25 Sep 2025, Jue

Alexandre Planas Saurì, el mártir sordo (1/2)

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Alexandre Planas Sauri, nacido en Mataró (Barcelona) el 31 de diciembre de 1878, fue colaborador laico de los aalesianos hasta su gloriosa muerte como mártir en Garraf (Barcelona) el 19 de noviembre de 1936. Su beatificación tuvo lugar junto con otros salesianos y miembros de la familia salesiana, el 11 de marzo de 2001, por el Papa San Juan Pablo II.

            En el elenco de mártires españoles beatificados por el Papa Juan Pablo II el 11 de marzo de 2001, figura el laico Alexandre PLANAS SAURÌ. Su nombre pertenece a los mártires salesianos de la Provincia Tarraconense, subgrupo de Barcelona. Los testimonios sobre su vida utilizan también la palabra “de la familia” o “cooperador”, pero todos lo definen como “un auténtico salesiano”. En el pueblo de Sant Vicenç dels Horts, donde vivió 35 años, le conocían por el apodo de ‘El Sord, ‘El Sord dels Frares’ (El Sordo de los hermanos). Y esta es la expresión que aparece en la hermosa placa de la iglesia parroquial, colocada en un lateral del respaldo, en el lugar exacto donde Alexandre se encontraba cuando iba a rezar.
            Su vida se truncó la noche del 18 al 19 de noviembre de 1936, junto con la de un coadjutor salesiano, Eliseo García, que se quedó con él para no dejarlo solo, ya que Alexandre no quería abandonar el pueblo y buscar un lugar más seguro. A las pocas horas ambos fueron detenidos, condenados por el comité anarquista del municipio y conducidos a orillas del Garraf, en el Mediterráneo, donde fueron fusilados. Sus cuerpos no fueron recuperados. Alexandre tenía 58 años.
            Esta es una nota que podría haber aparecido en la página de sucesos de cualquier periódico y haber caído en el más absoluto olvido. Pero no fue así. La Iglesia los proclamó beatos. Para la Familia Salesiana fueron y serán siempre “signos de fe y reconciliación”. En estas páginas se hará referencia al Sr. Alexandre. ¿Quién era este hombre al que la gente apodaba “el Sord dels frares”?

Las circunstancias de su vida
            Alexandre Planas Saurì nació en Mataró (provincia de Barcelona) en 1878, seis años antes de que el tren que llevaba a Don Bosco a Barcelona (para visitar y reunirse con los salesianos y los jóvenes de la casa de Sarriá), se detuviera en la estación de esta ciudad, para recoger a la señora Dorotea de Chopitea y los Martí Codolar que querían acompañarle en la última etapa del viaje a Barcelona.
            Se sabe muy poco de su infancia y adolescencia. Fue bautizado en la parroquia más popular de la ciudad, San José y San Juan. Fue, sin duda, un niño asiduo a las celebraciones dominicales, actividades y fiestas parroquiales. A juzgar por la trayectoria de su vida posterior, fue un joven que supo desarrollar una sólida vida espiritual.
            Alexandre tenía una importante deficiencia física: era totalmente sordo y tenía un cuerpo desgarbado (de baja estatura y cuerpo encorvado). Se desconoce la circunstancia que le llevó a Sant Vicenç dels Horts, localidad situada a unos 50 km de su pueblo natal. Lo cierto es que en 1900 se encontraba entre los salesianos del pequeño pueblo de Sant Vicenç como empleado en las actividades cotidianas de la casa salesiana: jardinería, limpieza, labores del campo, recados… Un joven ingenioso y trabajador. Y, sobre todo, “bueno y muy piadoso”.
            La casa de Sant Vicenç dels Horts fue comprada por el padre Felipe Rinaldi, antiguo inspector de España, en 1895, para albergar el noviciado y los estudios de filosofía que se realizarían más tarde. Fue el primer centro de formación salesiana en España. Alexandre llegó allí en 1900 como empleado, ganándose inmediatamente la estima de todos. Se sintió muy a gusto, plenamente integrado en el espíritu y la misión de aquella casa.
            Al final del curso 1902-1903, la casa experimentó un importante cambio de rumbo. El Rector Mayor, P. Miguel Rúa, había creado las tres provincias de España. Las de Madrid y Sevilla decidieron organizar la formación en sus respectivas provincias. La de Barcelona también trasladó el noviciado y la filosofía a Girona. La casa de Sant Vicenç dels Horts quedó prácticamente vacía en pocos meses, habitada únicamente por el Sr. Alexandre.
            Desde ese año hasta 1931 (¡28 años!), se convirtió en el guardián de aquella casa. Pero no sólo de la propiedad, sino sobre todo de las tradiciones salesianas que en pocos años se habían arraigado fuertemente en la población. Presencia y obra benévola, viviendo como un anacoreta, pero en modo alguno ajeno a los amigos de la casa que le protegían, a los enfermos del pueblo que visitaba, a la vida parroquial que frecuentaba, a los feligreses que edificaba con el ejemplo de su piedad, y a los niños de la catequesis parroquial y del oratorio festivo que animaba junto con un joven del pueblo, Joan Juncadella, con quien trabó una fuerte amistad. Distante y cercano a la vez, con no poca influencia en la gente. Un personaje singular. El referente del espíritu salesiano en el pueblo. “El sord dels frares”.


El hombre

            Alexandre, minusválido y sordo, pero que entendía a sus interlocutores gracias a su mirada penetrante, al movimiento de sus labios, respondía siempre con lucidez, aunque en voz baja. Un hombre de corazón bueno y luminoso: “Un tesoro metido en una fea vasija de barro, pero nosotros, los niños, pudimos percibir perfectamente su dignidad humana”.
            Vestía pobremente, siempre con su bolso colgado al hombro, a veces acompañado de un perro. Los salesianos le dejaban quedarse en casa. Podía vivir de lo que producía el huerto y de la ayuda que recibía de algunas personas. Su pobreza era ejemplar, más que evangélica. Y si le sobraba algo, lo daba a los pobres. En medio de este tipo de vida, desempeñaba con absoluta fidelidad la tarea de cuidador de la casa.
            Junto al hombre fiel y responsable, aparece el hombre bueno, humilde, abnegado, de una amabilidad invencible, aunque firme. “No permitía que se hablara mal de nadie”. A esto se unía la dulzura de su corazón. “El consolador de todas las familias”. Un hombre de corazón transparente, de recta intención. Un hombre que se hacía querer y respetar. El pueblo estaba con él.

El artista
            Alexandre también tenía alma de artista. De artista y de místico. Aislado del ruido exterior, vivía absorto en una constante contemplación mística. Y supo plasmar en la materia los sentimientos más íntimos de su experiencia religiosa, que casi siempre giraba en torno a la pasión de Jesucristo.
            En el patio de la casa, creó tres monumentos claramente visibles: Cristo clavado en la cruz, la deposición en manos de María y el santo sepulcro. De los tres, la cruz presidía el patio. Los pasajeros del tren que pasaba por delante de la granja podían verla perfectamente. Por otra parte, instaló un pequeño taller en una de las dependencias de la casa donde realizaba los encargos que recibía o pequeñas imágenes con las que satisfacía los gustos de la piedad popular y las distribuía gratuitamente entre sus vecinos.

El creyente
            Pero lo que dominaba su personalidad era su fe cristiana. La profesaba en lo más profundo de su ser y la manifestaba con toda claridad, a veces incluso con ostentación, profesándola en público. “Un verdadero santo”, un “hombre de Dios”, decía la gente. “Cuando llegábamos a la capilla por la mañana o por la tarde, siempre, indefectiblemente, encontrábamos a Alexandre rezando, de rodillas, haciendo sus prácticas piadosas”. “Su piedad era muy profunda”. Un hombre totalmente abierto a la voz del Espíritu, con la sensibilidad que poseen los santos. Lo más admirable de este hombre era su sed y su hambre de Dios, “siempre buscando más espiritualidad”.
            La fe de Alexandre estaba ante todo abierta al misterio de Dios, ante cuya grandeza caía de rodillas en profunda adoración: “Inclinado con el cuerpo, los ojos bajos, lleno de vida interior… colocado a un lado de la iglesia, con la cabeza inclinada, arrodillado, absorto en el misterio de Dios, plenamente inmerso en la meditación del santo placer, daba rienda suelta a sus afectos y emociones…”.
            “Pasaba horas ante el sagrario, arrodillado, con el cuerpo inclinado casi horizontalmente hacia el suelo, después de la comunión”. De la contemplación de Dios y de su grandeza salvadora, Alexandre sacaba una gran confianza en la Divina Providencia, pero también una aversión radical a la blasfemia contra la gloria de Dios y su santo nombre. No podía tolerar la blasfemia. “Al percibir una blasfemia, o bien se ponía tenso mirando intensamente a la persona que la había proferido, o bien susurraba con compasión, para que la persona pudiera oír: ‘Nuestra Señora llora, Nuestro Señor llora’”.
            Su fe se expresaba en las devociones tradicionales de la Eucaristía, como hemos visto, y del rosario mariano. Pero donde su impulso religioso encontró el cauce más adecuado a sus necesidades fue, sin duda, en la meditación de la pasión de Cristo. “Del Sordo, recuerdo la impresión que nos causó oírle hablar de la Pasión de Cristo”.

            Llevaba el misterio de la cruz en su carne y en su alma. En su honor había erigido los monumentos de la cruz, la deposición y la sepultura de Cristo. Todos los relatos mencionan también el crucifijo de hierro que llevaba colgado del pecho y cuya cadena estaba incrustada en su piel. Y siempre dormía con un gran crucifijo a su lado. No quiso quitarse el crucifijo ni siquiera durante los meses de persecución religiosa que culminaron en su martirio. “¿Hago el mal? – decía- y si me matan, mejor, que ya tengo el cielo abierto”.
            Todos los días hacía el ejercicio del Vía Crucis: “Cuando subía a la sala de estudio, el señor Planas entraba en la capilla, y cuando bajábamos al cabo de una hora, estaba terminando el Vía Crucis, que hacía totalmente inclinado, hasta que la cabeza tocaba el suelo”.
            A partir de esta experiencia del vía crucis, a la que se sumó su profunda devoción al Sagrado Corazón, la espiritualidad del Sordo se proyectó hacia el ascetismo y la solidaridad. Vivió como un penitente, en pobreza evangélica y espíritu de mortificación. Dormía sobre tablas, sin colchón ni almohada, teniendo a su lado una calavera que le recordaba la muerte y “algunos instrumentos de penitencia”. Esto no lo aprendió de los salesianos. Lo había aprendido antes y lo explicaba recordando la espiritualidad del padre jesuita san Alfonso Rodríguez, cuyo manual solía leer en la casa del noviciado y que a veces meditaba durante aquellos años.
            Pero su amor a la cruz le llevaba también a la solidaridad. Su austeridad era impresionante. Vestía como los pobres y comía frugalmente. Daba todo lo que podía dar: no dinero, porque no tenía, sino siempre su ayuda fraterna: “Cuando había que hacer algo por alguien, lo dejaba todo e iba donde se le necesitaba”. Los más beneficiados eran los niños de la catequesis y los enfermos. “Nunca faltaba a la cabecera de un enfermo grave: velaba por él mientras la familia descansaba. Y si no había nadie en la familia que pudiera preparar al difunto, él estaba dispuesto a este servicio. Favorecidos eran los enfermos pobres, a los que, si podía, ayudaba con las limosnas que recogía o con el fruto de su trabajo”.


(continuación)

don Joan Lluís Playà, sdb

Por Editor BSOL

Editor del sitio web.