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El 18 de diciembre de 2024, el Papa Francisco reconoció oficialmente el martirio de don Elia Comini (1910-1944), Salesiano de Don Bosco, quien será beatificado. Su nombre se suma al de otros sacerdotes—como don Giovanni Fornasini, ya Beato desde 2021—que fueron víctimas de las feroces violencias nazis en el área de Monte Sole, en las colinas de Bolonia, durante la Segunda Guerra Mundial. La beatificación de don Elia Comini no es solo un acontecimiento de extraordinaria relevancia para la Iglesia bolonesa y la Familia Salesiana, sino que también constituye una invitación universal a redescubrir el valor del testimonio cristiano: un testimonio en el que la caridad, la justicia y la compasión prevalecen sobre toda forma de violencia y odio.
De los Apennino a los patios salesianos
Don Elia Comini nace el 7 de mayo de 1910 en la localidad “Madonna del Bosco” de Calvenzano de Vergato, en la provincia de Bolonia. Su casa natal está contigua a un pequeño santuario mariano, dedicado a la “Madonna del Bosco”, y esta fuerte impronta en el signo de María lo acompañará toda la vida.
Es el segundo hijo de Claudio y Emma Limoni, quienes se casaron, en la iglesia parroquial de Salvaro, el 11 de febrero de 1907. Al año siguiente nació el primogénito Amleto. Dos años más tarde, Elia vino al mundo. Bautizado al día siguiente de su nacimiento – 8 de mayo – en la parroquia Sant’Apollinare de Calvenzano, Elia recibe ese día también los nombres de “Michele” y “Giuseppe”.
Cuando tiene siete años, la familia se traslada a la localidad “Casetta” de Pioppe de Salvaro en el municipio de Grizzana. En 1916, Elia comienza la escuela: asiste a las tres primeras clases de primaria en Calvenzano. En ese período también recibe la Primera Comunión. Aún pequeño, se muestra muy involucrado en el catecismo y en las celebraciones litúrgicas. Recibe la Confirmación el 29 de julio de 1917. Entre 1919 y 1922, Elia aprende los primeros elementos de pastoral en la “escuela de fuego” de Mons. Fidenzio Mellini, quien de joven había conocido a don Bosco, quien le había profetizado el sacerdocio. En 1923, don Mellini orienta tanto a Elia como a su hermano Amleto hacia los Salesianos de Finale Emilia, y ambos aprovecharán el carisma pedagógico del santo de los jóvenes: Amleto como docente y “emprendedor” en el ámbito escolar; Elia como Salesiano de Don Bosco.
Noviado desde el 1 de octubre de 1925 en San Lázaro de Savena, Elia Comini queda huérfano de padre el 14 de septiembre de 1926, a pocos días (3 de octubre de 1926) de su Primera Profesión religiosa, que renovará hasta la Perpetua, el 8 de mayo de 1931 en el aniversario de su bautismo, en el Instituto “San Bernardino” de Chiari. En Chiari será además “tirocinante” en el Instituto Salesiano “Rota”. Recibe el 23 de diciembre de 1933 los órdenes menores del ostiariado y del lectorado; del exorcistado y del acolitado el 22 de febrero de 1934. Es subdiácono el 22 de septiembre de 1934. Ordenado diácono en la catedral de Brescia el 22 de diciembre de 1934, don Elia es consagrado sacerdote por la imposición de manos del Obispo de Brescia Mons. Giacinto Tredici el 16 de marzo de 1935, con solo 24 años: al día siguiente celebra la Primera Misa en el Instituto salesiano “San Bernardino” de Chiari. El 28 de julio de 1935 celebrará con una Misa en Salvaro.
Inscrito en la facultad de Letras Clásicas y Filosofía de la entonces Real Universidad de Milán, es muy querido por los alumnos, ya como docentes, ya como padre y guía en el Espíritu: su carácter, serio sin rigidez, le vale estima y confianza. Don Elia es también un fino músico y humanista, que aprecia y sabe hacer apreciar las “cosas bellas”. En los trabajos escritos, muchos estudiantes, además de desarrollar el tema, encuentran natural abrirle a don Elia su propio corazón, proporcionándole así la ocasión para acompañarlos y orientarlos. De don Elia “Salesiano” se dirá que era como la gallina con los pollitos alrededor («Se leía en su rostro toda la felicidad de escucharlo: parecían una camada de pollitos alrededor de la gallina»): ¡todos cerca de él! Esta imagen evoca la de Mt 23,37 y expresa su actitud de reunir a las personas para alegrarlas y cuidarlas.
Don Elia se gradúa el 17 de noviembre de 1939 en Letras Clásicas con una tesis sobre el De resurrectione carnis de Tertuliano, con el profesor Luigi Castiglioni (latinista de fama y coautor de un célebre diccionario de latín, el “Castiglioni-Mariotti”): al detenerse en las palabras «resurget igitur caro», Elia comenta que se trata del canto de victoria después de una larga y extenuante batalla.
Un viaje sin retorno
Cuando el hermano Amleto se traslada a Suiza, la madre – señora Emma Limoni – queda sola en Apeninos: por lo tanto, don Elia, en plena sintonía con los Superiores, le dedicará cada año sus vacaciones. Cuando regresaba a casa ayudaba a la madre, pero – sacerdote – se mostraba ante todo disponible en la pastoral local, apoyando a Mons. Mellini.
De acuerdo con los Superiores y en particular con el Inspector, don Francesco Rastello, don Elia regresa a Salvaro también en el verano de 1944: ese año espera poder evacuar a su madre de una zona donde, a poca distancia, fuerzas Aliadas, Partisanos y efectivos nazi-fascistas definían una situación de particular riesgo. Don Elia es consciente del peligro que corre al dejar su Treviglio para ir a Salvaro y un hermano, don Giuseppe Bertolli sdb, recuerda: «al despedirlo le dije que un viaje como el suyo podría también ser sin retorno; le pregunté también, naturalmente bromeando, qué me dejaría si no regresaba; él me respondió con mi mismo tono, que me dejaría sus libros…; luego no lo volví a ver». Don Elia ya era consciente de dirigirse hacia “el ojo del ciclón” y no buscó en la casa Salesiana (donde fácilmente podría haber permanecido) una forma de protección: «El último recuerdo que tengo de él data del verano de 1944, cuando, con motivo de la guerra, la Comunidad comenzó a disolverse; aún siento mis palabras que se dirigían a él con un tono casi de broma, recordándole que él, en esos oscuros períodos que estábamos a punto de enfrentar, debería sentirse privilegiado, ya que en el techo del Instituto se había trazado una cruz blanca y nadie tendría el valor de bombardearlo. Sin embargo, él, como un profeta, me respondió que tuviera mucho cuidado porque durante las vacaciones podría leer en los periódicos que Don Elia Comini había muerto heroicamente en el cumplimiento de su deber». «La impresión del peligro al que se exponía era viva en todos», ha comentado un hermano.
A lo largo del viaje hacia Salvaro, don Comini hace una parada en Módena, donde sufre una grave herida en una pierna: según una reconstrucción, al interponerse entre un vehículo y un transeúnte, evitando así un accidente más grave; según otra, por haber ayudado a un señor a empujar un carrito. De todos modos, por haber socorrido al prójimo. Dietrich Bonhoeffer escribió: «Cuando un loco lanza su auto sobre la acera, yo no puedo, como pastor, contentarme con enterrar a los muertos y consolar a las familias. Debo, si me encuentro en ese lugar, saltar y agarrar al conductor en su volante».
El episodio de Módena expresa, en este sentido, una actitud de don Elia que en Salvaro, en los meses siguientes, se manifestaría aún más: interponerse, mediar, acudir en primera persona, exponer su vida por los hermanos, siempre consciente del riesgo que ello conlleva y serenamente dispuesto a pagar las consecuencias.
Un pastor en el frente de guerra
Cojeando, llega a Salvaro al atardecer del 24 de junio de 1944, apoyándose como puede en un bastón: ¡un instrumento inusual para un joven de 34 años! Encuentra la casa parroquial transformada: Mons. Mellini alberga a decenas de personas, pertenecientes a núcleos familiares de evacuados; además, las 5 hermanas Esclavas del Sagrado Corazón, responsables de la guardería, entre ellas la hermana Alberta Taccini. Anciano, cansado y sacudido por los eventos bélicos, en ese verano Mons. Fidenzio Mellini tiene dificultades para decidir, se ha vuelto más frágil e incierto. Don Elia, que lo conoce desde niño, comienza a ayudarlo en todo y toma un poco el control de la situación. La herida en la pierna le impide además evacuar a su madre: don Elia permanece en Salvaro y, cuando puede volver a caminar bien, las circunstancias cambiantes y las crecientes necesidades pastorales harán que se quede.
Don Elia anima la pastoral, sigue el catecismo, se ocupa de los huérfanos abandonados a sí mismos. Además, acoge a los evacuados, anima a los temerosos, modera a los imprudentes. La presencia de don Elia se convierte en un elemento aglutinador, un signo bueno en esos dramáticos momentos donde las relaciones humanas son desgarradas por sospechas y oposiciones. Pone al servicio de tanta gente las capacidades organizativas y la inteligencia práctica adquiridas en años de vida salesiana. Escribe a su hermano Amleto: «Ciertamente son momentos dramáticos, y peores se presagian. Esperamos todo en la gracia de Dios y en la protección de la Madonna, que debéis invocar vosotros por nosotros. Espero poder haceros llegar aún nuestras noticias».
Los alemanes de la Wehrmacht vigilan la zona y, en las alturas, está la brigada partisana “Estrella Roja”. Don Elia Comini permanece una figura ajena a reivindicaciones o partidarismos de ningún tipo: es un sacerdote y hace valer instancias de prudencia y pacificación. A los partisanos les decía: «Muchachos, miren lo que hacen, porque arruinan a la población…», exponiéndola a represalias. Ellos lo respetan y, en julio y septiembre de 1944, pedirán Misas en la parroquia de Salvaro. Don Elia acepta, haciendo descender a los partisanos y celebrando sin esconderse, evitando en cambio subir él a la zona partisana y prefiriendo – como siempre hará ese verano – quedarse en Salvaro o en zonas limítrofes, sin esconderse ni deslizarse en actitudes “ambiguas” a los ojos de los nazi-fascistas.
El 27 de julio, don Elia Comini escribe las últimas líneas de su Diario espiritual: «27 de julio: me encuentro justo en medio de la guerra. Tengo nostalgia de mis hermanos y de mi casa en Treviglio; si pudiera, regresaría mañana».
Desde el 20 de julio, compartía una fraternidad sacerdotal con el padre Martino Capelli, Dehoniano, nacido el 20 de septiembre de 1912 en Nembro en la provincia de Bérgamo y ya docente de Sagrada Escritura en Bolonia, también él huésped de Mons. Mellini y ayudando en la pastoral.
Elia y Martino son dos estudiosos de lenguas antiguas que ahora deben ocuparse de las cosas más prácticas y materiales. La casa parroquial de Mons. Mellini se convierte en lo que Mons. Luciano Gherardi luego llamará «la comunidad del arca», un lugar que acoge para salvar. El padre Martino era un religioso que se había entusiasmado al escuchar hablar de los mártires mexicanos y habría deseado ser misionero en China. Elia, desde joven, es perseguido por una extraña conciencia de “deber morir” y ya a los 17 años había escrito: «Siempre persiste en mí el pensamiento de que debo morir! – ¿Quién sabe?! Hagamos como el siervo fiel: siempre preparado para el llamado, a “reddere rationem” de la gestión».
El 24 de julio, don Elia inicia el catecismo para los niños en preparación a las primeras Comuniones, programadas para el 30 de julio. El 25, nace una niña en el baptisterio (todos los espacios, desde la sacristía hasta el gallinero, estaban abarrotados) y se cuelga un lazo rosa.
Durante todo el mes de agosto de 1944, soldados de la Wehrmacht se estacionan en la casa parroquial de Mons. Mellini y en el espacio frente a ella. Entre alemanes, evacuados, consagrados… la tensión podría estallar en cualquier momento: don Elia media y previene también en pequeñas cosas, por ejemplo, actuando como “amortiguador” entre el volumen demasiado alto de la radio de los alemanes y la paciencia ya demasiado corta de Mons. Mellini. También hubo un poco de Rosario todos juntos. Don Angelo Carboni confirma: «Con la intención siempre de confortar a Monseñor, D. Elia se esforzó mucho contra la resistencia de una compañía de alemanes que, estableciéndose en Salvaro el 1 de agosto, quería ocupar varios ambientes de la casa parroquial, quitando toda libertad y comodidad a los familiares y evacuados allí hospedados. Acomodados los alemanes en el archivo de Monseñor, aquí están de nuevo perturbando, ocupando con sus carros buena parte del patio de la Iglesia; con modos aún más amables y persuasivas palabras, D. Elia logró también esta otra liberación en favor de Monseñor, que la opresión de la lucha había obligado a descansar». En esas semanas, el sacerdote salesiano es firme en proteger el derecho de Mons. Mellini a moverse con cierta comodidad en su propia casa – así como el de los evacuados a no ser alejados de la casa parroquial –: sin embargo, reconoce algunas necesidades de los hombres de la Wehrmacht y eso le atrae la benevolencia hacia Mons. Mellini, que los soldados alemanes aprenderán a llamar el buen pastor. De los alemanes, don Elia obtiene comida para los evacuados. Además, canta para calmar a los niños y cuenta episodios de la vida de don Bosco. En un verano marcado por asesinatos y represalias, con don Elia algunos civiles logran incluso ir a escuchar un poco de música, evidentemente difundida por el aparato de los alemanes, y comunicarse con los soldados a través de breves gestos. Don Rino Germani sdb, Vicepostulador de la Causa, afirma: «Entre las dos fuerzas en lucha se inserta la obra incansable y mediadora del Siervo de Dios. Cuando es necesario se presenta al Comando alemán y con educación y preparación logra conquistar la estima de algún oficial. Así muchas veces logra evitar represalias, saqueos y lutos».
Liberada la casa parroquial de la presencia fija de la Wehrmacht el 1 de septiembre de 1944 – «El 1 de septiembre los alemanes dejaron libre la zona de Salvaro, solo algunos permanecieron por unos días más en la casa Fabbri» – la vida en Salvaro puede respirar un alivio. Don Elia Comini persevera mientras tanto en las iniciativas de apostolado, ayudado por los otros sacerdotes y las hermanas.
Mientras tanto, el padre Martino acepta algunas invitaciones a predicar en otros lugares y sube a la montaña, donde su cabello claro le causa un gran problema con los partisanos que lo sospechan alemán, don Elia permanece sustancialmente en Salvaro. El 8 de septiembre escribe al director salesiano de la Casa de Treviglio: «Te dejo imaginar nuestro estado de ánimo en estos momentos. Hemos atravesado días negrísimos y dramáticos. […] Mi pensamiento está siempre contigo y con los queridos hermanos de allí. Siento vivísima la nostalgia […]».
Desde el 11 predica los Ejercicios a las Hermanas sobre el tema de los Novísimos, de los votos religiosos y de la vida del Señor Jesús.
Toda la población – declaró una mujer consagrada – amaba a Don Elia, también porque él no dudaba en entregarse a todos, en cada momento; no solo pedía a las personas que rezaran, sino que les ofrecía un ejemplo válido con su piedad y ese poco de apostolado que, dada la circunstancia, era posible ejercer.
La experiencia de los Ejercicios imprime un dinamismo diferente a toda la semana, y involucra transversalmente a consagrados y laicos. Por la noche, de hecho, don Elia reúne a 80-90 personas: se intentaba suavizar la tensión con un poco de alegría, buenos ejemplos, caridad. En esos meses tanto él como el padre Martino, al igual que otros sacerdotes: primero entre todos don Giovanni Fornasini, estaban en primera línea en muchas obras de bien.
La masacre de Montesole
La matanza más feroz y más grande llevada a cabo por las SS nazis en Europa, durante la guerra de 1939-45, fue la que se consumó alrededor de Monte Sole, en los territorios de Marzabotto, Grizzana Morandi y Monzuno, aunque comúnmente se conoce como la “masacre de Marzabotto”.
Entre el 29 de septiembre y el 5 de octubre de 1944, los caídos fueron 770, pero en total las víctimas de alemanes y fascistas, desde la primavera de 1944 hasta la liberación, fueron 955, distribuidas en 115 localidades diferentes dentro de un vasto territorio que comprende los municipios de Marzabotto, Grizzana y Monzuno y algunas porciones de los territorios limítrofes. De estos, 216 fueron niños, 316 mujeres, 142 ancianos, 138 víctimas reconocidas como partisanos, cinco sacerdotes, cuya culpa a los ojos de los alemanes consistía en haber estado cerca, con la oración y la ayuda material, a toda la población de Monte Sole en los trágicos meses de guerra y ocupación militar. Junto a don Elia Comini, Salesiano, y al padre Martino Capelli, Dehoniano, en esos trágicos días también fueron asesinados tres sacerdotes de la Arquidiócesis de Bolonia: don Ubaldo Marchioni, don Ferdinando Casagrande, don Giovanni Fornasini. De los cinco está en curso la Causa de Beatificación y Canonización. Don Giovanni, el “Ángel de Marzabotto”, cayó el 13 de octubre de 1944. Tenía veintinueve años y su cuerpo permaneció sin sepultar hasta 1945, cuando fue encontrado gravemente martirizado; fue beatificado el 26 de septiembre de 2021. Don Ubaldo murió el 29 de septiembre, asesinado por una ráfaga de ametralladora en el altar de su iglesia de Casaglia; tenía 26 años, había sido ordenado sacerdote dos años antes. Los soldados alemanes lo encontraron a él y a la comunidad en la oración del rosario. Él fue asesinado allí, a los pies del altar. Los otros – más de 70 – en el cementerio cercano. Don Ferdinando fue asesinado, el 9 de octubre, por un disparo en la nuca, junto a su hermana Giulia; tenía 26 años.
De la Wehrmacht a las SS
El 25 de septiembre la Wehrmacht abandona la zona y cede el mando a las SS del 16º Batallón de la Decimosexta División Acorazada “Reichsführer – SS”, una División que incluye elementos SS “Totenkopf – Cabeza de muerto” y que había estado precedida por una estela de sangre, habiendo estado presente en Sant’Anna di Stazzema (Lucca) el 12 de agosto de 1944; en San Terenzo Monti (Massa-Carrara, en Lunigiana) el 17 de ese mes; en Vinca y alrededores (Massa-Carrara, en Lunigiana a los pies de los Alpes Apuanos) del 24 al 27 de agosto.
El 25 de septiembre las SS establecen el “Alto mando” en Sibano. El 26 de septiembre se trasladan a Salvaro, donde también está don Elia: zona fuera del área de inmediata influencia partisana. La dureza de los comandantes en perseguir el más total desprecio por la vida humana, la costumbre de mentir sobre el destino de los civiles y la estructura paramilitar – que recurría gustosamente a técnicas de “tierra quemada”, en desprecio a cualquier código de guerra o legitimidad de órdenes impartidas desde arriba – lo convertía en un escuadrón de la muerte que no dejaba nada intacto a su paso. Algunos habían recibido una formación de carácter explícitamente concentracionista y eliminacionista, destinada a: supresión de la vida, con fines ideológicos; odio hacia quienes profesaban la fe judeocristiana; desprecio por los pequeños, los pobres, los ancianos y los débiles; persecución de quienes se opusieran a las aberraciones del nacionalsocialismo. Había un verdadero catecismo – anticristiano y anticatólico – del cual las jóvenes SS estaban impregnadas.
«Cuando se piensa que la juventud nazi estaba formada en el desprecio de la personalidad humana de los judíos y de las otras razas “no elegidas”, en el culto fanático de una supuesta superioridad nacional absoluta, en el mito de la violencia creadora y de las “nuevas armas” portadoras de justicia en el mundo, se comprende dónde estaban las raíces de las aberraciones, facilitadas por la atmósfera de guerra y por el temor a una decepcionante derrota».
Don Elia Comini – con el padre Capelli – acude para confortar, tranquilizar, exhortar. Decide que se acojan en la casa parroquial sobre todo a los supervivientes de las familias en las que los alemanes habían asesinado por represalia. Al hacerlo, aleja a los sobrevivientes del peligro de encontrar la muerte poco después, pero sobre todo los arranca – al menos en la medida de lo posible – de esa espiral de soledad, desesperación y pérdida de voluntad de vivir que podría haberse traducido incluso en deseo de muerte. Además, logra hablar con los alemanes y, en al menos una ocasión, hacer desistir a las SS de su propósito, haciéndolas pasar de largo y pudiendo así advertir posteriormente a los refugiados de salir del escondite.
El Vicepostulador don Rino Germani sdb escribía: «Llega don Elia. Los tranquiliza. Les dice que salgan, porque los alemanes se han ido. Habla con los alemanes y los hace ir más allá».
También es asesinado Paolo Calanchi, un hombre a quien la conciencia no le reprocha nada y que comete el error de no escapar. Será nuevamente don Elia quien acuda, antes de que las llamas agredan su cuerpo, intentando al menos honrar sus restos al no haber llegado a tiempo para salvarle la vida: «El cuerpo de Paolino es salvado de las llamas precisamente por don Elia que, a riesgo de su vida, lo recoge y transporta con un carrito a la Iglesia de Salvaro».
La hija de Paolo Calanchi ha testificado: «Mi padre era un hombre bueno y honesto [“en tiempos de cartilla de racionamiento y de hambruna daba pan a quien no tenía”] y había rechazado escapar sintiéndose tranquilo hacia todos. Fue asesinado por los alemanes, fusilado, en represalia; más tarde también fue incendiada la casa, pero el cuerpo de mi padre había sido salvado de las llamas precisamente por Don Comini, que, a riesgo de su propia vida, lo había recogido y transportado con un carrito a la Iglesia de Salvaro, donde, en un ataúd que él construyó con tablas de desecho, fue inhumado en el cementerio. Así, gracias al coraje de Don Comini y, muy probablemente, también de Padre Martino, terminada la guerra, mi madre y yo pudimos encontrar y hacer transportar el ataúd de nuestro querido al cementerio de Vergato, junto al de mi hermano Gianluigi, que murió 40 días después al cruzar el frente».
Una vez don Elia había dicho de la Wehrmacht: «Debemos amar también a estos alemanes que vienen a molestarnos». «Amaba a todos sin preferencia». El ministerio de don Elia fue muy valioso para Salvaro y muchos evacuados, en esos días. Testigos han declarado: «Don Elia fue nuestra fortuna porque teníamos al párroco demasiado anciano y débil. Toda la población sabía que Don Elia tenía este interés por nosotros; Don Elia ayudó a todos. Se puede decir que todos los días lo veíamos. Decía la Misa, pero luego a menudo estaba en el atrio de la iglesia mirando: los alemanes estaban abajo, hacia el Reno; los partisanos venían de la montaña, hacia la Creda. Una vez, por ejemplo, (unos días antes del 26) vinieron los partisanos. Nosotros salíamos de la iglesia de Salvaro y allí estaban los partisanos, todos armados; y Don Elia se preocupaba mucho de que se fueran, para evitar problemas. Lo escucharon y se fueron. Probablemente, si no hubiera estado él, lo que sucedió después, habría ocurrido mucho antes»; «Por lo que sé, Don Elia era el alma de la situación, ya que con su personalidad sabía manejar muchas cosas que en esos momentos dramáticos eran de vital importancia».
Aunque era un sacerdote joven, don Elia Comini era confiable. Esta su confiabilidad, unida a una profunda rectitud, lo acompañaba desde siempre, incluso desde que era seminarista, como resulta de un testimonio: «Lo tuve cuatro años en el Rota, desde 1931 hasta 1935, y, aunque aún era seminarista, me dio una ayuda que difícilmente habría encontrado en otro hermano, incluso anciano».
El triduo de pasión
La situación, sin embargo, se precipita después de pocos días, el 29 de septiembre por la mañana cuando las SS cometen una terrible masacre en la localidad “Creda”. La señal para el inicio de la masacre son un cohete blanco y uno rojo en el aire: comienzan a disparar, las ametralladoras golpean a las víctimas, atrincheradas contra un pórtico y prácticamente sin salida. Se lanzan entonces granadas de mano, algunas incendiarias y el establo – donde algunos habían logrado encontrar refugio – se incendia. Pocos hombres, aprovechando un instante de distracción de las SS en ese infierno, se precipitan hacia el bosque. Attilio Comastri, herido, se salva porque el cuerpo yerto de su esposa Ines Gandolfi le ha hecho escudo: vagará durante días, en estado de shock, hasta que logre cruzar el frente y salvar su vida; había perdido, además de a su esposa, a su hermana Marcellina y a su hija Bianca, de apenas dos años. También Carlo Cardi logra salvarse, pero su familia es aniquilada: Walter Cardi tenía solo 14 días, fue la más pequeña víctima de la masacre de Monte Sole. Mario Lippi, uno de los sobrevivientes, atestigua: «No sé yo mismo cómo me salvé milagrosamente, dado que, de 82 personas reunidas bajo el pórtico, quedaron asesinadas 70 [69, según la reconstrucción oficial]. Recuerdo que además del fuego de las ametralladoras, los alemanes también nos lanzaron granadas de mano y creo que algunas esquirlas de estas me hirieron levemente en el costado derecho, en la espalda y en el brazo derecho. Yo, junto con otras siete personas, aprovechando que en [un] lado del pórtico había una puertita que daba a la calle, escapé hacia el bosque. Los alemanes, al vernos huir, nos dispararon, matando a uno de nosotros [de] nombre Gandolfi Emilio. Preciso que entre las 82 personas reunidas bajo el mencionado pórtico había también una veintena de niños, de los cuales dos en pañales, en brazos de sus respectivas madres, y una veintena de mujeres».
En la Creda hay 21 niños menores de 11 años, algunos muy pequeños; 24 mujeres (de las cuales una adolescente); casi 20 “ancianos”. Entre las familias más afectadas están los Cardi (7 personas), los Gandolfi (9 personas), los Lolli (5 personas), los Macchelli (6 personas).
Desde la casa parroquial de Mons. Mellini, mirando hacia arriba, en un momento se ve el humo: pero es muy temprano, la Creda permanece oculta a la vista y el bosque amortigua los ruidos. En la parroquia ese día – 29 de septiembre, fiesta de los Santos Arcángeles – se celebran tres Misas, por la mañana temprano, en inmediata sucesión: la de Mons. Mellini; la de padre Capelli que luego se va a llevar una Unción de los Enfermos en la localidad “Casellina”; la de don Comini. Y es entonces cuando el drama llama a la puerta: «Ferdinando Castori, que también había escapado de la masacre, llegó a la iglesia de Salvaro manchado de sangre como un carnicero, y se fue a esconder dentro de la cúspide del Campanario». Hacia las 8 llega a la casa parroquial un hombre desconcertado: parecía «un monstruo por su aspecto aterrador», dice la hermana Alberta Taccini. Pide ayuda para los heridos. Una setentena de personas ha muerto o está muriendo entre terribles suplicios. Don Elia, en pocos instantes, tiene la lucidez de esconder a 60/70 hombres en la sacristía, empujando contra la puerta un viejo armario que dejaba el umbral visible desde abajo, pero era no obstante la única esperanza de salvación: «Fue entonces cuando Don Elia, precisamente él, tuvo la idea de esconder a los hombres al lado de la sacristía, poniendo luego un armario frente a la puerta (lo ayudaron una o dos personas que estaban en casa de Monsignore). La idea fue de Don Elia; pero todos estaban en contra de que fuera Don Elia quien hiciera ese trabajo… Él lo quiso. Los demás decían: “¿Y si luego nos descubren?”». Otra reconstrucción: «Don Elia logró esconder en un local contiguo a la sacristía a una sesentena de hombres y contra la puerta empujó un viejo armario. Mientras tanto, el crepitar de las ametralladoras y los gritos desesperados de la gente llegaban desde las casas cercanas. Don Elia tuvo la fuerza de comenzar el S. Sacrificio de la Misa, la última de su vida. No había terminado aún, cuando llegó aterrorizado y agitado un joven de la localidad “Creda” a pedir socorro porque las SS habían rodeado una casa y arrestado a sesenta y nueve personas, hombres, mujeres, niños».
«Aún en vestiduras sagradas, postrado en el altar, inmerso en oración, invoca por todos la ayuda del Sagrado Corazón, la intercesión de María Auxiliadora, de san Juan Bosco y de san Miguel Arcángel. Luego, con un breve examen de conciencia, recitando tres veces el acto de dolor, les hace una preparación a la muerte. Recomienda a la asistencia de las hermanas a todas esas personas y a la Superiora que guíe fuertemente la oración para que los fieles puedan encontrar en ella el consuelo del cual tienen necesidad».
A propósito de don Elia y del padre Martino, que regresó poco después, «se constatan algunas dimensiones de una vida sacerdotal gastada conscientemente por los demás hasta el último instante: su muerte fue un prolongar en el don de la vida la Misa celebrada hasta el último día». Su elección tenía «raíces lejanas, en la decisión de hacer el bien incluso si se estaba en la última hora, dispuestos incluso al martirio»: «muchas personas vinieron a buscar ayuda en la parroquia y, a espaldas del párroco, Don Elia y el Padre Martino trataron de esconder a cuantas más personas posible; luego, asegurándose de que estuvieran de alguna manera asistidas, corrieron al lugar de las masacres para poder llevar ayuda también a los más desafortunados; el mismo Mons. Mellini no se dio cuenta de esto y continuaba buscando a los dos sacerdotes para que le ayudaran a recibir a toda esa gente» («Tenemos la certeza de que ninguno de ellos era partisano o había estado con los partisanos»).
En esos momentos, don Elia demuestra una gran lucidez que se traduce tanto en un espíritu organizativo como en la conciencia de poner en riesgo su propia vida: «A la luz de todo esto, y Don Elia lo sabía bien, no podemos, por lo tanto, buscar esa caridad que induce al intento de ayudar a los demás, sino más bien ese tipo de caridad (que luego fue la misma de Cristo) que induce a participar hasta el fondo en el sufrimiento ajeno, sin temer siquiera la muerte como su última manifestación. El hecho de que su elección haya sido clara y bien razonada también se demuestra por el espíritu organizativo que manifestó hasta unos minutos antes de su muerte, al intentar con prontitud e inteligencia esconder a tantas personas como fuera posible en los locales ocultos de la canonjía; luego la noticia de la Creda y, después de la caridad fraterna, la caridad heroica».
Una cosa es cierta: si don Elia se hubiera escondido con todos los demás hombres o incluso solo se hubiera quedado al lado de Mons. Mellini, no habría tenido nada que temer. En cambio, don Elia y padre Martino toman la estola, los óleos santos y una caja con algunas Partículas consagradas «partieron, por lo tanto, hacia la montaña, armados con la estola y el aceite de los enfermos»: «Cuando Don Elia regresó de haber ido con Monseñor, tomó la Píxide con las Hostias y el Aceite Santo y se volvió hacia nosotros: ¡aún ese rostro! estaba tan pálido que parecía uno ya muerto. Y dijo: “¡Recen, recen por mí, porque tengo una misión que cumplir!”». «¡Recen por mí, no me dejen solo!». «Nosotros somos sacerdotes y debemos ir y debemos hacer nuestro deber». «Vamos a llevar al Señor a nuestros hermanos».
Arriba en la Creda hay mucha gente que está muriendo entre suplicios: deben acudir, bendecir y – si es posible – intentar interponerse respecto a las SS.
La señora Massimina [Zappoli], luego testigo también en la investigación militar de Bolonia, recuerda: «A pesar de las oraciones de todos nosotros, ellos celebraron rápidamente la Eucaristía y, impulsados solo por la esperanza de poder hacer algo por las víctimas de tanta ferocidad al menos con un consuelo espiritual, tomaron el SS. Sacramento y corrieron hacia la Creda. Recuerdo que mientras Don Elia, ya lanzado en su carrera, pasó junto a mí en la cocina, me aferré a él en un último intento de disuadirlo, diciendo que nosotros quedaríamos a merced de nosotros mismos; él hizo entender que, por grave que fuera nuestra situación, había quienes estaban peor que nosotros y era a esos a quienes debían ir».
Él está inamovible y se niega, como luego sugirió Mons. Mellini, a retrasar la subida a la Creda cuando los alemanes se hubieran ido: «Ha sido [por lo tanto] una pasión, antes que cruento, […] del corazón, la pasión del espíritu. En esos tiempos se estaba aterrorizado por todo y por todos: no se tenía más confianza en nadie: cualquiera podía ser un enemigo determinante para la propia vida. Cuando los dos Sacerdotes se dieron cuenta de que alguien realmente necesitaba de ellos no dudaron tanto en decidir qué hacer […] y sobre todo no recurrieron a lo que era la decisión inmediata para todos, es decir, encontrar un escondite, intentar cubrirse y estar fuera de la contienda. Los dos Sacerdotes, en cambio, se adentraron, conscientemente, sabiendo que su vida estaba al 99% en riesgo; y lo hicieron para ser verdaderamente sacerdotes: es decir, para asistir y consolar; para dar también el servicio de los Sacramentos, por lo tanto, de la oración, del consuelo que la fe y la religión ofrecen».
Una persona dijo: «Don Elia, para nosotros, ya era santo. Si hubiera sido una persona normal […] no se habría puesto; también se habría escondido, detrás del armario, como todos los demás».
Con los hombres escondidos, son las mujeres las que intentan retener a los sacerdotes, en un intento extremo de salvarles la vida. La escena es al mismo tiempo agitada y muy elocuente: «Lidia Macchi […] y otras mujeres intentaron impedirles partir, trataron de retenerlos por la sotana, los persiguieron, los llamaron a gritos para que regresaran: impulsados por una fuerza interior que es ardor de caridad y solicitud misionera, ellos estaban ya decididamente caminando hacia la Creda llevando los consuelos religiosos».
Una de ellas recuerda: «Los abracé, los sostenía firmes por los brazos, diciendo y suplicando: – ¡No vayan! – ¡No vayan!».
Y Lidia Marchi añade: «Yo tiraba de Padre Martino por la vestimenta y lo retenía […] pero ambos sacerdotes repetían: – Debemos ir; el Señor nos llama».
«Debemos cumplir con nuestro deber. Y [don Elia y padre Martino,] como Jesús, se dirigieron hacia un destino marcado».
«La decisión de ir a la Creda fue elegida por los dos sacerdotes por puro espíritu pastoral; a pesar de que todos intentaban disuadirlos, ellos quisieron ir impulsados por la esperanza de poder salvar a alguien de aquellos que estaban a merced de la rabia de los soldados».
A la Creda, casi con seguridad, nunca llegaron. Capturados, según un testigo, cerca de un “pilar”, apenas fuera del campo visual de la parroquia, don Elia y padre Martino fueron vistos más tarde cargados de municiones, a la cabeza de los rastreados, o aún solos, atados, con cadenas, cerca de un árbol mientras no había ninguna batalla en curso y las SS comían. Don Elia intimó a una mujer que escapara, que no se detuviera para evitar ser asesinada: «Anna, por caridad, escapa, escapa».
«Estaban cargados y encorvados bajo el peso de tantas cajas pesadas que de las espaldas envolvían el cuerpo por delante y por detrás. Con la espalda hacían una curva que los llevaba casi con la nariz en el suelo».
«Sentados en el suelo […] muy sudados y cansados, con las municiones en la espalda».
«Arrestados son obligados a llevar municiones arriba y abajo por la montaña, testigos de inauditas violencias».
«[Las SS los hacen] bajar y subir más veces por la montaña, bajo su custodia, y además, realizando, ante los ojos de las dos víctimas, las más espeluznantes violencias».
¿Dónde están, ahora, la estola, los óleos santos y sobre todo el Santísimo Sacramento? No queda ninguna traza. Lejos de ojos indiscretos, las SS despojaron a la fuerza a los sacerdotes, deshaciéndose de ese Tesoro del que nada más se encontraría.
Hacia la tarde del 29 de septiembre de 1944, fueron trasladados con muchos otros hombres (rastreados y no por represalia o no porque fueran filo-partisanos, como demuestran las fuentes), a la casa “de los Birocciai” en Pioppe di Salvaro. Más tarde ellos, divididos, tendrán destinos muy diferentes: pocos serán liberados, tras una serie de interrogatorios. La mayoría, evaluados como aptos para el trabajo, serán enviados a campos de trabajo forzado y podrán – posteriormente – regresar a sus familias. Los evaluados como no aptos, por mero criterio de estado civil (cf. campos de concentración) o de salud (joven, pero herido o que simula estar enfermo con la esperanza de salvarse) serán asesinados la noche del 1 de octubre en la “Botte” de la Canapiera de Pioppe di Salvaro, ya una ruina porque bombardeada por los Aliados días antes.
Don Elia y padre Martino – que fueron interrogados – pudieron moverse hasta el último en la casa y recibir visitas. Don Elia intercedió por todos y un joven, muy afectado, se durmió sobre sus rodillas: en una de ellas, don Elia recibió el Breviario, tan querido para él y que quiso mantener consigo hasta los últimos instantes. Hoy, la atenta investigación histórica a través de las fuentes documentales, apoyada por la más reciente historiografía de parte laica, ha demostrado cómo nunca había tenido éxito un intento de liberar a don Elia, llevado a cabo por el Caballero Emilio Veggetti, y cómo don Elia y padre Martino nunca fueron realmente considerados o al menos tratados como “espías”.
El holocausto
Finalmente, fueron incluidos, aunque jóvenes (34 y 32 años), en el grupo de los no aptos y con ellos ejecutados. Vivieron esos últimos instantes orando, haciendo orar, absolviéndose mutuamente y brindando cada posible consuelo de fe. Don Elia logró transformar la macabra procesión de los condenados hasta una pasarela frente a la laguna de cáñamos, donde serán asesinados, en un acto coral de entrega, sosteniendo hasta donde pudo el Breviario abierto en la mano (luego, se lee, un alemán golpeó con violencia sus manos y el Breviario cayó en el embalse) y sobre todo entonando las Letanías. Cuando se abrió el fuego, don Elia Comini salvó a un hombre porque le hacía escudo con su propio cuerpo y gritó «Piedad». Padre Martino invocó en cambio “Perdón”, levantándose con dificultad en la laguna, entre los compañeros muertos o moribundos, y trazando la señal de la Cruz pocos instantes antes de morir él mismo, a causa de una enorme herida. Las SS quisieron asegurarse de que nadie sobreviviera lanzando algunas granadas. En los días siguientes, dada la imposibilidad de recuperar los cadáveres sumergidos en agua y barro a causa de abundantes lluvias (lo intentaron las mujeres, pero ni siquiera don Fornasini pudo lograrlo), un hombre abrió las rejas y la impetuosa corriente del río Reno se llevó todo. Nunca se volvió a encontrar nada de ellos: consummatum est!
Se había delineado su disposición «incluso al martirio, aunque a los ojos de los hombres parece necio rechazar la propia salvación para dar un mísero alivio a quien ya estaba destinado a la muerte». Mons. Benito Cocchi en septiembre de 1977 en Salvaro dijo: «Bien, aquí delante del Señor digamos que nuestra preferencia va a estos gestos, a estas personas, a aquellos que pagan de su persona: a quienes en un momento en que solo valían las armas, la fuerza y la violencia, cuando una casa, la vida de un niño, una familia entera eran valoradas en nada, supieron realizar gestos que no tienen voz en los balances de guerra, pero que son verdaderos tesoros de humanidad, resistencia y alternativa a la violencia; a quienes de este modo sembraban raíces para una sociedad y una convivencia más humana».
En este sentido, «El martirio de los sacerdotes constituye el fruto de su elección consciente de compartir la suerte del rebaño hasta el sacrificio extremo, cuando los esfuerzos de mediación entre la población y los ocupantes, largamente perseguidos, pierden toda posibilidad de éxito».
Don Elia Comini había sido lúcido sobre su propia suerte, diciendo – ya en las primeras fases de detención –: «Para hacer el bien nos encontramos en tantas penas»; «Era Don Elia quien señalando al cielo saludaba con los ojos perlados». «Elia se asomó y me dijo: “Vaya a Bolonia, al Cardenal, y dígale dónde nos encontramos”. Le respondí: “¿Cómo hago para ir a Bolonia?”. […] Mientras tanto los soldados me empujaban con la culata del rifle. D. Elia me saludó diciendo: “¡Nos veremos en el paraíso!”. Grité: “No, no, no diga eso”. Él respondió, triste y resignado: “Nos veremos en el Paraíso”».
Con don Bosco…: «[Les] espero a todos en el Paraíso»!
Era la tarde del 1° de octubre, inicio del mes dedicado al Rosario y a las Misiones. En los años de su primera juventud, Elia Comini había dicho a Dios: «Señor, prepárame para ser el menos indigno de ser víctima aceptable» (“Diario” 1929); «Señor, […] recíbeme también como víctima expiatoria» (1929); «me gustaría ser una víctima de holocausto» (1931). «[A Jesús] le he pedido la muerte en lugar de faltar a la vocación sacerdotal y al amor heroico por las almas» (1935).