25 Sep 2025, Jue

Educar las facultades de nuestro espíritu con San Francisco de Sales

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San Francisco de Sales presenta el espíritu como la parte más elevada del alma, gobernada por el intelecto, la memoria y la voluntad. El corazón de su pedagogía es la autoridad de la razón, “divina antorcha” que hace al hombre verdaderamente humano y debe guiar, iluminar y disciplinar las pasiones, la imaginación y los sentidos. Educar el espíritu significa, por tanto, cultivar el intelecto mediante el estudio, la meditación y la contemplación, ejercitar la memoria como depósito de las gracias recibidas, y fortalecer la voluntad para que elija constantemente el bien. De esta armonía brotan las virtudes cardinales – prudencia, justicia, fortaleza y templanza – que forman personas libres, equilibradas y capaces de auténtica caridad.


            Francisco de Sales considera el espíritu como la parte superior del alma. Sus facultades son el intelecto, la memoria y la voluntad. La imaginación podría formar parte de él en la medida en que la razón y la voluntad intervienen en su funcionamiento. La voluntad, por su parte, es la facultad maestra a la que conviene reservar un tratamiento particular. El espíritu hace que el hombre se convierta, según la definición clásica, en un «animal racional». «Somos hombres solo mediante la razón», escribe Francisco de Sales. Después de «las gracias corporales», están «los dones del espíritu», que deberían ser objeto de nuestras reflexiones y de nuestro reconocimiento. Entre ellos, el autor de la Filotea distingue los dones recibidos de la naturaleza y los adquiridos con la educación:

            Considerad los dones del espíritu: cuánta gente hay en el mundo idiota, loca furiosa, mentecata. ¿Por qué no os encontráis entre ellos? Dios os ha favorecido. Cuántos han sido educados de forma tosca y en la más extrema ignorancia: pero a vosotros, la Providencia divina os ha hecho criar de un modo civil y honrado.

La razón, “divina antorcha”
           
En un Ejercicio del sueño o reposo espiritual, compuesto en Padua cuando tenía veintitrés años, Francisco se proponía meditar un argumento que asombra:

            Me detendré a admirar la belleza de la razón que Dios ha donado al hombre, para que, iluminado e instruido por su maravilloso esplendor, odiase el vicio y amase la virtud. ¡Oh! Sigamos la esplendente luz de esta divina antorcha, porque nos es donada en uso para ver dónde debemos poner los pies. ¡Ah! Si nos dejamos conducir por sus dictados, raramente tropezaremos, difícilmente nos haremos daño.

            «La razón natural es un buen árbol que Dios ha plantado en nosotros, los frutos que provienen de él solo pueden ser buenos», afirma el autor del Teótimo; es verdad que está «gravemente herida y casi muerta a causa del pecado», pero su ejercicio no está fundamentalmente impedido.
            En el reino interior del hombre, «la razón debe ser la reina, a la que todas las facultades de nuestro espíritu, todos nuestros sentidos y el mismo cuerpo deben permanecer absolutamente sometidos». Es la razón la que distingue al hombre del animal, por lo que hay que guardarse bien de imitar «los ,macacos y los monos que siempre están malhumorados, tristes y quejumbrosos cuando falta la luna; luego, al contrario, con la luna nueva, saltan, danzan y hacen todas las muecas posibles». Es necesario hacer reinar «la autoridad de la razón», reitera Francisco de Sales.
            Entre la parte superior del espíritu, que debe reinar, y la parte inferior de nuestro ser, designada a veces por Francisco de Sales con el término bíblico de «carne», la lucha a veces se vuelve áspera. Cada frente tiene sus aliados. El espíritu, «fortaleza del alma», está acompañado «por tres soldados: el intelecto, la memoria y la voluntad». Atentos, pues, a la «carne» que conspira y busca aliados en el lugar:

            La carne usa ahora el intelecto, ahora la voluntad, ahora la imaginación, las cuales, asociándose contra la razón, le dejan el campo libre, creando división y haciendo un mal servicio a la razón. […] La carne atrae a la voluntad a veces con los placeres, a veces con las riquezas; ahora solicita a la imaginación a inventar pretensiones, ahora suscita en el intelecto una gran curiosidad, todo con el pretexto del bien.

            En esta lucha, incluso cuando todas las pasiones del alma parecen trastornadas, nada está perdido mientras el espíritu resista: «Si estos soldados fueran fieles, el espíritu no tendría ningún temor y no daría ninguna importancia a sus propios enemigos: como soldados que, disponiendo de suficientes municiones, resisten en el bastión de una fortaleza inexpugnable, a pesar de que los enemigos se encuentren en los suburbios o incluso hayan tomado ya la ciudad; le sucedió a la ciudadela de Niza, ante la cual la fuerza de tres grandes príncipes no pudo vencer la resistencia de los defensores». La causa de todas estas laceraciones interiores es el amor propio. En efecto, «nuestros razonamientos ordinariamente están llenos de motivaciones, opiniones y consideraciones sugeridas por el amor propio, y esto causa grandes conflictos en el alma».
            En el ámbito educativo, es importante hacer sentir la superioridad del espíritu. «Aquí está el principio de una educación humana —dice el padre Lajeunie—: mostrar al niño, apenas su razón se despierta, lo que es bello y bueno, y apartarlo de lo que es malo; crear de este modo en su corazón el hábito de controlar sus reflejos instintivos, en lugar de seguirlos servilmente; es así, de hecho, como se forma este proceso de sexualización que lo hace esclavo de sus deseos espontáneos. En el momento de elecciones decisivas, tal hábito de ceder siempre, sin controlarse, a las pulsiones instintivas puede revelarse catastrófico».

El intelecto, “ojo del alma”
           
El intelecto, facultad típicamente humana y racional, la cual permite conocer y comprender, a menudo se compara con la vista. Se afirma, por ejemplo: «Yo veo», para decir: «Yo comprendo». Para Francisco de Sales, el intelecto es “el ojo del alma”; de ahí su expresión «el ojo de vuestro intelecto». La increíble actividad de la que es capaz lo hace similar a «un obrero, el cual, con los cientos de miles de ojos y de manos, como otro Argos, realiza más obras que todos los trabajadores del mundo, porque no hay nada en el mundo que no sea capaz de representar».

            ¿Cómo funciona el intelecto humano? Francisco de Sales ha analizado con precisión las cuatro operaciones de las que es capaz: el simple pensamiento, el estudio, la meditación y la contemplación. El simple pensamiento se ejerce sobre una gran diversidad de cosas, sin ningún fin, «como hacen las moscas que se posan sobre las flores sin querer extraer ningún jugo, sino solo porque las encuentran». Cuando el intelecto pasa de un pensamiento a otro, los pensamientos que así lo atiborran son ordinariamente «inútiles y dañinos». El estudio, al contrario, mira a considerar las cosas «para conocerlas, para comprenderlas y para hablar bien de ellas, con el fin de «llenar la memoria», como hacen los abejorros que «se posan sobre las rosas para ningún otro fin que para saciarse y llenarse el vientre».
            Francisco de Sales podía detenerse aquí, pero conocía y recomendaba otras dos formas más elevadas. Mientras que el estudio mira a aumentar los conocimientos, la meditación tiene como fin el de «mover los afectos y, en particular, el amor»: «Fijemos nuestro intelecto en el misterio del cual esperamos poder extraer buenos afectos», como la paloma que “arrulla reteniendo el aliento y, mediante el murmullo que produce en la garganta sin dejar salir el aliento, produce su típico canto”.
            La actividad suprema del intelecto es la contemplación, la cual consiste en gozar del bien conocido a través de la meditación y amado mediante tal conocimiento; esta vez nos parecemos a los pajaritos que se entretienen en la jaula solo para “dar placer al maestro”. Con la contemplación el espíritu humano llega a su vértice; el autor del Teótimo afirma que la razón «vivifica finalmente el intelecto con la contemplación».
            Volvamos al estudio, la actividad intelectual que nos interesa más de cerca. “Hay un viejo axioma de los filósofos, según el cual todo hombre desea conocer”. Retomando por su parte esta afirmación de Aristóteles, así como el ejemplo de Platón, Francisco de Sales pretende demostrar que esto constituye un gran privilegio. Lo que el hombre quiere conocer es la verdad. La verdad es más bella que aquella «famosa Elena, por cuya belleza murieron tantos griegos y troyanos». El espíritu está hecho para la búsqueda de la verdad: «La verdad es el objeto de nuestro intelecto, el cual, en consecuencia, descubriendo y conociendo la verdad de las cosas, se siente plenamente satisfecho y contento». Cuando el espíritu encuentra algo nuevo, experimenta una alegría intensa, y cuando se empieza a encontrar algo bello, se es impulsado a continuar la búsqueda, «como aquellos que han encontrado una mina de oro y se adentran siempre más para encontrar aún más de este precioso metal». El asombro que produce el descubrimiento es un potente estímulo; «la admiración, de hecho, ha dado origen a la filosofía y a la atenta búsqueda de las cosas naturales». Siendo Dios la verdad suprema, el conocimiento de Dios es la ciencia suprema que llena nuestro espíritu. Es él quien nos «ha donado el intelecto para conocerlo»; fuera de él solo hay «pensamientos vanos y reflexiones inútiles».

Cultivar la propia inteligencia
           
Lo que caracteriza al hombre es el gran deseo de conocer. Fue este deseo «el que indujo al gran Platón a salir de Atenas y correr tanto», y «el que indujo a estos antiguos filósofos a renunciar a sus comodidades corporales». Algunos incluso llegan a ayunar diligentemente «para poder estudiar mejor». El estudio, de hecho, produce un placer intelectual, superior a los placeres sensuales y difícil de detener: «El amor intelectual, al encontrar en la unión con su objeto una satisfacción inesperada, perfecciona el conocimiento, continuando así a unirse a él, y uniéndose cada vez más, no deja de seguir haciéndolo».
            Se trata de «iluminar bien el intelecto», esforzándose por «purgarlo» de las tinieblas de la «ignorancia». Él denuncia «la torpeza y la indolencia de espíritu, que no quiere saber lo que es necesario» e insiste en el valor del estudio y del aprendizaje: «Estudiad siempre más, con diligencia y humildad», escribía a un estudiante. Pero no basta con «purgar» el intelecto de la ignorancia, es necesario además «embellecerlo y adornarlo», «tapizarlo de consideraciones». Para conocer perfectamente una cosa, es necesario aprender bien, dedicar tiempo a «someter» el intelecto, es decir, a fijarlo en una cosa, antes de pasar a otra.
            El joven Francisco de Sales aplicaba su inteligencia no solo a los estudios y a conocimientos intelectuales, sino también a ciertos temas esenciales para la vida del hombre en la tierra, y, en particular, a la «consideración de la vanidad de la grandeza, de las riquezas, de los honores, de las comodidades y de los placeres voluptuosos de este mundo»; a la «consideración de la infamia, abyección y deplorable miseria, presentes en el vicio y en el pecado», y al «conocimiento de la excelencia de la virtud».
            El espíritu humano a menudo se distrae, olvida, se contenta con un conocimiento vago o vano. Mediante la meditación, no solo de las verdades eternas, sino también de los fenómenos y de los acontecimientos del mundo, es capaz de alcanzar una visión más realista y profunda de la realidad. Por este motivo, en las Meditaciones propuestas por el autor a Filotea, hay una primera parte dedicada titulada Consideraciones.
            Considerar significa aplicar el espíritu a un objeto preciso, examinar con atención sus diversos aspectos. Francisco de Sales invita a Filotea a «pensar», a «ver», a examinar los diferentes «puntos», algunos de los cuales merecen ser considerados «aparte». Exhorta a ver las cosas en general y a descender luego a los casos particulares. Quiere que se examinen los principios, las causas y las consecuencias de una determinada verdad, de una determinada situación, así como las circunstancias que la acompañan. Es necesario también saber «sopesar» ciertas palabras o sentencias, cuya importancia corre el riesgo de escapársenos, considerarlas una a una, confrontarlas una con otra.
            Como en todo, así en el deseo de conocer puede haber excesos y deformaciones. Atentos a la vanidad de falsos sabios: algunos, de hecho, «por el poco de ciencia que tienen, quieren ser honrados y respetados por todos, como si cada uno debiera ir a su escuela y tenerlos por maestros: por eso se les llama pedantes». Ahora bien, «la ciencia nos deshonra cuando nos infla y degenera en pedantería». ¡Qué ridiculez querer instruir a Minerva, Minervam docere, la diosa de la sabiduría! «La peste de la ciencia es la presunción, que infla los espíritus y los vuelve hidrópicos, como son ordinariamente los sabios del mundo».
            Cuando se trata de problemas que nos superan y que entran en el ámbito de los misterios de la fe, es necesario «purificarlos de toda curiosidad», es necesario «mantenerlos bien cerrados y cubiertos frente a tales vanas y necias cuestiones y curiosidades». Es la «pureza intelectual», la «segunda modestia» o la «modestia interior». Finalmente, se debe saber que el intelecto puede equivocarse y que existe el «pecado del intelecto», como el que Francisco de Sales reprocha a la señora de Chantal, la cual había cometido un error al depositar una exagerada estima en su director.

La memoria y sus «almacenes»
           
Como el intelecto, así la memoria es una facultad del espíritu que suscita admiración. Francisco de Sales la compara con un almacén «que vale más que los de Amberes o de Venecia». ¿No se dice acaso «almacenar» en la memoria? La memoria es un soldado cuya fidelidad nos es muy útil. Es un don de Dios, declara el autor de la Introducción a la vida devota: Dios os la ha donado «para que os acordéis de él», dice a Filotea, invitándola a huir de «los recuerdos detestables y frívolos».
            Esta facultad del espíritu humano necesita ser entrenada. Cuando era estudiante en Padua, el joven Francisco ejercitaba su memoria no solo en los estudios, sino también en la vida espiritual, en la cual la memoria de los beneficios recibidos es un elemento fundamental:

            Antes que nada, me dedicaré a refrescar mi memoria con todos los buenos impulsos, deseos, afectos, propósitos, proyectos, sentimientos y dulzuras que en el pasado la divina Majestad me ha inspirado y hecho experimentar, considerando sus santos misterios, la belleza de la virtud, la nobleza de su servicio y una infinidad de beneficios que me ha libremente otorgado; pondré también orden en mis recuerdos acerca de las obligaciones que tengo hacia ella por el hecho de que, por su santa gracia, a veces ha debilitado mis sentidos enviándome ciertas dolencias y enfermedades, de las cuales he sacado gran provecho.

            En las dificultades y en los miedos es indispensable servirse de ella «para acordarse de las promesas» y para «permanecer firmes confiando en que todo perecerá antes que las promesas fallen». Sin embargo, la memoria del pasado no es siempre buena, porque puede generar tristeza, como le ocurrió a un discípulo de san Bernardo, que fue asaltado por una mala tentación cuando comenzó «a recordar a los amigos del mundo, a los parientes, a los bienes que había dejado». En ciertas circunstancias excepcionales de la vida espiritual «es necesario purificarla del recuerdo de cosas caducas y de asuntos mundanos y olvidar por un cierto tiempo las cosas materiales y temporales, aunque buenas y útiles». En el campo moral, para ejercitar la virtud, la persona que se ha sentido ofendida tomará una medida radical: «Me acuerdo demasiado de las flechas e injurias, de ahora en adelante perderé la memoria».

«Debemos tener un espíritu justo y razonable»
           
Las capacidades del espíritu humano, en particular del intelecto y de la memoria, no están destinadas solo a gloriosas empresas intelectuales, sino también y sobre todo a la conducta de la vida. Tratar de conocer al hombre, de comprender la vida y definir las normas referentes a los comportamientos conformes a la razón, estos deberían ser los cometidos fundamentales del espíritu humano y de su educación. La parte central de la Filotea, que trata del «ejercicio de las virtudes», contiene, hacia el final, un capítulo que resume en cierto modo la enseñanza de Francisco de Sales sobre las virtudes: «Debemos tener un espíritu justo y razonable».
            Con fineza y una pizca de humor, el autor denuncia numerosas conductas extrañas, locas o simplemente injustas: «Acusamos al prójimo por poco, y nos excusamos a nosotros mismos por mucho más»; «queremos vender con un precio alto y comprar a buen mercado»; «lo que hacemos por los otros nos parece siempre mucho, y lo que hacen los otros por nosotros es nada»; «tenemos un corazón dulce, gracioso y cortés hacia nosotros, y un corazón duro, severo y riguroso hacia el prójimo»; «tenemos dos pesos: uno para pesar nuestras comodidades con la mayor ventaja posible para nosotros, el otro para pesar las del prójimo con la mayor desventaja que se puede». Para juzgar bien, aconseja a Filotea, es necesario siempre ponerse en el lugar del prójimo: «Haceos vendedora al comprar y compradora al vender». No se pierde nada al vivir como personas «generosas, nobles, corteses, con un corazón real, constante y razonable».
            La razón está en la base del edificio de la educación. Ciertos padres no tienen una actitud mental justa; de hecho, «hay chicos virtuosos que padres y madres no consiguen casi soportar porque tienen este o aquel defecto en el cuerpo; hay en cambio viciosos continuamente mimados, porque tienen esta o aquella bella dote física». Hay educadores y responsables que se dejan llevar por preferencias. «Mantened la balanza bien derecha entre vuestras hijas», recomendaba a una superiora de las visitandinas, para que «los dones naturales no os hagan distribuir injustamente los afectos y los favores». Y añadía: «La belleza, la buena gracia y la palabra amable confieren a menudo una gran fuerza de atracción a las personas que viven según sus inclinaciones naturales; la caridad tiene como objeto la verdadera virtud y la belleza del corazón, y se extiende a todos sin particularismos».
            Pero es sobre todo la juventud la que corre los riesgos mayores, porque si «el amor propio nos aleja habitualmente de la razón», esto ocurre quizás aún más en los jóvenes tentados por la vanidad y por la ambición. La razón de un joven corre el riesgo de perderse sobre todo cuando se deja «llevar por enamoramientos». Atención, pues, escribe el obispo a un joven, «a no permitir que vuestros afectos prevengan el juicio y la razón en la elección de los sujetos a amar; puesto que, una vez que se ha puesto en marcha, el afecto arrastra al juicio, como se arrastraría a un esclavo, a elecciones muy deplorables, de las que podría arrepentirse muy pronto». Explicaba también a las visitandinas que «nuestros pensamientos están habitualmente llenos de razones, opiniones y consideraciones sugeridas por el amor propio, que causa grandes conflictos en el alma».

La razón, fuente de las cuatro virtudes cardinales
           
La razón se asemeja al río del paraíso, «que Dios hace correr para irrigar todo el hombre en todas sus facultades y actividades»; este se divide en cuatro brazos correspondientes a las cuatro virtudes que la tradición filosófica llama virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
            La prudencia «inclina nuestro intelecto a discernir verdaderamente el mal a evitar y el bien a cumplir». Esta consiste en «discernir cuáles son los medios más apropiados para alcanzar el bien y la virtud». ¡Atención a las pasiones que corren el riesgo de deformar nuestro juicio y de provocar la ruina de la prudencia! La prudencia no se opone a la simplicidad: seremos, conjuntamente, «prudentes como serpientes para no ser engañados; simples como palomas para no engañar a nadie».

            La justicia consiste en «rendir a Dios, al prójimo y a sí mismos lo que se debe». Francisco de Sales comienza con la justicia hacia Dios, conectada con la virtud de la religión, «mediante la cual rendimos a Dios el respeto, el honor, el homenaje y la sumisión a él debidos como nuestro soberano Señor y primer principio». La justicia hacia los padres comporta el deber de la piedad, la cual «se extiende a todos los oficios que se pueden legítimamente rendirles, sea en honor, sea en servicio».
            La virtud de la fortaleza ayuda a «superar las dificultades que se encuentran al cumplir el bien y al rechazar el mal». Es muy necesaria, porque el apetito sensitivo es «verdaderamente un sujeto rebelde, sedicioso, turbulento». Cuando la razón domina las pasiones, la ira deja el puesto a la dulzura, gran aliada de la razón. La fortaleza es acompañada a menudo por la magnanimidad, «una virtud que nos empuja e inclina a cumplir acciones de gran relieve».
            Finalmente, la templanza es indispensable «para reprimir las inclinaciones desordenadas de la sensualidad», para «gobernar el apetito de la avidez» y «frenar las pasiones conectadas». En efecto, si el alma se apasiona demasiado a un placer y a una alegría sensible, se degrada volviéndose incapaz de alegrías más elevadas.
            En conclusión, las cuatro virtudes cardinales son como las manifestaciones de esta luz natural que nos proporciona la razón. Practicando estas virtudes, la razón ejerce «su superioridad y la autoridad que tiene de regular los apetitos sensuales».

Por P. Wirth MORAND

Salesiano de Don Bosco, profesor universitario, biblista e historiador salesiano, miembro emérito del Centro de Estudios Don Bosco, autor de varios libros.