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Como don Bosco no había podido dar el último día del año el aguinaldo a sus alumnos, al regresar de Borgo Cornalense, el día 4, domingo, les había prometido dárselo por la noche de la fiesta de Epifanía. Era el 6 de enero de 1863 y todos los alumnos, aprendices y estudiantes reunidos, esperaban ansiosos el aguinaldo. Recitadas las oraciones, subió el buen padre a la tribuna de costumbre y empezó a hablar así:
Esta es la noche del aguinaldo. Todos los años, por las fiestas de Navidad, acostumbro elevar oraciones a Dios para que se complazca inspirarme un aguinaldo que os pueda ser útil. Pero este año he redoblado las plegarias considerando el crecido número de alumnos. Transcurrió el último día del año, llegó el jueves, el viernes, y nada de nuevo. La noche del viernes fui a descansar, cansado por los trabajos del día, y no pude dormir durante la noche, de modo que por la mañana me levanté postrado y medio muerto. No me apuré por esto, antes, al contrario, me alegré, porque sabía que ordinariamente cuando el Señor está para manifestarme alguna cosa, lo paso muy mal la noche anterior. Proseguí por tanto mis habituales ocupaciones en el pueblo de Borgo Cornalense y el sábado por la tarde llegué entre vosotros. Después de confesar me fui a dormir, y debido al cansancio motivado por las pláticas y las confesiones de Borgo, y lo poquísimo que había descansado la noche precedente, me quedé dormido. Y aquí comienza el sueño que me ha de servir para daros el aguinaldo.
Mis queridos jóvenes, soñé que era un día festivo, a la hora del recreo después de comer y que os divertíais de mil maneras. Me pareció encontrarme en mi habitación con el caballero Vallauri, profesor de bellas letras. Habíamos hablado de algunos temas literarios y de otras cosas relacionadas con la religión. De pronto, oí a la puerta el tantán de alguien que llamaba.
Corrí a abrir. Era mi madre, muerta hace seis años, que me decía asustada:
-Ven a ver, ven a ver.
– Qué hay?, le pregunté.
Y sin más, me condujo al balcón desde donde vi en el patio en medio de los jóvenes un elefante de tamaño colosal.
– Pero ¿cómo puede ser eso? exclamé. ¡Vamos abajo!
Y lleno de pavor miraba al caballero Vallauri y él a mí como si nos preguntásemos la causa de la presencia de aquella bestia descomunal en medio de los muchachos. Sin pérdida de tiempo bajamos los tres a los pórticos.
Muchos de vosotros, como es natural, os habíais acercado a ver al elefante. Este parecía de índole dócil; se divertía correteando con los jóvenes; los acariciaba con la trompa; era tan inteligente, que obedecía los mandatos de sus pequeños amigos como si hubiese sido amaestrado y domesticado en el Oratorio desde sus primeros años, de forma que numerosos jóvenes le acariciaban con toda confianza y le seguían por doquier. Mas no todos estabais alrededor de él. Pronto vi que la mayor parte huíais asustados de una a otra parte buscando un lugar de refugio, y que al fin penetrasteis en la iglesia.
Yo también intenté entrar en ella por la puerta que da al patio, pero al pasar junto a la estatua de la Virgen, colocada cerca de la fuente, toqué la extremidad de su manto como para invocar su patrocinio, y entonces Ella levantó el brazo derecho. Vallauri quiso imitarme haciendo lo mismo por la otra parte y la Virgen levantó el brazo izquierdo.
Yo estaba sorprendido, sin saber explicarme un hecho tan extraño.
Llegó entretanto la hora de las funciones sagradas y vosotros os dirigisteis todos a la iglesia. También yo entré en ella y vi al elefante de pie al fondo del templo, cerca de la puerta.
Se cantaron las Vísperas y después de la plática me dirigí al altar acompañado de don Víctor Alasonatti y de don Angel Savio para dar la bendición con el Santísimo Sacramento. Pero en el momento solemne en que todos estaban profundamente inclinados para adorar al Santo de los Santos, vi, siempre al fondo de la iglesia, en el centro del pasillo, entre las dos hileras de los bancos, al elefante arrodillado e inclinado, pero en sentido inverso, esto es, con la trompa y los colmillos vueltos en dirección a la puerta principal.
Terminada la función, quise salir inmediatamente al patio para ver qué sucedía; pero, como tuviese que atender en la sacristía a alguien que me quería comunicar una noticia, hube de detenerme un poco.
Salí poco después bajo los pórticos, mientras vosotros reanudabais en el patio vuestros juegos. El elefante, al salir de la iglesia, se dirigió al segundo patio, alrededor del cual están los edificios en obra. Tened presente esta circunstancia, pues en aquel patio tuvo lugar la escena desagradable que voy a contaros ahora.
De pronto vi aparecer al final del patio un estandarte en el que se leía escrito con caracteres cubitales: Sancta María, succurre miseris. (Santa María, socorre a los desgraciados.)
Los jóvenes formaban detrás procesionalmente. Cuando de repente, y sin que nadie lo esperara, vi al elefante que al principio parecía tan manso, arrojarse contra los circunstantes dando furiosos bramidos y agarrando con la trompa a los que estaban más próximos a él, los levantaba en alto, los arrojaba al suelo, pisoteándolos y haciendo un estrago horrible. Mas a pesar de ello, los que habían sido maltratados de esta manera no morían, sino que quedaban en estado de poder sanar de las heridas espantosas que les produjeran las acometidas de la bestia.
La dispersión fue entonces general: unos gritaban; otros lloraban; algunos, al verse heridos, pedían auxilio a los compañeros, mientras, cosa verdaderamente incalificable, ciertos jóvenes a los que la bestia no había hecho daño alguno, en lugar de ayudar y socorrer a los heridos, hacían un pacto con el elefante para proporcionarle nuevas víctimas.
Mientras sucedían estas cosas (yo me encontraba en el segundo arco del pórtico junto a la fuente) aquella estatuita que veis allá (don Bosco indicaba la estatua de la Santísima Virgen) se animó y aumentó de tamaño; se convirtió en una persona de elevada estatura, levantó los brazos y abrió el manto, en el cual se veían bordadas, con exquisito arte, numerosas inscripciones. El manto alcanzó tales proporciones que llegó a cubrir a todos los que acudían a guarecerse bajo él: allí todos se encontraban seguros. Los primeros en acudir a tal refugio fueron los jóvenes mejores, que formaban un grupo escogido. Pero al ver la Santísima Virgen que muchos no se apresuraban a acudir a Ella, gritaba en alta voz:
– ¡Venite ad me ommes! (¡Venid todos a mí!).
Y he aquí que la muchedumbre de los jóvenes seguía afluyendo al amparo de aquel manto, que se extendía cada vez más y más.
Algunos, en cambio, en vez de refugiarse en él, corrían de una parte a otra, resultandos heridos antes de ponerse en seguro. La Santísima Virgen, angustiada, con el rostro encendido, continuaba gritando, pero cada vez eran menos los que acudían a Ella.
El elefante proseguía causando estragos, y algunos jóvenes, manejando una y dos espadas, situándose a una y otra parte, dificultaban a los compañeros, que aún se encontraban en el patio, que acudiesen a María, amenazando e hiriendo. A los de las espadas el elefante no les molestaba lo más mínimo.
Algunos de los muchachos que se habían refugiado cerca de la Virgen, animados por Ella, comenzaron a hacer frecuentes correrías; y en sus salidas conseguían arrebatar al elefante alguna presa, y transportaban al herido bajo el manto de la estatua misteriosa, quedando los tales inmediatamente sanos. Después, los emisarios de María volvían a emprender nuevas conquistas. Varios de ellos, armados con palos, alejaban a la bestia de sus víctimas, manteniendo a raya a los cómplices de la misma. Y no cesaron en su empeño, aun a costa de la propia vida, consiguiendo poner a salvo a casi todos.
El patio aparecía ya desierto. Algunos muchachos estaban tendidos en el suelo, casi muertos. Hacia una parte, junto a los pórticos, se veía una multitud de jóvenes bajo el manto de la Virgen. Por la otra, a cierta distancia, estaba el elefante con diez o doce muchachos que le habían ayudado en su labor destructora, esgrimiendo aun insolentemente en tono amenazador sus espadas. Cuando he aquí que el animal, irguiéndose sobre las patas posteriores, se convirtió en un horrible fantasma de largos cuernos; y tomando un amplio manto negro o una red, envolvió en ella a los miserables que le habían ayudado, dando al mismo tiempo un tremendo rugido. Seguidamente los envolvió a todos en una espesa humareda y, abriéndose la tierra bajo sus pies, desaparecieron con el monstruo.
Al finalizar esta horrible escena miré a mi alrededor para decir algo a mi madre y al caballero Vallauri, pero no los vi.
Me volví entonces a María, deseoso de leer las inscripciones bordadas en su manto, y vi que algunas estaban tomadas literalmente de las Sagradas Escrituras, y otras un poco modificadas. Leí éstas entre otras muchas: Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt: qui me invenerit, inveniet vitam; si quis est parvulus veniat ad me; refugium peccatorum; salus credentium; plena omnis pietatis, mansuetudinis et misericordiae. Beati qui custodiunt vias meas. (Los que me honran tendrán la vida eterna; el que me encuentre, encontrará la vida; si uno es niño venga a mí; refugio de los pecadores; salud de los que creen; toda llena de piedad, de mansedumbre y de misericordia. Dichosos los que guardan mis caminos).
Tras la desaparición del elefante todo quedó tranquilo. La Virgen parecía como cansada de tanto gritar. Después de un breve silencio dirigió a los jóvenes la palabra, diciéndoles bellas frases de consuelo y de esperanza; repitiendo la misma sentencia que veis bajo aquel nicho, mandada escribir por mí: Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt. Después dijo:
– Vosotros que habéis escuchado mi voz y habéis escapado de los estragos del demonio, habéis visto y podido observar a vuestros compañeros pervertidos. ¿Queréis saber cuál fue la causa de su perdición? Sunt colloquia prava: las malas conversaciones contra la pureza, las malas acciones a que se entregaron después de las conversaciones inconvenientes. Visteis también a vuestros compañeros armados de espadas: son los que procuran vuestra ruina alejándoos de mí; los que fueron la causa de la perdición de muchos de sus condiscípulos. Pero quos diutius expectat durius dammat. Aquéllos a los que Dios espera durante más largo tiempo, son después más severamente castigados; y aquel demonio infernal, después de envolverlos en sus redes, los llevó consigo a la perdición eterna. Ahora vosotros, marchaos tranquilos, pero no olvidéis mis palabras: huid de los compañeros amigos de Satanás; evitad las conversaciones malas, especialmente contra la pureza; poned en mí una ilimitada confianza, y mi manto os servirá siempre de refugio seguro.
Dichas estas y otras palabras semejantes, se esfumó y nada quedó en el lugar que antes ocupara, a excepción de nuestra querida estatuita.
Entonces vi aparecer nuevamente a mi difunta madre; otra vez se alzó el estandarte con la inscripción: Sancta Maria, succurre miseris. Todos los jóvenes se colocaron en orden detrás de él y así procesionalmente dispuestos, entonaron la canción: Load a María.
Pero pronto el canto comenzó a decaer; después desapareció todo aquel espectáculo y yo me desperté completamente bañado en sudor. Esto es lo que soñé.
– Hijos míos: deducid vosotros mismos el aguinaldo. Los que estaban bajo el manto, los que fueron arrojados a los aires por el elefante, los que manejaban la espada se darán cuenta de su situación si examinan sus conciencias. Yo solamente os repito las palabras de la Santísima Virgen: Venite ad me, omnes, recurrid todos a Ella; en toda suerte de peligros invocad a María, y os aseguro que seréis escuchados. Por lo demás, los que fueron tan cruelmente maltratados por la bestia, hagan el propósito de huir de las malas conversaciones, de los malos compañeros; y los que pretendían alejar a los demás de María, que cambien de vida o que abandonen esta Casa. Quien desee saber el lugar que ocupaba en el sueño, que venga a verme a mi habitación y yo se lo diré. Pero lo repito: los ministros de Satanás, que cambien de vida o que se marchen. ¡Buenas noches!
Estas palabras fueron pronunciadas por Don Bosco con tal unción y con tal emoción, que los jóvenes, pensando en el sueño, no le dejaron en paz durante más de una semana. Por las mañanas las confesiones fueron numerosísimas y después de la comida un buen número se entrevistó con el siervo de Dios, para preguntarle qué lugar ocupaba en el sueño misterioso.
Que no se trataba de un sueño, sino más bien de una visión, lo había afirmado indirectamente don Bosco mismo, al decir:
– Cuando el Señor quiere manifestarme algo, paso… etc… Suelo elevar a Dios especiales plegarias para que me ilumine…
Y después, al prohibir que se bromease sobre el tema de esta narración.
Pero aún hay más.
En esta ocasión el mismo siervo de Dios escribió en un papel los nombres de los alumnos que había visto heridos en el sueño, de los que manejaban la espada y de los que esgrimían dos; y enseñó la lista a don Celestino Durando, encargándole de vigilarlos. Este nos proporcionó dicha lista, que tenemos ante la vista. Los heridos son trece, a saber: los que probablemente no se refugiaron bajo el manto de la Virgen; los que manejaban una espada eran diecisiete; los que esgrimían dos, se reducían a tres. La nota al lado de algún nombre indica un cambio de conducta. Hemos de observar también que el sueño, como veremos más adelante, no se refería solamente al tiempo presente, sino también al futuro.
Sobre la realidad del sueño, los mismos jóvenes fueron los mejores testigos. Uno de ellos decía: «No creía yo que don Bosco me conociese tan bien; me ha manifestado el estado de mi alma, y las tentaciones a que estoy sometido, con tal precisión, que nada podría añadir.
A otros dos jóvenes, a los cuales don Bosco aseguraba haberlos visto con la espada, se les oyó exclamar: “¡Ah, sí, es cierto; hace tiempo que me he dado cuenta de ello; lo sabía!” Y cambiaron de conducta.
Un día, después de comer, hablaba de su sueño y tras haber manifestado que algunos jóvenes ya se habían marchado y otros tendrían que hacerlo, para alejar las espadas de la casa, comenzó a comentar la astucia de los tales, como él la llamaba; y a propósito de ello refirió el siguiente hecho:
Un joven escribió hace poco tiempo a su casa endosando a las personas más dignas del Oratorio, como superiores y sacerdotes, graves calumnias e insultos. Temiendo que don Bosco pudiese leer aquella carta, estudió y encontró la manera de que llegase a manos de sus parientes sin que nadie lo pudiese impedir. La carta salió por la tarde, lo llamé; se presentó en mi habitación y tras de hacerle recapacitar sobre su falta, le pregunté el motivo que le había inducido a escribir tantas mentiras. El negó descaradamente el hecho; y yo le dejé hablar; después, comenzando por la primera palabra, le repetí toda la carta.
Confundido y asustado, se arrojó llorando a mis pies, diciendo:
– Entonces mi carta no ha salido?
– Sí, le respondí; a esta hora está en tu casa; pero debes pensar en la reparación.
Algunos preguntaron al siervo de Dios cómo lo había sabido; y don Bosco respondió sonriendo:
– ¡Ah, mi astucia…!».
Esta astucia debía ser la misma del sueño, que no sólo se refería al momento presente, sino a la vida futura de cada alumno, uno de los cuales, que sostenía estrecha relación con don Miguel Rúa, le escribía así a la vuelta de muchos años. Es de advertir que la carta lleva el nombre y apellido del comunicante con el nombre de la calle y el número de su casa en Turín.
Queridísimo Padre (don Miguel Rúa):
…Recuerdo entre otras cosas una visión que tuvo don Bosco en 1863, do yo estaba interno en su casa. Vio en ella el futuro de todos los suyos y él mismo nos lo contó después de las oraciones de la noche. Fue el sueño del elefante (Describe aquí cuanto hemos expuesto y sigue): don Bosco, al terminar la narración, nos dijo:
Si deseáis saber dónde estabais, venid a mi habitación, y yo os lo diré.
Yo también fui.
– Tú, me dijo, eras uno de los que corrían junto al elefante, antes y después de las funciones religiosas, y naturalmente, te apresó, te lanzó por los aires con la trompa y al caer quedaste malparado, de forma que no podías escapar, aunque hicieras esfuerzos. Luego, un compañero tuyo sacerdote, desconocido por ti, se acercó, te agarró por un brazo y te trasladó hasta el manto de la Virgen. Te salvaste.
Esto no fue un sueño, como expresaba don Bosco, sino una verdadera revelación del futuro, que el Señor hacía a su Siervo. Acaeció durante el segundo año de mi estancia en el Oratorio, en una época en la que yo era modelo de mis compañeros, lo mismo en el estudio que en la piedad, y, sin embargo, don Bosco me vio en aquel estado.
Llegaron las vacaciones de 1863. Marché para descansar, por mi maltrecha salud y no regresé más al Oratorio. Tenía trece años cumplidos. Al año siguiente mi padre me puso a aprender el oficio de zapatero. Dos años después (1866) me trasladé a Francia, para perfeccionarme en mi profesión. Allí me encontré con gente sectaria y poco a poco abandoné la iglesia y las prácticas religiosas, comencé a leer libros escépticos y llegué al extremo de aborrecer la santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, como la más dañosa de las religiones. Dos años más tarde regresé a la patria y seguí lo mismo, leyendo siempre libros impíos y alejándome cada vez más de la verdadera Iglesia.
Con todo, durante este tiempo nunca dejé de pedir a Dios Padre, en nombre de Jesucristo, que me iluminase y diese a conocer la verdadera religión.
Durante estas circunstancias, al menos trece años, realizaba todo esfuerzo para levantarme, pero estaba herido, era presa del elefante, no me podía mover.
A fines del año 1878 se dio una misión en una parroquia. Asistían muchos a las instrucciones y también yo empecé a ir, para oír a aquellos famosos oradores.
Escuché cosas hermosas, verdades irrefutables, y finalmente la última plática, que trataba precisamente del Santísimo Sacramento, el último y principal punto que me quedaba en duda (pues yo no creía ya en la presencia de Jesucristo en el Santísimo Sacramento, ni real ni espiritual). Supo el predicador explicar tan maravillosamente la verdad, confutar los errores y convencerme, que yo, tocado por la gracia del Señor, decidí confesarme y retornar bajo el manto de la Virgen María. Desde entonces no dejo de agradecer a Dios y a la bienaventurada Virgen el favor recibido.
Advierto que, para afirmación de la visión, supe después que aquel predicador misionero era compañero mío del Oratorio de don Bosco.
Turín, 25 de febrero, 1891.
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PS. Si V.R. cree conveniente publicar esta mi carta, le otorgo plena facultad hasta para retocarla, a condición de que no se cambie el sentido, porque es la pura verdad. Respetuosamente beso su mano, amado padre Rúa, entendiendo que, al hacerlo, beso la de nuestro querido don Bosco.
Mediante este sueño don Bosco ciertamente recibió también luz para poder juzgar las vocaciones al estado religioso o eclesiástico, las aptitudes de unos y de otros para realizar el bien. Había visto a aquellos valientes que combatían al elefante y a sus partidarios para salvar a los compañeros, curarles las heridas y llevarlos bajo el manto de la Virgen. El, por tanto, continuaba aceptando las peticiones de los que, entre éstos, deseaban formar parte de la Pía Sociedad, o admitiendo, a los que ya eran novicios, a pronunciar los votos trienales. Será su eterno título honorífico el haber sido elegidos por don Bosco. Algunos de ellos no pronunciaron los votos o, cumplida la promesa trienal, salieron del Oratorio; pero es una realidad que perseveraron casi todos en su misión de salvar e instruir a la juventud como sacerdotes diocesanos o como profesores seglares en las escuelas del Estado.
(MB IT VII, 356-363 / MB ES VII, 307-314)