25 Sep 2025, Jue

⏱️ Tiempo de lectura: 6 min.

image_pdfimage_print

El relato onírico que sigue, narrado por Don Bosco la tarde del 24 de octubre de 1878, es mucho más que un simple entretenimiento vespertino para los jóvenes del Oratorio. A través de la delicada imagen de los corderitos sorprendidos por una violenta tormenta de verano, el santo educador dibuja una vívida alegoría de las vacaciones escolares: un tiempo aparentemente despreocupado, pero cargado de peligros espirituales. El prado acogedor representa el mundo exterior, el granizo simboliza las tentaciones, mientras que el jardín protegido alude a la seguridad que ofrece la vida de gracia, los sacramentos y la comunidad educativa. En este sueño, que se convierte en catequesis, Don Bosco recuerda a sus muchachos —y a nosotros— la urgencia de vigilar, recurrir a la ayuda divina y apoyarse mutuamente para regresar íntegros a la vida cotidiana.


            Sobre la salida de los jóvenes para las vacaciones de este año y sobre el regreso, no quedó consignada noticia alguna, a excepción de un sueño relacionado con los efectos que este tiempo de asueto suele acarrear. Don Bosco lo contó en la noche del 24 de octubre. Apenas anunció que iba a proceder a su narración, las manifestaciones de satisfacción fueron grandes.

            Estoy muy contento de volver a ver al ejército de mis hijos armados contra diabolum. Esta expresión, aunque latina, la comprende hasta el mismo Cottino.
Tendría que deciros muchas cosas, porque es la primera vez que os hablo después de las vacaciones; pero ahora os quiero contar un sueño. Vosotros sabéis que los sueños se tienen durmiendo y que no hay que hacerles mucho caso, pero si no hay mal ninguno en no creer en ellos, tal vez tampoco lo hay en creer en ellos, pudiéndonos servir a veces de lección, como, por ejemplo, éste.
            Me encontraba en Lanzo durante la primera tanda de ejercicios y estaba durmiendo, cuando, como os he dicho, tuve un sueño. Parecióme estar en un lugar que no sabría identificar, pero se hallaba próximo a un pueblo en el que se veía un jardín y junto a éste un amplísimo prado. Estaba en compañía de algunos amigos que me invitaron a entrar en el jardín. Penetré en él y vi una multitud de corderillos que saltaban, corrían y hacían mil cabriolas según su costumbre. Cuando he aquí que se abrió una puerta que ponía en comunicación con el prado, y los corderillos corrieron a él para pastar.
            Muchos, sin embargo, no se preocuparon en salir, sino que se quedaron en el jardín, e iban de un lado para otro despuntando algunas hierbecillas alimentándose de esta manera, puesto que no había hierba en tanta abundancia como en el prado, al que había salido el mayor número de aquellos animales. -Voy a ver qué es lo que hacen estos animales ahí fuera, me dije. Fuimos al prado y los vi paciendo tranquilamente. Mas he aquí que de pronto se oscurece el cielo, brillan los relámpagos, retumba el trueno y se aproxima una tempestad.
            – Qué será de estos animales si los pilla la tormenta?, me decía yo. Vamos a ponerlos a salvo. Y comencé a llamarlos. Después, yo por una parte y mis compañeros por otras, procurábamos llevarlos hacia la entrada del jardín. Pero ellos no querían entrar; uno corría por aquí, otro escapaba por allá, nosotros intentábamos perseguirlos, ¡pero que si quieres!, ellos eran más veloces que nuestras piernas. Entretanto comenzaron a caer densas gotas, después a llover intensamente y yo no conseguía reunir el ganado. Una o dos ovejas entraron afortunadamente en el jardín, pero las demás, y eran muchísimas, continuaron en el prado. -Bien, si no quieren entrar en el jardín, peor para ellas, dije yo. Vamos a retirarnos nosotros. Y así lo hicimos.
            En el jardín había una fuente sobre la cual se veía escrito con caracteres cubitales: Fons signatus, fuente sellada. Estaba cerrada, pero de pronto se abrió, el agua subió hacia la altura y se dividió formando un arco iris, semejante a una bóveda, como la de este pórtico.
            Entretanto menudeaban cada vez más los relámpagos, seguidos de fragorosos truenos, y comenzó a granizar. Nosotros, con todos los corderillos que estaban en el jardín, nos amparamos y cobijamos bajo aquella bóveda maravillosa donde no penetraba el agua ni el granizo.
            – Pero ¿qué es esto?, preguntaba yo a los amigos. ¿Qué será de los pobrecillos que han quedado fuera?
            – Ya verás, me dijeron. Mira la frente de estos corderos, ¿qué observas?
            Me fijé y vi que sobre la frente de cada uno estaba escrito el nombre de un muchacho del Oratorio.
            – ¿Qué es esto?, pregunté.
            – ¡Verás, verás!
            Entretanto, yo no podía detenerme más y quise salir para ver qué les había sucedido a los pobres corderillos que estaban en el prado. -Recogeré a los que hayan muerto y los enviaré al Oratorio, pensaba entre mí. Pero, al salir de debajo de aquel arco, la lluvia caía sobre mí y vi a aquellas pobres bestezuelas tendidas en tierra, moviendo las patas intentando levantarse para dirigirse hacia el jardín; pero no podían andar. Abrí la puerta, levanté la voz, más sus esfuerzos eran inútiles. La lluvia y el granizo continuaban azotándolas de tal manera que infundían lastima; una era herida en la cabeza, otra en la quijada, ésta en un ojo, aquélla en una pata, otras en diversas partes del cuerpo.
            Después de algún tiempo, la tempestad cesó por completo.
            – Observa, me dijo el que estaba a mi lado, la frente de estos corderos.
            Y vi escrito en el lugar indicado el nombre de cada uno de los muchachos del Oratorio.
            – Conozco al muchacho que lleva este nombre, me dije; y no me parece precisamente un corderillo.
            – Verás, verás, me fue respondido.
            Seguidamente me presentaron un vaso de oro con tapadera de plata y al mismo tiempo escuché estas palabras:
            – Toca con tu mano untada en este bálsamo las heridas de estos animales y curarán inmediatamente.
            Yo, entonces, comencé a llamarlos:
            – ¡Brrr, brrr! No se movían. Repetí la llamada y nada; intenté acercarme a uno y se apartó arrastrándose. Yo les seguía, pero el juego volvía a repetirse. – ¿No quiere? ¡Peor para él!, exclamé. Iré en busca de otro.
            Y así lo hice, pero también éste escapó. A cuantos me aproximaba para ungirlos y curarlos, emprendían la fuga. Yo los perseguía, pero inútilmente. Al fin alcancé a uno: ¡pobrecillo!, tenía los ojos fuera de las órbitas y en tan mal estado que daba compasión, Se los toqué con la mano, curó y, saltando, corrió al jardín.
            Entonces, otras muchas ovejas, al ver esto, no manifestaron repugnancia, se dejaron tocar y curar y entraron en el jardín. Pero eran muchas las que quedaban fuera, especialmente las más llagadas, a las cuales no me fue posible acercarme.
            – ¡Si no se quieren curar, peor para ellas! Pero no sé cómo podré hacer para que entren en el jardín.
            – Déjalo de mi cuenta, me dijo uno de los amigos que estaban conmigo. Ya vendrán, ya vendrán. – ¡Ya veremos!, dije. Coloqué el vaso donde había estado primeramente y volví al jardín. Este había cambiado de aspecto por completo, y pude leer a su entrada: Oratorio. Apenas penetré en él, he aquí que los corderitos que no habían querido venir, se acercaron, entraron apresuradamente y corrieron a echarse por un lado y por otro; pero tampoco entonces pude acercarme a ellos. Hubo varios que, no queriendo recibir el ungüento, consiguieron que éste se convirtiese para ellos en veneno que en lugar de curarles las llagas se las irritaba aún más.
            – ¡Mira!, me dijo un amigo. ¿Ves aquel estandarte?
            Me volví y vi tremolar al viento un gran estandarte en el que se leía escrito en grandes caracteres: «Vacaciones».
            – Sí, lo veo, repliqué.
            – Ahí tienes el efecto de las vacaciones, añadió uno de los que me acompañaban, mientras yo me sentía abrumado de dolor al contemplar aquel espectáculo. -Tus jóvenes, continuó el tal, salen del Oratorio para ir a pasar las vacaciones, decididos a alimentarse con la palabra de Dios y a conservarse buenos: pero después sobreviene el temporal, esto es las tentaciones; seguidamente la lluvia, o asaltos del demonio; después cae el granizo, que representa las caídas en el pecado. Algunos recobran la salud con la confesión, pero otros no usan bien este Sacramento, o no se acercan a él en absoluto. No lo olvides y no te canses jamás de repetirlo a tus jóvenes: las vacaciones son como una gran tempestad para sus almas.
            Observaba yo a aquellos corderos descubriendo en algunos de ellos heridas mortales; estaba buscando la manera de curarlos, cuando don José Scappini, que había hecho ruido en la habitación próxima, me despertó.
            Este es el sueño, y aunque es un sueño tiene un significado que no hará ningún mal al que le preste fe. Puedo deciros que anoté algunos nombres de los muchos que vi en la frente de los corderos y confrontándolos con los jóvenes, comprobé que se conducían como indicaba el sueño. Sea como fuere, debemos, en esta Novena de los Santos, corresponder a la bondad de Dios, que quiere usar de misericordia con nosotros, y, mediante una buena confesión, curar las heridas de nuestra conciencia. Debemos, además, ponernos todos de acuerdo para combatir al demonio y, con el auxilio del cielo, saldremos victoriosos de esta lucha y conseguiremos recibir el premio de la victoria en el Paraíso.

            Este sueño hubo de influir grandemente en la buena marcha del nuevo curso escolar; en efecto, en la Novena de la Inmaculada, las cosas procedían tan bien, que don Bosco manifestó su satisfacción diciendo:
            – Los jóvenes se encuentran actualmente en un punto, tanto por aplicación como por conducta, al que, en años anteriores, apenas habían llegado en el mes de febrero. En la fiesta de la Inmaculada vieron éstos repetirse la bonita función de despedida de la cuarta expedición de misioneros.
(MB IT XIII 647-649 / MB ES 553-554)