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En 1935, tras la canonización de Don Bosco en 1934, los salesianos se ocuparon de recoger testimonios sobre él. Un tal Pietro Pons, que de niño había asistido al oratorio festivo de Valdocco durante unos diez años (de 1871 a 1882), y que también había cursado dos años de escuela primaria (con las aulas bajo la Basílica de María Auxiliadora) el 8 de noviembre dio un hermoso testimonio de aquellos años. Extractamos algunos pasajes del mismo, casi todos inéditos.
La figura de Don Bosco
Era el centro de atracción de todo el Oratorio. Así lo recuerda nuestro antiguo oratoriano Pietro Pons a finales de los años 70: “Ya no tenía vigor, pero siempre estaba tranquilo y sonriente. Tenía dos ojos que perforaban y penetraban la mente. Aparecía entre nosotros: era una alegría para todos. D. Rua, D. Lazzero estaban a su lado como si tuvieran al Señor en medio de ellos. D. Barberis y todos los muchachos corrían hacia él, rodeándolo, algunos caminando a los costados, otros detrás de él para tener el rostro vuelto hacia él. Era una fortuna, un codiciado privilegio poder estar cerca de él, hablar con él. Se paseaba hablando y mirando a todo el mundo con esos dos ojos que giraban a todos los lados, electrizando los corazones de alegría”.
Entre los episodios que se le han quedado grabados 60 años después, recuerda dos en particular: “Un día… apareció solo en la puerta principal del santuario. Entonces una bandada de muchachos se abalanzó sobre él como una ráfaga de viento. Pero él sostiene en la mano el paraguas, que tiene un mango y una asta tan gruesa como la de los campesinos. Lo levanta y, utilizándolo como una espada, hace malabarismos para repeler aquel afectuoso asalto, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, para abrirse paso. Toca a uno con la punta, a otro a un lado, pero mientras tanto los otros se acercan por el otro lado. Así continúa el juego, la broma, alegrando los corazones, deseosos de ver al buen Padre regresar de su viaje. Parecía un cura de pueblo, pero de los buenos”.
Los juegos y el pequeño teatro
Un oratorio salesiano sin juegos es impensable. El anciano antiguo alumno recuerda: “el patio estaba ocupado por un edificio, la iglesia de Maria A. y al fondo un muro bajo… una especie de caseta descansaba en la esquina izquierda, donde siempre había alguien para vigilar a los que entraban… Nada más entrar a la derecha, había un columpio con un solo asiento, luego las barras paralelas y la barra fija para los niños mayores, que se divertían haciendo sus piruetas y saltos mortales, y también el trapecio, y el paso volador simple, que estaban, sin embargo, cerca de las sacristías, más allá de la capilla de San José”. Y de nuevo: “Este patio tenía una hermosa longitud y se prestaba muy bien a las carreras de velocidad que partían del lado de la iglesia y volvían allí a la vuelta. También se jugaba a los ataúdes rotos, a las carreras de sacos y a las piñatas. Estos últimos juegos se anunciaban desde el domingo anterior. También se jugaba a la cucaña, pero el árbol se plantaba con el extremo delgado en la parte inferior para que fuera más difícil subir. Había loterías y el boleto se pagaba a uno o dos céntimos. Dentro de la casita había una pequeña biblioteca guardada en un armario”.
Al juego se unía el famoso “pequeño teatro” en el que se representaban auténticos dramas como “El hijo del cruzado”, se cantaban los romances de Don Cagliero y se presentaban “musicales” como el del Zapatero personificado por el legendario Carlo Gastini [un brillante animador de los antiguos alumnos]. La obra, a la que asistían gratuitamente los padres, se celebraba en la sala situada bajo la nave de la iglesia de María A., pero el antiguo oratorio recuerda también que “una vez se representó en la casa Moretta [la actual iglesia parroquial, cerca de la plaza]. Allí vivía gente pobre en la más escuálida miseria. En los sótanos que se ven bajo el balcón había una pobre madre, que al mediodía llevaba a su Carlos, con el cuerpo rígido por una enfermedad, sobre los hombros para que tomara el sol”.
Servicios religiosos y reuniones formativas
En el oratorio festivo no faltaban los servicios religiosos de los domingos por la mañana: santa misa con comunión, oraciones del buen cristiano; seguidos por la tarde de recreo, catecismo y sermón de don Giulio Barberis. Ya anciano, “D. Bosco nunca venía a decir misa ni a predicar, sino sólo a visitar y a quedarse con los chicos durante el recreo… Los catequistas y los asistentes tenían a sus alumnos con ellos en la iglesia durante los oficios y les enseñaban el catecismo. A todos se les impartía una pequeña doctrina. Cada fiesta había que memorizar la lección y también la explicación”. Las fiestas solemnes terminaban con una procesión y una merienda para todos: “A la salida de la iglesia después de la misa había un desayuno. Un joven a la derecha de la puerta daba la hogaza de pan, otro a la izquierda le ponía dos fetas de salami con un tenedor”. Aquellos chicos se contentaban con poco, pero estaban encantados. Cuando los chicos internos se unían a los oratorianos para cantar las vísperas, ¡sus voces se oían en Via Milano y Via Corte d’appello!
Las reuniones de los grupos de formación también se celebraban en el oratorio festivo. En la casita cercana a la iglesia de San Francisco, había “una sala pequeña y baja con capacidad para unas veinte personas… En la sala había una pequeña mesa para el conferenciante, había bancos para las reuniones y conferencias de los mayores en general, y de la Compañía de San Luis, casi todos los domingos”.
¿Quiénes eran los oratorianos?
De sus casi 200 compañeros – aunque su número disminuía en invierno debido al regreso de los temporeros con sus familias – nuestro vivaracho anciano recordaba que muchos eran de Biella “casi todos ‘bic’, es decir, que llevaban el cubo de madera lleno de cal y la cesta de mimbre llena de ladrillos a los albañiles de los edificios”. Otros eran “aprendices de albañil, mecánico, hojalatero”. Pobres aprendices: trabajaban de la mañana a la noche todos los días y sólo los domingos podían permitirse un poco de recreo “en casa de Don Bosco” (como se llamaba su oratorio): “Jugábamos al burro que vuela, bajo la dirección del entonces señor Milanesio [futuro sacerdote que fue un gran misionero en la Patagonia]. El Sr. Ponzano, más tarde sacerdote, era profesor de gimnasia. Nos hacía hacer ejercicios con el peso corporal, con palos, y otros aparatos”.
Los recuerdos de Pietro Pons son mucho más amplios, tan ricos en sugerencias lejanas, como impregnados de una sombra de nostalgia; esperan ser conocidos en su totalidad. Esperamos hacerlo pronto.