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Un viaje puede cambiar la forma de ver las cosas, especialmente cuando atraviesa realidades heridas pero aún vibrantes. La experiencia vivida por Milena, joven de la animación misionera del centro de Italia, en las obras salesianas de Bogotá, Cúcuta y Medellín es una prueba concreta: la esperanza nace precisamente en las periferias más vulnerables. En barrios marcados por la violencia, las migraciones forzadas y la pobreza extrema, el carisma de Don Bosco sigue generando espacios de acogida, educación y renacimiento. A través de encuentros, historias y pequeños gestos cotidianos, Milena descubre una luz capaz de transformar el dolor y la soledad en un futuro compartido. Un relato que invita a creer en el bien que crece silenciosamente.
En Colombia, entre barrios marcados por la violencia, el narcotráfico, la migración forzada y la precariedad social, las obras salesianas son puntos de luz que cambian la vida de cientos de jóvenes y familias. El carisma de Don Bosco se convierte aquí en acogida, educación y futuro.
La primera etapa del viaje fue Bogotá, la capital. Aquí la presencia salesiana está arraigada sobre todo en las zonas más frágiles, entre ellas el barrio popular de Ciudad Bolívar, donde se encuentra el centro Don Bosco Obrero. Una casa viva, que trabaja cada día con los jóvenes y, los fines de semana, llega también a las realidades más periféricas; una de estas es el “Rinconcito de Arabia”, un asentamiento de viviendas precarias, construidas con láminas y a menudo inmersas en el barro, sin calles, luz, agua ni servicios higiénicos.
Precisamente aquí viví uno de los días más hermosos de mi viaje. El sábado, de hecho, Don Bosco Obrero “visita el territorio”: un grupo de animadores parte para encontrarse con los niños de los barrios más pobres llevando juegos, canciones y momentos de ocio. Se busca un espacio libre y seguro en las cercanías y allí nace un pequeño oratorio al aire libre. Estas simples visitas se convierten así en un tiempo de amistad, distracción, fraternidad y espiritualidad: una forma de hacer que esos niños se sientan vistos y amados; como diciendo “No importa lo lejos que estén o la zona en la que vivan, nosotros venimos igual para jugar con ustedes”.
Antes de los juegos me invitaron a una pequeña casa hecha de láminas: algunas señoras (las mamás del Rinconcito) habían preparado café y sillas pequeñas para charlar. Querían contarme cuánto los Salesianos habían cambiado sus vidas: “Hemos aprendido la fraternidad, el apoyo mutuo, la fuerza de caminar juntos”. Una de ellas habló con orgullo de la “olla comunitaria”, la olla cocinada en la calle cada sábado: cada uno trae lo poco que tiene en casa y se cocina todo junto, de modo que se convierte en una comida suficiente para todos. Un gesto simple pero potente, signo de una verdadera comunidad.
Ese día prepararon la “olla” también para mí: comimos todos juntos. Después de los juegos y la oración me quedé a hablar con algunos de los más jóvenes que viven en el Rinconcito. Muchos de ellos me impresionaron por sus ganas de estudiar: una joven me dijo que precisamente gracias a la obra de Don Bosco Obrero pudo finalmente dedicarse al estudio y ahora siente que puede perseguir sus sueños.
La casa de Don Bosco Obrero es mucho más que un centro educativo: es un refugio y un laboratorio de futuro. Durante el día se alternan cursos de alfabetización y ayuda con las tareas, luego a partir de las 17:00 los patios se animan con baloncesto, fútbol, actividades circenses y talleres de danza. Los cursos, pensados para diferentes grupos de edad, permiten a los jóvenes cultivar talentos y pasiones, incluso viniendo de situaciones de extrema pobreza.
La estructura también alberga un internado: algunos niños y niñas viven allí durante la semana porque sus familias no pueden garantizar un ambiente seguro o porque enfrentan situaciones de violencia o adicciones. Las habitaciones, sencillas pero ordenadas, con literas y pequeños armarios, son un espacio de protección y serenidad. Los educadores se turnan por la noche, garantizando una presencia constante y afectuosa. Muchos niños tienen solo siete u ocho años: algunos regresan a casa el fin de semana, otros incluso ya no son buscados por sus padres. Aquí, sin embargo, su infancia es custodiada y salvada, y para ellos la escuela, el deporte y el arte se convierten en herramientas para soñar y construir un futuro diferente.
Posteriormente estuve unos días en Cúcuta, ciudad fronteriza con Venezuela. Aquí el desafío diario es acoger a familias y jóvenes que llegan después de largos y dolorosos viajes, a menudo sin nada más que el deseo de empezar de nuevo. La mayoría de los jóvenes acogidos por los Salesianos son jóvenes venezolanos que viven en la calle, constantemente expuestos a la violencia, las drogas y la prostitución.
En el oratorio salesiano encuentran una alternativa concreta: un lugar donde jugar, aprender y crecer en un ambiente protegido. Muchos de estos niños y adolescentes nunca han sido escolarizados: algunos son analfabetos, otros han interrumpido pronto sus estudios para escapar de su país. La obra se encarga de gestionar cursos de alfabetización, pero hace mucho más: no se trata solo de instrucción, muchos jóvenes nunca han recibido una verdadera educación conductual. La violencia es a menudo su primera respuesta porque es la única que han conocido. En el oratorio aprenden que existen reglas, respeto y relaciones sanas. Es un trabajo lento y constante pero fundamental para sus vidas.
Aquí vi cobrar vida el mensaje evangélico de la acogida: nadie es rechazado. Incluso quienes llevan a cuestas historias de drogas, prostitución o violencia extrema encuentran un lugar, una sonrisa, una posibilidad. La máxima aceptación, sin juicio, es la base sobre la que los Salesianos de Cúcuta están reconstruyendo la esperanza para estos jóvenes de frontera.
Otra etapa muy significativa en este viaje fue Medellín, donde se encuentra una de las obras salesianas más conocidas: Ciudad Don Bosco. Es una gran casa que acoge a jóvenes provenientes de contextos muy complejos: ex miembros de la guerrilla, jóvenes apartados de sus familias y confiados al Estado por problemas de drogas, violencia o prostitución. Los Salesianos creen que ninguna historia está perdida.
Antes de partir tuve la oportunidad de recoger las palabras de Esmeralda, una joven voluntaria que vivió durante algunos meses en Ciudad Don Bosco. Recuerdo nuestras largas conversaciones y sus hermosas reflexiones: «Cuando llegué sentí enseguida que ese lugar tenía un brillo diferente. No venía de los edificios ni de las personas que trabajan allí, sino de los propios jóvenes. En cada uno de ellos vi una pequeña luz que, unida a las demás, ilumina toda la casa».
En su servicio, Esmeralda aprendió que detrás de cada gesto hay una historia de dolor y esperanza: «Escuché relatos muy duros —decía— pero también vi sonrisas que nacen a pesar de todo. Comprendí que donde abunda el dolor puede nacer una gratitud más profunda, esa que te enseña a apreciar detalles que otros no notan».
Luego usó una imagen que todavía llevo conmigo: “Reconocí a cada uno de esos jóvenes en su forma más auténtica, como diamantes o, como decimos en Colombia, ‘un diamante en bruto’. Para mí fue un regalo reconocer en ellos esta pureza oculta”.
Esmeralda concluía su relato con palabras que encierran la esencia del espíritu salesiano: «En tres meses en Ciudad Don Bosco aprendí que un vínculo verdadero no depende del tiempo pasado juntos, sino de la disponibilidad a abrir el corazón. Los jóvenes me enseñaron la fuerza del amor que no juzga, que acoge y que educa. Y comprendí que realmente se puede “vencer el mal con el amor”».
Finalmente, un día durante un simple almuerzo comunitario hubo un momento que encapsuló el sentido del viaje: un salesiano nombró dos iglesias de una zona que no recuerdo, pero dijo “Paz y Esperanza”; hablaba del hecho de que una obra salesiana se encuentra entre estos dos puntos. Parecía un detalle geográfico, pero para mí se convirtió en una síntesis perfecta: los Salesianos trabajan con la esperanza para construir la paz.
Fue emocionante descubrir que, al otro lado del mundo, después de más de doscientos años, el carisma de Don Bosco se vive al cien por cien, exactamente como él lo había imaginado: simple, alegre y concreto.
Milena D’Acunzo

