La pastora, las ovejas y los corderos (1867)

En el siguiente pasaje, Don Bosco, fundador del Oratorio de Valdocco, relata a sus jóvenes un sueño que tuvo entre el 29 y el 30 de mayo de 1867 y que narró la noche del Domingo de la Santísima Trinidad. En una llanura infinita, rebaños y corderos se convierten en alegoría del mundo y de los muchachos: prados exuberantes o desiertos áridos figuran la gracia y el pecado; cuernos y heridas denuncian escándalo y deshonor; la cifra «3» preanuncia tres carestías –espiritual, moral, material– que amenazan a quien se aleja de Dios. Del relato brota el apremiante llamado del santo: custodiar la inocencia, volver a la gracia con la penitencia, para que cada joven pueda revestirse de las flores de la pureza y participar de la alegría prometida por el buen Pastor.

El domingo de la Santísima Trinidad, 16 de junio, en cuya festividad, hacía veintiséis años, había celebrado don Bosco su primera misa, los jóvenes esperaban con impaciencia que les contara un sueño, según les había prometido el día 13 del mismo mes. Su ardiente deseo era buscar el bien espiritual de su rebaño, y su norma, las amonestaciones y promesas del capítulo XXVII, versículos 23 – 25 del libro de los Proverbios: Diligenter agnosce vultum pecoris tui, tuosque greges considera: non enim habebis jugiter potestatem; sed corona tribuetur in generationem et generationem. Aperta sunt prata, et apparuerunt herbas virentes, et collecta sunt foena de montibus… (Conoce a fondo el estado de tu ganado, aplica tu corazón a tu rebaño; porque no es eterna la riqueza; no se transmiten los tesoros de edad en edad. Cortada la hierba, aparecido el retoño, y apilado el heno de los montes…). En sus oraciones pedía al cielo el conocimiento exacto de sus ovejas; la gracia de vigilar atentamente; de asegurar la custodia del redil aun después de su muerte y de proveerle de fácil alimento material y espiritual. Don Bosco, pues, después de las oraciones de la noche, habló así:

En una de las últimas noches del mes de María, el 29 o el 30 de mayo, estando en la cama y no pudiendo dormir, pensaba en mis queridos jóvenes y me decía a mí mismo:
– ¡Oh si pudiese soñar algo que les sirviese de provecho!
Después de reflexionar durante un rato añadí:
– ¡Sí! Ahora quiero soñar algo para contarlo a mis jóvenes.
Y he aquí que me quedé dormido. Apenas el sueño se apoderó de mí, me pareció encontrarme en una inmensa llanura cubierta de un número extraordinario de ovejas de gran tamaño, las cuales, divididas en rebaños, pacían en los extensos prados que se ofrecían ante mi vista. Quise acercarme a ellas y se me ocurrió buscar al pastor, causándome gran maravilla que pudiese haber en el mundo quien pudiera poseer tan crecido número de animales de aquella especie. Después de breves indagaciones me encontré ante un pastor apoyado en su cayado. Inmediatamente comencé a preguntarle:
– ¿De quién es este rebaño tan numeroso?
El pastor no me contestó. Volví a repetir la pregunta y entonces me dijo:
– ¿Y a ti qué te interesa?
– ¿Por qué, repliqué, me contesta de esa manera?
– Pues bien, dijo el pastor, este rebaño es de su dueño.
– ¿De su dueño? Eso ya me lo suponía, dije para mí. Y continué en alta voz:
– ¿Y quién es el dueño?
– No te preocupes, me dijo, ya lo sabrás.
Después, recorriendo en su compañía aquel valle, comencé a observar el rebaño y la región en que nos encontrábamos. Algunas zonas estaban cubiertas de rica vegetación; numerosos árboles extendían sus ramas proporcionando agradable sombra, y una hierba fresquísima que servía de alimento a gran número de ovejas de hermosa y lucida presencia. En otros parajes la llanura era estéril, arenosa, llena de piedras, recubierta de espinos, desprovistos de hojas, y de grama amarillenta; no había en toda ella ni un tallo de hierba fresca; a pesar de ello, también allí había numerosas ovejas paciendo, pero su aspecto era miserable.
Hice algunas preguntas a mi guía referentes a este rebaño, pero él, sin contestarme a ninguna, dijo:
– Tú no estás destinado a cuidarlas. En éstas no debes pensar. Te voy a llevar a que veas el rebaño que te ha sido reservado.
– Pero ¿tú quién eres?
– Soy el dueño; ven conmigo; vamos hacia aquella parte y verás.
Y me condujo a otro lugar de la llanura donde había millares y millares de corderillos. Tan numerosos eran, que no se podían contar y estaban tan flacos que apenas si se podían tener en pie. El prado en que estaban era seco, árido y arenoso, no descubriéndose en él ni un tallo de hierba fresca, ni un arroyuelo, sino nada más que algunos gamones secos y matas escuálidas. Todo el pasto había sido totalmente destruido por los mismos corderos.
A primera vista se podía deducir que aquellos pobres animales, que estaban además cubiertos de llagas, habían sufrido mucho y continuaban sufriendo. ¡Cosa extraña! Cada uno tenía dos cuernos largos y gruesos que le salían de la frente, como si fuesen carneros viejos, y en la punta de cada cuerno tenían un apéndice en forma de ese. Contemplé maravillado aquella rara particularidad, causándome gran inquietud el no saberme explicar por qué aquellos corderillos tenían los cuernos tan largos y tan gruesos y la causa de que hubiesen destruido tan pronto la hierba del prado.
– Pero ¿cómo puede ser esto?, dije al pastor. ¿Unos corderos tan pequeños y ya tienen unos cuernos tan grandes:
– Mira bien, me dijo, observa atentamente.
Y al hacerlo pude comprobar que aquellos animales tenían grabado el número 3 en todas las partes del cuerpo: en el lomo, en la cabeza, en el hocico, en las orejas, en las narices, en las patas, en las pezuñas.
– ¿Qué quiere decir esto?, pregunté a mi guía. A la verdad que no entiendo nada.
– ¿Cómo? ¿Que no comprendes nada?, me replicó el pastor. Escucha, pues, y todo lo comprenderás. Esta extensa llanura es figura del mundo. Los lugares cubiertos de hierba significan la palabra de Dios y la gracia. Los parajes estériles y áridos, aquellos sitios en los cuales no se escucha la palabra divina, en los que sólo se procura agradar al mundo. Las ovejas son los hombres hechos y derechos; los corderos, los jovencitos, para atender a los cuales ha mandado Dios a don Bosco. Este rincón de la llanura que contemplas, representa el Oratorio y los corderos en él reunidos, tus hijos. Este lugar tan árido es símbolo del estado de pecado. Los cuernos son imagen de la deshonra. La letra S quiere decir Scandalum (escándalo). Los escandalosos, por la fuerza del mal ejemplo, marchan a su perdición. Entre los corderos observarás algunos que tienen los cuernos rotos; fueron escandalosos, pero ahora cesaron en sus escándalos. El número 3 quiere decir que soportan la pena de su culpa; esto es, que tendrán que sufrir tres grandes carestías: una carestía espiritual, otra moral y otra material. 1.° La carestía de los auxilios espirituales; pedirán estos auxilios y no los tendrán. 2.° La carestía de la palabra de Dios. 3.° La carestía del pan material. El que los corderos hayan agotado toda la hierba quiere decir que no les queda más que el deshonor y el número 3, o sea, las carestías. Este espectáculo significa también los sufrimientos que padecen actualmente muchos jóvenes en medio del mundo. En el Oratorio, en cambio, incluso los que son indignos de ello, no carecen del pan material.
Mientras yo escuchaba y observaba todas aquellas cosas como desmemoriado, he aquí una nueva maravilla. Todos aquellos corderos cambiaban de aspecto.
Levantándose sobre las patas posteriores adquirían una estatura elevada y la forma de otros tantos jóvenes. Yo me acerqué para comprobar si conocía alguno. Eran todos muchachos del Oratorio. A muchísimos no los había visto nunca, pero todos aseguraban que pertenecían a nuestro Oratorio. Y entre los que eran desconocidos para mí había unos pocos que están actualmente aquí. Son los que no se presentan nunca a don Bosco; los que no acuden jamás a pedirle un consejo; los que, por el contrario, huyen de él; en una palabra: los jóvenes a los cuales don Bosco aún no conoce… Pero la inmensa mayoría de los desconocidos estaba integrada por los que no están ni han estado en el Oratorio.
Mientras observaba con pena aquella multitud, el que me acompañaba me tomó de la mano y me dijo:
– Ven conmigo y verás otras cosas. Y así diciendo me condujo a un extremo apartado del valle rodeado de pequeñas colinas y cercado de un vallado de plantas esbeltas, en el cual había un gran prado cubierto de verdor, lo más riente que imaginarse puede y embalsamado por multitud de plantas aromáticas, esmaltado de flores silvestres y en el que, además, se descubrían frescos bosquecillos y corrientes de agua límpida. En él me encontré con una gran multitud de chicos, todos alegres, dedicados a formar un hermosísimo vestido con flores del prado.
– Al menos, tienes a éstos que te proporcionan grandes consuelos.
– ¿Quiénes son?, pregunté.
– Son los que están en gracia de Dios.
¡Ah! Os puedo asegurar que jamás vi criaturas tan bellas y resplandecientes y que nunca habría podido imaginar tanta hermosura. Sería imposible que me pusiese a describirlo, pues sería echar a perder lo que no se puede imaginar si no se ve. Pero me estaba reservado un espectáculo aún más sorprendente. Mientras estaba yo contemplando con inmenso placer a aquellos jóvenes, entre los que había muchos a los cuales no conocía, el guía me dijo:
– Ven, ven conmigo y te haré ver algo que te proporcionará una alegría y un consuelo aún mayor. Y me condujo a otro prado todo esmaltado de flores más bellas y olorosas que las que había visto anteriormente. Parecía un jardín regio. En él pude ver un número menor de jóvenes que en el prado anterior, pero de una tan extraordinaria belleza y de un esplendor tal que anulaban por completo a los que había admirado poco antes. Algunos de éstos están en el Oratorio, otros lo estarán con el tiempo.
Entonces el pastor me dijo:
– Estos son los que conservan la bella azucena de la pureza. Estos están revestidos aún con la estola de la inocencia.
Yo contemplaba extático aquel espectáculo. Casi todos llevaban en la cabeza una corona de flores de belleza indescriptible. Dichas flores estaban compuestas por otras florecillas de sorprendente gallardía y de colores tan vivos y variados que encantaban al que las miraba. Había más de mil colores en una sola flor y en cada flor se veían más de mil flores. Hasta los pies de aquellos jóvenes descendía una vestidura de fascinante blancura, entretejida de guirnaldas de flores, semejantes a las que formaban la corona. La luz encantadora que partía de las flores iluminaba toda la persona haciendo reflejar en ella la propia belleza. Las flores se espejaban unas en otras y las de las coronas en las que formaban las guirnaldas, reverberando cada una los rayos emitidos por las otras. Un rayo de un color al encontrarse con otro de distinto color daba origen a nuevos rayos, diversos entre sí y, por consiguiente, cada nuevo rayo producía otros distintos, de manera que yo jamás habría creído que en el paraíso hubiese un espectáculo tan múltiple y encantador. Pero esto no es todo. Los rayos de las flores y de las coronas de unos jóvenes se reflejaban en las flores y en los de las coronas de todos los demás; lo mismo sucedía con las guirnaldas y con las vestiduras de cada uno. Además, el resplandor del rostro de un joven al expandirse, se fundía con el resplandor del rostro de los compañeros y al reverberar sobre aquellas facciones inocentes y redondas, producían tanta luz que deslumbraban la vista e impedían fijar los ojos en ellas.
Y así, en uno solo, se concentraban las bellezas de todos los compañeros con una armonía de luz inefable. Era la gloria accidental de los santos. No hay imagen humana capaz de dar una idea, aunque pálida, de la belleza que adquiría cada uno de aquellos jóvenes, en medio de un océano de esplendor tan grande. Entre ellos pude ver a algunos que se encuentran actualmente en el Oratorio y estoy seguro de que, si pudiesen apreciar, aunque sólo fuese la décima parte de la hermosura de que los vi revestidos, estarían dispuestos a sufrir el tormento del fuego, a dejarse descuartizar, a afrontar el más cruel de los martirios, antes que perderla.
Apenas pude reaccionar un poco, después de haber contemplado semejante espectáculo, me volví a mi guía y le dije:
– Pero ¿en tan crecido número de mis jóvenes, son tan pocos los inocentes? ¿Tan contados son los que nunca han perdido la gracia de Dios?
El pastor respondió:
– ¿Cómo? ¿Te parece pequeño su número? Por otra parte, ten presente que los que han tenido la desgracia de perder el hermoso lirio de la pureza, y, por tanto, la inocencia, pueden seguir a sus compañeros por el camino de la penitencia. ¿Ves allá? En aquel prado hay muchas flores; con ellas pueden tejer una corona y una vestidura hermosísima y seguir también a los inocentes en la gloria.
– Dime algo más que yo pueda comunicar a mis jóvenes, añadí entonces.
– Repíteles que si supiesen cuán bella y preciosa es a los ojos de Dios la inocencia y la pureza, estarían dispuestos a hacer cualquier sacrificio para conservarla. Diles que se animen a cultivar esta bella virtud, la cual supera a las demás en hermosura y esplendor. Por algo los castos son los que crescunt tanquam lilia in conspectu Domini. (Crecen como lirios a los ojos del Señor).
Yo quise entonces introducirme en medio de aquellos mis queridos hijos tan bellamente coronados, pero tropecé al andar y me desperté encontrándome en la cama.
Hijos míos: ¿sois todos inocentes? Tal vez entre vosotros hay algunos que lo son y a ellos van dirigidas estas mis palabras. Por caridad: no perdáis un tesoro de tan inestimable valor. ¡La inocencia es algo que vale tanto como el Paraíso, como el mismo Dios! ¡Si hubieseis podido admirar la belleza de aquellos jovencitos recubiertos de flores! El conjunto de aquel espectáculo era tal, que yo habría dado cualquier cosa por seguir gozando de él, y si fuese pintor, consideraría como una gracia grande el poder plasmar en el lienzo, de alguna manera, lo que vi. Si conocieseis la belleza de un inocente, os someteríais a las pruebas más penosas, incluso a la misma muerte, con tal de conservar el tesoro de la inocencia.
El número de los que habían recuperado la gracia, aunque me produjo un gran consuelo, creí, con todo, que sería mayor. También me maravillé de ver a alguno que aquí parece bueno y en el sueño tenía unos cuernos muy grandes y muy gruesos…
Don Bosco terminó haciendo una cálida exhortación a los que habían perdido la inocencia para que se empeñasen voluntariosamente en
recuperar la gracia por medio de la penitencia.
Dos días después, el 18 de junio, el siervo de Dios subía a su tribuna y daba algunas nuevas explicaciones del sueño.
No sería necesaria explicación alguna respecto al sueño, pero volveré a repetir lo que ya os dije. La gran llanura es el mundo, y los distintos parajes y el estado al que fueron llamados aquí todos nuestros jóvenes. El rincón donde estaban los corderos es el Oratorio. Los corderos son todos los jóvenes que estuvieron, están y estarán en el Oratorio. Los tres prados de esta zona, el árido, el verde y el florido, indican los estados de pecado, de gracia y de inocencia. Los cuernos de los corderos son los escándalos dados en el pasado. Había, además, quienes tenían los cuernos rotos, o sea los que fueron escandalosos y después se enmendaron por completo. Todas aquellas cifras que representaban el número 3, y que se veían grabadas en las distintas partes del cuerpo de cada cordero, simbolizan, según me dijo el pastor, tres castigos que Dios enviará a los jóvenes: 1.° Carestía de auxilios espirituales. 2.° Carestía moral, o sea, falta de instrucción religiosa y de la palabra de Dios. 3.° Carestía material, o sea, carencia incluso del alimento. Los jóvenes resplandecientes son los que se encuentran en gracia de Dios y, sobre todo, los que conservan la inocencia bautismal y la bella virtud de la pureza. íQué gloria tan grande les espera a los tales!
Entreguémonos, pues, queridos jóvenes, con el mayor entusiasmo a la práctica de la virtud. El que no esté en gracia de Dios, que la adquiera y después emplee todos los medios necesarios y la ayuda de Dios para conservarse en ella hasta la muerte; pues, si es cierto que no todos podemos estar en compañía de los inocentes y formar corona a Jesús, Cordero Inmaculado, al menos podemos seguir detrás de ellos.
Uno de vosotros me preguntó si estaba entre los inocentes y yo le dije que no, que tenía los cuernos rotos. Me preguntó también si tenía llagas y le dije que sí.
– ¿Y qué significan esas llagas?, me preguntó.
Yo le respondí:
– No temas. Tus llagas están ya casi cicatrizadas y desaparecerán con el tiempo; tales llagas no son deshonrosas, como no lo son las cicatrices de un combatiente, el cual, a pesar de las heridas y de los ataques del enemigo, supo vencer y conseguir la victoria. ¡Por tanto, son cicatrices gloriosas! Pero aún es más honroso combatir en medio del enemigo sin ser herido. La incolumidad del que lo consigue es causa de admiración para todos.
Explicando este sueño, don Bosco dijo también que no pasaría mucho tiempo sin que se dejasen sentir estos tres males; – Peste, hambre y también falta de medios para hacer bien a las almas.
Añadió que no pasarían tres meses sin que sucediese algo de particular.
Este sueño produjo en los jóvenes la impresión y los frutos que había conseguido otras muchas veces con relatos semejantes.
(MB IT VIII 839- 845 / MB ES 713-718)




Padre Crespi y el Jubileo de 1925

En 1925, de cara al Año Santo, el Padre Carlo Crespi se hizo promotor de una exposición misionera internacional. Llamado por el Colegio Manfredini di Este, fue encargado de documentar las empresas misioneras en Ecuador, recogiendo materiales científicos, etnográficos y audiovisuales. Gracias a viajes y proyecciones, su obra conectó Roma y Turín, evidenciando el compromiso salesiano y reforzando los lazos entre instituciones eclesiásticas y civiles. Su coraje y su visión transformaron el desafío misionero en un éxito expositivo, dejando una huella imborrable en la historia de la Propaganda Fide y de la acción misionera salesiana.

            Cuando Pío XI, de cara al Año Santo de 1925, quiso programar en Roma una documentada Exposición Misionera Internacional Vaticana, los Salesianos hicieron suya la iniciativa con una Muestra Misionera, que se celebraría en Turín en 1926, también en función del 50° aniversario de las Misiones Salesianas. Con tal propósito, los Superiores pensaron enseguida en Don Carlo Crespi y lo llamaron del Colegio Manfredini di Este, donde había sido asignado para enseñar Ciencias naturales, Matemáticas y Música.
            En Turín, Don Carlo se reunió con el Rector Mayor, Don Felipe Rinaldi, con el superior referente para las misiones, Don Pietro Ricaldone y, en particular, con Mons. Domenico Comin, vicario apostólico de Méndez y Gualaquiza (Ecuador), que debía apoyar su obra. En ese momento, viajes, exploraciones, investigaciones, estudios y todo lo que debía nacer de la obra de Carlo Crespi, tuvieron el aval y el visto bueno oficial de los Superiores. Aunque faltaban cuatro años para la proyectada Exposición, pidieron a Don Carlo que se ocupara directamente de ella, para que desarrollara por completo un trabajo científicamente serio y creíble.
Se trataba de:
            1. Crear un clima de interés a favor de los Salesianos que operan en la misión ecuatoriana de Méndez, valorando sus empresas a través de documentación escrita y oral, y proveyendo a una congrua recogida de fondos.
            2. Recoger material para la preparación de la Exposición Misionera Internacional de Roma y, transferirlo posteriormente a Turín, para conmemorar solemnemente los primeros cincuenta años de las misiones salesianas.
            3. Efectuar un estudio científico del susodicho territorio con el fin de canalizar los resultados, no solo en las muestras de Roma y Turín, sino sobre todo en un Museo permanente y en una obra “histórico-geo-etnográfica” precisa.
            Desde 1921 en adelante, los Superiores encargaron a Don Carlo conducir en diversas ciudades italianas actividades propagandísticas a favor de las misiones. Para sensibilizar a la opinión pública al respecto, Don Carlo organizó la proyección de documentales sobre la Patagonia, la Tierra del Fuego y los indios del Mato Grosso. A los filmes grabados por los misioneros, combinó comentarios musicales ejecutados personalmente al piano.
            La propaganda con conferencias fructificó cerca de 15 mil liras [revalorizados corresponden a € 14.684] gastadas luego para los viajes, el transporte y para los siguientes materiales: una máquina fotográfica, una cámara de cine, una máquina de escribir, algunas brújulas, teodolitos, niveles, pluviómetros, una caja de medicinas, herramientas de agricultura, tiendas de campaña.
            Diversos industriales del milanés ofrecieron algunos quintales de tejidos por el valor de 80 mil liras [€ 78.318], tejidos que fueron repartidos más tarde entre los indios.
            El 22 de marzo de 1923 el padre Crespi se embarca, pues, en el vapor “Venezuela”, rumbo a Guayaquil, el puerto fluvial y marítimo más importante de Ecuador, de hecho, la capital comercial y económica del País, apodada por su belleza: “La Perla del Pacífico”.
            En un escrito sucesivo evocará con gran conmoción su partida para las Misiones: “Recuerdo mi partida de Génova el 22 de marzo del año 1923 […]. Cuando, quitados los puentes que todavía nos mantenían unidos a la tierra natal, el barco comenzó a moverse, mi alma fue invadida por una alegría tan arrolladora, tan sobrehumana, tan inefable, que tal no la había probado nunca en ningún instante de mi vida, ni siquiera en el día de mi primera Comunión, ni siquiera en el día de mi primera Misa. En aquel instante comencé a comprender qué era el misionero y qué cosa le reservaba Dios […]. Rogad fervientemente, para que Dios nos conserve la santa vocación y nos haga dignos de nuestra santa misión; para que ninguna perezca de las almas, que en sus eternos decretos Dios ha querido que se salvaran por medio nuestro, para que nos haga gallardos campeones de la fe, hasta la muerte, hasta el martirio” (Carlo Crespi, Nuevo batallón. El himno del reconocimiento, en Boletín Salesiano, L, nr.12, diciembre de 1926).
            Don Carlo cumplió el encargo recibido poniendo en práctica los conocimientos universitarios, en particular a través del muestreo de minerales, flora y fauna provenientes de Ecuador. Muy pronto, sin embargo, fue más allá de la misión que le fue confiada, entusiasmándose sobre temas de carácter etnográfico y arqueológico que, en seguida, ocuparán mucho tiempo de su intensa vida.
            Desde los primeros itinerarios, Carlo Crespi no se limita a admirar, sino que recoge, clasifica, apunta, fotografía, filma y documenta cualquier cosa que atraiga su atención de estudioso. Con entusiasmo, se adentra en el Oriente ecuatoriano para filmes, documentales y para recoger válidas colecciones botánicas, zoológicas, étnicas y arqueológicas.
            Este es aquel mundo magnético que ya le vibraba en el corazón aun antes de llegar allí, del cual así se refiere al interior de sus cuadernitos: “En estos días una voz nueva, insistente, me suena en el ánimo, una sacra nostalgia de los países de misión; alguna vez también por el deseo de conocer en particular cosas científicas. ¡Oh Señor! Estoy dispuesto a todo, a abandonar la familia, los parientes, los compañeros de estudios; el todo para salvar alguna alma, si este es tu deseo, tu voluntad” (Sin lugar, sin fecha. – Apuntes personales y reflexiones del Siervo de Dios sobre temas de naturaleza espiritual tomados de 4 cuadernitos)”.
            Un primer itinerario, durado tres meses, inició en Cuenca, tocó Gualaceo, Indanza y terminó en el río Santiago. Alcanzó luego el valle del río San Francisco, la laguna de Patococha, Tres Palmas, Culebrillas, Potrerillos (la localidad más alta, a 3.800 m s.n.m.), Río Ishpingo, la colina de Puerco Grande, Tinajillas, Zapote, Loma de Puerco Chico, Plan de Milagro y Pianoro. En cada uno de estos lugares recogió muestras para secar e integrar en las varias colecciones. Cuadernos de campo y numerosas fotografías documentan el todo con precisión.
            Carlo Crespi organizó un segundo viaje a través de los valles de Yanganza, Limón, Peña Blanca, Tzaranbiza, así como a lo largo del sendero de Indanza. Como es fácil suponer, los desplazamientos en la época eran dificultosos: existían solamente caminos de herradura, además de precipicios, condiciones climáticas inhóspitas, fieras peligrosas, ofidios letales y enfermedades tropicales.
            A esto se añadía el peligro de ataques por parte de los indómitos habitantes del Oriente que Don Carlo, sin embargo, logró acercar, poniendo las premisas del largometraje “Los invencibles Shuaras del Alto Amazonas”, que grabará en 1926 y será proyectado el 26 de febrero de 1927 en Guayaquil. Superando todas estas insidias, logró reunir seiscientas variedades de coleópteros, sesenta pájaros disecados del maravilloso plumaje, musgos, líquenes, helechos. Estudió cerca de doscientas especies locales y, utilizando la sub clasificación de los lugares visitados por los naturalistas sobre las Allioni, se topó con 21 variedades de helechos, pertenecientes a la zona tropical por debajo de los 800 m s.n.m.; 72 a aquella subtropical que va desde los 800 a los 1.500 m s.n.m.; 102 a aquella Subandina, entre los 1.500 y los 3.400 m s.n.m., y 19 a aquella Andina, superior a los 3.600 m s.n.m. (Interesantísimo es el comentario del prof. Roberto Bosco, prestigioso botánico y componente de la Sociedad Botánica Italiana que, catorce años después, en 1938, decidió estudiar y ordenar sistemáticamente “la vistosa colección de helechos” preparada en pocos meses por el “Prof. Carlo Crespi, herborizando en Ecuador).
            Las especies mayormente dignas de nota, estudiadas por Roberto Bosco, fueron bautizadas “Crespiane”.
            Para resumir: ya en octubre de 1923, Don Carlo, para preparar la Exposición Vaticana, había organizado las primeras excursiones misioneras por todo el Vicariato, hasta Méndez, Gualaquiza e Indanza, recogiendo materiales etnográficos y mucha documentación fotográfica. Los gastos fueron cubiertos con los tejidos y las financiaciones recogidas en Italia. Con el material recogido, que en seguida habría transferido a Italia, organizó una Exposición ferial, entre los meses de junio y julio de 1924, en la ciudad de Guayaquil. El trabajo suscitó juicios entusiastas, reconocimientos y ayudas. De esta Exposición referirá, diez años después, en una carta del 31 de diciembre de 1935 a los Superiores de Turín, para informarles sobre los fondos recogidos desde noviembre de 1922 a noviembre de 1935.
            El Padre Crespi pasó el primer semestre de 1925 en las selvas de la zona de Sucùa-Macas, estudiando la lengua Shuar y recogiendo ulterior material para la Exposición misionera de Turín. En agosto del mismo año comenzó una tratativa con el Gobierno para obtener una gran financiación, que se concluyó el 12 de septiembre con un contrato por 110.000 sucres (equivalentes a 500.000 liras de entonces y que hoy serían € 489.493,46), que permitiese ultimar la carretera Pan-Méndez). Además, obtuvo también el permiso de retirar de la aduana 200 quintales de hierro y material secuestrado a algunos comerciantes.
            En 1926 Don Carlo, regresado a Italia, llevó jaulas con animales vivos de la zona oriental de Ecuador (una difícil recogida de pájaros y animales raros) y cajas con material etnográfico, para la Exposición Misionera de Turín, que organizó personalmente celebrando también el discurso oficial de clausura el 10 de octubre.
            En el mismo año fue ocupado en organizar la Exposición y, luego, en celebrar diversas conferencias y participando en el Congreso Americano de Roma con dos conferencias científicas. Este su entusiasmo y esta su competencia e investigación científica respondían perfectamente a las directivas de los Superiores, y, por lo tanto, a través de la Exposición Misionera Internacional de 1925 en Roma y de 1926 en Turín, Ecuador pudo ser ampliamente conocido. Además, a nivel eclesial, contactó la Obra de Propaganda Fide, la Santa Infancia y la Asociación para el Clero Indígena. A nivel civil, entabló relaciones con el Ministerio de Asuntos Exteriores del Gobierno Italiano.
            De estos contactos y de las entrevistas con los Superiores de la Congregación Salesiana, se obtuvieron algunos resultados. En primer lugar, los Superiores le hicieron el regalo de concederle 4 sacerdotes, 4 seminaristas, 9 hermanos coadjutores, y 4 monjas para el Vicariato. Además, obtuvo una serie de ayudas económicas de los Organismos Vaticanos y la colaboración con material sanitario para los hospitales, por el valor de cerca de 100.000 liras (€ 97.898,69). Como regalo de los Superiores Mayores por la ayuda prestada para la Exposición Misionera, ellos se hicieron cargo de la construcción de la Iglesia de Macas, con dos cuotas de 50.000 liras (€ 48,949, 35), enviadas directamente a Mons. Domenico Comin.
            Agotado el encargo de coleccionista proveedor y animador de las grandes muestras internacionales, el padre Crespi en 1927 regresó a Ecuador, que se convirtió en su segunda patria. Se estableció en el Vicariato, bajo la jurisdicción del obispo, Mons. Comin, siempre dedicado, en espíritu de obediencia, a excursiones de propaganda, para asegurar subvenciones y fondos especiales, necesarios a las obras de las misiones, tales como la carretera Pan Méndez, el Hospital Guayaquil, la escuela Guayaquil en Macas, el Hospital Quito en Méndez, la Escuela agrícola de Cuenca, ciudad donde, ya desde 1927, comenzó a desarrollar su apostolado sacerdotal y salesiano.
            Por algunos años, luego continuó ocupándose de ciencias, pero siempre con el espíritu del apóstol.

Carlo Riganti
Presidente Asociación Carlo Crespi

Imagen: 24 de marzo de 1923 – Padre Carlo Crespi En partida para Ecuador en el Vapor Venezuela




Salesianos en Ucrania (vídeo)

La Visitaduría salesiana María Auxiliadora de rito bizantino (UKR) ha adaptado su misión educativo-pastoral desde el inicio de la invasión rusa de 2022. Entre sirenas antiaéreas, refugios improvisados y escuelas en sótanos, los salesianos se han convertido en una presencia cercana y concreta: acogen a desplazados, distribuyen ayuda, acompañan espiritualmente a militares y civiles, transforman una casa en centro de acogida y animan el campus modular «Mariapolis», donde cada día sirven mil comidas y organizan el oratorio y actividades deportivas, incluso el primer equipo ucraniano de Fútbol para Amputados. El testimonio personal de un hermano salesiano revela heridas, esperanzas y oraciones de quien lo ha perdido todo, pero sigue creyendo que, después de este largo Vía Crucis nacional, para Ucrania amanecerá la Pascua de la paz.

La pastoral de la Visitaduría María Auxiliadora de rito bizantino (UKR) durante la guerra
Nuestra pastoral tuvo que modificarse cuando comenzó la guerra. Nuestras actividades educativo-pastorales han tenido que adaptarse a una realidad completamente distinta, marcada a menudo por un sonido incesante de las sirenas que anuncian el peligro de ataques con misiles y bombardeos. Cada vez que suena la alarma, nos vemos obligados a interrumpir las actividades y a bajar con los chicos a los refugios subterráneos o búnkeres. En algunas escuelas, las clases se imparten directamente en los sótanos, para garantizar mayor seguridad a los alumnos.

Desde el principio, nos pusimos sin demora a ayudar y socorrer a la población que sufre. Hemos abierto nuestras casas para acoger a los desplazados, hemos organizado la recogida y distribución de ayuda humanitaria: preparamos con nuestros muchachos y jóvenes miles de paquetes con víveres, ropa y todo lo necesario para enviarlos a la gente necesitada en los territorios cercanos a los combates o en las zonas de combate. Además, algunos de nuestros hermanos salesianos trabajan como capellanes en las zonas de combate. Allí dan apoyo espiritual a los jóvenes militares, pero también llevan ayuda humanitaria a las personas que han permanecido en los pueblos bajo continuos bombardeos, ayudando a algunos de ellos a trasladarse a un lugar más seguro. Un hermano diácono que estuvo en las trincheras vio su salud deteriorada y perdió el tobillo. Cuando hace algunos años leía en el Boletín Salesiano en lengua italiana un artículo que hablaba de los salesianos en las trincheras, en la primera o segunda guerra mundial, no pensaba que esto se haría realidad en esta época moderna en mi país. Me impresionaron una vez las palabras de un jovencísimo soldado ucraniano, que citando a un histórico y eminente oficial, defensor y combatiente por la independencia de nuestro pueblo, decía: «Luchamos defendiendo nuestra independencia no porque odiemos a quien tenemos delante, sino porque amamos a quien tenemos detrás».

En este período hemos transformado también una de nuestras Casas Salesianas en un centro de acogida para desplazados.

Para apoyar la rehabilitación física, mental, psicológica y social de los jóvenes que han perdido extremidades en la guerra, hemos creado un equipo de Fútbol para Amputados, el primer equipo de este tipo en Ucrania.
Desde el inicio de la invasión en 2022, hemos puesto a disposición del ayuntamiento de Leópolis un terreno nuestro, destinado a la construcción de una escuela salesiana, para construir un campus modular para desplazados internos: «Mariapolis», donde nosotros, los salesianos, trabajamos en colaboración con el Centro del Departamento Social del Ayuntamiento. Damos apoyo asistencial y acompañamiento espiritual, haciendo el ambiente más acogedor. Apoyados por la ayuda de nuestra Congregación, de diversas organizaciones como VIS y Missioni Don Bosco, las diversas procuras misioneras y otras fundaciones benéficas, e incluso agencias estatales de otros países, hemos podido organizar la cocina del campus con el personal correspondiente, lo que nos permite ofrecer el almuerzo cada día a unas 1000 personas. Además, gracias a su ayuda, podemos organizar diversas actividades al estilo salesiano para los 240 niños y jóvenes que están presentes en el campus.

Una pequeña experiencia y un pobre testimonio personal
Quisiera compartir aquí mi pequeña experiencia y testimonio… Yo realmente agradezco al Señor que, a través de mi Inspector, me haya llamado a este servicio particular. Desde hace tres años trabajo en el campus que acoge a unos 1.000 desplazados internos. Desde el principio, estoy al lado de personas que lo han perdido todo en un instante, excepto la dignidad. Sus casas están destruidas y saqueadas, los ahorros y bienes acumulados con esfuerzo a lo largo de los años de vida se han desvanecido. Muchos han perdido mucho más y más valioso: a sus seres queridos, asesinados ante sus ojos por misiles o minas. Algunas de las personas que están en el campus tuvieron que vivir durante meses en los sótanos de edificios derrumbados, alimentándose de lo poco que encontraban, aunque estuviera caducado. Bebían el agua de los radiadores y hervían las cáscaras de patata para alimentarse. Luego, a la primera oportunidad, huyeron o fueron evacuados sin saber adónde ir, sin certezas sobre lo que les esperaba. Además, algunos han visto sus ciudades, como Mariúpol, arrasadas. De hecho, en honor a esta bellísima ciudad de María, nosotros los salesianos hemos llamado al campus para los desplazados con el nombre «Mariapolis», confiando este lugar y a los habitantes del campus a la Virgen María. Y Ella, como una madre, está al lado de cada uno en estos momentos de prueba. En el campus, he preparado una capilla dedicada a Ella, donde hay un icono pintado por una señora del campus procedente de la martirizada ciudad de Járkov. La capilla se ha convertido para todos los residentes, independientemente de la confesión de fe cristiana a la que pertenezcan, en lugar de encuentro con Dios y consigo mismos.

Estar con ellos, quererlos, acogerlos, escucharlos, consolarl0s, animarlos, rezar por ellos y con ellos, y apoyarles en lo que puedo, son los momentos que forman parte de mi servicio, que se ha convertido ya en mi vida durante este período. Es una verdadera escuela de vida, de espiritualidad, donde aprendo muchísimo estando junto a su sufrimiento. Casi todos esperan que la guerra termine pronto y llegue la paz, para poder volver a casa. Pero para muchos, ese sueño ya es irrealizable: sus casas ya no existen. Así, como puedo, intento ofrecerles algún asidero de esperanza, ayudándoles a encontrar a Aquel que no abandona a nadie, que está cerca en los sufrimientos y en las dificultades de la vida.

A veces me piden que los prepare para la Reconciliación: con Dios, consigo mismos, con la dura realidad que se ven obligados a vivir. Otras veces, les ayudo en las necesidades más concretas: medicinas, ropa, pañales, visitas al hospital. También hago trabajo administrativo junto con mis tres compañeros laicos. Cada día, a las 17:00, rezamos por la paz, y un pequeño grupo ha aprendido a rezar el Rosario, haciéndolo diariamente.

Como salesiano, intento estar atento a las necesidades de los chicos: desde el principio, con la ayuda de los animadores, hemos creado un oratorio dentro del campus. Además, actividades, excursiones, campamentos en la montaña durante el verano. Asimismo, uno de los compromisos que llevo adelante es supervisar el comedor, para asegurar que ninguna de las personas residentes en el campus se quede sin una comida caliente.

Entre los habitantes del campus está el pequeño Maksym, que se despierta en plena noche, aterrorizado por cualquier ruido fuerte. María, una madre que lo ha perdido todo, incluso a su marido, y que cada día sonríe a sus hijos para que no sientan el peso del dolor. Luego está Petro, de 25 años, que estaba en casa con su novia cuando un dron ruso lanzó una bomba. La explosión le amputó las dos piernas, mientras que su novia murió poco después. Petro pasó toda la noche al borde de la muerte, hasta que los soldados lo encontraron por la mañana y lo pusieron a salvo. La ambulancia no podía acercarse debido a los combates.
En medio de tanto sufrimiento, continúo mi apostolado con la ayuda del Señor y el apoyo de mis hermanos salesianos.

Nosotros, los salesianos de rito bizantino, junto con nuestros 13 hermanos de rito latino presentes en Ucrania –en gran parte de origen polaco y pertenecientes a la Inspectoría salesiana de Cracovia (PLS)– compartimos profundamente el dolor y los sufrimientos del pueblo ucraniano. Como hijos de Don Bosco, continuamos con fe y esperanza nuestra misión educativo-pastoral, adaptándonos cada día a las difíciles condiciones impuestas por la guerra.

Estamos al lado de los jóvenes, de las familias y de todos los que sufren y necesitan ayuda. Deseamos ser signos visibles del amor de Dios, para que la vida, la esperanza y la alegría de los jóvenes nunca sean sofocadas por la violencia y el dolor.

En este testimonio común, reafirmamos la vitalidad de nuestro carisma salesiano, que sabe responder incluso a los desafíos más dramáticos de la historia. Nuestras dos particularidades, la de rito bizantino y la de rito latino, hacen visible esa unidad indivisible del Carisma Salesiano, tal como afirman las Constituciones Salesianas en el art. 100: «El carisma del Fundador es principio de unidad de la Congregación y, por su fecundidad, está en el origen de los diversos modos de vivir la única vocación salesiana».

Creemos que el dolor y el sufrimiento no tienen la última palabra: y que en la fe, cada Cruz contiene ya la semilla de la Resurrección. Después de esta larga Semana Santa, llegará inevitablemente la Resurrección para Ucrania: vendrá la verdadera y justa PAZ.

Algunas informaciones
Algunos hermanos capitulares pedían información sobre la guerra en Ucrania. Permítanme decir algo a modo de Flash informativo. Una aclaración: la guerra en Ucrania no puede interpretarse como un conflicto étnico o una disputa territorial entre dos pueblos con reivindicaciones contrapuestas o derechos sobre un determinado territorio. No se trata de una disputa entre dos partes que luchan por un pedazo de tierra. Y, por lo tanto, no es una batalla entre iguales. Lo que ocurre en Ucrania es una invasión, una agresión unilateral. Aquí se trata de un pueblo que ha agredido indebidamente a otro. Una nación que fabricó motivaciones infundadas, inventándose un presunto derecho, violando el orden y las leyes internacionales, decidió atacar a otro Estado, violando su soberanía e integridad territorial, el derecho a decidir su propio destino y la dirección de su propio desarrollo, ocupando y anexionando territorios. Destruyendo ciudades y pueblos, muchos de ellos arrasados, quitando la vida a miles de civiles. Aquí hay un agresor y un agredido: esta es precisamente la peculiaridad y el horror de esta guerra. Y es partiendo de esta premisa que debería concebirse también la paz que esperamos. Una paz que sepa a justicia y esté basada en la verdad, no temporal, no oportunista, no una paz fundada en conveniencias ocultas y comerciales, evitando crear precedentes para regímenes autocráticos en el mundo que podrían un día decidir invadir otros países, ocupar o anexionar una parte de un país vecino o lejano, simplemente porque lo desean o porque les apetece, o porque son más poderosos.

Otra absurdidad de esta guerra no provocada y no declarada es que el agresor prohíbe a la víctima el derecho a defenderse, intenta intimidar y amenazar a todos aquellos, en este caso otros países, que se ponen del lado de quien está indefenso y se disponen a ayudar a defenderse y a resistir a la víctima agredida injustamente.

Algunas tristes estadísticas
Desde el inicio de la invasión de 2022 hasta hoy (08.04.2025), la ONU ha registrado y confirmado datos relativos a 12.654 muertos y 29.392 heridos entre los CIVILES en Ucrania.

Según las últimas noticias disponibles verificadas por UNICEF, al menos 2.406 NIÑOS han muerto o resultados heridos por la escalada de la guerra en Ucrania desde 2022. Las víctimas infantiles incluyen 659 NIÑOS MUERTOS y 1.747 HERIDOS – es decir, al menos 16 niños muertos o heridos cada semana. Millones de niños siguen teniendo sus vidas trastornadas debido a los ataques en curso o por tener que huir y ser evacuados a otros lugares y países. Los niños de Donbás sufren la guerra desde hace ya 11 años.
Rusia ha puesto en marcha, junto con el plan de invasión de Ucrania, un programa de deportaciones forzadas de niños ucranianos. Los últimos datos hablan de 20.000 niños sacados de sus hogares, detenidos durante meses y sometidos a una rusificación forzada a través de una intensa propaganda antes de la adopción forzada.

P. Andrii Platosh, sdb






Don Bosco promotor de la “misericordia divina”

Siendo un sacerdote muy joven, Don Bosco publicó un volumen, en formato diminuto, titulado “Ejercicio de devoción a la misericordia de Dios”.

Todo comenzó con la marquesa de Barolo
            La marquesa Giulia Colbert di Barolo (1785-1864), declarada Venerable por el Papa Francisco el 12 de mayo de 2015, cultivaba personalmente una especial devoción a la misericordia divina, por lo que hizo introducir la costumbre de una semana de meditaciones y oraciones sobre el tema en las comunidades religiosas y educativas que fundó cerca de Valdocco. Pero no se contentaba. Quería que esta práctica se extendiera a otros lugares, especialmente en las parroquias, entre el pueblo. Pidió el consentimiento de la Santa Sede, que no sólo se la otorgó, sino que también concedió varias indulgencias a esta práctica devocional. Llegados a este punto, se trataba de hacer una publicación adecuada a tal fin.
            Nos encontramos en el verano de 1846, cuando Don Bosco, superada la grave crisis de agotamiento que le había llevado al borde de la tumba, se había retirado a casa de Mamá Margarita en i Becchi para recuperarse y ahora se había “licenciado” a su apreciado servicio como capellán de una de las obras de Barolo, para gran disgusto de la propia marquesa. Pero “sus jóvenes” lo llamaron a la recién alquilada casa Pinardi.
            En ese momento intervino el famoso patriota Silvio Pellico, secretario-bibliotecario de la marquesa y admirador y amigo de Don Bosco, que había puesto música a algunos de sus poesías. Las memorias salesianas cuentan que Pellico, con cierto atrevimiento, propuso a la marquesa que encargara a Don Bosco la publicación que le interesaba. ¿Qué hizo la marquesa? Aceptó, aunque no con demasiado entusiasmo. ¿Quién sabe? Quizás quería ponerlo a prueba. Y Don Bosco, también aceptó.

Un tema cercano a su corazón
            El tema de la misericordia de Dios figuraba entre sus intereses espirituales, aquellos en los que se había formado en el seminario de Chieri y sobre todo en el Convitto de Turín. Sólo dos años antes había terminado de asistir a las lecciones de su compatriota San José Cafasso, apenas cuatro años mayor que él, pero su director espiritual, de quien seguía las predicaciones de los ejercicios espirituales para sacerdotes, aunque también formador de media docena de otros fundadores, algunos incluso santos. Pues bien, Cafasso, aunque hijo de la cultura religiosa de su época –hecha de prescripciones y de la lógica de “hacer el bien para escapar al castigo divino y merecer el Paraíso”- no perdía ocasión, tanto en su enseñanza como en su predicación, de hablar de la misericordia de Dios. ¿Y cómo no iba a hacerlo si se dedicaba constantemente al sacramento de la penitencia y a asistir a los condenados a muerte? Tanto más cuanto que tal devoción indulgente constituía entonces una reacción pastoral contra el rigor del jansenismo que sostenía la predestinación de los que se salvaban.
            Por tanto, Don Bosco, en cuanto regresó del campo a principios de noviembre, se puso manos a la obra, siguiendo las prácticas piadosas aprobadas por Roma y difundidas por todo el Piamonte. Con la ayuda de algunos textos que pudo encontrar fácilmente en la biblioteca del Convitto que conocía bien, a finales de año publicó a sus expensas un librito de 111 páginas, formato diminuto, titulado “Ejercicio de devoción a la Misericordia de Dios”. Inmediatamente hizo homenaje a las niñas, mujeres y religiosas de las fundaciones de la Barolo. No está documentado, pero la lógica y la gratitud dirían que también se lo regaló a la marquesa Barolo, promotora del proyecto: pero la misma lógica y gratitud dirían que la marquesa no se dejó superar en generosidad, enviándole, quizá anónimamente como en otras ocasiones, una contribución propia a los gastos.
            No hay espacio aquí para presentar el contenido “clásico” del libro de meditaciones y oraciones de Don Bosco; sólo queremos señalar que su principio básico es: “cada uno debe invocar la Misericordia de Dios para sí mismo y para todos los hombres, porque ‘todos somos pecadores’ […] todos necesitados de perdón y de gracia […] todos llamados a la salvación eterna”.
            Significativo es entonces el hecho de que al final de cada día de la semana Don Bosco, en la lógica del título “ejercicios devocionales”, asigne una práctica de piedad: invitar a otros a participar, perdonar a los que nos han ofendido, hacer una mortificación inmediata para obtener de Dios misericordia para todos los pecadores, dar alguna limosna o sustituirla con la recitación de oraciones o jaculatorias, etc. El último día la práctica se sustituye por una simpática invitación, quizá incluso aludiendo a la marquesa de Barolo, a recitar “¡al menos un Ave María por la persona que ha promovido esta devoción!”.

Práctica educativa
            Pero más allá de los escritos con fines edificantes y formativos, cabe preguntarse cómo educaba concretamente Don Bosco a sus jóvenes para confiar en la misericordia divina. La respuesta no es difícil y podría documentarse de muchas maneras. Nos limitaremos a tres experiencias vitales vividas en Valdocco: los sacramentos de la Confesión y Comunión y su figura de “padre lleno de bondad y amor”.

La Confesión
            Don Bosco inició a la vida cristiana adulta a cientos de jóvenes de Valdocco. ¿Pero con qué medios? Dos en particular: la Confesión y la Comunión.
            Don Bosco, como sabemos, es uno de los grandes apóstoles de la Confesión, y esto se debe en primer lugar a que ejerció plenamente este ministerio, al igual que, por lo demás, su maestro y director espiritual Cafasso, mencionado anteriormente, y la admirada figura de su casi contemporáneo el santo cura de Ars (1876-1859). Si la vida de este último, como se ha escrito, “transcurrió en el confesionario” y la del primero pudo ofrecer muchas horas del día (“el tiempo necesario”) para escuchar en confesión a “obispos, sacerdotes, religiosos, laicos eminentes y gente sencilla que acudían a él”, la de Don Bosco no pudo hacer lo mismo debido a las numerosas ocupaciones en las que estaba inmerso. Sin embargo, se ponía a disposición de los jóvenes (y de los salesianos) en el confesionario cada día que se celebraban servicios religiosos en Valdocco o en las casas salesianas, o en ocasiones especiales.
            Había empezado a hacerlo en cuanto terminó de “aprender a ser sacerdote” en el Convitto (1841-1844), cuando los domingos reunía a los jóvenes en el oratorio itinerante del bienio, cuando iba a confesar al santuario de la Consolata o a las parroquias piamontesas a las que era invitado, cuando aprovechaba los viajes en carruaje o en tren para confesar a los cocheros o a los pasajeros. No dejó de hacerlo hasta el último momento, cuando invitado a no cansarse con las confesiones, respondía que a esas alturas era lo único que podía hacer por sus jóvenes. Y ¡cuál fue su pena cuando, por razones burocráticas y malentendidos, su licencia para confesar no fue renovada por el arzobispo! Los testimonios sobre Don Bosco como confesor son innumerables y, de hecho, la famosa fotografía que le representa en el acto de confesar a un joven rodeado de tantos otros que esperan hacerlo, debió de gustar al propio santo, que tal vez tuvo la idea de la misma, y que aún hoy sigue siendo un icono significativo e imborrable de su figura en el imaginario colectivo.
            Pero más allá de su experiencia como confesor, Don Bosco fue un incansable promotor del sacramento de la Reconciliación, divulgó su necesidad, su importancia, la utilidad de su frecuencia, señaló los peligros de una celebración carente de las condiciones necesarias, ilustró las formas clásicas de abordarlo fructíferamente. Lo hizo a través de conferencias, buenas noches, consignas ingeniosos y palabritas al oído, circulares a los jóvenes en los colegios, cartas personales y la narración de numerosos sueños que tenían por objeto la confesión, bien o mal hecha. De acuerdo con su inteligente práctica catequética, les contaba episodios de conversiones de grandes pecadores, y también sus propias experiencias personales al respecto.
            Don Bosco, profundo conocedor del alma juvenil, para inducir a todos los jóvenes al arrepentimiento sincero, utilizaba el amor y la gratitud hacia Dios, presentado en su infinita bondad, generosidad y misericordia. En cambio, para sacudir los corazones más fríos y endurecidos, describe los posibles castigos del pecado e impresiona saludablemente sus mentes con vívidas descripciones del juicio divino y del Infierno. Pero incluso en estos casos, no satisfecho con llevar a los muchachos al dolor por sus pecados, intenta hacerles ver la necesidad de la misericordia divina, una disposición importante para anticipar su perdón incluso antes de la confesión sacramental. Don Bosco, como de costumbre, no entra en disquisiciones doctrinales, sólo le interesa una confesión sincera, que cure terapéuticamente la herida del pasado, recomponga el tejido espiritual del presente para un futuro de “vida de gracia”.
            Don Bosco cree en el pecado, cree en el pecado grave, cree en el infierno y de su existencia habla a lectores y oyentes. Pero también está convencido de que Dios es misericordia en persona, por eso ha dado al hombre el sacramento de la Reconciliación. Pues, aquí insiste en las condiciones para recibirlo bien, y sobre todo en el confesor como “padre” y “médico” y no tanto como “doctor y juez”: “El confesor sabe que sigue siendo más grande que tus faltas la misericordia de Dios que te concede el perdón con su intervención” (Referencia biográfica sobre el jovencito Magone Miguel, pp. 24-25).
            Según las memorias salesianas, a menudo sugería a sus jóvenes que invocaran la misericordia divina, que no se desanimaran después de pecar, sino que volvieran a confesarse sin miedo, confiando en la bondad del Señor y tomando luego firmes resoluciones para el bien.
            Como “educador en el campo de la juventud”, Don Bosco sentía la necesidad de insistir menos en el ex opere operato y más en el ex opere operantis, es decir, en las disposiciones del penitente. En Valdocco todos se sentían invitados a hacer una buena confesión, todos sentían el riesgo de las malas confesiones y la importancia de hacer una buena confesión; muchos de ellos sintieron entonces que vivían en una tierra bendecida por el Señor. No en vano, la misericordia divina había hecho que un joven difunto se despertara después de que se hubieran expuesto las cortinas del funeral para que pudiera confesar (a Don Bosco) sus pecados.
            En resumen, el sacramento de la confesión, bien explicado en sus características específicas y celebrado con frecuencia, fue quizá el medio más̀ eficaz por el que el santo piamontés llevó a sus jóvenes a confiar en la inmensa misericordia de Dios.

La Comunión
            Mas también la Comunión, el segundo pilar de la pedagogía religiosa de Don Bosco, servirá a este objetivo.
            Don Bosco es ciertamente uno de los mayores promotores de la práctica sacramental de la Comunión frecuente. Su doctrina, inspirada en el pensamiento de la contrarreforma, daba más importancia a la Comunión que a la celebración litúrgica de la Eucaristía, aunque en su frecuencia allí había estado una evolución. En los primeros veinte años de su vida sacerdotal, en la huella de San Alfonso, pero también en la del Concilio de Trento y antes aún en la de Tertuliano y San Agustín, propuso la Comunión semanal, o varias veces por semana o incluso diaria según la perfección de las disposiciones correspondientes a las gracias del sacramento. Domingo Savio, en Valdocco había empezado a confesarse y comulgar a cada quince días, pasó luego a hacerlo cada semana, después tres veces por semana y finalmente, tras un año de intenso crecimiento espiritual, todos los días, obviamente siempre siguiendo el consejo de su confesor, el propio Don Bosco.
            Más tarde, en la segunda mitad de los años sesenta, Don Bosco, basándose en sus experiencias pedagógicas y en una fuerte corriente teológica a favor de la Comunión frecuente, que tenía como líderes al obispo francés de Ségur y al prior de Génova Fr. Giuseppe Frassinetti, pasó a invitar a sus jóvenes a comulgar más a menudo, convencido de que permitía dar pasos decisivos en la vida espiritual y favorecía su crecimiento en el amor a Dios. Y en caso de imposibilidad de la Comunión sacramental diaria, sugería la Comunión espiritual, tal vez durante una visita al Santísimo Sacramento, tan apreciada por san Alfonso. Sin embargo, lo importante era mantener la conciencia en estado de poder comulgar todos los días: la decisión correspondía en cierto modo al confesor.
            Para Don Bosco, toda Comunión recibida dignamente –ayuno prescrito, estado de gracia, voluntad de desprenderse del pecado, una hermosa acción de gracias posterior- anula las faltas cotidianas, fortalece el alma para evitarlas en el futuro, aumenta la confianza en Dios y en su infinita bondad y misericordia; además es fuente de gracia para triunfar en la escuela y en la vida, es ayuda para soportar los sufrimientos y superar las tentaciones.
            Don Bosco cree que la Comunión es una necesidad para que los “buenos” se mantengan como tales y para que los “malos” se conviertan en “buenos”. Es para los que quieren hacerse santos, no para los santos, como la medicina se da a los enfermos. Obviamente, sabe que la asistencia por sí sola no es un indicio seguro de bondad, ya que hay quienes la reciben muy tibiamente y por costumbre, sobre todo porque la propia superficialidad de los jóvenes no les permite a menudo comprender toda la importancia de lo que hacen.
            Con la Comunión, pues, se pueden implorar del Señor gracias particulares para uno mismo y para los demás. Las cartas de Don Bosco están llenas de peticiones a sus jóvenes para que recen y comulguen según su intención, para que el Señor le conceda buen éxito en los “asuntos” de cada orden en los que se encuentra inmerso. Y lo mismo hacía con todos sus corresponsales, a los que invitaba a acercarse a este sacramento para obtener las gracias solicitadas, mientras que él hacía lo propio en la celebración de la Santa Misa.
            Don Bosco se preocupaba mucho de que sus muchachos crecieran alimentados por los sacramentos, pero también quería el máximo respeto a su libertad. Y dejó instrucciones precisas a sus educadores en su tratado sobre el Sistema Preventivo: “Nunca obliguéis a los jóvenes a asistir a los santos sacramentos, sino sólo animadles y dadles el consuelo de aprovecharlos”.
            Al mismo tiempo, sin embargo, se mantuvo firme en su convicción de que los sacramentos son de suma importancia. Escribió perentoriamente: “Digan lo que quieran sobre los diversos sistemas de educación, pero no encuentro ninguna base segura salvo en la frecuencia de la Confesión y la Comunión” (El pastorcito de los Alpes, o sea vida del joven Besucco Francisci d’Argentera, 1864. p. 100).

Una paternidad y una misericordia hecha persona
            La misericordia de Dios, actuante sobre todo en el momento de los sacramentos de la Confesión y la Comunión, encontraba entonces su expresión externa no sólo en un Don Bosco “padre confesor”, sino también “padre, hermano, amigo” de los jóvenes en la vida cotidiana ordinaria. Con cierta exageración podría decirse que su confianza con Don Bosco era tal que muchos de ellos apenas distinguían entre Don Bosco “confesor” y Don Bosco “amigo” y “hermano”; otros podían a veces intercambiar la acusación sacramental con las efusiones sinceras de un hijo hacia su padre; por otra parte, el conocimiento que Don Bosco tenía de los jóvenes era tal que con preguntas sobrias les inspiraba una confianza extrema y no pocas veces sabía hacer la acusación en su lugar.
            La figura de Dios padre, misericordioso y providente, que a lo largo de la historia ha mostrado su bondad desde Adán hacia los hombres, justos o pecadores, pero todos necesitados de ayuda y objeto de cuidados paternales, y en cualquier caso todos llamados a la salvación en Jesucristo, se modula y refleja así en la bondad de Don Bosco “Padre de sus jóvenes”, que sólo quiere su bien, que no los abandona, siempre dispuesto a comprenderlos, compadecerlos, perdonarlos. Para muchos de ellos, huérfanos, pobres y abandonados, acostumbrados desde muy pequeños al duro trabajo diario, objeto de modestísimas manifestaciones de ternura, hijos de una época en la que lo que imperaba era la sumisión decidida y la obediencia absoluta a cualquier autoridad constituida, Don Bosco fue quizás la caricia jamás experimentada por un padre, la “ternura” de la que habla el Papa Francisco.
            Conmueve todavía su carta a los jóvenes de la casa de Mirabello a finales de 1864: “Aquellas voces, aquellos vítores, aquel besarse y darse la mano, aquella sonrisa cordial, aquel hablarse del alma, aquel animarse recíprocamente a hacer el bien, son cosas que embalsaman mi corazón, y por eso no puedo pensar sin conmoverme hasta las lágrimas. Les diré […] que sois la pupila de mis ojos” (Epistolario II editado por F. Motto II, car. n. 792).
            Aún más conmovedora es su carta a los jóvenes de Lanzo del 3 de enero de 1876: “Permitidme que os diga, y que nadie se ofenda, que sois todos unos ladrones; lo digo y lo repito, me lo habéis quitado todo. Cuando estaba en Lanzo, me hechizasteis con vuestra benevolencia y cariñosa bondad, ligasteis las facultades de mi mente con vuestra piedad; aún me quedaba este pobre corazón, cuyos afectos ya me habíais robado por completo. Ahora vuestra carta marcada por 200 manos amistosas y queridísimas se ha apoderado de todo este corazón, al que no le queda más que un vivo deseo de amarlos en el Señor, de hacerles el bien y de salvar las almas de todos” (Epistolario III, car. n. 1389).
            La bondad amorosa con la que trataba y quería que los salesianos tratasen a los muchachos tenía un fundamento divino. Lo afirmaba citando una expresión de San Pablo: “La caridad es benigna y paciente; todo lo sufre, todo lo espera y todo lo soporta”.
            La amabilidad era, por tanto, un signo de misericordia y de amor divino que escapaba al sentimentalismo y a las formas de sensualidad por la caridad teologal que era su fuente. Don Bosco comunicaba este amor a muchachos particulares y también a grupos de ellos: “Que os tengo mucho afecto, no necesito decíroslo, os he dado pruebas claras de ello. Que vosotros también me amáis, no necesito decirlo, porque me lo habéis demostrado constantemente. Pero, ¿en qué se fundamenta este afecto mutuo nuestro? […] Así pues, el bien de nuestras almas es el fundamento de nuestro afecto” (Epistolario II, car. n. 1148). El amor a Dios, el primum teológico, es, por tanto, el fundamento del primum pedagógico.

            La amabilidad era también la traducción del amor divino en amor verdaderamente humano, hecho de sensibilidad correcta, cordialidad amable, afecto benévolo y paciente tendente a la comunión profunda del corazón. En definitiva, ese amor efectivo y afectivo que se experimenta de forma privilegiada en la relación entre el educando y el educador, cuando gestos de amistad y de perdón por parte del educador inducen al joven, en virtud del amor que guía al educador, a abrirse a la confianza, a sentirse apoyado en su esfuerzo por superarse y comprometerse, a dar su consentimiento y a adherirse en profundidad a los valores que el educador vive personalmente y le propone. El joven comprende que esta relación le reconstruye y reestructura como hombre. La empresa más ardua del Sistema Preventivo es precisamente la de ganarse el corazón del joven, de gozar de su estima, de su confianza, de hacer de él un amigo. Si el joven no ama al educador, éste puede hacer muy poco del joven y por el joven.

Las obras de misericordia
            Podríamos continuar ahora con las obras de misericordia, que el catecismo distingue entre obras corporales y espirituales, estableciendo dos grupos de siete. No sería difícil documentar cómo Don Bosco vivió, practicó y alentó la práctica de estas obras de misericordia y cómo con su “ser y obrar” constituyó de hecho un signo y un testimonio visible, con obras y palabras, del amor de Dios por los hombres. Por los límites de espacio, nos limitamos a indicar las posibilidades de investigación. Por cierto, se afirma que hoy parecen abandonadas también por la falsa oposición entre misericordia y justicia, como si la misericordia no fuera una forma típica de expresar aquel amor que, en cuanto tal, nunca puede contradecir a la justicia.




Venerable Francesco Convertin, pastor según el Corazón de Jesús

El venerable Don Francesco Convertini, salesiano misionero en la India, emerge como un pastor según el Corazón de Jesús, forjado por el Espíritu y totalmente fiel al proyecto divino sobre su vida. A través de los testimonios de quienes lo conocieron, se delinean su profunda humildad, la dedicación incondicional al anuncio del Evangelio y el ferviente amor por Dios y por el prójimo. Vivió con gozosa sencillez evangélica, afrontando fatigas y sacrificios con valentía y generosidad, siempre atento a quienquiera que encontrara en su camino. El texto destaca su extraordinaria humanidad y la riqueza espiritual, un don precioso para la Iglesia.

1. Agricultor en la viña del Señor
            Presentar el perfil virtuoso del padre Francesco Convertini, misionero salesiano en la India, un hombre que se dejó modelar por el Espíritu y supo realizar su fisonomía espiritual según el designio de Dios sobre él, es algo hermoso y serio al mismo tiempo, porque recuerda el verdadero sentido de la vida, como respuesta a una llamada, a una promesa, a un proyecto de gracia.
            Muy original es la síntesis esbozada sobre él por un sacerdote de su país, el padre Quirico Vasta, que conoció al padre Francesco en raras visitas a su querida tierra de Apulia. Este testimonio nos ofrece una síntesis del perfil virtuoso del gran misionero, introduciéndonos de forma autorizada y convincente a descubrir algo de la talla humana y religiosa de este hombre de Dios. El ‘modo’ de medir la estatura espiritual de este hombre santo, del P. Francesco Convertini, no es el analítico de comparar su vida con los muchos ‘parámetros de conducta’ religiosos (el P. Francesco, como salesiano, también aceptó los compromisos propios de un religioso: pobreza, obediencia, castidad, y permaneció fiel a ellos durante toda su vida). Por el contrario, el P. Francesco Convertini aparece, en síntesis, como fue realmente desde el principio: un joven campesino que, tras -y quizá a causa de- la fealdad de la guerra, se abre a la luz del Espíritu y, dejándolo todo, se pone en camino para seguir al Señor. Por una parte, sabe lo que deja atrás; y lo deja no sólo con el vigor típico del campesino del sur, pobre pero tenaz; sino también con alegría y con esa fuerza de espíritu tan personal que la guerra ha vigorizado: la de quien se propone perseguir de frente, aunque en silencio y en el fondo de su alma, aquello en lo que ha centrado su atención. Por otra parte, también como un campesino, que ha captado en algo o en alguien las “certezas” del futuro y el fundamento de sus esperanzas y sabe “en quién confía”; deja que la luz de quien le ha hablado le ponga en situación de claridad operativa. Y adopta inmediatamente las estrategias para alcanzar el objetivo: oración y disponibilidad sin medida, cueste lo que cueste. No es casualidad que las virtudes clave de este hombre santo sean: la acción silenciosa y sin clamores (cf. San Pablo: “Cuando soy débil es cuando soy fuerte”) y un sentido muy respetuoso de los demás (cf. Hechos: “Hay más alegría en dar que en recibir”).
Visto así, el P. Francesco Convertini es verdaderamente un hombre: tímido, inclinado a ocultar sus dones y méritos, reacio a la jactancia, suave con los demás y fuerte consigo mismo, mesurado, equilibrado, prudente y fiel; un hombre de fe, esperanza y en comunión habitual con Dios; un religioso ejemplar, en obediencia, pobreza y castidad’.

2. Rasgos distintivos: “Emanaba de él un encanto que te curaba”
            Recorriendo las etapas de su infancia y juventud, su preparación al sacerdocio y a la vida misionera, se pone de manifiesto el amor especial de Dios por su siervo y su correspondencia con este Padre bueno. En particular, destacan como rasgos distintivos de su fisonomía espiritual:

            – Fe-confianza ilimitada en Dios, encarnada en el abandono filial a la voluntad divina.
            Tenía gran fe en la infinita bondad y misericordia de Dios y en los grandes méritos de la pasión y muerte de Jesucristo, en quien todo lo confiaba y de quien todo lo esperaba. Sobre la roca firme de esta fe emprendió todas sus labores apostólicas. Frío o calor, lluvia tropical o sol abrasador, dificultad o fatiga, nada le impedía proceder siempre con confianza, cuando se trataba de la gloria de Dios y de la salvación de las almas.

            – Amor incondicional a Jesucristo Salvador, a quien ofrecía todo como sacrificio, comenzando por su propia vida, consignada a la causa del Reino.
            El Padre Convertini se regocijaba en la promesa del Salvador y se alegraba de la venida de Jesús, como Salvador universal y único mediador entre Dios y los hombres: “Jesús nos dio todo de sí mismo muriendo en la cruz, ¿y nosotros no seremos capaces de entregarnos completamente a Él?”

            – La salvación integral del prójimo, perseguida con una evangelización apasionada.
            Los abundantes frutos de su obra misionera se debieron a su oración incesante y a sus sacrificios sin escatimar esfuerzos por el prójimo. Son hombres y misioneros de tal temperamento los que dejan una huella indeleble en la historia de las misiones, del carisma salesiano y del ministerio sacerdotal.
            Incluso en contacto con hindúes y musulmanes, si por una parte le impulsaba un auténtico deseo de anunciar el Evangelio, que a menudo conducía a la fe cristiana, por otra se sentía obligado a subrayar aquellas verdades básicas fácilmente percibidas incluso por los no cristianos, como la infinita bondad de Dios, el amor al prójimo como camino de salvación y la oración como medio para obtener las gracias.

            – La unión incesante con Dios a través de la oración, los sacramentos, la encomienda a María Madre de Dios y nuestra, el amor a la Iglesia y al Papa, la devoción a los santos.
            Se sentía hijo de la Iglesia y la servía con corazón de auténtico discípulo de Jesús y misionero del Evangelio, encomendado al Corazón Inmaculado de María y en compañía de los santos sentidos como intercesores y amigos.

            – Ascetismo evangélico sencillo y humilde en el seguimiento de la cruz, encarnado en una vida extraordinariamente ordinaria.
            Su profunda humildad, pobreza evangélica (llevaba consigo lo indispensable) y semblante angelical transpiraban de toda su persona. Penitencia voluntaria, autocontrol: poco o ningún descanso, comidas irregulares. Se privaba de todo para dar a los pobres, incluso su ropa, zapatos, cama y comida. Dormía siempre en el suelo. Ayunaba durante mucho tiempo. Con el paso de los años, contrajo varias enfermedades que minaron su salud: padeció asma, bronquitis, enfisema, dolencias cardíacas… muchas veces le atacaron de tal manera que tuvo que guardar cama. Se maravillaba de cómo podía soportarlo todo sin quejarse. Fue precisamente esto lo que atrajo la veneración de los hindúes, para quienes era el “sanyasi”, el que sabía renunciar a todo por amor a Dios y por su bien.

            Su vida aparece como una ascensión lineal hacia las cumbres de la santidad en el fiel cumplimiento de la voluntad de Dios y en la donación de sí mismo a sus hermanos, a través del ministerio sacerdotal vivido con fidelidad. Tanto laicos como religiosos y eclesiásticos hablan de su extraordinario modo de vivir la vida cotidiana.

3. Misionero del Evangelio de la alegría: “Les anuncié a Jesús. Jesús Salvador. Jesús misericordioso”
            No había día en que no fuera a alguna familia para hablar de Jesús y del Evangelio. El padre Francisco tenía tal entusiasmo y celo que incluso esperaba cosas que parecían humanamente imposibles. El padre Francisco se hizo famoso como pacificador entre familias, o entre pueblos en discordia. «No es a través de discusiones como llegamos a comprender. Dios y Jesús están más allá de nuestras discusiones. Debemos sobre todo rezar y Dios nos dará el don de la fe. A través de la fe se encuentra al Señor. ¿No está escrito en la Biblia que Dios es amor? Por el camino del amor se llega a Dios».

            Era un hombre pacificado interiormente y traía la paz. Quería que, entre las personas, en los hogares o en los pueblos, no hubiera peleas, ni riñas, ni divisiones. “En nuestro pueblo éramos católicos, protestantes, hindúes y musulmanes. Para que reinara la paz entre nosotros, de vez en cuando el padre nos reunía a todos y nos decía cómo podíamos y debíamos vivir en paz entre nosotros. Luego escuchaba a los que querían decir algo y al final, después de rezar, daba la bendición: una forma maravillosa de mantener la paz entre nosotros”. Tenía una paz de espíritu verdaderamente asombrosa; era la fuerza que le daba la certeza de hacer la voluntad de Dios, buscada con esfuerzo, pero luego abrazada con amor una vez encontrada.

            Era un hombre que vivía con sencillez evangélica, con la transparencia de un niño, dispuesto a todo sacrificio, sabiendo sintonizar con cada persona que encontraba en su camino, viajando a caballo, o en bicicleta, o más a menudo caminando jornadas enteras con su mochila al hombro. Era de todos, sin distinción de religión, casta o condición social. Era amado por todos, porque a todos llevaba “el agua de Jesús que salva”.

4. Un hombre de fe contagiosa: labios en oración, rosario en las manos, ojos al cielo
            Sabemos por él que nunca descuidaba la oración, tanto cuando estaba con los demás como cuando estaba solo, incluso como soldado. Esto le ayudó a hacer todo por Dios, especialmente cuando hizo la primera evangelización entre nosotros. Para él, no había hora fija: mañana o tarde, sol o lluvia; el calor o el frío no eran impedimentos cuando se trataba de hablar de Jesús o de hacer el bien. Cuando iba a los pueblos caminaba incluso de noche y sin tomar alimento para llegar a alguna casa o aldea a predicar el Evangelio. Incluso cuando fue colocado como confesor en Krishnagar, venía a confesarse con nosotros durante el sofocante calor de después de comer. Una vez le dije: “¿Por qué viene a esta hora?” Y él: “En la pasión, Jesús no eligió su hora conveniente cuando era conducido por Anás o Caifás o Pilato. Tuvo que hacerlo incluso contra su propia voluntad, para cumplir la voluntad del Padre”.
            No evangelizó por proselitismo, sino por atracción. Era su comportamiento lo que atraía a la gente. Su entrega y su amor hacían que la gente dijera que el padre Francisco era la verdadera imagen del Jesús que predicaba. Su amor a Dios le llevaba a buscar la unión íntima con Él, a recogerse en oración, a evitar todo lo que pudiera desagradar a Dios. Sabía que sólo se conoce a Dios a través de la caridad. Decía: ‘Ama a Dios, no le desagrades'».

            Si hubo un sacramento en el que el padre Francisco sobresalió heroicamente, fue en la administración del sacramento de la Reconciliación. Para cualquier persona de nuestra diócesis de Krishnagar decir Padre Francisco es decir el hombre de Dios que mostró la paternidad del Padre en el perdón, especialmente en el confesionario. Los últimos 40 años de su vida los pasó más en el confesionario que en cualquier otro ministerio: horas y horas, especialmente en la preparación de fiestas y solemnidades. Así toda la noche de Navidad y Pascua o fiestas patronales. Siempre estaba puntualmente presente en el confesionario todos los días, pero sobre todo los domingos antes de las misas o las vísperas de las fiestas y los sábados. Después acudía a otros lugares donde era confesor habitual. Esta era una tarea muy querida para él y muy esperada por todos los religiosos de la diócesis, a los que acudía semanalmente. Su confesionario era siempre el más concurrido y deseado. Sacerdotes, religiosos, gente corriente: parecía como si el padre Francisco conociera personalmente a todo el mundo, tan pertinente era en sus consejos y amonestaciones. Yo mismo me maravillaba de la sabiduría de sus advertencias cuando me confesaba con él. De hecho, el siervo de Dios fue mi confesor durante toda su vida, desde que era misionero en las aldeas hasta el final de sus días. Yo solía decirme: “Eso es justo lo que quería oír de él…”. Monseñor Morrow, que se confesaba regularmente con él, lo consideraba su guía espiritual, afirmando que el padre Francisco era guiado por el Espíritu Santo en sus consejos y que su santidad personal compensaba su falta de dones naturales.

            La confianza en la misericordia de Dios era un tema casi recurrente en sus conversaciones, y lo utilizaba bien como confesor. Su ministerio confesional era un ministerio de esperanza para sí mismo y para los que se confesaban con él. Sus palabras inspiraban esperanza a todos los que acudían a él. «En el confesionario, el siervo de Dios era el sacerdote modelo, famoso por administrar este sacramento. El siervo de Dios estaba siempre enseñando, tratando de conducir a todos a la salvación eterna… Al siervo de Dios le gustaba dirigir sus oraciones al Padre que está en los cielos, y también enseñaba a la gente a ver en Dios al Padre bueno. Especialmente a los que tenían dificultades, incluso espirituales, y a los pecadores arrepentidos, les recordaba que Dios es misericordioso y que siempre hay que confiar en Él. El siervo de Dios aumentó sus oraciones y mortificaciones para descontar sus infidelidades, como dijo, “y por los pecados del mundo”.

            Elocuentes fueron las palabras del padre Rosario Stroscio, superior religioso, que concluía así el anuncio de la muerte del padre Francesco: «Quienes conocieron al padre Francesco recordarán siempre con cariño las pequeñas advertencias y exhortaciones que solía hacer en confesión. Con su vocecita tan débil, pero tan llena de ardor: ‘Amemos a las almas, trabajemos sólo por las almas…. Acerquémonos a la gente… Tratemos con ellos de tal manera que la gente entienda que les amamos…». Toda su vida fue un magnífico testimonio de la técnica más fecunda del ministerio sacerdotal y de la labor misionera. Podemos resumirla en la sencilla expresión: «¡Para ganar almas para Cristo no hay medio más poderoso que la bondad y el amor!»».

5. Amó a Dios y amó al prójimo por amor de Dios: ¡Pon amor! ¡Pon amor!
            A Ciccilluzzo, un nombre de familia, que ayudaba en el campo cuidando pavos y haciendo otros trabajos propios de su corta edad, su madre Catalina solía repetirle: “¡Pon amor! ¡Pon amor!”
            “El padre Francisco lo daba todo a Dios, porque estaba convencido de que habiéndoselo consagrado todo como religioso y sacerdote misionero, Dios tenía pleno derecho sobre él. Cuando le preguntamos por qué no volvía a casa (a Italia), nos contestó que ahora se había entregado enteramente a Dios y a nosotros”. Su ser sacerdote era todo para los demás: “Soy sacerdote para el bien de mi prójimo. Este es mi primer deber”. Se sentía deudor de Dios en todo, es más, todo pertenecía a Dios y al prójimo, mientras que él se había entregado totalmente, sin reservarse nada para sí mismo: el padre Francisco agradecía continuamente al Señor por haberle elegido para ser sacerdote misionero. Demostró este sentido de gratitud hacia todos los que habían hecho algo por él, incluso los más pobres.
            Dio ejemplos extraordinarios de fortaleza adaptándose a las condiciones de vida de la obra misionera que se le asignó: una lengua nueva y difícil, que intentó aprender bastante bien, porque era la manera de comunicarse con su pueblo; un clima muy duro, el de Bengala, tumba de tantos misioneros, que aprendió a soportar por amor a Dios y a las almas; viajes apostólicos a pie por zonas desconocidas, con el riesgo de encontrarse con animales salvajes.

            Fue un misionero y evangelizador incansable en una zona muy difícil como Krishnagar -que quiso transformar en Crist-nagar, la ciudad de Cristo-, donde las conversiones eran difíciles, por no hablar de la oposición de protestantes y miembros de otras religiones. Para administrar los sacramentos se enfrentaba a todos los peligros posibles: lluvia, hambre, enfermedades, bestias salvajes, gente malintencionada. He oído a menudo el episodio del padre Francisco, que una noche, mientras llevaba el Santísimo Sacramento a un enfermo, se encontró con un tigre agazapado en el camino por donde él y sus compañeros tenían que pasar… Como los compañeros intentaban huir, el siervo de Dios ordenó al tigre: “¡Deja pasar a tu Señor!”; y el tigre se alejó. He oído otros ejemplos similares sobre el siervo de Dios, que muchas veces viajaba a pie de noche. Una vez le atacó una banda de bandidos, creyendo que obtendrían algo de él. Pero cuando le vieron así desprovisto de todo, excepto de lo que llevaba, se excusaron y le acompañaron hasta la siguiente aldea”.
            Su vida de misionero fue un constante viajar: en bicicleta, a caballo y la mayor parte del tiempo a pie. Este caminar a pie es quizá la actitud que mejor retrata al misionero incansable y el signo del auténtico evangelizador: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero de buenas nuevas que anuncia la paz, del mensajero de bienes que anuncia la salvación!” (Is 52,7)

6. Ojos claros vueltos al cielo
            “Observando el rostro sonriente del siervo de Dios y mirando sus ojos claros y vueltos al cielo, uno pensaba que no era de aquí, sino del cielo”. Al verle, desde la primera vez, muchos referían una impresión inolvidable de él: sus ojos brillantes que mostraban un rostro lleno de sencillez e inocencia y su larga y venerable barba recordaban la imagen de una persona llena de bondad y compasión. Un testigo declaró: “El padre Francisco era un santo. No sé emitir un juicio, pero creo que no se encuentran personas así. Éramos pequeños, pero hablaba con nosotros, nunca despreció a nadie. No hacía diferencias entre musulmanes y cristianos. Padre se dirigía a todos por igual y cuando estábamos juntos nos trataba a todos por igual. Nos daba consejos de niños: “Obedeced a vuestros padres, haced bien los deberes, quereos como hermanos. Luego nos daba pequeños caramelos: en sus bolsillos siempre había algo para nosotros”.

            El padre Francisco manifestaba su amor a Dios sobre todo a través de la oración, que parecía ininterrumpida. Siempre se le veía mover los labios en oración. Incluso cuando hablaba con la gente, mantenía siempre la mirada alta, como si estuviera viendo a su interlocutor. Lo que más impresionaba a la gente era la capacidad del Padre Convertini de estar totalmente centrado en Dios y, al mismo tiempo, en la persona que tenía delante, mirando con ojos sinceros al hermano que encontraba en su camino: “Tenía, sin ninguna duda, la mirada fija en el rostro de Dios. Era un rasgo indeleble de su alma, una concentración espiritual de un nivel impresionante. Te seguía con atención y te respondía con gran precisión cuando le hablabas. Sin embargo, sentías que estaba “en otra parte”, en otra dimensión, en diálogo con el Otro”.

            A la conquista de la santidad animaba a los demás, como en el caso de su primo Lino Palmisano, que se preparaba para el sacerdocio: “Me alegra mucho saber que ya te estás formando; esto también pasará pronto, si sabes aprovechar las gracias del Señor que Él te dará cada día, para transformarte en un santo cristiano de buen sentido. Te esperan los estudios más satisfactorios de teología, que alimentarán tu alma con el Espíritu de Dios, que te ha llamado a ayudar a Jesús en su apostolado. No pienses en los demás, sino sólo en ti, en cómo llegar a ser un santo sacerdote como Don Bosco. Don Bosco también dijo en su tiempo: los tiempos son difíciles, pero nosotros puf, puf, seguiremos adelante incluso a contracorriente. Era la madre celestial que le decía: infirma mundi elegit Deus. No te preocupes, yo te ayudaré. Querido hermano, el corazón, el alma de un santo sacerdote a los ojos del Señor vale más que todos los miembros, se acerca el día de tu sacrificio junto con el de Jesús en el altar, prepárate. Nunca te arrepentirás de ser generoso con Jesús y con tus Superiores. Confía en ellos, te ayudarán a superar las pequeñas dificultades del día que tu alma bella pueda encontrar. Me acordaré de ti en la Santa Misa de cada día, para que también tú puedas un día ofrecerte enteramente al Buen Dios».

Conclusión
            Como al principio, así también al final de este breve excursus sobre el perfil virtuoso del Padre Convertini, he aquí un testimonio que resume lo que se ha presentado.
            “Una de las figuras pioneras que me impresionó profundamente fue la del Venerable Padre Francesco Convertini, celoso apóstol del amor cristiano, que supo llevar la noticia de la Redención a las iglesias, a las zonas parroquiales, a los callejones y chozas de los refugiados y a todo aquel que encontraba, consolando, aconsejando, ayudando con su exquisita caridad: un verdadero testigo de las obras de misericordia corporales y espirituales, por las que seremos juzgados: siempre dispuesto y celoso en el ministerio del sacramento del perdón. Cristianos de todas las confesiones, musulmanes e hindúes, acogieron con alegría y prontitud al que llamaban el hombre de Dios. Supo llevar a cada uno el verdadero mensaje de amor, que Jesús predicó y trajo a esta tierra: con el contacto evangélico directo y personal, para jóvenes y mayores, niños y niñas, pobres y ricos, autoridades y parias (marginados), es decir, el último y más despreciado peldaño del desecho (sub)humano. Para mí y para muchos otros, fue una experiencia estremecedora que me ayudó a comprender y vivir el mensaje de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.

            La última palabra corresponde al Padre Francisco, como legado que nos deja a cada uno de nosotros. El 24 de septiembre de 1973, escribiendo a sus parientes de Krishnagar, el misionero quiere implicarlos en la obra en favor de los no cristianos que realiza con dificultad desde su última enfermedad, pero siempre con celo: “Después de seis meses en el hospital, mi salud está un poco débil, me siento como una piñata rota y remendada. Sin embargo, Jesús misericordioso me ayuda milagrosamente en su trabajo por las almas. Dejo que me lleve a la ciudad y vuelvo a pie, después de dar a conocer a Jesús y nuestra santa religión. Terminadas mis confesiones en casa, voy entre los paganos, que son mucho mejores que algunos cristianos. Afectuosamente suyo en el Corazón de Jesús, Sacerdote Francesco”.




Don Elia Comini: sacerdote mártir en Monte Sole

El 18 de diciembre de 2024, el Papa Francisco reconoció oficialmente el martirio de don Elia Comini (1910-1944), Salesiano de Don Bosco, quien será beatificado. Su nombre se suma al de otros sacerdotes—como don Giovanni Fornasini, ya Beato desde 2021—que fueron víctimas de las feroces violencias nazis en el área de Monte Sole, en las colinas de Bolonia, durante la Segunda Guerra Mundial. La beatificación de don Elia Comini no es solo un acontecimiento de extraordinaria relevancia para la Iglesia bolonesa y la Familia Salesiana, sino que también constituye una invitación universal a redescubrir el valor del testimonio cristiano: un testimonio en el que la caridad, la justicia y la compasión prevalecen sobre toda forma de violencia y odio.

De los Apennino a los patios salesianos
            Don Elia Comini nace el 7 de mayo de 1910 en la localidad “Madonna del Bosco” de Calvenzano de Vergato, en la provincia de Bolonia. Su casa natal está contigua a un pequeño santuario mariano, dedicado a la “Madonna del Bosco”, y esta fuerte impronta en el signo de María lo acompañará toda la vida.
            Es el segundo hijo de Claudio y Emma Limoni, quienes se casaron, en la iglesia parroquial de Salvaro, el 11 de febrero de 1907. Al año siguiente nació el primogénito Amleto. Dos años más tarde, Elia vino al mundo. Bautizado al día siguiente de su nacimiento – 8 de mayo – en la parroquia Sant’Apollinare de Calvenzano, Elia recibe ese día también los nombres de “Michele” y “Giuseppe”.
            Cuando tiene siete años, la familia se traslada a la localidad “Casetta” de Pioppe de Salvaro en el municipio de Grizzana. En 1916, Elia comienza la escuela: asiste a las tres primeras clases de primaria en Calvenzano. En ese período también recibe la Primera Comunión. Aún pequeño, se muestra muy involucrado en el catecismo y en las celebraciones litúrgicas. Recibe la Confirmación el 29 de julio de 1917. Entre 1919 y 1922, Elia aprende los primeros elementos de pastoral en la “escuela de fuego” de Mons. Fidenzio Mellini, quien de joven había conocido a don Bosco, quien le había profetizado el sacerdocio. En 1923, don Mellini orienta tanto a Elia como a su hermano Amleto hacia los Salesianos de Finale Emilia, y ambos aprovecharán el carisma pedagógico del santo de los jóvenes: Amleto como docente y “emprendedor” en el ámbito escolar; Elia como Salesiano de Don Bosco.
            Noviado desde el 1 de octubre de 1925 en San Lázaro de Savena, Elia Comini queda huérfano de padre el 14 de septiembre de 1926, a pocos días (3 de octubre de 1926) de su Primera Profesión religiosa, que renovará hasta la Perpetua, el 8 de mayo de 1931 en el aniversario de su bautismo, en el Instituto “San Bernardino” de Chiari. En Chiari será además “tirocinante” en el Instituto Salesiano “Rota”. Recibe el 23 de diciembre de 1933 los órdenes menores del ostiariado y del lectorado; del exorcistado y del acolitado el 22 de febrero de 1934. Es subdiácono el 22 de septiembre de 1934. Ordenado diácono en la catedral de Brescia el 22 de diciembre de 1934, don Elia es consagrado sacerdote por la imposición de manos del Obispo de Brescia Mons. Giacinto Tredici el 16 de marzo de 1935, con solo 24 años: al día siguiente celebra la Primera Misa en el Instituto salesiano “San Bernardino” de Chiari. El 28 de julio de 1935 celebrará con una Misa en Salvaro.
            Inscrito en la facultad de Letras Clásicas y Filosofía de la entonces Real Universidad de Milán, es muy querido por los alumnos, ya como docentes, ya como padre y guía en el Espíritu: su carácter, serio sin rigidez, le vale estima y confianza. Don Elia es también un fino músico y humanista, que aprecia y sabe hacer apreciar las “cosas bellas”. En los trabajos escritos, muchos estudiantes, además de desarrollar el tema, encuentran natural abrirle a don Elia su propio corazón, proporcionándole así la ocasión para acompañarlos y orientarlos. De don Elia “Salesiano” se dirá que era como la gallina con los pollitos alrededor («Se leía en su rostro toda la felicidad de escucharlo: parecían una camada de pollitos alrededor de la gallina»): ¡todos cerca de él! Esta imagen evoca la de Mt 23,37 y expresa su actitud de reunir a las personas para alegrarlas y cuidarlas.
            Don Elia se gradúa el 17 de noviembre de 1939 en Letras Clásicas con una tesis sobre el De resurrectione carnis de Tertuliano, con el profesor Luigi Castiglioni (latinista de fama y coautor de un célebre diccionario de latín, el “Castiglioni-Mariotti”): al detenerse en las palabras «resurget igitur caro», Elia comenta que se trata del canto de victoria después de una larga y extenuante batalla.

Un viaje sin retorno
            Cuando el hermano Amleto se traslada a Suiza, la madre – señora Emma Limoni – queda sola en Apeninos: por lo tanto, don Elia, en plena sintonía con los Superiores, le dedicará cada año sus vacaciones. Cuando regresaba a casa ayudaba a la madre, pero – sacerdote – se mostraba ante todo disponible en la pastoral local, apoyando a Mons. Mellini.
            De acuerdo con los Superiores y en particular con el Inspector, don Francesco Rastello, don Elia regresa a Salvaro también en el verano de 1944: ese año espera poder evacuar a su madre de una zona donde, a poca distancia, fuerzas Aliadas, Partisanos y efectivos nazi-fascistas definían una situación de particular riesgo. Don Elia es consciente del peligro que corre al dejar su Treviglio para ir a Salvaro y un hermano, don Giuseppe Bertolli sdb, recuerda: «al despedirlo le dije que un viaje como el suyo podría también ser sin retorno; le pregunté también, naturalmente bromeando, qué me dejaría si no regresaba; él me respondió con mi mismo tono, que me dejaría sus libros…; luego no lo volví a ver». Don Elia ya era consciente de dirigirse hacia “el ojo del ciclón” y no buscó en la casa Salesiana (donde fácilmente podría haber permanecido) una forma de protección: «El último recuerdo que tengo de él data del verano de 1944, cuando, con motivo de la guerra, la Comunidad comenzó a disolverse; aún siento mis palabras que se dirigían a él con un tono casi de broma, recordándole que él, en esos oscuros períodos que estábamos a punto de enfrentar, debería sentirse privilegiado, ya que en el techo del Instituto se había trazado una cruz blanca y nadie tendría el valor de bombardearlo. Sin embargo, él, como un profeta, me respondió que tuviera mucho cuidado porque durante las vacaciones podría leer en los periódicos que Don Elia Comini había muerto heroicamente en el cumplimiento de su deber». «La impresión del peligro al que se exponía era viva en todos», ha comentado un hermano.

            A lo largo del viaje hacia Salvaro, don Comini hace una parada en Módena, donde sufre una grave herida en una pierna: según una reconstrucción, al interponerse entre un vehículo y un transeúnte, evitando así un accidente más grave; según otra, por haber ayudado a un señor a empujar un carrito. De todos modos, por haber socorrido al prójimo. Dietrich Bonhoeffer escribió: «Cuando un loco lanza su auto sobre la acera, yo no puedo, como pastor, contentarme con enterrar a los muertos y consolar a las familias. Debo, si me encuentro en ese lugar, saltar y agarrar al conductor en su volante».
            El episodio de Módena expresa, en este sentido, una actitud de don Elia que en Salvaro, en los meses siguientes, se manifestaría aún más: interponerse, mediar, acudir en primera persona, exponer su vida por los hermanos, siempre consciente del riesgo que ello conlleva y serenamente dispuesto a pagar las consecuencias.

Un pastor en el frente de guerra
            Cojeando, llega a Salvaro al atardecer del 24 de junio de 1944, apoyándose como puede en un bastón: ¡un instrumento inusual para un joven de 34 años! Encuentra la casa parroquial transformada: Mons. Mellini alberga a decenas de personas, pertenecientes a núcleos familiares de evacuados; además, las 5 hermanas Esclavas del Sagrado Corazón, responsables de la guardería, entre ellas la hermana Alberta Taccini. Anciano, cansado y sacudido por los eventos bélicos, en ese verano Mons. Fidenzio Mellini tiene dificultades para decidir, se ha vuelto más frágil e incierto. Don Elia, que lo conoce desde niño, comienza a ayudarlo en todo y toma un poco el control de la situación. La herida en la pierna le impide además evacuar a su madre: don Elia permanece en Salvaro y, cuando puede volver a caminar bien, las circunstancias cambiantes y las crecientes necesidades pastorales harán que se quede.
            Don Elia anima la pastoral, sigue el catecismo, se ocupa de los huérfanos abandonados a sí mismos. Además, acoge a los evacuados, anima a los temerosos, modera a los imprudentes. La presencia de don Elia se convierte en un elemento aglutinador, un signo bueno en esos dramáticos momentos donde las relaciones humanas son desgarradas por sospechas y oposiciones. Pone al servicio de tanta gente las capacidades organizativas y la inteligencia práctica adquiridas en años de vida salesiana. Escribe a su hermano Amleto: «Ciertamente son momentos dramáticos, y peores se presagian. Esperamos todo en la gracia de Dios y en la protección de la Madonna, que debéis invocar vosotros por nosotros. Espero poder haceros llegar aún nuestras noticias».

            Los alemanes de la Wehrmacht vigilan la zona y, en las alturas, está la brigada partisana “Estrella Roja”. Don Elia Comini permanece una figura ajena a reivindicaciones o partidarismos de ningún tipo: es un sacerdote y hace valer instancias de prudencia y pacificación. A los partisanos les decía: «Muchachos, miren lo que hacen, porque arruinan a la población…», exponiéndola a represalias. Ellos lo respetan y, en julio y septiembre de 1944, pedirán Misas en la parroquia de Salvaro. Don Elia acepta, haciendo descender a los partisanos y celebrando sin esconderse, evitando en cambio subir él a la zona partisana y prefiriendo – como siempre hará ese verano – quedarse en Salvaro o en zonas limítrofes, sin esconderse ni deslizarse en actitudes “ambiguas” a los ojos de los nazi-fascistas.

            El 27 de julio, don Elia Comini escribe las últimas líneas de su Diario espiritual: «27 de julio: me encuentro justo en medio de la guerra. Tengo nostalgia de mis hermanos y de mi casa en Treviglio; si pudiera, regresaría mañana».
            Desde el 20 de julio, compartía una fraternidad sacerdotal con el padre Martino Capelli, Dehoniano, nacido el 20 de septiembre de 1912 en Nembro en la provincia de Bérgamo y ya docente de Sagrada Escritura en Bolonia, también él huésped de Mons. Mellini y ayudando en la pastoral.
            Elia y Martino son dos estudiosos de lenguas antiguas que ahora deben ocuparse de las cosas más prácticas y materiales. La casa parroquial de Mons. Mellini se convierte en lo que Mons. Luciano Gherardi luego llamará «la comunidad del arca», un lugar que acoge para salvar. El padre Martino era un religioso que se había entusiasmado al escuchar hablar de los mártires mexicanos y habría deseado ser misionero en China. Elia, desde joven, es perseguido por una extraña conciencia de “deber morir” y ya a los 17 años había escrito: «Siempre persiste en mí el pensamiento de que debo morir! – ¿Quién sabe?! Hagamos como el siervo fiel: siempre preparado para el llamado, a “reddere rationem” de la gestión».
            El 24 de julio, don Elia inicia el catecismo para los niños en preparación a las primeras Comuniones, programadas para el 30 de julio. El 25, nace una niña en el baptisterio (todos los espacios, desde la sacristía hasta el gallinero, estaban abarrotados) y se cuelga un lazo rosa.
            Durante todo el mes de agosto de 1944, soldados de la Wehrmacht se estacionan en la casa parroquial de Mons. Mellini y en el espacio frente a ella. Entre alemanes, evacuados, consagrados… la tensión podría estallar en cualquier momento: don Elia media y previene también en pequeñas cosas, por ejemplo, actuando como “amortiguador” entre el volumen demasiado alto de la radio de los alemanes y la paciencia ya demasiado corta de Mons. Mellini. También hubo un poco de Rosario todos juntos. Don Angelo Carboni confirma: «Con la intención siempre de confortar a Monseñor, D. Elia se esforzó mucho contra la resistencia de una compañía de alemanes que, estableciéndose en Salvaro el 1 de agosto, quería ocupar varios ambientes de la casa parroquial, quitando toda libertad y comodidad a los familiares y evacuados allí hospedados. Acomodados los alemanes en el archivo de Monseñor, aquí están de nuevo perturbando, ocupando con sus carros buena parte del patio de la Iglesia; con modos aún más amables y persuasivas palabras, D. Elia logró también esta otra liberación en favor de Monseñor, que la opresión de la lucha había obligado a descansar». En esas semanas, el sacerdote salesiano es firme en proteger el derecho de Mons. Mellini a moverse con cierta comodidad en su propia casa – así como el de los evacuados a no ser alejados de la casa parroquial –: sin embargo, reconoce algunas necesidades de los hombres de la Wehrmacht y eso le atrae la benevolencia hacia Mons. Mellini, que los soldados alemanes aprenderán a llamar el buen pastor. De los alemanes, don Elia obtiene comida para los evacuados. Además, canta para calmar a los niños y cuenta episodios de la vida de don Bosco. En un verano marcado por asesinatos y represalias, con don Elia algunos civiles logran incluso ir a escuchar un poco de música, evidentemente difundida por el aparato de los alemanes, y comunicarse con los soldados a través de breves gestos. Don Rino Germani sdb, Vicepostulador de la Causa, afirma: «Entre las dos fuerzas en lucha se inserta la obra incansable y mediadora del Siervo de Dios. Cuando es necesario se presenta al Comando alemán y con educación y preparación logra conquistar la estima de algún oficial. Así muchas veces logra evitar represalias, saqueos y lutos».

            Liberada la casa parroquial de la presencia fija de la Wehrmacht el 1 de septiembre de 1944 – «El 1 de septiembre los alemanes dejaron libre la zona de Salvaro, solo algunos permanecieron por unos días más en la casa Fabbri» – la vida en Salvaro puede respirar un alivio. Don Elia Comini persevera mientras tanto en las iniciativas de apostolado, ayudado por los otros sacerdotes y las hermanas.
            Mientras tanto, el padre Martino acepta algunas invitaciones a predicar en otros lugares y sube a la montaña, donde su cabello claro le causa un gran problema con los partisanos que lo sospechan alemán, don Elia permanece sustancialmente en Salvaro. El 8 de septiembre escribe al director salesiano de la Casa de Treviglio: «Te dejo imaginar nuestro estado de ánimo en estos momentos. Hemos atravesado días negrísimos y dramáticos. […] Mi pensamiento está siempre contigo y con los queridos hermanos de allí. Siento vivísima la nostalgia […]».

            Desde el 11 predica los Ejercicios a las Hermanas sobre el tema de los Novísimos, de los votos religiosos y de la vida del Señor Jesús.
            Toda la población – declaró una mujer consagrada – amaba a Don Elia, también porque él no dudaba en entregarse a todos, en cada momento; no solo pedía a las personas que rezaran, sino que les ofrecía un ejemplo válido con su piedad y ese poco de apostolado que, dada la circunstancia, era posible ejercer.
            La experiencia de los Ejercicios imprime un dinamismo diferente a toda la semana, y involucra transversalmente a consagrados y laicos. Por la noche, de hecho, don Elia reúne a 80-90 personas: se intentaba suavizar la tensión con un poco de alegría, buenos ejemplos, caridad. En esos meses tanto él como el padre Martino, al igual que otros sacerdotes: primero entre todos don Giovanni Fornasini, estaban en primera línea en muchas obras de bien.

La masacre de Montesole
            La matanza más feroz y más grande llevada a cabo por las SS nazis en Europa, durante la guerra de 1939-45, fue la que se consumó alrededor de Monte Sole, en los territorios de Marzabotto, Grizzana Morandi y Monzuno, aunque comúnmente se conoce como la “masacre de Marzabotto”.
            Entre el 29 de septiembre y el 5 de octubre de 1944, los caídos fueron 770, pero en total las víctimas de alemanes y fascistas, desde la primavera de 1944 hasta la liberación, fueron 955, distribuidas en 115 localidades diferentes dentro de un vasto territorio que comprende los municipios de Marzabotto, Grizzana y Monzuno y algunas porciones de los territorios limítrofes. De estos, 216 fueron niños, 316 mujeres, 142 ancianos, 138 víctimas reconocidas como partisanos, cinco sacerdotes, cuya culpa a los ojos de los alemanes consistía en haber estado cerca, con la oración y la ayuda material, a toda la población de Monte Sole en los trágicos meses de guerra y ocupación militar. Junto a don Elia Comini, Salesiano, y al padre Martino Capelli, Dehoniano, en esos trágicos días también fueron asesinados tres sacerdotes de la Arquidiócesis de Bolonia: don Ubaldo Marchioni, don Ferdinando Casagrande, don Giovanni Fornasini. De los cinco está en curso la Causa de Beatificación y Canonización. Don Giovanni, el “Ángel de Marzabotto”, cayó el 13 de octubre de 1944. Tenía veintinueve años y su cuerpo permaneció sin sepultar hasta 1945, cuando fue encontrado gravemente martirizado; fue beatificado el 26 de septiembre de 2021. Don Ubaldo murió el 29 de septiembre, asesinado por una ráfaga de ametralladora en el altar de su iglesia de Casaglia; tenía 26 años, había sido ordenado sacerdote dos años antes. Los soldados alemanes lo encontraron a él y a la comunidad en la oración del rosario. Él fue asesinado allí, a los pies del altar. Los otros – más de 70 – en el cementerio cercano. Don Ferdinando fue asesinado, el 9 de octubre, por un disparo en la nuca, junto a su hermana Giulia; tenía 26 años.

De la Wehrmacht a las SS
            El 25 de septiembre la Wehrmacht abandona la zona y cede el mando a las SS del 16º Batallón de la Decimosexta División Acorazada “Reichsführer – SS”, una División que incluye elementos SS “Totenkopf – Cabeza de muerto” y que había estado precedida por una estela de sangre, habiendo estado presente en Sant’Anna di Stazzema (Lucca) el 12 de agosto de 1944; en San Terenzo Monti (Massa-Carrara, en Lunigiana) el 17 de ese mes; en Vinca y alrededores (Massa-Carrara, en Lunigiana a los pies de los Alpes Apuanos) del 24 al 27 de agosto.
            El 25 de septiembre las SS establecen el “Alto mando” en Sibano. El 26 de septiembre se trasladan a Salvaro, donde también está don Elia: zona fuera del área de inmediata influencia partisana. La dureza de los comandantes en perseguir el más total desprecio por la vida humana, la costumbre de mentir sobre el destino de los civiles y la estructura paramilitar – que recurría gustosamente a técnicas de “tierra quemada”, en desprecio a cualquier código de guerra o legitimidad de órdenes impartidas desde arriba – lo convertía en un escuadrón de la muerte que no dejaba nada intacto a su paso. Algunos habían recibido una formación de carácter explícitamente concentracionista y eliminacionista, destinada a: supresión de la vida, con fines ideológicos; odio hacia quienes profesaban la fe judeocristiana; desprecio por los pequeños, los pobres, los ancianos y los débiles; persecución de quienes se opusieran a las aberraciones del nacionalsocialismo. Había un verdadero catecismo – anticristiano y anticatólico – del cual las jóvenes SS estaban impregnadas.
            «Cuando se piensa que la juventud nazi estaba formada en el desprecio de la personalidad humana de los judíos y de las otras razas “no elegidas”, en el culto fanático de una supuesta superioridad nacional absoluta, en el mito de la violencia creadora y de las “nuevas armas” portadoras de justicia en el mundo, se comprende dónde estaban las raíces de las aberraciones, facilitadas por la atmósfera de guerra y por el temor a una decepcionante derrota».
            Don Elia Comini – con el padre Capelli – acude para confortar, tranquilizar, exhortar. Decide que se acojan en la casa parroquial sobre todo a los supervivientes de las familias en las que los alemanes habían asesinado por represalia. Al hacerlo, aleja a los sobrevivientes del peligro de encontrar la muerte poco después, pero sobre todo los arranca – al menos en la medida de lo posible – de esa espiral de soledad, desesperación y pérdida de voluntad de vivir que podría haberse traducido incluso en deseo de muerte. Además, logra hablar con los alemanes y, en al menos una ocasión, hacer desistir a las SS de su propósito, haciéndolas pasar de largo y pudiendo así advertir posteriormente a los refugiados de salir del escondite.
            El Vicepostulador don Rino Germani sdb escribía: «Llega don Elia. Los tranquiliza. Les dice que salgan, porque los alemanes se han ido. Habla con los alemanes y los hace ir más allá».
            También es asesinado Paolo Calanchi, un hombre a quien la conciencia no le reprocha nada y que comete el error de no escapar. Será nuevamente don Elia quien acuda, antes de que las llamas agredan su cuerpo, intentando al menos honrar sus restos al no haber llegado a tiempo para salvarle la vida: «El cuerpo de Paolino es salvado de las llamas precisamente por don Elia que, a riesgo de su vida, lo recoge y transporta con un carrito a la Iglesia de Salvaro».
            La hija de Paolo Calanchi ha testificado: «Mi padre era un hombre bueno y honesto [“en tiempos de cartilla de racionamiento y de hambruna daba pan a quien no tenía”] y había rechazado escapar sintiéndose tranquilo hacia todos. Fue asesinado por los alemanes, fusilado, en represalia; más tarde también fue incendiada la casa, pero el cuerpo de mi padre había sido salvado de las llamas precisamente por Don Comini, que, a riesgo de su propia vida, lo había recogido y transportado con un carrito a la Iglesia de Salvaro, donde, en un ataúd que él construyó con tablas de desecho, fue inhumado en el cementerio. Así, gracias al coraje de Don Comini y, muy probablemente, también de Padre Martino, terminada la guerra, mi madre y yo pudimos encontrar y hacer transportar el ataúd de nuestro querido al cementerio de Vergato, junto al de mi hermano Gianluigi, que murió 40 días después al cruzar el frente».
            Una vez don Elia había dicho de la Wehrmacht: «Debemos amar también a estos alemanes que vienen a molestarnos». «Amaba a todos sin preferencia». El ministerio de don Elia fue muy valioso para Salvaro y muchos evacuados, en esos días. Testigos han declarado: «Don Elia fue nuestra fortuna porque teníamos al párroco demasiado anciano y débil. Toda la población sabía que Don Elia tenía este interés por nosotros; Don Elia ayudó a todos. Se puede decir que todos los días lo veíamos. Decía la Misa, pero luego a menudo estaba en el atrio de la iglesia mirando: los alemanes estaban abajo, hacia el Reno; los partisanos venían de la montaña, hacia la Creda. Una vez, por ejemplo, (unos días antes del 26) vinieron los partisanos. Nosotros salíamos de la iglesia de Salvaro y allí estaban los partisanos, todos armados; y Don Elia se preocupaba mucho de que se fueran, para evitar problemas. Lo escucharon y se fueron. Probablemente, si no hubiera estado él, lo que sucedió después, habría ocurrido mucho antes»; «Por lo que sé, Don Elia era el alma de la situación, ya que con su personalidad sabía manejar muchas cosas que en esos momentos dramáticos eran de vital importancia».

            Aunque era un sacerdote joven, don Elia Comini era confiable. Esta su confiabilidad, unida a una profunda rectitud, lo acompañaba desde siempre, incluso desde que era seminarista, como resulta de un testimonio: «Lo tuve cuatro años en el Rota, desde 1931 hasta 1935, y, aunque aún era seminarista, me dio una ayuda que difícilmente habría encontrado en otro hermano, incluso anciano».

El triduo de pasión
            La situación, sin embargo, se precipita después de pocos días, el 29 de septiembre por la mañana cuando las SS cometen una terrible masacre en la localidad “Creda”. La señal para el inicio de la masacre son un cohete blanco y uno rojo en el aire: comienzan a disparar, las ametralladoras golpean a las víctimas, atrincheradas contra un pórtico y prácticamente sin salida. Se lanzan entonces granadas de mano, algunas incendiarias y el establo – donde algunos habían logrado encontrar refugio – se incendia. Pocos hombres, aprovechando un instante de distracción de las SS en ese infierno, se precipitan hacia el bosque. Attilio Comastri, herido, se salva porque el cuerpo yerto de su esposa Ines Gandolfi le ha hecho escudo: vagará durante días, en estado de shock, hasta que logre cruzar el frente y salvar su vida; había perdido, además de a su esposa, a su hermana Marcellina y a su hija Bianca, de apenas dos años. También Carlo Cardi logra salvarse, pero su familia es aniquilada: Walter Cardi tenía solo 14 días, fue la más pequeña víctima de la masacre de Monte Sole. Mario Lippi, uno de los sobrevivientes, atestigua: «No sé yo mismo cómo me salvé milagrosamente, dado que, de 82 personas reunidas bajo el pórtico, quedaron asesinadas 70 [69, según la reconstrucción oficial]. Recuerdo que además del fuego de las ametralladoras, los alemanes también nos lanzaron granadas de mano y creo que algunas esquirlas de estas me hirieron levemente en el costado derecho, en la espalda y en el brazo derecho. Yo, junto con otras siete personas, aprovechando que en [un] lado del pórtico había una puertita que daba a la calle, escapé hacia el bosque. Los alemanes, al vernos huir, nos dispararon, matando a uno de nosotros [de] nombre Gandolfi Emilio. Preciso que entre las 82 personas reunidas bajo el mencionado pórtico había también una veintena de niños, de los cuales dos en pañales, en brazos de sus respectivas madres, y una veintena de mujeres».
            En la Creda hay 21 niños menores de 11 años, algunos muy pequeños; 24 mujeres (de las cuales una adolescente); casi 20 “ancianos”. Entre las familias más afectadas están los Cardi (7 personas), los Gandolfi (9 personas), los Lolli (5 personas), los Macchelli (6 personas).
            Desde la casa parroquial de Mons. Mellini, mirando hacia arriba, en un momento se ve el humo: pero es muy temprano, la Creda permanece oculta a la vista y el bosque amortigua los ruidos. En la parroquia ese día – 29 de septiembre, fiesta de los Santos Arcángeles – se celebran tres Misas, por la mañana temprano, en inmediata sucesión: la de Mons. Mellini; la de padre Capelli que luego se va a llevar una Unción de los Enfermos en la localidad “Casellina”; la de don Comini. Y es entonces cuando el drama llama a la puerta: «Ferdinando Castori, que también había escapado de la masacre, llegó a la iglesia de Salvaro manchado de sangre como un carnicero, y se fue a esconder dentro de la cúspide del Campanario». Hacia las 8 llega a la casa parroquial un hombre desconcertado: parecía «un monstruo por su aspecto aterrador», dice la hermana Alberta Taccini. Pide ayuda para los heridos. Una setentena de personas ha muerto o está muriendo entre terribles suplicios. Don Elia, en pocos instantes, tiene la lucidez de esconder a 60/70 hombres en la sacristía, empujando contra la puerta un viejo armario que dejaba el umbral visible desde abajo, pero era no obstante la única esperanza de salvación: «Fue entonces cuando Don Elia, precisamente él, tuvo la idea de esconder a los hombres al lado de la sacristía, poniendo luego un armario frente a la puerta (lo ayudaron una o dos personas que estaban en casa de Monsignore). La idea fue de Don Elia; pero todos estaban en contra de que fuera Don Elia quien hiciera ese trabajo… Él lo quiso. Los demás decían: “¿Y si luego nos descubren?”». Otra reconstrucción: «Don Elia logró esconder en un local contiguo a la sacristía a una sesentena de hombres y contra la puerta empujó un viejo armario. Mientras tanto, el crepitar de las ametralladoras y los gritos desesperados de la gente llegaban desde las casas cercanas. Don Elia tuvo la fuerza de comenzar el S. Sacrificio de la Misa, la última de su vida. No había terminado aún, cuando llegó aterrorizado y agitado un joven de la localidad “Creda” a pedir socorro porque las SS habían rodeado una casa y arrestado a sesenta y nueve personas, hombres, mujeres, niños».
            «Aún en vestiduras sagradas, postrado en el altar, inmerso en oración, invoca por todos la ayuda del Sagrado Corazón, la intercesión de María Auxiliadora, de san Juan Bosco y de san Miguel Arcángel. Luego, con un breve examen de conciencia, recitando tres veces el acto de dolor, les hace una preparación a la muerte. Recomienda a la asistencia de las hermanas a todas esas personas y a la Superiora que guíe fuertemente la oración para que los fieles puedan encontrar en ella el consuelo del cual tienen necesidad».
            A propósito de don Elia y del padre Martino, que regresó poco después, «se constatan algunas dimensiones de una vida sacerdotal gastada conscientemente por los demás hasta el último instante: su muerte fue un prolongar en el don de la vida la Misa celebrada hasta el último día». Su elección tenía «raíces lejanas, en la decisión de hacer el bien incluso si se estaba en la última hora, dispuestos incluso al martirio»: «muchas personas vinieron a buscar ayuda en la parroquia y, a espaldas del párroco, Don Elia y el Padre Martino trataron de esconder a cuantas más personas posible; luego, asegurándose de que estuvieran de alguna manera asistidas, corrieron al lugar de las masacres para poder llevar ayuda también a los más desafortunados; el mismo Mons. Mellini no se dio cuenta de esto y continuaba buscando a los dos sacerdotes para que le ayudaran a recibir a toda esa gente» («Tenemos la certeza de que ninguno de ellos era partisano o había estado con los partisanos»).

            En esos momentos, don Elia demuestra una gran lucidez que se traduce tanto en un espíritu organizativo como en la conciencia de poner en riesgo su propia vida: «A la luz de todo esto, y Don Elia lo sabía bien, no podemos, por lo tanto, buscar esa caridad que induce al intento de ayudar a los demás, sino más bien ese tipo de caridad (que luego fue la misma de Cristo) que induce a participar hasta el fondo en el sufrimiento ajeno, sin temer siquiera la muerte como su última manifestación. El hecho de que su elección haya sido clara y bien razonada también se demuestra por el espíritu organizativo que manifestó hasta unos minutos antes de su muerte, al intentar con prontitud e inteligencia esconder a tantas personas como fuera posible en los locales ocultos de la canonjía; luego la noticia de la Creda y, después de la caridad fraterna, la caridad heroica».
            Una cosa es cierta: si don Elia se hubiera escondido con todos los demás hombres o incluso solo se hubiera quedado al lado de Mons. Mellini, no habría tenido nada que temer. En cambio, don Elia y padre Martino toman la estola, los óleos santos y una caja con algunas Partículas consagradas «partieron, por lo tanto, hacia la montaña, armados con la estola y el aceite de los enfermos»: «Cuando Don Elia regresó de haber ido con Monseñor, tomó la Píxide con las Hostias y el Aceite Santo y se volvió hacia nosotros: ¡aún ese rostro! estaba tan pálido que parecía uno ya muerto. Y dijo: “¡Recen, recen por mí, porque tengo una misión que cumplir!”». «¡Recen por mí, no me dejen solo!». «Nosotros somos sacerdotes y debemos ir y debemos hacer nuestro deber». «Vamos a llevar al Señor a nuestros hermanos».

            Arriba en la Creda hay mucha gente que está muriendo entre suplicios: deben acudir, bendecir y – si es posible – intentar interponerse respecto a las SS.
            La señora Massimina [Zappoli], luego testigo también en la investigación militar de Bolonia, recuerda: «A pesar de las oraciones de todos nosotros, ellos celebraron rápidamente la Eucaristía y, impulsados solo por la esperanza de poder hacer algo por las víctimas de tanta ferocidad al menos con un consuelo espiritual, tomaron el SS. Sacramento y corrieron hacia la Creda. Recuerdo que mientras Don Elia, ya lanzado en su carrera, pasó junto a mí en la cocina, me aferré a él en un último intento de disuadirlo, diciendo que nosotros quedaríamos a merced de nosotros mismos; él hizo entender que, por grave que fuera nuestra situación, había quienes estaban peor que nosotros y era a esos a quienes debían ir».
            Él está inamovible y se niega, como luego sugirió Mons. Mellini, a retrasar la subida a la Creda cuando los alemanes se hubieran ido: «Ha sido [por lo tanto] una pasión, antes que cruento, […] del corazón, la pasión del espíritu. En esos tiempos se estaba aterrorizado por todo y por todos: no se tenía más confianza en nadie: cualquiera podía ser un enemigo determinante para la propia vida. Cuando los dos Sacerdotes se dieron cuenta de que alguien realmente necesitaba de ellos no dudaron tanto en decidir qué hacer […] y sobre todo no recurrieron a lo que era la decisión inmediata para todos, es decir, encontrar un escondite, intentar cubrirse y estar fuera de la contienda. Los dos Sacerdotes, en cambio, se adentraron, conscientemente, sabiendo que su vida estaba al 99% en riesgo; y lo hicieron para ser verdaderamente sacerdotes: es decir, para asistir y consolar; para dar también el servicio de los Sacramentos, por lo tanto, de la oración, del consuelo que la fe y la religión ofrecen».
            Una persona dijo: «Don Elia, para nosotros, ya era santo. Si hubiera sido una persona normal […] no se habría puesto; también se habría escondido, detrás del armario, como todos los demás».
            Con los hombres escondidos, son las mujeres las que intentan retener a los sacerdotes, en un intento extremo de salvarles la vida. La escena es al mismo tiempo agitada y muy elocuente: «Lidia Macchi […] y otras mujeres intentaron impedirles partir, trataron de retenerlos por la sotana, los persiguieron, los llamaron a gritos para que regresaran: impulsados por una fuerza interior que es ardor de caridad y solicitud misionera, ellos estaban ya decididamente caminando hacia la Creda llevando los consuelos religiosos».
            Una de ellas recuerda: «Los abracé, los sostenía firmes por los brazos, diciendo y suplicando: – ¡No vayan! – ¡No vayan!».
            Y Lidia Marchi añade: «Yo tiraba de Padre Martino por la vestimenta y lo retenía […] pero ambos sacerdotes repetían: – Debemos ir; el Señor nos llama».

            «Debemos cumplir con nuestro deber. Y [don Elia y padre Martino,] como Jesús, se dirigieron hacia un destino marcado».
            «La decisión de ir a la Creda fue elegida por los dos sacerdotes por puro espíritu pastoral; a pesar de que todos intentaban disuadirlos, ellos quisieron ir impulsados por la esperanza de poder salvar a alguien de aquellos que estaban a merced de la rabia de los soldados».
            A la Creda, casi con seguridad, nunca llegaron. Capturados, según un testigo, cerca de un “pilar”, apenas fuera del campo visual de la parroquia, don Elia y padre Martino fueron vistos más tarde cargados de municiones, a la cabeza de los rastreados, o aún solos, atados, con cadenas, cerca de un árbol mientras no había ninguna batalla en curso y las SS comían. Don Elia intimó a una mujer que escapara, que no se detuviera para evitar ser asesinada: «Anna, por caridad, escapa, escapa».
            «Estaban cargados y encorvados bajo el peso de tantas cajas pesadas que de las espaldas envolvían el cuerpo por delante y por detrás. Con la espalda hacían una curva que los llevaba casi con la nariz en el suelo».
            «Sentados en el suelo […] muy sudados y cansados, con las municiones en la espalda».
            «Arrestados son obligados a llevar municiones arriba y abajo por la montaña, testigos de inauditas violencias».
            «[Las SS los hacen] bajar y subir más veces por la montaña, bajo su custodia, y además, realizando, ante los ojos de las dos víctimas, las más espeluznantes violencias».
            ¿Dónde están, ahora, la estola, los óleos santos y sobre todo el Santísimo Sacramento? No queda ninguna traza. Lejos de ojos indiscretos, las SS despojaron a la fuerza a los sacerdotes, deshaciéndose de ese Tesoro del que nada más se encontraría.
            Hacia la tarde del 29 de septiembre de 1944, fueron trasladados con muchos otros hombres (rastreados y no por represalia o no porque fueran filo-partisanos, como demuestran las fuentes), a la casa “de los Birocciai” en Pioppe di Salvaro. Más tarde ellos, divididos, tendrán destinos muy diferentes: pocos serán liberados, tras una serie de interrogatorios. La mayoría, evaluados como aptos para el trabajo, serán enviados a campos de trabajo forzado y podrán – posteriormente – regresar a sus familias. Los evaluados como no aptos, por mero criterio de estado civil (cf. campos de concentración) o de salud (joven, pero herido o que simula estar enfermo con la esperanza de salvarse) serán asesinados la noche del 1 de octubre en la “Botte” de la Canapiera de Pioppe di Salvaro, ya una ruina porque bombardeada por los Aliados días antes.
            Don Elia y padre Martino – que fueron interrogados – pudieron moverse hasta el último en la casa y recibir visitas. Don Elia intercedió por todos y un joven, muy afectado, se durmió sobre sus rodillas: en una de ellas, don Elia recibió el Breviario, tan querido para él y que quiso mantener consigo hasta los últimos instantes. Hoy, la atenta investigación histórica a través de las fuentes documentales, apoyada por la más reciente historiografía de parte laica, ha demostrado cómo nunca había tenido éxito un intento de liberar a don Elia, llevado a cabo por el Caballero Emilio Veggetti, y cómo don Elia y padre Martino nunca fueron realmente considerados o al menos tratados como “espías”.

El holocausto
            Finalmente, fueron incluidos, aunque jóvenes (34 y 32 años), en el grupo de los no aptos y con ellos ejecutados. Vivieron esos últimos instantes orando, haciendo orar, absolviéndose mutuamente y brindando cada posible consuelo de fe. Don Elia logró transformar la macabra procesión de los condenados hasta una pasarela frente a la laguna de cáñamos, donde serán asesinados, en un acto coral de entrega, sosteniendo hasta donde pudo el Breviario abierto en la mano (luego, se lee, un alemán golpeó con violencia sus manos y el Breviario cayó en el embalse) y sobre todo entonando las Letanías. Cuando se abrió el fuego, don Elia Comini salvó a un hombre porque le hacía escudo con su propio cuerpo y gritó «Piedad». Padre Martino invocó en cambio “Perdón”, levantándose con dificultad en la laguna, entre los compañeros muertos o moribundos, y trazando la señal de la Cruz pocos instantes antes de morir él mismo, a causa de una enorme herida. Las SS quisieron asegurarse de que nadie sobreviviera lanzando algunas granadas. En los días siguientes, dada la imposibilidad de recuperar los cadáveres sumergidos en agua y barro a causa de abundantes lluvias (lo intentaron las mujeres, pero ni siquiera don Fornasini pudo lograrlo), un hombre abrió las rejas y la impetuosa corriente del río Reno se llevó todo. Nunca se volvió a encontrar nada de ellos: consummatum est!
            Se había delineado su disposición «incluso al martirio, aunque a los ojos de los hombres parece necio rechazar la propia salvación para dar un mísero alivio a quien ya estaba destinado a la muerte». Mons. Benito Cocchi en septiembre de 1977 en Salvaro dijo: «Bien, aquí delante del Señor digamos que nuestra preferencia va a estos gestos, a estas personas, a aquellos que pagan de su persona: a quienes en un momento en que solo valían las armas, la fuerza y la violencia, cuando una casa, la vida de un niño, una familia entera eran valoradas en nada, supieron realizar gestos que no tienen voz en los balances de guerra, pero que son verdaderos tesoros de humanidad, resistencia y alternativa a la violencia; a quienes de este modo sembraban raíces para una sociedad y una convivencia más humana».
            En este sentido, «El martirio de los sacerdotes constituye el fruto de su elección consciente de compartir la suerte del rebaño hasta el sacrificio extremo, cuando los esfuerzos de mediación entre la población y los ocupantes, largamente perseguidos, pierden toda posibilidad de éxito».
Don Elia Comini había sido lúcido sobre su propia suerte, diciendo – ya en las primeras fases de detención –: «Para hacer el bien nos encontramos en tantas penas»; «Era Don Elia quien señalando al cielo saludaba con los ojos perlados». «Elia se asomó y me dijo: “Vaya a Bolonia, al Cardenal, y dígale dónde nos encontramos”. Le respondí: “¿Cómo hago para ir a Bolonia?”. […] Mientras tanto los soldados me empujaban con la culata del rifle. D. Elia me saludó diciendo: “¡Nos veremos en el paraíso!”. Grité: “No, no, no diga eso”. Él respondió, triste y resignado: “Nos veremos en el Paraíso”».
            Con don Bosco…: «[Les] espero a todos en el Paraíso»!
Era la tarde del 1° de octubre, inicio del mes dedicado al Rosario y a las Misiones. En los años de su primera juventud, Elia Comini había dicho a Dios: «Señor, prepárame para ser el menos indigno de ser víctima aceptable» (“Diario” 1929); «Señor, […] recíbeme también como víctima expiatoria» (1929); «me gustaría ser una víctima de holocausto» (1931). «[A Jesús] le he pedido la muerte en lugar de faltar a la vocación sacerdotal y al amor heroico por las almas» (1935).




Vera Grita, peregrina de esperanza

            Vera Grita, hija de Amleto y de María Anna Zacco de la Pirrera, nacida en Roma el 28 de enero de 1923, era la segunda de cuatro hermanas. Vivió y estudió en Savona, donde obtuvo la habilitación docente. A los 21 años, durante un repentino bombardeo aéreo sobre la ciudad (1944), fue atropellada y pisoteada por la multitud en fuga, sufriendo graves consecuencias físicas que la marcaron para siempre. Pasó desapercibida en su breve vida terrenal, enseñando en las escuelas del interior de Liguria (Rialto, Erli, Alpicella, Desierto de Varazze), donde se ganó el respeto y el cariño de todos por su carácter bondadoso y apacible.
            En Savona, en la parroquia salesiana de María Auxiliadora, participaba en la Misa y era asidua al sacramento de la Penitencia. Desde 1963, su confesor fue el salesiano don Giovanni Bocchi. Cooperadora Salesiana desde 1967, realizó su vocación en el don total de sí misma al Señor, que de manera extraordinaria se entregaba a ella, en lo íntimo de su corazón, con la “Voz”, con la “Palabra”, para comunicarle la Obra de los Tabernáculos Vivientes. Sometió todos los escritos al director espiritual, el salesiano don Gabriello Zucconi, y guardó en el silencio de su corazón el secreto de esa llamada, guiada por el Maestro divino y la Virgen María que la acompañaron a lo largo del camino de la vida oculta, del despojo y del aniquilamiento de sí misma.

            Bajo el impulso de la gracia divina y acogiendo la mediación de las guías espirituales, Vera Grita respondió al don de Dios testimoniando en su vida, marcada por la lucha contra la enfermedad, el encuentro con el Resucitado y dedicándose con heroica generosidad a la enseñanza y a la educación de los alumnos, atendiendo a las necesidades de la familia y testimoniando una vida de pobreza evangélica. Centrada y firme en el Dios que ama y sostiene, con gran firmeza interior fue capaz de soportar las pruebas y sufrimientos de la vida. Sobre la base de tal solidez interior dio testimonio de una existencia cristiana hecha de paciencia y constancia en el bien. Murió el 22 de diciembre de 1969, a los 46 años, en una habitación del hospital en Pietra Ligure donde había pasado los últimos seis meses de vida en un crescendo de sufrimientos aceptados y vividos en unión con Jesús Crucificado. “El alma de Vera – escribió don Borra, Salesiano, su primer biógrafo – con los mensajes y las cartas entra en la fila de esas almas carismáticas llamadas a enriquecer la Iglesia con llamas de amor a Dios y a Jesús Eucarístico para la dilatación del Reino”.

Una vida privada de humana esperanza
           
Humanamente, la vida de Vera está marcada desde la infancia por la pérdida de un horizonte de esperanza. La pérdida de la autonomía económica en su núcleo familiar, luego la separación de los padres para ir a Modica en Sicilia con las tías y sobre todo la muerte del padre en 1943, ponen a Vera ante las consecuencias de eventos humanos particularmente sufridos.
            Después del 4 de julio de 1944, día del bombardeo sobre Savona que marcará toda la vida de Vera, también sus condiciones de salud se verán comprometidas para siempre. Por lo tanto, la Sierva de Dios se encontró siendo una joven sin ninguna perspectiva de futuro y tuvo que revisar sus proyectos en varias ocasiones y renunciar a muchos deseos: desde los estudios universitarios hasta la enseñanza y, sobre todo, a una propia familia con el joven que estaba conociendo.
            A pesar del repentino final de todas sus esperanzas humanas entre los 20 y 21 años, en Vera la esperanza está muy presente: tanto como virtud humana que cree en un cambio posible y se compromete a realizarlo (a pesar de estar muy enferma, preparó y ganó el concurso para enseñar), como sobre todo como virtud teologal – anclada en la fe – que le infunde energía y se convierte en instrumento de consuelo para los demás.
            Casi todos los testigos que la conocieron destacan tal aparente contradicción entre condiciones de salud comprometidas y la capacidad de no quejarse nunca, atestiguando en cambio alegría, esperanza y coraje incluso en circunstancias humanamente desesperadas. Vera se convirtió en “portadora de alegría”.
            Una sobrina afirma: «Siempre estaba enferma y sufriendo, pero nunca la vi desanimada o enojada por su condición, siempre tenía una luz de esperanza sostenida por una gran fe. […] Mi tía estaba a menudo hospitalizada, sufriendo y delicada, pero siempre serena y llena de esperanza por el gran Amor que tenía por Jesús».
            También la hermana Liliana sacó de las llamadas vespertinas con ella aliento, serenidad y esperanza, aunque la Sierva de Dios estaba entonces cargada de numerosos problemas de salud y de vínculos profesionales: «me infundía – dice – confianza y esperanza haciéndome reflexionar que Dios siempre está cerca de nosotros y nos guía. Sus palabras me devolvían a los brazos del Señor y encontraba la paz».
            Agnese Zannino Tibirosa, cuyo testimonio tiene un valor particular ya que estuvo con Vera en el hospital “Santa Corona” en su último año de vida, atestigua: «a pesar de los graves sufrimientos que la enfermedad le provocaba, nunca la escuché quejarse de su estado. Daba alivio y esperanza a todos los que se acercaban a ella y cuando hablaba de su futuro, lo hacía con entusiasmo y coraje».
            Hasta el final, Vera Grita se mantuvo así: incluso en la última parte de su camino terrenal guardó una mirada hacia el futuro, esperaba que con los tratamientos el tuberculoma pudiera ser reabsorbido, esperaba poder ocupar la cátedra en los Piani di Invrea en el año escolar 1969-1970 así como poder dedicarse, una vez salida del hospital, a su propia misión espiritual.

Educada en la esperanza por el confesor y en el camino espiritual
           
En este sentido, la esperanza atestiguada por Vera está arraigada en Dios y en esa lectura sapiencial de los eventos que su padre espiritual don Gabriello Zucconi y, antes que él, el confesor don Giovanni Bocchi le enseñaron. Precisamente el ministerio de don Bocchi – hombre de alegría y esperanza – ejerció una influencia positiva sobre Vera, quien él acogió en su condición de enferma y a quien enseñó a dar valor a los sufrimientos – no buscados – de los que estaba cargada. Don Bocchi fue el primero en ser maestro de esperanza, de él se ha dicho: «con palabras siempre cordiales y llenas de esperanza, ha abierto los corazones a la magnanimidad, al perdón, a la transparencia en las relaciones interpersonales; ha vivido las beatitudes con naturalidad y fidelidad diaria». «Esperando y teniendo la certeza de que, así como ocurrió con Cristo, también nos sucederá a nosotros: la Resurrección gloriosa», don Bocchi realizaba a través de su ministerio un anuncio de la esperanza cristiana, fundamentada en la omnipotencia de Dios y la resurrección de Cristo. Más tarde, desde África, donde había partido como misionero, dirá: «estaba allí porque quería llevar y donarles a Jesús Vivo y presente en la Santísima Eucaristía con todos los dones de Su Corazón: la Paz, la Misericordia, la Alegría, el Amor, la Luz, la Unión, la Esperanza, la Verdad, la Vida eterna».
            Vera se convirtió en portadora de esperanza y alegría también en ambientes marcados por el sufrimiento físico y moral, por limitaciones cognitivas (como entre sus pequeños alumnos con discapacidad auditiva) o condiciones familiares y sociales no óptimas (como en el “clima caldeado” de Erli).
            La amiga María Mattalia recuerda: «Veo la dulce sonrisa de Vera, a veces cansada por tanto luchar y sufrir; recordando su fuerza de voluntad trato de seguir su ejemplo de bondad, de gran fe, esperanza y amor […]».
            Antonietta Fazio – ya conserje en la escuela de Casanova – testificó de ella: «era muy querida por sus alumnos a quienes amaba mucho y en particular por aquellos con dificultades intelectuales […]. Muy religiosa, transmitía a cada uno fe y esperanza a pesar de que ella misma estaba muy sufriendo físicamente pero no moralmente».
            En esos contextos, Vera trabajaba para hacer renacer las razones de la esperanza. Por ejemplo, en el hospital (donde la comida es poco satisfactoria) se privó de un racimo especial de uvas para que una parte de él estuviera en la mesita de todas las enfermas de la sala, así como siempre cuidó de su persona para presentarse bien, ordenada, con compostura y refinamiento, contribuyendo también de este modo a contrarrestar el ambiente de sufrimiento de una clínica, y a veces de pérdida de la esperanza en muchos enfermos que corren el riesgo de “dejarse ir”.

            A través de los Mensajes de la Obra de los Tabernáculos Vivientes, el Señor la educó a una postura de espera, paciencia y confianza en Él. Incontables son, de hecho, las exhortaciones sobre esperar al Esposo o al Esposo que espera a su esposa:

            “Espera en tu Jesús siempre, siempre”.

            Venga Él a nuestras almas, venga a nuestras casas; venga con nosotros para compartir alegrías y dolores, fatigas y esperanzas.

            Deja hacer a mi Amor y aumenta tu fe, tu esperanza.

            Sígueme en la oscuridad, en las sombras porque conoces el «camino».

            ¡Espera en Mí, espera en Jesús!

            Después del camino de la esperanza y de la espera vendrá la victoria.

            Para llamarte a las cosas del Cielo”.

Portadora de esperanza en morir y en interceder
           
También en la enfermedad y en la muerte, Vera Grita testificó la esperanza cristiana. Sabía que, cuando su misión estuviera cumplida, también la vida en la tierra terminaría. «Esta es tu tarea y cuando esté terminada saludarás la tierra por los Cielos»: por lo tanto, no se sentía “propietaria” del tiempo, sino que buscaba la obediencia a la voluntad de Dios.
            En los últimos meses, a pesar de una condición que se agravaba y expuesta a un empeoramiento del cuadro clínico, la Sierva de Dios atestiguó serenidad, paz, percepción interior de un “cumplimiento” de su propia vida.
            En los últimos días, aunque estaba naturalmente apegada a la vida, don Giuseppe Formento la describió «ya en paz con el Señor». En tal espíritu pudo recibir la Comunión hasta pocos días antes de morir, y recibir la Unción de los Enfermos el 18 de diciembre.
            Cuando la hermana Pina fue a visitarla poco antes de la muerte – Vera había estado aproximadamente tres días en coma – contraviniendo su habitual reserva le dijo que había visto en esos días muchas cosas, cosas bellísimas que lamentablemente no le quedaba tiempo para contar. Había sabido de las oraciones de Padre Pío y del Papa Bueno por ella, además añadió – refiriéndose a la Vida eterna – «Todos ustedes vendrán al paraíso conmigo, estén seguros de ello».
            Liliana Grita también testificó cómo, en el último período, Vera «sabía más del Cielo que de la tierra». De su vida se extrajo el siguiente balance: «ella, tan sufriente, consolaba a los demás, infundiéndoles esperanza y no dudaba en ayudarles». Muchas gracias atribuidas a la mediación intercesora de Vera se refieren, por último, a la esperanza cristiana. Vera – incluso durante la Pandemia de Covid 19 – ayudó a muchos a reencontrar las razones de la esperanza y fue para ellos protección, hermana en el espíritu, ayuda en el sacerdocio. Ayudó interiormente a un sacerdote que tras un Ictus había olvidado las oraciones, no pudiendo ya pronunciarlas con su extremo dolor y desorientación. Hizo que muchos volvieran a orar, pidiendo la curación de un joven padre afectado por una hemorragia.
            También la hermana María Ilaria Bossi, Maestra de Novicias de las Benedictinas del Santísimo Sacramento de Ghiffa, señala cómo Vera – hermana en el espíritu – es un alma que dirige al Cielo y acompaña hacia el Cielo: «La siento hermana en el camino hacia el cielo… Muchos […] que en ella se reconocen, y a ella se refieren, en el camino evangélico, en la carrera hacia el cielo».
            En resumen, se comprende cómo toda la historia de Vera Grita ha sido sostenida no por esperanzas humanas, por el mero mirar al “mañana” esperando que sea mejor que el presente, sino por una verdadera Esperanza teologal: «era serena porque la fe y la esperanza siempre la han sostenido. Cristo estaba en el centro de su vida, de Él extraía la fuerza. […] era una persona serena porque tenía en el corazón la Esperanza teologal, no la esperanza superficial […], sino aquella que deriva solo de Dios, que es don y nos prepara para el encuentro con Él».

            En una oración a María de la Obra de los Tabernáculos Vivos, se lee: «Súbenos [María] de la tierra para que desde aquí vivamos y seamos para el Cielo, para el Reino de tu hijo». Es bonito también recordar que don Gabriello tuvo que peregrinar en la esperanza entre tantas pruebas y dificultades, como escribe en una carta a Vera del 4 de marzo de 1968 desde Florencia: «Sin embargo, siempre debemos esperar. La presencia de las dificultades no quita que al final el bien, lo bueno, lo bello triunfarán. Regresará la paz, el orden, la alegría. El hombre, hijo de Dios, recuperará toda la gloria que tuvo desde el principio. El hombre será salvo en Jesús y encontrará en Dios todo bien. He aquí que entonces regresan a la mente todas las cosas bellas prometidas por Jesús y el alma en Él encuentra su paz. Ánimo: ahora estamos como en combate. Vendrá el día de la victoria. Es certeza en Dios».

             En la iglesia de Santa Corona en Pietra Ligure, Vera Grita participaba en la Misa y se iba a orar durante los largos ingresos. Su testimonio de fe en la presencia viva de Jesús Eucaristía y de la Virgen María en su breve vida terrena es un signo de esperanza y de consuelo, para aquellos en este lugar de cuidado que pedirán su ayuda y su intercesión ante el Señor para ser aliviados y liberados del sufrimiento.
            El camino de Vera Grita en la laboriosa operosidad de los días también ofrece una nueva perspectiva laica a la santidad, convirtiéndose en ejemplo de conversión, aceptación y santificación para los ‘pobres’, los ‘frágiles’, los ‘enfermos’ que en ella pueden reconocerse y encontrar esperanza.
            Escribe san Pablo, «que los sufrimientos del momento presente no son comparables a la gloria futura que debe ser revelada en nosotros». Con «impaciencia» esperamos contemplar el rostro de Dios ya que «en la esperanza hemos sido salvados» (Rom 8, 18.24). Por lo tanto, es absolutamente necesario esperar contra toda esperanza, «Spes contra spem». Porque, como escribió Charles Péguy, la Esperanza es una niña «irredutible». En comparación con la Fe que «es una esposa fiel» y la Caridad que «es una Madre», la Esperanza parece, a primera vista, que no vale nada. Y, sin embargo, es exactamente lo contrario: será precisamente la Esperanza, escribe Péguy, «que vino al mundo el día de Navidad» y que «trayendo a las otras, atravesará los mundos».
            «Escribe, Vera de Jesús, yo te daré luz. El árbol florecido en primavera ha dado sus frutos. Muchos árboles deberán volver a florecer en la temporada oportuna para que los frutos sean copiosos… Te pido que aceptes con fe cada prueba, cada dolor por Mí. Verás los frutos, los primeros frutos de la nueva floración». (Santa Corona – 26 de octubre de 1969 – Fiesta de Cristo Rey – Penúltimo mensaje).




Los chicos del cementerio

El drama de los jóvenes abandonados sigue resonando en el mundo contemporáneo. Las estadísticas hablan de unos 150 millones de jóvenes obligados a vivir en la calle, una realidad que se manifiesta de forma dramática también en Monrovia, capital de Liberia. Con motivo de la fiesta de San Juan Bosco, en Viena, se llevó a cabo una campaña de sensibilización promovida por Jugend Eine Welt, una iniciativa que puso de relieve no solo la situación local, sino también las dificultades encontradas en países lejanos, como Liberia, donde el salesiano Lothar Wagner dedica su vida a dar una esperanza a estos jóvenes.

Lothar Wagner: un salesiano que dedica su vida a los chicos de la calle en Liberia
Lothar Wagner, salesiano coadjutor alemán, ha dedicado más de veinte años de su vida al apoyo de los chicos en África Occidental. Después de haber madurado experiencias significativas en Ghana y Sierra Leona, en los últimos cuatro años se ha concentrado con pasión en Liberia, un país marcado por conflictos prolongados, crisis sanitarias y devastaciones como la epidemia de Ébola. Lothar se ha hecho portavoz de una realidad a menudo ignorada, donde las cicatrices sociales y económicas comprometen las oportunidades de crecimiento para los jóvenes.

Liberia, con una población de 5,4 millones de habitantes, es un país en el que la pobreza extrema se acompaña de instituciones frágiles y una corrupción generalizada. Las consecuencias de décadas de conflictos armados y crisis sanitarias han dejado el sistema educativo entre los peores del mundo, mientras que el tejido social se ha desgastado bajo el peso de dificultades económicas y falta de servicios esenciales. Muchas familias no consiguen garantizar a sus hijos las necesidades primarias, empujando así a un gran número de jóvenes a buscar refugio en la calle.

En particular, en Monrovia, algunos chicos encuentran refugio en los lugares más inesperados: los cementerios de la ciudad. Conocidos como «chicos del cementerio», estos jóvenes, privados de una vivienda segura, se refugian entre las tumbas, lugar que se convierte en símbolo de un abandono total. Dormir al aire libre, en los parques, en los vertederos, incluso en las alcantarillas o dentro de tumbas, se ha convertido en el trágico refugio cotidiano para quien no tiene otra opción.

“Es realmente muy conmovedor cuando se camina por el cementerio y se ven chicos que salen de las tumbas. Se acuestan con los muertos porque ya no tienen un lugar en la sociedad. Una situación así es escandalosa”.

Un enfoque múltiple: del cementerio a las celdas de detención
No solo los chicos de los cementerios están en el centro de la atención de Lothar. El salesiano se dedica también a otra realidad dramática: la de los detenidos menores de edad en las prisiones liberianas. La prisión de Monrovia, construida para 325 detenidos, alberga hoy a más de 1.500 prisioneros, entre ellos muchos jóvenes encarcelados sin una acusación formal. Las celdas, extremadamente superpobladas, son un claro ejemplo de cómo la dignidad humana es a menudo sacrificada.

“Falta comida, agua limpia, estándares higiénicos, asistencia médica y psicológica. El hambre constante y la dramática situación espacial a causa de la superpoblación debilitan enormemente la salud de los chicos. En una pequeña celda, proyectada para dos detenidos, están encerrados ocho-diez jóvenes. Se duerme por turnos, porque esta dimensión de la celda ofrece espacio solo de pie a sus numerosos habitantes”.

Para hacer frente a esta situación, organiza visitas diarias en la prisión, llevando agua potable, comidas calientes y un apoyo psicosocial que se convierte en un ancla de salvación. Su presencia constante es fundamental para tratar de restablecer un diálogo con las autoridades y las familias, sensibilizando también sobre la importancia de tutelar los derechos de los menores, a menudo olvidados y abandonados a un destino infausto. «No los dejamos solos en su soledad, sino que tratamos de donarles una esperanza», subraya Lothar con la firmeza de quien conoce el dolor cotidiano de estas jóvenes vidas.

Una jornada de sensibilización en Viena
El apoyo a estas iniciativas pasa también por la atención internacional. El 31 de enero, en Viena, Jugend Eine Welt organizó una jornada dedicada a evidenciar la precaria situación de los chicos de la calle, no solo en Liberia, sino en todo el mundo. Durante el evento, Lothar Wagner compartió sus experiencias con estudiantes y participantes, involucrándolos en actividades prácticas -como el uso de una cinta de señalización para simular las condiciones de una celda superpoblada- para hacer comprender en primera persona las dificultades y la angustia de los jóvenes que viven cotidianamente en espacios mínimos y en condiciones degradantes.

Además de las emergencias cotidianas, el trabajo de Lothar y de sus colaboradores se concentra también en intervenciones a largo plazo. Los misioneros salesianos, de hecho, están comprometidos en programas de rehabilitación que van desde el apoyo educativo a la formación profesional para los jóvenes detenidos, hasta la asistencia legal y espiritual. Estas intervenciones miran a reintegrar a los chicos en la sociedad una vez liberados, ayudándolos a construir un futuro digno y lleno de posibilidades. El objetivo es claro: ofrecer no solo una ayuda inmediata, sino crear un camino que consienta a los jóvenes desarrollar sus propias potencialidades y contribuir activamente al renacimiento del país.

Las iniciativas se extienden también a la construcción de centros de formación profesional, escuelas y estructuras de acogida, con la esperanza de ampliar el número de jóvenes beneficiarios y garantizar un apoyo constante, día y noche. El testimonio de éxito de muchos ex “chicos del cementerio” -algunos de los cuales se han convertido en profesores, médicos, abogados y empresarios- es la confirmación tangible de que, con el apoyo adecuado, la transformación es posible.

A pesar del compromiso y la dedicación, el camino está plagado de obstáculos: la burocracia, la corrupción, la desconfianza de los chicos y la falta de recursos representan desafíos cotidianos. Muchos jóvenes, marcados por abusos y explotación, tienen dificultades para confiar en los adultos, haciendo aún más ardua la tarea de instaurar una relación de confianza y de oferta de un apoyo real y duradero. Sin embargo, cada pequeño éxito -cada joven que recupera la esperanza y empieza a construir un futuro- confirma la importancia de este trabajo humanitario.

El camino emprendido por Lothar y por sus colaboradores testimonia que, a pesar de las dificultades, es posible hacer la diferencia en la vida de los chicos abandonados. La visión de una Liberia en la que cada joven pueda realizar su propio potencial se traduce en acciones concretas, desde la sensibilización internacional a la rehabilitación de los detenidos, pasando por programas educativos y proyectos de acogida. El trabajo, impregnado de amor, solidaridad y una presencia constante, representa un faro de esperanza en un contexto en el que la desesperación parece prevalecer.
En un mundo marcado por el abandono y la pobreza, las historias de renacimiento de los chicos de la calle y de los jóvenes detenidos son una invitación a creer que, con el apoyo adecuado, cada vida puede resurgir. Lothar Wagner continúa luchando para garantizar a estos jóvenes no solo un refugio, sino también la posibilidad de reescribir su propio destino, demostrando que la solidaridad puede realmente cambiar el mundo.




Una rueda misteriosa y profética (1861)

El corazón del sabio sabe el cuándo y el cómo. Porque todo asunto tiene su cuándo y su cómo. Pues es grande el peligro que acecha al hombre, ya que éste ignora lo que está por venir, pues lo que está por venir, ¿quién va a anunciárselo?»
Que don Bosco poseía este conocimiento propio del corazón del sabio y no le era oculto lo que le interesaba del pasado ni del futuro, nos lo demuestra una vez más la persuasión que inspiró las crónicas de don Domingo Ruffino, don Juan Bonetti y las memorias escritas por don Juan Cagliero, por don César Chiala y otros, testigos todos ellos que oyeron las palabras del siervo de Dios. Con singular concordancia nos exponen otro sueño contado por él, en el cual vio su Oratorio de Valdocco y los frutos que producía, la condición de los alumnos ante los ojos de Dios; a los que eran llamados al estado eclesiástico o al estado religioso en la Pía Sociedad, o a vivir en el estado laical y el porvenir de la naciente Congregación.

            Soñó, pues, don Bosco la noche precedente al 2 de mayo y el sueño le duró casi seis horas. Apenas amaneció, se levantó del lecho para tomar algunos apuntes sobre las escenas principales y anotar 1 Eclesiastés, VIII, 6, 7. los nombres de algunos personajes que había visto desfilar a través de su fantasía mientras dormía. En la narración de dicho sueño invirtió tres sesiones consecutivas, hablando a sus jóvenes desde la tribuna que le solían colocar debajo del pórtico, una vez rezadas las oraciones de costumbre.
            El 2 de mayo estuvo hablando por espacio de unos tres cuartos de hora. El exordio, como sucedía siempre que comenzaba una de estas narraciones, parece un poco confuso y extraño, lo que juzgamos natural, por razones que hemos expuesto ya en otros lugares, y las que ofreceremos al juicio de nuestros lectores.
            Comenzó, pues, el siervo de Dios a hablar así a los jóvenes.

            Este sueño se refiere solamente a los estudiantes. Muchísimas cosas de las que vi en él no sería capaz de describirlas, por falta de inteligencia y por insuficiencia de palabras.
            Me parecía haber salido de mi casa de I Becchi. Me dirigía por un sendero que conducía a un pueblo próximo a Castelnuovo, llamado Capriglio. Quería visitar un campo arenoso de nuestra propiedad, que estaba situado en un vallecillo detrás del caserío llamado Valcappone; la cosecha de este campo apenas si produce para pagar los impuestos. En mi niñez estuve varias veces trabajando en aquel sitio.
            Había recorrido ya un buen trecho de camino, cuando cerca de aquel campo me encontré con un buen hombre, como de unos cuarenta años, de estatura ordinaria, barba larga y bien cuidada y de rostro moreno. Vestía un traje que le llegaba hasta las rodillas, llevaba ceñidos los costados y sobre la cabeza una especie de gorrito blanco. Se hallaba en actitud de quien espera a alguien. El tal me saludó familiarmente como si yo fuese para él persona conocida desde mucho tiempo; después me preguntó:
            – ¿Adónde vas?
            Mientras detenía el paso, le repliqué:
            – Voy a ver un campo que tenemos por estos contornos. Y tú, ¿qué haces aquí?
            – No seas curioso -me contestó-. No necesitas saberlo.
            – Bien. Pero al menos haz el favor de decirme tu nombre y quién eres, pues me he dado cuenta de que me conoces. Yo, en cambio, no te conozco.
            – No hace falta que te diga ni mi nombre, ni mis cualidades. Ven. Prosigamos juntos.
            Me puse en camino con él y, después de avanzar unos pasos, me vi en un extenso campo cubierto de higueras. Mi compañero me dijo:
            – ¿No ves qué hermosos higos hay aquí? Si quieres puedes tomar y comer los que quieras.
            Yo le respondí maravillado:
            – En este campo nunca hubo higos.
            Y él respondió:
            – Pues ahora los hay; ahí los tienes.
            – Pero no están maduros; todavía no es tiempo de higos.
            – Pues a pesar de ello, mira; los hay ya muy hermosos y en su punto; si quieres probarlos date prisa porque se hace tarde.
            Y como yo no me movía, mi amigo insistió:
            – Date prisa; no pierdas tiempo, que se acerca la noche.
            – Pero por qué me das tanta prisa? No, no quiero higos; me agrada verlos, regalarlos, pero no me son agradables al paladar.
            – Si es así, sigamos adelante; pero recuerda lo que dice el Evangelio de San Mateo, cuando habla de los grandes acontecimientos que sucederán a Jerusalén. Decía Cristo a los Apóstoles: Ab arbore fici discite parabolam. Cum jam ramus ejus tener fuerit et folia nata, scitis quia prope est aestas. (Aprended la enseñanza de la higuera: cuando ya esté tierna su rama y salgan las hojas, sabed que ya está cerca el verano). Y ahora está muy cerca, puesto que los higos comienzan a madurar.
           
            Reemprendimos la marcha y he aquí que apareció otro campo plantado de viñas. El desconocido me dijo inmediatamente:
            – Quieres uvas? Si no te agradan los higos, ahí tienes uvas: toma y come.
            – ¡Oh! Ya las cortaremos a su tiempo de la cepa.
            – Pues aquí también las hay.
            – ¡A su tiempo!, -le respondí.
            – ¿Pero no ves cuánta uva madura?
            – ¿Posible? ¿Y en esta estación?
            – Date prisa, que se hace tarde y no hay tiempo que perder.
            – Qué prisa tenemos? Con tal de que al final del día me encuentre en mi casa…
            – Te repito que te des prisa, pues pronto se hace de noche.
            – Si se hace de noche volverá otra vez el día.
            – No es cierto; ya no volverá otra vez el día.
            – ¿Cómo? ¿Qué es lo que quieres decir?
            – Que se acerca la noche.
            – Pero de qué noche me estás hablando? ¿Quieres decir que debo preparar la maleta para partir? ¿Qué debo ir pronto a mi eternidad?
            – Se aproxima la noche: dispones de muy poco tiempo.
            – Dime al menos si será pronto. ¿Cuándo he de partir?
            – No seas tan curioso. Non plus sápere quam oportet sápere. (No saber más de lo que es necesario saber).
            – Así decía mi madre a los entrometidos, pensé para mí, y después proseguí en alta voz. -Por ahora no quiero uvas.
            Seguimos avanzando lentamente y, tras breve caminar, llegamos al campo de nuestra propiedad, en el que encontramos a mi hermano José cargando un carro. Al verme se acercó para saludarme; después saludó a mi compañero, pero viendo que éste no respondía al saludo ni le hacía caso, me preguntó si el tal había sido condiscípulo mío:
            – No, -le dije- es la primera vez que le veo.
            Entonces José le dirigió de nuevo la palabra diciéndole:
            – Oiga, por favor, dígame su nombre; tenga la bondad de contestarme; que yo sepa con quien hablo. Pero el guía continuaba sin hacerle caso. Mi hermano, extrañado, se dirigió nuevamente a mí para preguntarme:
            – Pero ¿quién es éste?
            – No lo sé, no ha querido decírmelo.
            Ambos insistimos para que nos dijese de dónde venía, pero el otro volvió a repetir: Non plus sápere quam oportet sápere.
            Entretanto mi hermano se había alejado y no volví a verle, mientras que el desconocido, dirigiéndose a mí, me dijo: -Quieres ver algo extraordinario?
            – De buena gana, -respondí.
            – Quieres ver a tus muchachos tal y como son actualmente? ¿Cómo serán en el futuro? ¿Quieres contarlos?
            – ¡Oh!, sí, sí.
            – Pues, ven.

I

            Entonces sacó no sé de dónde una gran máquina, que no sabría describir, la cual constaba de una gran rueda. Y mientras la colocaba en el suelo le pregunté:
            – ¿Qué significa esa rueda?
            – La eternidad en las manos de Dios, -me respondió. Y tomando la manivela de aquella rueda, la hizo girar. Después me dijo:
            – Toma el manubrio y dale una vuelta.
            Así lo hice y después mi acompañante añadió:
            – Ahora mira dentro.
            Observé la máquina y vi que tenía un gran cristal en forma de lente, casi de un metro y medio de diámetro, emplazado en el centro de la misma y fijo en la rueda. Alrededor de la lente se leía: Hic est oculus qui humilia respicit in coelo et in terra. (Este es el ojo que ve las cosas humildes en el cielo y en la tierra). Inmediatamente apliqué la cara a la lente. Miré y ¡oh, espectáculo maravilloso! Vi en el interior de aquel artefacto a todos mis jóvenes del Oratorio. -Pero ¿cómo es posible? -me decía para mí. Hasta ahora no vi a ninguno de mis hijos en esta región y ahora los contemplo a todos reunidos. Pero ¿no están en Turín? Miré por encima y por los lados de la máquina, pero fuera de la lente no veía a nadie. Levanté el rostro para expresar mi admiración al compañero, pero, apenas pasados unos instantes, me ordenó que diese una segunda vuelta a la manivela, y vi una singular y extraña separación de jóvenes. A un lado los buenos y a otro los malos. Los primeros radiantes de felicidad; los otros, que afortunadamente no eran muchos, daban compasión. Yo los reconocí a todos, pero ¡qué distintos eran de lo que los compañeros creían! Unos tenían la lengua agujereada; otros los ojos completamente extraviados; quienes sufrían dolor de cabeza producido por repugnantes úlceras, no faltando los que tenían el corazón roído por los gusanos. Cuanto más los miraba, más afligido me sentía. -Pero es posible que estos sean mis hijos? -exclamé-. No comprendo lo que pueden significar estas extrañas enfermedades.
            Al escuchar estas palabras, el que me había conducido a la rueda me dijo:
            – Escúchame: la lengua agujereada significa las malas conversaciones; la vista extraviada, los que interpretan o juzgan de una manera torcida los designios de Dios, prefiriendo la tierra al cielo; la cabeza enferma representa el menosprecio de tus avisos y consejos y la satisfacción de los propios caprichos; los gusanos son las malas pasiones que corroen el corazón; también están ahí los sordos, los que no quieren escuchar tus palabras para no ponerlas en práctica. Después me hizo una señal, y yo, dando una tercera vuelta a la rueda apliqué el ojo a la lente del aparato. Vi entonces a cuatro jóvenes atados con gruesas cadenas. Los observé atentamente y los conocí a los cuatro. Pedí explicación al desconocido y me respondió:
            – Lo puedes comprender fácilmente: son los que no escuchan tus consejos y, si no cambian de conducta, corren el peligro de ir a parar a la cárcel y acabar en ella sus días por sus delitos o graves desobediencias.
            – Desearía tomar nota de sus nombres para no olvidarlos -le dije-, pero el amigo me respondió:
            – No hace falta; están ya todos anotados; aquí los tienes escritos en este cuaderno.
            Entonces me di cuenta de que mi acompañante tenía un cuadernillo en la mano. Me ordenó que diese otra vuelta al manubrio y, después de hacerlo, me puse nuevamente a mirar. Vi a otros siete jóvenes, todos de aspecto huraño y desconocido, con un candado que les cerraba los labios. Tres de ellos se tapaban también los oídos con las manos. Me separé entonces del cristal y quise anotar con lápiz sus nombres, pero aquel hombre me volvió a decir:
            – No hace falta; aquí los tienes escritos en este cuaderno que llevo siempre conmigo. Y se opuso en absoluto a que escribiese. Yo, lleno de estupor y dolorido por aquella actitud, pregunté el significado de aquel candado que cerraba los labios de aquellos infelices.
            El me respondió:
            – No lo entiendes? Estos son los que se callan.
            – Pero ¿qué es lo que callan?
            – ¡Callan!
            Entonces comprendí que se trataba de la Confesión. Eran los que incluso, cuando el confesor les pregunta, no responden, o responden evasivamente, o faltan a la verdad. Dicen sí cuando deben responder no y viceversa.
            El amigo continuó:
            – ¿Ves aquellos tres que, además de llevar un candado en la boca, se tapan los oídos con las manos? ¡Qué condición tan deplorable la suya! Esos son los que no solamente callan pecados en la confesión, sino que además no quieren escuchar de ninguna manera los avisos, los consejos, las órdenes del confesor. Son los que no prestarán oído a tus palabras, aunque parezca que las escuchan y que están dispuestos a obrar diversamente. Podrían quitarse las manos de donde las tienen, pero no quieren hacerlo. Los otros cuatro escucharon tus consejos, tus exhortaciones, pero no se aprovecharon de ellas.
            – Y cómo haría para quitarles ese candado?
            – Eiiciatur superbia e cordibus eorum. (Échese la soberbia de sus corazones).
            – Amonestaré a éstos, -proseguí-, pero para los que se tapan los oídos con las manos hay pocas esperanzas.
            Aquel hombre me dio después un consejo; a saber, que cuando dijese dos palabras desde el púlpito, una fuera sobre la manera de confesarse bien; y por mi parte prometí obedecerle. No diré que solamente hablaré de esto, porque me haría pesado, pero sí que inculcaré con frecuencia una práctica tan necesaria. En efecto, es mucho mayor el número de los que se condenan por confesarse mal que los que van al infierno por no confesarse, porque aún los malos alguna vez se confiesan, pero son muchísimos los que no se confiesan bien.
            El personaje misterioso me hizo dar otra vuelta a la manivela.
            Miré después y vi a otros tres jóvenes en una situación espantosa. Cada uno de ellos tenía un mono enorme sobre las espaldas. Al observar atentamente pude comprobar que aquellos animales tenían cuernos. Cada uno de ellos con las patas delanteras apretaba fuertemente las gargantas de sus infelices víctimas, de forma que el rostro de aquellos desgraciados muchachos se tornaba de un color rojo sanguinolento, y sus ojos, inyectados en sangre, parecía que iban a saltar de sus órbitas. Con las patas de atrás les apretaban los muslos de manera que a duras penas les consentían moverse, y con la cola, que les llegaba hasta el suelo, les enredaban las piernas hasta el punto que les hacían imposible el caminar. Esto representaba a los jóvenes que después de los ejercicios espirituales continúan en pecado mortal, especialmente contra la pureza y la modestia, habiéndose hecho reos en materia grave contra el sexto mandamiento. El demonio les apretaba la garganta para no dejarles hablar cuando debían hacerlo; les hacía enrojecer hasta perder la cabeza, y proceder de una manera irracional, haciéndoles esclavos de una vergüenza fatídica, que, en lugar de inducirlos a la salvación, los lleva a la ruina. Mediante sus estratagemas les hacen saltar los ojos de las órbitas, para que no puedan ver sus miserias y los medios para salir del estado miserable en que se encuentran, haciéndoles víctimas de su aprensión y repugnancia hacia los Santos Sacramentos. Los tienen aprisionados por los muslos y por las piernas, para que no puedan moverse ni dar un paso por el camino del bien; tal es el procedimiento de la pasión, a causa del hábito contraído, que llegan a creer imposible la enmienda.
            Os aseguro, queridos jóvenes, que derramé abundantes lágrimas al contemplar aquel espectáculo. Habría deseado precipitarme a salvar a aquellos infelices, pero apenas me separaba de la lente, nada veía. Quise entonces tomar nota de los nombres de los tres desgraciados, pero el amigo me replicó:
            – Es inútil, pues están ya escritos en este libro que tengo en la mano.
            Entonces, con el corazón lleno de una emoción indecible y con lágrimas en los ojos, me volví al compañero y le dije:
            – Pero ¿es posible qué se encuentren en semejante estado estos tres pobres jóvenes a los cuales he dado tantos consejos y a los que tantos cuidados he dedicado en la confesión y fuera de ella? Y seguidamente le pregunté qué es lo que deberían hacer para arrojar de encima a tan horribles monstruos. Entonces, mi compañero, comenzó a decir muy de prisa y entre dientes estas palabras: Labor, sudor, fervor. (Trabajo, sudor, fervor).
            – Es inútil; si hablas así no te entenderé nada.
            – ¡Vaya! ¿Estás acostumbrado al empleo de la gramática y al uso de las construcciones en las clases y no comprendes? Presta atención:
            Labor, punto y coma; sudor, punto y coma; fervor, punto. ¿Has entendido?
            – He comprendido el sentido material de las palabras, pero es necesario que tú me digas el significado.
            Y el guía continuó:
            – Labor in assiduis operibus; sudor in poenitentiis continuis; fervor in orationibus ferventibus et perseverantibus. (Trabajo en las obras asiduas; sudor en las penitencias continuas; fervor en las oraciones fervorosas y perseverantes). Pero, por éstos es inútil que te sacrifiques, no conseguirás ganártelos, pues no quieren sacudir el yugo de Satanás, del cual son esclavos.
            Entretanto, yo seguía mirando por la lente y me atormentaba pensando:
            – Pero ¿todos éstos se han de perder irremisiblemente? ¿Es posible? ¿Aun después de haber hecho los ejercicios espirituales? ¿También aquéllos? ¿Y aquellos otros? ¿Después de haber hecho tanto por ellos…, después de haber trabajado tanto…, después de tantos sermones…, después de tantos consejos como les he dado…?, punto de reposo.
            Entonces mi intérprete comenzó a reprenderme:
            – ¡Mira el soberbio éste! ¿Y quién eres tú para pretender convertir a las almas con tu trabajo? ¿Porque amas a los jóvenes pretendes que correspondan a tus desvelos? ¿Acaso crees que amas más a las almas que Nuestro Divino Salvador y que has sufrido y padecido por ellas más que El? ¿Piensas que tu palabra es más eficaz que la de Jesucristo? ¿Acaso predicas tú mejor que El? ¿Te imaginas que has tenido mayor caridad y que tu solicitud ha sido más grande para con tus jóvenes que la que El empleó para con sus Apóstoles? Tú sabes que vivían con El continuamente, que gozaban ininterrumpidamente del cúmulo de sus beneficios, que oían día y noche sus amonestaciones y los preceptos de su doctrina, que contemplaban sus obras que debían ser un vivo estímulo para la santificación de sus costumbres. ¡Cuánto no hizo y dijo en favor de Judas! Y, con todo, Judas le traicionó y murió impenitente. ¿Eres tú acaso mejor que los Apóstoles? Pues bien, los Apóstoles eligieron siete diáconos, solamente siete, seleccionados con la mayor solicitud, y, con todo, uno prevaricó. ¿Y tú, entre quinientos, te maravillas de este pequeño número que no corresponde a tus cuidados? ¿Pretendes conseguir que entre ellos no haya ninguno malo, ningún pervertido? ¡Vaya con el soberbio éste! Al oír esto callé, pero no sin sentir mi alma oprimida por el dolor.
            – Por lo demás, consuélate, -prosiguió aquel hombre, viéndome tan abatido. Y me hizo dar otra vuelta a la rueda, mientras decía: – ¡Admira la generosidad de Dios! Observa cuántas almas te quiere regalar. ¿Ves ese gran número de jóvenes? Volví a mirar a través de la lente y vi una muchedumbre inmensa de jóvenes, a los cuales desconocía por completo.
            – Sí, los veo, -respondí-, pero no los conozco.
            – Pues bien, éstos son los que el Señor te dará en lugar de aquéllos que no corresponden a tus cuidados. Ten presente que por cada uno de ellos el Señor te dará cien.
            – ¡Ah! ¡pobre de mí!, -exclamé-; tengo la casa llena; dónde colocaré a todos estos jóvenes nuevos?
            – No te preocupes. Por ahora tienes sitio para todos. Más adelante, Aquel que te los envía, te indicará dónde los tienes que albergar. El mismo te proporcionará el sitio.
            – No es tanto el lugar donde colocarlos lo que me preocupa, cuanto la manera de darles de comer.
            – No pienses ahora en eso; el Señor proveerá.
            – Sí es así, perfectamente, -repliqué lleno de consuelo.
            Y observando durante largo rato y con gran complacencia a aquellos jóvenes, retuve la fisonomía de muchos de ellos, de forma que ahora los reconocería si los volviera a ver. Y así terminó de hablar don Bosco en la noche del 2 de mayo.

II

            En la noche del 3 de mayo prosiguió su relato. A través de aquel cristal pudo ver la vocación de cada uno de sus alumnos. En esta ocasión fue conciso y categórico en sus palabras. No dio nombre alguno, dejando para otra ocasión las preguntas que hizo a su guía y las explicaciones que oyó de labios de éste en relación con ciertos símbolos y alegorías que habían desfilado ante su vista. El clérigo Ruffino nos legó algunos nombres sirviéndose de las confidencias que le hicieran algunos de los mismos jóvenes a quienes don Bosco había dicho lo que sobre ellos había visto en el sueño, dejando constancia de ello. Dicha nota lleva fecha de 1861.
            Nosotros entretanto para mayor claridad en la exposición y para evitar demasiadas repeticiones, formaremos un todo único, introduciendo en el relato los nombres omitidos y las explicaciones dadas; pero éstas, en la mayoría de los casos, no serán presentadas en forma dialogada. Con todo seremos exactos, citando literalmente cuanto escribió el cronista.
            Don Bosco, pues, comenzó a decir:
            El desconocido continuaba junto al aparato de la rueda y de la lente. Yo me sentía muy contento por haber visto a tantos jovencitos que vendrían a vivir con nosotros, cuando me fue dicho:
            – Quieres contemplar algo más hermoso?
            – Sí, sí, veamos.
            – ¡Da una vuelta a la rueda!
            Así lo hice, mirando después a través de la lente. Vi a todos mis jóvenes divididos en numerosos grupos, algo distantes los unos de los otros y ocupando una amplia extensión. Hacia una parte divisé un terreno sembrado de legumbres y hortalizas y cubierto en parte de pastos, en cuyos linderos crecían algunas hileras de vides silvestres. En dicho campo, los jóvenes de uno de los grupos trabajaban la tierra empleando azadas, palas, horcas, picos y rastrillos. Estaban, además, divididos en cuadrillas que tenían sus respectivos jefes. Les presidía el caballero Oreglia di Santo Stefano, el cual distribuía entre ellos herramientas de labor de toda suerte y obligaba a trabajar a los que no tenían ganas de hacerlo. A lo lejos, al fondo de aquel terreno, vi a algunos jóvenes arrojando la simiente a la tierra.
            El segundo campo se encontraba en la otra parte, en un extenso campo de trigo cubierto de doradas espigas. Un largo foso servía de lindero entre éste y los demás campos cultivados que se veían por doquier y cuyos límites se perdían en el horizonte lejano. Los jóvenes que trabajaban en él se dedicaban a recoger las mieses, pero no todos realizaban la misma labor. Unos segaban y hacían grandes gavillas; otros las amontonaban; quiénes espigaban, quién conducía un carro; éste trillaba, aquél arreglaba las hoces, el otro las distribuía, el de más allá tocaba la guitarra. Os aseguro que era un hermoso espectáculo de sorprendente variedad.
            En aquel campo, a la sombra de añosos árboles, se veían numerosas mesas con el alimento necesario para toda aquella gente; y más allá, a poca distancia, un amplio y magnífico jardín cercado de abundante sombra y cubierto de macizos de las más bellas y variadas flores.
            La separación entre los que labraban la tierra y los segadores representaba a los que abrazan el estado eclesiástico y a los que no siguen esta vocación. Yo, con todo, no entendía aquel misterio y volviéndome a mi guía, le dije:
            – Qué significa esto? ¿Quiénes son los que cavan?
            – ¿Aún no lo entiendes?, -me replicó-. Los que cavan son los que trabajan solamente para sí mismos, esto es, los que no son llamados al estado eclesiástico sino al laical.
            Y entonces comprendí inmediatamente que aquellos trabajadores eran los artesanos, a los cuales, en su estado, les basta pensar en la salvación de la propia alma, sin que tengan especial obligación de dedicarse a la de los demás.
            – Y los segadores que se encuentran en la otra parte del campo?, -repliqué. Y pronto supe que eran los llamados al estado eclesiástico, de forma que ahora sabría decir quién se hará sacerdote y quién seguirá otra carrera.
            Mientras yo contemplaba con verdadera curiosidad aquel campo de trigo, vi que Provera distribuía las hoces entre los segadores, lo que significaba que podría llegar a ser Rector del Seminario o Director de una Comunidad religiosa o de una casa de estudios o algo más. Ha de notarse que no todos los que trabajaban recibían la hoz de sus manos, ya que los que acudían a él eran solamente los que formarían parte de nuestra Congregación; los demás la recibían de otros distribuidores que no eran de los nuestros, lo que quería indicar que estos últimos se harían sacerdotes, pero para dedicarse al Sagrado Ministerio fuera del Oratorio. La hoz es símbolo de la palabra de Dios.
            Provera no entregaba la hoz inmediatamente a quienes se la pedían. A algunos les ordenaba que fuesen antes a comer, y, en efecto, los tales iban a tomar un bocado aquí y allá: símbolo de la piedad y el estudio. A Santiago Rossi le mandó que fuese a tomar un bocado. Aquellos a quienes se les daba esta orden se dirigían a un bosquecillo donde estaba el clérigo Durando muy ocupado, entre otras cosas, preparando las mesas para los segadores y dándoles de comer. Esta ocupación indicaba a los destinados de una manera especial a promover la devoción al Santísimo Sacramento. Mateo Galliano era el encargado de dar de beber a los segadores. Costamagna se presentó también pidiendo una hoz, pero Provera lo mandó al jardín por dos flores. Lo mismo sucedió a Quattróccolo. A Rebuffo se le ordenó que fuese por tres flores, prometiéndole, en cambio que después se le entregaría la hoz. También estaba allí Olivero.
            Entre tanto los jóvenes se habían desparramado por entre las espigas. Muchos estaban alineados; otros, delante de un ancho cantero; algunos, junto a otro más estrecho. El reverendo Ciattino, párroco de Maretto, segaba con la hoz que le había entregado Provera. Lo mismo hacían Francesia y Vibert, Jacinto Perucatti, Merlone, Momo, Garino, Iarach, los cuales habrían de dedicarse a la salvación de las almas, mediante el ministerio de la predicación, si correspondían a su vocación. Quiénes segaban más, quiénes menos. Bondioni trabajaba desesperadamente, pero nada violento puede ser de mucha duración. Otros manejaban las hoces con todas sus fuerzas, sin lograr cortar la mies. Vaschetti empuñó una hoz y comenzó a segar hasta que se salió fuera del campo yéndose a trabajar a otra parte. A otros varios les sucedió lo mismo. Entre los que segaban había muchos que no tenían la hoz afilada; a algunas hoces les faltaba la punta. Algunos las tenían tan gastadas que al querer emplearlas destrozaban y estropeaban la mies.
            A Domingo Ruffino se le encargó que segara un bancal muy ancho; su hoz cortaba muy bien, pero le faltaba la punta, símbolo de la humildad; era el deseo de ocupar el grado más elevado entre los iguales. Acudió a Francisco Cerruti para que se la arreglara. En efecto, vi a Cerruti arreglando algunas hoces; señal de que debía de inculcar en los corazones ciencia y piedad, lo que quería decir que sería profesor, por eso se le veía manejar diestramente el martillo. Golpear con esta herramienta quería decir dedicarse a la enseñanza del clero. Provera le presentaba las hoces estropeadas. Don José Rochietti y otros recibían las que necesitaban ser afiladas, pues se dedicaban a esto. El oficio de afilar representaba a los que se encargaban de formar al clero en la piedad. Viale fue a tomar una hoz que no estaba afilada, pero Provera le dio otra que acababa de ser pasada por la piedra. Vi también a un herrero preparando las herramientas de metal, empleadas en la agricultura: era Costanzo.
            Mientras todos se entregaban con ardor, cada uno a su trabajo, Fusero hacía las gavillas, lo que indicaba la conservación de las conciencias en la gracia de Dios; pero, detallando aún más y viendo en las gavillas representados a los simples fieles, no destinados al estado religioso, se sobrentendía que ocuparía en el porvenir un puesto de maestro en la instrucción de los clérigos.
            Había algunos que le ayudaban a atar las gavillas, y recuerdo haber visto, entre otros, a don Juan Turchi y a Ghivarello. Esto representa a los destinados a poner orden en las conciencias, especialmente mediante la práctica del ministerio de la Confesión, entre los adeptos o aspirantes al estado eclesiástico.
            Otros transportaban gavillas en un carro, símbolo de la gracia de Dios. Los pecadores convertidos han de montar en este carro para seguir la recta vía de la salvación, que tiene como término el cielo. El carro comenzó a moverse cuando estuvo completamente cargado de gavillas. Tiraban de él, no los jóvenes, sino dos bueyes, símbolo de la fuerza o esfuerzo perseverante. Algunos iban conduciéndolo. Delante de todos ellos don Miguel Rúa, que era el que guiaba, lo que quiere decir que su misión sería dirigir las almas hacia el cielo. Don Angel Savio seguía detrás con una escoba atrapando las espigas y las gavillas que se caían.
            Esparcidos por el campo estaban los espigadores, entre los cuales Juan Bonetti y José Bongiovanni; esto es: los que atendían a los pecadores obstinados. Bonetti especialmente está designado por el Señor para buscar a los desgraciados que han escapado de la hoz de los segadores.
            Fusero y Anfossi amontonaban gavillas, en el campo, para que fuesen trilladas a su debido tiempo; esto tal vez quería decir que a su debido tiempo desempeñarían alguna cátedra. Otros, como don Víctor Alasonatti, ataban las gavillas, representación de los que administran el dinero, vigilan para que se cumplan las reglas; enseñan las oraciones y el canto sagrado, cooperando, en suma, moral y materialmente, a encaminar a las almas hacia la meta de la salvación.
            Un espacio de terreno estaba preparado como para trillar las gavillas en él. Don Juan Cagliero, que se había dirigido al jardín en busca de algunas flores, las distribuía entre los compañeros y él, con un ramito en la mano, se encaminó hacia la era para comenzar la faena. Esta labor simboliza a los destinados por Dios para la instrucción del pueblo llano.
            A lo lejos se divisaban unas negras humaredas que levantaban sus penachos al cielo. Era el efecto de la labor de los que atropaban los yerbajos y, sacándolos fuera del campo sembrado de espigas, los amontonaban y les prendían fuego. Esto simboliza a los destinados a separar a los buenos de los malos, labor reservada a los directores de nuestras futuras casas. Entre éstos estaban don Francisco Cerruti, Juan Tamietti, Domingo Belmonte, Pablo Albera y otros que actualmente cursan sus primeros estudios, porque son aún muy jóvenes.
            Todas las escenas anteriormente descritas se desarrollaban al mismo tiempo. Entre aquella multitud de jóvenes vi a algunos que llevaban unas antorchas encendidas para alumbrar a los demás, a pesar de que era pleno día. Eran los que habían de servir de ejemplo a los demás obreros del Evangelio, iluminando al clero con su conducta. Entre ellos estaba Pablo Albera, el cual, además de llevar la antorcha, tocaba también la guitarra, indicio de que indicaría el camino a seguir a los sacerdotes animándoles al cumplimiento de su misión. Se aludía a algún otro cargo que ocuparía en la Iglesia.
            Mas, en medio de tanto movimiento, no todos los jóvenes al alcance de mi vista se ocupaban de algún trabajo. Uno de ellos tenía una pistola en la mano, esto es, tenía vocación militar, pero aún no se había decidido a seguirla.
            Algunos otros, con las manos a la cintura, observaban a los segadores, dispuestos a seguir su ejemplo; otros parecían indecisos, pero al considerar la dureza del trabajo, no se resolvían a empuñar la hoz. No faltaban tampoco quienes acudían presurosos a la faena. Algunos, al llegar el momento de tener que comenzar a segar, permanecían ociosos; otros empuñaban la hoz al revés, entre ellos Molino: símbolo de los que hacen lo contrario de lo que deben hacer. Muchísimos se alejaban para tomar uvas silvestres, representando a los que pierden el tiempo en cosas extrañas a su ministerio.
            Mientras yo contemplaba lo que sucedía en el campo de trigo, vi un grupo de jóvenes cavando la tierra; ofrecían un espectáculo singular. La mayor parte de aquellos muchachos trabajaba con singular interés, más tampoco faltaban los negligentes. Algunos manejaban la azada al revés; otros golpeaban la tierra, pero la herramienta no penetraba en ella; no faltaban quienes a cada azadonazo se les salía la pala del mango. El mango representaba la rectitud de intención.
            Observé entonces que algunos, que al presente son aprendices, estaban en el campo de los que segaban, y, en cambio, otros, que ahora son estudiantes, se encontraban entre los que cavaban la tierra. Intenté tomar nota de cuanto veía, pero mi intérprete me mostraba siempre el cuaderno y no me permitía escribir.
            Al mismo tiempo vi también a muchos jóvenes que estaban sin hacer nada, no sabían resolver si ponerse a segar o a cavar la tierra. Los dos Dalmazzo, Primo Gariglio y Monasterolo con otros muchos, estaban mirando, pero ya habían tomado una decisión.
            También me di cuenta de que algunos, saliendo del grupo de los cavadores, mostraban deseos de ir a segar. Uno corrió al campo de trigo tan decidido que no se preocupó antes de adquirir una hoz. Avergonzado de aquel necio proceder, volvió atrás para pedirla. El que las distribuía no quería dársela y el tal le urgía para que se la proporcionase.
            – Aún no es tiempo, -le respondió el distribuidor.
            – Sí que lo es, dámela.
            – No; ve antes a tomar dos flores del jardín.
            – ¡Bueno!, exclamó el solicitante encogiéndose de hombros; iré a tomar todas las flores que quieras.
            – No; solamente dos.
            Se dirigió seguidamente al jardín, pero al llegar a él se dio cuenta de que no había preguntado qué flores eran las que tenía que cortar, y se apresuró a desandar el camino.
            – Has de cortar, -le dijeron- la flor de la caridad y la flor de la humildad.
            – Ya las tengo.
            – Eso es lo que te dice tu presunción, pero en realidad no las tienes. Y aquel joven se revolvía en un acceso de cólera y daba saltos impulsado por la ira que le dominaba.
            – No es este el momento más oportuno para enfadarse de esa manera, -le dijo el distribuidor-, negándose resueltamente a entregarle la herramienta que le había pedido.
            Ante tal actitud, el infeliz se mordía los puños de rabia. Al contemplar semejante espectáculo, aparté la vista de la lente, a través de la cual había contemplado tantas cosas, sintiéndome lleno de emoción por las aplicaciones morales que me había sugerido mi amigo. Quise rogarle aún que me diese algunas explicaciones más y él añadió:
            – El campo sembrado de trigo representa a la Iglesia: la mies es el fruto de la cosecha; la hoz es el símbolo de los medios empleados para conseguir dicho fruto, sobre todo la palabra de Dios; la hoz sin punta representa la falta de piedad, y sin filo la carencia de humildad; salirse del campo mientras se siega, quiere decir abandonar el Oratorio o la Pía Sociedad.

III

            La noche del 4 de mayo don Bosco se disponía a finalizar la narración del sueño en el que había visto representados en el primer grupo a los alumnos estudiantes del Oratorio y en el segundo a los que eran llamados al estado eclesiástico. Hemos llegado, pues, al tercer cuadro o visión en la que, en apariciones sucesivas don Bosco vio a todos los que en 1861 dieron su nombre a la Pía Sociedad de San Francisco de Sales; el prodigioso engrandecimiento de la misma y el lento ocaso de los primeros salesianos a los que habían de seguir los continuadores de la Obra.
            Don Bosco habló así:
            Después de haber contemplado a mi placer la escena de la siega, tan rica en detalles, el amable desconocido me dijo.
            – Ahora dale diez vueltas a la rueda; cuéntalas y después mira a través de la lente. Me puse a hacer lo que me había sido ordenado y, tras haber dado la décima vuelta, me puse a mirar a través del cristal. Y he aquí que vi los mismos jóvenes, a los que recordaba haber contemplado días antes en edad adolescente, convertidos en adultos de aspecto viril; a otros con larga barba o con cabellos blancos.
            – Pero ¿cómo puede ser esto? ¿Hace apenas unos días aquél era un niño al que casi se le podía tomar en brazos, y hoy es ya tan mayor?
            El amigo me contestó:
            – Es natural; ¿cuántas vueltas has dado?
            – Diez.
            – Pues bien: del 61 al 71. Todos tienen ya diez años más de edad.
            – ¡Ah! ¡Comprendido!
            Y como continuase observando a través de la lente pude ver panoramas desconocidos, casas nuevas que nos pertenecían y a muchos jóvenes dirigidos por mis queridos hijos del Oratorio, convertidos ya en sacerdotes, en maestros, en directores, que se dedicaban a instruir y proporcionarles honestas diversiones.
            – Vuelve a dar otras diez vueltas -me dijo el personaje- y llegaremos al 1881. Tomé el manubrio y la rueda dio otras diez vueltas. Miré y solamente vi a la mitad de los jóvenes que había contemplado la primera vez, casi todos ya con el pelo blanco y algunos un poco encorvados.
            – Y los otros, ¿dónde están?, -pregunté.
            – Ya forman parte del número de los más, -me respondió el guía.
            Esta considerable disminución del número de mis muchachos me causó un vivo desasosiego, pero me consoló el contemplar, en un cuadro inmenso, países nuevos y regiones desconocidas y una gran multitud de jóvenes bajo la custodia y dirección de nuestros maestros que dependían aún de mis primeros alumnos.
           
            Después di otras diez vueltas a la rueda y he aquí que solamente vi una cuarta parte de los jóvenes que había contemplado pocos momentos antes; todos ellos se habían trocado en ancianos de barbas y cabellos blancos.
            – ¿Y todos los demás?, -pregunté.
            – Forman parte ya del número de los más. Estamos en 1891.
            Y he aquí que ante mi vista se desarrolló una escena conmovedora. Mis hijos sacerdotes, agotados por la fatiga, estaban rodeados de niños, a los cuales yo no había visto nunca; muchos de fisonomía y de color distinto de los que habitualmente viven en nuestros países.
            Di aún otras diez vueltas a la rueda y solamente pude ver un tercio de mis primitivos jóvenes, ya decrépitos, cargados de espaldas, desfigurados, macilentos, en los últimos años de su vida. Entre otros, recuerdo haber visto a don Miguel Rúa, tan viejo y desfigurado que era difícil reconocerlo, ¡tanto había cambiado!
            – Y los demás?, -pregunté.
            – Pertenecen ya al número de los más. Estamos en 1901.
            En algunas casas no encontré a ninguno de los antiguos; maestros y directores me eran completamente desconocidos; la muchedumbre de los jóvenes era cada vez más numerosa; las casas aumentaban cada vez más y el personal directivo había crecido también de una manera admirable.
            – Ahora, -continuó mi amable intérprete- darás otras diez vueltas y verás cosas que te llenarán de consuelo las unas, y otras que te proporcionarán una gran angustia.
            Y di otras diez vueltas.
            – ¡Estamos en 1911! – exclamó el misterioso amigo.
            – ¡Ah, mis queridos jóvenes! Vi nuevas casas, jóvenes nuevos, directores y maestros con hábitos y costumbres nuevas.
            ¿Y mis jóvenes del Oratorio de Turín? Busqué una y otra vez entre una gran muchedumbre de muchachos y solamente pude ver a uno de vosotros con los cabellos blancos, consumido por la edad, rodeado de una hermosa corona de jóvenes, a los cuales contaba los comienzos de nuestro Oratorio, recordándoles y repitiéndoles las cosas aprendidas de labios de don Bosco; y les enseñaba una fotografía que estaba colgada de la pared del locutorio. ¿Y los otros alumnos ancianos, los superiores de las casas que había visto ya envejecidos?
            Tras una nueva señal tomé el manubrio y di algunas vueltas más. Después, solamente vi una llanura desolada sin ser viviente alguno:
            – ¡Oh!, -exclamé aterrado-. ¡Ya no veo ninguno de los míos! ¿Dónde están, pues, ahora todos los jóvenes a los cuales atendí y que eran tan vivarachos y robustos y los que se encuentran actualmente conmigo en el Oratorio?
            – Pertenecen ya al número de los más. Has de saber que han pasado diez años cada vez que hacías girar la rueda otras tantas veces.
            Hice la cuenta y resultó que habían transcurrido cincuenta años y que alrededor del 1911 todos los alumnos actuales del Oratorio habrían muerto.
            – ¿Quieres ver ahora otro espectáculo sorprendente?, -me dijo aquel buen hombre.
            – Sí, -respondí yo.
            – Entonces presta atención, si te agrada ver y saber algo más. Da una vuelta a la rueda en sentido contrario, y ahora cuenta tantas vueltas cuantas has dado anteriormente.
            La rueda giró.
            – ¡Ahora mira!, -me dijo el guía.
            Miré y he aquí que vi ante mí una cantidad inmensa de jovencitos, todos desconocidos, de una infinita variedad de costumbres, pueblos, fisonomías y lenguas, de forma que por mucho que me esforcé sólo pude apreciar una mínima parte de ellos con sus superiores, directores, maestros y asistentes.
            – A éstos, en realidad, no los conozco, -dije a mi guía.
            – Pues a pesar de ello, -me respondió-, son hijos tuyos. Escúchalos, hablan de ti y de tus primeros hijos que fueron sus superiores y que ya no existen; recuerdan las enseñanzas que de ti y de ellos recibieron.
            Seguí observando con atención, pero cuando aparté la vista de la lente, la rueda comenzó a girar por si sola a tanta velocidad y haciendo tal ruido, que me desperté, encontrándome en el lecho presa de un cansancio mortal.
            Ahora que os he contado estas cosas, vosotros pensaréis:
            – ¡Quién sabe! A lo mejor don Bosco es un hombre extraordinario, un personaje, tal vez un santo. Mis queridos jóvenes: para impedir que se susciten conversaciones necias en torno a mi persona, os dejo en plena libertad de creer o no creer en estas cosas, de darles más o menos importancia; sólo os ruego que no toméis nada de cuanto os he referido a risa al comentarlo, ya con los compañeros ya con personas de fuera. Me complace el deciros que el Señor dispone de muchos medios para manifestar a los hombres su voluntad. A veces se sirve de los instrumentos más ineptos e indignos, como se sirvió en otro tiempo de la burra de Balaán, haciéndola hablar, y del falso profeta del mismo nombre, que predijo muchas cosas referentes al Mesías. Por eso, lo mismo puede suceder conmigo. Os digo además que no os fieis de mis obras para regular las vuestras. Lo que debéis hacer es tomar en cuenta lo que os digo, pues tengo la certeza de que de esa forma cumpliréis la voluntad de Dios y todo redundará en provecho de vuestras almas. Respecto a lo que hago, no digáis nunca: -Lo ha hecho don Bosco y, por tanto, está bien; no. Observad Primero mis acciones, si veis que son buenas, imitadlas; si acaso me veis hacer algo que no está bien, guardaos mucho de imitarlo: desechadlo como cosa mal hecha.
(MB IT VI, 898-91 / MB ES VI, 678-691)




La educación según San Francisco de Sales

La educación según San Francisco de Sales es un camino de amor y cuidado de los jóvenes, basado en reglas indispensables: dulzura, comprensión y corrección equilibrada. Desde la familia hasta la sociedad, San Francisco pide a los responsables que muestren un afecto sincero, conscientes de que los jóvenes necesitan ser guiados con paciencia e inspiración. La educación es un don que ayuda a formar almas libres, capaces de pensar y actuar en armonía. Como un maestro de montaña, el obispo de Saboya nos recuerda que corregir significa acompañar, salvaguardando la espontaneidad de los corazones en crecimiento, y apuntando siempre a la transformación interior. Así nace una educación integral.

Un deber que hay que cumplir con amor
            La educación es un fenómeno universal, basado en las leyes de la naturaleza y de la razón. Es el mejor regalo que los padres pueden hacer a sus hijos, en quienes alimentará la gratitud y la piedad filial. Hablando de aquellos que son responsables de los demás, tanto en la familia como en la sociedad, Francisco de Sales recomienda que muestren amor: «Que cumplan, pues, su deber con amor».
            Los jóvenes necesitan orientación. Si es cierto que «quien se gobierna a sí mismo es gobernado por un gran necio», esto debería ser aún más cierto para los que aún no tienen experiencia. Del mismo modo, Celse-Bénigne, el hijo mayor de Madame de Chantal, que era una fuente de preocupación para su madre, necesitaba una guía que le ayudara a «saborear la bondad de la verdadera sabiduría a través de amonestaciones y recomendaciones».
            A un joven que estaba a punto de «lanzarse al mundo», le sugirió que buscara «algún espíritu cortés» al que pudiera visitar de vez en cuando para «recrearse y recuperar el aliento espiritual». Debemos hacer como el joven Tobías en la Biblia: enviado por su padre a una tierra lejana donde no conocía el camino, recibió este consejo: «Ve, pues, y busca un hombre que te guíe».
            Especialista en montaña, al obispo de Saboya le gustaba recordar a la gente que los que caminan por senderos escabrosos y resbaladizos necesitan estar atados, unidos unos a otros para avanzar con más seguridad. Siempre que podía, ofrecía ayuda y consejo a los jóvenes en peligro. A un joven colegial atrapado en el juego y el libertinaje, le escribió «una carta llena de buenas, amables y amistosas advertencias», invitándole a aprovechar mejor su tiempo.
            Un buen guía debe ser capaz de adaptarse a las necesidades y posibilidades de cada individuo. Francisco de Sales admiraba a las madres que sabían dar a cada uno de sus hijos lo que necesitaba y adaptarse a cada uno “según el alcance de su espíritu”. Así es como Dios acompaña a las personas. Su enseñanza se asemeja a la de un padre atento a las capacidades de cada uno: «Como un buen padre que lleva a su hijo de la mano», escribía a Juana de Chantal, «adaptará sus pasos a los tuyos y se contentará con no ir más deprisa que tú».

Elementos de psicología juvenil
            Para tener alguna posibilidad de éxito, el educador debe saber algo sobre los jóvenes en general y sobre cada joven en particular. ¿Qué significa ser joven? Comentando la famosa visión de la escalera de Jacob, el autor de la Introducción a la vida devota observa que los ángeles que subían y bajaban de la escalera tenían todos los atractivos de la juventud: estaban llenos de vigor y agilidad; tenían alas para volar y pies para caminar con sus compañeros; sus rostros eran bellos y alegres; «sus piernas, brazos y cabezas estaban todos descubiertos» y «el resto de sus cuerpos estaban cubiertos, pero con un manto hermoso y ligero».
            Pero no idealicemos demasiado esta edad de la vida. Para Francisco de Sales, la juventud es por naturaleza temeraria y atrevida; los jóvenes devoran todas las dificultades desde lejos y huyen de ellas desde cerca. ‘Joven y ardiente’ son dos adjetivos que a menudo van de la mano, especialmente cuando se usan para describir una mente “rebosante de concepciones y fuertemente inclinada a los extremos”. Y entre los riesgos de esta edad está «el ardor de una sangre joven que empieza a hervir y de un valor que aún no tiene la prudencia como guía».
            Los jóvenes son versátiles, se mueven y cambian con facilidad. Como los cachorros de perro que aman el cambio, los jóvenes son volubles e inconstantes, agitados por diversos «deseos de novedad y cambio», y son susceptibles de provocar «grandes y desafortunados escándalos». Es una edad en la que las pasiones son feroces y difíciles de controlar. Como las mariposas, revolotean alrededor del fuego con el riesgo de quemarse las alas.
            A menudo carecen de sabiduría y experiencia, porque el amor propio ciega la razón. Debemos temer en ellos estas dos actitudes opuestas: la vanidad, que en realidad es falta de valor, y la ambición, que es un exceso de valor que les lleva a buscar desmedidamente la gloria y el honor.
            Sin embargo, ¡qué maravilloso es cuando la juventud y la virtud se encuentran! Francisco de Sales admira a una joven que tenía todo para gustar en la primavera de su vida y que amaba y estimaba ‘las santas virtudes’. Alaba a todos aquellos que, durante su juventud, mantuvieron sus almas ‘siempre puras en medio de tantas infecciones’.
            Los jóvenes, en particular, son sensibles al afecto que reciben. «Es imposible expresar cuán amigos somos», le escribió a un padre acerca de su relación con su indisciplinado, incluso insoportable, hijo en la escuela. Como podemos ver, Francisco de Sales estaba feliz de proclamarse amigo de los jóvenes. De manera similar, le escribió a la madre de una niña de la que era padrino: «La querida ahijadita, según creo, tiene un secreto presentimiento de que la amo, tan fuerte es el afecto que me demuestra».
            Por último, «ésta es la edad adecuada para recibir impresiones», lo cual es bueno porque significa que los jóvenes pueden ser educados y son capaces de grandes cosas. El futuro pertenece a los jóvenes, como vimos en la abadía de Montmartre, donde fueron las jóvenes, con su abadesa aún más joven, quienes llevaron a cabo la «reforma».

El sentido de la educación
            Aunque el realismo exige que los educadores conozcan a las personas a las que se dirigen, nunca deben perder de vista el sentido de la finalidad de su acción. Nada mejor que una conciencia clara de los objetivos que nos fijamos, porque «todo agente actúa por el fin y en función del fin».
            ¿Qué es entonces la educación y cuál es su finalidad? La educación, dice Francisco de Sales, es “una multitud de solicitaciones, ayudas, beneficios y otros servicios necesarios para el niño, ejercidos y continuados hacia él hasta la edad en que ya no los necesita”. Dos cosas llaman la atención en esta definición: por un lado, la insistencia en la multitud de atenciones que requiere la educación y, por otro, su fin, que coincide con el momento en que el sujeto ha alcanzado la autonomía. Los niños son educados para alcanzar la libertad y el pleno control de sus vidas.
            Concretamente, el ideal educativo de Francisco de Sales parece girar en torno a la noción de armonía, es decir, la integración armónica de todos los diversos componentes que existen en el ser humano: «acciones, movimientos, sentimientos, inclinaciones, hábitos, pasiones, facultades y potencias». La armonía implica unidad, pero también distinción. La unidad requiere un mandamiento único, pero el mandamiento único no sólo debe respetar las diferencias, sino promover las distinciones en la búsqueda de la armonía. En la persona humana, el gobierno pertenece a la voluntad, a la que se refieren todos los demás componentes, cada uno en su lugar y en interdependencia con los demás.
            Francisco de Sales utiliza dos comparaciones para ilustrar su ideal. No carecen de analogía con los dos impulsos humanos fundamentales destacados por el psicoanálisis: la agresión y el placer. Un ejército es bello, explica, cuando está compuesto de partes distintas dispuestas de tal manera que juntas forman un solo ejército. La música es bella cuando las voces están unidas en la distinción y cuando son distintas, pero están unidas.

Partir del corazón
            «Quien ha conquistado el corazón del hombre, ha conquistado al hombre entero», escribe el autor de la Introducción a la vida devota. Esta regla general debería ser aplicable al campo de la educación. La expresión «conquistar el corazón» puede interpretarse de dos maneras. Puede significar que el educador debe apuntar al corazón, es decir, al núcleo interior de la persona, antes de preocuparse por su comportamiento exterior. Por otra parte, significa conquistar a la persona a través del afecto.
            El hombre se construye desde dentro: ésta parece ser una de las grandes lecciones de Francisco de Sales, educador y reformador de personas y comunidades. Era muy consciente de que su método no era compartido por todos, pues escribió: «Nunca he podido aprobar el método de aquellos que, para reformar al hombre, empiezan por el exterior, por el porte, la ropa, el cabello. Por tanto, hay que empezar por dentro, es decir, por el corazón, sede de la voluntad y fuente de todas nuestras acciones.
            El segundo punto consiste en intentar ganarse el afecto de los demás, para establecer con ellos una buena relación educativa. En una carta dirigida a una abadesa para aconsejarle sobre la reforma de su monasterio, compuesto en gran parte por jóvenes, encontramos valiosas indicaciones sobre cómo concebía el obispo saboyano su método de educación, de formación y, más precisamente en este caso, de «reforma». Ante todo, no debemos alarmarles dándoles la impresión de que queremos reformarles. El objetivo es que se reformen ellos mismos». Después de estos preliminares, hay que utilizar tres o cuatro «trucos». No es de extrañar, ya que la educación es también un arte, de hecho, el arte de las artes. El primero consiste en pedirles que hagan cosas a menudo, pero muy fácilmente y sin dar la impresión de estar haciéndolas. En segundo lugar, hay que hablar a menudo y en términos generales de lo que hay que cambiar, como si se pensara en otra persona. En tercer lugar, hay que tratar de hacer amable la obediencia, sin olvidar de nuevo mostrar sus beneficios y ventajas. Según Francisco de Sales, hay que preferir la amabilidad porque suele ser más eficaz. Por último, los responsables deben mostrar que no actúan por capricho, sino en virtud de su responsabilidad y con vistas al bien de todos.

Mandar, aconsejar, inspirar
            Parece que las intervenciones propuestas por Francisco de Sales en el campo de la educación siguen el modelo de las tres maneras que Dios utiliza con los hombres para indicarles su voluntad: mandamientos, consejos e inspiraciones.
            Es obvio que los padres y maestros tienen el derecho y el deber de ordenar a sus hijos o alumnos por su propio bien, y que ellos deben obedecer. Él mismo, en su responsabilidad de obispo, no dudaba en hacerlo cuando era necesario. Sin embargo, según Camus, aborrecía a los espíritus absolutos que querían ser obedecidos a voluntad y que todo debía ceder a su dominio. Decía que «quien ama ser temido, teme ser amado». En algunos casos, la obediencia puede ser forzada. Refiriéndose al hijo de uno de sus amigos, escribió a su padre: «Si persevera, nos daremos por satisfechos; si no lo hace, tendremos que recurrir a uno de estos dos remedios: o retirarlo a una escuela un poco más cerrada que ésta, o darle un maestro particular que sea un hombre y al que preste obediencia». ¿Se puede descartar por completo el uso de la fuerza?
            Usualmente, sin embargo, Francisco de Sales recurría a consejos, advertencias y recomendaciones. El autor de la Introducción a la Vida Devota se presenta a sí mismo como un consejero, un asistente, alguien que da ‘consejos’. Aunque a menudo usa el imperativo, es consejo lo que está dando, especialmente porque a menudo va acompañado de un condicional: ‘Si puedes hacerlo, hazlo’. A veces la recomendación se disfraza de declaración de valores: es bueno hacerlo, es mejor hacerlo así, etc.
            Pero cuando puede y su autoridad no está en entredicho, prefiere actuar por inspiración, sugerencia o insinuación. Es el método salesiano por excelencia, que respeta la libertad humana. Le parecía particularmente adecuado para elegir un estado de vida. Es el método que recomendó a Madame de Chantal para la vocación que quería para sus hijos, «inspirándoles suavemente pensamientos en sintonía con ella».
            Pero la inspiración no se comunica sólo con palabras. Los cielos no hablan, dice la Biblia, sino que proclaman la gloria de Dios con su testimonio silencioso. Del mismo modo, «el buen ejemplo es una predicación silenciosa», como la de San Francisco que, sin decir una sola palabra, atrajo con su ejemplo a un gran número de jóvenes. En efecto, el ejemplo lleva a la imitación. Los pequeños ruiseñores aprenden a cantar con los grandes, recordó, y «el ejemplo de los que amamos ejerce sobre nosotros una influencia y una autoridad suaves e imperceptibles», hasta el punto de que nos vemos obligados a dejarlos o a imitarlos.

¿Cómo corregir?
            El espíritu de corrección consiste en «resistir al mal y reprimir los vicios de aquellos que nos han sido confiados, constante y valientemente, pero con dulzura y tranquilidad». Sin embargo, las faltas deben corregirse sin demora, mientras son pequeñas, «porque si esperas a que crezcan, no podrás curarlas fácilmente».
            La severidad es a veces necesaria. Los dos jóvenes religiosos que daban escándalo debían ser reconducidos al buen camino si se quería evitar un gran número de consecuencias lamentables. Aunque su juventud haya podido servir de excusa, «la continuación de su conducta los hace ahora imperdonables». Incluso hay casos en los que es necesario «mantener a los malvados en cierto temor por la resistencia que opondrán». El obispo de Ginebra cita una carta de san Bernardo a los frailes de Roma que necesitaban corrección, en la que «les habla con propiedad y con un jabón suficientemente caliente. Hagamos como el cirujano, pues “es una amistad débil o mala ver perecer al amigo y no ayudarle, verle morir de apostasía y no atreverse a darle el filo de la navaja de la corrección para salvarle”.

            Sin embargo, la corrección debe administrarse sin pasión, porque «un juez castiga mucho mejor a los malvados cuando dicta sus sentencias con razón y con espíritu de tranquilidad, que cuando las dicta con ímpetu y pasión, sobre todo porque, juzgando con pasión, no castiga las faltas según lo que son, sino según lo que él mismo es». Del mismo modo, «las amonestaciones suaves y cordiales de un padre tienen mucho más poder para corregir a un hijo que su cólera y su ira». Por eso es importante guardarse de la ira. La primera vez que sientas ira, le dijo a Filotea, «debes reunir rápidamente tus fuerzas, no de repente ni impetuosamente, sino con suavidad y seriedad». En una carta a una monja que se había quejado de «una niña huraña y despistada» confiada a su cuidado, el obispo le dio este consejo: «No la corrijas, si puedes, con ira. No seamos como el rey Herodes o como esos hombres que dicen que gobiernan cuando se les teme, cuando gobernar es ‘ser amado’.
            Hay muchas maneras de corregir. Una de las mejores no es tanto reprender lo que es negativo, sino fomentar todo lo que es positivo en una persona. Es lo que se llama «corregir por inspiración», porque «es maravilloso cómo la dulzura y la belleza de algo bueno atraen poderosamente a los corazones».

            Su discípulo, Jean-Pierre Camus, contó la historia de una madre que maldijo a su hijo que la había insultado. Se pensó que el obispo debería hacer lo mismo, pero él respondió: “¿Qué quieres que haga? Tenía miedo de derramar en un cuarto de hora el poco licor de bondad que intento reunir desde hace veintidós años”. Fue de nuevo Camus quien relató esta «inolvidable» frase de su maestro: «Recuerda que se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre.

            La amabilidad es preferible con los demás, pero también con nosotros mismos. Todo el mundo debería estar preparado para reconocer sus errores con calma y corregirse sin enfadarse. He aquí un buen consejo para una «pobre chica» enfadada consigo misma: «Dile que, por mucho que se queje, nunca se sorprenderá ni se enfadará consigo misma».

Educación progresiva
            San Francisco de Sales, que tenía sentido de lo real y de lo posible, así como la moderación y el tacto necesarios, estaba convencido de que los grandes proyectos sólo se consiguen con paciencia y tiempo. La perfección nunca es el punto de partida y probablemente nunca se alcanzará, pero el progreso siempre es posible. El crecimiento tiene sus propias leyes que hay que respetar: las abejas fueron primero larvas, luego ninfas y finalmente abejas «formadas, hechas y perfectas».
            Hacer las cosas ordenadamente, una tras otra, sin aspavientos, incluso con cierta lentitud, pero sin detenerse nunca, éste parece ser el ideal del obispo de Ginebra. Avancemos, decía, y «por muy despacio que avancemos, recorreremos un largo camino». Del mismo modo, recomendó a una abadesa que tenía la onerosa tarea de reformar su monasterio: «Debes tener un corazón grande y perdurable». La ley de la progresión es universal y se aplica en todos los campos».
            Para ilustrar su pensamiento, el santo de la dulzura utilizó innumerables comparaciones e imágenes para inculcar el sentido del tiempo y la necesidad de perseverar. Algunas personas tienen tendencia a volar antes de tener alas, o de repente quieren ser ángeles, cuando no son más que hombres y mujeres de bien. Cuando los niños son pequeños, les damos leche, y cuando crecen y empiezan a tener dientes, les damos pan y manteca.
            Un punto importante es no tener miedo a repetir lo mismo una y otra vez. Debemos imitar a los pintores y escultores que crean sus obras repitiendo los trazos del pincel y el cincel. La educación es un largo viaje. Por el camino, hay que purificarse de muchos «humores» negativos, y esta purificación es lenta. Pero no hay que desanimarse. La lentitud no significa resignación o espera casual. Al contrario, hay que aprender a aprovecharlo todo al máximo, sin perder el tiempo y sabiendo utilizar “nuestros años, nuestros meses, nuestras semanas, nuestros días, nuestras horas, incluso nuestros momentos”.
            La paciencia, a menudo enseñada por el Obispo de Ginebra, es una paciencia activa que nos permite avanzar, aunque sea a pequeños pasos. «Poco a poco y pie a pie, debemos adquirir este dominio», escribió a una impaciente Filotea. Aprendemos ‘primero a caminar a pequeños pasos, luego a apresurarnos, después a caminar a medias, finalmente a correr’. El crecimiento hacia la edad adulta comienza lentamente y se acelera cada vez más, al igual que la formación y la educación. Por último, la paciencia se nutre de la esperanza: “No hay tierra tan ingrata que el amor del trabajador no la abone”.

Educación integral
            De lo que se ha dicho hasta ahora, ya está bastante claro que, para Francisco de Sales, la educación no podía confundirse con una sola dimensión de la persona, tal como la educación, o los buenos modales, o incluso una educación religiosa desprovista de fundamentos humanos. Por supuesto, no se puede negar la importancia de cada una de estas áreas en particular. En cuanto a la educación y la formación de la mente, basta recordar el tiempo y el esfuerzo que dedicó durante su juventud a la adquisición de una elevada cultura intelectual y «profesional», así como el cuidado que dedicó a la educación en su diócesis.
            Sin embargo, su principal preocupación fue la formación integral de la persona humana, entendida en todas sus dimensiones y dinámicas. Para demostrarlo, nos centraremos en cada una de las dimensiones constitutivas de la persona humana en su totalidad simbólica: el cuerpo con todos sus sentidos, el alma con todas sus pasiones, la mente con todas sus facultades y el corazón, sede de la voluntad, el amor y la libertad.