16 Dic 2025, Mar

«He venido para servir y dar la vida». Rodolfo Lunkenbein (1939-1976)

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En julio de 1976, en el corazón del Mato Grosso brasileño, un joven misionero salesiano alemán y un catequista indígena bororo sellaron con su sangre su fidelidad al Evangelio y su alianza con los más pobres. El padre Rodolfo Lunkenbein y Simão Bororo fueron asesinados mientras defendían las tierras y los derechos del pueblo bororo de la violencia de los terratenientes. Su sacrificio representa un luminoso testimonio de cómo el anuncio cristiano se encarna en la promoción de la justicia, en el respeto a las culturas indígenas y en la defensa de los oprimidos. Este ensayo recorre el camino espiritual y misionero del padre Rodolfo, desde su vocación juvenil hasta el martirio, destacando cómo su vida encarnó plenamente el lema elegido para su primera misa: «He venido para servir y dar la vida».

1. Un peregrinaje
            Quisiera comenzar esta intervención compartiendo lo que viví en mayo de 2016 cuando fui invitado por el Inspector de Campogrande (Mato Grosso do Sul – Brasil), don Gildásio Mendes Dos Santos, a visitar los lugares donde vivieron y fueron asesinados el padre Rodolfo Lunkenbein y Simão Bororo y acompañar el camino de discernimiento sobre la apertura de la Causa de beatificación. Un discernimiento ya iniciado, preparado desde hace tiempo con investigaciones, testimonios, documentos, pero que necesitaba de un paso orientador y decisivo.
Después de inaugurar el mes mariano en Cuiabá, ciudad donde llegaron los Salesianos en 1894, visité las tierras indígenas de los Bororo y Xavantes donde los Salesianos están presentes desde 1904. Al llegar a Meruri, fui recibido por la comunidad bororo con ritos de acogida propios de esa cultura (cantos, danzas, investidura, pinturas…). Siguió una especie de recorrido que se concretó cada vez más como un peregrinaje con algunas etapas y estaciones:
– salida del patio de la misión, lugar del asesinato del padre Rodolfo y Simão el 15 de julio de 1976, casi para significar cómo el patio salesiano es realmente un lugar de martirio, tanto en el sentido de la dedicación pastoral educativa a la misión recibida, como en el sentido de la disponibilidad a vivir con fidelidad la vocación hasta el derramamiento de sangre;
– parada en el cementerio de la comunidad bororo, donde están sepultados don Rodolfo y Simão y donde dos indígenas conmemoraron la historia y la figura de los dos testigos (como se hacía en los primeros tiempos de la Iglesia), subrayando su amor por los pequeños y los pobres. Hablaron con una vivacidad de recuerdos y con un involucramiento emocional como si los hechos hubieran ocurrido poco tiempo antes. En la tumba del padre Rodolfo está esculpido el lema que eligió en ocasión de la Primera Misa: «He venido para servir y dar la vida». Los Bororo lo llamaban “Pez dorado”, casi simbólicamente para recordar cómo los primeros cristianos expresaban en el símbolo del pez el misterio de Cristo;
– peregrinaje hacia la iglesia parroquial de la misión, Sagrado Corazón de Jesús, pasando por la Puerta Santa. De hecho, siendo el Año de la misericordia, el obispo diocesano había establecido que la iglesia de Meruri fuera iglesia jubilar, en memoria del padre Rodolfo y Simão. Ellos demostraron con la vida y con la muerte que la justicia es esencialmente un abandonarse confiado a la voluntad de Dios y defendieron a los pobres y oprimidos, perdonando a sus asesinos, como hizo Simão antes de morir, y como el padre Rodolfo había expresado en su primera homilía;

– celebración eucarística, donde se hizo memoria del sacrificio común del padre Rodolfo y Simão en unión al sacrificio de Cristo. Meruri representa la alianza en la sangre: un salesiano, el padre Rodolfo, que da la vida por los Bororo; un Bororo, Simão, que da la vida por el padre Rodolfo;
– encuentro con algunos testigos: dos mujeres contaron cómo por intercesión del padre Rodolfo habían recibido gracias de sanación: una por una hija muy enferma y en peligro de muerte; la otra por otra niña afectada por una infección en un oído y sanada instantáneamente. El encuentro con el padre Gonzalo Ochoa, testigo directo del asesinato del misionero y del indio Simão, y con el padre Bartolomeo Giaccaria, que desde 1954 trabaja entre los Xavantes. Conmovedora fue la testificación de un joven aspirante salesiano perteneciente a los Bororo que habló del padre Rodolfo con emoción, diciendo que en su familia le habían contado que gracias al sacrificio del misionero salesiano su pueblo no se había extinguido, sino que había crecido en número y también en fecundidad vocacional;
– visita al cementerio de Araguaya donde se conservan los restos mortales de los misioneros padre Giovanni Fuchs y padre Pedro Sacilotti, asesinados por los Xavantes el 1° de noviembre de 1934, semilla de esperanza para la misión salesiana entre los indios del Mato Grosso.

2. «Una alianza de corazones y sueños en tierras misioneras»
            Rodolfo Lunkenbein nació el 1° de abril de 1939 en Döringstadt, Alemania. Desde adolescente, la lectura de las publicaciones salesianas despertó en él el deseo de ser misionero. Fue enviado a Brasil como misionero y realizó el período de prácticas en la misión de Meruri, donde permaneció hasta 1965. Fue ordenado sacerdote el 29 de junio de 1969 en Alemania, eligiendo como lema: «He venido para servir y dar la vida». Luego regresó a Meruri, recibido con gran afecto por los Bororo, que le dieron el nombre de Koge Ekureu (Pez dorado). Participó en 1972 en la fundación del Consejo Misionero Indígena (CIMI) y luchó por la defensa de las reservas indígenas. El 15 de julio de 1976 fue asesinado en el patio de la misión salesiana. En su última visita a Alemania, en 1974, su madre le rogaba que tuviera cuidado, porque la habían informado de los riesgos que corría su hijo. Él respondió: «Mamá, ¿por qué te preocupas? Si quieren romperme un dedo, les tiendo mis dos manos. No hay nada más hermoso que morir por la causa de Dios. Ese sería mi sueño».
Simão Bororo, amigo de don Lunkenbein, nació en Meruri el 27 de octubre de 1937 y fue bautizado el 7 de noviembre del mismo año. Era miembro del grupo de Bororo que acompañó a los misioneros don Pedro Sbardellotto y al Salesiano coadjutor Jorge Wörz en la primera residencia misionera entre los Xavantes, en la misión de Santa Teresina, en los años 1957-58. Entre 1962 y 1964 participó en la construcción de las primeras casas de ladrillo para las familias bororo de Meruri, convirtiéndose en un albañil experto y dedicando el resto de su vida a este oficio. Fue mortalmente herido al intentar defender la vida del don Lunkenbein el 15 de julio de 1976. Antes de morir, perdonó a sus asesinos.
Con su sacrificio, don Lunkenbein y Simão Bororo han testificado que hay entre nosotros Alguien que es más fuerte que el mal, más fuerte que quienes lucran con la piel de los desesperados, de quienes aplastan a los demás con prepotencia… Los mártires no viven para sí, no luchan para afirmar sus propias ideas, y aceptan tener que morir solo por fidelidad al Evangelio. Uno se queda asombrado ante la fortaleza con la que enfrentaron la prueba. Esta fortaleza es signo de la gran esperanza que los animaba: la esperanza cierta de que nada ni nadie podía separarlos del amor de Dios que se nos ha dado en Jesucristo.
Don Lunkenbein anunciaba un Dios fraterno, promovía la justicia y buscaba una vida en plenitud para el pueblo bororo, que vivía en un contexto de marginación, de desprecio, amenazado por quienes querían ocupar sin escrúpulos su tierra. Él testifica cómo el anuncio del Evangelio se manifiesta en el respeto y la promoción de la cultura, las tradiciones, los estilos y ritmos de vida de la población indígena, apoyando sus procesos de liberación.
El padre Lunkenbein y Simão vivieron un verdadero encuentro con Jesucristo sellando en sangre una alianza profunda, a través del don de sí: «una alianza de corazones y sueños en tierras misioneras».

3. El 15 de julio de 1976
            La tormenta que se había estado gestando durante tiempo estalló a las nueve de esa mañana, cuando los fazendeiros llegaron a Meruri. No atacaron de inmediato la misión. Detuvieron a dos agrimensores a cuatro kilómetros del pueblo. Desarmaron a los cuatro indígenas que los acompañaban, los amenazaron con sus propias armas, los hicieron subir como prisioneros a los autos y se marcharon. Llegaron a algunas casas coloniales donde se detuvieron a comer algo y beber cachaça y ron. Emocionados, se dirigieron decididos hacia la misión. Estaba en curso la antigua lucha por la tierra. Dos organizaciones vinculadas al Ministerio del Interior, la Funai y el Incra, protegen los intereses respectivamente de los indígenas y de los colonos; pero en el desarrollo de sus tareas encuentran no pocas dificultades. Cientos de pequeños propietarios desalojados de las grandes fincas de los ricos latifundistas invadían los territorios de los indígenas y allí se asentaban, en situaciones a veces de extrema indigencia. Era el caso de Meruri. La presencia de los agrimensores de la Funai que habían venido a repartir las tierras había reavivado de repente el furor. Cuando los fazendeiros llegaron (en total eran 62, armados con pistolas y cuchillos) deseosos de desahogar su rabia, solo encontraron a un pequeño misionero, el padre Ochoa. Comenzaron a golpearlo, gritando que los misioneros eran todos ladrones, que querían para sí las tierras de los indígenas. Los guerreros bororo habían partido una semana antes para la caza del arara (el gran loro iridiscente) y del pecarí (una especie de jabalí). El pequeño misionero empujado e insultado no sabía cómo defenderse, cuando llegó el padre Rodolfo.
Estaba acalorado por el esfuerzo y sonriente. Tenía las manos sucias de grasa, porque había tenido que reparar una vez más el jeep. Los invasores eran hombres conocidos en el pueblo. El jefe Eugenio, que había terminado el desayuno y se estaba acercando, reconoció de inmediato a Joào, Preto y muchos otros. Joào y el padre Rodolfo hablaban de tierras y de mediciones, y el misionero intentaba dar explicaciones. «No es así, estas mediciones son cosas oficiales, ordenadas por la Funai…». Los colonos, en cambio, se sentían defraudados. Entonces el padre Rodolfo propuso hacer una lista de todos aquellos que querían protestar: él mismo recogería su protesta y la enviaría a la Funai, la organización gubernamental que protege a los indígenas. Así que entraron en la dirección, y el padre Rodolfo se sentó. Escribió 42 nombres, uno tras otro, en una gran hoja de papel. Ese trozo de papel con la letra obviamente nerviosa permaneció sobre la mesa.

El padre Rodolfo no imaginaba que escribía por última vez, y que trazaba los nombres de sus asesinos. Todo parecía acomodado. El cacique, los nueve indígenas, los agrimensores, los fazendeiros volvieron al aire libre y el padre Rodolfo estrechó la mano de cada uno. Los agrimensores descargaron de un auto sus herramientas, para recuperarlas. También se sacaron las armas confiscadas a los indios bororo. Al ver esa extraña operación, el padre Rodolfo exclamó con asombro y reproche. Le fue fatal. João Mineiro inmediatamente lo golpeó con una mano. Los indígenas acudieron a su lado. Joào sacó de su bolsillo una pistola Beretta. Estaba apuntando cuando Gabriel, uno de los Bororo, le agarró la muñeca. En el mismo instante, Preto sacó su pistola y disparó contra el misionero. Desde la hermana Rita vio al padre Rodolfo llevarse las manos al pecho, y su figura alta y robusta tambalear. Preto disparó otros cuatro tiros al misionero, que cayó al suelo. El indio Simão, que había intentado defender al misionero, fue alcanzado de lleno. La madre del joven indio, Tereza, corrió hacia su hijo para socorrerlo, y recibió una bala en el pecho. Y finalmente los asaltantes huyeron. Saltaron a los autos. Hermana Rita corrió hacia donde yacía el padre Rodolfo en su sangre. Estaba vivo, pero al borde. Solo pudo ofrecerle una palabra de consuelo: «Padre diretor, vai para a casa do Pai» (Padre director, regrese a la casa del Padre). El misionero esbozó una sonrisa, luego su corazón se detuvo. El sacrificio estaba consumado. La Misa de Rodolfo Lunkenbein había terminado.

4. Historia de la Causa
            El 7 de septiembre de 2016, la Congregación de las Causas de los Santos comunicó a mons. Protógenes José Luft, S.d.C., obispo de Barra do Garças (Brasil), la autorización por parte de la Santa Sede para la Causa de martirio de los siervos de Dios, Rodolfo Lunkenbein, sacerdote salesiano, y Simão Bororo, laico, asesinados en odio a la fe el 15 de julio de 1976 en la misión salesiana de Meruri (Mato Grosso – Brasil).
«¡Meruri Rodolfo! ¡Meruri Simão! ¡Meruri, martirio, misión!». Esta frase del poema de mons. Casaldáliga, obispo emérito de la Prelatura de São Félix do Araguaia, no podía ser más acertada para describir lo que sucedió en Meruri, el 31 de enero de 2018, cuando Mons. Protógenes José Luft, obispo de Barra do Garças, abrió oficialmente la Investigación diocesana sobre la vida, el martirio, así como sobre la fama de santidad y de signos de los siervos de Dios Rodolfo Lunkenbein, Sacerdote profeso de la Sociedad de San Francisco de Sales, y del indígena Simone Cristiano Koge Kudugodu, llamado Simão Bororo, laico.
No podría haber mejor presentación para Don Bosco en el día de su fiesta: un hijo misionero de Don Bosco y un indígena destinatario de su misión, caminando juntos por el camino hacia los altares. Así continúa el poema de mons. Pedro Casaldáliga: “En la Misa y en la danza, en la sangre y en la tierra, tejen la alianza Rodolfo y Simão! Meruri en la vida, Meruri en la muerte, y el amor más fuerte, es la misión cumplida”.
La Causa avanza rápidamente: ya se han escuchado a más de 40 testigos, tanto salesianos, como religiosas, indios bororo, familiares del padre Rodolfo. Increíble cómo esta Causa ha tocado el corazón de tantas personas en la Inspectoría de Mato Grosso, en el Brasil salesiano y en la Iglesia. El ejemplo de fe y amor por el Reino de Dios de Rodolfo y Simão es verdaderamente un signo y un llamado a la renovación y al ardor misionero. Don Rodolfo y Simão forman parte de una larga lista de misioneros católicos e indígenas asesinados que han acompañado, evangelizado a los indios y han luchado por sus derechos. La lucha por la defensa de la tierra, de los pueblos que la habitan y de sus inmensas riquezas naturales, culturales y espirituales, ha sido y es aún fecundada por la sangre de mártires.
Esta Causa se desarrolla en el contexto del 125° aniversario del inicio de la presencia misionera salesiana en Mato Grosso: cada meta siempre presupone un aporte previo de santidad. Además, la Causa se desarrolla en el camino de preparación y celebración del Sínodo especial para la región Panamazónica convocado por el papa Francisco. Un Sínodo que tiene como objetivo «identificar nuevas vías para la evangelización del pueblo de Dios en las áreas de la gran Amazonía, especialmente de las poblaciones indígenas».

5. En escucha del padre Rodolfo
            Don Lunkenbein en sus cartas, en las homilías y en otras intervenciones manifestaba su corazón misionero y la fuerza profética del Evangelio en la promoción de la justicia y la solidaridad. En la primera homilía pronunciada en el Domingo quincuagésimo después de Pentecostés, en la parroquia de Aschau (Alemania), el 15 de septiembre de 1968, el recién ordenado sacerdote, después de recordar cómo «los textos de la Misa dominical nos indican de forma siempre nueva el sentido y la finalidad de la vida», manifestando cómo la Palabra de Dios siempre ha sido la lámpara que ha iluminado su camino, continúa comentando el capítulo 6° de la carta de san Pablo a los Gálatas. En primer lugar, contextualiza de forma realmente significativa la palabra proclamada, despertando la dignidad de la persona humana como ser comunitario y hijo amado de Dios: «Somos seres racionales, no somos animales. Vivimos juntos en comunidad. Somos hijos de Dios, tanto cristianos como no cristianos, y todos somos amados por Aquel que nos ha creado y es nuestro Padre». Luego exhorta a vivir con responsabilidad con una expresión realmente sugestiva: «Por lo tanto, cada cristiano debería actuar como una persona humana con una postura cristiana». El padre Rodolfo en todas las fotos aparece como una persona alta, siempre sonriente, con un físico fuerte y robusto, casi significando también su robustez interior.
Quien se acercaba a él por primera vez quedaba impresionado por su imponente altura de 1 metro y 92, sin embargo, justo después del impacto inicial, cualquiera se sentía acogido por la bondad contagiosa y la sonrisa alegre y afectuosa de ese sacerdote salesiano misionero.
Y continuaba en la homilía: «Seamos humildes, es decir, seamos modestos, pongámonos en nuestro lugar como criaturas de Dios que es nuestro Padre, señor de la creación, de la vida y de la muerte; esta es nuestra orientación fundamental. Ser humilde no significa despreciar nuestra dignidad, sino al contrario, ser humilde es saber vivir en la presencia de Dios que habita en nosotros». El cristiano, siguiendo el ejemplo de Cristo y sus pasos, está llamado a renunciar a sí mismo y a vivir según la vocación recibida: «Nuestro envío es como el suyo: estar aquí para los hombres, para los pecadores, para los enfermos, para los ancianos y amarlos. De esta manera somos como Cristo Jesús. Nuestra tarea como cristianos es seguir sus pasos. Sus pasos, sin embargo, son el camino del amor y del bien. “No nos cansemos de hacer el bien”» (Gal 6,9).
Concluía la homilía con una oración que, a la luz de su vida terminada en el sacrificio de la vida, asume un valor profético extraordinario: «Señor, tú que nos has dicho que amemos a todos los hombres; Padre, tú que nos has enseñado a orar: perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Te pedimos: Que tu reino venga también a nuestros enemigos. Dales el pan cotidiano como lo das a nosotros. No puedo excluir a nadie de mi oración y de mi amor. Y nadie que hace el bien puede ser excluido por Dios. Amemos a todos los hombres como el Señor nos ha amado. Amén». Es una oración de perdón y reconciliación, que pide el pan también para los enemigos y manifiesta un horizonte de amor que no excluye a nadie. Es interesante notar que motivó esta oración recordando la reconciliación ocurrida entre Bororo y Xavantes, desde siempre enemigos declarados, y sellada en Navidad de 1964 cuando un cacique xavante recibió el bautismo teniendo como padrino a un cacique bororo.
En sus últimos escritos aparecen a menudo alusiones a la muerte: «También hoy, un misionero debe estar dispuesto a morir para hacer su deber. La ayuda que nos darán muestra que han entendido claramente lo que significa hoy ser cristiano: sacrificarse con Cristo, sufrir con Cristo, morir con Cristo y vencer con Cristo por la salvación de todo el mundo, de nuestro prójimo».
(Carta a sus compatriotas del 11.08.1975).
La figura del catequista indígena Simão representa un modelo de cristiano «que supo asumir la vocación con radicalidad evangélica, hizo la experiencia de la inculturación del Evangelio en su propia vida, testificó la fe personal en Jesucristo, compartiendo la alegría del Evangelio con su pueblo y los misioneros». La santidad de don Rodolfo y Simão es testimonio de una fe en el Resucitado vivida en el servicio cotidiano, en el contacto fraterno con las personas, en el trabajo, en la predicación de la Palabra y en la catequesis, en la oración ordinaria, en el amor por la Virgen, en la alegría y en el compromiso evangélico por la causa indígena.

P. Pierluigi CAMERONI

Salesiano de Don Bosco, experto en hagiografía, autor de varios libros salesianos. Es Postulador General de la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco.