25 Sep 2025, Jue

Educar nuestras emociones con san Francisco de Sales

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La psicología moderna ha demostrado la importancia y la influencia de las emociones en la vida de la psique humana y cada uno sabe que las emociones son particularmente fuertes durante la juventud. Pero ya casi no se habla de las «pasiones del alma», que la antropología clásica ha analizado minuciosamente, como testimonia la obra de Francisco de Sales, y, en particular, cuando escribe que «el alma, en cuanto tal, es la fuente de las pasiones». En su vocabulario el término «emoción» aún no aparece con las connotaciones que le atribuimos. Dirá, en cambio, que nuestras «pasiones» en ciertas circunstancias son «movidas». En el ámbito educativo, la cuestión que se plantea se refiere a la actitud que conviene tener frente a estas manifestaciones involuntarias de nuestra sensibilidad, que siempre tienen un componente fisiológico.


«Yo soy un pobre hombre y nada más»
            Todos los que han conocido a Francisco de Sales han notado su gran sensibilidad y emotividad. Se le subía la sangre a la cabeza y el rostro se ponía todo rojo. Conocemos sus ataques de ira contra los «herejes» y la cortesana de Padua. Como todo buen Saboyano, era «habitualmente calmo y dulce, pero capaz de terribles ataques de ira; un volcán bajo la nieve». Su sensibilidad era muy viva. Con motivo de la muerte de su hermana pequeña Jeanne, escribía a Juana de Chantal, también consternada:

            ¡Ay de mí, Hija mía!: yo soy un pobre hombre y nada más. Mi corazón se ha enternecido más de lo que jamás habría imaginado; pero la verdad es que ha contribuido mucho el disgusto vuestro y de mi madre: he tenido miedo por vuestro corazón y por el de mi madre.

            A la muerte de su madre, no ocultó que esa separación le había hecho derramar lágrimas; tuvo ciertamente el coraje de cerrarle los ojos y la boca y de darle un último beso, pero después de eso, confiaba a Juana de Chantal, «el corazón se me hinchó grandemente, y lloré por esta buena madre más de lo que jamás había hecho desde el día en que abracé el sacerdocio». Él, en efecto, no frenaba sistemáticamente las manifestaciones exteriores de sus sentimientos, su humanismo las aceptaba tranquilamente. Un precioso testimonio de Juana de Chantal nos informa que «nuestro santo no estaba exento de sentimientos y de mociones de las pasiones, y no quería ser liberado de ellos».
            Se sabe bien que las pasiones del alma influyen en el cuerpo, provocando reacciones exteriores a sus movimientos interiores: «Nosotros exteriorizamos y manifestamos nuestras pasiones y los movimientos que nuestras almas tienen en común con los animales por medio de los ojos, con movimientos de las cejas, de la frente y de todo el rostro». Así, no está en nuestro poder no sentir miedo en determinadas circunstancias: «Es como si uno dijera a una persona que se ve venir contra un león o un oso: No tengas miedo». Ahora, «cuando se siente temor se pone uno pálido, y cuando somos reprendidos por una cosa que nos contraría, se nos sube la sangre al rostro y nos ponemos rojos, o bien la contrariedad puede también hacer brotar lágrimas de nuestros ojos». Los niños, «si ven un perro que ladra, inmediatamente se ponen a gritar y no se detienen hasta que están cerca de la mamá».
            Cuando la señora de Chantal encuentre al asesino de su marido, ¿cómo reaccionará su «corazón»? «Sé que, sin duda, vuestro corazón se sobresaltará y se sentirá conmocionado, y vuestra sangre hervirá», prevé su director espiritual, añadiendo esta lección de sabiduría: «Dios nos hace tocar con la mano, en estas emociones, cuán cierto es que estamos hechos de carne, de huesos y de espíritu».

Las doce pasiones del alma
            En la antigüedad, Virgilio, Cicerón y Boecio reducían a cuatro las pasiones del alma, mientras que san Agustín conocía una sola pasión dominante, el amor, articulado a su vez en cuatro pasiones secundarias: «El amor que tiende a poseer lo que ama, se llama ansia o deseo; cuando lo consigue y lo posee, se llama alegría; cuando huye de lo que le es contrario, se llama temor; si le sucede perderlo y siente el peso, se llama tristeza».
            En la Filotea, Francisco de Sales señala siete, comparándolas con las cuerdas que el lutier debe de vez en cuando afinar: el amor, el odio, el deseo, el temor, la esperanza, la tristeza y la alegría.
            En el Teótimo, en cambio, enumera hasta doce. Asombra que «esta multitud de pasiones […] sea dejada en nuestras almas». Las primeras cinco tienen por objeto el bien, o sea, todo aquello que nuestra sensibilidad nos hace espontáneamente buscar y apreciar como bueno para nosotros (pensemos en los bienes fundamentales de la vida, de la salud y de la alegría):

            Si el bien es considerado en sí mismo, según su bondad natural, genera el amor, primera y principal pasión; si el bien es considerado en cuanto faltante, provoca el deseo; si, deseándolo, se piensa que se puede conseguir, se tiene la esperanza; si se teme no poderlo obtener, se entra en la desesperación; y cuando, de hecho, se lo posee, se tiene la alegría.

            Las otras siete pasiones son aquellas que nos hacen espontáneamente reaccionar negativamente frente a todo aquello que nos aparece como mal a evitar y a combatir (pensemos en la enfermedad, en el sufrimiento y en la muerte):

            Apenas conocemos el mal, lo odiamos; si está ausente, lo huimos; si pensamos que no podemos evitarlo, lo tememos; si creemos que podemos evitarlo, nos animamos y nos armamos de coraje; pero si lo sentimos presente, nos entristecemos, y entonces la ira y el disgusto intervienen repentinamente para rechazarlo y alejarlo o al menos vengarse de él; y, si eso no es factible, permanecemos en la tristeza; pero, si logramos rechazarlo o vengarnos, sentimos satisfacción y un sentido de paz, que es placer del triunfo, porque así como la posesión del bien alegra el corazón, la victoria sobre el mal satisface el coraje.

            Como se ve, a las once pasiones del alma propuestas por santo Tomás, Francisco de Sales añade la victoria sobre el mal, que «satisface el coraje» y provoca la alegría del triunfo.

El amor, primera y principal pasión
            Como era fácil prever, el amor es presentado como la «primera y principal pasión»: «El amor viene en primer lugar, entre las pasiones del alma: es el rey de todas las mociones del corazón, transforma en sí todo el resto y nos hace ser lo que él ama». «El amor es la primera pasión del alma», repite.
            Él se manifiesta de mil maneras y su lenguaje es muy diversificado; de hecho, «no se expresa solamente con palabras, sino también con los ojos, con los gestos y con las acciones. Por lo que se refiere a los ojos, las lágrimas que brotan de ellos son pruebas de amor». Existen también los «suspiros de amor». Pero tales manifestaciones del amor son diferentes. La más habitual y superficial es la emoción o pasión, la cual pone en movimiento casi involuntariamente la sensibilidad.
            ¿Y el odio? Odiamos espontáneamente lo que nos aparece como un mal. Es necesario saber que, entre las personas, existen formas de odio y aversiones instintivas, irracionales, inconscientes, como las existentes entre el mulo y el caballo, entre la viña y los repollos. No somos para nada responsables, porque no dependen de nuestra voluntad.

El deseo y la fuga
            El deseo es otra realidad fundamental de nuestra psique. La vida cotidiana provoca múltiples deseos, porque el deseo consiste en la «esperanza de un bien futuro». Los más comunes deseos naturales son aquellos que «se refieren a los bienes, a los placeres y a los honores».
            Al contrario, nosotros huimos espontáneamente de los males de la vida. La voluntad humana de Cristo lo empujaba a huir de los dolores y de los sufrimientos de la pasión; de ahí el temblor, la angustia y el sudar sangre.

La esperanza y la desesperación
            La esperanza concierne un bien que se piensa que se puede obtener. Filotea es invitada a examinar cómo se ha comportado en referencia a la «esperanza, quizás demasiado a menudo depositada en el mundo y en la criatura, y demasiado poco en Dios y en las cosas eternas».
            En cuanto a la desesperación, mirad por ejemplo aquella de los «jóvenes aspirantes a la perfección»: «Apenas encuentran una dificultad en su camino, he aquí inmediatamente una sensación de decepción, que los empuja a hacer un montón de lamentos, tal que da la impresión de estar atribulados por grandes tormentos. El orgullo y la vanidad no pueden tolerar el mínimo defecto, sin sentirse inmediatamente fuertemente turbados hasta llegar a la desesperación».

La alegría y la tristeza
            La alegría es «la satisfacción por el bien obtenido». Así, «cuando encontramos a aquellos que amamos, no es posible no sentirse conmovidos por la alegría y el contento». La posesión de un bien produce infaliblemente una complacencia o alegría, como la ley de gravedad mueve la piedra: «Es el peso que sacude las cosas, las mueve y las detiene: es el peso que mueve la piedra y la arrastra en el descenso apenas se quitan los obstáculos; es el mismo peso que le hace continuar el movimiento hacia abajo; finalmente, es siempre el mismo peso que la hace detenerse y asentarse cuando ha llegado a su lugar».
            La alegría llega a veces a la risa. «La risa es una pasión que irrumpe sin que lo queramos y no está en nuestro poder retenerlo, tanto más que reímos y somos movidos a reír por circunstancias imprevistas». ¿Nuestro Señor ha reído? El obispo de Ginebra piensa que Jesús sonreía cuando quería: «Nuestro Señor no podía reír, porque para él nada era imprevisto, dado que conocía todo antes de que sucediera; podía, ciertamente, sonreír, pero lo hacía voluntariamente».
            Las jóvenes visitandinas, tomadas a veces por una incontenible risa cuando una compañera se golpeaba el pecho o una lectora cometía un error durante la lectura en la mesa, necesitaban una lección sobre este punto: «Los locos ríen de cualquier situación, porque todo los sorprende, no logrando prever nada; pero los sabios no ríen con tanta ligereza, porque emplean mayormente la reflexión, la cual hace que prevean las cosas que deben suceder». Dicho esto, no es un defecto reír de alguna imperfección, «siempre que no se vaya demasiado lejos».
            La tristeza es «el dolor por un mal presente». Ella «turba el alma, provoca temores desmesurados, hace probar disgusto por la oración, debilita y adormece el cerebro, priva al alma de sabiduría, de resolución, de juicio y coraje y aniquila las fuerzas»; es «como un duro invierno que arruina toda la belleza de la tierra y vuelve indolentes a todos los animales; porque quita toda suavidad del alma y la vuelve como perezosa e impotente en toda su facultad».
            Puede desembocar en ciertos casos en el llanto: un padre, al acto de enviar a su hijo a la corte o a los estudios, no puede contenerse «de llorar despidiéndose de él»; y «una hija, aunque se haya casado según los deseos del padre y de la madre, los conmueve hasta las lágrimas al momento de recibir su bendición». Alejandro Magno lloró cuando se enteró de que había otras tierras que nunca podría conquistar: «Como un niño que gimotea por una manzana que se le niega, aquel Alejandro, que los historiadores llaman el Grande, más loco que un niño, se pone a llorar a lágrima viva, porque le parece imposible conquistar los otros mundos».

El coraje y el miedo
El temor se refiere a un «mal futuro». Algunos, queriendo ser valientes, andan por ahí durante la noche, pero «apenas oyen caer una piedra o el susurro de un ratón que huye, se ponen a gritar: ¡Dios mío! – ¿Qué pasa?, les preguntan, ¿qué habéis encontrado? – He oído un ruido. – Pero ¿qué? – No lo sé». Es necesario ser cautelosos, porque «el miedo es un mal mayor que el mal mismo».

            En cuanto al coraje, antes de ser una virtud, es un sentimiento que nos sostiene ante dificultades que normalmente deberían abatimos. Francisco de Sales lo experimentó al emprender una larga y arriesgada visita a su diócesis de montaña:

            Estoy a punto de montar a caballo para la visita pastoral, que durará unos cinco meses. […] Parto lleno de coraje, y, desde esta mañana, he experimentado una gran alegría de poder empezar, aunque, antes, durante varios días, había experimentado vanos temores y tristezas.

La cólera y el sentimiento del triunfo
            En cuanto a la ira o cólera, no podemos impedir que nos invada en ciertas circunstancias: «Si me vienen a decir que alguien ha hablado mal de mí, o que me causan otra contrariedad, inmediatamente estalla la cólera y no me queda ni una vena que no se retuerza, porque la sangre hierve». Incluso en los monasterios de la Visitación no faltaban ocasiones para irritarse y enfadarse, y se sentían prepotentes los ataques del «apetito irascible». Nada extraño en ello: «Impedir que el resentimiento de la cólera se despierte en nosotros y que la sangre nos suba a la cabeza, nunca será posible; seremos afortunados si podemos tener esta perfección un cuarto de hora antes de morir». También puede suceder «que la ira trastorne y ponga patas arriba mi pobre corazón, que la cabeza me humee por todas partes, que la sangre hierva como una olla al fuego».
            La satisfacción de la ira, por haber superado el mal, provoca la exaltante emoción del triunfo. El que triunfa «no puede contener el transporte de su alegría».

En busca del equilibrio
            Las pasiones y los movimientos del alma son la mayoría de las veces independientes de nuestra voluntad: «No se pretende de vosotras que no tengáis pasiones; no está en vuestro poder», decía a las hijas de la Visitación, añadiendo: «¿Qué puede hacer una persona para tener tal o cual temperamento, sujeto a esta o aquella pasión? Todo está, pues, en las acciones que hacemos derivar por medio de ese movimiento, que depende de nuestra voluntad».
            Una cosa es segura, los estados de ánimo y las pasiones hacen del hombre un ser extremadamente sujeto a variaciones de la «temperatura» psicológica, a imagen de las variaciones climáticas. «Su vida transcurre sobre esta tierra como las aguas, fluctuando y ondeando en una perpetua variedad de movimientos». «Hoy se estará felices en exceso, e, inmediatamente después, exageradamente tristes. En tiempo de carnaval se verán manifestaciones de alegría y de alborozo, con acciones necias y alocadas, luego, inmediatamente después, veréis signos de tristeza y de tedio tan exagerados que hacen pensar que se trata de cosas terribles y, en apariencia, irremediables. Otro, en el presente, será demasiado confiado y nada le espantará, e, inmediatamente después, será presa de una angustia que le hundirá hasta debajo de la tierra».
            El director espiritual de Juana de Chantal ha identificado bien las diferentes «estaciones del alma» atravesadas por esta al principio de su fervorosa vida:

            Veo que se encuentran en vuestra alma todas las estaciones del año. Ahora sentís el invierno a través de las muchas esterilidades, distracciones, pesadeces y fastidios; ahora los rocíos del mes de mayo con el perfume de las santas florecillas, y ahora el calor de los deseos de agradar a nuestro buen Dios. No queda más que el otoño del cual, como decís, no veis muchos frutos. Pues bien, a menudo ocurre que, trillando el grano o pisando la uva, se encuentra un fruto más abundante de lo que prometían las mieses y la vendimia. Vos querríais que fuera siempre primavera o verano; pero no, Hija mía: es necesario que ocurra la alternancia de las estaciones en nuestro interior como en nuestro exterior. Solo en el cielo todo será primavera en cuanto a la belleza, todo será otoño en cuanto al goce y todo será verano en cuanto al amor. Allá arriba, no habrá más invierno, pero aquí es necesario para el ejercicio de la abnegación y de mil pequeñas y bellas virtudes, que se ejercitan en el tiempo de las arideces.
            La salud del alma como la del cuerpo no puede consistir en eliminar estos cuatro humores, sino en alcanzar una «invariabilidad de humor». Cuando una pasión predomina sobre las otras, causa las enfermedades del alma; y como es sumamente difícil regularla, de ello se deriva que los hombres son extravagantes y variables, por lo que no se vislumbra otra cosa entre ellos sino fantasías, inconstancias y estupideces.
            Las pasiones tienen de bueno el hecho de consentirnos «ejercitar la voluntad en la adquisición de la virtud y en la vigilancia espiritual». A pesar de ciertas manifestaciones, en las que se debe «sofocar y reprimir las pasiones», para Francisco de Sales no se trata de eliminarlas, cosa imposible, sino de controlarlas como más se pueda, es decir, moderarlas y orientarlas a un fin que sea bueno.
            No se trata, por lo tanto, de fingir ignorar nuestras manifestaciones psíquicas, como si no existieran (lo que una vez más es imposible), sino de «velar continuamente sobre el propio corazón y sobre el propio espíritu para mantener las pasiones en la norma y bajo el control de la razón; de lo contrario se tendrán solamente originalidades y comportamientos desiguales». Filotea no será feliz, si no cuando haya «aplacado y pacificado tantas pasiones que [le] provocaban inquietud».
            Tener un espíritu constante es uno de los mejores ornamentos de la vida cristiana y uno de los más amables medios para adquirir y conservar la gracia de Dios, y también para edificar al prójimo. «La perfección, por lo tanto, no consiste en la ausencia de las pasiones, sino en su correcta regulación; las pasiones están en el corazón como las cuerdas en un arpa: es necesario que estén afinadas para que podamos decir: Te alabaremos con el arpa».
            Cuando las pasiones nos hacen perder el equilibrio interior y exterior, dos métodos son posibles: «oponiendo pasiones contrarias, u oponiendo mayores pasiones de la misma especie». Si estoy turbado por el «deseo de las riquezas o del placer voluptuoso», combatiré tal pasión con el desprecio y la huida, o aspiraré a riquezas y placeres superiores. Puedo luchar contra el miedo físico con lo contrario que es el coraje, o desarrollando un temor saludable concerniente al alma.

            El amor de Dios, por su parte, imprime a las pasiones una verdadera y propia conversión, cambiando su orientación natural y prospectando para ellas un fin espiritual. Por ejemplo, «el apetito por los alimentos se vuelve muy espiritual si, antes de satisfacerlo, se le da el motivo del amor: y no, Señor, no es para complacer a este pobre vientre, ni para satisfacer este apetito que voy a la mesa, sino, según tu Providencia, para mantener este cuerpo que tú has hecho sujeto a tal miseria; sí, Señor, porque así te ha agradado a ti».
            La transformación así operada se asemejará a un «artificio» utilizado en la alquimia que cambia el hierro en oro. «¡Oh santa y sacra alquimia! – escribe el obispo de Ginebra -, ¡oh polvo divino de la fusión, con el cual todos los metales de nuestras pasiones, afectos y acciones son mutados en el oro purísimo de la celestial dilección!».
            Estados de ánimo, pasiones e imaginaciones están profundamente arraigados en el alma humana: representan un recurso excepcional para la vida del alma. Será tarea de las facultades superiores, la razón y sobre todo la voluntad, moderarlas y gobernarlas. Empresa difícil; Francisco de Sales la ha cumplido con éxito, porque, según afirma la madre de Chantal, «poseía tal absoluto dominio de sus pasiones que las hacía obedientes como esclavas; y al final casi no aparecían más».

Por P. Wirth MORAND

Salesiano de Don Bosco, profesor universitario, biblista e historiador salesiano, miembro emérito del Centro de Estudios Don Bosco, autor de varios libros.