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María Troncatti, Hija de María Auxiliadora, es un testimonio de vida consagrada «en la verdad» (Jn 17,19). Totalmente unida a Cristo y dócil a la acción del Espíritu, encarnó el Evangelio con sencillez y coraje en la selva amazónica, donde supo conjugar fe y promoción humana, caridad y justicia, convirtiéndose en mujer de reconciliación y de paz. En su existencia humilde y fecunda, la misionera italiana ofreció al mundo un reflejo vivo del estilo de Jesús: obediente, manso y apasionado por la salvación de las almas, hasta la entrega total de sí misma por amor de Dios y del hombre.
Consagrados en la verdad
En la oración sacerdotal de Jesús al Padre está contenido el sentido de toda nuestra existencia. “Nos ha consagrado, es decir, nos ha entregado a Dios para siempre, para que, desde Dios y en vista de Él, sirvamos a los hombres”. La vida de María Troncatti ha sido realmente consagrada en la verdad, obrando desde Dios, en comunión con Jesucristo, en el amor del Espíritu Santo. Se unió y se conformó a Jesucristo, renunciando a sí misma y viviendo en fidelidad a los compromisos que asumió en su profesión religiosa, como Hija de María Auxiliadora, viviendo como misionera en la selva amazónica.
Unida a Cristo
El vínculo con Jesús fue la constante en la historia de María Troncatti, ya desde niña y luego como joven Hija de María Auxiliadora, y creció de forma extraordinaria durante su larga marcha misionera. Este vínculo se pagó con la superación de sí misma, la renuncia no sólo al mal, sino también a los afectos y a las cosas más queridas para ella. Una poda que la marcaría hasta el final de su vida, heridas siempre abiertas, para que el don de sí fuera auténtico y no efímero o interesado: ¡el verdadero amor es un corte hasta lo más vivo, si no queremos dar más! “Se nos exige que no reclame mi vida para mí, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me pregunte: ¿qué saco de ella para mí?, sino: ¿qué puedo dar por Él y así por los demás? O aún más concretamente: ¿cómo realizar esta conformación con Cristo, que no domina, sino que sirve; que no toma, sino que da”.
Obediente al Espíritu
Su conformación con Cristo la llevó a una obediencia evangélica que produjo una profunda renovación, particularmente entre los pueblos a los que el Padre la envió como misionera del Evangelio y de su amor. Una preocupación, no según sus propios deseos y expectativas, sino en docilidad a la acción del Espíritu Santo, a las necesidades reales de los pueblos y a las semillas de esperanza depositadas en el corazón y en la cultura de las personas. “¿No corrigió Cristo las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sí, lo hizo, para despertar la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a Su palabra siempre válida. Le importaba precisamente la verdadera obediencia, contra la voluntad del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la responsabilidad singulares de desvelar la verdadera voluntad de Dios, para abrir así el camino de la palabra de Dios al mundo gentil. Y por último: concretó Su mandato mediante Su propia obediencia y humildad hasta la Cruz, haciendo así creíble Su misión. No mi voluntad, sino tu voluntad: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y al mismo tiempo su divinidad, y nos muestra el camino”.
Sor María Troncatti, gracias a su fe y a su constante abnegación, brilla por su extraordinaria capacidad de saber conjugar de modo admirable el anuncio del Evangelio y la promoción humana, obteniendo frutos de conversión espiritual y de liberación humana y social.
Sor María pertenece al numeroso grupo de personas de las que han brotado y brotan frescos ríos de vida, llenos como estaba de alegría.
Maria Troncatti: una mujer de reconciliación y paz de fe, vivida en la radicalidad de la obediencia y con la fuerza del amor. Los ríos siempre acompañaron su vida de forma realista y simbólica.
Para ella representaban un peligro constante: desde el torrente de Varazze que, tras desbordarse, estaba a punto de desbordarla, hasta los ríos de la Amazonia, imprevisibles y amenazadores, que corrían el riesgo de ser su tumba para siempre, como lo fueron para varios indígenas y misioneros.
Es hermoso reconocer que sor María se convirtió, en virtud de su conformación con Cristo y sin que ella se diera cuenta, en una de esas “traducciones” “en órdenes de magnitud más accesibles y cercanos a nosotros”, en virtud de la cual fue para los suyos y para las personas que la conocieron y se encontraron con ella una “traducción del modo de vida de Cristo, que podían ver y al que podían adherirse… Los santos nos muestran cómo funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y también nos hacen comprender que Dios no se fija en las grandes cifras ni en los éxitos externos, sino que devuelve Sus victorias en el humilde signo del grano de mostaza”. Y Sor María fue con sus hermanas y los misioneros salesianos el grano de mostaza evangélico, que brotó y creció hasta convertirse en un frondoso árbol rico en frutos. Para ella, la acción misionera no era «un palo seco que había que regar», sino una obra de Dios germinada en el corazón del bosque. Estaba convencida de que la semilla de la Palabra, sembrada en aquella región impermeable y aislada, daría frutos de caridad y renovación.
Testimonio de fe
Es significativo y conmovedor que la Iglesia reconozca oficialmente, en el mismo año dedicado a la fe, la santidad de esta hija suya, que se convierte en un signo de esperanza para este mundo nuestro en el que se extiende un “analfabetismo religioso en medio de nuestra sociedad altamente inteligente”. Sor María conocía muy bien los elementos básicos de la fe, que todo niño solía conocer, porque los aprendió en el círculo familiar y en la escuela de sacerdotes y educadores santos. Aprendió de niña, de joven religiosa y luego como intrépida misionera que “para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar así a ser capaces de escucharle rectamente, debemos conocer lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón deben ser tocados por Su palabra”. Por eso toda su vida será una proclamación continua del Evangelio y de la doctrina cristiana. Cada oportunidad será apropiada para señalar la salvación en el nombre de Jesús y de María. Ya sea cocinando, atendiendo a los enfermos o curando, siempre la palabra del Evangelio será sembrada por ella en lo más profundo de las personas y descenderá como medicina que cura las heridas y llagas de los corazones y de las almas.
La canonización de esta misionera del Evangelio, nos ayuda a recordar que las misiones tienen su centro en el anuncio de la salvación en el nombre de Jesús, y hace que “el Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace cincuenta años, sea para nosotros una oportunidad de proclamar el mensaje de la fe con nuevo celo y con nueva alegría. Naturalmente, lo encontramos de modo fundamental y primario en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos lo suficiente. Pero en esto todos experimentamos que necesitamos ayuda para transmitirlo correctamente en el presente, de modo que llegue verdaderamente a nuestros corazones. Esta ayuda la encontramos ante todo en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son las herramientas esenciales que nos muestran auténticamente lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y, por supuesto, también forma parte de ello todo el tesoro de documentos que nos entregó el Papa Juan Pablo II, que aún está lejos de ser plenamente explotado”.
Sor María no era una erudita, una intelectual, pero con su proclamación tocaba el corazón de la gente, porque ella misma había sido tocada en el corazón por la gracia del Espíritu. Y lo hacía de la forma que le resultaba más natural, sin mucho artificio ni métodos especiales. “Toda nuestra proclamación debe medirse con la palabra de Jesucristo: “Mi doctrina no es mía” (Jn 7,16). No proclamamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia de la que somos servidores. Pero, por supuesto, esto no debe significar que no apoye esta doctrina con todo mi corazón y me mantenga firme en ella. En este contexto, siempre recuerdo las palabras de San Agustín: ¿Y qué es tan mío como yo mismo? ¿Qué es tan poco mío como yo mismo? No me pertenezco a mí mismo y llego a ser yo mismo precisamente porque voy más allá de mí mismo y al ir más allá de mí mismo puedo llegar a formar parte de Cristo y de su Cuerpo que es la Iglesia. Si no nos anunciamos a nosotros mismos y si interiormente nos hemos hecho uno con Aquel que nos ha llamado como mensajeros suyos, de modo que seamos moldeados por la fe y la vivamos, entonces nuestra predicación será creíble. Yo no me anuncio, sino que me entrego”.
“Por la salvación de las almas”
Por último, merece la pena mencionar que Sor María encarnó el lema salesiano “Da mihi animas cetera tolle” de una manera única, a través de un celo y una dedicación incondicionales por las almas, hasta el don de su vida. Hoy en día, el término “alma” parece haberse convertido en una prerrogativa exclusiva de la psicología y hablar de la “salvación de las almas” “es una expresión pasada de moda que ya casi no se utiliza. En algunos círculos, la palabra alma se considera incluso una palabra prohibida, porque -se dice- expresaría un dualismo entre cuerpo y alma, dividiendo erróneamente al hombre. Ciertamente, el hombre es una unidad, destinada con cuerpo y alma a la eternidad. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su vida y más allá de su muerte terrena”. Sor María se preocupaba del hombre en su totalidad, de sus necesidades físicas y espirituales. Con su ejemplo y su mensaje recuerda a todos los miembros de la Familia Salesiana que “no nos preocupamos sólo del cuerpo, sino precisamente de las necesidades del alma del hombre: de las personas que sufren por la violación de la ley o por un amor destruido; de las personas que están en la oscuridad sobre la verdad; que sufren por la ausencia de verdad y de amor. Nos preocupa la salvación de los hombres en cuerpo y alma. ¡Cuántas almas salvadas! ¡Cuántos niños salvados de una muerte segura! ¡Cuántas niñas y mujeres defendidas en su dignidad! ¡Cuántas familias formadas y preservadas en la verdad del amor conyugal y familiar! ¡Cuántos fuegos de odio y venganza apagados con la fuerza de la paciencia y la entrega de la propia vida! Y todos vivieron con gran celo apostólico y misionero. Las personas que tuvieron la gracia de conocerla tuvieron la experiencia de una mujer y de una persona consagrada que no sólo realizaba concienzudamente su trabajo, sino que ya no se pertenecía a sí misma. Una disponibilidad continua, una entrega renovada cada día al pie del altar, una entrega hasta el sacrificio supremo de la vida por la reconciliación y la paz. Gracias al testimonio evangélico y salesiano de Sor María, “la gente debe percibir nuestro celo, a través del cual damos testimonio creíble del Evangelio de Jesucristo. Pidamos al Señor que nos llene de la alegría de su mensaje, para que con celo gozoso sirvamos a su verdad y a su amor”.
