Carta Rector Mayor. Artemide ZATTI
«¡CREÍ, PROMETÍ, SANÉ!»
Artémides Zatti: Evangelio de la Vocación e Iglesia del Cuidado
«El mosaico de nuestros santos y beatos, aun siendo bastante rico en
cuanto a representatividad – Fundador, Cofundadora, Rectores
Mayores, misioneros, mártires, sacerdotes, jóvenes –
carecía todavía de la pieza preciosa de la figura de un
Coadjutor. Ahora también esto se está realizando»1.
Así
comenzaba don Juan Edmundo Vecchi, octavo Sucesor de Don Bosco, su
carta con motivo de la beatificación de Artémides
Zatti.
Si
al «mosaico de nuestros santos» le faltaba una pieza, hoy
este mosaico tiene un brillo muy especial porque, dentro de unas
semanas, se nos dará un gran regalo del Señor: ver a
uno de los hijos de Don Bosco, Coadjutor salesiano, emigrado italiano
en Argentina y enfermero, canonizado por el papa Francisco el próximo
9 de octubre de 2022.
Artémides
Zatti será, por tanto, el
primer santo salesiano no mártir en ser canonizado.
Sin duda la canonización del primer santo salesiano y de un
salesiano Coadjutor da y dará un toque de plenitud a la serie
de modelos de espiritualidad salesiana que la Iglesia declara
oficialmente como tales.
Reporto
el hermoso testimonio personal, lleno de hondura espiritual y de fe,
realizado por Artémides Zatti en 1915 en Viedma, con motivo de
la inauguración de un monumento funerario colocado sobre la
tumba del padre Evasio Garrone (1861-1911), un salesiano misionero
benemérito y considerado por Artémides insigne
bienhechor.
«Si
estoy bueno y sano y en estado de hacer algún bien a mis
prójimos enfermos, se lo debo al padre Garrone, Doctor, que
viendo que mi salud empeoraba cada día, pues estaba afectado
de tuberculosis con frecuentes hemoptisis, me dijo terminantemente
que, si no quería concluir como tantos otros, hiciera una
promesa a María Auxiliadora de permanecer siempre a su lado,
ayudándole en la cura de los enfermos y él, confiando
en María, me sanaría.
CREÍ,
porque sabía por fama que María Auxiliadora lo ayudaba
de manera visible.
PROMETÍ,
pues siempre fue mi deseo ser de provecho en algo a mis prójimos.
Y,
habiendo Dios escuchado a su siervo, SANÉ.
[Firmado] Artémides Zatti».
Vemos
que la vida salesiana de Artémides Zatti, según este
testimonio, se basa en tres verbos que testimonian su solidez
generosa y confiada. Para valorar el don de la santidad de este gran
Salesiano Coadjutor, queremos meditar estos tres verbos y sus
extraordinarios frutos de bien, para que toquen profundamente los
anhelos, los sueños y los compromisos de nuestra Congregación
y de cada uno de nosotros y promuevan en todos una renovada y fecunda
fidelidad al carisma de Don Bosco.
Perfil
de Artémides Zatti2
Artémides
Zatti nació en Boretto (Reggio Emilia) el 12 de diciembre de
1880 de Albina Vecchi y Luigi Zatti. La familia campesina lo educa
para una vida pobre y laboriosa, iluminada por una fe sencilla,
sincera y robusta, que orienta y nutre la vida.
A
la edad de nueve años, Artémides, para contribuir a la
economía familiar, trabaja como jornalero en una familia
acomodada.
En
1897 los Zatti emigraron a Argentina y se establecieron en Bahía
Blanca. Artémides llega a esta ciudad a la edad de diecisiete
años y, en el ámbito familiar, aprende pronto a
afrontar las penurias y responsabilidades del trabajo. Encuentra
trabajo en una fábrica de ladrillos y, al mismo tiempo,
cultiva y madura una profunda relación con Dios, bajo la guía
del salesiano don Carlo Cavalli, su párroco y director
espiritual. Artémides encuentra en él un verdadero
amigo, un confesor sabio y un auténtico y experto director
espiritual, que lo educa en el ritmo diario de la oración y en
la vida sacramental semanal. Con don Cavalli establece una relación
espiritual y de colaboración3.
En la biblioteca de su párroco tuvo la oportunidad de leer la
biografía de Don Bosco y quedó fascinado. Fue
el verdadero inicio de su vocación salesiana.
En
1900, a la edad de veinte años, Artémides, invitado por
el padre Cavalli, pidió ingresar al aspirantado salesiano de
Bernal, localidad cercana a Buenos Aires.
Sin
embargo, en 1902, ya próximo a entrar en el noviciado,
Artémides contrajo tuberculosis. Don Vecchi cuenta en su
carta: «Seguros de su responsabilidad, los Superiores le
confiaron la asistencia de un joven sacerdote enfermo de
tuberculosis. Zatti desempeñó con generosidad el
encargo, pero poco después acusó la misma enfermedad»4.
Gravemente
enfermo, regresó a Bahía Blanca y don Cavalli lo envió
a Viedma, encomendándolo al cuidado del salesiano don Evasio
Garrone, competente – gracias a su dilatada experiencia –
en las artes médicas y director del hospital San José
fundado por Mons. Cagliero.
Me
parece muy significativo recordar que Artémides en Viedma se
encontró con Ceferino Namuncurá – hoy beato –
procedente de Buenos Aires y que como él padecía la
tuberculosis. Los dos, aunque de edades diferentes, viven en una
relación cordial y amistosa, hasta que Ceferino partió
en 1904 para Italia con Mons. Juan Cagliero.
Después
de dos años de tratamiento en Viedma con resultados
insatisfactorios, don Garrone invita a Artémides a pedir la
curación por intercesión de la Santísima Virgen,
haciendo voto de dedicar toda su vida al cuidado de los enfermos.
Formulado el voto con fe viva, Artémides obtiene la curación
y, en 1906, comienza el noviciado.
Debido
a los riesgos asociados a su estado de salud anterior, Artémides
tuvo que renunciar a la intención de ser sacerdote y profesar
como Coadjutor entre los Salesianos de Don Bosco el 11 de enero de
1908. Este hecho supuso para Artémides un gran crecimiento en
la fe. De hecho, no abandona el deseo de ser salesiano sacerdote y
sigue pensando en la vocación sacerdotal en la Congregación
Salesiana, especialmente cuando la salud parecía mejorar. Por
eso es conmovedor constatar el apego inquebrantable a la propia
vocación, manifestado incluso cuando la enfermedad parecía
impedir absolutamente este camino. Leemos, por ejemplo, lo que
escribe a sus familiares el 7 de agosto de 1902: «Os hago saber
que no era solo deseo mío, sino también de mis
Superiores, el vestir la santa sotana; pero hay un artículo en
la Santa Regla que dice que no puede recibir el hábito uno que
padezca la más pequeña cosa en la salud. Así
que, si Dios no me ha encontrado digno del hábito hasta ahora,
confío en vuestras oraciones para sanar pronto y de este modo
satisfacer mis deseos»5.
Pero
al final los Superiores, dadas todas las circunstancias de enfermedad
e incluso de edad (23-24 años), deben proponer a Zatti que
profese como Salesiano Coadjutor. Es cierto que «era la entrega
total a Dios en la vida salesiana a lo que Artémides aspiraba
en primer lugar»6.
También,
en este punto decisivo de su vida, Zatti hace un camino de madurez.
Leemos de nuevo en la carta de don Vecchi: «¿Sacerdote?
¿Coadjutor? Decía él mismo a un hermano: “Se
puedes servir a Dios sea como sacerdote sea como Coadjutor: delante
Dios una cosa vale tanto como la otra, con tal que se la viva como
una vocación y con amor”»7.
El
11 de febrero de 1911 hizo sus votos perpetuos y, en el mismo año,
tras la muerte de don Garrone, asumió, primero como encargado
de la farmacia anexa al hospital San José de Viedma, y,
luego, – a partir de 1915 – como
responsable del mismo hospital. El hospital y la farmacia se
convertirán en el campo de trabajo de Artémides.
Así,
a partir de 1915, durante 25 años, con gran energía,
sacrificio y profesionalidad, Zatti será el alma del hospital
que, sin embargo, deberá ser demolido en 1941: los superiores
Salesianos deciden utilizar los terrenos ocupados hasta entonces por
la estructura sanitaria para la construcción del obispado.
Artémides sufre intensamente ante la idea del derribo, pero
con espíritu de obediencia acepta la decisión y
traslada a los enfermos a las instalaciones de la Escuela Agrícola
de San Isidro donde crea una nueva estructura para el cuidado y
asistencia de los enfermos y los pobres.
Tras
otros años de intenso servicio, ya exonerado de las
responsabilidades de la administración sanitaria, en 1950,
tras una caída durante un trabajo de reparación, los
exámenes clínicos encontraron un tumor en el hígado
para el que no había cura. Acoge y vive con conciencia la
evolución de la enfermedad. De hecho, ¡él mismo
prepara, para el médico, el certificado de su propia muerte!
Los sufrimientos no fueron pocos, pero pasó los últimos
meses esperando el momento final preparado para el encuentro con el
Señor. Él mismo dice: «Hace cincuenta años
vine acá para morir y he llegado hasta este momento, ¿qué
más puedo desear ahora? Por otra parte, me he pasado toda mi
vida preparándome a este momento…»8.
Su
muerte se produjo el 15 de marzo de 1951 y la difusión de la
noticia movilizó a la población de todo Viedma para un
homenaje de agradecimiento a este Salesiano que dedicó toda su
vida a los enfermos, especialmente a los más pobres. De hecho,
«toda Viedma saludó al “pariente
de todos los pobres”,
como le llamaban desde hace tiempo; aquel que siempre estaba
disponible para acoger a los enfermos especiales y a la gente que
llegaba de los campos lejanos; aquel que podía entrar en la
más dudosa de las casas a cualquier hora del día o de
la noche, sin que nadie pudiera insinuar la mínima sospecha
sobre él; aquel que, aun estando siempre en números
rojos, había mantenido una relación singular con las
instituciones financieras de la ciudad, siempre abiertas a la amistad
y a la colaboración generosa con los que componían el
cuerpo médico de la pequeña ciudad»9.
El
funeral, con la impresionante afluencia de público, confirmó
la fama de santidad que rodeaba a Artémides Zatti y que
solicita la apertura del proceso diocesano en Viedma (22 de marzo de
1980). El 7 de julio de 1997 Zatti fue declarado venerable y el 14 de
abril de 2002 fue proclamado beato por san Juan Pablo II.
La
pedagogía de Dios en sus santos
Para
acercarse a la figura de Artémides Zatti, es preciosa la guía
de un principio teológico, denso de significado y repetido por
Hans Urs von Balthasar,
«Solo
la imagen [de Jesús] que el Espíritu presenta a la
Iglesia ha sido capaz, a lo largo de milenios de historia, de
transformar a los hombres pecadores en santos. Precisamente sobre la
base de este criterio del poder de transformación se debería
medir el valor de una interpretación de Jesús que
pretenda transmitirnos un conocimiento de Él»10.
Con
estas palabras, Balthasar subraya una evidencia que ha acompañado
siempre la historia de la Iglesia: la acción del Espíritu
se manifiesta como fuerza transformadora de la vida humana, dando
testimonio de la perenne actualidad y vitalidad del Evangelio. De
este modo la buena noticia de Jesús sigue viviendo y
difundiéndose según la regla de la encarnación
y, especialmente en la carne y en la vida de los santos, por su
profundo consentimiento al Espíritu, la Pascua resplandece en
la actualidad histórica del qui
y del ora
siempre, nuevos, donde maduran los prodigios que confirman la fe de
la Iglesia.
Los
santos son, pues, realizaciones del Espíritu que ofrecen, con
la sencillez de una vida transfigurada, rasgos precisos del Hijo,
entregados por el Padre al trabajo del mundo, en la actualidad de un
tiempo y en la proximidad de los lugares necesitados de salvación
y de esperanza.
Si
Dios guía a su Iglesia a través de la vida obediente de
sus hijos más dóciles y audaces, en la historia de cada
uno de ellos deben resplandecer, ante todo, reflejos del Evangelio
que transforman una
biografía ferial en hagiografía
y luego se deben reconocer semillas pascuales, capaces de suscitar
caminos renovados eclesiales en el pueblo de Dios.
Artémides
Zatti confirma esta regla de la santidad: la hagiografía es la
luz del Espíritu liberada por la sencillez de su biografía,
tan convincente porque está habitada en plenitud de humanidad,
y tan sorprendente como para hacer visible «un cielo nuevo
y una tierra nueva» (Ap
21,
1); así, las semillas pascuales, donadas por la vida de este
Salesiano Coadjutor al campo del mundo, han transformado lugares de
sufrimiento – los hospitales de San José y de San
Isidro – en semilleros de la esperanza cristiana,
extraordinariamente radiantes. «Se trata de una presencia en lo
social, toda animada por la caridad de Cristo que lo impulsaba
interiormente»11.
Es
posible entonces meditar sobre el don que el Espíritu da al
mundo, a la Iglesia, a la Familia Salesiana con la santidad de Zatti,
deteniéndose primero en el brillo de su biografía – un
Evangelio, plenamente encarnado de la vocación, de la
confianza y de la entrega – para considerar, después, la
fuerza pascual de su apostolado que ha edificado, en sus hospitales,
la Iglesia del cuidado, de la proximidad, de la salvación, de
la corredención, para alimentar la fe del pueblo de Dios.
Si
queremos expresar brevemente el secreto que inspiró y guio la
vida, los pasos, las obras, los compromisos, la alegría, las
lágrimas… de Artémides Zatti, las palabras de don
Vecchi al respecto son exhaustivas: «En
el seguimiento de Jesús, con Don Bosco y como Don Bosco, en
todas partes y siempre»12.
1.
UN HOMBRE DE EVANGELIO
1.1
El Evangelio de la vocación: «Creí»
La
historia de Artémides Zatti llama la atención, sobre
todo, por su particularidad vocacional. Una vocación luminosa
porque fue purificada por una misteriosa pedagogía de Dios que
se despliega en su vida a través de mediaciones y situaciones
diversas y exigentes. La vida cristiana es el aliento compartido de
la familia de Artémides, que lo lee todo a la luz del misterio
de Dios; será la segunda patria argentina, alcanzada con la
emigración, donde se muestre el enraizamiento de los Zatti en
una fe poco común. El cardenal Cagliero escribe:
«Nuestros
compatriotas, incluso los que pertenecen a las poblaciones más
religiosas de Italia, han llegado aquí y parece que cambien de
naturaleza. El amor desmedido por el trabajo, la indiferencia
religiosa dominante en esos pueblos, los muy frecuentes malos
ejemplos […] obran una increíble transformación en el
espíritu y en el corazón de nuestros buenos campesinos
y artesanos, que a cambio de algún escudo que ganan, pierden
fe, la moralidad, la religión»13.
La
familia Zatti no sucumbirá a la influencia del ambiente,
señalándose al contrario por una práctica
religiosa ferviente, sincera, valiente, libre de respeto humano; y
Artémides seguirá alimentando en la familia una intensa
relación con Dios, sustentada en la oración, la
laboriosidad, la rectitud, para que
«todo
nos lleva a creer […] que la formación religiosa que el
siervo de Dios recibió desde niño y en su primera
juventud […] debió ser privilegiada y tal que explica
las actitudes espirituales que, después, mantuvo a lo largo de
su vida»14.
La
experiencia de Artémides refleja la luminosa discreción
de la «“alta medida” de la vida cristiana
ordinaria» "(Novo
millennio ineunte,
31), fruto de un arraigo exclusivo en Dios, de una fe vivida como una
obediencia valiente y radiante porque es libre, feliz y fecunda.
Cuando
el Salesiano don Cavalli, párroco y guía de Artémides
por los caminos del Espíritu, deberá apoyar su
orientación definitiva de vida, el discernimiento será
sobrio y claro: notará que la llamada a entregarse totalmente
a Dios, como sacerdote, resuena en el corazón de ese joven de
un modo íntegro y puro, no contaminado por la búsqueda
de sí mismo y del propio interés, sino encendido por el
deseo de servir al Evangelio del Reino.
Y
Dios, por la singular disponibilidad de Artémides al don de sí
mismo, no se limita a llamar, sino que puede extenderse, con el signo
incontrovertible de su presencia: la cruz del Hijo. Así, el
sello de la predilección de Dios se hace reconocible en el
corazón del discernimiento vocacional de este joven deseoso de
ser sacerdote: Artémides, acogido en Bernal como aspirante, es
solicitado para un arriesgado servicio, el cuidado de un sacerdote
tuberculoso – como se mencionó anteriormente – . El
servicio sin cálculo lleva a Artémides a contraer a su
vez la enfermedad que requerirá el sacrificio del sueño
vocacional: Zatti será Salesiano, pero no sacerdote.
Aquí
reconocemos el poder del Evangelio aceptado incondicionalmente en la
vida de los santos; un poder que suscita una respuesta vocacional
pura porque está custodiada por un corazón no solo
desprendido del mal – condición esencial para escuchar
la voz de Dios – sino capaz de libertad también respecto
al bien, condición esencial de una fe pétrea en el
Absoluto de Dios.
Caminando
en oscuridad luminosa de la fe, Artémides sacrifica el deseo
de servir a la Iglesia en la forma ministerial del sacerdocio,
abrazando, sin embargo, su esencia, según Cristo, «quien,
en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como
sacrificio sin mancha» (Heb
9.14).
Las
características del Evangelio
de la vocación
se reconocen así, indelebles, en la plenitud del sacrificio de
sí mismo que sella el principio de la vida salesiana de Zatti
mucho antes de coronar su plenitud.
Y
la fidelidad a la forma laical de vida salesiana, abrazada por puro
amor de Dios, será plena y convencida, lejos de todo pesar,
desenvuelta en una existencia convincente y contenta.
Este
es el evangelio de la vocación, la buena noticia de la llamada
de Dios reservada individualmente para cada uno de sus hijos, llamada
de la que solo Dios conoce el significado, los motivos, el destino,
el desarrollo concreto. Una llamada que se hace perceptible solo en
la pura correspondencia del amor que, a su vez, «quiere
librarse del adversario más peligroso: la propia libertad de
elección. Todo amor verdadero tiene, pues, la forma interna
del voto: está ligado al amado, en razón del amor y en
el espíritu del amor»15.
El
Evangelio de la vocación,
en la santidad de Zatti, es el evangelio de la pura fe: la buena
noticia del respirar sano del corazón que saborea la libertad
en la obediencia al plan de Dios, custodio del misterio de cada vida
llamada a ser rama fecunda de la Vid verdadera, encomendada a la
sabiduría del «Labrador» (Jn
15,
1).
Leída
con las «categorías» de nuestro tiempo, la
santidad de Artémides Zatti suscita así «miedo
vocacional», un miedo que oprime el corazón en la
desconfianza ante el misterio de Dios. El
Evangelio de la vocación
anunciado por la vida de este santo Salesiano Coadjutor muestra que,
solo correspondiendo al sueño de Dios, es posible, en cada
edad y en cada situación, vencer la parálisis del yo,
con la pobreza de su mirada y de sus medidas, con la angustia de su
incertidumbre y de su miedo.
Cuando
don Garrone – Salesiano él mismo de eminente virtud, así
como de gran competencia médica, adquirida en el generoso
servicio a los enfermos – exhorta a Artémides, enfermo
de tuberculosis, a pedir la gracia de la curación por
intercesión de la Virgen y con voto de dedicarse durante toda
la vida a los enfermos, la fe de Zatti da buena prueba de sí
misma: sencilla, desinteresada, sin reservas, encerrada en una
palabra: «¡Creí!».
«Creí»,
o cuando basta una palabra para decir la fe, porque la fe es pura; y
solo esta fe es vocacionalmente generosa, por la ligereza de su
pureza que «da alas al corazón y no cadenas a los pies».
La
santidad de Artémides Zatti llega a nuestros caminos
vocacionales, a veces cansados y pesados, con la fuerza
interpelante de un «creí» que nunca ha fallado: el
presente de la fe que se hace continuo a lo largo de la vida y la
hace creíble. La suya era una fe con una continua
unión con Dios.
En los testimonios recogidos así se expresa monseñor
Carlos Mariano Pérez: «La impresión que recibí
fue la de un hombre unido al Señor. La oración era como
la respiración de su alma, todo su comportamiento demostraba
que vivía plenamente el primer mandamiento de Dios: lo amaba
con todo su corazón, con toda su mente y con toda su alma»16.
Estamos
llamados a valorar el testimonio de Zatti para renovar el ardor de
nuestra pastoral vocacional y para ofrecer a los jóvenes el
ejemplo de una vida que la solidez de la fe hace plena, sencilla,
valiente, por la fuerza del Espíritu y la docilidad del
llamado.
1.2
El Evangelio de la confianza: «Prometí»
El
Evangelio de la vocación,
del que Zatti es testigo, anima un segundo verbo de fundamental
importancia: prometer.
Hoy
experimentamos a menudo la debilidad de las promesas humanas, el
miedo a la falta de fiabilidad, constatamos la incapacidad de ser
definitivas: de ahí los inviernos vocacionales que están
afectando a la familia, a la Congregación en muchas partes del
mundo, a la Iglesia, y que hacen urgente el anuncio del Evangelio de
la llamada de Dios y de la respuesta del creyente.
Von
Balthasar, reflexionando sobre la esencia de la vocación,
fruto de la fe auténtica, escribe así: «No hay
ningún camino hacia el amor sin, al menos, un indicio de este
gesto
de entrega.
[…] [El amor] definitivamente quiere recuperarse, entregarse,
confiarse, encerrarse. Quiere depositar en el amado, de una vez por
todas, su libertad de movimiento, para dejarle una prenda de amor.
Tan pronto como el amor despierta verdaderamente a la vida, el
momento temporal quiere ser
superado en una forma de eternidad.
Amor a tiempo, amor a interrupción nunca es verdadero amor»17.
Artémides
Zatti, aún joven y precisamente en un gran momento de prueba,
siente la llamada a la plenitud del compromiso de sí mismo en
una promesa irrevocable y radical; cuando en edad madura, dando
testimonio de su gratitud hacia el padre Evasio Garrone, su
benefactor, recuerda los inicios de su propio camino de consagración,
Zatti podrá ser sucinto al presentar el corazón de su
juvenil adhesión a la llamada del Señor: «Creí,
prometí».
El
«prometí» de Zatti sigue a su «creí»,
pero también configura su radicalidad y su calidad humana y
cristiana. Artémides cree porque promete y no solo promete
porque cree: en él vemos cumplida la regla de la fe que, si no
puede contar con la disponibilidad para prometer, para entregarse,
cae en el interés espiritual, en la previsión y en el
contrato religioso.
Zatti
no espera garantías para dedicar arriesgadamente su vida, no
pide cobrar el derecho al «céntuplo aquí abajo»
como condición previa para echar las redes; más bien
«se ofreció con pronta disponibilidad para asistir a un
sacerdote enfermo de tuberculosis y contrajo la enfermedad: no dijo
una palabra de queja, aceptó la enfermedad como don de Dios y
sobrellevó las consecuencias con fortaleza y serenidad»18.
Así,
la generosidad de Artémides es pagada, incluso antes de la
profesión religiosa, y el precio es alto: una enfermedad
debilitante, un sueño vocacional destrozado, un sufrimiento
agudo y, sobre todo, una incertidumbre total. Pero en la encrucijada
de la fe y la promesa el Evangelio
de la vocación
realiza en esta vida, desde la juventud, prodigios de santidad.
La
promesa de Zatti es pura, desinteresada, como su fe, y hace
resplandecer la integridad del abandono al plan de Dios y la
generosidad de la entrega y del compromiso de sí mismo,
mostrando auténtica profundidad teológica: Artémides
hace suya la vida del Hijo obediente que se deja totalmente decidir y
destinar, por el amor del Padre, a la salvación del mundo.
El
alfabeto vocacional de Zatti es tan profundo como sencillo y claro:
«Creí, prometí. Zatti cree y promete con
radicalidad evangélica porque ya ha practicado la Pasión
del Señor como regla de su fe y entrega, como no se cansa de
repetir en sus cartas a su familia: “Nuestros gozos son las
cruces, nuestro consuelo es sufrir, nuestra vida son las lágrimas,
pero con la compañera siempre querida e inseparable a nuestro
lado, la esperanza de llegar al hermoso paraíso, cuando se
complete nuestra peregrinación en la tierra”»19.
La
cruz es la regla de la fe, y enseña cómo el creer
cristiano no es simplemente saber algo, sino confiarse a Alguien,
prometiéndole no algo, sino uno mismo. Formado por la cruz,
Artémides, incluso antes de emprender el camino de la vida
religiosa, no promete
sino que se
promete,
no hace
voto,
se
vota,
y así refleja los rasgos del Hijo que «al entrar en el
mundo, […] dice: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas,
pero me formaste un cuerpo. No aceptaste holocaustos ni víctimas
expiatorias. Entonces yo dije: "He aquí que vengo – pues
así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí –
para hacer, ¡oh, Dios!, tu voluntad» (Heb
10:
5-7).
Y,
siempre en la escuela del Señor Jesús, Zatti aprende
que la radicalidad de la promesa de sí mismo corresponde a la
creciente audacia de la fe. Quien se entrega completamente a Dios
puede abandonarse a la certeza de recibir todo de Él, y
Artémides no se cansa de recordar esto en sus cartas: «Os
recomiendo que no tengáis miedo ni vergüenza de pedir
gracias. Pedid y obtendréis; y cuanto más pidáis,
más obtendréis; porque el que pide mucho recibe mucho,
el que pide poco recibe poco; y el que nada pide, nada recibe. […]
No os voy a enumerar las gracias que tenéis que pedir; bien lo
sabéis vosotros. Solo pongo una ante vuestros ojos: y es esa,
que todos nosotros podamos amar y servir a Dios en este mundo y luego
gozarle en el otro»20.
1.3
El Evangelio de la dedicación: «Sané»
«Sané»
es el verbo con el que Zatti sella el acontecimiento que lo introduce
en la vida salesiana.
¿Qué
significa «sané»?
Ciertamente la tuberculosis que había minado su salud fue
superada por Zatti y de una manera que sorprendió a los
médicos: «En el proceso de Viedma el tribunal se
pregunta si la curación fue milagrosa. Hasta donde sabemos, la
instantaneidad no pudo calificarla como tal, pero, según los
médicos […] que conocieron bien a Zatti hasta su muerte, fue
extraordinaria por la escasez y la poca eficacia de los tratamientos
en ese momento, por la continuidad de la curación y por la más
que normal fortaleza física de la que disfrutó siempre
el siervo de Dios, a pesar de su vida de penurias. La intervención
de la Virgen parece innegable, ya fuese un milagro o una gracia
extraordinaria»21.
El
dedo de Dios, sin embargo, actuó según su estilo
inconfundible: no erradicó el mal devolviendo la vida de
Artémides a las condiciones anteriores a la enfermedad, ni
desentrañó el misterio propio de todo designio divino y
de toda existencia humana. Así, como sabemos, «los
Superiores, aun constatando las mejorías en la salud del
siervo de Dios, no debieron de estar plenamente persuadidos de sus
futuras posibilidades. La tuberculosis, en aquellos días, no
daba nunca seguridad de curación definitiva; el curriculum de
estudios que el Siervo de Dios habría debido afrontar, a su
edad (23-24 años), era todavía largo y ciertamente no
conveniente para un tuberculoso. Él, por otra parte, ya había
comenzado a trabajar, y todo lo hace suponer, con éxito y con
satisfacción recíproca en la Farmacia en una ocupación
propia de un seglar; tal vez el mismo padre Garrone hacía
alguna presión para tenerlo consigo en su trabajo. Los
Superiores, dadas todas estas circunstancias, debieron de proponer a
Zatti – que ciertamente, por todo lo que consta en sus
escritos, había decidido dejar el mundo y consagrarse a Dios –
que perseverara en su propósito de consagrarse a Dios, que
profesara como salesiano coadjutor (hermano laico): la solución
parecía la más prudente en vista de su salud aún
incierta: un trabajo material requería menos esfuerzo que el
exigido por un largo período de estudios severos»22.
El
misterio de Dios se espesa con la curación; y, a la fe de
Artémides, se le pide una purificación quizás
más severa que la que impone la pérdida de la salud: el
sacrificio de la orientación vocacional. Así, Artémides
es llevado a profundizar el camino de purificación que Dios le
exige: la liberación de la enfermedad no es una recuperación
de las fuerzas, que permite a un joven emprendedor «recuperar
la vida». A su manera, la curación es el desierto de una
nueva pobreza, para que la vida de Zatti sea un espacio libre para
Dios en la radicalidad de un nuevo abandono.
Dios
cura a Artémides de la tuberculosis para renovar en él
el prodigio de la salvación del apego a sí mismo, del
desapego incluso de sus propios proyectos de bien: «Es de creer
que el abandono de la aspiración al sacerdocio fue para el
siervo de Dios un gran sufrimiento espiritual, tal era el entusiasmo
y el espíritu de sacrificio con que había emprendido el
camino hacia esta meta. Sin embargo, es maravilloso, y un indicio de
extraordinaria fuerza espiritual, que nunca aparezca una palabra de
lamentación o incluso de pesar y de nostalgia […] por
este cambio en la perspectiva de su vida»23.
«Sané»
es entonces la voz de la coherencia del alfabeto vocacional de Zatti.
Cuando Dios llama y su criatura responde, el Espíritu no se
limita a reparar la precariedad humana sino que cumple el sueño
de Dios: «He aquí que hago nuevas todas las cosas»
(Ap 21,5). Así, si la enfermedad inclina al corazón
humano a replegarse sobre sí mismo, el creer y el prometer de
Zatti, alimentados por el amor al Señor Jesús y a la
Cruz, producen la verdadera salud: un mayor olvido de sí mismo
y una condescendencia incondicional hacia Dios, que lo lleva ser el
humilde apóstol de los más pobres, de los enfermos y,
entre ellos, convertirse en apóstol de los casos más
extraños; en fin, de los abandonados y desechados de este
mundo.
Artémides
renacido a una mayor pobreza se entrega más, en plena y activa
confianza, al plan del Padre: «Ex
auditu
puedo decir que [en la vida del siervo de Dios] hubo una voluntad
general de que Dios fuese glorificado. Por lo que le conocí
puedo asegurar que vivía para la gloria de Dios»24.
La
subordinación de todo a la gloria de Dios y el sacrificio de
los propios proyectos – incluidos los proyectos de bien –
en favor de la sabiduría de Dios, que es la única que
realiza la plenitud del Amor, serán esenciales no solo para la
experiencia espiritual de este Salesiano extraordinario, sino también
a la pedagogía
del
dolor
que deberá practicar por la especificidad de su misión.
En
el «sané» de Zatti se cumple no solo una gracia
sino una escuela, y ambas son moldeadas por el dedo de Dios para el
bien de los hermanos: libre de la enfermedad, Artémides
servirá a los enfermos toda la vida, después de haber
pasado por la verdadera
curación
que le hará verdadero
médico
de las criaturas sobre las que se inclinará.
«Hacía
a menudo la señal de la Santa Cruz y se la hacía hacer
a los enfermos, le encantaba enseñársela a los niños.
En él la fe y las medicinas formaban una simbiosis, sin fe no
curaba y tampoco sin medicinas. Tampoco veía una dicotomía
entre el alma y el cuerpo; el hombre era una sola cosa, y cuidaba de
este hombre: cuerpo y alma»25.
Solo
porque fue llevado de la mano de Dios a experimentar la curación
como morir a sí mismo, Zatti podrá acercarse a los
enfermos con el fármaco del Amor Encarnado y Crucificado,
dispensando consuelo, luz y esperanza.
2.
UN TESTIGO DE LA PASCUA
Si
en la vida de Zatti – por el modo en que fue alcanzado por la
llamada de Dios – resplandece de forma original y muy actual el
Evangelio
de la vocación,
su siembra apostólica se realiza como arte del cuidado en la
luz de la Pascua.
La
coherencia pascual es la regla de fidelidad de todo apostolado
cristiano: en los santos, la práctica de esta regla alcanza su
esplendor, llevando la vida de Dios a las fatigas de los hombres, de
la historia, del mundo, edificando así la Iglesia.
Zatti
practicó con pasión pascual el cansancio del
sufrimiento humano y construyó así la Iglesia como un
verdadero hospital de campaña (como sigue repitiendo hoy el
papa Francisco), precisamente transformando dos hospitales que
surgieron «en el fin del mundo» en células vivas
del Iglesia.
Los
hospitales de San José primero y de San Isidro después
fueron, entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del
siglo XX, un recurso sanitario precioso y único para la
atención, sobre todo, de los pobres de Viedma y de la región
de Río Negro: el heroísmo de Zatti los convirtió
en lugares de irradiación del amor de Dios, donde el cuidado
de la salud se convierte en una experiencia de salvación.
Zatti
ha imitado en su vida la parábola
del buen samaritano.
El samaritano es Cristo, el Dios cercano (en su Hijo amado) que no
conoce la indiferencia y el desprecio, sino que se ofrece a sí
mismo, de antemano, para curar hasta al último de sus hijos e
hijas, por medio de la proximidad del amor, para que el mal de la
historia no condene a ninguno de estos pequeños a perecer
fuera de Jerusalén.
Aquí
está el milagro de Dios: en ese trozo de tierra patagónica,
donde discurre la vida de Zatti, cobró vida una página
del Evangelio. El Buen Samaritano encontró rostro, manos y
pasión, sobre todo por los pequeños, los pobres, los
pecadores, los últimos. Así un hospital se ha
convertido en la Posada del Padre, se ha convertido en signo de una
Iglesia que ha querido ser rica en dones de humanidad y de gracia, a
través de la donación, el servicio y la vivencia del
mandamiento del amor a Dios y al hermano.
Son
numerosos los testigos que nos permiten contemplar la experiencia de
Iglesia accesible en aquel hospital de campaña vivificado por
el corazón inflamado de Zatti: al darles la palabra, surge de
nuevo la fascinación de Artémides, preocupado por curar
a quienes se encomiendan a él, sea con los remedios del arte
médico, sea tanto con la presencia, la simpatía, la
oración por todos y con todos, como con la expresión
cotidiana de fe de este humilde Salesiano. Todo esto sin duda
demostró ser más eficaz que muchas medicinas.
2.1.
Cuidado pascual y servicio (diakonia)
de la vida herida
Donde
hay santidad se propaga la Iglesia, y donde se edifica la Iglesia hay
santidad. Quien conoció a Zatti, todo el que fue acogido en su
hospital, tuvo una experiencia de fraternidad y en esta fraternidad
una experiencia de Iglesia.
Zatti
vivió con radicalidad evangélica la certeza de que el
servicio, que era su característica vocacional – la
diakonia –
hace creíble, reconocible, amable, el rostro de la Iglesia. La
puerta del servicio atrae al corazón humano, especialmente
cuando es probado por la vida y el sufrimiento, y se abre a la
experiencia del encuentro con Jesús, el verdadero Buen
Samaritano, y Zatti se esforzaba por vivir como un buen samaritano.
«El hospital y las casas de los pobres, visitados noche y día
yendo en una bicicleta, considerada ahora como elemento histórico
de la ciudad de Viedma, fueron el horizonte de su misión.
Vivió la entrega total de sí a Dios y la consagración
de todas sus fuerzas al bien del prójimo»26.
Zatti
es testigo de servicio, y así como Jesús se entregó
hasta el final, Zatti realizó hasta el heroísmo,
siguiendo las huellas de su Señor, una donación y una
diakonia
plenamente cristianas. Merecen ser subrayadas, con las palabras
unánimes de los testigos, las extraordinarias características
de la diakonia
evangélica
de Zatti: la universalidad de su entrega, la totalidad del don de sí,
la generosidad nacida con Dios a su lado, en la obediencia a Él,
realizada en Él. y para Él.
Que
el servicio de Zatti no conocía particularidades y no hiciese
preferencia de personas queda a la vista de cuantos le conocieron:
«Sé que visitaba la prisión para curar a los
enfermos. Con los incrédulos y los enemigos de la Iglesia se
manifestaba disponible y amable. Recuerdo la frase de un médico
que comentando el título del libro del padre Entraigas “El
pariente de todos los pobres”, decía que debería
haber sido corregido en “pariente de todos” por la
ecuanimidad con que [Zatti] no hacía distinción entre
todos los que le buscaban»27.
Si
en el servicio y en la donación de sí mismo de Zatti
hubo una preferencia por alguien, esta fue la preferencia enseñada
por el Buen Pastor, sensible sobre todo a la suerte de las ovejas más
heridas y perdidas: «Era una de sus predilecciones [de
Zatti] su total
donación a Dios en estas personas humildes, indefensas o con
enfermedades repugnantes, a tal punto que cuando alguien quiso
enviarlas a un hospicio porque llevaban muchos años en el
Hospital San José, respondió que no se debía
abandonar estos verdaderos pararrayos
del Hospital»28.
Zatti,
además, servía con todo su ser, consumiéndose en
una generosidad sin cálculo en las más diversas formas
de una actividad febril, orientada solo a corresponder a las
peticiones de todos: «Como todos conocían su bondad y su
buena voluntad en servir a los demás, todos acudían a
él para las cosas más dispares. […] Los directores de
las Casas de la Inspectoría escribían para pedir
consejos médicos, le mandaban hermanos para asistir,
encomendaron a su hospital-cuidados crónicos a las personas
que habían quedado incapacitadas. Las Hijas de María
Auxiliadora no fueron menos que los Salesianos en pedir favores. Los
emigrantes italianos pedían ayuda, hacían escribir a
Italia, solicitaban prácticas; los que habían sido bien
atendidos en el hospital, como si fuera una expresión de
agradecimiento, enviaban a familiares y amigos a que los asistiera
por la estima que tenían de sus cuidados. Las autoridades
civiles tenían, a menudo, personas incapacitadas para
rehabilitarlas y recurrían a Zatti. Los presos y demás
personas, viéndolo en buenos términos con las
autoridades, le recomendaban que pidiera clemencia para ellos o les
hiciera proceder a la solución de sus problemas»29.
El
servicio de Zatti era, además, continuo y se olvidaba de sí
mismo y, precisamente por eso, no se vio frenado por la
susceptibilidades, ingratitudes, correspondencias perdidas o
peticiones insistentes: «En el siervo de Dios era
extraordinaria la preocupación por el prójimo en el
trabajo diario; de la mañana a la tarde vivía para sus
amados enfermos. Estas circunstancias se multiplicaron durante la
noche, cuando, a cualquier hora que lo llamasen, acudía
rápidamente. […] Me consta que a menudo ha tenido que
sufrir de pretensiones excesivas de algunos enfermos, exigencias
desmesuradas, caprichos, como es el caso […] de los enfermos
mentales. El siervo de Dios nunca perdió la paciencia.
Recuerdo haberle visto en más de una ocasión subir con
mal tiempo, frío y lluvia con su vehículo, una
bicicleta no último modelo, para curar a los enfermos de la
población andando calles poco transitables»30.
Para
marcar profundamente la diakonia,
el servicio a todos de Zatti era el hacerlo en la compañía
del Señor. A nadie escapaba la competencia de este generoso
enfermero, pero era igualmente evidente su estar en misión con
Jesús: «Un dato personal muy concreto: siendo novicio y
luego nuevo sacerdote, vine a Viedma a causa de unas pústulas
que me salían sobre todo en el cuello y en el rostro, y el
siervo de Dios me acogía siempre sonriente, me curaba
cauterizándome con una punta caliente, tarareando el
Magníficat
mientras
trabajaba y luego animándome a ofrecer aquellos sufrimientos
por la santa perseverancia en la vocación»31.
De
nuevo, en Zatti resplandecía la obediencia a Dios y a su
designio como alma de un servicio humilde y confiado, que debía
suscitar en los pobres y enfermos sentimientos de abandono en Dios.
Todo encontraba inspiración en Dios, y Zatti realizaba todo
según al mandato de Dios, de modo que el servicio de este gran
Salesiano fue una práctica continua y fascinante del precepto
del amor: «Amó a Dios sobre todas las cosas. Para él
todas las cosas de esta tierra eran transitorias y secundarias. Para
mí Zatti era constante, sin cejar en su amor a Dios y en su
piedad. No solo en los actos de piedad, sino en todo servicio al
prójimo tenía siempre el nombre de Dios en la boca.
Exhortó a todos los que estaban cerca de él a vivir la
piedad. Zatti era permanentemente un ejemplo, su piedad fue superior
a la ordinaria»32.
La
de Zatti, sin embargo, como ocurre siempre en los santos, es una
diakonia,
un servicio ciertamente realizado en obediencia a Dios, pero sobre
todo en el nombre de Dios, prestando a Dios su rostro, su corazón,
sus manos, con certeza – fuente de gran audacia – de ser
un pequeño instrumento de su gran Poder y Providencia. Así
Zatti trabaja con una generosidad extraordinaria, pero con un
abandono total porque sabe que en él actúa su Señor:
«Esperó y confió siempre en Dios. La serenidad
con la que superaba las dificultades era una demostración de
su esperanza en Dios. Siempre dijo: “Dios proveerá”,
pero lo decía con plena confianza y esperanza»33.
Zatti,
creyente y hombre auténtico, era «movido por la caridad
hacia el prójimo porque ve a Cristo sufriendo en cada enfermo.
Tal era la bondad que usaba con los enfermos que no les negaba
nada»34;
«Para el siervo de Dios el amor se manifestaba en la caridad
con que asistía a los “otros Cristos”. En su
concepción evangélica de que todo lo que sus discípulos
hagan a sus prójimos se lo estarán haciendo al mismo
Cristo, el siervo de Dios solía comportarse con todos con
caridad, incluso cuando se trataba de incrédulos o
indiferentes»35.
O
viviendo en salida una Iglesia del servicio, capaz de llegar en
bicicleta a sus pobres, o sirviendo a todos los que llamaban a su
hospital – primero de San José y luego de San Isidro –
para que allí encontrasen el amor de Dios. Zatti se dio
completamente a Dios, haciéndose siervo del Señor,
auténtico misionero de la Iglesia en el nombre del Señor
Jesús.
2.2
Fraternidad pascual y comunión (koinonia)
en la vida compartida
La
santidad de Zatti nos lleva al corazón de la Iglesia no solo
por la singularidad de su diakonia,
sino también por la calidad de la comunión florecida en
su donación a los demás. Lo que fuese la comunión
para Zatti está atestiguado tanto por los testimonios de
quienes vieron su acción, como por la forma en que atravesó
los momentos más agotadores que marcaron su vida.
Un
hecho especialmente doloroso para él se produjo cuando los
superiores se inclinaron por el derribo del Hospital de San José,
al que Artémides había consagrado todas sus energías;
en Viedma no había lugar para el obispado; y, para construir
una residencia episcopal adecuada, se decidió demoler el
antiguo hospital, con la carga de trasladar todos los servicios
sanitarios a los espacios de la Escuela Agrícola de San
Isidro, sede de la otra obra salesiana en Viedma.
Para
Zatti, el derribo no fue una simple operación constructiva,
fue una prueba cruda y crucificante: ante sus ojos no solo tenía
los escombros de un antiguo hospital, sino la duda de que con esos
muros se había derrumbado su vida y allí habían
terminado también sus renuncias y privaciones, incomprensiones
y vigilias, dolores de cabeza y sudores, entrega al prójimo y
sacrificio de sí mismo. A Zatti no se le perdonó el
cáliz, pero permaneció de pie, con fortaleza y dulzura
cristiana: «en el momento del derribo del hospital de San José
se había propuesto primero que se construyera el palacio
episcopal en otro lugar y se permutaran los terrenos; luego, ante lo
inexorable del derribo, que […] sentía enormemente dada su
extrema sensibilidad humana, no se rebeló ni protestó;
al contrario, tranquilizó a los que intentaban que se
rebelase»36.
Como
siempre sucede en la vida de los santos, la prueba es a la vez un
crisol oscuro y una demostración luminosa: Zatti con su
serenidad de espíritu y con la presteza puesta en montar la
nueva sede de los servicios de salud, demostró la base de su
entrega: el verdadero hospital que construía no podía
reducirse a escombros, porque era una invención de la caridad,
de esa caridad que «no tiene fin» (1
Cor 13,8),
y que expresa el milagro de la comunión, reflejo de la eterna
Vida de Dios. El verdadero hospital de Zatti no era un edificio
terreno, dedicado a San José o a San Isidro; en esos ambientes
su profesionalidad acogía a todos, a través de la
puerta del servicio, para que pudieran tener una verdadera y plena
experiencia de la ternura de Dios.
Zatti
no predicó el catecismo de la comunión, pero con su
santidad lo encarnó; y su hospital no era un edificio
imponente, sino un milagro evidente y cotidiano de servicio y de
comunión. Aquí «el siervo de Dios dirigía
al personal, que estaba formado por varias personas que vivían
en el hospital, como un superior de una comunidad religiosa […]
El personal lo amaba, lo veneraba y seguía al pie de la letra
sus reglas. A nadie les ha faltado nunca lo necesario: moral,
espiritual y técnico para el cumplimiento de sus compromisos,
y esto por la preocupación personal del siervo de Dios»37.
Es
una convicción de todos que la estatura espiritual de Zatti lo
convirtió en el artífice de la comunión: «En
los años que estuve en la escuela en el Colegio San Francisco
de Sales, el hospital era una dependencia del Colegio y sabíamos
todo lo que pasaba aquí como allá. Nunca he oído
hablar de rencillas o incomprensiones entre los colaboradores de
Zatti que pudieran tener alguna relevancia y provocar habladurías
en el pueblo o en la escuela»38.
Cuando
se realiza la comunión cristiana, no pasa desapercibida por su
belleza que trastorna al mundo postrado por el rencor y por la
división; son solo los santos, sin embargo, quienes conocen a
fondo el precio de la comunión, su extrañeza a la
espontaneidad, a la inmediatez de la simpatía, a la facilidad
sin sacrificio. Los santos saben cuánto cuesta la comunión
porque saben cuál es su fuente: el costado desgarrado del
Señor, que realiza la obra de reconciliación entre los
hombres y con los hombres.
Zatti
sabe que solo la Sangre del Señor crea comunión, y
elige el camino de la participación fiel y cotidiana en el
sacrificio del Hijo, con la sonrisa en el rostro, la fuerza en el
alma, la paz en el corazón, las manos atravesadas por el
trabajo y la fatiga. Haciendo casi imperceptible el compromiso que
exigía su inmolación, Zatti «era un hombre que
irradiaba paz, [hombre] de acción, dinámico, no
mostraba nerviosismo, alegre. Era frecuente el uso de bromas […]
para animar a un enfermo […]. Era un hombre que no vacilaba en
sus prácticas religiosas, […] señal de su
esfuerzo por superarse a sí mismo. Personalmente, lo que más
noté en él fue su caridad y humildad»39.
La
humildad de Zatti construye la Iglesia y hace cristiana la comunión
de la que él mismo es artífice; quien no muere a sí
mismo todos los días, lleva consigo el peso del egoísmo
que hiere la comunión; solo la humildad cura las relaciones y
supera la tentación del poder, del control, de la seducción
y de la prevaricación. Zatti, sin multiplicar palabras ni
discursos, sabe que solo con humildad puede ser creador de la
verdadera koinonia,
fruto y condición de una diakonia
eficaz
y discreta, que no crea dependencia sino que restaura la dignidad;
solo la humildad sirve de manera generativa, promoviendo una comunión
que cuida el vínculo y promueve la autonomía. La
humildad es virtud de Dios porque es el secreto de todo padre, la
esperanza de todo hijo, el espíritu de toda vida verdadera.
Zatti
puede ser servidor y constructor de comunión por la humildad
que hace de él un sencillo hijo de Dios, vivo de la Vida del
Espíritu y padre de todos: «Creo que, en la relación
de Zatti con sus colaboradores, nunca ha habido problemas porque era
como el padre de todos. Recuerdo que todos le echaban mucho en falta
cuando él estaba ausente por haber ido a Roma para la
Canonización de Don Bosco»40.
«La relación de don Zatti con el hospital era como la de
un padre. No conozco malentendidos ni dificultades: si las ha habido,
creo que no han sido de su parte. De las enfermeras con las que he
tratado […], no he oído más que elogios y
ninguna queja»41.
2.3
Cercanía pascual y martyria
de la vida sin fin
Nuestro
hermano Artémides Zatti testificó realmente con su vida
(martyria)
que el Señor ha resucitado. «Yo soy la luz del mundo»
(Jn
8,12) dice el Señor de sí mismo. El Evangelio es Luz
que quiere penetrar en la vida de los hombres, y la Iglesia,
sacramento vivo de Dios, es Luz para el mundo. La santidad de Zatti,
alimentada por la Pascua de Jesús, es también luz, y lo
experimentaron, especialmente, los pobres y los enfermos de Viedma.
Zatti los acoge a través de la puerta del servicio, los
mantiene dentro de los muros de la comunión, pero para
ofrecerles, con su testimonio de vida, la luz del Evangelio, el
esplendor de la Pascua que ilumina a la Iglesia.
Creyentes
y no creyentes quedan impactados por las palabras y por los gestos de
Zatti; su testimonio es sin sombras, extraordinariamente salesiano,
llega a todos y anuncia, a través de dos nombres, dos rasgos
decisivos del Dios de Jesús: Providencia y Paraíso.
No
hay Iglesia donde no haya anuncio explícito del nombre de
Dios, anuncio pagado con el martirio de la vida, en el signo de la
sangre o de la caridad; donde se impulsa el servicio y la comunión
de Zatti resuena el anuncio del nombre de Dios, de estos dos nombres,
tan cristianos y tan salesianos: Providencia y Paraíso.
Zatti
anuncia con su vida que todo en Dios es amor, pero amor concreto,
atento, ilimitado y minucioso por cada criatura: el amor de Dios es
Providencia. Sin embargo, la Providencia de Dios no es temporal, sino
eterna, y he aquí el segundo nombre: Paraíso. Paraíso
es el nombre propio del deseo de Dios que en la historia provee a sus
criaturas para tenerlas consigo para siempre, por la eternidad.
Zatti
es un maestro de este alfabeto cristiano: «era su deseo
constante que el Señor fuera conocido y amado. La atestiguaba
la alegría que expresaba cuando un nuevo paciente, que no
sabía nada de Dios, se convertía en un cristiano
devoto. Su primera preocupación fue cuidar e inspirar
confianza en la divina Providencia»42.
El
sentido de la Providencia no fue la respuesta obligada a las
condiciones de precariedad, una especie de última playa
ofrecida a los náufragos para no hundirse en los momentos
difíciles. Testimoniar la Providencia para Zatti significaba
enseñar a hablar con Dios, a llamarlo por su nombre, con
confianza cristiana, porque «estaba muy convencido de los
principios evangélicos y uno que tenía bien grabado en
su corazón y en su mente era “buscar primero el reino de
Dios y su justicia y todo lo demás os será dado por
añadidura” (Mt
6,33). Había aprendido en la escuela de Don Bosco – habiendo
leído mucho su vida – a no desconfiar nunca de la ayuda
de Dios, sobre todo cuando se le honra como quiere, en cada uno de
nuestros prójimos»43.
Pero
una Providencia sin Paraíso no permitiría que el
anuncio del nombre de Dios llevara el peso de la historia, con su
carga de cansancio, de sufrimiento, de muerte. Zatti animaba, dentro
y fuera del hospital, una Iglesia siempre visitada por el dolor y la
muerte, y esto exigía plenitud de fe y de testimonio, pedía
anunciar el nombre del único deseo de Dios para el hombre:
Paraíso. Cuando daba testimonio del Paraíso, Zatti
mostraba la certeza «de la vida eterna y de su adquisición
por la gracia y las buenas obras; esto se manifestaba sobre todo ante
la muerte […]. Yo personalmente lo escuché regocijarse
por haber podido prestar ayuda religiosa a los enfermos y exclamar
[…] “Hoy hemos enviado dos o tres al cielo”»44.
Con
estos dos nombres de Dios, Zatti evangelizó la vida y la
muerte, la alegría y el dolor, la salud y la enfermedad como
verdadero testigo cristiano, como mártir, en el martirio
cotidiano de la caridad. El anuncio y la martyria
de Zatti no divulgan un evangelio de circunstancia o de oportunidad,
sino que esparcen Sal, Luz, Levadura, prestan rostro, corazón
y manos a un Evangelio que pide vida y la impregna toda, resuelve los
enigmas y vence las angustias con el calor de la Verdad: «Desde
que lo conozco siempre ha dado más importancia a las prácticas
religiosas que a su trabajo, aunque lo hiciera con perseverancia.
Citaba a menudo las Escrituras, especialmente los evangelios, para
consolar a los enfermos o alentar la virtud […]. Era muy
difícil para él no poner un pensamiento espiritual en
sus conversaciones. Una vez, hablando con él, le mencioné
el descubrimiento de algunas medicinas nuevas como la penicilina y
las sulfamidas; el siervo de Dios me escuchó y, cuando terminé
de hablar, me dijo: “Es verdad, es verdad, pero la gente
seguirá muriendo de todos modos”»45.
Y
la verdad del Evangelio, en su totalidad, ilumina el hospital de
Zatti, como había iluminado el Oratorio en tiempos de Don
Bosco: por eso, en el hospital de Viedma como entre los muros de
Valdocco, no se teme a la muerte y no hay que multiplicar los
expedientes para suavizar el escándalo u ocultar la evidencia,
engaños peligrosos para el corazón humano. Zatti
afrontaba la muerte con el testimonio del Evangelio de la vida: una
vida con los pies en la tierra, por eso trabajadora y concreta, pero
con el corazón en el cielo, y por eso confiada y serena: «la
única razón de su vida era precisamente la espera de
una recompensa celestial, nunca actuó para ganar dinero o
reputación, hizo todo en la esperanza de la felicidad
futura»46.
Su
compromiso, a pesar de su sencillez, fue vivir el Evangelio con el
corazón enraizado en el Premio final y llevar el Dios de la
Providencia y del Paraíso en cada herida y en cada muerte
humana, para que allí florezcan la Vida y la Resurrección.
Esto bendecía el testimonio de Zatti e invocaba su presencia
cuando las preciosas y raras medicinas de la esperanza y del consuelo
eran indispensables. Toda la ciudad de Viedma lo sabía, como
lo han confirmado los testigos con sorprendente unanimidad: se
llamaba siempre a Zatti, y acudía a animar y consolar, dando
esta medicina cristiana que bebía, para su vida en gracia de
Dios, del mismo Espíritu, el Consolador. Así era
«extraordinaria en el siervo de Dios la capacidad de infundir
esperanza en los enfermos, hecho que contribuyó casi
milagrosamente a la curación elevando el ánimo del
doliente»47.
Zatti testimonia, hasta el martirio de la caridad, que el Señor
es Dios del cielo y de la tierra. Zatti es testigo de ello, con la
pasión de los santos, que no conoce medida: «Recuerdo
que un paciente le decía a Zatti que siempre lo preparaba para
el cielo y que tenía que prepararlo un poco para la tierra.
Otro dato muestra el ambiente del hospital: una enfermera insistió
una vez en preparar para la muerte a un paciente que no estaba tan
mal y que, en efecto, está todavía vivo»48.
2.4
Alegría pascual y liturgia de la vida redimida
Artémides
Zatti, con su extraordinaria fidelidad a los acontecimientos
centrales de la vida cristiana, se alimenta del Pan de la Palabra,
del Pan del Perdón, del Pan del Cielo, y su vida se
transfigura, cada vez más intensamente, en beneficio de una
misión rica de frutos en crecimiento. Así, la vida de
Gracia, vivida intensamente por este hijo de Don Bosco, llega a
quienes se encuentran con él, sin distinción: enfermos
y colaboradores, hermanos y autoridades, pobres y bienhechores; en
Zatti tocan la vida del Señor, a través de la fuerza
del misterio sacramental que se participa entre las personas en la
comunión del pueblo de Dios. Y así toda la Iglesia, en
los sacramentos, por el poder del Espíritu Santo, celebra el
misterio pascual y asegura a los hombres el alimento por medio de los
sacramentos, para el camino, y los remedios que sanan a la humanidad
herida por el mal y por la muerte.
Esta
es la Iglesia: florece y crece donde el servicio y la comunión
anuncian el nombre de Dios, dan testimonio de la Palabra de Jesús,
se nutren de su Cuerpo, se curan de su Perdón. Zatti no hace
simplemente todo esto, sino que es todo esto; a través de la
correspondencia con la Gracia, que santifica su vida, no solo se
reconocen en él los gestos y las palabras del Señor,
sino que experimentamos Su propia Vida: Zatti es un «tabernáculo
viviente», y su testimonio radiante suscita preguntas,
resoluciones, conversión, incluso en aquellos que están
lejos de una participación íntima en el misterio del
Señor.
La
dedicación de Zatti, que revela una raíz más que
humana, se convierte en una prueba universalmente convincente de la
fuerza sobrenatural de los sacramentos; el suyo, en efecto, es «un
amor sobrenatural y extraordinario por el prójimo. […]
Estaba dispuesto a cualquier sacrificio y por eso lo difícil
le parecía fácil. Pienso que las circunstancias
difíciles de su acción caritativa fueron: la falta de
personal, la solicitud de asistencia en todo momento, no dejarse
influir por mal tiempo, atender a todo tipo de personas. Recuerdo a
un familiar mío, enfermo, al que visitó un día
de tiempo pésimo y cuando le dijeron: “¿Cómo
sale con este tiempo, señor Zatti?” Y me respondió:
“¡No me queda otra!”»49.
Es
regla de la liturgia cristiana el poder dar buena prueba de sí
mismo en la vida del creyente con el orden, la armonía, el
dinamismo eficaz, y sobrenatural. Zatti es un cristiano, laico
consagrado Salesiano de Don Bosco, es piedra viva de la Iglesia, es
testigo de la Pascua, porque en sus obras se hace visible el
mandamiento del Amor, que hace reconocer a Dios en el prójimo
y al prójimo en Dios; pero Zatti enseña, con su vida,
que la fuerza necesaria para la práctica de ese mandamiento es
sobrenatural, y solo puede venir de Dios, de sus sacramentos y de la
oración y unión con Él. «Zatti ejerció
la caridad en circunstancias difíciles por falta de recursos
económicos. También porque su actividad excedía
lo ordinario, por la cantidad de horas que dedicaba a sus compromisos
sin omitir sus obligaciones religiosas. Como le conocíamos,
nos preguntábamos cómo podía sostener un
esfuerzo tan grande sin el descanso que se suele considerar
necesario»50.
Dos
episodios merecen ser recordados, como ejemplo de la liturgia de la
vida de la que Zatti es primero discípulo y luego apóstol
del Señor Crucificado y Resucitado; en primer lugar, el
derribo del antiguo hospital de San José, con la necesidad de
trasladar a los enfermos a San Isidro: «No tengo noticias de
que a Zatti le dieran una fecha de desalojo, y seguro que no había
recibido nada de su Inspector, de lo contrario lo habría
sabido […]. El estado emocional en el que cayó Zatti
cuando fue necesario sacar a los enfermos, para que los escombros no
se derrumbaran sobre ellos, podía ser psicológicamente
fatal. Lloró amargamente, pero después de haber rezado
ante el Santísimo Sacramento, se puso a trabajar con serena
energía»51;
y, luego, el servicio a los moribundos: «Un joven estaba a
punto de morir, y Zatti conversaba con él después de
haberle hecho comulgar; en un momento el niño comenzó a
gritar “¡Zatti, me muero!” y en el mismo momento se
levantaba de la cama; Zatti, mirándolo a los ojos, sonriendo
dijo: “¡Qué lindo, vete al cielo!” y el
joven se dejó caer con una sonrisa que retrataba la de Zatti,
y que le quedó impresa en su rostro»52.
Esto
es lo que sucede cuando la Eucaristía se hace vida y el
misterio pascual práctica cotidiana: las grandezas humanas se
transforman, por obra del Espíritu, y cada acción del
creyente se realiza en Cristo, por Cristo y con Cristo, haciendo de
la vida una liturgia. y transfundiendo los santos dones de la
liturgia a la vida.
Nuestro
querido Artémides Zatti, deudor en todo de los Misterios del
Señor, sabe que todo puede ser solo gracias a él; de
ahí su humildad: «Recuerdo que, estando mi hermano
Salvador muy enfermo de fiebre tifoidea, el siervo de Dios iba a
cuidarlo varias veces al día. En una ocasión, al
encontrarlo camino a la casa de Salvador, le dije con tristeza:
“¡Señor Zatti, por favor, salve a mi hermano! Se
dio la vuelta y, mirándome a los ojos, me dijo con severidad:
“¡No seas blasfemo, solo Dios salva!”»53.
La
de Artémides Zatti fue una vida hecha de donación, de
comunión, de testimonio del Señor resucitado. Una vida
llena de gracias que lo llevó a una muerte plenamente
cristiana: «Preguntándole si sus dolores eran continuos,
fuertes o no, sin contestarme directamente, me dijo: “Son un
medio de purificación y estoy feliz porque me doy cuenta de
que estoy completando la Pasión de Cristo, que tanto he
inculcado a los enfermos”»54.
Y
la oferta de Zatti fue plena, discreta, serena y gozosa, como sello
de su liturgia. Merece ser retomada una florecilla en la que, tras el
velo de la simpatía, Zatti regala a quienes le asisten el
sentido de su vida, que Dios supo exprimir hasta el fondo, porque era
madura y plena. Unos meses antes de su muerte, sonriendo ante su
enfermedad – un tumor en el hígado que le tiñe el
rostro de amarillo – Zatti le dice a una enfermera que pronto
él también estará maquillado. Sin embargo, el
suyo será, como en los limones, el color de la madurez, que
hace que esa fruta esté lista para ser exprimida hasta el
fondo: «¿Usted se maquilla? ¡Yo también! En
seis meses le daré la prueba. De nada sirve el limón si
no es amarillo»55.
3.
UNA INVITACIÓN A UN COMPROMISO EXTRAORDINARIO
Este
era el título de la última parte de la carta de don
Vecchi, a la que me he referido varias veces, y que quisiera
conservar y compartir ahora. En las páginas precedentes he
tratado de esbozar de manera sencilla, pero incisiva, la
extraordinaria figura de nuestro hermano Salesiano Coadjutor
Artémides Zatti. Su camino de vida, impregnado y lleno de
Dios, es más que evidente. Así como su santidad. Ante
esta gran figura, hoy se hace patente en nuestra Congregación
la necesidad y la importancia de un compromiso especial para promover
esta hermosa vocación. Hago mías las palabras de don
Vecchi para pedir a cada Inspectoría, a cada comunidad y a
cada hermano en los próximos años, desde ya, «un
compromiso renovado, extraordinario y específico por la
vocación del Salesiano Coadjutor, dentro de la pastoral
vocacional: rezando por ella, anunciándola y proponiéndola,
llamando, acogiendo y acompañando, viviéndola
personalmente y juntos en la comunidad»56.
No
faltan ricas publicaciones sobre la figura del Salesiano Coadjutor57;
quizás lo que necesitamos en este momento es hacer más
convincente nuestro compromiso. He hablado muchas veces en mis
visitas a las Inspectorías, y también en mis cartas, de
que debemos, ante todo, ser hombres de fe, hoy más que nunca
abandonados al Señor. Muchas otras estrategias y planes nos
pueden ayudar, pero no nos sacarán de una dificultad profunda.
Solo
la confianza en el Señor y el recurso a Él.
El siguiente testimonio de un hermano Coadjutor tiene, en mi opinión,
una fuerza particular: «Aún hoy resuena el “Ven y
sígueme”. Y siempre un estupor al constatar que aún,
hoy, hay jóvenes a quienes no les faltaría nada para
orientarse hacia el sacerdocio y, en cambio, hacen la opción
del laico consagrado también en la Congregación
Salesiana. Por esto, en la pastoral vocacional hay que creer en esta
vocación completa en sí misma, y transmitir por ósmosis
su estima, sin presionar ni distorsionar en dirección de la
figura clerical. Hay que estar convencidos de que hay jóvenes
que no se identifican con el modelo presbiteral, mientras que se
sienten atraídos por el modelo del laico consagrado. ¿Cuáles
son los motivos de esta elección? Todas las motivaciones son
insuficientes: en el fondo queda el misterio de la Gracia y de la
libertad»58.
Llegados
a este punto quisiera invitaros a profundizar en las próximas
publicaciones que saldrán tanto sobre san Artémides
Zatti como sobre la vocación del Salesiano Coadjutor en
nuestra Congregación, en las diversas Regiones, y en las
propuestas de ambos Sectores de la Pastoral Juvenil y de la Formación
que sin duda nos llegarán, en adelante, como ayuda a la
intercesión que el nuevo santo Salesiano hará por todos
y, sin duda de manera muy particular, por sus hermanos Salesianos
Coadjutores en el mundo, los que ya están y los que vendrán,
con la Gracia de Dios.
La
fuerza y la belleza de una invitación
Creo
que no se debe terminar la comparación con la vida de
Artémides Zatti sin evocar, una vez más, una carta de
1986, del cardenal Jorge Mario Bergoglio, hoy papa Francisco, escrita
a un Salesiano, como testimonio de una gracia recibida a través
de la intercesión de Zatti.
La
historia es bien conocida: cuando era Provincial de los Jesuitas de
Argentina, el padre Bergoglio encomendó a Zatti la petición
al Señor de las santas vocaciones a la vida consagrada laical
para la Compañía de Jesús; y su Provincia tuvo
la gracia, en una década, de tener veintitrés nuevas
vocaciones de religiosos hermanos.
El
episodio es relevante no solo por los protagonistas de la historia
– el Dueño de la Mies, un Santo Coadjutor salesiano, el
actual Sucesor de Pedro – sino por su contenido: la fuerza
vocacional del testimonio de Zatti.
Sorprende
que el primer Salesiano canonizado no por el martirio de sangre sea
un Coadjutor, y un Coadjutor que renuncia, en radical obediencia a
Dios, a la misma forma de la vocación que le había
fascinado, la presbiteral, para estar con Don Bosco, realizando,
después, un servicio sacrificado en el mundo de la enfermedad
y del sufrimiento.
Sin
embargo, la fuerte belleza de este testimonio no puede escaparnos; en
él resplandecen los amores fundamentales que deben inflamar el
corazón del Salesiano: el amor a Dios y a su voluntad, el amor
al prójimo, que en sus miembros sufrientes es el Rostro
cercano de Jesús Crucificado, el amor a la Madre del Señor,
Mediadora de toda gracia, el amor a Don Bosco que promete a cada
Salesiano pan, trabajo y Paraíso.
Estos
amores resplandecen en la grandeza luminosa de la vida religiosa de
Artémides, abrazada con gozosa radicalidad y generosa
inventiva.
Nuestro
hermano Artémides Zatti nos muestra cuán sensible es el
mundo al testimonio de la vida religiosa, siempre que este testimonio
sea verdadero, creíble, auténtico: el triunfo de su
funeral, la fama de santidad, la veneración de su tumba son
signos claros de cuánto hemos reconocido, todos, el dedo de
Dios en acción en este Salesiano generoso y fiel: «En
proporción a los habitantes de Viedma, la cantidad de personas
que acudió al funeral fue impresionante. Gente humilde acudía
de todas partes con pequeños ramos de flores. Además de
las autoridades, muchas otras personas. En los días [sucesivos
a su muerte] la gente estaba convencida de que había muerto un
santo; algunos fueron al sepulcro esperando milagros: rezaban,
llevaban flores»59.
La
vida de Artémides Zatti ha despertado una ciudad, y hoy toca
al mundo entero, porque habló de Dios: llevó a los
pobres y a los enfermos, con una práctica ejemplar de la
castidad, el perfume del amor virginal y fecundo de Dios; ha dado a
todos la riqueza de la fe, pagándola con una pobreza amada
hasta el punto de ceder su cuarto a un enfermo o traer allí un
muerto para apartarlo de la vista de los otros enfermos en un último
gesto de ternura y piedad; enseñó la verdadera
libertad, obedeciendo la voluntad de los superiores a costa de
amargas lágrimas, reconociéndolos como mediadores del
plan de Dios.
Religioso
ejemplar, con este testimonio, enseña a todos que la salud que
hay que guardar por encima de todo bien es la del alma, de esa alma
nuestra tan preciosa porque viene de Dios y aspira a él,
muchas veces inconscientemente, en el deseo de encontrar, en sus
brazos, Amor eterno.
Que
los amores de Zatti puedan encender nuestros amores; que su
testimonio del Absoluto de Dios, de la grandeza del alma y de nuestra
verdadera patria puedan inspirar nuestros gestos y nuestra pasión
pastoral, para una nueva fidelidad apostólica y renovada
fecundidad vocacional. Que nunca nos falte, como siempre buscó
Artémides Zatti, la protección materna de la
Auxiliadora, y que la devoción a la Madre en cada casa
salesiana del mundo, y en cada rincón donde esté
presente la Familia de Don Bosco, sea un camino seguro que nos ayude
a vivir una santidad como la de nuestro hermano.
Concluyo
estas palabras proponiendo una oración al Padre por
intercesión del nuevo santo Salesiano Coadjutor, san Artémides
Zatti.
Oración
de intercesión
para
pedir vocaciones de salesianos laicos
Oh,
Dios, que en san Artémides Zatti
nos
diste un modelo de Salesiano Coadjutor,
que
dócil a tu llamada,
con
la compasión del Buen Samaritano,
se
ha hecho prójimo a cada hombre,
ayúdanos
a reconocer el don de esta vocación,
que
testimonia al mundo la belleza de la vida consagrada.
Danos
el coraje de proponer a los jóvenes
esta
forma de vida evangélica
al
servicio de los pequeños y de los pobres,
y
haz que a los que llames por este camino
respondan
generosamente a tu invitación.
Te
pedimos por la intercesión de san Artémides Zatti
y
por la mediación de Cristo el Señor.
Amén.
Con
verdadero afecto y unidos en el Señor con la mutua oración,
os saludo
Ángel Fernández Artime, sdb
Rector Mayor
J.
E. Vecchi, Beatificación
del coadjutor Artémides Zatti: una novedad interpelante,
en ACG 376 (2001), 3.
He decidido trazar un perfil breve y sobrio. Los que quieran conocer
más sobre la vida de Artémides Zatti pueden encontrar
varias biografías sobre el próximo Santo y también
leer el perfil biográfico de la carta de don Vecchi a la que
me he referido anteriormente.
Cf. Positio, p.35.
Ibidem, p. 27-28.
H.U. von Balthasar,
Gesù ci conosce? Noi conosciamo Gesù?,
Morcelliana (= Il Pellicano), Brescia 1981, 95. [Hay
traducción española: ¿
Nos conoce Jesús? ¿Lo conocemos?,
Editorial Herder, Barcelona 1982].
Ibidem, 30.
Positio, 31.
Ibidem, 21.
H.U. von Balthasar,
Gli stati di vita del cristiano, Jaca Book, Milano 1985, 34.
[Hay traducción española: Estados
de vida del cristiano. Ediciones
Encuentro, Madrid 1994].
Summarium, p. 43, n. 160.
H.U. von Balthasar,
Gli stati di vita del cristiano, 34. [Hay
traducción española: Estados
de vida del cristiano. Ediciones
Encuentro, Madrid 1994].
Positio super scriptis 12.
Positio, 75-76.
Positio, 81.
Summarium 15.
Ibidem, 80.
Testimonio de Noelia de Tofoni Morero, Summ 259.
Testimonio de don Mario Brizzola, Summ. 79-80.
Ibidem, 80.
Testimonio de Giovanni Cadorna Guidi, Summ. 218
Los ofrecidos por don Vecchi están disponibles en ACG
373 (2000) y en «La Vocación
del Salesiano Coadjutor en la pastoral vocacional», en
El Salesiano Coadjutor: historia,
identidad, pastoral vocacional y formacion, Editorial CCS (Madrid),
Roma, 1989, pp. 167-201.
Testimonio de Amalia Teresa Giraudini, Summ. 115-116