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Esta novena a María Auxiliadora 2025 nos invita a redescubrirnos como hijos bajo la mirada materna de María. Cada día, a través de las grandes apariciones –desde Lourdes a Fátima, de Guadalupe a Banneaux – contemplamos un rasgo de su amor: humildad, esperanza, obediencia, asombro, confianza, consuelo, justicia, dulzura, sueño. Las meditaciones del Rector Mayor y las oraciones de los “hijos” nos acompañan en un camino de nueve días que abre el corazón a la fe sencilla de los pequeños, alimenta la oración y anima a construir, con María, un mundo sanado y lleno de luz, para nosotros y para todos aquellos que buscan esperanza y paz.
Día 1
Ser Hijos – Humildad y fe
Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.
Nuestra Señora de Lourdes
La pequeña Bernadette Soubirous
11 de febrero de 1858. Acababa de cumplir 14 años. Era una mañana como las demás, un día de invierno. Teníamos hambre, como siempre. Estaba esa gruta, con la boca oscura. En el silencio sentí como un gran soplo. El arbusto se movió, una fuerza lo sacudía. Y entonces vi a una joven, vestida de blanco, no más alta que yo, que me saludó con una leve inclinación de cabeza; al mismo tiempo, separó ligeramente del cuerpo sus brazos extendidos, abriendo las manos, como las estatuas de la Virgen. Sentí miedo. Luego pensé en rezar: tomé el rosario que siempre llevo conmigo y comencé a recitarlo.
María se muestra a su hija Bernadette Soubirous. A ella, que no sabía leer ni escribir, que hablaba en dialecto y no asistía al catecismo. Una niña pobre, marginada por todos en el pueblo, y sin embargo dispuesta a confiar y a entregarse, como quien no tiene nada. Y nada que perder.
María le confía sus secretos y lo hace porque confía en ella. La trata con ternura, se dirige a ella con amabilidad, le dice “por favor”.
Y Bernadette se abandona y le cree, como hace un niño con su madre. Cree en su promesa: que la Virgen no la hará feliz en este mundo, sino en el otro. Y recuerda esa promesa toda su vida.
Una promesa que le permitirá afrontar todas las dificultades con la frente en alto, con fuerza y determinación, haciendo lo que la Virgen le pidió: rezar, rezar siempre por todos nosotros, pecadores.
También ella promete: custodia los secretos de María y da voz a su pedido de un Santuario en el lugar de la aparición.
Y al morir, Bernadette sonríe, recordando el rostro de María, su mirada amorosa, sus silencios, sus pocas pero intensas palabras, y sobre todo aquella promesa.
Y se siente aún hija, hija de una Madre que cumple sus promesas.
María, Madre que promete
Tú, que prometiste convertirte en madre de la humanidad, has permanecido al lado de tus hijos, empezando por los más pequeños y los más pobres. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Ten fe: María también se muestra a nosotros si sabemos despojarnos de todo.
Intervención del Rector Mayor
María Santísima, humildad y fe
Podemos decir que María es como un faro de humildad y fe que ha acompañado a la humanidad a lo largo de los siglos. También acompaña nuestra vida, nuestra historia personal, la de cada uno de nosotros.
Ahora bien, no hay que pensar que la humildad de María es simplemente una apariencia exterior o una actitud discreta. No es algo superficial. Su humildad viene de una profunda conciencia de su pequeñez frente a la grandeza de Dios.
Su “sí”, ese Aquí estoy, la servidora del Señor que pronuncia ante el ángel, es un acto de humildad, no de presunción; es un abandono confiado de quien se reconoce instrumento en las manos de Dios.
María no busca reconocimientos; simplemente desea ser servidora, colocándose en el último lugar, con silencio, humildad y una sencillez que nos desarma.
Esta humildad —una humildad radical— es la llave que abrió el corazón de María a la gracia divina, permitiendo que el Verbo de Dios, con toda su grandeza e inmensidad, se encarnara en su vientre humano.
María nos enseña a presentarnos tal como somos, con nuestra humildad, sin orgullo. No hace falta apoyarnos en nuestra autoridad o autosuficiencia. Basta con colocarnos libremente ante Dios para poder acoger plenamente, con libertad y disponibilidad, su voluntad, como hizo María, y vivirla con amor.
Este es el segundo punto: la fe de María.
La humildad de la servidora la sitúa en un camino constante de adhesión incondicional al proyecto de Dios, incluso en los momentos más oscuros e incomprensibles. Esto significa afrontar con valentía la pobreza de su experiencia en la gruta de Belén, la huida a Egipto, la vida oculta en Nazaret, pero sobre todo, estar al pie de la cruz, donde la fe de María alcanza su punto más alto.
Allí, al pie de la cruz, con el corazón traspasado por el dolor, María no vacila, no cae: cree en la promesa.
Su fe no es un sentimiento pasajero, sino una roca firme sobre la que se funda la esperanza de la humanidad, nuestra esperanza.
Humildad y fe en María están unidas de forma indisoluble.
Dejemos que esta humildad de María ilumine nuestra humanidad, para que también en nosotros pueda germinar la fe. Que al reconocer nuestra pequeñez ante Dios, no nos dejemos abatir por ello ni caigamos en la autosuficiencia, sino que, como María, nos presentemos con una gran libertad interior, con una plena disponibilidad, reconociendo nuestra dependencia de Dios.
Vivamos con Él en la sencillez, pero también en la grandeza.
María nos exhorta a cultivar una fe serena, firme, capaz de superar las pruebas y confiar en la promesa de Dios.
Contemplemos la figura de María, humilde y creyente, para que también nosotros podamos decir generosamente nuestro “sí”, como hizo ella.
¿Y nosotros, somos capaces de captar sus promesas de amor con los ojos de un niño?
La oración de un hijo infiel
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz puro mi corazón.
Hazme humilde, pequeño, capaz de perderme en tu abrazo de madre.
Ayúdame a redescubrir cuán importante es el rol de ser hijo y guía mis pasos.
Tú prometes, yo prometo en un pacto que solo madre e hijo pueden hacer.
Caeré, madre, tú lo sabes.
No siempre cumpliré mis promesas.
No siempre confiaré.
No siempre podré verte.
Pero tú quédate allí, en silencio, con una sonrisa, los brazos extendidos y las manos abiertas.
Y yo tomaré el rosario y rezaré contigo por todos los hijos como yo.
Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.
Día 2
Ser Hijos – Sencillez y esperanza
Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.
Nuestra Señora de Fátima
Los pequeños pastorcitos en Cova de Iria
En Cova de Iria, hacia las 13 horas, el cielo se abre y aparece el sol. De repente, alrededor de las 13:30, ocurre lo improbable: ante una multitud atónita se produce el milagro más espectacular, grandioso e increíble desde los tiempos bíblicos. El sol comienza una danza frenética y aterradora que dura más de diez minutos. Un tiempo larguísimo.
Tres pequeños pastorcitos, simples y felices, presencian y difunden el milagro que conmueve a millones de personas. Nadie puede explicarlo, ni científicos ni hombres de fe. Y, sin embargo, tres niños vieron a María, escucharon su mensaje. Y ellos creen, creen en las palabras de aquella mujer que se les apareció y les pidió regresar a Cova de Iría cada día 13 del mes.
No necesitan explicaciones porque en las palabras repetidas de María depositan toda su esperanza.
Una esperanza difícil de mantener viva, que habría asustado a cualquier niño: la Virgen revela a Lucía, Jacinta y Francisco sufrimientos y conflictos mundiales. Y, sin embargo, ellos no dudan: quien confía en la protección de María, madre que protege, puede afrontarlo todo.
Y lo saben bien, lo vivieron en carne propia arriesgando sus vidas para no traicionar la palabra dada a su Madre celestial.
Los tres pastorcitos estaban dispuestos al martirio, encarcelados y amenazados ante un caldero de aceite hirviendo.
Tenían miedo:
«¿Por qué tenemos que morir sin abrazar a nuestros padres? Yo quisiera ver a mamá.»
Y, sin embargo, decidieron seguir esperando, creyendo en un amor más grande que ellos:
«No tengas miedo. Ofrezcamos este sacrificio por la conversión de los pecadores. Sería peor si la Virgen ya no volviera.»
«¿Por qué no rezamos el Rosario?»
Una madre nunca es sorda al grito de sus hijos. Y en ella los hijos depositan su esperanza.
María, Madre que protege, permaneció junto a sus tres hijos de Fátima y los salvó, permitiéndoles seguir con vida.
Y hoy sigue protegiendo a todos sus hijos en el mundo que peregrinan al Santuario de Nuestra Señora de Fátima.
María, Madre que protege
Tú, que cuidas de la humanidad desde el momento de la Anunciación, permaneciste junto a tus hijos más sencillos y llenos de esperanza. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Pon tu esperanza en María: ella sabrá protegerte.
Intervención del Rector Mayor
María Santísima, esperanza y renovación
María Santísima es aurora de esperanza, fuente inagotable de renovación.
Contemplar la figura de María es como dirigir la mirada hacia un horizonte luminoso, una invitación constante a creer en un futuro lleno de gracia.
Y esa gracia transforma. María es la personificación de la esperanza cristiana en acción. Su fe inquebrantable ante las pruebas, su perseverancia al seguir a Jesús hasta la cruz, su espera confiada en la resurrección: para mí, esas son las cosas más importantes. Para todos nosotros, son un faro de esperanza para la humanidad entera.
En María vemos la certeza, podríamos decir, como la confirmación de la promesa de un Dios que nunca falla a su palabra. Que el dolor, el sufrimiento y la oscuridad no tienen la última palabra. Que la muerte es vencida por la vida.
María, entonces, es esperanza. Es la estrella de la mañana que anuncia la llegada del sol de justicia. Volvernos hacia ella es confiar nuestras esperas y aspiraciones a un corazón materno que las presenta con amor a su Hijo resucitado. De algún modo, nuestra esperanza se sostiene en la esperanza de María. Y si hay esperanza, entonces las cosas no permanecen igual. Hay renovación. Renovación de la vida.
Al acoger al Verbo encarnado, María hizo posible creer en la esperanza y en la promesa de Dios. Hizo posible una nueva creación, un nuevo comienzo.
La maternidad espiritual de María continúa generándonos en la fe, acompañándonos en nuestro camino de crecimiento y transformación interior.
Pidamos a María Santísima la gracia necesaria para que esta esperanza, que vemos cumplida en ella, pueda renovar nuestro corazón, sanar nuestras heridas, y llevarnos más allá del velo de la negatividad, para emprender un camino de santidad, un camino de cercanía a Dios.
Pidamos a María, la mujer que permanece en oración con los apóstoles, que nos ayude hoy a nosotros, creyentes y comunidades cristianas, para que seamos sostenidos en la fe y abiertos a los dones del Espíritu, y para que se renueve la faz de la tierra.
María nos exhorta a no resignarnos nunca al pecado ni a la mediocridad. Llenos de la esperanza cumplida en ella, deseamos con ardor una vida nueva en Cristo. Que María siga siendo para nosotros modelo y sostén para seguir creyendo siempre en la posibilidad de un nuevo comienzo, de un renacimiento interior que nos conforme cada vez más a la imagen de su Hijo Jesús.
¿Y nosotros, somos capaces de esperar en ella y dejarnos proteger con los ojos de un niño?
La oración de un hijo desanimado
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón sencillo y lleno de esperanza.
Yo confío en ti: protégeme en toda circunstancia.
Yo me entrego a ti: protégeme en toda circunstancia.
Yo escucho tu palabra: protégeme en toda circunstancia.
Dame la capacidad de creer en lo imposible y de hacer todo lo que esté a mi alcance
para llevar tu amor, tu mensaje de esperanza y tu protección al mundo entero.
Y te ruego, Madre mía, protege a toda la humanidad, incluso a aquella que aún no te reconoce.
Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.
Día 3
Ser Hijos – Obediencia y dedicación
Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.
Nuestra Señora de Guadalupe
El joven Juan Diego
—«Juan Diego», dijo la Señora, «pequeño y predilecto entre mis hijos…». Juan se levantó de un salto.
—«¿Adónde vas, Juanito?», preguntó la Señora.
Juan Diego respondió con la mayor cortesía posible. Le dijo que se dirigía a la iglesia de Santiago para escuchar la misa en honor a la Madre de Dios.
—«Hijo mío amado», dijo la Señora, «yo soy la Madre de Dios, y quiero que me escuches con atención. Tengo un mensaje muy importante para ti. Deseo que me construyan una iglesia en este lugar, desde donde podré mostrar mi amor a tu pueblo.»
Un diálogo dulce, simple y tierno como el de una madre con su hijo. Y Juan Diego obedeció: fue al obispo a contarle lo que había visto, pero él no le creyó. Entonces el joven volvió con María y le explicó lo ocurrido.
La Virgen le dio otro mensaje y lo animó a intentarlo de nuevo, y así una y otra vez.
Juan Diego obedecía, no se daba por vencido: cumpliría con la tarea que la Madre celestial le había confiado.
Pero un día, abrumado por los problemas de la vida, estuvo a punto de faltar a su cita con la Virgen: su tío estaba muriendo.
—«¿De verdad crees que podría olvidar a quien tanto amo?»
María curó a su tío, mientras Juan Diego obedecía una vez más:
—«Hijo mío amado», dijo la Señora, «sube a la cima del cerro donde nos vimos por primera vez. Corta y recoge las rosas que encontrarás allí. Ponlas en tu tilma y tráemelas. Yo te diré qué hacer y qué decir.
A pesar de saber que en ese cerro no crecían rosas —y mucho menos en invierno—, Juan corrió hasta la cima. Y allí encontró el jardín más hermoso que había visto jamás.
Rosas de Castilla, aún brillantes por el rocío, se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Cortó con cuidado los capullos más bellos con su cuchillo de piedra, llenó su manto y volvió deprisa donde lo esperaba la Señora.
La Virgen tomó las rosas y las volvió a colocar en el manto de Juan. Luego se lo ató al cuello y le dijo:
«Este es el signo que el obispo necesita. Ve con él y no te detengas en el camino.»
En el manto había aparecido la imagen de la Virgen. Al ver tal milagro, el obispo creyó.
Y hoy, el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe conserva todavía aquella imagen milagrosa.
María, Madre que no olvida
Tú, que no olvidas a ninguno de tus hijos, que no dejas a nadie atrás, miraste a los jóvenes que pusieron en ti sus esperanzas. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Obedece incluso cuando no comprendes: una madre no olvida, una madre no deja solos.
Intervención del Rector Mayor
María Santísima, maternidad y compasión
La maternidad de María no se agota en su “sí”, que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios.
Ciertamente, ese momento es el fundamento de todo, pero su maternidad es una actitud constante, una forma de ser para nosotros, una manera de relacionarse con toda la humanidad.
Jesús, desde la cruz, le confía a Juan con las palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, extendiendo simbólicamente su maternidad a todos los creyentes de todos los tiempos.
María se convierte así en madre de la Iglesia, madre espiritual de cada uno de nosotros.
Vemos entonces cómo esta maternidad se manifiesta en un cuidado tierno y solícito, en una atención constante a las necesidades de sus hijos, y en un profundo deseo por su bien.
María nos acoge, nos alimenta con su fidelidad, nos protege bajo su manto.
La maternidad de María es un don inmenso; al acercarnos a ella, sentimos una presencia amorosa que nos acompaña en cada momento.
Y así, la compasión de María es la consecuencia natural de su maternidad.
Una compasión que no es simplemente un sentimiento superficial de lástima, sino una participación profunda en el dolor del otro, un verdadero “sufrir con”.
La vemos manifestarse de manera conmovedora durante la pasión de su Hijo.
Y del mismo modo, María no permanece indiferente ante nuestro dolor: intercede por nosotros, nos consuela, nos brinda su ayuda materna.
El corazón de María se convierte entonces en un refugio seguro donde podemos depositar nuestras fatigas, encontrar consuelo y esperanza.
Maternidad y compasión en María son, por así decirlo, dos rostros de una misma experiencia humana puesta a nuestro favor, dos expresiones de su amor infinito por Dios y por la humanidad.
Su compasión es la manifestación concreta de su ser madre: compasión como fruto de su maternidad. Contemplar a María como madre nos abre el corazón a una esperanza que en ella encuentra su plenitud. Madre celestial que nos ama.
Pidamos a María que podamos verla como modelo de una humanidad auténtica, de una maternidad capaz de “sentir con”, de amar, de sufrir con los demás, siguiendo el ejemplo de su Hijo Jesús, que por amor a nosotros padeció y murió en la cruz.
¿Y nosotros, estamos tan seguros como los niños de que una madre no olvida?
La oración de un hijo perdido
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón obediente.
Cuando no te escuche, por favor, insiste.
Cuando no regrese, por favor, ven a buscarme.
Cuando no me perdone, por favor, enséñame la indulgencia.
Porque nosotros, los hombres, nos perdemos y siempre nos perderemos,
pero tú no te olvides de nosotros, hijos errantes.
Ven a buscarnos,
ven a tomarnos de la mano.
No queremos ni podemos quedarnos solos aquí.
Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.
Día 4
Ser Hijos – Asombro y reflexión
Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.
Nuestra Señora de la Salette
Los pequeños Mélanie y Maximin de La Salette
El sábado 19 de septiembre de 1846, los dos niños subieron temprano por las laderas del monte Planeau, por encima del pueblo de La Salette, guiando cada uno cuatro vacas a pastar. A medio camino, cerca de un pequeño manantial, Mélanie fue la primera en ver sobre un montón de piedras una esfera de fuego «como si el sol hubiese caído allí», y se la señaló a Maximin.
De aquella esfera luminosa comenzó a aparecer una mujer, sentada con la cabeza entre las manos, los codos sobre las rodillas, profundamente triste.
Ante su asombro, la Señora se levantó y con voz dulce, aunque en francés, les dijo:
«Acérquense, hijos míos, no tengan miedo, estoy aquí para anunciarles una gran noticia.»
Reanimados, los niños se acercaron y vieron que aquella figura estaba llorando.
Una madre anuncia una importante noticia a sus hijos… y lo hace llorando.
Y sin embargo, los niños no se sorprenden por su llanto. Escuchan, en uno de los momentos más tiernos entre una madre y sus hijos.
Porque también las madres, a veces, están preocupadas. Porque también las madres confían a sus hijos sus sensaciones, sus pensamientos y reflexiones.
Y María confía a estos dos pastorcitos, pobres y poco amados, un mensaje grande:
«Estoy preocupada por la humanidad, estoy preocupada por ustedes, hijos míos, que se están alejando de Dios. Y la vida lejos de Dios es una vida complicada, difícil, llena de sufrimientos.»
Por eso llora. Llora como cualquier madre y transmite a sus hijos más pequeños y puros un mensaje tan asombroso como profundo.
Un mensaje para anunciar a todos, para llevar al mundo.
Y ellos lo harán, porque no pueden guardar para sí un momento tan hermoso: la expresión del amor de una madre por sus hijos debe ser anunciada a todos.
El Santuario de Nuestra Señora de La Salette, que se levanta en el lugar de las apariciones, se fundamenta en la revelación del dolor de María ante el extravío de sus hijos pecadores.
María, Madre que anuncia, que cuenta
Tú, que te entregas por completo a tus hijos al punto de no temer contarles de ti, tocaste el corazón de los más pequeños, capaces de reflexionar sobre tus palabras y acogerlas con asombro. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate asombrar por las palabras de una madre: siempre serán las más auténticas.
Intervención del Rector Mayor
María Santísima, amor y misericordia
¿Sentimos esta dimensión de María, estas dos dimensiones?
María es la mujer de un corazón desbordante de amor, de atención y también de misericordia. La percibimos como un puerto, un refugio seguro cuando atravesamos momentos de dificultad o de prueba.
Contemplar a María es como sumergirse en un océano de ternura y compasión.
Nos sentimos rodeados por un ambiente, por toda una atmósfera inagotable de consuelo y esperanza. El amor de María es un amor materno que abraza a toda la humanidad, porque es un amor enraizado en su “sí” incondicional al proyecto de Dios.
Al acoger a su Hijo en el seno, María acogió el amor de Dios.
Por eso, su amor no tiene límites ni hace distinciones; se inclina ante las fragilidades, ante las miserias humanas, con una delicadeza infinita.
Lo vemos manifestarse en su cuidado por Isabel, en su intercesión en las bodas de Caná, en su presencia silenciosa y extraordinaria al pie de la cruz.
El amor de María, ese amor materno, es un reflejo del mismo amor de Dios: un amor que se hace cercano, que consuela, que perdona, que nunca se cansa, que nunca se termina. María nos enseña que amar es donarse por completo, hacerse prójimo de quien sufre, compartir las alegrías y los dolores de los hermanos con la misma generosidad y dedicación que animaron su corazón. Amor y misericordia.
La misericordia se vuelve así la consecuencia natural del amor de María: una compasión que podríamos llamar visceral frente al sufrimiento del mundo y de la humanidad.
Contemplamos a María, la encontramos con su mirada maternal que se posa sobre nuestras debilidades, nuestros pecados, nuestra vulnerabilidad, no con juicio ni reproche, sino con infinita dulzura. Es un corazón inmaculado, sensible al clamor del dolor.
María es una madre que no juzga, no condena, sino que acoge, consuela y perdona.
La misericordia de María la sentimos como un bálsamo para las heridas del alma, como una caricia que reconforta el corazón. María nos recuerda que Dios es rico en misericordia y que nunca se cansa de perdonar a quien se vuelve hacia Él con un corazón contrito, sereno, abierto y disponible.
Amor y misericordia en María Santísima se funden en un abrazo que envuelve a toda la humanidad. Pidamos a María que nos ayude a abrir de par en par nuestro corazón al amor de Dios, como lo hizo ella; que dejemos que ese amor inunde nuestro corazón, especialmente cuando más lo necesitamos, cuando más nos pesa la dificultad y la prueba.
En María encontramos una madre tiernísima y poderosa, siempre dispuesta a acogernos en su amor e interceder por nuestra salvación.
¿Y nosotros, somos capaces todavía de asombrarnos como un niño ante el amor de su madre?
La oración de un hijo lejano
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón capaz de compasión y conversión.
En el silencio, te encuentro.
En la oración, te escucho.
En la reflexión, te descubro.
Y ante tus palabras de amor, Madre, me asombro
y descubro la fuerza de tu vínculo con la humanidad.
Lejos de ti, ¿quién me sostiene la mano en los momentos difíciles?
Lejos de ti, ¿quién me consuela en mi llanto?
Lejos de ti, ¿quién me orienta cuando estoy tomando el camino equivocado?
Yo regreso a ti, en unidad.
Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.
Día 5
Ser Hijos – Confianza y oración
Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.
Medalla de Catalina
La pequeña Catalina Labouré
La noche del 18 de julio de 1830, hacia las 11:30, oyó que la llamaban por su nombre. Era un niño que le dijo: «Levántate y ven conmigo.» Catalina lo siguió. Todas las luces estaban encendidas. La puerta de la capilla se abrió apenas el niño la tocó con la punta de los dedos. Catalina se arrodilló.
A medianoche llegó la Virgen, se sentó en el sillón que había junto al altar. «Entonces salté junto a ella, a sus pies, sobre los escalones del altar, y puse las manos sobre sus rodillas», relató Catalina. «Permanecí así no sé cuánto tiempo. Me pareció el momento más dulce de mi vida…»
«Dios quiere confiarte una misión», le dijo la Virgen a Catalina.
Catalina, huérfana desde los 9 años, no se resigna a vivir sin su madre. Y se acerca a la Madre del Cielo.
La Virgen, que ya la observaba desde lejos, jamás la habría abandonado.
Es más, tenía grandes planes para ella.
Ella, su hija atenta y amorosa, recibiría una gran misión: vivir una vida cristiana auténtica, con una relación personal con Dios fuerte y firme.
María cree en el potencial de su niña y a ella le encomienda la Medalla Milagrosa, capaz de interceder y obrar gracias y milagros.
Una misión importante, un mensaje difícil. Y sin embargo, Catalina no se desalienta, confía en su Madre del Cielo y sabe que ella jamás la abandonará.
María, Madre que confía
Tú, que confías y encomiendas misiones y mensajes a cada uno de tus hijos, los acompañas en su camino con presencia discreta, permaneciendo junto a todos, pero especialmente a quienes han sufrido grandes dolores. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Confía: una madre solo te encomendará tareas que puedes llevar a cabo, y estará a tu lado en todo el camino.
Intervención del Rector Mayor
María Santísima, confianza y oración
María Santísima se nos presenta como la mujer de una confianza inquebrantable, una poderosa intercesora a través de la oración.
Contemplar estos dos aspectos —la confianza y la oración— nos permite ver dos dimensiones fundamentales de la relación de María con Dios.
La confianza de María en Dios podemos decir que es un hilo de oro que recorre toda su existencia, desde el principio hasta el final.
Ese “sí” pronunciado con plena conciencia de sus consecuencias es un acto de entrega total a la voluntad divina.
María se confía, vive esa confianza en Dios con un corazón firme en la providencia divina, sabiendo que Dios nunca la abandonaría.
Para nosotros, en la vida cotidiana, mirar a María y a esta entrega —que no es pasiva, sino activa y confiada— es una invitación:
no a olvidar nuestras angustias o miedos, sino a mirarlos desde la luz del amor de Dios, un amor que nunca faltó en la vida de María, y que tampoco falta en la nuestra.
Esta confianza conduce a la oración, que podríamos decir es casi el aliento del alma de María, el canal privilegiado de su íntima comunión con Dios.
La confianza lleva a la comunión. Su vida entregada fue un continuo diálogo de amor con el Padre, una ofrenda constante de sí misma, de sus preocupaciones, pero también de sus decisiones.
La visitación a Isabel es un ejemplo de oración que se convierte en servicio.
Vemos a María acompañando a Jesús hasta la cruz, y luego de la Ascensión la encontramos en el cenáculo, unida a los apóstoles en ferviente espera.
María nos enseña el valor de la oración constante como fruto de una confianza total, como camino para encontrarse con Dios y vivir con Él.
Confianza y oración están profundamente unidas en María Santísima.
Una confianza profunda en Dios hace brotar una oración perseverante.
Pidamos a María que, con su ejemplo, nos anime a hacer de la oración un hábito diario, porque queremos vivir continuamente confiados en las manos misericordiosas de Dios.
Volvámonos a ella con amor filial y confianza, para que, imitando su fe y su perseverancia en la oración, podamos experimentar la paz que sólo se recibe cuando uno se abandona en Dios, y obtener así las gracias necesarias para nuestro camino de fe.
¿Y nosotros, somos capaces de confiar incondicionalmente como los niños?
La oración de un hijo sin confianza
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de orar.
No sé escucharte, abre mis oídos.
No sé seguirte, guía mis pasos.
No sé ser fiel a lo que quieras confiarme, fortalece mi alma.
Las tentaciones son muchas, haz que no caiga.
Las dificultades parecen insuperables, haz que no tropiece.
Las contradicciones del mundo gritan fuerte, haz que no las siga.
Yo, tu hijo frágil y fallido, estoy aquí para que tú te sirvas de mí,
y me conviertas en un hijo obediente.
Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.
Día 6
Ser Hijos – Sufrimiento y sanación
Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.
Nuestra Señora de los Dolores de Kibeho
La pequeña Alphonsine Mumureke y sus compañeros
La historia comenzó a las 12:35 de un sábado, el 28 de noviembre de 1981, en un colegio dirigido por religiosas locales, al que asistían poco más de un centenar de chicas de la región.
Un colegio rural y pobre, donde se formaban futuras maestras o secretarias. No tenía capilla y, por tanto, no reinaba un ambiente especialmente religioso.
Ese día, todas las chicas estaban en el comedor. La primera en “ver” fue Alphonsine Mumureke, de 16 años.
Según lo que ella misma escribió en su diario, estaba sirviendo la mesa a sus compañeras cuando oyó una voz femenina que la llamaba: «Hija mía, ven aquí».
Se dirigió hacia el pasillo, junto al comedor, y allí se le apareció una mujer de incomparable belleza.
Vestía de blanco, con un velo blanco que le cubría la cabeza y se unía al resto del vestido, sin costuras.
Iba descalza y tenía las manos juntas sobre el pecho, con los dedos apuntando al cielo.
Posteriormente, la Virgen se apareció también a otras compañeras de Alphonsine, quienes al principio eran escépticas, pero luego, ante la presencia de María, se convencieron.
La Virgen, hablando con Alphonsine, se presenta como la Señora de los Dolores de Kibeho y revela a los jóvenes los terribles y sangrientos acontecimientos que pronto sobrevendrían con la guerra en Ruanda.
El dolor sería inmenso, pero también habría consuelo y sanación, porque ella, la Señora de los Dolores, nunca abandonaría a sus hijos de África.
Los jóvenes permanecen allí, atónitos ante las visiones, pero creen en esta Madre que les tiende los brazos y los llama «hijos míos».
Saben que solo en ella hallarán consuelo.
Y para poder rezar para que la Madre que consuela aliviara el sufrimiento de sus hijos, se erige el Santuario dedicado a Nuestra Señora de los Dolores de Kibeho, hoy lugar marcado por masacres y genocidios.
Y la Virgen sigue allí, abrazando a todos sus hijos.
María, Madre que consuela
Tú, que consolaste a tus hijos como a Juan al pie de la cruz, has mirado con ternura a quienes viven en el sufrimiento. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
No tengas miedo de atravesar el sufrimiento: la madre que consuela enjugará tus lágrimas.
Intervención del Rector Mayor
María Santísima, sufrimiento e invitación a la conversión
María es una figura emblemática del sufrimiento, transfigurada y a la vez un poderoso llamado a la conversión.
Cuando contemplamos su camino doloroso, es una advertencia silenciosa y a la vez elocuente, un llamado profundo a revisar nuestras vidas, nuestras decisiones, a volver al corazón del Evangelio.
El sufrimiento que atraviesa la vida de María —como una espada afilada, profetizada por el anciano Simeón, marcado por la desaparición del Niño Jesús y el dolor indescriptible al pie de la cruz.
María lo vive por completo: el peso de la fragilidad humana y el misterio del dolor inocente, de un modo único.
Pero el sufrimiento de María no fue estéril ni una resignación pasiva.
De algún modo, percibimos en ella una actitud activa: una ofrenda silenciosa y valiente, unida al sacrificio redentor de su Hijo Jesús.
Cuando miramos a María, la mujer que sufre, con los ojos de la fe, ese sufrimiento —en lugar de hundirnos— nos revela la profundidad del amor de Dios por nosotros, visible en su vida.
María nos enseña que, incluso en el dolor más agudo, puede haber un sentido, una posibilidad de crecimiento espiritual que nace de la unión con el misterio pascual.
Desde esta experiencia de dolor transfigurado surge un poderoso llamado a la conversión.
Al contemplar a María, que soportó tanto por amor a nosotros y por nuestra salvación, también nosotros somos interpelados: no podemos permanecer indiferentes ante el misterio de la redención.
María, la mujer dulce y maternal, nos exhorta a dejar los caminos del mal para abrazar el camino de la fe.
Su célebre frase en las bodas de Caná —«Hagan todo lo que Él les diga»— resuena hoy como una invitación urgente a escuchar la voz de Jesús, especialmente en los momentos de dificultad, de prueba, en situaciones inesperadas e inciertas.
El sufrimiento de María, claramente, no es un fin en sí mismo, sino que está íntimamente ligado a la redención obrada por Cristo.
Su ejemplo de fe inquebrantable en medio del dolor sea para nosotros luz y guía para transformar nuestras propias heridas en oportunidades de crecimiento espiritual, y para responder con generosidad al llamado urgente a la conversión.
Que esa voz de Dios —que aún resuena en lo profundo del corazón humano— encuentre, por la intercesión de María, sentido, salida y crecimiento incluso en los momentos más difíciles y dolorosos.
¿Y nosotros, nos dejamos consolar como los niños?
La oración de un hijo que sufre
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de sanar.
Cuando estoy en el suelo, tiéndeme la mano, madre.
Cuando me siento destruido, vuelve a unir mis pedazos, madre.
Cuando el dolor me supera, ábreme a la esperanza, madre.
Para que no busque solo la sanación del cuerpo, sino que comprenda cuánto mi corazón
necesita paz.
Y desde el polvo levántame, madre.
Levántame a mí y a todos tus hijos que están en la prueba:
los que están bajo las bombas,
los perseguidos,
los encarcelados injustamente,
los heridos en sus derechos y en su dignidad,
los que ven su vida truncada demasiado pronto.
Levántalos y consuélalos,
porque son tus hijos.
Porque somos tus hijos.
Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.
Día 7
Ser Hijos – Justicia y dignidad
Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.
Nuestra Señora de Aparecida
Los pequeños pescadores Domingos, Felipe y João
Al amanecer del 12 de octubre de 1717, Domingos García, Felipe Pedroso y João Alves empujaron su barca al río Paraíba, cerca de su aldea. Aquella mañana no parecía traerles suerte: durante horas lanzaron las redes sin pescar nada.
Ya estaban por rendirse, cuando João Alves, el más joven, quiso hacer un último intento.
Lanzó de nuevo la red al agua y la recogió lentamente. Había algo, pero no era un pez… parecía más bien un trozo de madera.
Cuando lo liberó de las redes, el pedazo de madera resultó ser una estatua de la Virgen María, aunque sin cabeza.
João volvió a lanzar la red al agua, y esta vez extrajo un trozo redondeado que parecía justamente la cabeza de esa misma estatua.
Intentó unir los dos fragmentos y vio que encajaban perfectamente.
Movido por un impulso, João Alves lanzó nuevamente la red al río y, al intentar recogerla, no pudo: estaba llena de peces.
Sus compañeros también lanzaron sus redes, y la pesca de ese día fue increíblemente abundante.
Una madre ve las necesidades de sus hijos
María vio las necesidades de aquellos tres pescadores y fue en su ayuda
Y los hijos le dieron todo el amor y la dignidad que puede darse a una madre: unieron los dos fragmentos de la estatua, la colocaron en una choza y allí levantaron un santuario.
Desde lo alto de esa humilde capilla, la Virgen Aparecida —que significa Aparecida— salvó a un hijo suyo esclavizado que huía de sus amos: vio su sufrimiento y le devolvió la dignidad.
Hoy, esa capilla se ha transformado en el santuario mariano más grande del mundo: la Basílica de Nuestra Señora de Aparecida.
María, Madre que ve
Tú, que has visto el sufrimiento de tus hijos maltratados, comenzando por los discípulos, te pones al lado de tus hijos más pobres y perseguidos. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
No te escondas de la mirada de una madre: ella ve incluso tus deseos y necesidades más ocultas.
Intervención del Rector Mayor
María Santísima, dignidad y justicia social
María Santísima es un espejo de dignidad humana plenamente realizada; silenciosa, pero poderosa e inspiradora para un justo sentido de la vida social.
Reflexionar sobre la figura de María en relación con estos temas nos revela una perspectiva profunda y sorprendentemente actual.
Miremos a María, la mujer llena de dignidad, como un don que hoy nos ayuda a contemplar esa pureza originaria suya.
Una pureza que no la coloca en un pedestal inalcanzable, sino que nos la muestra en la plenitud de esa dignidad a la que todos, en cierto modo, nos sentimos atraídos, llamados.
Contemplando a María, vemos brillar la belleza y nobleza —es decir, la dignidad— del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, libre del yugo del pecado, plenamente abierto al amor divino: una humanidad que no se pierde en detalles o superficialidades.
Podemos decir que el “sí” libre y consciente de María es un gesto de autodeterminación que la eleva a estar en plena sintonía con la voluntad de Dios; entra, de algún modo, en la lógica divina.
Su humildad, lejos de restarle valor, la hace aún más libre. La humildad de María es la conciencia de la verdadera grandeza que proviene de Dios.
Esta dignidad que contemplamos en María nos invita a preguntarnos cómo la estamos viviendo en nuestra vida cotidiana.
El tema de la justicia social, aunque menos explícito, se hace evidente cuando leemos el Evangelio con atención contemplativa, especialmente el Magníficat: allí captamos y sentimos ese espíritu revolucionario que proclama el derribo de los poderosos de sus tronos y la exaltación de los humildes.
Es el vuelco de las lógicas mundanas, la atención privilegiada de Dios hacia los pobres, hacia los hambrientos.
Palabras que brotan de un corazón humilde, lleno del Espíritu Santo.
Podemos decir que son un manifiesto de justicia social “ante litteram”, una anticipación del Reino de Dios, donde los últimos serán los primeros.
Contemplemos a María para que nos sintamos atraídos por esta dignidad que no se encierra en sí misma, sino que, como expresa el Magníficat, nos desafía a no quedarnos atrapados en nuestras propias lógicas.
Que nos impulse a abrirnos, a alabar a Dios y a vivir el don recibido para el bien de la humanidad, por la dignidad de los pobres, de aquellos que son descartados por la sociedad.
¿Y nosotros, nos escondemos o le contamos todo como hacen los niños?
La oración de un hijo que tiene miedo
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de devolver dignidad.
En la hora de la prueba, mira mis carencias y complétalas.
En la hora del cansancio, mira mis debilidades y sáname.
En la hora de la espera, mira mis impaciencias y cúralas.
Así, al mirar a mis hermanos, pueda ver también sus carencias y completarlas,
ver sus debilidades y sanarlas, sentir sus impaciencias y curarlas.
Porque nada sana tanto como el amor, y nadie es tan fuerte como una madre que busca justicia para sus hijos.
Y entonces yo también, Madre, me detengo a los pies de la choza, miro con ojos confiados tu imagen y rezo por la dignidad de todos tus hijos.
Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.
Día 8
Ser Hijos – Dulzura y cotidianidad
Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.
Virgen de Banneaux
La pequeña Marietta de Banneaux
El 18 de enero, Marietta está en el jardín, rezando el rosario. María se le aparece y la conduce a un pequeño manantial al borde del bosque, donde le dice: «Este manantial es para mí», e invita a la niña a sumergir en él su mano y el rosario.
Su padre y otras dos personas han seguido, con indescriptible asombro, todos los gestos y palabras de Marietta.
Esa misma tarde, el primero en ser tocado por la gracia de Banneaux es justamente su padre, quien corre a confesarse y a recibir la Eucaristía: desde su Primera Comunión no se había vuelto a confesar.
El 19 de enero, Marietta pregunta: «Señora, ¿quién es usted?»
«Soy la Virgen de los pobres.»
Y en el manantial añade: «Este manantial es para mí, para todas las naciones, para los enfermos. ¡He venido a consolarlos!»
Marietta es una niña normal, que vive sus días como todos nosotros, como nuestros hijos o nietos.
Un pueblo pequeño y desconocido es su hogar. Reza para permanecer cerca de Dios.
Reza a su madre del cielo para mantener vivo ese vínculo con ella.
Y María le habla con dulzura, en un lugar familiar. Se le aparecerá varias veces, le confiará secretos y le pedirá que rece por la conversión del mundo: para Marietta, esto es un gran mensaje de esperanza.
Todos los hijos son abrazados y consolados por la Madre, toda la dulzura que Marietta encuentra en la “Señora amable” la transmite al mundo.
Y de ese encuentro nace una gran cadena de amor y espiritualidad, que culmina en el santuario dedicado a la Virgen de Banneaux.
María, Madre que permanece cerca
Tú, que te has quedado junto a tus hijos sin perder a ninguno, has iluminado el camino cotidiano de los más sencillos. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate abrazar por María: no temas, ella te consolará.
Intervención del Rector Mayor
María Santísima, educación y amor
María Santísima es una maestra incomparable de educación, porque es fuente inagotable de amor, y quien ama, educa; educa de verdad quien ama.
Reflexionar sobre la figura de María en relación con estos dos pilares del crecimiento humano y espiritual es contemplar un ejemplo que debemos tomar en serio y asumir en nuestras decisiones cotidianas.
La educación que emana de María no está hecha de normas ni de enseñanzas formales, sino que se manifiesta a través de su ejemplo de vida:
un silencio contemplativo que habla, su obediencia a la voluntad de Dios, humilde y grande al mismo tiempo, su profunda humanidad.
El primer aspecto educativo que María nos transmite es el del escucha:
la escucha de la Palabra de Dios, la escucha de ese Dios que está siempre allí para ayudarnos, para acompañarnos.
María guarda en su corazón, medita con cuidado, favorece una escucha atenta a la Palabra de Dios y, con la misma actitud, a las necesidades de los demás.
María nos educa en una humildad que no se queda en la pasividad ni en el distanciamiento, sino en esa humildad que, al reconocer nuestra pequeñez frente a la grandeza de Dios, nos impulsa a ponernos en acción al servicio de su voluntad.
Un corazón abierto para acompañar y vivir verdaderamente el proyecto que Dios tiene para nosotros. María es un ejemplo que nos ayuda a dejarnos educar por la fe; nos educa en la perseverancia, permaneciendo firmes en el amor a Jesús, incluso al pie de la cruz.
Educación y amor. El amor de María es el corazón palpitante de su existencia.
Cada vez que nos acercamos a ella, sentimos ese amor materno que se extiende sobre todos nosotros.
Es un amor a Jesús que se transforma en amor por toda la humanidad.
El corazón de María se abre con la ternura infinita que ha recibido de Dios y que comunica a Jesús y a sus hijos espirituales.
Pidamos al Señor que, contemplando el amor de María —un amor que educa—, nos dejemos mover a superar nuestros egoísmos, nuestras cerrazones, y nos abramos a los demás.
En María vemos a una mujer que educa con amor y que ama con un amor que educa.
Pidamos al Señor que nos conceda el don de un amor verdadero, que es el don de su amor,
un amor que nos purifica, que nos sostiene, que nos hace crecer, para que nuestro ejemplo pueda ser verdaderamente un ejemplo que comunique amor.
Y al comunicar amor, podamos dejarnos educar por ella, y permitamos que ella nos ayude para que nuestro ejemplo también eduque a los demás.
¿Y nosotros, somos capaces de abandonarnos como hacen los niños?
La oración de un hijo de nuestros días
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón manso y dócil.
¿Quién volverá a unir mis pedazos, después de haberme roto bajo el peso de mis cruces?
¿Quién devolverá la luz a mis ojos, después de haber visto los escombros de la crueldad humana?
¿Quién aliviará los sufrimientos de mi alma, tras los errores cometidos en el camino?
Madre mía, solo tú puedes consolarme.
Abrázame y no me sueltes, para que no me haga pedazos.
Mi alma descansa en ti y halla paz, como un niño en los brazos de su madre.
Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.
Día 9
Ser Hijos – Construcción y sueño
Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.
María Auxiliadora
El pequeño Juanito Bosco
A los 9 años tuve un sueño que quedó profundamente grabado en mi mente durante toda la vida.
En el sueño me parecía estar cerca de casa, en un patio muy amplio, donde se encontraba reunida una multitud de muchachos que jugaban. Algunos reían, otros jugaban, no pocos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me lancé en medio de ellos usando los puños y las palabras para hacerlos callar.
En ese momento apareció un hombre venerable, de aspecto noble y vestido con dignidad.
—No con golpes, sino con mansedumbre y caridad ganarás a estos tus amigos.
—¿Quién es usted, que me manda algo imposible?, pregunté.
—Precisamente porque te parece imposible, debes hacerlo posible con obediencia y con el conocimiento.
—¿Dónde y cómo podré adquirir ese conocimiento?
—Yo te daré la Maestra bajo cuya guía podrás hacerte sabio, y sin la cual toda sabiduría se vuelve necedad.
En ese momento vi junto a él a una mujer de majestuoso aspecto, vestida con un manto que resplandecía por todos lados, como si cada punto fuera una estrella brillante.
—Este es tu campo, aquí deberás trabajar. Hazte humilde, fuerte y vigoroso: y lo que ahora ves que sucede con estos animales, deberás hacerlo por mis hijos.
Volví la mirada y vi que en lugar de animales salvajes, aparecieron corderos mansos, que saltaban y corrían alrededor, balando como si hicieran fiesta a aquel hombre y a aquella señora. Entonces, aún en sueños, rompí a llorar y rogué que me hablaran de modo que pudiera entender, porque no sabía lo que todo eso significaba.
Entonces ella me puso la mano en la cabeza y me dijo:
—A su debido tiempo lo comprenderás todo.
María guio y acompañó a Juanito Bosco durante toda su vida y su misión.
Él, siendo un niño, descubre en un sueño su vocación. No comprenderá, pero se dejará guiar.
Pasarán muchos años sin entender, pero al final reconocerá que «ella lo ha hecho todo».
Y la madre —tanto la terrenal como la celestial— será la figura central en la vida de este hijo que se hará pan para sus hijos.
Y tras haber encontrado a María en sus sueños, ya siendo sacerdote, Juan Bosco construirá un santuario para que todos sus hijos puedan confiarse a ella.
Lo dedicará a María Auxiliadora, porque ella fue su puerto seguro, su ayuda constante.
Así, todos los que entran en la Basílica de María Auxiliadora en Turín, son acogidos bajo el manto protector de María, que se convierte en su guía.
María, Madre que acompaña, que guía
Tú, que acompañaste a tu hijo Jesús en todo su camino, te ofreciste como guía para quienes supieron escucharte con el entusiasmo que solo los niños saben tener. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate acompañar: la Madre siempre estará a tu lado para indicarte el camino.
Intervención del Rector Mayor
María Santísima, ayuda en la conversión
María Santísima es una ayuda poderosa y silenciosa en nuestro camino de crecimiento.
Es un camino que necesita liberarse constantemente de aquello que lo bloquea, que impide avanzar.
Es un camino que debe renovarse sin cesar, sin volver atrás ni detenerse en rincones oscuros de nuestra existencia. Eso es la conversión.
La presencia de María es un faro de esperanza, una invitación constante a seguir caminando hacia Dios, ayudando a nuestro corazón a mantenerse enfocado en Él, en su amor.
Reflexionar sobre María, sobre su papel, significa descubrir a una mujer que no impone, que no juzga, sino que sostiene, alienta, acompaña con humildad y con amor materno.
Ayuda a nuestro corazón a permanecer cerca del suyo, para acercarnos cada vez más a su Hijo Jesús, que es el camino, la verdad y la vida.
También para nosotros sigue teniendo valor aquel “sí” de María en la Anunciación, que abrió a la humanidad el acceso a la historia de la salvación.
Su intercesión en las bodas de Caná sigue sosteniendo a quienes se encuentran en situaciones inesperadas, inciertas.
María es un modelo de conversión continua. Su vida, una vida inmaculada fue, sin embargo, un progresivo adherirse a la voluntad de Dios, un camino de fe atravesado por alegrías y dolores, que culminó en el sacrificio del Calvario.
La perseverancia de María en seguir a Jesús se convierte para nosotros en una invitación a vivir también nosotros esa cercanía constante, esa transformación interior que, lo sabemos bien, es un proceso gradual, pero que requiere constancia, humildad y confianza en la gracia de Dios.
María nos ayuda en el camino de conversión mediante una escucha atenta y centrada en la Palabra de Dios.
Una escucha que nos da fuerza para abandonar los caminos del pecado, porque descubrimos la belleza y la fuerza de caminar hacia Dios.
Volvámonos a María con confianza filial, porque eso significa que, al reconocer nuestras fragilidades, nuestros pecados y defectos, queremos favorecer el deseo de cambiar. El deseo de un corazón que se deja acompañar por el corazón materno de María.
En María encontramos esa ayuda preciosa para discernir las falsas promesas del mundo y redescubrir la belleza y la verdad del Evangelio.
Que María, Auxilio de los Cristianos, sea para todos nosotros una ayuda constante para descubrir la belleza del Evangelio, y para aceptar caminar hacia la bondad y la grandeza de la Palabra de Dios, viva en el corazón, para poder comunicarla a los demás.
¿Y nosotros, somos capaces de dejarnos tomar de la mano como lo hacen los niños?
La oración de un hijo inmóvil
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de soñar y de construir.
Yo, que no dejo que nadie me ayude.
Yo, que me desanimo, pierdo la paciencia y nunca creo haber construido nada.
Yo, que siempre me siento un fracaso.
Hoy quiero ser hijo, ese hijo capaz de darte la mano, Madre mía,
para dejarme acompañar por ti por los caminos de la vida.
Muéstrame mi campo,
muéstrame mi sueño,
y haz que al final también yo pueda comprender todo
y reconocer tu paso en mi vida.
Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.