quiero decirle; hay otros dos muertos.
– ¿Cómo? ¿Qué?
– Tal y tal.
– Pero ¿cuándo han muerto? No te entiendo.
– Sí, otros dos, que han muerto antes de que usted llegase.
– ¿Y por qué no me habéis llamado?
– No hubo tiempo. ¿Usted sabe decirme cuándo ha muerto éste de aquí?
– Ahora mismo, le respondí.
– ¿Usted sabe en qué día y en qué mes estamos?, prosiguió Ferraris.
– Sí que lo sé; estamos a 22 de enero, segundo día de la novena de San Francisco de Sales.
– No, dijo Ferraris, usted se equivoca, don Bosco; fíjese bien. Levanté los ojos al calendario y leí: 26 de mayo.
– ¡Esto sí que es grande!, exclamé. Estamos en enero y me lo dice la ropa que llevo puesta; nadie se viste en mayo de esta manera; en mayo no estaría encendida la calefacción.
– Yo no sé qué decirle, ni qué razón darle, pero estamos a 26 de mayo.
– Pero si ayer mismo murió este nuestro compañero y estábamos en enero.
– Se equivoca, insistió Ferraris, estábamos en tiempo de Pascua.
– Esta es más gorda que la anterior.
– Sí, señor, seguro, en tiempo de Pascua; estábamos en tiempo de Pascua y fue más dichoso por morir en tiempo de Pascua que los otros dos que murieron en el mes de María.
– Tú te burlas, le dije, explícate mejor, porque de otra manera no comprendo nada.
Abrió los brazos, golpeó las manos una contra otra, fuerte, muy fuerte. Y yo me desperté. Entonces exclamé:
– Oh, afortunadamente se trata de un sueño y no de una realidad. ¡Qué miedo he tenido!
Tal es el sueño que tuve la noche pasada. Vosotros dadle la importancia que queráis. Yo mismo no quiero prestarle enteramente fe. Con todo, hoy he querido comprobar, si los que vi muertos en el sueño estaban aún vivos, y he constatado que están sanos y robustos. Ciertamente que no es conveniente que manifieste, y no lo diré, quiénes son. Con todo los vigilare y, si fuese necesario, les daré algún     consejo para que vivan bien y los prepararé de forma que no se den cuenta; para que, si en realidad tuviesen que morir, la muerte no les sorprenda sin estar preparados. Pero que nadie comience a decir: ¿Será éste, será el otro? Cada uno piense en sí mismo.
Ferraris, era el coadjutor Juan Antonio Ferraris, librero. Que nada de esto os intranquilice. El efecto que este relato debe causar en vosotros es sencillamente el que nos sugirió el Divino Salvador en el Evangelio: Estote parati, quia, qua hora non putatis, filius hominis veniet. Es ésta una gran advertencia, queridos jóvenes, que nos hace el Señor. Estemos siempre preparados, porque en la hora en que menos lo pensemos puede llegar la muerte y el que no está preparado para morir bien, corre grave peligro de morir mal. Yo me prepararé lo mejor que pueda. y vosotros debéis hacer lo mismo, a fin de que a cualquier hora que al Señor le plazca llamarnos, podamos estar dispuestos a pasar a la eternidad feliz. Buenas noches.

Las palabras de don Bosco se escuchaban siempre en medio de un religioso silencio; pero cuando contaba cosas extraordinarias, entre los centenares de jóvenes que le escuchaban, no se oía un carraspeo ni el más leve ruido con los pies. La impresión causada duraba semanas y meses y, tras la impresión, se producían los cambios radicales de conducta en algunos díscolos. Después aumentaba la clientela alrededor del confesonario del siervo de Dios. El suponer que él inventaba aquellos relatos para asustar y hacer cambiar la vida a los jóvenes, a nadie se le ocurría, pues los vaticinios de muertes próximas se cumplían siempre y ciertos estados de conciencia, vistos en los sueños, respondían a la realidad.
¿Pero el temor producido por tan lúgubres predicciones no era una pesadilla opresora? No es creíble. Numerosas eran las posibilidades y suposiciones que se ofrecían ante una multitud de más de ochocientos muchachos, para que cada uno de ellos se sintiese preocupado. Por otra parte, la creencia generalmente admitida de que quien moría en el Oratorio iba al Paraíso y el hecho de que don Bosco preparaba a los designados sin que se diesen cuenta, contribuía a desterrar de los ánimos todo temor. Además, sabemos cuán grande es la volubilidad juvenil; de momento la fantasía se siente herida e impresionada, pero el recuerdo que tal efecto produce se borra pronto. Así nos lo aseguran numerosos testigos de aquellos tiempos.
Una vez que los jóvenes marcharon a dormir, algunos hermanos que ((49)) rodeaban al siervo de Dios, lo abrumaron a preguntas para saber si algunos de ellos eran los que debían morir. Don Bosco, sonriendo según su costumbre y moviendo la cabeza, les decía:
– ¡Ya! ¡Ya! ¿Queréis que os diga quién es, para hacer morir a alguno antes de tiempo?
Viendo que no conseguían nada, le preguntaron si en el primer sueño vio también a algún clérigo haciendo el oficio de las gallinas, esto es, entregado a la murmuración.
Don Bosco, que estaba caminando, se detuvo, observó a sus interlocutores y con una sonrisa muy significativa a flor de labios, añadió:
– Alguno, alguno había; eran pocos, pero no digo más.
Entonces le preguntaron que les dijese si estaban ellos entre los perros mudos.
El siervo de Dios respondió de una manera muy genérica, haciendo observar que era necesario estar sobre aviso para evitar las murmuraciones y, en general, todos los desórdenes, y sobre todo las malas conversaciones.
– ¡Ay del sacerdote y del clérigo, dijo, que estando encargado de la vigilancia ve los desórdenes y no los impide! Deseo que todos sepan y entiendan que con la palabra «murmuraciones» yo no entiendo indicar solamente a los que cortan trajes, sino que me refiero a toda palabra, a todo mote, toda conversación que pueda hacer frustrar en un compañero el fruto de la palabra de Dios. Además, quiero hacer constar que es un gran mal el permanecer mano sobre mano cuando se conoce algún desorden, sin hacer nada para impedirlo o no procurar que lo ataje quien debe y puede hacerlo.
Uno de los más inquietos dirigió al siervo de Dios una pregunta bastante atrevida:
– ¿Y por qué don Julio Barberis entra en el sueño? Usted dijo que había algo para él y él mismo parece que se esperaba un buen estacazo…
El propio don Julio Barbaris estaba presente y, al principio, parecía que don Bosco se resistía a contestar. Pero después, habiendo quedado con el Beato algunos sacerdotes nada más; y como por otra parte el interesado mostrase su conformidad, el Beato dijo:
– Es que Don Julio Barberis no predica bastante sobre este punto, no insiste sobre esto cuanto fuera de desear.
Don Julio Barberis manifestó que ni en el año pasado, ni durante el año en curso había tratado con detención estas materias en sus conferencias a los novicios; se sintió, pues, complacido al recibir esta observación y la tuvo presente para el porvenir.
Dicho esto, subieron todos las escaleras y, después de besar la mano a don Bosco, cada uno se retiró a descansar. Todos, menos Barberis que, según lo acostumbrado, acompañó al siervo de Dios hasta la puerta de su habitación. Don Bosco, al comprobar que estaba aún preocupado y que no habría podido dormir por la impresión recibida por las cosas expuestas, le hizo entrar en su despacho, cosa desacostumbrada en él, diciéndole:
– Ya que tenemos todavía tiempo, demos algunos paseos por la habitación.
Y así continuó hablando con él por espacio de media hora. Entre otras cosas le dijo:
– En el sueño los he visto todos y en el estado en que cada uno se encontraba: si hacía las veces de gallina, de perro mudo, si estaba en el número de los que después de ser avisados comenzaron a trabajar o entre los que no se movieron. De todos estos datos yo me sirvo en las confesiones, para exhortar en público y en privado, siempre que veo que mis palabras pueden hacer algún bien. Al principio no hacía gran caso de estos sueños, pero después me di cuenta de que causan más efecto que muchos sermones, incluso para algunos son más eficaces que una tanda de ejercicios espirituales; por eso me sirvo de ellos. ¿Y por qué no? En la Sagrada Escritura se lee: Omnia autem probate: quod bonum est tenete. Veo que ayudan a hacer el bien, veo que agradan, ¿por qué mantenerlos secretos? Incluso he podido observar que contribuyen a aficionar a muchos a la Congregación.
– Yo mismo he comprobado, le interrumpió Barberis, de cuánta utilidad han sido estos sueños y cuán saludables son. Incluso narrados en otra parte, hacen mucho bien. Donde don Bosco es conocido se puede decir que son sueños suyos; donde no es conocido se pueden presentar como una especie de parábolas. ¡Oh, si se pudiese hacer una recopilación exponiéndolos en forma de parábolas! Serían leídos      por grandes y pequeños, en beneficio de sus almas.
– Sí, sí; harían mucho bien, estoy convencido de ello.
– Pero, tal vez, se lamentó don Julio Barberis, ninguno lo ha consignado por escrito.
– Yo, replicó el siervo de Dios, no tengo tiempo para ello y de muchos, ya no me acuerdo.
– Los que yo recuerdo continuó don Julio Barberis, son los que se refieren al progreso de la Congregación y a la dilatación del manto de la Virgen…
– ¡Ah, sí!, exclamó don Bosco.
E hizo referencia a varias visiones de esta clase. Adoptando después un aire grave y como turbado, prosiguió:
– Cuando pienso en la responsabilidad que pesa sobre mí en la posición en que me encuentro, tiemblo de pies a cabeza… ¡Qué cuenta tan tremenda tendré que dar a Dios de todas las gracias que nos ha concedido para la buena marcha de nuestra Congregación!
(MB IT XII, 40-51 / MB ES XII 44-53)

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El árbol

Un hombre tenía cuatro hijos. Quería que sus hijos aprendieran a no juzgar las cosas con rapidez. Por ello, invitó a cada uno de ellos a hacer un viaje para ver un árbol que estaba plantado en un lugar lejano. Los envió de uno en uno, con tres meses de diferencia. Los niños obedecieron.
Cuando regresó el último, los reunió y les pidió que describieran lo que habían visto.
El primer hijo dijo que el árbol era feo, retorcido y doblado.
El segundo hijo dijo, sin embargo, que el árbol estaba cubierto de brotes verdes y prometía vida.
El tercer hijo no estuvo de acuerdo; dijo que estaba cubierto de flores, que olían tan dulcemente y eran tan hermosas que dijo que eran lo más bello que había visto en su vida.
El último hijo discrepó con todos los demás; dijo que el árbol estaba lleno de frutos, vida y abundancia.
El hombre explicó entonces a sus hijos que todas las respuestas eran correctas ya que cada uno sólo había visto una estación de la vida del árbol.
Dijo que no se puede juzgar a un árbol, o a una persona, por una sola estación, y que su esencia, el placer, la alegría y el amor que se desprenden de esas vidas sólo pueden medirse al final, cuando todas las estaciones están completas.

Cuando la primavera se van todas las flores mueren, pero cuando vuelve sonríen felices. En mis ojos todo pasa, en mi cabeza todo se vuelve blanco.
Pero nunca debe creer que en plena primavera todas las flores mueren porque, justo anoche, florecía una rama de melocotón.
(anónimo de Vietnam)

No dejes que el dolor de una estación destruya la alegría de lo que vendrá después.
No juzgue su vida en una estación difícil. Persevera a través de las dificultades, ¡y seguramente vendrán tiempos mejores cuando menos se lo espere! Viva cada una de sus estaciones con alegría y con el poder de la esperanza.




La Décima Colina (1864)

El sueño de la «Décima Colina», narrado por Don Bosco en octubre de 1864, es una de las páginas más evocadoras de la tradición salesiana. En él, el santo se encuentra en un valle inmenso lleno de jóvenes: algunos ya en el Oratorio, otros aún por conocer. Guiado por una voz misteriosa, debe conducirlos más allá de un escarpado terraplén y luego a través de diez colinas, símbolo de los diez mandamientos, hacia una luz que prefigura el Paraíso. El carro de la Inocencia, las huestes penitenciales y la música celestial dibujan un fresco educativo: muestran la dificultad de preservar la pureza, el valor del arrepentimiento y el papel insustituible de los educadores. Con esta visión profética, Don Bosco anticipa la expansión mundial de su obra y el compromiso de acompañar a cada joven en el camino de la salvación.

Don Bosco había soñado la noche precedente. Al mismo tiempo, un joven llamado C… E…, de Casal Monferrato, tuvo también el mismo sueño, pareciéndole que se encontraba con don Bosco y que hablaba con él. Al levantarse estaba tan impresionado que fue a contar cuanto había soñado a su profesor, el cual le aconsejó que se entrevistara con el siervo de Dios. El joven obedeció inmediatamente y se encontró con don Bosco, que bajaba las escaleras en su busca para hacer lo mismo.
Le pareció encontrarse en un extensísimo valle ocupado por millares y millares de jovencitos; tantos eran, que el siervo de Dios no creyó nunca hubiese tantos muchachos en el mundo. Entre aquellos jóvenes vio a los que estuvieron y a los que están en la casa y a los que un día estarían en ella. Mezclados con ellos estaban los sacerdotes y los clérigos de la misma.
Una montaña altísima cerraba aquel valle por un lado. Mientras don Bosco pensaba en lo que haría con aquellos muchachos, una voz le dijo:
– ¿Ves aquella montaña? Pues bien, es necesario que tú y los tuyos ganen su cumbre.

Entonces, él dio orden a todas aquellas turbas de encaminarse al lugar indicado. Los jóvenes se pusieron en marcha y comenzaron a escalar la montaña a toda prisa. Los sacerdotes de la casa corrían delante animando a los muchachos a la subida, levantaban a los caídos y cargaban sobre sus espaldas a los que no podían proseguir a causa del cansancio. Don Miguel Rúa, con las bocamangas de la sotana arremangadas, trabajaba más que ninguno y, tomando a los muchachos de dos en dos, los lanzaba por el aire en dirección a la montaña, sobre la cual caían de pie, y correteaban después alegremente por una y otra parte.
Don Juan Cagliero y don Juan Bautista Francesia recorrían las filas gritando:
– ¡Animo, adelante! ¡Adelante, ánimo!
En poco más de una hora aquellos numerosos grupos de jóvenes habían alcanzado la cumbre; don Bosco también había ganado la meta.
– ¿Y ahora qué hacemos?, dijo.
Y la voz añadió:
Debes recorrer con tus jóvenes esas diez colinas que contemplas ante tu vista, dispuestas una detrás de otra.
– Pero ¿cómo podremos soportar un viaje tan largo, con tantos muchachos tan pequeños y tan delicados?
– El que no pueda caminar con sus pies, será transportado, se le respondió.
Y he aquí que, en efecto, apareció por un extremo de la colina un magnífico carruaje. Tan hermoso era que resultaría imposible describirlo, pero algo se puede decir. Tenía forma triangular y estaba dotado de tres ruedas que se movían en todas direcciones. De los tres ángulos partían tres astas que se unían en un punto sobre el mismo carruaje formando como la techumbre de un cobertizo. Sobre el punto de unión se levantaba un magnífico estandarte en el que estaba escrita con caracteres cubitales, esta palabra: Inocencia. Una franja corría alrededor de todo el carruaje formando orla en la cual aparecía la siguiente inscripción: Adjutorium Dei Altissimi Patris et Filii et Spiritus Sancti (Ayuda del Altísimo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo).
El vehículo, que resplandecía como el oro y que estaba guarnecido de piedras preciosas, avanzó hasta colocarse en medio de los jóvenes. Después de recibida la orden, muchos niños subieron a él. Eran quinientos. ¡Apenas quinientos, entre tantos millares de jóvenes, eran todavía inocentes!
Una vez ocupado el carro, don Bosco pensaba por qué camino habría de dirigirse, cuando vio abrirse ante sus ojos un camino ancho y cómodo, pero todo cubierto de espinas. De pronto aparecieron seis jóvenes que habían muerto en el Oratorio, vestidos de blanco y enarbolando una hermosísima bandera en la que se leía: Penitencia. Estos fueron a colocarse a la cabeza de todas aquellas falanges de muchachos que habían de continuar el viaje a pie. Seguidamente se dio la señal de partida. Muchos sacerdotes se lanzaron a los varales del carruaje, que comenzó a moverse, tirado por ellos. Los seis jóvenes vestidos de blanco les siguieron. Detrás iba toda la muchedumbre de muchachos. Acompañados de una música hermosísima, indescriptible; los que iban en el carruaje entonaron el Laudate, pueri, Dominum (Alabad, niños, al Señor).
Don Bosco proseguía su camino como embriagado por aquella melodía del cielo, cuando se le ocurrió mirar hacia atrás para comprobar si todos los jóvenes le seguían. Pero ¡oh doloroso espectáculo! Muchos se habían quedado en el valle y muchos otros se habían vuelto atrás. Con indecible dolor, decidió rehacer el camino para persuadir a aquellos insensatos a que continuasen en la empresa y para ayudarles a seguirle. Pero se le prohibió terminantemente.
– Si no les ayudo, estos pobrecitos se perderán, exclamó él.

– Peor para ellos, le fue respondido; fueron llamados como los demás y no quisieron seguirte. Han visto el camino que hay que recorrer y eso basta. Don Bosco quería replicar; rogó, insistió, pero todo fue inútil.
– También tú tienes que obedecer, le dijeron. Y tuvo que proseguir el camino.
Aún no se había rehecho de este dolor, cuando sucedió otro lamentable incidente:
Muchos de los chicos que se encontraban en el carruaje, poco a poco, habían caído a tierra. De los quinientos, apenas si quedaban ciento cincuenta bajo el estandarte de la inocencia.
A don Bosco le parecía que el corazón le iba a estallar en el pecho por la insoportable angustia. Abrigaba, con todo, la esperanza de que aquello fuese solamente un sueño; hacía toda clase de esfuerzos para despertarse, pero cada vez se convencía más de que se trataba de una terrible realidad. Daba palmadas y oía el ruido producido por sus manos; gemía y percibía sus gemidos resonando en la habitación, quería disipar aquella terrible pesadilla, pero no podía.

– ¡Ah, mis queridos jóvenes!, exclamó al llegar a este punto de la narración del sueño, yo he visto y he reconocido a los que se quedaron en el valle; a los que se volvieron atrás y a los que cayeron del carruaje. Os reconocí a todos. Pero no lo dudéis: haré toda suerte de esfuerzos a mi alcance para salvaros. Muchos de vosotros invitados por mí a confesarse, no respondisteis a mi llamada. Por caridad, salvad vuestras almas.
Muchos de los chicos que cayeron del carro fueron a colocarse poco a poco entre las filas de los que caminaban detrás de la segunda bandera. Entretanto, la música del carro continuaba siendo tan dulce, que el dolor de don Bosco fue desapareciendo. Habían pasado ya siete colinas y al llegar a la octava, la muchedumbre de jóvenes llegó a un bellísimo poblado en el que se tomó un poco de descanso. Las casas eran de una riqueza y de una belleza indescriptibles.
Al hablar a los jóvenes sobre aquel lugar, exclamó don Bosco:
– Os diré con santa Teresa lo que ella afirmó del Paraíso: son cosas que si se habla de ellas pierden valor, porque son tan bellas que es inútil esforzarse en describirlas. Por tanto, sólo añadiré que las columnas de aquellas casas parecían de oro, de cristal y de diamante al mismo tiempo, de forma que producían una grata impresión, saciaban a la vista e infundían un gozo extraordinario. Los campos estaban repletos de árboles en cuyas ramas aparecían, al mismo tiempo, flores, yemas, frutos maduros y frutos verdes. Era un espectáculo encantador.
Los jovencitos se desparramaron por todas partes; atraídos unos por una cosa, otros por otra, y deseosos al mismo tiempo de probar aquellas frutas.
Fue en este poblado donde aquel joven de Casale se encontró con don Bosco y sostuvo con él un largo diálogo. Ambos recordaban después las preguntas y respuestas de la conversación que habían mantenido. ¡Singular combinación de dos sueños!
Don Bosco experimentó aquí otra extraña sorpresa. Vio de pronto a sus jóvenes como si se hubiesen tornado viejos; sin dientes, con el rostro lleno de arrugas, el cabello blanco; encorvados, caminando con dificultad, apoyados en un bastón. El siervo de Dios estaba maravillado de aquella metamorfosis, pero la voz le dijo:
– Tú te maravillas; pero has de saber que no hace horas que saliste del valle, sino años y años. Ha sido la música la que ha hecho que el camino te pareciera corto. En prueba de lo que te digo, observa tu fisonomía y te convencerás de que estoy diciendo la verdad. Entonces le fue presentado un espejo a don Bosco. Se miró en él y comprobó que su aspecto era el de un hombre anciano, de rostro cubierto de arrugas y de boca desdentada.

La comitiva, entretanto, volvió a ponerse en marcha y los jóvenes manifestaban deseos, de cuando en cuando, de detenerse para contemplar aquellas cosas nuevas. Pero don Bosco les decía: -Adelante, adelante, no necesitamos nada; no tenemos hambre, no tenemos sed; por tanto, prosigamos adelante.
(Al fondo, en la lejanía, sobre la décima colina despuntaba una luz que iba siempre en aumento, como si saliese de una maravillosa puerta.) Volvió a oírse nuevamente el canto, tan armonioso, que solamente en el Paraíso se puede oír y gustar una cosa igual. No era una música instrumental, ni parecía de voces humanas. Era algo imposible de describir, y tanto fue el júbilo que inundó el alma de Don Bosco, que se despertó encontrándose en el lecho.
He aquí cómo explicó el siervo de Dios su sueño:
– El valle es el mundo. La montaña, los obstáculos que impiden despegarnos de él. El carro, lo entendéis. Los grupos de jóvenes a pie, son los que, perdida la inocencia, se arrepintieron de sus pecados.
Don Bosco añadió también que las diez colinas representaban los diez mandamientos de la ley de Dios, cuya observancia conduce a la vida eterna.
Después añadió que, si había necesidad de ello, estaba dispuesto a decir confidencialmente a algunos jóvenes el papel que desempeñaban en el sueño, si se quedaron en el valle o si se cayeron del carruaje.
Al bajar don Bosco de la tribuna, el alumno Antonio Ferraris se acercó a él y le contó ante nosotros, que oímos sus palabras, que en la noche anterior había soñado que se encontraba en compañía de su madre, la cual le había preguntado que, si para la fiesta de Pascua, iría a casa a pasar unos días de vacaciones, y que él había dicho que antes de dicha fiesta habría volado al Paraíso. Después, confidencialmente, dijo algunas palabras al oído de don Bosco. Antonio Ferraris murió el 16 de marzo de 1865.
Nosotros escribimos el sueño inmediatamente, y la misma noche del 22 de octubre de 1864, añadimos al final la siguiente apostilla: «Tengo la seguridad de que don Bosco en sus explicaciones procuró velar lo que el sueño tiene de más sorprendente, al menos respecto a algunas circunstancias. La explicación de los diez mandamientos no me satisface. La octava colina sobre la cual don Bosco hace una parada y se contempla en el espejo tan anciano, creo que quiere indicar que el siervo de Dios moriría pasados los sesenta años. El futuro hablará».
Este futuro es ya pasado y hemos de ratificar nuestra opinión. El sueño indicaba a don Bosco la duración de su vida. Confrontemos con éste el de la Rueda, que sólo pudimos conocer unos años después. Las vueltas de la rueda proceden por decenios: y así se avanza de una a otra colina, de diez en diez años. Las colinas son diez, representando unos cien años, que es el máximo de la vida del hombre. En el primer decenio vemos a don Bosco, aún niño, comenzando su misión entre sus compañeros de I Becchi, dando así principio a su viaje; después comprobamos cómo recorre siete colinas, esto es, siete decenios, llegando, por tanto, a los setenta años de edad, sube a la octava colina y en ella descansa: contempla casas y campos maravillosos, o mejor dicho, su Pía Sociedad, que ha crecido y producido frutos por la bondad infinita de Dios. El camino a recorrer en la octava colina es aún largo y el siervo de Dios emprende la marcha; pero no llega a la novena colina porque se despierta antes. Y así finalizó su carrera en el octavo decenio, pues murió a los setenta y dos años y cinco meses de edad.
¿Qué opina el lector de todo esto? Añadiremos que a la noche siguiente, habiéndonos preguntado don Bosco a nosotros mismos, cuál era nuestro pensamiento sobre este sueño, le respondimos que nos parecía que no se refería solamente a los jóvenes, sino que también quería significar la dilatación de la Pía Sociedad por todo el mundo.
– Pero ¿cómo?, replicó uno de nuestros hermanos; tenemos ya los colegios de Mirabello y de Lanzo y se abrirá alguno más en el Piamonte. ¿Qué más quieres?
– Son muy diferentes los destinos anunciados por el sueño.
Y don Bosco aprobaba sonriente nuestra opinión.
(MB IT VII, 796-802 / MB ES VII, 677-683)




La educación femenina con San Francisco de Sales

El pensamiento educativo de San Francisco de Sales revela una visión profunda e innovadora del papel de la mujer en la Iglesia y en la sociedad de su tiempo. Convencido de que la formación de las mujeres era fundamental para el crecimiento moral y espiritual de toda la comunidad, el santo obispo de Ginebra promovió una educación equilibrada, respetuosa de la dignidad femenina, pero también atenta a las fragilidades. Con una mirada paternal y realista, supo apreciar y valorar las cualidades de las mujeres, animándolas a cultivar la virtud, la cultura y la devoción. Fundador de la Congregación de la Visitación con Juana de Chantal, defendió con vigor la vocación femenina incluso frente a las críticas y los prejuicios. Su enseñanza sigue ofreciendo ideas actuales sobre la educación, el amor y la libertad en la elección de la propia vida.

                Con motivo de su viaje a París en 1619, Francisco de Sales conoció a Adrien Bourdoise, un sacerdote reformador del clero, que le reprochó que se ocupara demasiado de las mujeres. El obispo le respondió con calma que las mujeres eran la mitad del género humano y que, formando buenas cristianas, se tendrían buenos jóvenes, y con buenos jóvenes, buenos sacerdotes. Por otra parte, ¿no les dedicó San Jerónimo mucho tiempo y varios escritos? Francisco de Sales recomienda la lectura de sus cartas a la señora de Chantal, quien encontrará en ellas, entre otras cosas, numerosas indicaciones «para educar a sus hijas». De ello se deduce que, a sus ojos, el papel de las mujeres en el ámbito educativo justificaba el tiempo y la atención que les dedicaba.

Francisco de Sales y las mujeres de su tiempo
                «Hay que ayudar al sexo femenino, despreciado», dijo un día el obispo de Ginebra a Jean-François de Blonay. Para comprender las preocupaciones y el pensamiento de Francisco de Sales, conviene situarlo en su época. Hay que decir que algunas de sus afirmaciones parecen aún muy ligadas a la mentalidad corriente. En las mujeres de su época lamentaba «esa ternura femenina consigo mismas», la facilidad «para compadecerse y desear ser compadecidas», una mayor propensión que los hombres «a dar crédito a los sueños, a temer a los espíritus y a ser crédulas y supersticiosas» y, sobre todo, los «retorcimientos de sus vanidosos pensamientos». Entre los consejos que daba a la señora de Chantal sobre la educación de sus hijas, escribía sin dudar: «Quíteles la vanidad del alma: nace casi al mismo tiempo que el sexo».
                Sin embargo, las mujeres están dotadas de grandes cualidades. Escribía a propósito de la señora de La Fléchère, que acababa de perder a su marido: «Si solo tuviera esta oveja perfecta en mi rebaño, no me angustiaría ser pastor de esta afligida diócesis. Después de la señora de Chantal, no sé si he conocido un alma más fuerte en un cuerpo femenino, un espíritu más razonable y una humildad más sincera». Las mujeres no son en absoluto las últimas en la práctica de las virtudes: «¿Acaso no hemos visto a muchos grandes teólogos que han dicho cosas maravillosas sobre las virtudes, pero no para practicarlas, mientras que, por el contrario, hay tantas mujeres santas que no saben hablar de virtudes, pero que sin embargo saben muy bien cómo practicarlas?».
                Las mujeres casadas son las más dignas de admiración: «¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto agradan a Dios las virtudes de una mujer casada! ¡En efecto, deben ser fuertes y excelentes para poder perseverar en tal vocación!». En la lucha por conservar la castidad, consideraba que «las mujeres a menudo han luchado con más valentía que los hombres».
                Fundador de una congregación de mujeres junto con Juana de Chantal, mantuvo una relación constante con las primeras religiosas. Junto a los elogios, comenzaron a llover las críticas. Empujado a estas trincheras, el fundador tuvo que defenderse y defenderlas, no solo como religiosas, sino también como mujeres. En un documento que debía servir de prefacio a las Constituciones de las Visitandinas, encontramos la vena polémica de la que era capaz, dirigiéndose ya no contra los «herejes», sino contra los «censores» maliciosos e ignorantes:

La presunción y la inoportuna arrogancia de muchos hijos de este siglo, que critican ostentosamente todo lo que no es conforme a su espíritu […], me ofrece la ocasión, mejor dicho, me obliga a redactar esta Prefacio, queridas hermanas, para armar y defender vuestra santa vocación contra las puntas de sus lenguas pestilentes; para que las almas buenas y piadosas, que sin duda están unidas a vuestro amable y honorable Instituto, encuentren aquí cómo rechazar las flechas lanzadas por la temeridad de estos censores extravagantes e insolentes.

                Previendo quizás que tal preámbulo podía perjudicar la causa, el fundador de la Visitación escribió una segunda edición suavizada, con el fin de poner de relieve la igualdad fundamental entre los sexos. Después de citar el Génesis, esta vez hacía el siguiente comentario: «La mujer, pues, no menos que el hombre, tiene la gracia de haber sido hecha a imagen de Dios; igual honor en ambos sexos; sus virtudes son iguales».

La educación de las hijas
                El enemigo del amor verdadero es la «vanidad». Este era el defecto que Francisco de Sales, al igual que los moralistas y pedagogos de su época, más temía en la educación de las jóvenes. Señala varias manifestaciones. Mirad «estas señoritas de la alta sociedad, que, habiéndose bien colocado, van por ahí hinchadas de orgullo y vanidad, con la cabeza alta, los ojos abiertos, ansiosas de ser notadas por los mundanos».
                El obispo de Ginebra se divierte un poco burlándose de estas «chicas de sociedad», que «llevan sombreros esparcidos y empolvados», con la cabeza «herrada como se herran las pezuñas de los caballos», todas «empolladas y adornadas con flores como no se puede decir» y «cargadas de adornos». Hay quienes «llevan vestidos que les aprietan y les molestan mucho, y esto para que se vea que son delgadas»; he aquí una verdadera «locura que las incapacita para hacer nada».
                ¿Qué pensar entonces de ciertas bellezas artificiales convertidas en «boutiques de vanidad»? Francisco de Sales prefiere un «rostro limpio y claro», desea «que no haya nada afectado, porque todo lo que está embellecido desagrada». ¿Hay que condenar entonces todo «artificio»? Admite de buen grado que «en caso de algún defecto de la naturaleza, hay que corregirlo de manera que se vea la corrección, pero despojado de todo artificio».
                ¿Y el perfume? Se preguntaba el predicador hablando de Magdalena. «Es algo excelente —responde—; incluso quien lo lleva percibe algo excelente»; y añade, como buen conocedor, que «el almizcle de España goza de gran estima en el mundo». En el capítulo sobre la «decencia en el vestido», permite que las jóvenes tengan vestidos con adornos variados, «porque pueden desear libremente ser agradables a muchos, pero con el único fin de ganarse a un joven con vistas a un santo matrimonio». Concluía con esta indulgente observación: «¿Qué queréis? Es conveniente que las señoritas sean un poco guapas».
                Cabe añadir que la lectura de la Biblia le había preparado para no ponerse duro ante la belleza femenina. En el amante del Cantar de los Cantares, admiraba «la notable belleza de su rostro, semejante a un ramo de flores». Describe a Jacob, que al encontrar a Raquel junto al pozo, «derramó lágrimas de alegría al ver a una virgen que le gustaba y le encantaba por la gracia de su rostro». También le gustaba contar la historia de santa Brígida, nacida en Escocia, un país donde se admiran «las criaturas más bellas que se pueden ver»; era «una joven sumamente atractiva», pero su belleza era «natural», precisa nuestro autor.
                El ideal de belleza salesiana se llama «buena gracia», que designa no solo «la perfecta armonía de las partes que hace que algo sea bello», sino también la «gracia de los movimientos, los gestos y las acciones, que es como el alma de la vida y de la belleza», es decir, la bondad de corazón. La gracia exige «sencillez y modestia». Ahora bien, la gracia es una perfección que proviene del interior de la persona. Es la belleza unida a la gracia lo que hace de Rebeca el ideal femenino de la Biblia: era «tan hermosa y graciosa junto al pozo donde sacaba agua para dar de beber al rebaño», y su «bondad familiar» la inspiró, además, a dar de beber no solo a los siervos de Abraham, sino también a sus camellos.

Educación y preparación para la vida
                En la época de San Francisco de Sales, las mujeres tenían pocas posibilidades de acceder a los estudios superiores. Las niñas aprendían lo que oían de sus hermanos y, cuando la familia tenía la posibilidad, asistían a un convento. La lectura era sin duda más frecuente que la escritura. Los colegios estaban reservados a los niños, por lo que aprender latín, la lengua de la cultura, estaba prácticamente prohibido a las niñas.
                Hay que creer que Francisco de Sales no se oponía a que las mujeres se convirtieran en personas cultas, pero con la condición de que no cayeran en la pedantería y la vanidad. Admiraba a santa Catalina, que era «muy erudita, pero humilde en tanta ciencia». Entre las interlocutoras del obispo de Ginebra, la señora de La Fléchère había estudiado latín, italiano, español y bellas artes, pero era una excepción.
                Para encontrar un lugar en la vida, tanto en el ámbito social como en el religioso, las jóvenes a menudo necesitaban una ayuda especial en un momento dado. Georges Rolland relata que el obispo se ocupó personalmente de varios casos difíciles. Una mujer de Ginebra, con tres hijas, fue generosamente ayudada por el obispo, «con dinero y créditos»; «colocó a una de sus hijas como aprendiz en casa de una honorable señora de la ciudad, pagándole la pensión durante seis años, en grano y en dinero». También donó 500 florines para la boda de la hija de un impresor de Ginebra.
                La intolerancia religiosa de la época provocaba a veces dramas, a los que Francisco de Sales trataba de poner remedio. Marie-Judith Gilbert, educada en París por sus padres en los «errores de Calvino», descubrió a los diecinueve años el libro de la Filotea, que solo se atrevía a leer en secreto. Sintió simpatía por el autor, del que había oído hablar. Vigilada de cerca por su padre y su madre, consiguió que la sacaran en carruaje, se instruyó en la religión católica y entró en las hermanas de la Visitación.
                El papel social de las mujeres seguía siendo bastante limitado. Francisco de Sales no era del todo contrario a la intervención de las mujeres en la vida pública. Escribía en estos términos, por ejemplo, a una mujer que intervenía en la vida pública, a propósito y fuera de lugar:

Vuestro sexo y vuestra vocación os permiten reprimir el mal externo, pero solo si está inspirado por el bien y se lleva a cabo con reprimendas sencillas, humildes y caritativas hacia los transgresores, advirtiendo a los superiores en la medida de lo posible.

                Por otra parte, es significativo que una contemporánea de Francisco de Sales, la señorita de Gournay, una feminista ante litteram, intelectual y autora de textos polémicos como su tratado La igualdad de los hombres y las mujeres y La queja de las mujeres, le manifestara una gran admiración. Esta se empeñó durante toda su vida en demostrar esta igualdad, recopilando todos los testimonios posibles al respecto, sin olvidar el del «buen y santo obispo de Ginebra».

Educación para el amor
                Francisco de Sales habló mucho del amor de Dios, pero también prestó mucha atención a las manifestaciones del amor humano. Para él, de hecho, el amor es uno, aunque su «objeto» sea diferente y desigual. Para explicar el amor de Dios, no supo hacerlo mejor que partiendo del amor humano.
                El amor nace de la contemplación de la belleza, y la belleza se percibe con los sentidos, sobre todo con los ojos. Se establece un fenómeno interactivo entre la mirada y la belleza: «Contemplar la belleza nos hace amarla, y el amor nos hace contemplarla». El olfato reacciona de la misma manera; de hecho, «los perfumes ejercen su único poder de atracción con su dulzura».
                Tras la intervención de los sentidos externos, intervienen los sentidos internos, la fantasía y la imaginación, que exaltan y transfiguran la realidad: «En virtud de este movimiento recíproco del amor hacia la vista y de la vista hacia el amor, del mismo modo que el amor hace más resplandeciente la belleza de la cosa amada, así la vista de la cosa amada hace que el amor sea más enamorado y placentero». Se comprende entonces por qué «los que han pintado a Cupido le han vendado los ojos, afirmando que el amor es ciego». En este punto surge el amor-pasión: este hace «buscar el diálogo, y el diálogo a menudo alimenta y aumenta el amor»; además, «desea el secreto, y cuando los enamorados no tienen ningún secreto que decirse, a veces se complacen en decírselo en secreto»; y, por último, induce a «pronunciar palabras que, sin duda, serían ridículas si no brotaran de un corazón apasionado».
                Ahora bien, este amor-pasión, que tal vez se reduzca solo a «amorcitos», a «galanterías», está expuesto a diversas vicisitudes, hasta tal punto que induce al autor de la Filotea a intervenir con una serie de consideraciones y advertencias sobre «las amistades frívolas que se establecen entre personas de distinto sexo y sin intención de casarse». A menudo no son más que «abortos o, mejor dicho, apariencias de amistad».
                Francisco de Sales también se pronunció sobre el tema de los besos, preguntándose, por ejemplo, junto con los antiguos comentaristas, por qué Raquel había permitido que Jacob la abrazara. Explica que hay dos tipos de besos: uno malo y otro bueno. Los besos que se intercambian fácilmente los jóvenes y que al principio no son malos, pueden llegar a serlo más adelante debido a la fragilidad humana. Pero el beso también puede ser bueno. En determinados lugares, es lo que dicta la costumbre. «Nuestro Jacobo abraza muy inocentemente a su Raquel; Raquel acepta este beso de cortesía por parte de este hombre de buen carácter y rostro limpio». «¡Oh! —concluía Francisco de Sales—, dadme personas que tengan la inocencia de Jacob y Raquel y les permitiré besarse».
                En la cuestión del baile, también muy actual, el obispo de Ginebra evitaba las órdenes absolutas, como hacían los rigoristas de la época, tanto católicos como protestantes, mostrándose, sin embargo, muy prudente. Se le reprochó incluso con dureza haber escrito que «las danzas y los bailes en sí mismos son cosas indiferentes». Al igual que ciertos juegos, también se vuelven peligrosos cuando se adquiere tal afición por ellos que ya no se puede prescindir de ellos: el baile «debe hacerse por diversión y no por pasión; durante poco tiempo y sin cansarse ni aturdirse». Lo más peligroso es que estos pasatiempos se convierten a menudo en ocasiones que provocan «disputas, envidias, burlas, amoríos».

La elección de la forma de vida
                Cuando la hija crece, llega «el día en que hay que hablar con ella, me refiero a una palabra decisiva, aquella en la que se dice a las jóvenes que se quiere casarlas». Hombre de su tiempo, Francisco de Sales compartía en gran medida la idea de que los padres tenían una importante tarea en la determinación de la vocación de los hijos, tanto para el matrimonio como para la vida religiosa. «Por lo general, uno no elige a su príncipe o a su obispo, a su padre o a su madre, y a menudo tampoco a su marido», constataba el autor de la Filotea. Sin embargo, afirma claramente que «las hijas no pueden ser entregadas en matrimonio mientras ellas digan que no».

                La práctica habitual se explica bien en este pasaje de la Filotea: «Para que un matrimonio sea verdadero, son necesarias tres cosas con respecto a la joven que se quiere entregar en matrimonio: en primer lugar, que se le haga la propuesta; en segundo lugar, que ella la acepte; en tercer lugar, que ella dé su consentimiento». Dado que las chicas se casaban muy jóvenes, no es de extrañar su inmadurez afectiva. «Las chicas que se casan muy jóvenes aman realmente a sus maridos, si los tienen, pero no dejan de amar también los anillos, las joyas y las amigas con las que se divierten mucho jugando, bailando y haciendo locuras».
                El problema de la libertad de elección se planteaba igualmente para los niños que se destinaban a la vida religiosa. Franceschetta, hija de la baronesa de Chantal, debía ser ingresada en un convento por su madre, que deseaba verla religiosa, pero el obispo intervino: «Si Franceschetta quiere ser religiosa de buen grado, bien; en caso contrario, no apruebo que se anticipe su voluntad con decisiones que no son suyas». Por otra parte, no sería conveniente que la lectura de las cartas de san Jerónimo orientara demasiado a la madre hacia la severidad y la coacción. Por lo tanto, le aconseja «moderación» y proceder con «inspiraciones suaves».
                Algunas jóvenes dudan ante la vida religiosa y el matrimonio, sin llegar nunca a decidirse. Francisco de Sales animó a la futura señora de Longecombe a dar el paso del matrimonio, que él mismo quiso celebrar. Hizo esta buena obra, dirá más tarde el marido, a la pregunta de su esposa «que deseaba casarse por las manos del obispo y que, sin su presencia, nunca habría podido dar este paso, debido a la gran aversión que sentía hacia el matrimonio».

Las mujeres y la «devoción»
                Alejado de todo feminismo ante litteram, Francisco de Sales era consciente de la excepcional aportación de la feminidad en el plano espiritual. Se ha señalado que, al favorecer la devoción en las mujeres, el autor de la Filotea favoreció, al mismo tiempo, la posibilidad de una mayor autonomía, una «vida privada femenina».
                No es de extrañar que las mujeres tengan una disposición especial para la «devoción». Tras enumerar a varios doctores y expertos, podía escribir en el prefacio de Teotimo: «Pero para que se sepa que este tipo de escritos se redactan mejor con la devoción de los enamorados que con la doctrina de los sabios, el Espíritu Santo ha hecho que numerosas mujeres hayan realizado maravillas al respecto. ¿Quién ha manifestado mejor las celestiales pasiones del amor divino que santa Catalina de Génova, santa Ángela de Foligno, santa Catalina de Siena, santa Matilde?». Es conocida la influencia de la madre de Chantal en la redacción del Teotimo, y en particular del libro noveno, «vuestro libro noveno del Amor de Dios», según la expresión del autor.
                ¿Podían las mujeres inmiscuirse en cuestiones religiosas? «He aquí, pues, esta mujer que hace de teóloga», dice Francisco de Sales hablando de la samaritana del Evangelio. ¿Hay que ver necesariamente en ello una desaprobación hacia las teólogas? No es seguro. Tanto más cuanto que afirma con fuerza: «Os digo que una mujer sencilla y pobre puede amar a Dios tanto como un doctor en teología». La superioridad no siempre reside donde uno cree.
                Hay mujeres superiores a los hombres, empezando por la Santísima Virgen. Francisco de Sales respeta siempre el principio del orden establecido por las leyes religiosas y civiles de su tiempo, a las que predica la obediencia, pero su práctica da testimonio de una gran libertad de espíritu. Así, para el gobierno de los monasterios femeninos, consideraba que era mejor para ellas estar bajo la jurisdicción del obispo que depender de sus hermanos religiosos, que corrían el riesgo de ejercer una influencia excesiva sobre ellas.
                Las visitandinas, por su parte, no dependerán de ninguna orden masculina y no tendrán ningún gobierno central, ya que cada monasterio estará bajo la jurisdicción del obispo del lugar. Se atrevió a calificar con el inesperado título de «apóstoles» a las hermanas de la Visitación que partían para una nueva fundación.
                Si interpretamos correctamente el pensamiento del obispo de Ginebra, la misión eclesial de las mujeres consiste en anunciar no la palabra de Dios, sino «la gloria de Dios» con la belleza de su testimonio. Los cielos, reza el salmista, narran la gloria de Dios solo con su esplendor. «La belleza del cielo y del firmamento invita a los hombres a admirar la grandeza del Creador y a anunciar sus maravillas»; y «¿no es acaso una maravilla mayor ver un alma adornada con muchas virtudes que un cielo cubierto de estrellas?».




El sabio

Al emperador Ciro el Grande le gustaba conversar amistosamente con un amigo muy sabio llamado Akkad.
Un día, recién llegado agotado de una campaña bélica contra los medos, Ciro se detuvo junto a su viejo amigo para pasar unos días con él.
“Estoy agotado, querido Akkad. Todas estas batallas me están agotando. Cómo me gustaría poder detenerme y pasar tiempo contigo, charlando a orillas del Éufrates…”
“Pero, querido señor, a estas alturas ya has derrotado a los medos, ¿qué harás?”
“Quiero tomar Babilonia y someterla”.
“¿Y después de Babilonia?”
“Someteré a Grecia”.
“¿Y después de Grecia?”
“Conquistaré Roma”.
“¿Y después de eso?”
“Me detendré. Volveré aquí y pasaremos días felices conversando amistosamente a orillas del Éufrates…”.
“¿Y por qué, señor, amigo mío, no empezamos de una vez?”

Siempre habrá otro día para decir “te quiero”.
Acuérdate hoy de sus seres queridos y susúrreles al oído, diles cuánto los quiere. Tómese el tiempo de decir “lo siento”, “por favor, escúcheme”, “gracias”.
Mañana no te arrepentirás de lo que has hecho hoy
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El voluntariado misionero cambia la vida de los jóvenes en México

El voluntariado misionero representa una experiencia que transforma profundamente la vida de los jóvenes. En México, la Inspectoría Salesiana de Guadalajara ha desarrollado durante décadas un camino orgánico de Voluntariado Misionero Salesiano (VMS) que sigue impactando de manera duradera en el corazón de muchos chicos y chicas. Gracias a las reflexiones de Margarita Aguilar, coordinadora del voluntariado misionero en Guadalajara, compartiremos el recorrido sobre los orígenes, la evolución, las fases de formación y las motivaciones que impulsan a los jóvenes a comprometerse para servir a las comunidades en México.

Orígenes
El voluntariado, entendido como compromiso a favor de los demás nacido de la necesidad de ayudar al prójimo tanto en el plano social como espiritual, se fortaleció con el tiempo con la contribución de gobiernos y ONG para sensibilizar sobre temas de salud, educación, religión, medio ambiente y más. En la Congregación Salesiana, el espíritu voluntario está presente desde sus orígenes: Mamá Margarita, junto a Don Bosco, fue una de las primeras “voluntarias” en el Oratorio, dedicándose a la asistencia de los jóvenes para cumplir la voluntad de Dios y contribuir a la salvación de sus almas. Ya el Capítulo General XXII (1984) comenzó a hablar explícitamente de voluntariado, y los capítulos siguientes insistieron en este compromiso como una dimensión inseparable de la misión salesiana.
En México, los Salesianos están divididos en dos Inspectorías: Ciudad de México (MEM) y Guadalajara (MEG). Es precisamente en esta última que, desde mediados de los años ochenta, se estructuró un proyecto de voluntariado juvenil. La Inspectoría de Guadalajara, fundada hace 62 años, ofrece desde hace casi 40 años la posibilidad a jóvenes deseosos de experimentar el carisma salesiano de dedicar un período de vida al servicio de las comunidades, especialmente en zonas fronterizas.
El 24 de octubre de 1987, el inspector envió un grupo de cuatro jóvenes junto con salesianos a la ciudad de Tijuana, en una zona fronteriza en fuerte expansión salesiana. Fue el inicio del Voluntariado Juvenil Salesiano (VJS), que se desarrolló gradualmente y se organizó de manera cada vez más estructurada.

El objetivo inicial se proponía a jóvenes de aproximadamente 20 años, dispuestos a dedicar de uno a dos años para construir los primeros oratorios en las comunidades de Tijuana, Ciudad Juárez, Los Mochis y otras localidades del norte. Muchos recuerdan los primeros días: pala y martillo en mano, convivencia en casas sencillas con otros voluntarios, tardes pasadas con niños, adolescentes y jóvenes del barrio jugando en el terreno donde surgiría el oratorio. A veces faltaba el techo, pero no faltaban la alegría, el sentido de familia y el encuentro con la Eucaristía.

Aquellas primeras comunidades de salesianos y voluntarios llevaron en sus corazones el amor a Dios, a María Auxiliadora y a Don Bosco, manifestando espíritu pionero, ardor misionero y cuidado total por los demás.

Evolución
Con el crecimiento de la Inspectoría y de la Pastoral Juvenil, surgió la necesidad de itinerarios formativos claros para los voluntarios. La organización se fortaleció a través de:
Cuestionario de candidatura: cada aspirante a voluntario completaba una ficha y respondía a un cuestionario que delineaba sus características humanas, espirituales y salesianas, iniciando el proceso de crecimiento personal.

Curso de formación inicial: talleres teatrales, juegos y dinámicas de grupo, catequesis y herramientas prácticas para las actividades en campo. Antes de la partida, los voluntarios se reunían para concluir la formación y recibir el envío a las comunidades salesianas.

Acompañamiento espiritual: se invitaba al candidato a ser acompañado por un salesiano en su comunidad de origen. Por un tiempo, la preparación se realizó junto con aspirantes salesianos, fortaleciendo el aspecto vocacional, aunque luego esta práctica sufrió modificaciones según la animación vocacional de la Inspectoría.

Encuentro inspectorial anual: cada diciembre, cerca del Día Internacional del Voluntario (5 de diciembre), los voluntarios se reúnen para evaluar la experiencia, reflexionar sobre el camino de cada uno y consolidar los procesos de acompañamiento.

Visitas a las comunidades: el equipo de coordinación visita regularmente las comunidades donde operan los voluntarios, para apoyar no solo a los jóvenes, sino también a salesianos y laicos de la comunidad educativa-pastoral, fortaleciendo las redes de apoyo.

Proyecto de vida personal: cada candidato elabora, con la ayuda del acompañante espiritual, un proyecto de vida que ayude a integrar la dimensión humana, cristiana, salesiana, vocacional y misionera. Se prevé un período mínimo de seis meses de preparación, con momentos en línea dedicados a las diversas dimensiones.
Involucramiento de las familias: encuentros informativos con los padres sobre los procesos del VJS, para hacer comprender el camino y fortalecer el apoyo familiar.

Formación continua durante la experiencia: cada mes se aborda una dimensión (humana, espiritual, apostólica, etc.) mediante materiales de lectura, reflexión y trabajo de profundización en curso.

Post-voluntariado: tras la conclusión de la experiencia, se organiza un encuentro de cierre para evaluar la experiencia, planificar los pasos siguientes y acompañar al voluntario en la reinserción en la comunidad de origen y en la familia, con fases presenciales y en línea.

Nuevas etapas y renovaciones
Recientemente, la experiencia ha adoptado el nombre de Voluntariado Misionero Salesiano (VMS), en línea con el énfasis de la Congregación en la dimensión espiritual y misionera. Algunas novedades introducidas:

Pre-voluntariado breve: durante las vacaciones escolares (diciembre-enero, Semana Santa y Pascua, y especialmente verano) los jóvenes pueden experimentar por períodos cortos la vida en comunidad y el compromiso de servicio, para tener un primer “aperitivo” de la experiencia.

Formación para la experiencia internacional: se ha establecido un proceso específico para preparar a los voluntarios a vivir la experiencia fuera de las fronteras nacionales.

Mayor énfasis en el acompañamiento espiritual: no solo “enviar a trabajar”, sino poner en el centro el encuentro con Dios, para que el voluntario descubra su propia vocación y misión.

Como subraya Margarita Aguilar, coordinadora del VMS en Guadalajara: “Un voluntario necesita tener las manos vacías para poder abrazar su misión con fe y esperanza en Dios.”

Motivaciones de los jóvenes
En la base de la experiencia VMS siempre está la pregunta: “¿Cuál es tu motivación para ser voluntario?”. Se pueden identificar tres grupos principales:

Motivación operativa/práctica: quienes creen que realizarán actividades concretas relacionadas con sus competencias (enseñar en una escuela, servir en un comedor, animar un oratorio). A menudo descubren que el voluntariado no es solo trabajo manual o didáctico y pueden sentirse decepcionados si esperaban una experiencia meramente instrumental.

Motivación ligada al carisma salesiano: exusuarios de obras salesianas que desean profundizar y vivir más intensamente el carisma, imaginando una experiencia intensa como un largo encuentro festivo del Movimiento Juvenil Salesiano, pero por un período prolongado.

Motivación espiritual: quienes desean compartir su experiencia de Dios y descubrirlo en los demás. A veces, sin embargo, esta “fidelidad” está condicionada por expectativas (por ejemplo, “sí, pero solo en esta comunidad” o “sí, pero si puedo volver para un evento familiar”), y es necesario ayudar al voluntario a madurar un “sí” libre y generoso.

Tres elementos clave del VMS
La experiencia de Voluntariado Misionero Salesiano se articula en tres dimensiones fundamentales:

Vida espiritual: Dios es el centro. Sin oración, sacramentos y escucha del Espíritu, la experiencia corre el riesgo de reducirse a un simple compromiso operativo, agotando al voluntario hasta el abandono.

Vida comunitaria: la comunión con los salesianos y con los demás miembros de la comunidad fortalece la presencia del voluntario entre niños, adolescentes y jóvenes. Sin comunidad no hay apoyo en los momentos difíciles ni contexto para crecer juntos.

Vida apostólica: el testimonio alegre y la presencia afectiva entre los jóvenes evangeliza más que cualquier actividad formal. No se trata solo de “hacer”, sino de “ser” sal y luz en el día a día.

Para vivir plenamente estas tres dimensiones, se necesita un camino de formación integral que acompañe al voluntario desde el inicio hasta el final, abrazando cada aspecto de la persona (humano, espiritual, vocacional) según la pedagogía salesiana y el mandato misionero.

El papel de la comunidad de acogida
El voluntario, para ser un instrumento auténtico de evangelización, necesita una comunidad que lo apoye, sea ejemplo y guía. De igual manera, la comunidad acoge al voluntario para integrarlo, apoyándolo en los momentos de fragilidad y ayudándolo a liberarse de ataduras que dificultan la entrega total. Como destaca Margarita: “Dios nos ha llamado a ser sal y luz de la Tierra y muchos de nuestros voluntarios han encontrado el valor de tomar un avión dejando atrás a la familia, los amigos, la cultura, su forma de vivir para elegir este estilo de vida centrado en ser misioneros.”

La comunidad ofrece espacios de diálogo, oración común, acompañamiento práctico y emocional, para que el voluntario pueda mantenerse firme en su elección y dar frutos en el servicio.

La historia del voluntariado misionero salesiano en Guadalajara es un ejemplo de cómo una experiencia puede crecer, estructurarse y renovarse aprendiendo de los errores y los éxitos. Poniendo siempre en el centro la motivación profunda del joven, la dimensión espiritual y comunitaria, se ofrece un camino capaz de transformar no solo las realidades servidas, sino también la vida de los propios voluntarios.
Nos dice Margarita Aguilar: “Un voluntario necesita tener las manos vacías para poder abrazar su misión con fe y esperanza en Dios.”

Agradecemos a Margarita por sus valiosas reflexiones: su testimonio nos recuerda que el voluntariado misionero no es un mero servicio, sino un camino de fe y crecimiento que toca la vida de los jóvenes y las comunidades, renovando la esperanza y el deseo de entregarse por amor a Dios y al prójimo.