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Domingo Savio llegó al Oratorio de Valdocco en el otoño de 1854, al final de la mortífera peste que había diezmado la ciudad de Turín. Inmediatamente entabló amistad con Miguel Rua, Juan Cagliero, Juan Bonetti y José Bongiovanni, con quienes fue a la escuela en la ciudad. Con toda probabilidad no sabía nada de la “Sociedad Salesiana” de la que Don Bosco había empezado a hablar a algunos de sus jóvenes en enero de ese año. Pero en la primavera siguiente tuvo una idea que confió a José Bongiovanni. En el Oratorio había chicos maravillosos, pero también había medio chicos que se portaban mal, y había chicos que sufrían, que se esforzaban en sus estudios, que añoraban su casa. Cada uno por su cuenta intentaba ayudarles. ¿Por qué no podrían los jóvenes más dispuestos unirse, en una “sociedad secreta”, para convertirse en un grupo compacto de pequeños apóstoles en la masa de los demás? José estuvo de acuerdo. Hablaron de ello con algunos. Les gustó la idea. Se decidió llamar al grupo la “Compañía de la Inmaculada”. Don Bosco dio su consentimiento: lo intentarán, redactarían un pequeño reglamento. Por las actas de la Compañía conservadas en los Archivos Salesianos, sabemos que los miembros que se reunían una vez a la semana eran unos diez: Miguel Rua (que fue elegido presidente), Domingo Savio, José Bongiovanni (elegido secretario), Celestino Durando, Juan B. Francesia, Giovanni Bonetti, Ángel Savio clérigo, José Rocchietti, Juan Turchi, Luis Marcellino, José Reano, Francisco Vaschetti. Falta Juan Cagliero, convaleciente de una grave enfermedad, que vive en casa de su madre. El artículo final de la Regla, que fue aprobado por todos, incluido Don Bosco, decía: “Una sincera, filial, ilimitada confianza en María, una singular ternura hacia Ella, una devoción constante nos hará superiores a todo obstáculo, tenaces en nuestros propósitos, estrictos con nosotros mismos, amorosos con el prójimo, exactos en todo”.
Los miembros de la Compañía elegían para ‘curar’ a dos categorías de muchachos, que en el lenguaje secreto de las actas se llamaban ‘clientes’. La primera categoría estaba formada por los indisciplinados, los que se apresuraban a jurar y usaban las manos. Cada miembro acogía a uno de ellos y actuaba como su ‘ángel de la guarda’ durante el tiempo que fuera necesario (¡Miguel Magone tenía un ‘ángel de la guarda’ perseverante!). La segunda categoría eran los recién llegados. Les ayudaban los primeros días, cuando aún no conocían a nadie, no sabían jugar, sólo hablaban el dialecto de su país y añoraban su hogar. (Francisco Cerruti tenía a Domingo Savio como ‘ángel de la guarda’, y narró con simple encanto sus primeros encuentros).
En las actas se puede ver el desarrollo de cada reunión: un momento de oración, unos minutos de lectura espiritual, una exhortación mutua a confesarse y comulgar; “luego se habla de los clientes encomendados”. Se exhorta a la paciencia y a la confianza en Dios para los que parecen totalmente sordos e insensibles; prudencia y dulzura para los que son fáciles de persuadir”.
Comparando los nombres de los participantes en la Compañía de la Inmaculada con los nombres de los primeros ‘adscritos’ a la Pía Sociedad, se tiene la conmovedora impresión de que la ‘Compañía’ fue el ‘ensayo general’ de la Congregación que Don Bosco estaba a punto de fundar. Fue el pequeño campo donde germinaron las primeras semillas del florecimiento salesiano. La Compañía se convirtió en la levadura del Oratorio. Convirtió a muchachos corrientes en pequeños apóstoles con una fórmula muy sencilla: un encuentro semanal con una oración, la escucha de una buena página, la exhortación mutua a acudir a los Sacramentos, un programa concreto sobre cómo y a quién ayudar en el entorno donde vivían, una charla de buen contenido para compartir éxitos y fracasos de los días recién transcurridos. Don Bosco estaba muy contento. Y quiso que se trasplantara en cada obra salesiana que naciera, para que también allí fuera un centro de jóvenes comprometidos y de futuras vocaciones salesianas y sacerdotales. En las cuatro páginas de consejos que Don Bosco dio a Miguel Rua, que iba a fundar la primera casa salesiana fuera de Turín, en Mirabello (son una de las mejores síntesis de su sistema de educar, y se entregarán a todo nuevo director salesiano) leemos estas dos líneas: “Trata de iniciar la Sociedad de la Inmaculada Concepción, pero sólo serás su promotor y no su director; considérala como una obra de los jóvenes. En cada obra salesiana un grupo de jóvenes comprometidos, llamados como mejor nos parezca, ¡pero una fotocopia de la antigua ‘Compañía de la Inmaculada Concepción’! ¿No será éste el secreto que Don Bosco nos confía para hacer germinar de nuevo las vocaciones salesianas y sacerdotales? Es una certeza: la Congregación Salesiana se fundó y se expandió involucrando a los jóvenes, que se dejaron convencer por la pasión apostólica de Don Bosco y por su sueño de vida. Debemos contar a los jóvenes la historia de los comienzos de la Congregación, de la que los jóvenes fueron ‘cofundadores’. La mayoría (Rua, Cagliero, Bonetti, Durando, Marcellino, Bongiovanni, Francesia, Lazzero, Savio) fueron compañeros de Domingo Savio y miembros de la Compañía de la Inmaculada; y doce fueron fieles a Don Bosco hasta su muerte. Es de esperar que este hecho ‘fundacional’ nos ayude a implicar cada vez más a los jóvenes de hoy en el compromiso apostólico por la salvación de otros jóvenes.