Alberto Marvelli, el cristiano que gustaba incluso a los comunistas
Alberto Marvelli (1918-1946), joven formado en el oratorio salesiano de Rímini, vivió su corta vida en el compromiso diario del servicio a los demás, con toda la intensidad que le permitían sus fuerzas. Su vida normal pero intensamente cristiana le llevó a la santidad, siendo beatificado en 2004 por el Papa San Juan Pablo II.
Alberto Marvelli, “ingeniero de la caridad”, tiene el encanto de una santidad extraordinariamente normal. Alberto tiene un padre director de banco y una familia muy cristiana. Nació en Ferrara en 1918, pero a los 13 años él y su familia se instalaron definitivamente en Rímini, siguiendo a su padre en sus viajes de negocios. Es un chico de salud robusta y temperamento impetuoso, pero también tan serio que a veces hace pensar en un hombre adulto. Supera el gimnasio entre sesiones de estudio y sensacionales competiciones deportivas. A los 15 años, se matricula en el instituto clásico. Pero en esos mismos meses, la familia se ve duramente golpeada por la muerte de su padre. Él ya es delegado a aspirante y animador del oratorio de la parroquia de María Auxiliadora. Enseña catecismo, anima las reuniones, organiza la misa de los jóvenes. Con sólo 18 años, se convierte en presidente de la Acción Católica.
Al empezar el bachillerato, Alberto comienza su Diario y escribe: “Dios es grande, infinitamente grande, infinitamente bueno”. Pero allí registraría su crecimiento como hombre y como cristiano a lo largo de toda su vida. Leemos en él un “pequeño esquema” estricto y fuerte que se da a sí mismo. Propone en particular: la oración y la meditación por la mañana y por la tarde, el encuentro con la Eucaristía, si es posible también todos los días, la lucha contra las mayores faltas: la pereza, la gula, la impaciencia, la curiosidad… Un programa que Alberto pondrá en práctica durante toda su vida.
Alumno que viaja diariamente
Entre los 60 candidatos al bachillerato clásico, Alberto ocupa el segundo lugar. El 1 de diciembre de 1936 (a la edad de 18 años) comienza su primer año de ingeniería en la Universidad de Bolonia. Comienza así la vida de estudiante a caballo entre Rímini y Bolonia. Estudio y apostolado en ambas ciudades. El ama de llaves de la tía que lo acogió en Bolonia daría testimonio con estas sencillas palabras: “Solía verlo día y noche trabajando duro por la universidad y el apostolado. A veces lo encontraba dormido sobre sus libros y con la corona en la mano. Por la mañana le veía en la iglesia a las 6 para la misa y la comunión. Si los compromisos no le permitían comulgar antes, ayunaba hasta mediodía. Imponía una formidable penitencia a su apetito”.
Mientras Alberto termina la universidad, estalla sobre Europa el ciclón de la Segunda Guerra Mundial. Italia también se vio envuelta en ella. Licenciado en ingeniería, de agosto a noviembre de 1940 Alberto se encuentra en Milán, empleado en la fundición Bagnagatti, bajo los primeros bombardeos. El industrial testificará: “Pasó unos meses conmigo. Enseguida se familiarizó con todos los empleados y, en particular, con los más jóvenes y humildes. Se interesó por las necesidades familiares de los trabajadores y me señaló las necesidades particulares de cada uno, solicitando la ayuda que consideraba oportuna. Visitaba a los enfermos, animaba a los aprendices a asistir a las escuelas nocturnas. Inculcaba a todos un sentido inmediato y vivo de simpatía y cordialidad”.
30 de junio de 1941. Cuando Italia comienza su segundo año de guerra, Alberto se gradúa en ingeniería industrial con las mejores notas. Poco después, él también se pone el uniforme verde grisáceo y parte para ser soldado.
El servicio militar y la guerra
En enero de 1943, los rusos desencadenan su ofensiva en todo el frente occidental. L’Armir (Armada Italiana en Rusia), que ocupaba el frente del Don, se ve obligado a una legendaria retirada a través de los interminables campos helados, mientras los rusos y la escarcha matan. Allá arriba y acaba de llegar Raffaello Marvelli, y ha sido asesinado en combate. Para Mamá María es una hora muy dura. Alberto escribe en su diario palabras desnudas y sangrantes: “La guerra es un castigo por nuestra maldad, para castigar nuestro poco amor a Dios y a los hombres. Falta en el mundo el espíritu de caridad, y por eso nos odiamos como enemigos en vez de amarnos como hermanos”.
Es destinado a un cuartel de Treviso. Y es aquí donde se produce el “milagro” de Marvelli. Don Zanotto, párroco de S. Maria di Piave, escribió: “Cuando el ingeniero Marvelli llegó a Treviso, en el cuartel de dos mil soldados, todos blasfemaban y reinaba la mala vida. Después de algún tiempo, ya nadie blasfemaba, quiero decir nadie, ni siquiera los superiores. El coronel, como blasfemo que era, se dedicó a reprimir la blasfemia entre los soldados”. En septiembre, Italia se retira de la guerra. El ejército se disuelve. Alberto vuelve a casa. Pero la guerra no ha terminado. Los soldados alemanes han ocupado Italia, y los aliados intensifican los bombardeos de nuestras ciudades.
Entre los refugiados en San Marino
El 1 de noviembre, Rímini sufre el primer bombardeo aéreo. Sufrió trescientos y quedó reducida a una alfombra de escombros. Tuvieron que huir lejos, a la República libre de San Marino. En pocas semanas, esa estampa de tierra libre pasa de 14 mil a 120 mil habitantes.
Alberto llega allí sujetando el ronzal de un burro. En el coche de caballos va su madre. Giorgio y Gertrude empujan bicicletas cargadas de comida para sobrevivir. Son aceptados en uno de los dormitorios del colegio Belluzzi. Otras familias están en los almacenes de la República, muchas más se amontonan en los túneles del ferrocarril.
Es muy fácil, en momentos así, encerrarse en uno mismo, pensar en la supervivencia de los seres queridos y ya está. En cambio, Alberto está en el centro de los cuidados, a disposición de todos. Un testigo escribe: “Por la noche rezaba el rosario a voz bien alta en los dormitorios del colegio Belluzzi, luego se iba a dormir a las mejores horas junto a los conventuales; y por la mañana, en la iglesia llena de evacuados, participaba de la misa y comulgaba. Después anda de nuevo por todas las calles para encontrarse con todos los necesitados. Tomaba nota de las necesidades y, cuando no podía llegar, confiaba el trabajo a otros. Entraba en los túneles de donde la gente no se atrevía a salir”. Domenico Mondrone añade: “Cada día recorría kilómetros en bicicleta, recogiendo alimentos. A veces volvía a casa con la mochila agujereada por la metralla que le estallaba por todos lados. Pero él, con amigos que emulaban su valor, no se detuvo”.
Querían que fuera alcalde
21 de noviembre de 1944. Los aliados entran en Rímini. Alrededor, pueblos y bosques ardiendo, atascos de carros, camiones, coches. Muertes y desolación. Alberto regresa allí con su familia. Encuentra su casa (golpeada, pero aún habitable) ocupada por oficiales británicos. Los Marvelli se instalan en el sótano como pueden. En ese terrible invierno (el último de la guerra) Alberto se convierte en el criado de todos. El Comité de Liberación le confía la oficina de vivienda, el ayuntamiento le encarga la ingeniería civil para la reconstrucción, el obispo le entrega a los “licenciados católicos” de la diócesis. Los pobres asedian permanentemente las dos pequeñas habitaciones de su oficina, le siguen a casa cuando va a comer algo con su madre. Alberto nunca rechaza a ninguno. Dice: “Los pobres pasan enseguida, los demás tienen la cortesía de esperar”. Después de la paz, la miseria del pueblo continuó. En la guerra, muchos lo perdieron todo.
El año 1946 es devorado día a día por un sinfín de necesidades, todas urgentes. Alberto va a misa, luego está de guardia. A finales de ese año se celebran las primeras elecciones municipales. Acaloradas batallas entre comunistas y democristianos. Un comunista, que cada día veía en Marvelli no a un democristiano sino a un cristiano, dijo: “Aunque mi partido pierda… mientras el ingeniero Marvelli sea alcalde”. No llegaría a serlo. La noche del 5 de octubre, cenó rápidamente junto a su madre, y luego salió en bicicleta para dar un mitin en San Giuliano a Mare. A 200 metros de su casa, un camión aliado que circulaba a velocidad de vértigo le atropella, le arroja al jardín de una villa y desaparece en la noche. El trolebús lo recoge. Dos horas más tarde muere. Tiene 28 años. Cuando su ataúd pasa por las calles, los pobres lloran y envían besos. Un cartel proclama en grandes letras: “Los comunistas de Bellariva se inclinan reverentes para saludar a su hijo, a su hermano, que tanto bien ha esparcido por esta tierra”.
don Mario PERTILE, sdb