Entrevista con el Consejero para las Misiones, don Jorge Mario CRISAFULLI
¿Podrías presentarte brevemente?
Nací en Bahía Blanca, Argentina, el 19 de marzo de 1961, que es como la “puerta de la Patagonia”, la tierra de los sueños misioneros de Don Bosco. Mis padres no me llamaron José, sino Jorge Mario, sin saber que un día tendríamos un Papa argentino con el mismo nombre. Hice mi primera profesión en 1980, la perpetua en 1986 y me ordené sacerdote en 1990, precisamente en el centenario del Colegio Don Bosco, donde había cursado la secundaria. En 1995 partí a las misiones, a mi nueva “tierra prometida”, a África Occidental (Ghana, Nigeria, Níger, Liberia y Sierra Leona), donde pasaría 30 años de mi vida sirviendo en distintas responsabilidades: serví como misionero en Ghana, Sierra Leona y Nigeria. Fui responsable de las Inspectorías AFW y ANN hasta que, en el último Capítulo General 29, fui elegido Consejero para las Misiones.
¿Cómo descubriste tu vocación salesiana y qué te atrajo del carisma de Don Bosco?
Fue un proceso gradual. Dios se te manifiesta a través de tus talentos, tus intereses, acontecimientos y personas. Cada vocación es un entretejido de amor. Basta leer todo con ojos de fe y entonces uno descubre un bello tapiz que desvela cuánto Dios te ha amado y guiado en la vida. Conocí a Don Bosco gracias a las Hijas de María Auxiliadora que me prepararon para la Primera Comunión, cuando tenía apenas ocho años. A los nueve años ingresé a los Exploradores de Don Bosco, donde aprendí una de las verdades más bellas de la vida: “el que no vive para servir, no sirve para vivir”. A los 15 viví mi primera experiencia misionera en la Línea Sur de Río Negro, en Sierra Colorada, en medio del pueblo mapuche. Fue mi primer baño de realidad: una cosa era ver la pobreza en documentales o revistas; otra muy distinta era olerla, tocarla, escucharla. Allí sentí la llamada a la vida misionera: a dejarlo todo para darlo todo por los más pobres, sin cálculos ni límites. En ese tiempo leía a San Pablo y varias vidas de los santos. Todos me parecían geniales, pero muy grandes e inimitables; al leer a Don Bosco se me revelaba cercano, simpático, accesible. “Quiero ser como él”, me dije. A los 17 años, con el sueño de ser salesiano y misionero, partí al noviciado, aun en contra de la voluntad de mis padres. Al principio les costó mucho aceptarlo, sobre todo cuando partí definitivamente a las misiones. Creo que pensaron en su momento que estaba un poco loco. Pero con el tiempo descubrieron que era una “locura” diferente, que no tenía sentido oponerse, que Dios mismo estaba detrás de todo, inspirando, llamando y acompañando.
¿Qué personas te inspiraron en tu elección vocacional?
Una auténtica pléyade de testigos marcó mi camino: mis padres, que me dejaron “volar” del nido siendo tan joven; el primer salesiano que conocí, el P. Renato Razza, capellán de los Exploradores, verdadera encarnación de la Carta de Roma de 1884, siempre “asistiendo” a los chicos en el patio y organizando “bicicleteadas”; el hermano coadjutor Juan Spinardi, siempre sonriente, servicial y rezador. Grandes misioneros pioneros de la primera hora en la Patagonia de ayer: Cagliero, Costamagna, Fagnano, Milanesio (¡crecí leyendo sus biografías!). Y los misioneros más recientes que conocí durante mi formación inicial: los padres Francisco Calendino, Lucio Sabatti, Hermes Grasso y Antonio Mateos. Eran evangelio viviente. Hablaban poco; ¡testimoniaban mucho! No se guardaban nada, lo daban todo. Su ejemplo de vida era como un imán, una invitación a seguirlos.
¿Recuerdas algún educador o formador en particular?
Sí, a Mons. Jaime Francisco de Nevares, obispo salesiano de Neuquén, quien me ordenó sacerdote. Educaba con su vida y su palabra. Verdadero profeta que anunciaba y denunciaba. Uno de los pocos que enfrentó la dictadura militar y sus abusos; defendió los derechos humanos y salvó vidas. Amaba a Dios y a los pobres con pasión. Un obispo salesiano y misionero que recorrió a caballo toda la provincia del Neuquén para visitar a los paisanos, a los mapuches y a las familias. Qué mirada transparente. Transmitía paz y coraje. ¡Qué modelo misionero!
¿Cuáles han sido las mayores dificultades en tu vocación y en tu vida misionera?
Las dificultades son parte de la vida y de toda vocación. Al inicio fue la oposición de mis padres. Es duro poner la mano en el arado y no mirar atrás; amar menos a papá, mamá y toda la familia que a Dios y su Voluntad. Supuso dejar afectos y seguridades para lanzarme a la aventura de Dios: firmarle una página en blanco a Dios para que Él la llene como a Él le guste. Mis miedos, dudas y rebeldías también. Con la ayuda de un buen director espiritual se fueron transformando en oportunidades para crecer y madurar en el llamado.
En la misión, el mayor reto fueron los saltos culturales que a veces pueden ser “shockeantes”. Ser misionero es hacerte uno con tu nuevo pueblo. Debes renunciar a tu cosmovisión, a gustos personales y a maneras de pensar y hasta de sentir. Pero el amor es siempre más fuerte: el Espíritu Santo te hace renacer más humilde, más pobre, más libre. Y te lanzas al mar y aprendes a nadar, ¡nadando!
Tal vez la dificultad más grande es pensar que uno va a transformar, educar y evangelizar a los demás… cuando al final, después de muchos golpes, te das cuenta de que son los jóvenes, los chicos, la gente, los que te transforman, te educan y te evangelizan a ti.
¿Qué aspecto del carisma salesiano sientes que has encarnado más?
Quizás esta respuesta deberían darla los jóvenes y las comunidades que he acompañado y que me han acompañado. Pero si debo decir algo, diría: la misión por los jóvenes más pobres y vulnerables. Siempre me dolió su dolor, el sufrimiento que es fruto del mal y de la injusticia. He tratado siempre de abrazar su dolor y llevárselo a Jesús en la Eucaristía para pedirle que lo transforme en sonrisa y esperanza. No todo ha sido color de rosas. Ha habido espinas, muchas. Me ha tocado llorar, literalmente llorar en algunos casos. Y, por otro lado, he visto verdaderos milagros: corazones rotos sanados, vidas reconstruidas. Absorbemos dolor y devolvemos amor, servicio y entrega. Y muchas vidas se transforman porque contamos con algo que otras ONG no tienen: ¡la Gracia! Para Dios nada es imposible.
¿Por qué elegiste ser misionero?
¡No sabría decirte! En realidad, creo que no elegimos. Dios nos elige y nos llama. Es una llamada interior, profunda, “metafísica”, una fuerza que te atrae. Y Él mismo te va guiando, llamando a través de su Palabra, de las personas y de las situaciones de injusticia que sufre el mundo. El sentirte profundamente amado por Dios está en la raíz de toda llamada misionera, y ese amor te empuja a salir, a partir, a emprender un éxodo diferente en tu vida. “¡Ay de mí si no evangelizo!”, dijo San Pablo. ¡Cómo no anunciar al que te ama y al Amado! ¡Sobre todo a quienes aún no lo han experimentado en sus vidas!
¿Podrías compartir una experiencia significativa con los jóvenes?
Hay tantas historias y anécdotas. Podríamos escribir un libro. Te cuento una. Una noche, en las calles de Freetown, dije a un grupo de chicos de la calle —durante unas buenas noches— que cada mañana se miraran en un vidrio y repitieran tres verdades: “Dios me ha creado. Si me ha creado, me ama. Y si me ama, cuida de mí.”
Un niño de ocho años se acercó luego y me dio las gracias: era la primera vez que alguien le decía que Dios lo amaba. Él creía que estaba en la calle porque Dios lo había maldecido. Esa noche llegué a entender lo que significa ser salesiano. La misión no son las actividades. Yo soy una misión, como decía el Papa Francisco. Soy salesiano y soy misión: ser signos y portadores del amor de Dios para los jóvenes más pobres. Sólo así transformamos el dolor en esperanza.
¿Has trabajado con otros grupos de la Familia Salesiana en la misión?
Sí, y ha sido una riqueza inmensa. Laicos, FMA, Cooperadores Salesianos, animadores del MJS, voluntarios… Gracias a ellos el carisma de Don Bosco se ha expandido y encarnado en África y en todo el mundo. Si estamos presentes en 137 países hoy, es gracias a este trabajo conjunto de salesianos, laicos, jóvenes y Familia Salesiana. Nosotros —sobre todo los salesianos— debemos convencernos de esto. No hay vuelta atrás. Juntos podemos hacer más y mejor en todo lo que se refiere a la misión salesiana. Trabajar en forma aislada es hoy una sentencia de muerte a lento plazo.
¿Cómo mantienes viva tu espiritualidad?
A través de la oración, el silencio, la contemplación, la intimidad diaria con Jesús, la lectura, el servicio, la meditación y el rosario. No vivir una vida desintegrada. Al contrario, tratar de buscar y encontrar a Dios en todo: en la capilla, en el patio, en el trabajo, en la calle, en la lectura, en el estudio, en la recreación, en los encuentros personales y con grupos, en los viajes. Cuando se vive así, todo se ilumina; incluso la cruz y el sufrimiento se vuelven lugar de encuentro con Dios. En síntesis, lo que te mantiene en carrera, perseverante y fiel: la fuerza de la fe, la oración y la comunidad, el espíritu de familia.
¿Cómo ayudar a otros salesianos a descubrir la vocación misionera?
La vocación misionera no es fruto de un simple deseo de aventura. Es un don de Dios, un llamado a salir de uno mismo para anunciar la alegría del Evangelio. Se descubre en la oración, en la escucha de la Palabra, en el discernimiento acompañado por el confesor y el director espiritual, y en la lectura de los signos de los tiempos, en el servicio, en una vida sacrificada, simple y pobre. Siempre lo he dicho: Dios no juega a las escondidas. Es frontal. Si pone sus ojos sobre ti, se manifiesta. “Al que me ama, me manifestaré” (Jn 14,21). Todo es cuestión de amor en mayúsculas, un amor sincero y verdadero. ¡Hay que tener simplemente los ojos bien abiertos y el corazón inquieto para no dejarlo pasar de largo! “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
¿Qué mensaje darías hoy a los misioneros salesianos?
Estamos celebrando 150 años del primer envío misionero. Es tiempo de agradecer, repensar y relanzar. Fijemos nuestra mirada en Don Bosco e imitémoslo en todo, sobre todo en su fe, en su paciencia y en su ardor apostólico. Nada ni nadie debe robarnos la alegría de ser misioneros. No hay nada que temer. La misión continúa porque es el Espíritu Santo el que sigue impulsando a su Iglesia. En tiempos difíciles, María Auxiliadora y la Eucaristía sean nuestro puerto seguro. Y recordemos siempre: apasionados por Jesucristo, llevemos a los jóvenes la alegría del Evangelio.