25 Sep 2025, Jue

La educación de la conciencia con san Francisco de Sales

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Con toda probabilidad, fue la llegada de la Reforma protestante la que puso en la agenda el problema de la conciencia y, más precisamente, de la «libertad de conciencia». En una carta de 1597 a Clemente VIII, el prelado de Sales deploraba la «tiranía» que el «estado de Ginebra» imponía «sobre las conciencias de los católicos». Pedía a la Santa Sede que interviniera ante el rey de Francia para lograr que los ginebrinos concedieran «lo que llaman libertad de conciencia». Contrario a soluciones militares para la crisis protestante, vislumbraba en la libertas conscientiae una posible salida al enfrentamiento violento, siempre que se respetara la reciprocidad. Reivindicada por Ginebra a favor de la Reforma, y por Francisco de Sales en beneficio del catolicismo, la libertad de conciencia estaba a punto de convertirse en uno de los pilares de la mentalidad moderna.

Dignidad de la persona humana
La dignidad del individuo reside en la conciencia, y la conciencia es ante todo sinónimo de sinceridad, honestidad, franqueza, convicción. El prelado de Sales reconocía, por ejemplo, «para descargar su conciencia», que el proyecto de las Controversias le había sido impuesto de alguna manera por otros. Cuando presentaba sus razones a favor de la doctrina y la práctica católica, se preocupaba por precisar que lo hacía «en conciencia». «Díganme en conciencia», preguntaba a sus contradictores. La «buena conciencia», de hecho, hace que uno evite ciertos actos que lo ponen en contradicción consigo mismo.
Sin embargo, la conciencia subjetiva individual no puede tomarse siempre como garante de la verdad objetiva. No siempre se está obligado a creer lo que uno dice en conciencia. «Muéstrenme claramente –dice el prelado a los señores de Thonon– que no mienten en absoluto, que no me engañan cuando me dicen que en conciencia han tenido esta o aquella inspiración». La conciencia puede ser víctima de la ilusión, de forma voluntaria o incluso involuntaria. «Los avaros empedernidos no solo no confiesan serlo, sino que no piensan en conciencia que lo son».
La formación de la conciencia es una tarea esencial, porque la libertad de conciencia conlleva el riesgo de «hacer el bien y el mal», pero «elegir el mal no es usar, sino abusar de nuestra libertad». Es una tarea dura, porque la conciencia a veces nos aparece como un adversario que «siempre lucha contra nosotros y por nosotros»: ella «opone constante resistencia a nuestras malas inclinaciones», pero lo hace «para nuestra salvación». Cuando uno peca, «el remordimiento interior se mueve contra su conciencia con la espada en mano», pero lo hace para «traspasarla con un santo temor».
Un medio para ejercer una libertad responsable es la práctica del «examen de conciencia». Hacer el examen de conciencia es como seguir el ejemplo de las palomas que se miran «con ojos limpios y puros», «se limpian con cuidado y se adornan lo mejor que pueden». Filotea está invitada a hacer este examen todas las noches, antes de acostarse, preguntándose «cómo se ha comportado en las distintas horas del día; para hacerlo más fácilmente se pensará en dónde, con quién y a qué ocupaciones se ha dedicado».
Una vez al año deberemos hacer un examen profundo del «estado de nuestra alma» ante Dios, el prójimo y nosotros mismos, sin olvidar un «examen de los afectos de nuestra alma». El examen –dice Francisco de Sales a las visitandinas– les llevará a sondear «a fondo su conciencia».
¿Cómo aliviar la conciencia cuando uno la siente cargada de un error o de una falta? Algunos lo hacen de mala manera, juzgando y acusando a otros «de vicios de los que son víctimas», pensando así en «endulzar los remordimientos de su conciencia». De este modo se multiplica el riesgo de hacer juicios temerarios. Al contrario, «aquellos que cuidan correctamente de su conciencia no están en absoluto sujetos a juicios temerarios». Conviene considerar aparte el caso de los padres, educadores y responsables del bien público, porque «una buena parte de su conciencia consiste en velar atentamente por la conciencia de los demás».

El respeto a uno mismo
De la afirmación de la dignidad y la responsabilidad de cada uno debe nacer el respeto a sí mismo. Ya Sócrates y toda la antigüedad pagana y cristiana habían mostrado el camino:

Es un dicho de los filósofos, que sin embargo fue considerado válido por los doctores cristianos: «Conócete a ti mismo», es decir, conoce la excelencia de tu alma para no humillarla ni despreciarla.

Ciertos actos nuestros constituyen no solo una ofensa a Dios, sino también una ofensa a la dignidad de la persona humana y a la razón. Sus consecuencias son deplorables:

La semejanza e imagen de Dios, que llevamos en nosotros, se mancha y desfigura, la dignidad de nuestro espíritu se deshonra, y nos hacemos semejantes a los animales sin razón […], haciéndonos esclavos de nuestras pasiones y trastornando el orden de la razón.

Hay éxtasis y arrebatos que nos elevan por encima de nuestra condición natural y otros que nos rebajan: «Oh hombres, ¿hasta cuándo serán tan insensatos –escribe el autor del Teotimo– de querer pisotear su dignidad natural, descendiendo voluntaria y precipitadamente a la condición de las bestias?».
El respeto a uno mismo permitirá evitar dos peligros opuestos: el orgullo y el desprecio de los dones que uno tiene. En un siglo en que el sentido del honor estaba exaltado al máximo, Francisco de Sales tuvo que intervenir para denunciar fechorías, en particular en el problema del duelo, que le hacía «ponerse los pelos de punta», y aún más el orgullo insensato que era la causa. «Estoy escandalizado» –escribía a la esposa de un marido duelista–; «en verdad, no puedo entender cómo se puede tener un valor tan desmedido incluso por bagatelas y cosas sin importancia». Al batirse en duelo es como si «se convirtieran el uno en verdugo del otro».
Otros, en cambio, no se atreven a reconocer los dones recibidos y pecan así contra el deber de gratitud. Francisco de Sales denuncia «cierta falsa y tonta humildad que impide descubrir el bien que hay en ellos». Están equivocados, porque «los bienes que Dios ha puesto en nosotros deben ser reconocidos, estimados y honrados sinceramente».
El primer prójimo que debo respetar y amar, parece querer decir el obispo de Ginebra, es el propio yo. El verdadero amor hacia mí mismo y el respeto debido me exigen que tienda a la perfección y que me corrija, si es necesario, pero dulcemente, razonablemente y «siguiendo el camino de la compasión» más que el de la ira y el furor.
Existe, de hecho, un amor a uno mismo no solo legítimo, sino también beneficioso y mandado: «La caridad bien ordenada comienza por uno mismo» –dice el proverbio– y refleja bien el pensamiento de Francisco de Sales, pero con la condición de no confundir el amor a uno mismo con el amor propio. El amor a uno mismo es bueno, y Filotea está invitada a interrogarse sobre la manera en que se ama a sí misma:

¿Mantienes un buen orden en el amor hacia ti misma? Porque solo el amor desordenado hacia nosotros mismos puede llevarnos a la ruina. Ahora bien, el amor ordenado quiere que amemos el alma más que el cuerpo, que busquemos procurarnos las virtudes más que cualquier otra cosa.

En cambio, el amor propio es un amor egoísta, «narcisista», hinchado de sí mismo, celoso de su propia belleza y preocupado únicamente por su propio interés: «Narciso –dicen los profanos– era un joven tan desdeñoso que no quería ofrecer su amor a nadie más; y finalmente, contemplándose en una fuente clara fue totalmente cautivado por su belleza».

El «respeto debido a las personas»
Si se respeta a uno mismo, se estará más preparado y dispuesto a respetar a los demás. El hecho de ser «imagen y semejanza de Dios» tiene como corolario la afirmación de que «todos los seres humanos gozan de la misma dignidad». Francisco de Sales, aunque vivía en una sociedad marcada por el antiguo régimen, fuertemente desigual, promovió un pensamiento y una práctica caracterizados por el «respeto debido a las personas».
Hay que empezar por los niños. La madre de san Bernardo –dice el autor de la Filotea– amaba a sus hijos recién nacidos «con respeto como una cosa sagrada que Dios le había confiado». Una reprimenda muy grave dirigida por el obispo de Ginebra a los paganos concernía su desprecio por la vida de seres indefensos. El respeto al niño que está por nacer emerge en este pasaje de una carta, redactada según la retórica barroca de la época, dirigida por Francisco de Sales a una mujer embarazada. La anima explicándole que el niño que se está formando en sus entrañas no es solo «una imagen viva de la divina Majestad», sino también la imagen de su madre. Recomienda a otra mujer:

Ofrezcan a menudo a la gloria eterna de su Creador a la criatura cuya formación quiso encomendarles como su cooperadora.

Otro aspecto del respeto debido a los demás se refiere al tema de la libertad. El descubrimiento de nuevas tierras tuvo, como consecuencia nefasta, el resurgimiento de la esclavitud, que recordaba las prácticas de los antiguos romanos en tiempos del paganismo. La venta de seres humanos los degradaba al rango de bestias:

Un día, Marcantonio compró a un mercader dos jovencitos; entonces, como todavía ocurre hoy en alguna región, se vendían niños; había hombres que los conseguían y luego los traficaban como se hace con los caballos en nuestros países.

El respeto a los demás está continuamente amenazado de forma más sutil por la maledicencia y la calumnia. Francisco de Sales insiste mucho en los «pecados de lengua». Un capítulo de la Filotea que trata explícitamente este tema se titula La honestidad en las palabras y el respeto que se debe a las personas. Arruinar la reputación de alguien es cometer un «asesinato espiritual»; es quitar «la vida civil» a quien se habla mal. Asimismo, «al condenar el vicio», se procurará ahorrar lo más posible «a la persona implicada en él».
Ciertas categorías de personas son fácilmente denigradas o despreciadas. Francisco de Sales defiende la dignidad de la gente del pueblo basándose en el Evangelio: «San Pedro –comenta– era un hombre rudo, tosco, un viejo pescador, un artesano de baja condición; san Juan, en cambio, era un caballero, dulce, amable, sabio; san Pedro, en cambio, ignorante». Pues bien, fue san Pedro quien fue elegido para guiar a los demás y para ser el «superior universal».
Proclama la dignidad de los enfermos, diciendo que «las almas que están en la cruz son declaradas reinas». Denunciando la «crueldad hacia los pobres» y exaltando la «dignidad de los pobres», justifica y precisa la actitud que se debe tener hacia ellos, explicando «cómo debemos honrarlos y por tanto visitarlos como representantes de Nuestro Señor». Nadie es inútil, nadie es insignificante: «No hay en el mundo objeto que no pueda ser útil para algo; pero hay que saber encontrar su uso y lugar».

El «uno-diferente» salesiano
El problema que siempre ha atormentado a las sociedades humanas es cómo conciliar la dignidad y la libertad de cada individuo con las de los demás. Recibió de Francisco de Sales una aclaración original gracias a la invención de una nueva palabra. De hecho, dado que el universo está formado por «todas las cosas creadas, visibles e invisibles» y que «su diversidad se reconduce a la unidad», el obispo de Ginebra propuso llamarlo «uno-diferente», es decir, «único y diferente, único con diversidad y diferente con unidad».
Para él, cada ser es único. Las personas son como las perlas de las que habla Plinio: «son tan únicas, cada una en su cualidad, que nunca se encuentran dos perfectamente iguales». Es significativo que sus dos obras principales, la Introducción a la vida devota y el Tratado del amor de Dios, estén dirigidas a una persona singular, Filotea y Teotimo. ¡Qué variedad y diversidad entre los seres! «Sin duda, como vemos que nunca se encuentran dos hombres perfectamente iguales en los dones de la naturaleza, tampoco se encuentran dos perfectamente iguales en los dones sobrenaturales». La variedad le encantaba también desde un punto de vista puramente estético, pero temía una curiosidad indiscreta sobre sus causas:

Si alguien se preguntara por qué Dios hizo las sandías más grandes que las fresas, o los lirios más grandes que las violetas; por qué el romero no es una rosa o por qué el clavel no es una caléndula; por qué el pavo real es más bello que un murciélago, o por qué el higo es dulce y el limón agrio, se reirían de sus preguntas y le dirían: pobre hombre, como la belleza del mundo requiere variedad, es necesario que en las cosas haya perfecciones diferentes y diferenciadas y que una no sea la otra; por eso unas son pequeñas, otras grandes, unas agrias, otras dulces, unas más bellas, otras menos. […] Todas tienen su mérito, su gracia, su esplendor, y todas, vistas en conjunto en su variedad, constituyen un maravilloso espectáculo de belleza.

La diversidad no obstaculiza la unidad, al contrario, la enriquece y embellece aún más. Cada flor tiene sus características que la distinguen de todas las demás: «No es propio de las rosas ser blancas, me parece, porque las rojas son más bellas y tienen un mejor perfume, que sin embargo es propio del lirio». Ciertamente, Francisco de Sales no soporta la confusión y el desorden, pero es igualmente enemigo de la uniformidad. La diversidad de los seres puede conducir a la dispersión y a la ruptura de la comunión, pero si hay amor, «vínculo de la perfección», nada se pierde, al contrario, la diversidad se exalta con la unión.
En Francisco de Sales hay sin duda una cultura real del individuo, pero esta nunca es un cierre al grupo, a la comunidad o a la sociedad. Él ve espontáneamente al individuo inserto en un contexto o «estado» de vida, que marca notablemente la identidad y pertenencia de cada uno. No será posible fijar un programa o proyecto igual para todos, por el simple hecho de que se aplicará y realizará de manera diferente «para el caballero, para el artesano, para el criado, para el príncipe, para la viuda, para la joven, para la casada»; además hay que adaptarlo «a las fuerzas y deberes de cada uno en particular». El obispo de Ginebra ve la sociedad repartida en espacios vitales caracterizados por la pertenencia social y la solidaridad de grupo, como cuando trata «de la compañía de soldados, del taller de artesanos, de la corte de los príncipes, de la familia de gente casada».
El amor personaliza y, por tanto, individualiza. El afecto que une a una persona con otra es único, como demuestra Francisco de Sales en su relación con la señora de Chantal: «Cada afecto tiene su peculiaridad que lo diferencia de los demás; el que siento por usted posee cierta particularidad que me consuela infinitamente y, para decirlo todo, para mí es sumamente fructífero». El sol ilumina a todos y a cada uno: «al iluminar un rincón de la tierra, no lo ilumina menos que si no brillara en otro lugar, sino solo en ese rincón».

El ser humano está en devenir
Humanista cristiano, Francisco de Sales cree finalmente en la posibilidad que tiene la persona humana de perfeccionarse. Erasmo había forjado la fórmula: Homines non nascuntur sed finguntur. Mientras el animal es un ser predeterminado, guiado por el instinto, el hombre, en cambio, está en perpetua evolución. No solo cambia, sino que puede cambiarse a sí mismo, tanto para bien como para mal.
Lo que preocupaba enteramente al autor del Teotimo era perfeccionarse a sí mismo y ayudar a los demás a perfeccionarse, y no solo en el ámbito religioso, sino en todo. Desde el nacimiento hasta la tumba, el hombre está en situación de aprendiz. Imitamos al cocodrilo que «nunca deja de crecer mientras vive». De hecho, «permanecer mucho tiempo en un mismo estado no es posible: quien no avanza, retrocede en este tráfico; quien no sube, baja en esta escala; quien no vence es vencido en esta lucha». Cita a san Bernardo que decía: «Está escrito especialmente para el hombre que nunca estará en el mismo estado: debe avanzar o retroceder». Sigamos adelante:

¿No sabes que estás en camino y que el camino no es para sentarse, sino para avanzar? Y está hecho para avanzar tanto que moverse hacia adelante se llama caminar.

Esto también significa que la persona humana es educable, capaz de aprender, corregirse y mejorarse. Y esto es cierto a todos los niveles. La edad a veces no tiene nada que ver. Miren a estos niños cantores de la catedral, que superan con mucho las capacidades de su obispo en este ámbito: «Admiro a estos niños –decía– que apenas saben hablar y que ya cantan su parte; comprenden todos los signos y reglas musicales, mientras que yo no sabría cómo arreglármelas, yo que soy un hombre hecho y que quisiera hacerse pasar por un gran personaje». Nadie en este mundo es perfecto:

Hay personas de naturaleza ligera, otras groseras, otras muy reacias a escuchar opiniones ajenas, y otras finalmente propensas a la indignación, otras a la ira y otras al amor; en resumen, encontramos muy pocas personas en las que no sea posible descubrir una u otra de tales imperfecciones.

¿Debemos entonces desesperar de poder mejorar nuestro temperamento, corrigiendo alguna de nuestras inclinaciones naturales? En absoluto.

Por mucho que, de hecho, sean en cada uno de nosotros propias y naturales, si con la aplicación a un apego contrario se pueden corregir y regular, e incluso uno puede liberarse y purificarse, entonces, les digo Filotea, que hay que hacerlo. Incluso se ha encontrado la manera de hacer dulces los almendros amargos: basta con perforarlos en la base y hacer salir el jugo; ¿por qué no podríamos entonces hacer salir nuestras inclinaciones perversas para así ser mejores?

De aquí la conclusión optimista pero exigente: «No hay naturaleza buena que no pueda volverse mala mediante hábitos viciosos; no hay naturaleza tan perversa que no pueda, primero con la gracia de Dios y luego con el esfuerzo industrioso y la diligencia, domarse y vencer». Si el hombre es educable, no debemos desesperar de nadie y debemos cuidarnos de los prejuicios hacia las personas:

No digan: fulano es un borracho, aunque lo hayan visto ebrio; es un adúltero, por haberlo visto pecar; es un incestuoso, por haberlo sorprendido en esa desgracia; porque un solo acto no basta para dar nombre a la cosa. […] Y aunque un hombre haya sido vicioso durante mucho tiempo, se correría el riesgo de mentir llamándolo vicioso.

La persona humana nunca termina de cultivar su jardín. Es la lección que el fundador de las visitandinas les inculcaba cuando las llamaba «a cultivar la tierra y el jardín» de sus corazones y espíritus, porque no existe «hombre tan perfecto que no necesite esforzarse tanto para crecer en la perfección como para conservarla».

Por P. Wirth MORAND

Salesiano de Don Bosco, profesor universitario, biblista e historiador salesiano, miembro emérito del Centro de Estudios Don Bosco, autor de varios libros.