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El sueño de la «Décima Colina», narrado por Don Bosco en octubre de 1864, es una de las páginas más evocadoras de la tradición salesiana. En él, el santo se encuentra en un valle inmenso lleno de jóvenes: algunos ya en el Oratorio, otros aún por conocer. Guiado por una voz misteriosa, debe conducirlos más allá de un escarpado terraplén y luego a través de diez colinas, símbolo de los diez mandamientos, hacia una luz que prefigura el Paraíso. El carro de la Inocencia, las huestes penitenciales y la música celestial dibujan un fresco educativo: muestran la dificultad de preservar la pureza, el valor del arrepentimiento y el papel insustituible de los educadores. Con esta visión profética, Don Bosco anticipa la expansión mundial de su obra y el compromiso de acompañar a cada joven en el camino de la salvación.
Don Bosco había soñado la noche precedente. Al mismo tiempo, un joven llamado C… E…, de Casal Monferrato, tuvo también el mismo sueño, pareciéndole que se encontraba con don Bosco y que hablaba con él. Al levantarse estaba tan impresionado que fue a contar cuanto había soñado a su profesor, el cual le aconsejó que se entrevistara con el siervo de Dios. El joven obedeció inmediatamente y se encontró con don Bosco, que bajaba las escaleras en su busca para hacer lo mismo.
Le pareció encontrarse en un extensísimo valle ocupado por millares y millares de jovencitos; tantos eran, que el siervo de Dios no creyó nunca hubiese tantos muchachos en el mundo. Entre aquellos jóvenes vio a los que estuvieron y a los que están en la casa y a los que un día estarían en ella. Mezclados con ellos estaban los sacerdotes y los clérigos de la misma.
Una montaña altísima cerraba aquel valle por un lado. Mientras don Bosco pensaba en lo que haría con aquellos muchachos, una voz le dijo:
– ¿Ves aquella montaña? Pues bien, es necesario que tú y los tuyos ganen su cumbre.
Entonces, él dio orden a todas aquellas turbas de encaminarse al lugar indicado. Los jóvenes se pusieron en marcha y comenzaron a escalar la montaña a toda prisa. Los sacerdotes de la casa corrían delante animando a los muchachos a la subida, levantaban a los caídos y cargaban sobre sus espaldas a los que no podían proseguir a causa del cansancio. Don Miguel Rúa, con las bocamangas de la sotana arremangadas, trabajaba más que ninguno y, tomando a los muchachos de dos en dos, los lanzaba por el aire en dirección a la montaña, sobre la cual caían de pie, y correteaban después alegremente por una y otra parte.
Don Juan Cagliero y don Juan Bautista Francesia recorrían las filas gritando:
– ¡Animo, adelante! ¡Adelante, ánimo!
En poco más de una hora aquellos numerosos grupos de jóvenes habían alcanzado la cumbre; don Bosco también había ganado la meta.
– ¿Y ahora qué hacemos?, dijo.
Y la voz añadió:
Debes recorrer con tus jóvenes esas diez colinas que contemplas ante tu vista, dispuestas una detrás de otra.
– Pero ¿cómo podremos soportar un viaje tan largo, con tantos muchachos tan pequeños y tan delicados?
– El que no pueda caminar con sus pies, será transportado, se le respondió.
Y he aquí que, en efecto, apareció por un extremo de la colina un magnífico carruaje. Tan hermoso era que resultaría imposible describirlo, pero algo se puede decir. Tenía forma triangular y estaba dotado de tres ruedas que se movían en todas direcciones. De los tres ángulos partían tres astas que se unían en un punto sobre el mismo carruaje formando como la techumbre de un cobertizo. Sobre el punto de unión se levantaba un magnífico estandarte en el que estaba escrita con caracteres cubitales, esta palabra: Inocencia. Una franja corría alrededor de todo el carruaje formando orla en la cual aparecía la siguiente inscripción: Adjutorium Dei Altissimi Patris et Filii et Spiritus Sancti (Ayuda del Altísimo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo).
El vehículo, que resplandecía como el oro y que estaba guarnecido de piedras preciosas, avanzó hasta colocarse en medio de los jóvenes. Después de recibida la orden, muchos niños subieron a él. Eran quinientos. ¡Apenas quinientos, entre tantos millares de jóvenes, eran todavía inocentes!
Una vez ocupado el carro, don Bosco pensaba por qué camino habría de dirigirse, cuando vio abrirse ante sus ojos un camino ancho y cómodo, pero todo cubierto de espinas. De pronto aparecieron seis jóvenes que habían muerto en el Oratorio, vestidos de blanco y enarbolando una hermosísima bandera en la que se leía: Penitencia. Estos fueron a colocarse a la cabeza de todas aquellas falanges de muchachos que habían de continuar el viaje a pie. Seguidamente se dio la señal de partida. Muchos sacerdotes se lanzaron a los varales del carruaje, que comenzó a moverse, tirado por ellos. Los seis jóvenes vestidos de blanco les siguieron. Detrás iba toda la muchedumbre de muchachos. Acompañados de una música hermosísima, indescriptible; los que iban en el carruaje entonaron el Laudate, pueri, Dominum (Alabad, niños, al Señor).
Don Bosco proseguía su camino como embriagado por aquella melodía del cielo, cuando se le ocurrió mirar hacia atrás para comprobar si todos los jóvenes le seguían. Pero ¡oh doloroso espectáculo! Muchos se habían quedado en el valle y muchos otros se habían vuelto atrás. Con indecible dolor, decidió rehacer el camino para persuadir a aquellos insensatos a que continuasen en la empresa y para ayudarles a seguirle. Pero se le prohibió terminantemente.
– Si no les ayudo, estos pobrecitos se perderán, exclamó él.
– Peor para ellos, le fue respondido; fueron llamados como los demás y no quisieron seguirte. Han visto el camino que hay que recorrer y eso basta. Don Bosco quería replicar; rogó, insistió, pero todo fue inútil.
– También tú tienes que obedecer, le dijeron. Y tuvo que proseguir el camino.
Aún no se había rehecho de este dolor, cuando sucedió otro lamentable incidente:
Muchos de los chicos que se encontraban en el carruaje, poco a poco, habían caído a tierra. De los quinientos, apenas si quedaban ciento cincuenta bajo el estandarte de la inocencia.
A don Bosco le parecía que el corazón le iba a estallar en el pecho por la insoportable angustia. Abrigaba, con todo, la esperanza de que aquello fuese solamente un sueño; hacía toda clase de esfuerzos para despertarse, pero cada vez se convencía más de que se trataba de una terrible realidad. Daba palmadas y oía el ruido producido por sus manos; gemía y percibía sus gemidos resonando en la habitación, quería disipar aquella terrible pesadilla, pero no podía.
– ¡Ah, mis queridos jóvenes!, exclamó al llegar a este punto de la narración del sueño, yo he visto y he reconocido a los que se quedaron en el valle; a los que se volvieron atrás y a los que cayeron del carruaje. Os reconocí a todos. Pero no lo dudéis: haré toda suerte de esfuerzos a mi alcance para salvaros. Muchos de vosotros invitados por mí a confesarse, no respondisteis a mi llamada. Por caridad, salvad vuestras almas.
Muchos de los chicos que cayeron del carro fueron a colocarse poco a poco entre las filas de los que caminaban detrás de la segunda bandera. Entretanto, la música del carro continuaba siendo tan dulce, que el dolor de don Bosco fue desapareciendo. Habían pasado ya siete colinas y al llegar a la octava, la muchedumbre de jóvenes llegó a un bellísimo poblado en el que se tomó un poco de descanso. Las casas eran de una riqueza y de una belleza indescriptibles.
Al hablar a los jóvenes sobre aquel lugar, exclamó don Bosco:
– Os diré con santa Teresa lo que ella afirmó del Paraíso: son cosas que si se habla de ellas pierden valor, porque son tan bellas que es inútil esforzarse en describirlas. Por tanto, sólo añadiré que las columnas de aquellas casas parecían de oro, de cristal y de diamante al mismo tiempo, de forma que producían una grata impresión, saciaban a la vista e infundían un gozo extraordinario. Los campos estaban repletos de árboles en cuyas ramas aparecían, al mismo tiempo, flores, yemas, frutos maduros y frutos verdes. Era un espectáculo encantador.
Los jovencitos se desparramaron por todas partes; atraídos unos por una cosa, otros por otra, y deseosos al mismo tiempo de probar aquellas frutas.
Fue en este poblado donde aquel joven de Casale se encontró con don Bosco y sostuvo con él un largo diálogo. Ambos recordaban después las preguntas y respuestas de la conversación que habían mantenido. ¡Singular combinación de dos sueños!
Don Bosco experimentó aquí otra extraña sorpresa. Vio de pronto a sus jóvenes como si se hubiesen tornado viejos; sin dientes, con el rostro lleno de arrugas, el cabello blanco; encorvados, caminando con dificultad, apoyados en un bastón. El siervo de Dios estaba maravillado de aquella metamorfosis, pero la voz le dijo:
– Tú te maravillas; pero has de saber que no hace horas que saliste del valle, sino años y años. Ha sido la música la que ha hecho que el camino te pareciera corto. En prueba de lo que te digo, observa tu fisonomía y te convencerás de que estoy diciendo la verdad. Entonces le fue presentado un espejo a don Bosco. Se miró en él y comprobó que su aspecto era el de un hombre anciano, de rostro cubierto de arrugas y de boca desdentada.
La comitiva, entretanto, volvió a ponerse en marcha y los jóvenes manifestaban deseos, de cuando en cuando, de detenerse para contemplar aquellas cosas nuevas. Pero don Bosco les decía: -Adelante, adelante, no necesitamos nada; no tenemos hambre, no tenemos sed; por tanto, prosigamos adelante.
(Al fondo, en la lejanía, sobre la décima colina despuntaba una luz que iba siempre en aumento, como si saliese de una maravillosa puerta.) Volvió a oírse nuevamente el canto, tan armonioso, que solamente en el Paraíso se puede oír y gustar una cosa igual. No era una música instrumental, ni parecía de voces humanas. Era algo imposible de describir, y tanto fue el júbilo que inundó el alma de Don Bosco, que se despertó encontrándose en el lecho.
He aquí cómo explicó el siervo de Dios su sueño:
– El valle es el mundo. La montaña, los obstáculos que impiden despegarnos de él. El carro, lo entendéis. Los grupos de jóvenes a pie, son los que, perdida la inocencia, se arrepintieron de sus pecados.
Don Bosco añadió también que las diez colinas representaban los diez mandamientos de la ley de Dios, cuya observancia conduce a la vida eterna.
Después añadió que, si había necesidad de ello, estaba dispuesto a decir confidencialmente a algunos jóvenes el papel que desempeñaban en el sueño, si se quedaron en el valle o si se cayeron del carruaje.
Al bajar don Bosco de la tribuna, el alumno Antonio Ferraris se acercó a él y le contó ante nosotros, que oímos sus palabras, que en la noche anterior había soñado que se encontraba en compañía de su madre, la cual le había preguntado que, si para la fiesta de Pascua, iría a casa a pasar unos días de vacaciones, y que él había dicho que antes de dicha fiesta habría volado al Paraíso. Después, confidencialmente, dijo algunas palabras al oído de don Bosco. Antonio Ferraris murió el 16 de marzo de 1865.
Nosotros escribimos el sueño inmediatamente, y la misma noche del 22 de octubre de 1864, añadimos al final la siguiente apostilla: «Tengo la seguridad de que don Bosco en sus explicaciones procuró velar lo que el sueño tiene de más sorprendente, al menos respecto a algunas circunstancias. La explicación de los diez mandamientos no me satisface. La octava colina sobre la cual don Bosco hace una parada y se contempla en el espejo tan anciano, creo que quiere indicar que el siervo de Dios moriría pasados los sesenta años. El futuro hablará».
Este futuro es ya pasado y hemos de ratificar nuestra opinión. El sueño indicaba a don Bosco la duración de su vida. Confrontemos con éste el de la Rueda, que sólo pudimos conocer unos años después. Las vueltas de la rueda proceden por decenios: y así se avanza de una a otra colina, de diez en diez años. Las colinas son diez, representando unos cien años, que es el máximo de la vida del hombre. En el primer decenio vemos a don Bosco, aún niño, comenzando su misión entre sus compañeros de I Becchi, dando así principio a su viaje; después comprobamos cómo recorre siete colinas, esto es, siete decenios, llegando, por tanto, a los setenta años de edad, sube a la octava colina y en ella descansa: contempla casas y campos maravillosos, o mejor dicho, su Pía Sociedad, que ha crecido y producido frutos por la bondad infinita de Dios. El camino a recorrer en la octava colina es aún largo y el siervo de Dios emprende la marcha; pero no llega a la novena colina porque se despierta antes. Y así finalizó su carrera en el octavo decenio, pues murió a los setenta y dos años y cinco meses de edad.
¿Qué opina el lector de todo esto? Añadiremos que a la noche siguiente, habiéndonos preguntado don Bosco a nosotros mismos, cuál era nuestro pensamiento sobre este sueño, le respondimos que nos parecía que no se refería solamente a los jóvenes, sino que también quería significar la dilatación de la Pía Sociedad por todo el mundo.
– Pero ¿cómo?, replicó uno de nuestros hermanos; tenemos ya los colegios de Mirabello y de Lanzo y se abrirá alguno más en el Piamonte. ¿Qué más quieres?
– Son muy diferentes los destinos anunciados por el sueño.
Y don Bosco aprobaba sonriente nuestra opinión.
(MB IT VII, 796-802 / MB ES VII, 677-683)