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(continuación del artículo anterior)
LA CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA DE DIOS SEGÚN SAN FRANCISCO DE SALES (4/8)
Entremos ahora en el corazón de Francisco de Sales para captar toda su belleza y riqueza.
«Nuestra fe en Dios depende de la imagen que tenemos de Dios», donde fe significa nuestra relación con Él.
Francisco nos presenta en sus escritos al Dios en el que cree, nos da su imagen de Dios: un Dios descubierto como Padre que ama a sus hijos y que se ocupa de ellos. En consecuencia, la relación que Francisco vive con Él es de total e ilimitada confianza.
Disfrutemos de estos pasajes de sus cartas, en los que retrata el rostro del Padre que es Providencia y que cuida de nosotros.
«Mi queridísima hija, ¡cuánto piensa el Señor en usted y con cuánto amor la mira! Sí, Él piensa en usted, y no solo en usted, sino hasta en el último cabello de su cabeza: es una verdad de fe de la que no debe dudar en absoluto».
«Sirvamos bien a Dios y no digamos nunca: ¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¿De dónde vendrán nuestras hermanas? Corresponde al dueño de la casa tomarse estas molestias y a la dueña de nuestra casa amueblarla, y nuestras casas son de Dios y de su santa Madre».
En el Evangelio Jesús nos invita a traducir esta confianza en vivir bien el presente, y Francisco insiste en ello en esta carta:
«Trate de hacer el bien hoy sin pensar en el mañana, y mañana tratará de hacer lo mismo. Y no piense en lo que hará durante todo el tiempo que dure su cargo: cumpla su deber día a día sin pensar en el futuro, porque su Padre celestial, que se ocupa de guiarla hoy, también la guiará mañana y pasado mañana en proporción a la confianza que, reconociendo su debilidad, ponga en su Providencia».
«Ha cuidado de usted hasta hoy. Agárrese con fuerza a la mano de su Providencia y Él la asistirá en todas las circunstancias y, allá donde no logre caminar, Él la llevará. No piense en lo que le ocurrirá mañana, porque el mismo Padre que hoy cuida de usted, la cuidará mañana y siempre. ¿Qué puede temer un hijo en los brazos de un padre tan grande?».

¿Y cómo se orienta el corazón de Francisco en este sentido? En este extracto tomado de una de sus cartas podemos contemplar su corazón, que es como un polluelo bajo la protección de la Providencia:
«Que Dios, a quien pertenezco, disponga de mí según su beneplácito: poco importa dónde deba terminar el miserable resto de mis días mortales mientras pueda terminarlos en su gracia. Escondamos dulcemente nuestra pequeñez en esa grandeza y, como un polluelo que vive seguro y calentito bajo las alas de su madre, dejemos descansar nuestro corazón bajo la dulce y amorosa Providencia de Nuestro Señor».
Francisco vive esta relación de confianza con Dios, por lo que puede ofrecer buenos consejos en este sentido a los destinatarios de sus cartas, basándose en su experiencia. Escuchemos algunos de ellos.
«Seamos fieles, humildes, dulce y amorosamente perseverantes para continuar en el camino en el que la Providencia celestial nos ha puesto».
En Lyon, la madre Favre siente el peso de su cargo, que no es de su agrado. ¿El secreto para superar este estado de ánimo?
«Eche decididamente sus pensamientos sobre los hombros del Señor y Salvador y Él la llevará y la fortalecerá. Mantenga sus ojos fijos en la voluntad de Dios y en su Providencia».
A veces nuestra confianza en Dios, nuestra convicción de que estamos en buenas manos, es puesta a dura prueba, sobre todo cuando el dolor, la enfermedad y la muerte llaman a la puerta de nuestra vida o a la de nuestros seres queridos. Francisco lo sabe y no se echa atrás ni se desanima por ello.
«Confiar en Dios en la dulzura y la paz de la prosperidad es algo que casi todo el mundo sabe hacer, pero abandonarse a Él por completo en medio de los huracanes y las tormentas es propio de sus hijos».
«Los pequeños acontecimientos ofrecen ocasiones para las mortificaciones más humildes y para los mejores actos de abandono en Dios. En los acontecimientos más dolorosos, hay que adorar profundamente a la divina Providencia. Hay que morir o amar. Quisiera que se me desgarrase el corazón o, si sigo teniéndolo, que sea solo para este amor».
Cuántas personas rezan para obtener esta o aquella gracia del Señor y, cuando no llega o tarda en llegar, se desaniman y ven flaquear su confianza en Él. Espléndida es esta advertencia escrita por el santo a una señora de París pocos meses antes de su muerte:
«Dios ha ocultado en el secreto de su Providencia el momento en el que piensa satisfaceros y la manera en que lo hará, y tal vez os satisfaga de manera excelente no haciéndolo según vuestros proyectos, sino según los suyos».
En Pentecostés de 1607, Francisco revela a Juana su plan: fundar un nuevo instituto con ella y a través de ella. Tras esta reunión, describe en una carta el espíritu con el que hay que continuar el viaje, ¡que durará otros cuatro años!
«Mantenga su corazón bien abierto y déjelo descansar a menudo en los brazos de la divina Providencia. ¡Ánimo, ánimo! Jesús es nuestro: que nuestro corazón sea siempre suyo».
En cuestión de pocos años, las familias de Francisco y de Juana viven varios lutos.
La hermana pequeña de Francisco, Juana, muere repentinamente. Así es como saben vivir los santos estos acontecimientos:
«Mi querida hija, en medio de mi corazón de carne, que siente tanto dolor por esta muerte, percibo muy claramente una cierta suavidad, una tranquilidad y un dulce reposo de mi espíritu en la Providencia divina que infunde una gran alegría en mi alma, incluso en el dolor».
A principios de 1610, dos nuevos lutos: la muerte repentina de Carlota, la última hija de la baronesa de unos diez años de edad, y el fallecimiento de la madre de Francisco, la señora de Boisy.
«¿No debemos, pues, querida hija, adorar en todo a la suprema Providencia, cuyos consejos son santos, buenos y amabilísimos? Confesemos, mi querida hija, confesemos que Dios es bueno y que su misericordia perdura eternamente. He sentido un gran dolor por esta separación, pero también debo decir que ha sido un dolor tranquilo, aunque intenso. He llorado sin amargura espiritual».
¿Y en la enfermedad?
Tras superar una gravísima crisis de salud, Francisco escribe este precioso testimonio de cómo ha vivido la enfermedad:
«No estoy ni curado ni enfermo, pero creo que me recuperaré totalmente muy pronto. Mi queridísima hija, debemos dejar nuestra vida y todo lo que somos a completa disposición de la divina Providencia, porque, en definitiva, no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Aquel que, para hacernos suyos, quiso ser totalmente nuestro de forma tan amorosa».
A mi parecer, la mejor conclusión de este carrusel de mensajes que Francisco nos lanza a través de sus cartas es la que escribe el santo en la Filotea. Es una obra maestra de frescura y alegría.
«En todas tus ocupaciones apóyate completamente en la Providencia de Dios, que es la única que puede hacer que se cumplan tus proyectos.
Haz como los niños, que se aferran a la mano de su padre con una mano mientras recogen fresas y moras de los setos con la otra. Haz lo mismo tú también: mientras recoges y utilizas los bienes de este mundo con una mano, aférrate al Padre celestial con la otra, dirigiéndote a Él de vez en cuando para ver si tus ocupaciones y asuntos son de su agrado.
Ten cuidado de no dejar su mano y su protección pensando que así recogerás y acumularás más. Si tu Padre celestial te abandona, no darás ni un paso más y acabarás inmediatamente en el suelo. Quiero decir, Filotea, que cuando estés en medio de los negocios y ocupaciones ordinarias que no requieren una atención muy cuidadosa y asidua, mira a Dios más que a las ocupaciones; y cuando los negocios sean tan importantes que requieran toda tu atención para obtener un buen resultado, mira a Dios de vez en cuando como hacen los navegantes del mar que, para llegar a su puerto de destino, miran más al cielo que al barco. Así, Dios trabajará contigo, en ti y para ti, y tu trabajo irá acompañado de una gran alegría».