Tiempo de lectura: 9 min.
Vera Grita, hija de Amleto y de María Anna Zacco de la Pirrera, nacida en Roma el 28 de enero de 1923, era la segunda de cuatro hermanas. Vivió y estudió en Savona, donde obtuvo la habilitación docente. A los 21 años, durante un repentino bombardeo aéreo sobre la ciudad (1944), fue atropellada y pisoteada por la multitud en fuga, sufriendo graves consecuencias físicas que la marcaron para siempre. Pasó desapercibida en su breve vida terrenal, enseñando en las escuelas del interior de Liguria (Rialto, Erli, Alpicella, Desierto de Varazze), donde se ganó el respeto y el cariño de todos por su carácter bondadoso y apacible.
En Savona, en la parroquia salesiana de María Auxiliadora, participaba en la Misa y era asidua al sacramento de la Penitencia. Desde 1963, su confesor fue el salesiano don Giovanni Bocchi. Cooperadora Salesiana desde 1967, realizó su vocación en el don total de sí misma al Señor, que de manera extraordinaria se entregaba a ella, en lo íntimo de su corazón, con la “Voz”, con la “Palabra”, para comunicarle la Obra de los Tabernáculos Vivientes. Sometió todos los escritos al director espiritual, el salesiano don Gabriello Zucconi, y guardó en el silencio de su corazón el secreto de esa llamada, guiada por el Maestro divino y la Virgen María que la acompañaron a lo largo del camino de la vida oculta, del despojo y del aniquilamiento de sí misma.
Bajo el impulso de la gracia divina y acogiendo la mediación de las guías espirituales, Vera Grita respondió al don de Dios testimoniando en su vida, marcada por la lucha contra la enfermedad, el encuentro con el Resucitado y dedicándose con heroica generosidad a la enseñanza y a la educación de los alumnos, atendiendo a las necesidades de la familia y testimoniando una vida de pobreza evangélica. Centrada y firme en el Dios que ama y sostiene, con gran firmeza interior fue capaz de soportar las pruebas y sufrimientos de la vida. Sobre la base de tal solidez interior dio testimonio de una existencia cristiana hecha de paciencia y constancia en el bien. Murió el 22 de diciembre de 1969, a los 46 años, en una habitación del hospital en Pietra Ligure donde había pasado los últimos seis meses de vida en un crescendo de sufrimientos aceptados y vividos en unión con Jesús Crucificado. “El alma de Vera – escribió don Borra, Salesiano, su primer biógrafo – con los mensajes y las cartas entra en la fila de esas almas carismáticas llamadas a enriquecer la Iglesia con llamas de amor a Dios y a Jesús Eucarístico para la dilatación del Reino”.
Una vida privada de humana esperanza
Humanamente, la vida de Vera está marcada desde la infancia por la pérdida de un horizonte de esperanza. La pérdida de la autonomía económica en su núcleo familiar, luego la separación de los padres para ir a Modica en Sicilia con las tías y sobre todo la muerte del padre en 1943, ponen a Vera ante las consecuencias de eventos humanos particularmente sufridos.
Después del 4 de julio de 1944, día del bombardeo sobre Savona que marcará toda la vida de Vera, también sus condiciones de salud se verán comprometidas para siempre. Por lo tanto, la Sierva de Dios se encontró siendo una joven sin ninguna perspectiva de futuro y tuvo que revisar sus proyectos en varias ocasiones y renunciar a muchos deseos: desde los estudios universitarios hasta la enseñanza y, sobre todo, a una propia familia con el joven que estaba conociendo.
A pesar del repentino final de todas sus esperanzas humanas entre los 20 y 21 años, en Vera la esperanza está muy presente: tanto como virtud humana que cree en un cambio posible y se compromete a realizarlo (a pesar de estar muy enferma, preparó y ganó el concurso para enseñar), como sobre todo como virtud teologal – anclada en la fe – que le infunde energía y se convierte en instrumento de consuelo para los demás.
Casi todos los testigos que la conocieron destacan tal aparente contradicción entre condiciones de salud comprometidas y la capacidad de no quejarse nunca, atestiguando en cambio alegría, esperanza y coraje incluso en circunstancias humanamente desesperadas. Vera se convirtió en “portadora de alegría”.
Una sobrina afirma: «Siempre estaba enferma y sufriendo, pero nunca la vi desanimada o enojada por su condición, siempre tenía una luz de esperanza sostenida por una gran fe. […] Mi tía estaba a menudo hospitalizada, sufriendo y delicada, pero siempre serena y llena de esperanza por el gran Amor que tenía por Jesús».
También la hermana Liliana sacó de las llamadas vespertinas con ella aliento, serenidad y esperanza, aunque la Sierva de Dios estaba entonces cargada de numerosos problemas de salud y de vínculos profesionales: «me infundía – dice – confianza y esperanza haciéndome reflexionar que Dios siempre está cerca de nosotros y nos guía. Sus palabras me devolvían a los brazos del Señor y encontraba la paz».
Agnese Zannino Tibirosa, cuyo testimonio tiene un valor particular ya que estuvo con Vera en el hospital “Santa Corona” en su último año de vida, atestigua: «a pesar de los graves sufrimientos que la enfermedad le provocaba, nunca la escuché quejarse de su estado. Daba alivio y esperanza a todos los que se acercaban a ella y cuando hablaba de su futuro, lo hacía con entusiasmo y coraje».
Hasta el final, Vera Grita se mantuvo así: incluso en la última parte de su camino terrenal guardó una mirada hacia el futuro, esperaba que con los tratamientos el tuberculoma pudiera ser reabsorbido, esperaba poder ocupar la cátedra en los Piani di Invrea en el año escolar 1969-1970 así como poder dedicarse, una vez salida del hospital, a su propia misión espiritual.
Educada en la esperanza por el confesor y en el camino espiritual
En este sentido, la esperanza atestiguada por Vera está arraigada en Dios y en esa lectura sapiencial de los eventos que su padre espiritual don Gabriello Zucconi y, antes que él, el confesor don Giovanni Bocchi le enseñaron. Precisamente el ministerio de don Bocchi – hombre de alegría y esperanza – ejerció una influencia positiva sobre Vera, quien él acogió en su condición de enferma y a quien enseñó a dar valor a los sufrimientos – no buscados – de los que estaba cargada. Don Bocchi fue el primero en ser maestro de esperanza, de él se ha dicho: «con palabras siempre cordiales y llenas de esperanza, ha abierto los corazones a la magnanimidad, al perdón, a la transparencia en las relaciones interpersonales; ha vivido las beatitudes con naturalidad y fidelidad diaria». «Esperando y teniendo la certeza de que, así como ocurrió con Cristo, también nos sucederá a nosotros: la Resurrección gloriosa», don Bocchi realizaba a través de su ministerio un anuncio de la esperanza cristiana, fundamentada en la omnipotencia de Dios y la resurrección de Cristo. Más tarde, desde África, donde había partido como misionero, dirá: «estaba allí porque quería llevar y donarles a Jesús Vivo y presente en la Santísima Eucaristía con todos los dones de Su Corazón: la Paz, la Misericordia, la Alegría, el Amor, la Luz, la Unión, la Esperanza, la Verdad, la Vida eterna».
Vera se convirtió en portadora de esperanza y alegría también en ambientes marcados por el sufrimiento físico y moral, por limitaciones cognitivas (como entre sus pequeños alumnos con discapacidad auditiva) o condiciones familiares y sociales no óptimas (como en el “clima caldeado” de Erli).
La amiga María Mattalia recuerda: «Veo la dulce sonrisa de Vera, a veces cansada por tanto luchar y sufrir; recordando su fuerza de voluntad trato de seguir su ejemplo de bondad, de gran fe, esperanza y amor […]».
Antonietta Fazio – ya conserje en la escuela de Casanova – testificó de ella: «era muy querida por sus alumnos a quienes amaba mucho y en particular por aquellos con dificultades intelectuales […]. Muy religiosa, transmitía a cada uno fe y esperanza a pesar de que ella misma estaba muy sufriendo físicamente pero no moralmente».
En esos contextos, Vera trabajaba para hacer renacer las razones de la esperanza. Por ejemplo, en el hospital (donde la comida es poco satisfactoria) se privó de un racimo especial de uvas para que una parte de él estuviera en la mesita de todas las enfermas de la sala, así como siempre cuidó de su persona para presentarse bien, ordenada, con compostura y refinamiento, contribuyendo también de este modo a contrarrestar el ambiente de sufrimiento de una clínica, y a veces de pérdida de la esperanza en muchos enfermos que corren el riesgo de “dejarse ir”.
A través de los Mensajes de la Obra de los Tabernáculos Vivientes, el Señor la educó a una postura de espera, paciencia y confianza en Él. Incontables son, de hecho, las exhortaciones sobre esperar al Esposo o al Esposo que espera a su esposa:
“Espera en tu Jesús siempre, siempre”.
Venga Él a nuestras almas, venga a nuestras casas; venga con nosotros para compartir alegrías y dolores, fatigas y esperanzas.
Deja hacer a mi Amor y aumenta tu fe, tu esperanza.
Sígueme en la oscuridad, en las sombras porque conoces el «camino».
¡Espera en Mí, espera en Jesús!
Después del camino de la esperanza y de la espera vendrá la victoria.
Para llamarte a las cosas del Cielo”.
Portadora de esperanza en morir y en interceder
También en la enfermedad y en la muerte, Vera Grita testificó la esperanza cristiana. Sabía que, cuando su misión estuviera cumplida, también la vida en la tierra terminaría. «Esta es tu tarea y cuando esté terminada saludarás la tierra por los Cielos»: por lo tanto, no se sentía “propietaria” del tiempo, sino que buscaba la obediencia a la voluntad de Dios.
En los últimos meses, a pesar de una condición que se agravaba y expuesta a un empeoramiento del cuadro clínico, la Sierva de Dios atestiguó serenidad, paz, percepción interior de un “cumplimiento” de su propia vida.
En los últimos días, aunque estaba naturalmente apegada a la vida, don Giuseppe Formento la describió «ya en paz con el Señor». En tal espíritu pudo recibir la Comunión hasta pocos días antes de morir, y recibir la Unción de los Enfermos el 18 de diciembre.
Cuando la hermana Pina fue a visitarla poco antes de la muerte – Vera había estado aproximadamente tres días en coma – contraviniendo su habitual reserva le dijo que había visto en esos días muchas cosas, cosas bellísimas que lamentablemente no le quedaba tiempo para contar. Había sabido de las oraciones de Padre Pío y del Papa Bueno por ella, además añadió – refiriéndose a la Vida eterna – «Todos ustedes vendrán al paraíso conmigo, estén seguros de ello».
Liliana Grita también testificó cómo, en el último período, Vera «sabía más del Cielo que de la tierra». De su vida se extrajo el siguiente balance: «ella, tan sufriente, consolaba a los demás, infundiéndoles esperanza y no dudaba en ayudarles». Muchas gracias atribuidas a la mediación intercesora de Vera se refieren, por último, a la esperanza cristiana. Vera – incluso durante la Pandemia de Covid 19 – ayudó a muchos a reencontrar las razones de la esperanza y fue para ellos protección, hermana en el espíritu, ayuda en el sacerdocio. Ayudó interiormente a un sacerdote que tras un Ictus había olvidado las oraciones, no pudiendo ya pronunciarlas con su extremo dolor y desorientación. Hizo que muchos volvieran a orar, pidiendo la curación de un joven padre afectado por una hemorragia.
También la hermana María Ilaria Bossi, Maestra de Novicias de las Benedictinas del Santísimo Sacramento de Ghiffa, señala cómo Vera – hermana en el espíritu – es un alma que dirige al Cielo y acompaña hacia el Cielo: «La siento hermana en el camino hacia el cielo… Muchos […] que en ella se reconocen, y a ella se refieren, en el camino evangélico, en la carrera hacia el cielo».
En resumen, se comprende cómo toda la historia de Vera Grita ha sido sostenida no por esperanzas humanas, por el mero mirar al “mañana” esperando que sea mejor que el presente, sino por una verdadera Esperanza teologal: «era serena porque la fe y la esperanza siempre la han sostenido. Cristo estaba en el centro de su vida, de Él extraía la fuerza. […] era una persona serena porque tenía en el corazón la Esperanza teologal, no la esperanza superficial […], sino aquella que deriva solo de Dios, que es don y nos prepara para el encuentro con Él».
En una oración a María de la Obra de los Tabernáculos Vivos, se lee: «Súbenos [María] de la tierra para que desde aquí vivamos y seamos para el Cielo, para el Reino de tu hijo». Es bonito también recordar que don Gabriello tuvo que peregrinar en la esperanza entre tantas pruebas y dificultades, como escribe en una carta a Vera del 4 de marzo de 1968 desde Florencia: «Sin embargo, siempre debemos esperar. La presencia de las dificultades no quita que al final el bien, lo bueno, lo bello triunfarán. Regresará la paz, el orden, la alegría. El hombre, hijo de Dios, recuperará toda la gloria que tuvo desde el principio. El hombre será salvo en Jesús y encontrará en Dios todo bien. He aquí que entonces regresan a la mente todas las cosas bellas prometidas por Jesús y el alma en Él encuentra su paz. Ánimo: ahora estamos como en combate. Vendrá el día de la victoria. Es certeza en Dios».
En la iglesia de Santa Corona en Pietra Ligure, Vera Grita participaba en la Misa y se iba a orar durante los largos ingresos. Su testimonio de fe en la presencia viva de Jesús Eucaristía y de la Virgen María en su breve vida terrena es un signo de esperanza y de consuelo, para aquellos en este lugar de cuidado que pedirán su ayuda y su intercesión ante el Señor para ser aliviados y liberados del sufrimiento.
El camino de Vera Grita en la laboriosa operosidad de los días también ofrece una nueva perspectiva laica a la santidad, convirtiéndose en ejemplo de conversión, aceptación y santificación para los ‘pobres’, los ‘frágiles’, los ‘enfermos’ que en ella pueden reconocerse y encontrar esperanza.
Escribe san Pablo, «que los sufrimientos del momento presente no son comparables a la gloria futura que debe ser revelada en nosotros». Con «impaciencia» esperamos contemplar el rostro de Dios ya que «en la esperanza hemos sido salvados» (Rom 8, 18.24). Por lo tanto, es absolutamente necesario esperar contra toda esperanza, «Spes contra spem». Porque, como escribió Charles Péguy, la Esperanza es una niña «irredutible». En comparación con la Fe que «es una esposa fiel» y la Caridad que «es una Madre», la Esperanza parece, a primera vista, que no vale nada. Y, sin embargo, es exactamente lo contrario: será precisamente la Esperanza, escribe Péguy, «que vino al mundo el día de Navidad» y que «trayendo a las otras, atravesará los mundos».
«Escribe, Vera de Jesús, yo te daré luz. El árbol florecido en primavera ha dado sus frutos. Muchos árboles deberán volver a florecer en la temporada oportuna para que los frutos sean copiosos… Te pido que aceptes con fe cada prueba, cada dolor por Mí. Verás los frutos, los primeros frutos de la nueva floración». (Santa Corona – 26 de octubre de 1969 – Fiesta de Cristo Rey – Penúltimo mensaje).