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En el discurso que se relata a continuación, pronunciado por Don Bosco entre el 30 de abril y el 1 de mayo de 1868, el santo decide compartir con sus jóvenes un sueño tan inquietante como revelador. A través de la aparición de un sapo monstruoso y la visión de una vid que representa la comunidad del Oratorio, desvela la lucha espiritual que se libra en cada conciencia, denuncia los vicios que amenazan la vida cristiana –sobre todo la soberbia y la inmodestia– e indica los remedios: obediencia, oración, sacramentos, trabajo y estudio. La intención no es asustar, sino sacudir: Don Bosco habla como un padre solícito, deseoso de guiar a sus «hijos» a la conversión y a la alegría de una existencia fecunda y duradera en la libertad de los hijos de Dios.
EL 29 de abril anunciaba don Bosco a los muchachos:
– Mañana por la noche y el viernes y el domingo, tengo que deciros, pues si no lo hiciese, creo que moriría antes de tiempo. Tengo algo desagradable que comunicaros. Y deseo que estén presentes también los aprendices.
En la noche del 30 de abril, jueves, después de las oraciones, los aprendices dejaron el pórtico, donde solían hablarles don Miguel Rúa o don Juan B. Francesia, y fueron a unirse a sus compañeros los estudiantes. Les dijo don Bosco:
– Mis queridos jóvenes: ayer noche os dije que tenía algo desagradable que contaros. He soñado y estaba decidido a no deciros nada, ya fuera porque dudaba si se trataba de un simple sueño, ya fuera porque siempre que conté alguno, hubo algo que objetar o que observar por parte de alguien. Pero, otro sueño me obliga a hablaros del primero, sobre todo porque, desde hace unos días, he vuelto a ser molestado de nuevo con ciertos fantasmas, especialmente hace tres noches. Sabéis que marché a Lanzo en busca de un poco de tranquilidad. Pues bien, la última noche que pasé en aquel Colegio, me acosté y, cuando comenzaba a dormirme, vino a mi fantasía cuanto voy a deciros:
Me pareció ver entrar en mi habitación un gran monstruo que, adelantándose, fue a colocarse a los pies de la cama. Tenía una forma asquerosísima de sapo y era grueso como un buey.
Yo lo miraba fijamente, conteniendo la respiración. El monstruo poco a poco iba aumentando de volumen; le crecían las patas, le crecía el cuerpo, le crecía la cabeza y cuanto más aumentaba su grosor más horrible resultaba. Era de color verde con una línea roja alrededor de la boca y del pescuezo que le hacían aún más terriblemente espantoso. Sus ojos eran de fuego y sus orejas huesudas muy pequeñas. Yo decía entre mí mientras lo observaba: – ¡Pero si el sapo no tiene orejas!
Encima de su nariz salían dos cuernos y por sus costados apuntaban dos grandes alas verduscas. Sus patas se parecían a las del león y por detrás tenía una larga cola que terminaba en dos puntas.
En aquel momento me pareció no tener miedo, pero aquel monstruo comenzó a acercarse cada vez más a mí, alargando su amplia boca guarnecida de fuertes dientes. Yo entonces me sentí invadido de indecible terror. Lo creí un demonio del infierno, pues tenía todas las trazas de tal. Hice entonces la señal de la cruz, pero de nada sirvió; toqué la campanilla, más a aquella hora nadie acudió, nadie la oyó; comencé a gritar, pero todo fue en vano; el monstruo permanecía impasible.
– ¿Qué quieres de mí, dije entonces, infernal demonio? Pero él se acercaba cada vez más enderezando y alargando las orejas. Después puso las patas delanteras sobre el borde de mi lecho y, aferrándose con las patas traseras a los barrotes, permaneció inmóvil un momento con su mirada fija en mí. Después, alargando el cuerpo hacia adelante puso su hocico cerca de mi cara. Yo sentí tal escalofrío, que de un salto me senté en la cama dispuesto a arrojarme al suelo; pero el monstruo abrió toda la boca. Hubiera querido defenderme, apartarlo de mí, pero era tan asqueroso que ni en aquellas circunstancias me atreví a tocarlo. Comencé a gritar, eché la mano hacia atrás buscando la pileta del agua bendita, pero sólo tocaba la pared sin encontrarla y el monstruo me mordió por la cabeza de tal forma que durante unos instantes la mitad de mi cuerpo permaneció dentro de aquellas horribles fauces. Entonces grité:
– En el nombre de Dios: ¿por qué me haces esto? El sapo, al oír mi voz, se retiró un poco, dejando libre mi cabeza. Hice de nuevo la señal de la santa cruz y, habiendo logrado meter los dedos en el agua bendita, eché un poco de agua bendita al monstruo. Entonces, aquel demonio lanzó un grito terrible, saltó hacia atrás y desapareció; pero, mientras lo hacía, pude oír una voz que desde lo alto pronunció claramente estas palabras:
– ¿Por qué no hablas?
El director de Lanzo, don Juan Bautista Lemoyne, se despertó aquella noche con mis ayes prolongados y oyó cómo golpeaba la pared con las manos. Por la mañana me preguntó:
– Don Bosco, ¿ha soñado esta noche?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque he oído sus gritos.
De esta manera entendí que era voluntad de Dios que os contara lo que había visto, por lo que he determinado narraros todo el sueño; de lo contrario traicionaría a mi conciencia; de esta forma creo también que me veré libre de la presencia de estos fantasmas. Demos gracias al Señor por su misericordia y procuremos poner en práctica los avisos que se nos den y servirnos de los medios que nos sean sugeridos para ayudarnos a conseguir la salvación de nuestras almas. En esta ocasión pude conocer el estado de la conciencia de cada uno de vosotros.
Pero deseo que cuanto os voy a decir quede entre nosotros. Os ruego que no escribáis ni habléis de ello fuera de casa pues no son cosas que se han de tomar a broma, como algunos podrían hacer, y para que no puedan originarse inconvenientes que sirvieran de disgusto a don Bosco. A vosotros os las cuento con toda confianza porque sois mis queridos hijos y por eso las debéis escuchar como dichas por un padre. He aquí los sueños que yo quería pasar por alto y que me veo obligado a contaros.
Desde los primeros días de la semana santa (5 de abril) comencé a tener unos sueños que ocuparon mi imaginación y me molestaron durante varias noches. Estos sueños me producían además un gran cansancio, de forma que a la mañana siguiente de haber soñado me sentía tan falto de fuerzas como si hubiera pasado trabajando las horas del descanso, sintiéndome al mismo tiempo turbado e inquieto. La primera noche soñé que había muerto. La segunda que estaba en el juicio de Dios, dispuesto a dar cuenta de mis obras al Señor; pero en el momento me desperté y comprobé que estaba aún vivo en la cama y que, por tanto, disponía todavía de tiempo para prepararme mejor a una santa muerte. La tercera noche soñé que me encontraba en el paraíso, donde me pareció estar muy bien y gozando mucho. Al despertarme por la mañana desapareció tan agradable ilusión; pero me sentía resuelto a ganarme, a costa de cualquier sacrificio, el reino eterno que había vislumbrado. Hasta aquí se trataba de cosas que no tienen importancia para vosotros y carecen de todo significado. Se va uno a descansar preocupado por una idea, y es natural que, durante el sueño, se reproduzcan escenas relacionadas con las cosas en las cuales se ha estado pensando.
Era la noche del jueves santo (9 de abril). Apenas comenzó a invadirme un leve sopor, cuando me pareció encontrarme bajo estos mismos pórticos, rodeado de nuestros sacerdotes, clérigos, asistentes y alumnos. Me pareció después, mientras vosotros desaparecíais, que yo avanzaba un poco hacia el patio. Estaban conmigo don Miguel Rúa, don Juan Cagliero, don Juan Bautista Francesia, don Angel Savio y el jovencito Preti; y un poco apartados José Buzzetti y don Esteban Rumi, del Seminario de Génova y gran amigo nuestro. De pronto vi que el Oratorio actual cambió de aspecto, asemejándose a nuestra casa tal como era en los primeros tiempos, cuando estaban en ella casi solamente los citados. Tened presente que el patio confinaba con amplios campos sin cultivar, completamente deshabitados, que se extendían hasta los prados de la ciudadela, donde los primeros muchachos retozaban alegremente. Yo estaba bajo las ventanas de mi habitación en el mismo lugar ocupado hoy por el taller de carpintería y que antaño fue un huerto.
Mientras estábamos sentados hablando de nuestras cosas y de la conducta de los jóvenes, he aquí que delante de esta pilastra (donde estaba apoyada la tribuna desde la que él hablaba) que sostiene la bomba, y junto a la cual estaba la puerta de la casa Pinardi, vimos brotar de la tierra una hermosísima vid, la misma que durante mucho tiempo estuvo en este mismo lugar. Estábamos maravillados de la aparición de la vid después de tantos años y nos preguntábamos recíprocamente qué clase de fenómeno sería aquél. La planta crecía a ojos vistas y se elevó sobre el suelo casi a la altura de un hombre. Cuando he aquí que comienzan a brotar sarmientos en número extraordinario, por una y otra parte y a cubrirse de pámpanos. En poco tiempo creció tanto que llegó a ocupar todo nuestro patio y mucho más. Lo más admirable era que sus sarmientos no apuntaban hacia arriba, sino que seguían una dirección paralela a la del suelo formando un inmenso emparrado, que se sostenía sin ningún apoyo visible. Sus hojas, acabadas de salir, eran verdes y hermosas; y sus largos sarmientos, de un vigor y lozanía sorprendentes; pronto aparecieron también hermosos racimos, engordaron los granos y la uva adquirió su color.
Don Bosco y los que estaban con él contemplaban maravillados aquello y decían: – ¿Cómo ha podido crecer esta vid tan deprisa? ¿Qué será?
Y dijo don Bosco a los demás:
– Esperemos a ver qué pasa.
Yo seguía mirando con los ojos abiertos y sin pestañear, cuando de pronto todos los granos de uva cayeron al suelo y se convirtieron en otros tantos muchachos vivarachos y alegres, que llenaron en un momento todo el patio del Oratorio y todo el espacio sombreado por la vid: saltaban, jugaban, gritaban, corrían bajo aquel singular emparrado y daba gusto verlos. Allí se hallaban todos los muchachos que estuvieron, están y estarán en el Oratorio y en los demás colegios, pues a muchísimos no los conocía.
Entonces, un personaje, que al principio no conocí quién fuese, y vosotros sabéis que don Bosco tiene siempre en sus sueños un guía, apareció a mi lado contemplando él también a los muchachos. Pero de pronto un velo misterioso se extendió ante nosotros y cubrió el agradable espectáculo.
Aquel largo velo, no mucho más alto que la viña, parecía pegado a los sarmientos de la vid en toda su longitud y bajaba hasta el suelo a guisa de telón. Sólo se veía la parte superior de la viña, que parecía un amplio tapete verde. Toda la alegría de los jóvenes había desaparecido en un momento para trocarse en melancólico silencio.
– ¡Mira! me dijo el guía señalándome la vid.
Me acerqué y vi que aquella hermosa vid, que parecía cargada de uva, no tenía más que hojas, sobre las cuales aparecían escritas las palabras del Evangelio: Nihil invenit in ea! (No halló nada en ella). Yo no sabía explicarme el significado de aquello y dije al personaje:
– ¿Quién eres tú? ¿Qué significa esta vid?
Quitó el velo que había delante de la vid y apareció solamente cierto número de los muchísimos jóvenes que había visto antes, en gran parte desconocidos por mí.
– Estos son, añadió, los que teniendo mucha facilidad para hacer el bien no se proponen como fin agradar al Señor. Son los que hacen el bien sólo para no desmerecer delante de sus compañeros. Los que observan con exactitud el reglamento de la casa, para librarse de las reprimendas y para no perder la estima de los superiores, con los cuales se muestran deferentes, pero sin sacar fruto alguno de sus exhortaciones y de los estímulos y cuidados de que son objeto en esta casa. Su ideal es procurarse una posición honrosa y lucrativa en el mundo. No se preocupan de estudiar la propia vocación, desoyen la voz del Señor si les llama y al mismo tiempo disimulan sus intenciones temiendo algún daño. Son, en suma, los que hacen las cosas como a la fuerza, por eso sus obras de nada les sirven para la eternidad.
Eso dijo. ¡Oh, cuánto me disgustó ver entre ellos a algunos que yo creía muy buenos, encariñados y sinceros!
Y el amigo añadió:
– El mal no está todo aquí.
Y dejó caer el velo dejando al descubierto la parte superior de toda la vid.
– Mira ahora de nuevo, me dijo.
Miré aquellos sarmientos; entre las hojas se veían muchos racimos que, a primera vista, me pareció presagiaban una rica vendimia. Yo me alegraba, pero al acercarme vi que los racimos eran raquíticos y podridos; unos estaban enmohecidos, otros cubiertos de gusanos y de insectos que los devoraban; éstos, picoteados por los pájaros y las avispas; aquéllos podridos y secos. Fijándome mucho me convencí de que nada bueno se podía sacar de aquellos racimos, que no hacían más que apestar el aire con el hedor que de ellos emanaba.
Entonces el personaje levantó de nuevo el velo y exclamó:
– ¡Mira!
Y debajo apareció, ya no el número incontable de jóvenes que había visto al principio del sueño, sino muchísimos de ellos. Sus rostros, antes tan hermosos, se habían tornado feos, sombríos, cubiertos de asquerosas llagas. Paseaban encorvados, encogidos y melancólicos. Ninguno hablaba. Había entre ellos algunos de los que estuvieron en esta casa y en los colegios, otros que actualmente están aquí presentes y muchísimos a los cuales yo no conocía. Todos estaban avergonzados y no osaban levantar la mirada.
Yo mismo, los sacerdotes y algunos de los que me rodeaban, estábamos espantados y sin poder pronunciar palabra. Por fin pregunté a mi guía:
– ¿Cómo es esto? ¿Por qué estos jóvenes estaban al principio tan contentos y tenían un aspecto tan agradable, y ahora están tristes y feos?
El guía contestó:
– ¡Estas son las consecuencias del pecado!
Los muchachos pasaban entretanto delante de mí y el guía me dijo:
– ¡Obsérvalos detenidamente!
Miré atentamente y vi que todos llevaban escrito en la frente y en la mano su pecado. Reconocí a algunos de ellos que me llenaron de estupor. Siempre había creído que eran verdaderas flores de virtud y, en cambio, al presente veía que tenían el alma manchada con culpas gravísimas.
Mientras los jóvenes desfilaban, yo leía en su frente: Inmodestia, escándalo, malicia, soberbia, ocio, gula, envidia, ira, espíritu de venganza, blasfemia, gión, desobediencia, sacrilegio, hurto.
El guía me hizo observar:
– No todos están ahora como los ves, pero llegarán a estarlo si no cambian de conducta. Muchos de estos pecados no son graves de por sí, pero son causa y principio de caídas terribles y de eterna perdición. Qui spernit modica, paulatim decidet. (Quien desprecia lo pequeño, poco a poco sucumbe). La gula engendra la impureza; el desprecio a los superiores conduce al menosprecio de los sacerdotes y de la Iglesia; y así sucesivamente.
Desconsolado a la vista de aquel espectáculo tomé la libreta, saqué el lápiz para anotar los nombres de los jóvenes que me eran conocidos y sus pecados o al menos la pasión dominante de cada uno, para avisarles e inducirles a que se corrigiesen. Pero el guía me tomó por el brazo y me preguntó
– ¿Qué haces?
– Voy a anotar lo que veo escrito en su frente, para poderles avisar y que se corrijan.
– Eso no te está permitido, respondió el amigo.
– ¿Por qué?
– No faltan los medios para verse libres de estas enfermedades. Tienen el reglamento: que lo observen; tienen a los superiores: que les obedezcan; tienen los Sacramentos: que los frecuenten. Tienen la confesión: que no la profanen callando pecados. Tienen la Sagrada Comunión: que no la reciban con el alma manchada por el pecado mortal. Que vigilen sus miradas, que huyan de los malos compañeros, que se abstengan de las malas lecturas y de las conversaciones inconvenientes, etc. Están en esta casa y el reglamento los puede salvar. Cuando oigan la campana, que obedezcan prontamente. Que no se valgan de subterfugios para engañar a los maestros y entregarse al ocio. Que no sacudan el yugo de los superiores, considerándolos como vigilantes importunos, como consejeros interesados, como enemigos, y que no canten victoria cuando consiguen encubrir sus faltas consiguiendo la impunidad de las mismas. Que sean respetuosos y que recen de buena gana en la iglesia y en los demás lugares destinados a la oración sin distraer a los demás ni charlar. Que estudien en el estudio; que trabajen en el taller y que observen una compostura decente. Estudio, trabajo y oración; he aquí lo que les conservará buenos, etc.
A pesar de la negativa, continué rogando insistentemente a mi guía que me dejase escribir los nombres. Entonces él me arrebató resueltamente el cuaderno de las manos y lo arrojó al suelo diciendo:
– Te digo que no hace falta que los escribas. Tus jóvenes, pueden saber lo que deben hacer y evitar con la gracia de Dios y la voz de la conciencia.
– Entonces, dije, ¿no puedo manifestarles nada de todo esto? Dime al menos lo que les debo decir; qué avisos he de darles.
– Podrás decirles lo que recuerdes y desees.
Y dejó caer el velo. Nuevamente apareció ante nuestros ojos la vid, cuyos sarmientos, casi desprovistos de hojas, ofrecían una hermosa uva rubicunda y madura. Me acerqué, observé atentamente los racimos y vi que en realidad eran como me habían parecido a distancia. Daba gusto contemplarlos, causaban verdadero placer a la vista. Esparcían alrededor una fragancia exquisita.
El amigo levantó inmediatamente el velo. Bajo el extenso emparrado había muchos de los jóvenes que estuvieron, están y estarán con nosotros. Sus rostros eran muy bellos y estaban radiantes de felicidad.
– Estos, me dijo el guía, son y serán aquellos que, mediante tus solícitos cuidados, producen y producirán buenos frutos, los que practican la virtud y te proporcionarán muchos consuelos.
Yo me alegré, pero al mismo tiempo me sentí un poco afligido, porque dichos jóvenes no eran tantos como yo esperaba. Mientras los contemplaba sonó la campana para el almuerzo y los muchachos se marcharon. También los clérigos se fueron a su lugar. Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Hasta la vid con sus sarmientos y con sus racimos había desaparecido. Busqué al guía y no lo encontré. Entonces me desperté y pude descansar algo.
El viernes, 1° de mayo, continuó don Bosco el relato:
– Como os dije ayer, me desperté pareciéndome haber oído el sonido de la campana, pero volví a amodorrarme; descansaba tranquilamente, cuando me sentí sacudido por segunda vez y me pareció encontrarme en mi habitación, en actitud de despachar mi correspondencia. Salí al balcón y durante un rato estuve contemplando la gigantesca cúpula de la nueva iglesia y seguidamente bajé a los pórticos. Poco a poco regresaban de sus ocupaciones los sacerdotes y los clérigos que me rodearon. Entre ellos estaban presentes don Miguel Rúa, don Juan Cagliero, don Juan B. Francesia y don Angel Savio. Hablaba con ellos de cosas diversas, cuando la escena cambió por completo. Desapareció la iglesia de María Auxiliadora, desaparecieron todos los edificios actuales del Oratorio y nos encontramos ante la antigua casa Pinardi. Y he aquí que de nuevo comienza a brotar del suelo y en el mismo lugar que la anterior, una vid que parecía salir de las raíces de la otra, y a elevarse a igual altura, a producir numerosos sarmientos horizontales, que se extendieron por un amplio espacio y después se cubrieron de hojas, de racimos y finalmente de uva madura. Pero no apareció la turba de jóvenes. Los racimos eran tan grandes como los de la tierra prometida. Habría sido necesaria la fuerza de un hombre para levantar uno solo. Los granos eran extraordinariamente gruesos, de forma oblonga y de un color amarillo oro; parecían muy maduros. Uno solo de ellos hubiera sido suficiente para llenar la boca. Su aspecto era tan agradable que la boca se hacía agua y parecía que estaban diciendo:
– ¡Cómeme!
También don Juan Cagliero con don Bosco y sus compañeros contemplaba maravillado aquel espectáculo. Don Bosco exclamó:
– ¡Qué uva tan estupenda!
Y don Juan Cagliero, sin más cumplidos, se acercó a la vid, arrancó unos granos, se echó uno a la boca y comenzó a masticarlo; pero sintió náuseas y lo arrojó con tal fuerza, que parecía vomitar. La uva tenía un sabor desagradable, como el de un huevo podrido.
– ¡Caramba! exclamó don Juan Cagliero después de escupir varias veces; esto es veneno, es capaz de causar la muerte a un cristiano.
Todos miraban y ninguno hablaba, cuando salió por la puerta de la sacristía de la antigua capilla un hombre de aspecto serio y resuelto, que se acercó a nosotros y se paró junto a don Bosco. Don Bosco le preguntó:
– ¿Cómo se entiende que una uva tan hermosa tenga un gusto tan malo?
Aquel hombre no contestó, sino que, sin decir palabra, fue a cortar un haz de varas, eligió una nudosa, se presentó a don Angel Savio y se la ofreció diciendo:
– ¡Toma y golpea esos sarmientos!
Don Angel se negó a hacerlo y dio un paso hacia atrás.
Entonces aquel hombre se volvió a don Juan B. Francesia, le ofreció la vara y le dijo:
– ¡Toma y golpea!
Y, lo mismo que a don Angel Savio, le indicó el lugar donde tenía que hacerlo. Francesia se encogió de hombros, adelantó la barbilla y movió un poco la cabeza, diciendo que no.
Aquel hombre se dirigió entonces a don Juan Cagliero y, tomándolo de un brazo, le presentó el bastón y le dijo:
– ¡Toma y golpea; apalea y abate! Y al mismo tiempo le indicaba el lugar donde debía hacerlo. Cagliero, amilanado, dio un salto atrás y batiendo el dorso de una mano sobre la otra exclamó:
– ¡Lo que faltaba!
El guía le reiteró la misma invitación, repitiendo:
– ¡Toma y golpea! Pero Cagliero, como puesto en el disparador, comenzó a decir:
– Yo no; yo, no.
Y lleno de miedo corrió a esconderse tras de mí. Al ver esto aquel personaje, sin inmutarse, se presentó de la misma manera a don Miguel Rúa y le dijo:
– Toma y golpea. Pero Rúa, al igual que Cagliero, vino a ocultarse tras de mí.
Entonces me encontré frente a aquel hombre singular que, deteniéndose ante mí, me dijo:
– Toma y golpea tú esos sarmientos.
Yo hice un gran esfuerzo para comprobar si estaba soñando o en mi pleno conocimiento y, pareciéndome que todo cuanto sucedía era real, dije a aquel personaje:
– ¿Quién eres tú que me hablas de esta manera? Dime: ¿por qué he de golpear esos sarmientos, por qué he de echarlos abajo? ¿Es esto un sueño, una ilusión? ¿Qué significa esto? ¿En nombre de quién me hablas? ¿Acaso lo haces en nombre del Señor?
– Acércate a la vid, me respondió, y lee lo que hay escrito sobre las hojas.
Me acerqué. Observé con atención las hojas y leí estas palabras: Ut quid terram occupat? (¿Para qué ocupa la tierra? Lc 13,7)
– ¡Son palabras del Evangelio!, exclamó mi guía.
Lo había comprendido todo, pero me atreví a objetar:
– Antes de golpear, recuerda que en el Evangelio también se lee cómo el Señor, a los ruegos del labrador, permitió que abonase la planta inútil y cavase a su alrededor, reservándose el arrancarla hasta haber empleado todos los medios para hacerla fructificar.
– Bien; se podrá conceder una tregua al castigo, mas entretanto mira, y después veras.
Y me señaló la vid. Yo miraba, pero no entendía nada.
– Ven y observa, me replicó; lee: ¿qué hay escrito en los granos de uva?
Don Bosco se acercó y vio que todos los granos tenían escrito el nombre de uno de los alumnos y el de su culpa. Yo leí, y entre tan múltiples imputaciones recuerdo con horror las siguientes: Soberbio- Infiel a sus promesas- Incontinente- Hipócrita- Descuidado en todos sus deberes- Calumniador- Vengativo- Despiadado, Sacrílego- Despreciador de la autoridad de los superiores- Piedra de escándalo- Seguidor de falsas doctrinas. Vi el nombre de aquellos quorum Deus venter est (cuyo Dios es el vientre); de otros a los cuales scientia inflat (la ciencia hincha); de los que quaerunt quae sua sunt, non quae Jesu Christi (buscan lo suyo, no lo de Jesucristo); de los que critican al reglamento y a los superiores. Vi también los nombres de ciertos desgraciados que estuvieron o que están actualmente con nosotros; y un gran número de nombres nuevos para mí, o sea, los que, con el tiempo, estarán con nosotros.
– He aquí los frutos que produce esta viña, dijo el personaje con continente serio; son frutos amargos, malos, nocivos para la eterna salvación.
Sin más saqué el cuaderno, tomé el lápiz y quise escribir los nombres de algunos, pero el guía me tomó del brazo como la vez anterior y me dijo:
– ¿Qué haces?
– Déjame tomar nota de los que conozco, a fin de poderles avisar en privado para que se corrijan.
Fue inútil mi ruego. El guía no me lo consintió, y yo añadí:
– Pero si yo les digo la situación y estado en que se encuentran, reaccionarán.
Y él me replicó:
– Si no creen al Evangelio, tampoco te creerán a ti.
Continué insistiendo porque quería tomar nota y disponer de algunas normas para el porvenir; pero aquel hombre no añadió palabra, y se puso ante don Miguel Rúa con el haz de bastones y le invitó a que tomara uno:
– ¡Toma y golpea! Rúa, cruzando los brazos, bajó la cabeza y exclamó:
– ¡Paciencia! Y después dirigió una mirada a don Bosco. Éste hizo una señal de asentimiento y don Miguel Rúa, tomando una vara en sus manos, se acercó a la vid y comenzó a golpear en el lugar indicado. Pero, apenas había dado los primeros golpes, cuando el guía le hizo señas de que se detuviese, y gritó a todos:
– ¡Retiraos!
Entonces nos alejamos todos. Observábamos y veíamos que los granos de uva se hinchaban, se hacían cada vez más gruesos y se tornaban repugnantes. Parecían caracoles sin concha, siempre de color amarillo y sin perder la forma de la uva.
El guía gritó nuevamente:
– ¡Mirad! ¡Dejad que el Señor descargue su venganza!
He aquí que el cielo comenzó a nublarse y se formó una niebla tan densa que no se veía a poca distancia y dejó cubierta la vid por completo. Todo se hacía oscuro, brillaron relámpagos, retumbaron los truenos y empezaron a caer tantos rayos por todo el patio, que infundían terror. Se doblaban los sarmientos al impulso de un viento huracanado y volaban las hojas por los aires. Finalmente comenzó a azotar la vid una horrible tempestad. Yo quise huir, pero el guía me detuvo diciendo:
– ¡Mira el granizo!
Miré y vi que los granos, del grosor de un huevo, unos eran negros y otros rojos; por un lado, eran puntiagudos y por el otro achatados en forma de maza. El granizo negro caía con violencia cerca de donde yo estaba y más atrás caía el granizo rojo.
– ¿Cómo es esto?, decía yo; en mi vida he visto un granizo parecido a éste.
– Acércate, me dijo el desconocido y verás.
Me acerqué un poco al granizo negro, pero despedía un hedor tan nauseabundo, que poco faltó para que no me cayera de espaldas. El guía insistía cada vez más para que me acercara. Entonces agarré un grano de los negros para examinarlo, pero tuve que arrojarlo enseguida al suelo porque repugnaba mucho aquel olor pestilente.
Y dije:
– ¡No me es posible ver nada!
Y dijo el otro:
– Mira bien y verás.
Y yo, haciéndome mayor violencia, vi escrito sobre cada uno de aquellos pedazos negros de hielo: Inmodestia. Me dirigí entonces al granizo rojo, que a pesar de su frialdad quemaba cuanto tocaba. Tomé en mis manos un grano que hedía como el otro y pude leer un poco más fácilmente lo que sobre él estaba escrito: Soberbia. A la vista de esto exclamé lleno de vergüenza:
– ¿Son, pues, éstos los dos vicios principales que amenazan a esta casa? – Estos son los dos vicios capitales que arruinan mayor número de almas, no sólo en tu casa, sino en todo el mundo. A su tiempo verás cuántos caerán en el infierno impulsados por estos dos vicios.
– ¿Qué he de decir, pues, a mis hijos para que los aborrezcan?
– Lo que has de decirles lo sabrás en breve. Yal decir esto se alejó de mí. Entretanto, el granizo continuaba asolando furiosamente la vid al resplandor de los relámpagos y de los rayos. Los racimos quedaban machacados como si hubieran estado en el lagar bajo los pies de los pisadores, y soltaban todo su jugo. Un hedor terrible se esparció por el aire haciéndolo irrespirable. De cada grano salía un olor diferente, pero uno era más soportable que el otro, según la diversidad y el número de los pecados. Como no podía resistir más, me puse el pañuelo en la nariz. Seguidamente me volví atrás para dirigirme a mi habitación, pero no vi a ninguno de mis compañeros, ni a Francesia, ni a Rúa, ni a Cagliero. Habían huido dejándome solo. Todo estaba desierto y silencioso. Me entró entonces tal espanto, que me di a la fuga y me desperté.
Como veis, este sueño es en extremo desagradable, pero lo que sucedió la tarde y la noche posteriores a la aparición del sapo, lo diremos pasado mañana domingo, 3 de mayo, y aún será más desagradable. Ahora no podéis conocer las consecuencias, pero como no hay tiempo para hablar de ellas, para no quitaros más tiempo de descanso, os dejo que vayáis a dormir, reservándome el comunicároslas en otra ocasión.
Hay que tener presente que las graves faltas reveladas a don Bosco no todas se referían a aquellos tiempos, sino que se relacionaban escalonadamente con una serie de años futuros. En efecto, el siervo de Dios vio, no solamente a los alumnos que habían estado y que estaban en la actualidad en el Oratorio, sino también a una infinidad de ellos, cuya fisonomía le era completamente desconocida y que pertenecerían a sus Institutos diseminados por todo el mundo. La parábola de la viña estéril que se lee en el libro de Isaías, abarca muchos siglos de historia.
Además, no conviene y no sería justo echar en olvido lo que dijo el guía a Don Bosco: No todos estos jóvenes están ahora en el estado en que los ves, pero un día lo estarán si no cambian de conducta. Por la senda del mal se llega al precipicio.
Notemos, además cómo, ante la vid, apareció un personaje del que el Siervo de Dios aseguró que le era desconocido, pero que después se convirtió en su guía e intérprete. En el relato de este sueño, como en el de otros muchos, don Bosco solía darle a veces el nombre de desconocido para ocultar, tal vez, la parte más grandiosa de cuanto había contemplado y diremos también, lo que indicaba claramente la intervención sobrenatural en estos sueños.
Como le preguntásemos en distintas ocasiones, valiéndonos de la confianza íntima con que nos distinguía, sobre la naturaleza de este desconocido, aunque sus respuestas no fuesen explícitas, pudimos deducir por ciertos indicios que el guía no era siempre el mismo, y que, a lo mejor, unas veces era un Ángel del Señor, otras un alumno difunto, bien San Francisco de Sales, bien San José u otros santos… En algunas ocasiones dijo de una manera concreta que había sido acompañado por Luis Comollo, por Domingo Savio o por Luis Colle. Alguna vez, además, la escena se alargaba en derredor de estos personajes con apariciones simultáneas que le hacían cortejo o compañía.
(MB IT IX, 154- 165 / MB ES IX 158-167)

