Tiempo de lectura: 6 min.
Sor María Troncatti, Hija de María Auxiliadora, declarada santa el 19 de octubre de 2025, vivió su vida extendiendo las manos hacia el Señor con súplica y abandono, y extendiéndolas hacia el prójimo en señal de ayuda, consuelo y curación. Fue misionera del Evangelio, anunció el Reino de Dios, sanó a los enfermos, recorrió de pueblo en pueblo y obró curaciones del cuerpo y del alma. Las manos de Sor María fueron manos que acogieron, brindaron ayuda, cuidaron y bendijeron.
Manos que cuidan y sanan
De hecho, ¡qué fiesta y a la vez qué gran susto es el primer encuentro con los indios Shuar en el camino hacia Macas, en plena selva amazónica de Ecuador, hace cien años, después de un viaje de más de un mes entre mil peligros y dificultades! La bienvenida está condicionada por un salvoconducto, a falta del cual no se prevé ningún aplazamiento ni repatriación obligatoria, sino solo una ejecución sumaria. Una hija adolescente del cacique, jefe de la tribu, unos días antes había sido alcanzada accidentalmente por una bala de fusil debido a una rivalidad entre familias adversas. La herida ya está supurada. El brujo consultado se ha negado a proceder y el caso es grave. Sabiendo que entre los misioneros hay una «doctora», sin demasiados preámbulos se plantea la alternativa: «Si la curas, te acogemos; si muere, te matamos». Un gesto significativo indica que la misma suerte está reservada a los demás del grupo. Mientras tanto, algunos guerreros, como «estatuas vengadoras», custodian la pequeña misión. Todos miran a Sor María con ojos suplicantes. El jefe abre la puerta, traen a la muchacha y la depositan sobre una mesa. «Sor María, opérela», dice Mons. Domenico Comin, vicario apostólico. «No soy médico, monseñor; y además, ¿con qué, con qué instrumentos?» «Todos nosotros rezaremos mientras usted opera», insiste la inspectora madre Mioletti. También la muchacha la mira. Sor María le pone una mano en la frente: arde. La misionera pide que hiervan agua, se cubre con una tela blanca y, con la ayuda de tintura de yodo y una navaja de bolsillo cuidadosamente esterilizada a la llama, procede a un corte decidido, invocando mentalmente a la Auxiliadora, mientras los misioneros están en la capilla rezando. Como impulsada por una mano ignota, la bala salta y cae al suelo, entre las risas descompuestas de los Kivari que expresan su satisfacción. «La Virgen me ayudó», escribió Sor María; «vi un milagro: pude extraer la bala y la niña se curó, gracias a María Auxiliadora y a Madre Mazzarello». Así, atribuyendo el inicio de su obra a la intercesión materna de la Auxiliadora, se le abre el vasto campo de la misión: curando a una niña como primicia y signo de toda la atención que Sor María y las hermanas salesianas pondrán en defender y promover la vida y el crecimiento de las niñas y adolescentes de manera particular. Una niña herida a causa de un odio tribal y vengativo contra el cual Sor María, con todos los misioneros, combatirá la buena batalla del Evangelio, anunciando la fuerza redentora del perdón y la reconciliación.
Manos orantes
Ella acompañaba la dirección de las almas con el rosario en la mano, ofreciendo los misterios del dolor de Cristo, de sus gozos y de sus triunfos por aquellos que se acercaban a ella. Su solicitud sabía captar, junto al problema médico, el contexto vital y familiar, ya que «no podía ver a nadie sufrir. Hacía todos los esfuerzos para dar solución a cada dificultad y dejar a cada uno en paz». El fin último es bien claro: llevar o acercar a todos a Dios. «Con el rosario en la mano resolvía casos difíciles, tanto materiales, como la curación de enfermos, como situaciones económicas difíciles, como las espirituales: recomposición de familias divididas, regreso a la amistad con Dios de aquellos que estaban por años lejos de él». Su botiquín se convierte así en ambulatorio para las almas. «Cuando curaba a los enfermos, Sor María se interesaba vivamente por su vida religioso-moral y por los problemas de cada uno y de los de la familia. Sabía orientar y animar, sabía guiar y corregir con claridad». Su amor por los enfermos era verdaderamente heroico: lo dejaba todo y, a cualquier hora del día y de la noche, con buen o mal tiempo, iba donde la llamaban con un bastón en una mano y un rosario en la otra, y no tenía paz hasta que no había logrado mejorar el estado de salud del enfermo o ayudarlo a morir bien.
Manos milagrosas
Un hombre terriblemente quemado y enloquecido por el dolor es curado así por Sor María: durante dos días y dos noches comienza la cura con el rosario y lo medica durante algunas semanas. Después de treinta días, este hombre, con su esposa, va a cumplir el voto hecho a la Virgen Purísima de Macas: está completamente sano, sin ningún signo o cicatriz en la piel. Nadie habría creído que pudiera sobrevivir a esa prueba. Dios lo curó a través de las manos milagrosas, las oraciones diarias y el corazón materno de Sor María. Su celo está bien fotografiado por este juicio: «heroica en la práctica de la caridad. No miraba sacrificios ni peligros ni contagios; menos aún se detenía ante los fenómenos atmosféricos que podían ser adversos… bastaba saber que alguien estaba sufriendo para volar en su ayuda, llevando en el corazón la esperanza de poder hacer el bien, también a sus almas». Emprendió con otras hermanas una inmensa actividad evangelizadora y de promoción humana en medio de los numerosísimos riesgos, no excluidos los causados por los animales feroces de la selva. Las localidades de Macas, Sevilla Don Bosco y Sucúa son todavía algunos de los «milagros» florecientes de su actividad como enfermera, cirujana y ortopedista, dentista y anestesista. Pero ante todo fue catequista y testigo del Señor, anunciadora de la Buena Nueva.
Manos que apagan el fuego del odio y la venganza
Alrededor de los siete u ocho años, María se encuentra, durante el verano, en el Col d’Aprica (Sondrio) con otros pastorcillos que, reunidos sus rebaños, juegan junto al arroyo. Los niños, para secarse después de un chaparrón, deciden encender una pequeña hoguera, pero un repentino golpe de viento empuja la llama hacia María y una llamarada lame su vestidito y sus medias. Asustada, intenta apagar las llamas con las manos; mientras las medias parecen freírse en sus piernas, sus manos, quemadas, se ennegrecen y quedan como selladas. Providencialmente, un hombre que pasaba por el cercano sendero corre, apaga el fuego y, mientras intenta curarla con aceite, exclama: «¡Pobre niña, nunca más podrá usar las manos!». Sin embargo, pocas horas después, las manos y los brazos vuelven a estar sanos y hermosos, sin ninguna huella de quemadura, mientras que las cicatrices en las piernas permanecerán toda la vida. Habrá otro fuego que lamerá la vida de María Troncatti: el del odio y la venganza, que a menudo verá estallar en su aventura misionera entre los Shuar y entre los colonos. Un fuego que ella intentará apagar con el aceite de la bondad y, al final de su vida, con el de su propia vida ofrecida en sacrificio. Y esas manos que el fuego parecía no permitirle usar más serán instrumentos para el fuego de caridad que darán alivio, cuidado y consuelo a tantas personas.
Manos que se abandonan en Dios
A las hermanas que le manifiestan su angustia y temor por la situación creada en Sucúa, Ecuador, después del incendio que destruyó la misión salesiana en julio de 1969, con decisión y firmeza responde: «¡Hijitas, no temáis y no tengáis miedo por todo lo que ha sucedido; abandonémonos en las manos de Dios y oremos por la conversión de los malvados! ¡Que descansen en paz! ¡Confíen en la Virgen Auxiliadora y verán que esta angustia no durará mucho tiempo: muy pronto llegará la tranquilidad y la calma! ¡Yo se lo aseguro!». Son palabras de despedida, en la paz de una existencia totalmente entregada. Muy pronto, después de la trágica muerte ocurrida el 25 de agosto de 1969, la fama de santidad se convirtió en vox populi. Así la gente iba repitiendo: «había muerto como una santa». Y todos querían tocar una vez más esas manos laboriosas y prodigiosas. La gente del lugar se sentía huérfana, pero estaba convencida de tener en Sor María «una protectora en el cielo porque ella era una santa».
Esta confiada e inquebrantable esperanza la hacía vivir siempre abandonada en las manos de Dios y la impulsaba también a infundir en aquellos a quienes asistía con su caridad materna el pensamiento de la futura felicidad prometida por el Padre a quien lo busca con amor y confianza en esta vida. Era una esperanza que se manifestaba visiblemente también y solo en su ingenua filial confianza en la asistencia divina: de hecho, la inquebrantable aspiración al Cielo no solo la sostenía en las ineludibles y no pocas dificultades encontradas en el cumplimiento de su misión y, a pesar de todo, la hacía confiar incondicionalmente en la ayuda divina para resolver tantos problemas de orden práctico y para mantener vivas las actividades caritativas de la misión, sino que, además y sobre todo, infundía en su corazón esa paz y esa tranquilidad que ella comunicaba también a los demás. «¡Cuál era su fe, así era su esperanza! Se puede decir de ella que esperaba contra toda esperanza. Nada la asustaba, nada la turbaba: su esperanza era ilimitada. Para Sor María, todo era motivo para esperar en Dios y en la recompensa que Él da a quienes viven dedicados a su causa. Ni temía la muerte repentina; al contrario, la pedía a Dios y la consideraba una recompensa, porque para ella Dios era un Padre de inmensa bondad y misericordia, y en Él confiaba totalmente».