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Un buen número de antiguos ascetas cristianos han considerado a menudo el cuerpo como un enemigo, cuya corrupción debía ser combatida, de hecho, como un objeto de desprecio y a no ser tenido en cuenta. Numerosos hombres espirituales de la Edad Media no se preocupaban del cuerpo más que para infligirle penitencias. En la mayoría de las escuelas de la época, no había nada previsto para hacer descansar al “hermano burro”.
Para Calvino, la naturaleza humana totalmente corrompida por el pecado original, no podía ser otra cosa que un “basurero”. En el lado opuesto, numerosos escritores y artistas renacentistas exaltaban el cuerpo hasta el punto de rendirle culto, en el que la sensualidad tenía un gran relieve. Rabelais, por su parte, magnificaba el cuerpo de sus gigantes y se complacía en exhibir sus funciones orgánicas incluso las menos nobles.
El realismo salesiano
Entre la divinización del cuerpo y su desprecio, Francisco de Sales ofrece una visión realista de la naturaleza humana. Al final de la primera meditación sobre el tema de la creación del hombre, “el primer ser del mundo visible”, el autor de la Introducción a la vida devota pone en labios de Filotea este propósito que parece resumir su pensamiento: “Quiero sentirme honrada por el ser que él me ha dado”. Ciertamente, el cuerpo está destinado a la muerte. Con crudo realismo, el autor describe la despedida del alma al cuerpo, que abandonará “pálido, lívido, deshecho, horrendo y hediondo”, pero eso no constituye una razón para descuidarlo y denigrarlo injustamente mientras está vivo. San Bernardo se equivocó al anunciar a aquellos que querían seguirlo “que debían abandonar su cuerpo e ir a él solamente en espíritu”. Los males físicos no deben llevar a odiar el cuerpo: el mal moral es mucho peor.
No encontramos en Francisco de Sales el olvido o la puesta en sombra de los fenómenos corporales, como cuando habla de diferentes formas de enfermedades o cuando evoca las manifestaciones del amor humano. En un capítulo del Tratado del amor de Dios titulado: “El amor tiende a la unión”, él escribe, por ejemplo, que “se aplica una boca sobre la otra cuando se besan, para testimoniar que se querría verter un alma en la otra, para unirlas con una unión perfecta”. Esta actitud de Francisco de Sales hacia el cuerpo ya suscitó, en su tiempo, reacciones escandalizadas. Cuando apareció la Filotea, un religioso aviñonés criticó públicamente este “librito”, lo destrozó tildando a su autor de “doctor corrupto y corruptor”. Enemigo del pudor excesivo, Francisco de Sales aún no conocía la reserva y los temores que emergerían en tiempos posteriores. ¿Sobreviven en él costumbres medievales o es simplemente una manifestación de su gusto “bíblico”? De todos modos, en él no se encuentra nada comparable a las trivialidades del “infame” Rabelais.
Los dones naturales más estimados son la belleza, la fuerza y la salud. En referencia a la belleza, Francisco de Sales se expresaba así hablando de santa Brígida: “Nació en Escocia; era una chica muy bella, dado que los escoceses son bellos por naturaleza, y en ese país se encuentran las criaturas más bellas existentes”. Pensemos, por otro lado, en el repertorio de imágenes sobre las perfecciones físicas del esposo y la esposa, tomadas del Cantar de los Cantares. Aunque las representaciones están sublimadas y trasladadas a un registro espiritual, siguen siendo significativas de una atmósfera donde se exalta la belleza natural del hombre y de la mujer. Se intentó hacerle suprimir el capítulo del Teotimo sobre el beso, en el que demuestra que “el amor tiende a la unión”, pero siempre se negó a hacerlo. En cualquier caso, la belleza exterior no es la más importante: la belleza de la hija de Sion es interior.
Estrecho vínculo entre el cuerpo y el alma
Ante todo, Francisco de Sales afirma que el cuerpo es “una parte de nuestra persona”. El alma personificada podrá también decir con un acento de ternura: “Esta carne es mi querida mitad, es mi hermana, es mi compañera, nacida conmigo, alimentada conmigo”.
El obispo fue muy atento al vínculo existente entre el cuerpo y el alma, entre la sanidad del cuerpo y la del alma. Así escribe de una persona bajo su dirección, enferma de salud, que la salud de su cuerpo “depende mucho de la del alma, y la del alma depende de las consolaciones espirituales”. “No se ha debilitado su corazón –escribía a una enferma–, sino su cuerpo, y, dados los vínculos estrechísimos que los unen, su corazón tiene la impresión de sentir el mal de su cuerpo”. Cada uno puede constatar que las enfermedades corporales “terminan por crear malestar también al espíritu, debido a los estrechos lazos entre uno y otro”. Inversamente, el espíritu actúa sobre el cuerpo hasta el punto que “el cuerpo percibe los afectos que se agitan en el corazón”, como ocurrió en Jesús, que se sentó junto al pozo de Jacob, cansado de su gravoso compromiso al servicio del reino de Dios.
Sin embargo, dado que “el cuerpo y el espíritu a menudo proceden en dirección contraria, y, a medida que uno se debilita, el otro se fortalece”, y dado que “el espíritu debe reinar”, “debemos sostenerlo y consolidarlo de tal manera que permanezca siempre el más fuerte”. Si luego cuido del cuerpo es “para que esté al servicio del espíritu”.
Mientras tanto, seamos justos con respecto al cuerpo. En caso de malestar o de errores, a menudo sucede que el alma acusa al cuerpo y lo maltrata, como hizo Balaam con su asna: “¡Oh pobre alma! si tu carne pudiera hablar, te diría, como el asna de Balaam: ¿por qué me golpeas, miserable? Es contra ti, alma mía, que Dios arma su venganza, tú eres la criminal”. Cuando una persona reforma su interior, la conversión se manifestará también externamente: en todas las actitudes, en la boca, en las manos y “incluso en el cabello”. La práctica de la virtud hace al hombre bello interiormente y también exteriormente. Inversamente, un cambio exterior, un comportamiento del cuerpo puede favorecer un cambio interior. Un acto de devoción exterior durante la meditación puede despertar la devoción interior. Lo que aquí se dice de la vida espiritual puede aplicarse fácilmente a la educación en general.
Amor y dominio del cuerpo
Hablando de la actitud que se debe tener hacia el cuerpo y las realidades corporales, no sorprende ver a Francisco de Sales recomendar a Filotea, como primera cosa, la gratitud por las gracias corporales que Dios le ha dado.
Debemos amar nuestro cuerpo por diferentes motivos: porque nos es necesario para realizar las buenas obras, porque es una parte de nuestra persona, y porque está destinado a participar en la felicidad eterna. El cristiano debe amar su propio cuerpo como una imagen viviente del del Salvador encarnado, como proveniente de él por parentesco y consanguinidad. Sobre todo, después de que hemos renovado la alianza, recibiendo realmente el cuerpo del Redentor en el adorable sacramento de la eucaristía, y, con el bautismo, la confirmación y los otros sacramentos, nos hemos dedicado y consagrado a la suma bondad.
El amor por el propio cuerpo forma parte del amor debido a uno mismo. En verdad, la razón más convincente para honrar y usar sabiamente el cuerpo radica en una visión de fe, que el obispo de Ginebra explicaba así a la madre de Chantal, que había salido de una enfermedad: “Cuida aún de este cuerpo, porque es de Dios, mi queridísima Madre”. La Virgen María se presenta en este punto como modelo: “¡Con qué devoción debía amar su cuerpo virginal! No solo porque era un cuerpo dulce, humilde, puro, obediente al santo amor y totalmente impregnado de mil sagrados perfumes, sino también porque era la viva fuente de aquel del Salvador y le pertenecía muy estrechamente, con un vínculo que no tiene comparación”.
El amor por el cuerpo es, sí, recomendado, pero el cuerpo debe permanecer sometido al espíritu, como el sirviente a su maestro. Para controlar el apetito debo “ordenar a las manos que no proporcionen a la boca alimentos y bebidas, sino en la justa medida”. Para gobernar la sexualidad “hay que quitar o dar a la facultad de la reproducción los sujetos, los objetos y los alimentos que la excitan, según los dictados de la razón”. Al joven que se dispone a “navegar en el vasto mar” el obispo le recomienda: “Les deseo también un corazón vigoroso que les impida mimar su cuerpo con excesivas delicadezas en comer, dormir o en otras cosas. Se sabe, de hecho, que un corazón generoso siempre siente un poco de desprecio por las delicadezas y los deleites corporales”.
Para que el cuerpo permanezca sometido a la ley del espíritu, conviene evitar los excesos: ni maltratarlo ni mimarlo. En todo hay que tener medida. El motivo de la caridad debe tener el primado en todas las cosas; por eso él escribe: “Si el trabajo que hacen les es necesario o es muy útil para la gloria de Dios, preferiría que soportaran las penas del trabajo en lugar de las del ayuno”. De aquí la conclusión: “En general es mejor tener en el cuerpo más fuerzas de las que son necesarias, que arruinarlas más allá de lo necesario; porque arruinarlas se puede siempre, tan pronto como se quiere, pero para recuperarlas no siempre basta con quererlo”.
Lo que es necesario evitar es esta “ternura que se siente por uno mismo”. Se burla, con fina ironía, pero de manera despiadada, de una imperfección que no es solo “propia de los niños, y, si puedo atreverme a decirlo, de las mujeres”, sino también de hombres poco valientes, de los cuales nos da este interesante cuadro característico: “Otros son los tiernos hacia sí mismos, y que no hacen otra cosa que quejarse, mimarse, acurrucarse y mirarse”.
De todos modos, el obispo de Ginebra cuidaba de su cuerpo como era su deber, obedecía a su médico y a las “enfermeras”. También se ocupaba de la salud ajena, aconsejando medidas apropiadas. Escribirá, por ejemplo, a la madre de un joven alumno del colegio de Annecy: “Es necesario hacer que Charles sea visitado por los médicos, para que su hinchazón de vientre no se agrave”.
Al servicio de la salud está la higiene. Francisco de Sales deseaba que tanto el corazón como el cuerpo estuvieran limpios. Recomendaba el decoro, muy diferente de afirmaciones como esta de san Hilario según la cual “no había que buscar la limpieza en nuestros cuerpos que no son más que carroñas pestilenciales y cargadas solo de infección”. Estaba más bien del parecer de san Agustín y de los antiguos que se bañaban “para mantener limpios sus cuerpos tanto de la suciedad producida por el calor y el sudor, como para la salud, que es ciertamente ayudada en gran medida por la limpieza”.
Para poder trabajar y cumplir con los deberes de su cargo, cada uno debería cuidar de su cuerpo en lo que respecta a la alimentación y el descanso: “Comer poco, trabajar mucho y con mucha agitación y negar al cuerpo el descanso necesario, es como exigir mucho de un caballo que está agotado sin darle tiempo para masticar un poco de avena”. El cuerpo necesita descansar, es algo del todo evidente. Las largas vigilias nocturnas son “perjudiciales para la cabeza y el estómago”, mientras que, en cambio, levantarse temprano por la mañana es “útil tanto para la salud como para la santidad”.
Educar nuestros sentidos, especialmente los ojos y los oídos
Nuestros sentidos son maravillosos dones del Creador. Nos ponen en contacto con el mundo y nos abren a todas las realidades sensibles, a la naturaleza, al cosmos. Los sentidos son la puerta del espíritu, a la cual le proporcionan, por así decirlo, la materia prima; de hecho, como dice la tradición escolar, “nada está en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos”.
Cuando Francisco de Sales habla de los sentidos, su interés se centra especialmente en el plano educativo y moral, y su enseñanza al respecto se relaciona con lo que ha expuesto sobre el cuerpo en general: admiración y vigilancia. Por un lado, dice que Dios nos da “los ojos para ver las maravillas de sus obras, la lengua para alabarlo, y así para todas las demás facultades”, sin omitir, por otro lado, la recomendación de “poner centinelas en los ojos, en la boca, en los oídos, en las manos y en el olfato”.
Es necesario comenzar por la vista, porque “entre todas las partes externas del cuerpo humano no hay ninguna, por su estructura y por su actividad, más noble que el ojo”. El ojo está hecho para la luz: lo demuestra el hecho de que cuanto más bellas son las cosas, agradables a la vista y debidamente iluminadas, más el ojo las mira con avidez y vivacidad. “De los ojos y de las palabras se conoce cuál es el alma y el espíritu del hombre, pues los ojos sirven al alma como el cuadrante al reloj”. Es bien sabido que, entre los amantes, los ojos hablan más que la lengua.
Hay que vigilar los ojos, porque a través de ellos pueden entrar la tentación y el pecado, como ocurrió con Eva, que quedó encantada al ver la belleza del fruto prohibido, o con David, que fijó su mirada en la esposa de Urías. En ciertos casos hay que proceder como se hace con el ave de presa: para hacerla regresar es necesario mostrarle el cebo; para calmarla es necesario cubrirla con un capuchón; de la misma manera, para evitar las miradas malas, “hay que desviar los ojos, cubrirlos con el capuchón natural y cerrarlos”.
Si bien las imágenes visuales son ampliamente dominantes en las obras de Francisco de Sales, hay que reconocer que las imágenes auditivas son muy dignas de nota. Esto resalta la importancia que atribuía al oído por razones tanto estéticas como morales. “Una sublime melodía escuchada con mucha atención” produce un efecto tan mágico que “encanta los oídos”. Pero hay que tener cuidado de no sobrepasar las capacidades auditivas: una música, por hermosa que sea, si es fuerte y demasiado cercana, nos molesta y ofende el oído.
Por otro lado, hay que saber que “el corazón y los oídos discurren entre sí”, porque es a través del oído que el corazón “escucha los pensamientos de los demás”. Es también a través del oído que entran en lo más profundo del alma palabras sospechosas, injuriosas, mentirosas o malévolas, de las cuales es necesario cuidarse bien; porque las almas se envenenan a través del oído, como el cuerpo a través de la boca. La mujer honesta se tapará los oídos para no oír la voz del encantador que quiere conquistarla subrepticiamente. Permaneciendo en el ámbito simbólico, Francisco de Sales declara que el oído derecho es el órgano a través del cual escuchamos los mensajes espirituales, las buenas inspiraciones y movimientos, mientras que el izquierdo sirve para oír discursos mundanos y vanos. Para custodiar el corazón, protejamos, por tanto, con gran cuidado los oídos.
El mejor servicio que podemos pedir a los oídos es el de poder oír la palabra de Dios, objeto de la predicación, la cual exige oyentes atentos y dispuestos a hacerla penetrar en sus corazones para que dé fruto. Filotea es invitada a “hacerla gotear” a su vez en el oído ahora de uno y ahora de otro, y a orar a Dios en lo íntimo de su alma, para que le plazca hacer penetrar esa santa rociada en el corazón de quien la escucha.
Los otros sentidos
También en el tema del olfato, se ha destacado la abundancia de imágenes olfativas. Los perfumes son tan diversos como lo son las sustancias olorosas, como la leche, el vino, el bálsamo, el aceite, la mirra, el incienso, la madera aromática, el nardo, el ungüento, la rosa, la cebolla, el lirio, la violeta, la viola del pensamiento, la mandrágora, la canela… Aún más sorprendente es constatar los resultados producidos con la fabricación del agua olorosa:
El albahaca, el romero, la orégano, el hisopo, los clavos de olor, la canela, la nuez moscada, los limones y el almizcle, mezclados y triturados, dan efectivamente un perfume muy agradable por la mezcla de sus olores; pero no es ni siquiera comparable al de la agua que se destila, en la cual los aromas de todos estos ingredientes, aislados de sus cuerpos, se funden más perfectamente, dando origen a un exquisito perfume que penetra mucho más el olfato de lo que ocurriría si, junto con el agua, estuvieran las partes materiales.
Numerosas son las imágenes olfativas extraídas del Cantar de los Cantares, poema oriental donde los perfumes ocupan un lugar relevante y donde uno de los versículos bíblicos más comentados por Francisco de Sales es el grito afligido de la esposa: “Atráeme a ti, caminaremos y correremos juntos en la estela de tus perfumes”. Y cuán refinada es esta anotación: “El suave perfume de la rosa se hace más sutil por la cercanía del ajo plantado cerca de los rosales!”.
No confundamos, sin embargo, el sagrado bálsamo con los perfumes de este mundo. Existe, de hecho, un olfato espiritual, que debería ser de nuestro interés cultivar. Este nos permite percibir la presencia espiritual del sujeto amado, y además hace que no nos dejemos distraer por los malos olores del prójimo. El modelo es el padre que recibe con los brazos abiertos al hijo pródigo que regresa a él “semi desnudo, sucio, mugriento y apestoso de inmundicias por la larga costumbre con los cerdos”. Otra imagen realista aparece en referencia a ciertas críticas mundanas: no nos sorprendamos, recomienda Francisco de Sales a Juana de Chantal, es necesario “que el poco ungüento del que disponemos parezca apestoso a las narices del mundo”.
A propósito del gusto, ciertas observaciones del obispo de Ginebra podrían hacernos pensar que era un goloso nato, más bien un educador del gusto: “¿Quién no sabe que la dulzura de la miel se une cada vez más a nuestro sentido del gusto con un progreso continuo de sabor, cuando, manteniéndola largo tiempo en la boca, en lugar de tragarla de inmediato, su sabor penetra más a fondo en nuestro sentido del gusto?”. Admitida la dulzura de la miel, es necesario, sin embargo, apreciar más la sal, por el hecho de que es de uso más común. En nombre de la sobriedad y la templanza, Francisco de Sales recomendaba saber renunciar al gusto personal, comiendo lo que se “nos pone delante”.
Finalmente, en lo que respecta al tacto, Francisco de Sales habla sobre todo en un sentido espiritual y místico. Así recomienda tocar a Nuestro Señor crucificado: la cabeza, las santas manos, el precioso cuerpo, el corazón. Al joven que está a punto de lanzarse en el vasto mar del mundo le exige que se gobierne enérgicamente y desprecie las blanduras, los deleites corporales y las delicadezas: “Me gustaría que a veces trataras duramente a tu cuerpo para que sienta alguna aspereza y dureza, despreciando delicadezas y cosas agradables a los sentidos; porque es necesario que a veces la razón ejerza su superioridad y la autoridad que tiene para regular los apetitos sensuales”.
El cuerpo y la vida espiritual
También el cuerpo está llamado a participar en la vida espiritual que se expresa en primer lugar en la oración: “Es cierto, la esencia de la oración está en el alma, pero la voz, los gestos y otros signos exteriores, mediante los cuales se revela lo íntimo de los corazones, son nobles atributos y propiedades utilísimas de la oración; son efectos y operaciones. El alma no se contenta con orar si el hombre en su totalidad no ora; ella ora junto con los ojos, las manos, las rodillas”.
Él añade que “el alma postrada ante Dios hace inclinar fácilmente sobre sí todo el cuerpo; levanta los ojos donde eleva el corazón, alza las manos allí, de donde espera un auxilio”. Francisco de Sales explica también que “orar en espíritu y en verdad es orar con gusto y afecto, sin fingimiento ni hipocresía, y comprometiendo, además, al hombre entero, alma y cuerpo, para que lo que Dios ha unido no sea separado”. “Es necesario que todo el hombre ore”, repite a las visitandinas. Pero la mejor oración es la de Filotea, cuando decide consagrar a Dios no solo el alma, su espíritu y su corazón, sino también su “cuerpo con todos sus sentidos”; así es como lo amará y servirá verdaderamente con todo su ser.