30 Sep 2025, Mar

La Divina Locura del Sembrador que “siembra en la oscuridad”

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La parábola del sembrador, narrada en los Evangelios sinópticos, es una imagen potente y fundacional del mensaje cristiano. A primera vista, podría parecer una simple alegoría sobre la diferente acogida de la Palabra de Dios. Sin embargo, al mirarla más de cerca, revela una verdad radical, especialmente si se aplica a los procesos educativos y pastorales.

Esta verdad está encerrada en el propio gesto del sembrador, un gesto que podríamos definir como un «sembrar en la oscuridad»: un acto de generosidad desmedida, aparentemente ineficiente, que desafía la lógica humana del resultado y del control.
El corazón de la reflexión no reside tanto en los cuatro tipos de terreno, sino en la figura del sembrador y en su acción. Él sale y esparce la semilla con un gesto amplio, casi desconsiderado. No hace un mapeo preliminar del campo, no selecciona los lotes más prometedores, no evita con cuidado las piedras o las espinas. Siembra por todas partes. Esta no es la técnica de un agricultor moderno, que busca maximizar la cosecha optimizando los recursos. Es, más bien, la representación de una lógica divina, una lógica de abundancia y de don incondicional.
Trasladado al ámbito educativo y pastoral, este gesto desenmascara una de nuestras mayores tentaciones: la de la eficiencia y el resultado medible e inmediato. El educador, el catequista, el sacerdote, el padre de familia, están a menudo obsesionados con el «síndrome del campesino calculador». Se tiende a invertir tiempo y energías donde se vislumbra una promesa de retorno: el estudiante brillante, el feligrés devoto, el grupo juvenil más receptivo. Inconscientemente, se corre el riesgo de descuidar el «camino» de los corazones endurecidos, el «terreno pedregoso» de los entusiasmos efímeros o las «espinas» de las vidas complicadas y sofocantes. La parábola nos dice, en cambio, que la semilla de la Palabra, del cuidado, del conocimiento, del testimonio, debe ser sembrada por todas partes, sin cálculo y sin prejuicio. «Sembrar en la oscuridad» significa ante todo esto: actuar por pura gratuidad, impulsados no por la probabilidad de éxito, sino por la fe inquebrantable en el valor de la semilla misma. Es el amor que no hace diferencias, que se ofrece a todos porque no es una inversión, sino un don que desborda.
En segundo lugar, «sembrar en la oscuridad» revela una profunda verdad sobre la humildad de nuestro papel. La oscuridad no es solo la indiferencia del sembrador hacia la calidad del terreno, sino también el misterio impenetrable que es el corazón humano. El educador y el pastor no pueden «ver» dentro del alma del otro. No conocen plenamente las heridas pasadas, los miedos ocultos, las resistencias inconscientes que hacen que un corazón sea duro como un camino, o superficial como una fina capa de tierra. No pueden prever qué preocupación mundana o qué nueva pasión sofocará un buen propósito.
Actuar en esta «oscuridad» significa aceptar no tener el control sobre el proceso de crecimiento. Nuestra tarea es sembrar, no hacer germinar. El crecimiento pertenece a una dinámica misteriosa que involucra la libertad de la persona (el terreno), la potencia intrínseca de la semilla (la Palabra, el amor) y la acción de la Gracia (el sol y la lluvia que no dependen del sembrador). Esta conciencia nos libera de dos pesos opuestos pero igualmente dañinos: la arrogancia de quien se siente el artífice del éxito ajeno y la frustración de quien se siente responsable del fracaso. El educador que siembra en la oscuridad sabe que su trabajo es esencial pero no omnipotente. Él ofrece, propone, acompaña, pero al final se retira con respeto ante el sagrado recinto de la libertad del otro, donde ocurre el verdadero encuentro entre la semilla y la tierra.
Finalmente, el «sembrar en la oscuridad» es un acto de esperanza radical. ¿Por qué el sembrador sigue esparciendo la semilla con tanta generosidad, aun sabiendo que gran parte de ella se perderá? Porque su confianza no está puesta en la eficiencia de su gesto, sino en la vitalidad inagotable de la semilla. Él sabe que, a pesar de los caminos, las piedras y las espinas, la semilla tiene en sí una potencia de vida capaz de producir fruto «el treinta, el sesenta, el ciento por uno» donde encuentre aunque sea un pequeño rincón de tierra buena.
Esta es una lección fundamental contra el cinismo y el cansancio que pueden asaltar a quienes operan en el campo educativo y pastoral. Frente a la apatía, la indiferencia o la hostilidad, la tentación es la de dejar de sembrar, de concluir que «no vale la pena». La parábola nos invita, en cambio, a desplazar el foco de la respuesta del terreno a la calidad de la semilla. Nuestra tarea no es preocuparnos obsesivamente por la cosecha, sino asegurarnos de sembrar una buena semilla: una palabra auténtica, un testimonio creíble, un amor paciente, una cultura sólida.

La esperanza del sembrador no es un optimismo vago, sino la certeza de que la Verdad, la Belleza y el Bien, si se ofrecen con generosidad, poseen una fuerza propia que, tarde o temprano, de una manera que no podemos prever, encontrará la manera de germinar.
En conclusión, la parábola del sembrador nos libera de la tiranía del resultado inmediato y nos introduce a una espiritualidad de la acción fundada en la gratuidad, la humildad y la esperanza. «Sembrar en la oscuridad» no es una acción ciega o ingenua, sino el acto más realista y fecundo posible, porque se basa en la realidad de un Dios que da sin medida y en el misterio de la libertad humana. Para el educador y el pastor, esto significa amar sin esperar recompensas, enseñar sin pretender moldear, testificar con fidelidad sin la ansiedad de ver los frutos. Quizás, el primer y más importante fruto de esta siembra generosa no es lo que crece en el campo, sino la transformación del corazón del sembrador mismo, que aprende a actuar y a amar con la misma «locura» divina, generosa y llena de esperanza.

P. Fabio ATTARD

Rector Mayor de los Salesianos de Don Bosco