Jóvenes haciendo bien la novena a la Natividad de María (1868)

El sueño de Don Bosco del 2 de septiembre de 1868

Dijo don Bosco aquella noche después de las oraciones:

            Parece imposible. Cuando empezamos una novena siempre hay jóvenes que quieren irse de casa, o quieren ser despedidos. Había uno, responsable de ciertos desórdenes, al que, por motivos diversos no se quería despedir, pero él, como empujado por una fuerza misteriosa, se marchó.
            Pasemos a otra cosa. Suponed que entra don Bosco en casa por la portería, que viene hasta aquí bajo los pórticos, y se encuentra con una gran señora, que tiene un cuaderno en la mano. Sin que don Bosco abra la boca, se lo entrega, diciendo:
            – Toma y lee.
            Yo, lo tomé y leí sobre su cubierta: Novena de la Natividad de María. Abrí la primera página y vi escritos los nombres de unos pocos jóvenes con letras de oro. Pasé la hoja y vi un número mayor escrito con tinta corriente; pasé el resto de las hojas del cuaderno y estaba todo en blanco hasta el final. Ahora pregunto a cualquiera de vosotros qué quiere decir esto.
            Y pidió la explicación a un joven, al que ayudó a responder diciendo:
            – En aquel libro estaban escritos los nombres de los que hacen la novena. Los poquísimos escritos en oro son los que la hacen bien y con fervor. La otra parte es la de los que la hacen, pero con menos fervor. ¿Y por qué no están escritos todos los demás? ¿Quién sabe por qué? Yo creo que han sido los paseos largos, que han distraído tanto a los jóvenes, que ahora no son capaces de recogerse. Si vinieran por aquí Domingo Savio, Besucco, Magone o Saccardi: ¿qué nos dirían? Exclamarían: ¡cómo ha cambiado el Oratorio!
            Así, pues, para contentar a la Virgen hagamos todo lo que podamos recibiendo los santos sacramentos y practicando las florecillas que don Juan Bautista Francesia y yo os daremos. La flor para mañana será ésta: –Hacerlo todo con diligencia.
(MB IX 314)




El sueño del elefante (1863)

Como don Bosco no había podido dar el último día del año el aguinaldo a sus alumnos, al regresar de Borgo Cornalense, el día 4, domingo, les había prometido dárselo por la noche de la fiesta de Epifanía. Era el 6 de enero de 1863 y todos los alumnos, aprendices y estudiantes reunidos, esperaban ansiosos el aguinaldo. Recitadas las oraciones, subió el buen padre a la tribuna de costumbre y empezó a hablar así:

            Esta es la noche del aguinaldo. Todos los años, por las fiestas de Navidad, acostumbro elevar oraciones a Dios para que se complazca inspirarme un aguinaldo que os pueda ser útil. Pero este año he redoblado las plegarias considerando el crecido número de alumnos. Transcurrió el último día del año, llegó el jueves, el viernes, y nada de nuevo. La noche del viernes fui a descansar, cansado por los trabajos del día, y no pude dormir durante la noche, de modo que por la mañana me levanté postrado y medio muerto. No me apuré por esto, antes, al contrario, me alegré, porque sabía que ordinariamente cuando el Señor está para manifestarme alguna cosa, lo paso muy mal la noche anterior. Proseguí por tanto mis habituales ocupaciones en el pueblo de Borgo Cornalense y el sábado por la tarde llegué entre vosotros. Después de confesar me fui a dormir, y debido al cansancio motivado por las pláticas y las confesiones de Borgo, y lo poquísimo que había descansado la noche precedente, me quedé dormido. Y aquí comienza el sueño que me ha de servir para daros el aguinaldo.

            Mis queridos jóvenes, soñé que era un día festivo, a la hora del recreo después de comer y que os divertíais de mil maneras. Me pareció encontrarme en mi habitación con el caballero Vallauri, profesor de bellas letras. Habíamos hablado de algunos temas literarios y de otras cosas relacionadas con la religión. De pronto, oí a la puerta el tantán de alguien que llamaba.
            Corrí a abrir. Era mi madre, muerta hace seis años, que me decía asustada:
            -Ven a ver, ven a ver.
            – Qué hay?, le pregunté.
            Y sin más, me condujo al balcón desde donde vi en el patio en medio de los jóvenes un elefante de tamaño colosal.
            – Pero ¿cómo puede ser eso? exclamé. ¡Vamos abajo!
            Y lleno de pavor miraba al caballero Vallauri y él a mí como si nos preguntásemos la causa de la presencia de aquella bestia descomunal en medio de los muchachos. Sin pérdida de tiempo bajamos los tres a los pórticos.
            Muchos de vosotros, como es natural, os habíais acercado a ver al elefante. Este parecía de índole dócil; se divertía correteando con los jóvenes; los acariciaba con la trompa; era tan inteligente, que obedecía los mandatos de sus pequeños amigos como si hubiese sido amaestrado y domesticado en el Oratorio desde sus primeros años, de forma que numerosos jóvenes le acariciaban con toda confianza y le seguían por doquier. Mas no todos estabais alrededor de él. Pronto vi que la mayor parte huíais asustados de una a otra parte buscando un lugar de refugio, y que al fin penetrasteis en la iglesia.
            Yo también intenté entrar en ella por la puerta que da al patio, pero al pasar junto a la estatua de la Virgen, colocada cerca de la fuente, toqué la extremidad de su manto como para invocar su patrocinio, y entonces Ella levantó el brazo derecho. Vallauri quiso imitarme haciendo lo mismo por la otra parte y la Virgen levantó el brazo izquierdo.
            Yo estaba sorprendido, sin saber explicarme un hecho tan extraño.
            Llegó entretanto la hora de las funciones sagradas y vosotros os dirigisteis todos a la iglesia. También yo entré en ella y vi al elefante de pie al fondo del templo, cerca de la puerta.
            Se cantaron las Vísperas y después de la plática me dirigí al altar acompañado de don Víctor Alasonatti y de don Angel Savio para dar la bendición con el Santísimo Sacramento. Pero en el momento solemne en que todos estaban profundamente inclinados para adorar al Santo de los Santos, vi, siempre al fondo de la iglesia, en el centro del pasillo, entre las dos hileras de los bancos, al elefante arrodillado e inclinado, pero en sentido inverso, esto es, con la trompa y los colmillos vueltos en dirección a la puerta principal.
            Terminada la función, quise salir inmediatamente al patio para ver qué sucedía; pero, como tuviese que atender en la sacristía a alguien que me quería comunicar una noticia, hube de detenerme un poco.
            Salí poco después bajo los pórticos, mientras vosotros reanudabais en el patio vuestros juegos. El elefante, al salir de la iglesia, se dirigió al segundo patio, alrededor del cual están los edificios en obra. Tened presente esta circunstancia, pues en aquel patio tuvo lugar la escena desagradable que voy a contaros ahora.
            De pronto vi aparecer al final del patio un estandarte en el que se leía escrito con caracteres cubitales: Sancta María, succurre miseris. (Santa María, socorre a los desgraciados.)
            Los jóvenes formaban detrás procesionalmente. Cuando de repente, y sin que nadie lo esperara, vi al elefante que al principio parecía tan manso, arrojarse contra los circunstantes dando furiosos bramidos y agarrando con la trompa a los que estaban más próximos a él, los levantaba en alto, los arrojaba al suelo, pisoteándolos y haciendo un estrago horrible. Mas a pesar de ello, los que habían sido maltratados de esta manera no morían, sino que quedaban en estado de poder sanar de las heridas espantosas que les produjeran las acometidas de la bestia.
            La dispersión fue entonces general: unos gritaban; otros lloraban; algunos, al verse heridos, pedían auxilio a los compañeros, mientras, cosa verdaderamente incalificable, ciertos jóvenes a los que la bestia no había hecho daño alguno, en lugar de ayudar y socorrer a los heridos, hacían un pacto con el elefante para proporcionarle nuevas víctimas.
            Mientras sucedían estas cosas (yo me encontraba en el segundo arco del pórtico junto a la fuente) aquella estatuita que veis allá (don Bosco indicaba la estatua de la Santísima Virgen) se animó y aumentó de tamaño; se convirtió en una persona de elevada estatura, levantó los brazos y abrió el manto, en el cual se veían bordadas, con exquisito arte, numerosas inscripciones. El manto alcanzó tales proporciones que llegó a cubrir a todos los que acudían a guarecerse bajo él: allí todos se encontraban seguros. Los primeros en acudir a tal refugio fueron los jóvenes mejores, que formaban un grupo escogido. Pero al ver la Santísima Virgen que muchos no se apresuraban a acudir a Ella, gritaba en alta voz:
            – ¡Venite ad me ommes! (¡Venid todos a mí!).
            Y he aquí que la muchedumbre de los jóvenes seguía afluyendo al amparo de aquel manto, que se extendía cada vez más y más.
            Algunos, en cambio, en vez de refugiarse en él, corrían de una parte a otra, resultandos heridos antes de ponerse en seguro. La Santísima Virgen, angustiada, con el rostro encendido, continuaba gritando, pero cada vez eran menos los que acudían a Ella.
            El elefante proseguía causando estragos, y algunos jóvenes, manejando una y dos espadas, situándose a una y otra parte, dificultaban a los compañeros, que aún se encontraban en el patio, que acudiesen a María, amenazando e hiriendo. A los de las espadas el elefante no les molestaba lo más mínimo.
            Algunos de los muchachos que se habían refugiado cerca de la Virgen, animados por Ella, comenzaron a hacer frecuentes correrías; y en sus salidas conseguían arrebatar al elefante alguna presa, y transportaban al herido bajo el manto de la estatua misteriosa, quedando los tales inmediatamente sanos. Después, los emisarios de María volvían a emprender nuevas conquistas. Varios de ellos, armados con palos, alejaban a la bestia de sus víctimas, manteniendo a raya a los cómplices de la misma. Y no cesaron en su empeño, aun a costa de la propia vida, consiguiendo poner a salvo a casi todos.
            El patio aparecía ya desierto. Algunos muchachos estaban tendidos en el suelo, casi muertos. Hacia una parte, junto a los pórticos, se veía una multitud de jóvenes bajo el manto de la Virgen. Por la otra, a cierta distancia, estaba el elefante con diez o doce muchachos que le habían ayudado en su labor destructora, esgrimiendo aun insolentemente en tono amenazador sus espadas. Cuando he aquí que el animal, irguiéndose sobre las patas posteriores, se convirtió en un horrible fantasma de largos cuernos; y tomando un amplio manto negro o una red, envolvió en ella a los miserables que le habían ayudado, dando al mismo tiempo un tremendo rugido. Seguidamente los envolvió a todos en una espesa humareda y, abriéndose la tierra bajo sus pies, desaparecieron con el monstruo.
            Al finalizar esta horrible escena miré a mi alrededor para decir algo a mi madre y al caballero Vallauri, pero no los vi.
            Me volví entonces a María, deseoso de leer las inscripciones bordadas en su manto, y vi que algunas estaban tomadas literalmente de las Sagradas Escrituras, y otras un poco modificadas. Leí éstas entre otras muchas: Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt: qui me invenerit, inveniet vitam; si quis est parvulus veniat ad me; refugium peccatorum; salus credentium; plena omnis pietatis, mansuetudinis et misericordiae. Beati qui custodiunt vias meas. (Los que me honran tendrán la vida eterna; el que me encuentre, encontrará la vida; si uno es niño venga a mí; refugio de los pecadores; salud de los que creen; toda llena de piedad, de mansedumbre y de misericordia. Dichosos los que guardan mis caminos).
            Tras la desaparición del elefante todo quedó tranquilo. La Virgen parecía como cansada de tanto gritar. Después de un breve silencio dirigió a los jóvenes la palabra, diciéndoles bellas frases de consuelo y de esperanza; repitiendo la misma sentencia que veis bajo aquel nicho, mandada escribir por mí: Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt. Después dijo:
            – Vosotros que habéis escuchado mi voz y habéis escapado de los estragos del demonio, habéis visto y podido observar a vuestros compañeros pervertidos. ¿Queréis saber cuál fue la causa de su perdición? Sunt colloquia prava: las malas conversaciones contra la pureza, las malas acciones a que se entregaron después de las conversaciones inconvenientes. Visteis también a vuestros compañeros armados de espadas: son los que procuran vuestra ruina alejándoos de mí; los que fueron la causa de la perdición de muchos de sus condiscípulos. Pero quos diutius expectat durius dammat. Aquéllos a los que Dios espera durante más largo tiempo, son después más severamente castigados; y aquel demonio infernal, después de envolverlos en sus redes, los llevó consigo a la perdición eterna. Ahora vosotros, marchaos tranquilos, pero no olvidéis mis palabras: huid de los compañeros amigos de Satanás; evitad las conversaciones malas, especialmente contra la pureza; poned en mí una ilimitada confianza, y mi manto os servirá siempre de refugio seguro.
            Dichas estas y otras palabras semejantes, se esfumó y nada quedó en el lugar que antes ocupara, a excepción de nuestra querida estatuita.
            Entonces vi aparecer nuevamente a mi difunta madre; otra vez se alzó el estandarte con la inscripción: Sancta Maria, succurre miseris. Todos los jóvenes se colocaron en orden detrás de él y así procesionalmente dispuestos, entonaron la canción: Load a María.
            Pero pronto el canto comenzó a decaer; después desapareció todo aquel espectáculo y yo me desperté completamente bañado en sudor. Esto es lo que soñé.
            – Hijos míos: deducid vosotros mismos el aguinaldo. Los que estaban bajo el manto, los que fueron arrojados a los aires por el elefante, los que manejaban la espada se darán cuenta de su situación si examinan sus conciencias. Yo solamente os repito las palabras de la Santísima Virgen: Venite ad me, omnes, recurrid todos a Ella; en toda suerte de peligros invocad a María, y os aseguro que seréis escuchados. Por lo demás, los que fueron tan cruelmente maltratados por la bestia, hagan el propósito de huir de las malas conversaciones, de los malos compañeros; y los que pretendían alejar a los demás de María, que cambien de vida o que abandonen esta Casa. Quien desee saber el lugar que ocupaba en el sueño, que venga a verme a mi habitación y yo se lo diré. Pero lo repito: los ministros de Satanás, que cambien de vida o que se marchen. ¡Buenas noches!

            Estas palabras fueron pronunciadas por Don Bosco con tal unción y con tal emoción, que los jóvenes, pensando en el sueño, no le dejaron en paz durante más de una semana. Por las mañanas las confesiones fueron numerosísimas y después de la comida un buen número se entrevistó con el siervo de Dios, para preguntarle qué lugar ocupaba en el sueño misterioso.
            Que no se trataba de un sueño, sino más bien de una visión, lo había afirmado indirectamente don Bosco mismo, al decir:
            – Cuando el Señor quiere manifestarme algo, paso… etc… Suelo elevar a Dios especiales plegarias para que me ilumine…
            Y después, al prohibir que se bromease sobre el tema de esta narración.
            Pero aún hay más.
            En esta ocasión el mismo siervo de Dios escribió en un papel los nombres de los alumnos que había visto heridos en el sueño, de los que manejaban la espada y de los que esgrimían dos; y enseñó la lista a don Celestino Durando, encargándole de vigilarlos. Este nos proporcionó dicha lista, que tenemos ante la vista. Los heridos son trece, a saber: los que probablemente no se refugiaron bajo el manto de la Virgen; los que manejaban una espada eran diecisiete; los que esgrimían dos, se reducían a tres. La nota al lado de algún nombre indica un cambio de conducta. Hemos de observar también que el sueño, como veremos más adelante, no se refería solamente al tiempo presente, sino también al futuro.
            Sobre la realidad del sueño, los mismos jóvenes fueron los mejores testigos. Uno de ellos decía: «No creía yo que don Bosco me conociese tan bien; me ha manifestado el estado de mi alma, y las tentaciones a que estoy sometido, con tal precisión, que nada podría añadir.
            A otros dos jóvenes, a los cuales don Bosco aseguraba haberlos visto con la espada, se les oyó exclamar: “¡Ah, sí, es cierto; hace tiempo que me he dado cuenta de ello; lo sabía!” Y cambiaron de conducta.
            Un día, después de comer, hablaba de su sueño y tras haber manifestado que algunos jóvenes ya se habían marchado y otros tendrían que hacerlo, para alejar las espadas de la casa, comenzó a comentar la astucia de los tales, como él la llamaba; y a propósito de ello refirió el siguiente hecho:
            Un joven escribió hace poco tiempo a su casa endosando a las personas más dignas del Oratorio, como superiores y sacerdotes, graves calumnias e insultos. Temiendo que don Bosco pudiese leer aquella carta, estudió y encontró la manera de que llegase a manos de sus parientes sin que nadie lo pudiese impedir. La carta salió por la tarde, lo llamé; se presentó en mi habitación y tras de hacerle recapacitar sobre su falta, le pregunté el motivo que le había inducido a escribir tantas mentiras. El negó descaradamente el hecho; y yo le dejé hablar; después, comenzando por la primera palabra, le repetí toda la carta.
            Confundido y asustado, se arrojó llorando a mis pies, diciendo:
            – Entonces mi carta no ha salido?
            – Sí, le respondí; a esta hora está en tu casa; pero debes pensar en la reparación.
            Algunos preguntaron al siervo de Dios cómo lo había sabido; y don Bosco respondió sonriendo:
            – ¡Ah, mi astucia…!».
            Esta astucia debía ser la misma del sueño, que no sólo se refería al momento presente, sino a la vida futura de cada alumno, uno de los cuales, que sostenía estrecha relación con don Miguel Rúa, le escribía así a la vuelta de muchos años. Es de advertir que la carta lleva el nombre y apellido del comunicante con el nombre de la calle y el número de su casa en Turín.

Queridísimo Padre (don Miguel Rúa):

            …Recuerdo entre otras cosas una visión que tuvo don Bosco en 1863, do yo estaba interno en su casa. Vio en ella el futuro de todos los suyos y él mismo nos lo contó después de las oraciones de la noche. Fue el sueño del elefante (Describe aquí cuanto hemos expuesto y sigue): don Bosco, al terminar la narración, nos dijo:
            Si deseáis saber dónde estabais, venid a mi habitación, y yo os lo diré.

            Yo también fui.
            – Tú, me dijo, eras uno de los que corrían junto al elefante, antes y después de las funciones religiosas, y naturalmente, te apresó, te lanzó por los aires con la trompa y al caer quedaste malparado, de forma que no podías escapar, aunque hicieras esfuerzos. Luego, un compañero tuyo sacerdote, desconocido por ti, se acercó, te agarró por un brazo y te trasladó hasta el manto de la Virgen. Te salvaste.
            Esto no fue un sueño, como expresaba don Bosco, sino una verdadera revelación del futuro, que el Señor hacía a su Siervo. Acaeció durante el segundo año de mi estancia en el Oratorio, en una época en la que yo era modelo de mis compañeros, lo mismo en el estudio que en la piedad, y, sin embargo, don Bosco me vio en aquel estado.
            Llegaron las vacaciones de 1863. Marché para descansar, por mi maltrecha salud y no regresé más al Oratorio. Tenía trece años cumplidos. Al año siguiente mi padre me puso a aprender el oficio de zapatero. Dos años después (1866) me trasladé a Francia, para perfeccionarme en mi profesión. Allí me encontré con gente sectaria y poco a poco abandoné la iglesia y las prácticas religiosas, comencé a leer libros escépticos y llegué al extremo de aborrecer la santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, como la más dañosa de las religiones. Dos años más tarde regresé a la patria y seguí lo mismo, leyendo siempre libros impíos y alejándome cada vez más de la verdadera Iglesia.
            Con todo, durante este tiempo nunca dejé de pedir a Dios Padre, en nombre de Jesucristo, que me iluminase y diese a conocer la verdadera religión.
            Durante estas circunstancias, al menos trece años, realizaba todo esfuerzo para levantarme, pero estaba herido, era presa del elefante, no me podía mover.
            A fines del año 1878 se dio una misión en una parroquia. Asistían muchos a las instrucciones y también yo empecé a ir, para oír a aquellos famosos oradores.
            Escuché cosas hermosas, verdades irrefutables, y finalmente la última plática, que trataba precisamente del Santísimo Sacramento, el último y principal punto que me quedaba en duda (pues yo no creía ya en la presencia de Jesucristo en el Santísimo Sacramento, ni real ni espiritual). Supo el predicador explicar tan maravillosamente la verdad, confutar los errores y convencerme, que yo, tocado por la gracia del Señor, decidí confesarme y retornar bajo el manto de la Virgen María. Desde entonces no dejo de agradecer a Dios y a la bienaventurada Virgen el favor recibido.
            Advierto que, para afirmación de la visión, supe después que aquel predicador misionero era compañero mío del Oratorio de don Bosco.

            Turín, 25 de febrero, 1891.
            DOMlNGO N….

            PS. Si V.R. cree conveniente publicar esta mi carta, le otorgo plena facultad hasta para retocarla, a condición de que no se cambie el sentido, porque es la pura verdad. Respetuosamente beso su mano, amado padre Rúa, entendiendo que, al hacerlo, beso la de nuestro querido don Bosco.

            Mediante este sueño don Bosco ciertamente recibió también luz para poder juzgar las vocaciones al estado religioso o eclesiástico, las aptitudes de unos y de otros para realizar el bien. Había visto a aquellos valientes que combatían al elefante y a sus partidarios para salvar a los compañeros, curarles las heridas y llevarlos bajo el manto de la Virgen. El, por tanto, continuaba aceptando las peticiones de los que, entre éstos, deseaban formar parte de la Pía Sociedad, o admitiendo, a los que ya eran novicios, a pronunciar los votos trienales. Será su eterno título honorífico el haber sido elegidos por don Bosco. Algunos de ellos no pronunciaron los votos o, cumplida la promesa trienal, salieron del Oratorio; pero es una realidad que perseveraron casi todos en su misión de salvar e instruir a la juventud como sacerdotes diocesanos o como profesores seglares en las escuelas del Estado.
(MB IT VII, 356-363 / MB ES VII, 307-314)




Una pérgola de rosas (1847)

Los sueños de Don Bosco son regalos de lo alto para guiar, advertir, corregir, animar. Algunos de ellos fueron puestos por escrito y se han conservado. Uno de ellos -realizado al comienzo de la misión del santo de la juventud- es el de la pérgola de rosas, realizado en 1847. Lo presentamos de manera íntegra.

            Una noche de 1864, después de las oraciones, reunió en su antecámara para la conferencia que solía dar de vez en cuando, a los que ya pertenecían a su Congregación. Estaba entre ellos don Víctor Alasonatti, don Miguel Rúa, don Juan Cagliero, don Celestino Durando, don José Lazzero y don Julio Barberis. Después de hablarles del despego del mundo y de la propia familia, para seguir el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, continuó de esta manera:

            Os he contado ya diversas cosas, en forma de sueños, de las que podemos concluir lo mucho que nos quiere y ayuda la Santísima Virgen. Pero ahora que estamos aquí solos, para que cada uno de nosotros esté bien seguro de que la Virgen Santísima ama a nuestra Congregación y para que nos animemos cada vez más a trabajar por la mayor gloria de Dios, no os voy a contar un sueño, sino que la misma bienaventurada Virgen María quiso que yo viera. Quiere Ella que pongamos en su protección toda nuestra esperanza. Os hablo en confianza y deseo que lo que voy a deciros no se propague entre los demás de la casa o fuera del Oratorio, para no dar pie a críticas de los maliciosos.
            Un día del año 1847, después de haber meditado mucho sobre la manera de hacer el bien a la juventud, se me apareció la Reina del Cielo y me llevó a un jardín encantador. Había un rústico, pero hermosísimo y amplio soportal en forma de vestíbulo. Enredaderas cargadas de hojas y de flores envolvían y adornaban las columnas trepando hacia arriba y se entrecruzaban formando un gracioso toldo. Dada este soportal a un camino hermoso sobre el cual, a todo el alcance de la mirada, se extendía una pérgola encantadora, flanqueada y cubierta de maravillosos rosales en plena floración. Todo el suelo estaba cubierto de rosas. La bienaventurada Virgen María me dijo:
            – Quítate los zapatos.
            Y cuando me los hube quitado, agregó:
            – Échate a andar bajo la pérgola: es el camino que debes seguir.
            Me gustó quitarme los zapatos: me hubiera sabido muy mal pisotear aquellas rosas tan hermosas. Empecé a andar y advertí enseguida que las rosas escondían agudísimas espinas que hacían sangrar mis pies. Así que me tuve que para a los pocos pasos y volverme atrás.
            – Aquí hacen falta los zapatos, dije a mi guía.
            – Ciertamente, me respondió; hacen falta buenos zapatos.
            Me calcé y me puse de nuevo en camino con cierto número de compañeros que aparecieron en aquel momento, pidiendo caminar conmigo.
            Ellos me seguían bajo la pérgola, que era de una hermosura increíble. Pero, según avanzábamos, se hacía más estrecha y baja. Colgaba muchas ramas de lo alto y volvían a levantarse como festones; otras caían perpendicularmente sobre el camino. De los troncos de los rosales salían ramas que, a intervalos, avanzaban horizontalmente de acá para allá; otras, formando un tupido seto, invadían una parte del camino; algunas serpenteaban a poca altura del suelo. Todas estaban cubiertas de rosas y yo no veía más que rosas por todas partes: rosas por encima, rosas a los lados, rosas bajo mis pies. Yo, aunque experimentaba agudos dolores en los pies y hacía contorsiones, tocaba las rosas de una y otra parte y sentí que todavía había espinas más punzantes escondidas por debajo. Pero seguí caminando. Mis piernas se enredaban en los mismos ramos extendidos por el suelo y se llenaban de rasguños; movía un ramo transversal, que me impedía el paso o me agachaba para esquivarlo y me pinchaba, me sangraban las manos y toda mi persona. Todas las rosas escondían una enorme cantidad de espinas. A pesar de todo, animado por la Virgen, proseguí mi camino. De vez en cuando, sin embargo, recibía pinchazos más punzantes que me producían dolorosos espasmos.
            Los que me veían, y eran muchísimos, caminar bajo aquella pérgola, decían: “¡Bosco marcha siempre entre rosas! ¡Todo le va bien!”. No veían cómo las espinas herían mi pobre cuerpo.
            Muchos clérigos, sacerdotes y seglares, invitados por mí, se habían puesto a seguirme alegres, por la belleza de las flores; pero al darse cuenta de que había que caminar sobre las espinas y que éstas pinchaban por todas partes, empezaron a gritar: “¡Nos hemos equivocado!”.
            Yo les respondí:
            – El que quiera caminar deliciosamente sobre rosas, vuélvase atrás y síganme los demás.
            Muchos se volvieron atrás. Después de un buen trecho de camino, me volví para echar un vistazo a mis compañeros. Qué pena tuve a ver que unos habían desaparecido y otros me volvían las espaldas y se alejaban. Volví yo también hacia atrás para llamarlos, pero fue inútil; ni siquiera me escuchaban. Entonces me eché a llorar: ¿Es posible que tenga que andar este camino yo solo?”
            Pero pronto hallé consuelo. Vi llegar hacia mí un tropel de sacerdotes, clérigos y seglares, los cuales me dijeron: “Somos tuyos, estamos dispuestos a seguirte”. Poniéndome a la cabeza reemprendí el camino. Solamente algunos se descorazonaron y se detuvieron. Una gran parte de ellos llegó conmigo hasta la meta.
            – Después de pasar la pérgola, me encontré en un hermosísimo jardín. Mis pocos seguidores habían enflaquecido, estaban desgreñados, ensangrentados. Se levantó entonces una brisa ligera y, a su soplo, todos quedaron sanos. Corrió otro viento y, como por encanto, me encontré rodeado de un número inmenso de jóvenes y clérigos, seglares, coadjutores y también sacerdotes que se pusieron a trabajar conmigo guiando a aquellos jóvenes. Conocí a varios por la fisonomía, pero a muchos no los conocía.

            Mientras tanto habiendo llegado a un lugar elevado del jardín, me encontré frente a un edificio monumental, sorprendente por la magnificencia de su arte. Atravesé el umbral y entré en una sala espaciosísima cuya riqueza no podía igualar ningún palacio del mundo. Toda ella estaba cubierta y adornada por rosas fresquísimas y sin espinas que exhalaban un suavísimo aroma. Entonces la Santísima Virgen que había sido mi guía, me preguntó:
            – Sabes qué significa lo que ahora ves y lo que has visto antes?
            – No, le respondí: os ruego me lo expliquéis.
            Entonces Ella me dijo:
            – Has de saber, que el camino por ti recorrido, entre rosas y espinas, significa el trabajo que deberás realizar en favor de los jóvenes. Tendrás que andar con los zapatos de la mortificación. Las espinas del suelo significan los afectos sensibles, las simpatías o antipatías humanas, que distraen al educador de su verdadero fin, lo hieren, y lo detienen en su misión, impidiéndole caminar y tejer coronas para la vida eterna.
            Las rosas son símbolo de la caridad ardiente que debe ser tu distintivo y el de todos sus colaboradores. Las otras espinas significan los obstáculos, los sufrimientos, los disgustos que os esperan. Pero no perdáis el ánimo. Con la caridad y la mortificación, lo superaréis todo llegaréis a las rosas sin espinas.
            Apenas terminó de hablar la Madre de Dios, volví en mí y me encontré en mi habitación.

            Don Bosco, que había comprendido el sueño, concluía asegurando que, a partir de entonces, se percató del todo del camino que debía recorrer; que las oposiciones y las artes con que se le quería detener le eran ya conocidas y, si bien serían muchas las espinas sobre las cuales debería caminar, estaba cierto, seguro de la voluntad de Dios y del éxito de su gran empresa.
            Con este sueño quedaba también don Bosco prevenido para no desanimarse ante las defecciones de los que parecían destinados a ayudar en su misión. Los primeros que se alejaron de la pérgola fueron los sacerdotes diocesanos y los seglares que, al principio, se habían entregado al Oratorio festivo. Los que se le agregan después representan a los salesianos, a los que les está prometido el auxilio y la ayuda divina, figurada por las ráfagas de viento.

            Más tarde manifestó don Bosco que se le había repetido este sueño o visión en diversas ocasiones, a saber, en 1848 y en 1856 y que, cada vez, se le presentaba con alguna variación de circunstancias. Nosotros los hemos reunido aquí, en un solo relato, para evitar repeticiones superfluas.
(MB III IT, 32-36 / MB III ES, 36-40)




La inundación y la balsa salvadora (1886)

Nadie puede salvarse solo de la furia de las aguas en las grandes inundaciones. Todos tienen necesidad de un salvador que le lleve a su barca. Quien no sube a la barca corre el riesgo de ser arrastrado por las aguas embravecidas. Don Bosco comprendió un significado más profundo en su sueño, el de la balsa salvadora, y lo transmitió a sus jóvenes.

            Don Bosco, pues, ante todos sus muchachos, habló así el lunes por la noche, primer día del año 1866:

            Me pareció encontrarme a poca distancia de un pueblo que por su aspecto parecía Castelnuovo de Asti, pero que no lo era. Los jóvenes del Oratorio hacían recreo alegremente en un prado inmenso; cuando he aquí que se ven aparecer de repente las aguas en los confines de aquel campo, quedando bien pronto bloqueados por la inundación, que iba creciendo a medida que avanzaba hacia nosotros. El Po se había salido de madre e inmensos y desmandados torrentes fluían de sus orillas.
            Nosotros, llenos de terror, comenzamos a correr hacia la parte trasera de un molino aislado, distante de otras viviendas y con muros gruesos como los de una fortaleza. Me detuve en el patio del mismo, en medio de mis queridos jóvenes, que estaban aterrados. Pero las aguas comenzaron a invadir aquella superficie, viéndonos obligados primeramente a entrar en la casa y después a subir a las habitaciones superiores. Desde las ventanas se apreciaba la magnitud del desastre. A partir de las colinas de Superga hasta los Alpes, en lugar de los prados, de los campos cultivados, de los bosques, caseríos, aldeas y ciudades, sólo se descubría la superficie de un lago inmenso. A medida que el agua crecía, nosotros subíamos de un piso a otro. Perdida toda humana esperanza de salvación, comencé a animar a mis queridos jóvenes, aconsejándoles que se pusiesen con toda confianza en las manos de Dios y en los brazos de nuestra querida Madre, María.
            Pero el agua había llegado ya casi al nivel del último piso. Entonces, el espanto fue general, no viendo otro medio de salvación que ocupar una grandísima balsa, en forma de nave, que apareció en aquel preciso momento y que flotaba cerca de nosotros. Cada uno, con la respiración entrecortada por la emoción, quería ser el primero en saltar a ella; pero ninguno se atrevía, porque no la podíamos acercar a la casa, a causa de un muro que emergía un poco sobre el nivel de las aguas. Un solo medio nos podía facilitar el acceso, a saber, un tronco de árbol, largo y estrecho; pero la cosa resultaba un tanto difícil, pues un extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que no dejaba de moverse al impulso de las olas.
            Armándome de valor pasé el primero y para facilitar el transbordo a los jóvenes y darles ánimo, encargué a algunos clérigos y sacerdotes que, desde el molino, sostuviesen a los que partían y desde la barca tendiesen la mano a los que llegaban. Pero ¡cosa singular! Después de estar entregados a aquel trabajo un poco de tiempo, los clérigos y los sacerdotes se sentían tan cansados que unos en una parte, otros en otra, caían exhaustos de fuerzas; y los que los sustituían corrían la misma suerte. Maravillado de lo que ocurría a aquellos mis hijos, yo también quise hacer la prueba y me sentí tan agotado que no me podía tener de pie.
            Entretanto, numerosos jóvenes dejándose ganar por la impaciencia, ya por miedo a morir, ya por mostrarse animosos, habiendo encontrado un trozo de viga bastante largo y suficientemente ancho, establecieron un segundo puente, y sin esperar la ayuda de los clérigos y de los sacerdotes, se dispusieron precipitadamente a atravesarlo sin escuchar mis gritos:
            – ¡Deteneos, deteneos, que os caeréis!, les decía yo. Y sucedió que muchos, empujados por otros o al perder el equilibro antes de llegar a la balsa, cayeron y fueron tragados por aquellas pútridas y turbulentas aguas sin que se les volviese a ver más. También el frágil puente se hundió con cuantos estaban encima de él. Tan grande fue el número de las víctimas que la cuarta parte de nuestros jóvenes sucumbió al secundar sus propios caprichos.
            Yo, que hasta entonces había tenido sujeta la extremidad del tronco del árbol, mientras los jóvenes pasaban por encima, al darme cuenta de que la inundación había superado a la altura del muro, me industrié para impulsar la balsa hacia el molino. Allí estaba don Juan Cagliero, el cual, con un pie en la ventana y con el otro en el borde de la embarcación, hizo saltar a ella a los jóvenes que habían permanecido en las habitaciones, ayudándoles con la mano y poniéndoles así en seguro.
            Pero no todos los muchachos estaban aún a salvo. Cierto número de ellos se habían subido a los desvanes y desde éstos a los tejados, donde se agruparon permaneciendo los unos arrimados a los otros, mientras la inundación seguía creciendo sin cesar cubriendo el agua los aleros y una parte de los bordes del mismo tejado. Al mismo tiempo que las aguas, había subido también la balsa y yo, al ver a aquellos pobrecitos en tan terrible situación, les grité que rezasen de todo corazón; que guardasen silencio, que bajasen unidos, con los brazos entrelazados los unos con los otros para no rodar. Me obedecieron y como el flanco de la nave estaba pegado al alero, con el auxilio de los compañeros pasaron ellos también a bordo. En la balsa había además una buena cantidad de panes colocados en numerosas canastas.
            Cuando todos estuvieron en la barca, inseguros aún de poder salir de aquel peligro, tomé el mando de la misma y dije a los jóvenes:
            – María es la estrella del mar. Ella no abandona a los que confían en su protección; pongámonos todos bajo su manto: la Virgen nos librará de los peligros y nos guiará a un puerto seguro.
            Después, abandonamos la nave a las olas; la balsa flotaba y se movía serenamente alejándose de aquel lugar. (Facta est quasi navis institoris, de longe portans panem suum.) (Es como nave de mercader que de lejos trae su provisión. Pr. 31, 13.) El ímpetu de las aguas, agitadas por el viento, la impulsaba a tal velocidad, que nosotros, abrazándonos los unos a los otros, formamos un todo para no caer.
            Después de recorrer un gran espacio en brevísimo tiempo, la embarcación se detuvo de pronto y se puso a dar vueltas sobre sí misma con extraordinaria rapidez, de manera que parecía que se iba a hundir. Pero un viento violentísimo la sacó de aquella vorágine. Luego comenzó a bogar en forma regular, produciéndose de cuando en cuando algún remolino, hasta que, al soplo del viento salvador, fue a detenerse junto a una playa seca, hermosa y amplia, que parecía emerger como una colina en medio de aquel mar.
            Muchos jóvenes estaban como encantados y decían que el Señor había puesto al hombre sobre la tierra, no sobre las aguas; y sin pedir permiso a nadie salieron jubilosos de la balsa e invitando a otros a que hicieran lo mismo, subieron a aquella tierra emergida. Breve fue su alegría, porque alborotándose de nuevo las aguas a causa de la repentina tempestad que se desencadenó, éstas invadieron la falda de aquella hermosa ladera y en breve tiempo, lanzando gritos de desesperación, aquellos infelices se vieron sumergidos hasta la cintura y, después de ser derribados por las olas, desaparecieron. Yo exclamé entonces:
            – ¡Cuán cierto es que el que sigue su capricho lo paga caro!
            La embarcación, entretanto, a merced de aquel turbión amenazaba de nuevo con hundirse. Vi entonces los rostros de mis jóvenes cubiertos de mortal palidez:
            – ¡Animo! les grité, María no nos abandonará.
            Y todos de consuno rezamos de corazón los actos de fe, esperanza, caridad y contrición; algunos padrenuestros, avemarías y la salve; después, de rodillas, agarrados de las manos, continuamos diciendo nuestras oraciones particulares. Pero algunos insensatos, indiferentes ante aquel peligro, como si nada sucediese, se ponían de pie, se movían continuamente, iban de una parte a otra, riéndose y burlándose de la actitud suplicante de sus compañeros. Y he aquí que la nave se detuvo de improviso, giró con gran rapidez sobre sí misma, y un viento impetuoso lanzó al agua a aquellos desventurados. Eran treinta; y como el agua era muy profunda y densa, apenas cayeron a ella no se les volvió a ver más. Nosotros entonamos la Salve y más que nunca invocamos de todo corazón la protección de la Estrella de mar.
            Sobrevino la calma. Y la nave, cual pez gigantesco, continuó avanzando sin saber nosotros adónde nos conduciría. A bordo se desarrollaba un continuo y múltiple trabajo de salvamento. Se hacía todo lo posible por impedir que los jóvenes cayesen al agua y se intentaba, por todos los medios, salvar a los que caían en ella. Pues había quienes, asomándose imprudentemente a los bajos bordes de la embarcación, se precipitaban al lago, mientras que algunos muchachos descarados y crueles, invitando a los compañeros a que se asomasen a la borda, los empujaban precipitándolos al agua. Por eso algunos sacerdotes prepararon unas cañas muy largas, gruesos palangres y anzuelos de varias clases. Otros amarraban los anzuelos a las cañas y entregaban éstas a unos y otros, mientras que algunos ocupaban ya sus puestos con las cañas levantadas, con la vista fija en las aguas y atentos a las llamadas de socorro. Apenas caía un joven bajaban las cañas y el náufrago se agarraba al palangre o bien quedaba prendido en el anzuelo por la cintura, o por los vestidos y así era puesto a salvo. Pero también entre los dedicados a la pesca había quienes entorpecían la labor de los demás e impedían su trabajo a los que preparaban y distribuían los anzuelos. Los clérigos vigilaban para que los jóvenes, muy numerosos aún, no se acercasen a la borda de la embarcación.
            Yo estaba al pie de una alta gavia plantada en el centro, rodeado de muchísimos muchachos, sacerdotes y clérigos que ejecutaban mis órdenes. Mientras fueron dóciles y obedientes a mis palabras, todo marchó bien; estábamos tranquilos, contentos, seguros. Pero no pocos comenzaron a encontrar incómoda la vida en aquella balsa; a tener miedo de un viaje tan largo, a quejarse de las molestias y peligros de la travesía, a discutir sobre el lugar en que debíamos atracar, a pensar en la manera de hallar otro refugio, a ilusionarse con la esperanza de encontrar tierra a poca distancia y en ella un albergue seguro, a lamentarse de que, en breve, nos faltarían las vituallas, a discutir entre ellos, a negarme su obediencia. En vano intentaba yo persuadirles con razones.
            Y he aquí que aparecieron ante nuestra vista otras balsas, las cuales, al acercarse, parecían seguir una ruta distinta de la nuestra; entonces aquellos imprudentes determinaron secundar sus caprichos, alejándose de mí y obrando según su propio parecer. Echaron al agua algunas tablas que estaban en nuestra embarcación y, al descubrir otras bastante largas que flotaban no muy lejos, saltaron sobre ellas y se alejaron en compañía de las otras balsas que habían aparecido cerca de la nuestra. Fue una escena indescriptible y dolorosa para mí ver a aquellos infelices que iban en busca de su ruina. Soplaba el viento; las olas comenzaron a encresparse; y he aquí que algunos quedaron sumergidos bajo ellas; otros, aprisionados entre los espirales de la vorágine y arrastrados a los abismos; otros, chocaban con objetos que había a flor de agua y desaparecían; algunos lograron subir a otras embarcaciones, pero éstas pronto se hundieron también. La noche se hizo negra y oscura; en lontananza se oían los gritos desgarradores de los náufragos. Todos perecieron. In mare mundi submergentur omnes illi quos non súscipit navis ista, esto es, la nave de María Santísima. (En el mar del mundo se hundirán todos los que no se refugian en esta nave.)
            El número de mis queridos hijos había disminuido notablemente; a pesar de ello, con la confianza puesta en la Virgen, después de una noche tenebrosa, la nave entro finalmente, como a través de una especie de paso estrechísimo, entre dos playas cubiertas de limo, de matorrales, de astillones, cascajo, palos, ramaje, ejes destrozados, antenas, remos. Alrededor de la barca pululaban tarántulas, sapos, serpientes, dragones, cocodrilos, escualos, víboras y mil otros repugnantes animales. Sobre unos sauces llorones, cuyas ramas caían sobre nuestra embarcación, había unos gatazos de forma singular que desgarraban pedazos de miembros humanos y muchos monos de gran tamaño, que columpiándose de las mismas ramas, intentaban tocar y arañar a los jóvenes; pero éstos, atemorizados, se agachaban salvándose de aquellas amenazas.
            Fue allí, en aquel arenal, donde volvimos a ver con gran sorpresa y horror a los pobres compañeros que habíamos perdido o que habían desertado de nuestras filas. Después del naufragio fueron arrojados por las olas a aquella playa. Los miembros de algunos estaban destrozados como consecuencia del choque violento contra los escollos. Otros habían quedado sepultados en el pantano y sólo se les veían los cabellos y la mitad de un brazo. Aquí sobresalía del fango un torso, más allá una cabeza; en otra parte flotaba, a la vista de todos, un cadáver.

            De pronto se oyó la voz de un joven de la barca que gritaba:
            – Aquí hay un monstruo que está devorando las carnes de fulano y de zutano.
            Y repetía los nombres de los desgraciados, señalándolos a los compañeros que contemplaban la escena con horror.
            Pero otro espectáculo no menos horrible se presentó a nuestros ojos. A poca distancia se levantaba un horno gigantesco en el cual ardía un fuego devorador. En él se veían formas humanas, pies, brazos, piernas, manos, cabezas que subían y bajaban entre las llamas confusamente, como las legumbres en la olla cuando ésta hierve. Miramos atentamente y vimos allí a muchos de nuestros jóvenes y al reconocerlos quedamos aterrados. Sobre aquel fuego había como una tapadera, encima de la cual estaban escritas con gruesos caracteres estas palabras: «EL SEXTO Y EL SÉPTIMO CONDUCEN AQUI».
            Cerca de allí había una alta y amplia prominencia de tierra o promontorio con numerosos árboles silvestres desordenadamente dispuestos, entre los que se agitaba gran número de nuestros muchachos de los que habían caído a las aguas o de los que se habían alejado de nosotros durante el viaje. Bajé a tierra, sin hacer caso del peligro a que me exponía, me acerqué y vi que tenían los ojos, las orejas, los cabellos y hasta el corazón llenos de insectos y de asquerosos gusanos que les roían aquellos órganos causándoles atrocísimos dolores. Uno de ellos sufría más que los demás; quise acercarme a él, pero huía de mí escondiéndose detrás de los árboles. Vi a otros que entreabriendo por el dolor sus ropas, mostraban el cuerpo ceñido de serpientes; otros, llevaban víboras en el seno.
            Señalé a todos ellos una fuente que arrojaba agua fresca y ferruginosa en gran cantidad; todo el que iba a lavarse en ella curaba al instante y podía volver a la barca. La mayor parte de aquellos infelices obedeció mis mandatos; pero algunos se negaron a secundarlos. Entonces yo, decididamente, me volví a los que habían sanado, los cuales, ante mis instancias, me siguieron sin titubear mientras los monstruos desaparecían. Apenas estuvimos en la embarcación, ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel estrecho, saliendo por la parte opuesta a la que había entrado, lanzándose de nuevo a un mar sin límites.
            Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de la triste suerte de nuestros compañeros abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar: ¡a María!, en acción de gracias a la Madre celestial, por habernos protegido hasta entonces; y al instante, como obedeciendo a un mandato de la Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó a deslizarse con rapidez sobre las plácidas olas, con una suavidad imposible de describir. Parecía que avanzase al solo impulso que le daban los jóvenes al jugar echando el agua hacia atrás con la palma de la mano.
            He aquí que seguidamente apareció en el cielo un arco iris, más maravilloso y esplendente que una aurora boreal, al pasar bajo el cual leímos escrito con gruesos caracteres de luz, la palabra MEDOUM, sin entender su significado. A mí me pareció que cada letra era la inicial de estas palabras: Mater Et Dómina Omnis Universi Maria. (María es la madre y señora del universo entero.)
            Después de un largo trayecto, he aquí que apareció tierra en el horizonte; al acercarnos a ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón una alegría indecible. Aquella tierra amenísima, cubierta de bosques con toda clase de árboles, ofrecía el panorama más encantador que imaginarse puede, iluminada por la luz del sol naciente tras las colinas que la formaban. Era una luz que brillaba con inefable suavidad, semejante a la de un espléndido atardecer de estío, infundiendo en el ánimo una sensación de tranquilidad y de paz.
            Finalmente, dando contra las arenas de la playa y deslizándose sobre ella, la balsa se detuvo en un lugar seco al pie de una hermosísima viña.

Bien se pudo decir de esta embarcación: Eam tu, Deus, pontem fecisti, quo a mundi flúctibus trajicientes ad tranquillum portum tuum deveniamus. (Tú, oh Dios, hiciste de ella un puente, por el que atravesando las aguas del mundo lleguemos a tu apacible puerto).
            Los muchachos estaban con deseos de penetrar en aquella viña y algunos, más curiosos que otros, de un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas avanzaron unos pasos, al recordar la suerte desgraciada de los que quedaron fascinados por el islote que se levantaba en medio del mar borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa.
            Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí y en la frente de cada uno se leía esta pregunta:
            – Don Bosco: ¿es hora ya de que bajemos y nos paremos?
            Primero reflexioné un poco y después les dije:
            – ¡Bajemos! Ha llegado el momento: ahora estamos seguros.
            Hubo un grito general de alegría; los muchachos, frotándose las manos de júbilo, entraron en la viña, en la cual reinaba el orden más perfecto. De las vides pendían racimos de uva semejantes a los de la tierra prometida y en los árboles había todas las clases de frutos que se pueden desear en la bella estación y todos de un sabor desconocido. En medio de aquella extensísima viña se elevaba un gran castillo rodeado de un delicioso y regio jardín y cercado de fuertes murallas.
            Nos dirigimos a aquel edificio para visitarlo y se nos permitió la entrada. Estábamos cansados y hambrientos, y en una amplia sala adornada toda de oro, había preparada para nosotros una gran mesa abastecida con los más exquisitos manjares, de los que cada uno pudo servirse a su placer. Mientras terminábamos de refocilarnos, entró en la sala un noble joven, ricamente vestido y de una hermosura singular, el cual, con afectuosa y familiar cortesía, nos saludó llamándonos a cada uno por nuestro nombre. Al vernos estupefactos y maravillados ante su belleza y las cosas que habíamos contemplado, nos dijo:
            – Esto no es nada; venid y veréis.
            Le seguimos, y desde los balcones de las galerías nos hizo contemplar los jardines, diciéndonos que éramos dueños de todos ellos, que los podíamos usar para nuestro recreo. Nos llevó después de sala en sala; cada una superaba a la anterior por la riqueza de su arquitectura, por sus columnas y decorado de toda clase. Abrió después una puerta que comunicaba con una capilla, y nos invitó a entrar. Por fuera parecía pequeña, pero apenas cruzamos el umbral comprobamos que era tan amplia que de un extremo a otro apenas si nos podíamos ver. El pavimento, los muros, las bóvedas estaban cubiertas con mármoles artísticamente trabajados, plata, oro y piedras preciosas; por lo que yo, profundamente maravillado, exclamé:
            – ¡Esto es una belleza de cielo! Me apunto para quedarme aquí para siempre.
            En medio de aquel gran templo, se levantaba sobre un rico basamento, una grande y magnífica estatua de María Auxiliadora. Llamé a muchos de los jóvenes que se habían dispersado por una y otra parte para contemplar la belleza de aquel sagrado edificio, y se concentraron todos ante la estatua de Nuestra Señora para darle gracias por tantos favores como nos había otorgado. Entonces me di cuenta de la enorme capacidad de aquella iglesia, pues todos aquellos millares de jóvenes parecían formar un pequeño grupo que ocupase el centro de la misma.
            Mientras contemplaban aquella estatua, cuyo rostro era de una hermosura verdaderamente celestial, la imagen pareció animarse de pronto y sonreír. Y he aquí que se levantó un murmullo entre los muchachos, apoderándose de sus corazones una emoción indecible.
            – ¡La Virgen mueve los ojos!, exclamaron algunos.
            Y en efecto, María Santísima recorría con su maternal mirada aquel grupo de hijos. Seguidamente se oyó una nueva y general exclamación:
            – ¡La Virgen mueve las manos!
            Y en efecto, abriendo lentamente los brazos, levantaba el manto como para acogernos a todos debajo de él. Lágrimas de emoción surcaban nuestras mejillas.
            – ¡La Virgen mueve los labios!, dijeron algunos.
            Hízose un profundo silencio; la Virgen abrió la boca y con una voz argentina y suavísima, dijo:
            – SI VOSOTROS SOIS PARA MÍ HIJOS DEVOTOS, YO SERÉ PARA VOSOTROS UNA MADRE PIADOSA.
Al oír estas palabras, todos caímos de rodillas y entonamos el canto: Load a María.
            Se produjo una armonía tan fuerte y al mismo tiempo tan suave, que gratamente impresionado me desperté, y terminó así la visión.

            Don Bosco concluyó con estas palabras:
            – ¿Veis, mis queridos hijos? En este sueño podemos reconocer el mar borrascoso de este mundo. Si sois dóciles y obedientes a mis palabras y no hacéis caso de los que os aconsejan mal, después de habernos esforzado por hacer el bien y huir del mal; después de vencidas todas nuestras malas tendencias, llegaremos felizmente al término de nuestra vida, a una playa segura. Entonces vendrá a nuestro encuentro mandado por la Virgen Santísima, quien en nombre de nuestro buen Dios, nos introducirá para restaurarnos de nuestras fatigas, en su regio jardín, esto es, en el Paraíso, donde gozaremos de su amabilísima presencia divina. Pero, si por el contrario, queréis obrar, no según yo os digo, sino siguiendo vuestro capricho y desoyendo mis consejos, entonces naufragaréis miserablemente.

            Don Bosco dio, en circunstancias diversas y privadamente, alguna explicación detallada de este sueño, relacionado no sólo con el Oratorio, sino también con la Pía Sociedad, según parece.
            «El prado es el mundo; el agua que amenazaba ahogarnos, los peligros del mundo. La inundación tan terriblemente extendida, los vicios y las máximas irreligiosas y las persecuciones contra los buenos. El molino, esto es, un lugar aislado y tranquilo, pero también amenazado, la casa del pan, la Iglesia Católica. Los canastos del pan, la Santísima Eucaristía que sirve de viático a los navegantes. La embarcación, el Oratorio. El tronco del árbol que forma el puente entre el molino y la balsa es la Cruz, o sea, el sacrificio de sí mismo a Dios, mediante la mortificación cristiana. El leño empleado por los jóvenes, como un puente más ligero para entrar en la embarcación, es el reglamento conculcado. Muchos vienen con fines rastreros y bajos: hacer una carrera; con deseos de lucro, de honores, de comodidades, de cambiar de condición y de estado; éstos son los que no rezan y se burlan de la piedad de los demás. Los sacerdotes y los clérigos simbolizan la obediencia y las portentosas obras de salvación que por medio de ésta se consiguen. Los remolinos, las varias y tremendas persecuciones que se suscitaron y se suscitarán. La isla sumergida, los desobedientes que no quieren permanecer en la embarcación y vuelven al mundo despreciando la vocación. Dígase lo mismo de los que se refugian en las otras balsas. Muchos caían al agua y tendían la mano a los que estaban en la embarcación y con la ayuda de los compañeros subían nuevamente a ella. Eran los dotados de buena voluntad que, habiendo caído desgraciadamente en pecado, vuelven a adquirir la gracia de Dios mediante la penitencia. El estrecho, los gatazos, los monos y demás monstruos, son las revoluciones, las ocasiones y las incitaciones a la culpa, etcétera. Los insectos en los ojos, en la lengua, en el corazón, son las miradas peligrosas, las conversaciones obscenas, los afectos desordenados. La fuente de agua ferruginosa que tenía la virtud de matar todos los insectos y de curar instantáneamente, son los sacramentos de la Confesión y de la Comunión. El lodazal y el fuego, son los lugares del pecado y de la condenación.
            Con todo, hay que observar que esto no quiere decir que cuantos cayeron en el lodo y no se volvieron a ver más y los que ardían en las llamas tienen que ir a parar irremisiblemente al infierno: ¡no! Dios nos libre de afirmar semejante cosa. Sino que indica que los que se encontraban en desgracia de Dios, si hubiesen muerto entonces, se habrían condenado para siempre. La isla feliz, el templo, es la Sociedad Salesiana, consolidada y triunfante. El bizarro joven que acoge a los muchachos y los acompaña a visitar el palacio y el templo, parece que fuera un alumno muerto en posesión del Paraíso, tal vez Domingo Savio». (MB IT VIII, 275-283 / MB ES VIII, 240-248)




La carta de Roma (1884)

En 1884, estando en Roma, pocos días antes de regresar a Turín, Don Bosco tuvo dos sueños que transcribió en una carta que envió a sus seres queridos de Valdocco. Se la conoce como “La carta de Roma” y es uno de los textos más estudiados y comentados. Proponemos el texto íntegro y original para su lectura.

Mis queridos hijos en J. C.:

            Lo mismo cerca que lejos, siempre pienso en vosotros. Uno solo es mi deseo, que seáis felices en el tiempo y en la eternidad. Este pensamiento, este deseo me ha impulsado a escribiros esta carta. Siento, queridos míos, el peso de la distancia a que me encuentro de vosotros y el no veros y el no oíros me causa una pena como no podéis imaginar. Por eso, habría deseado escribir estas líneas hace ya una semana, pero las continuas ocupaciones me lo impidieron. Con todo, aunque faltan pocos días para mi regreso, quiero anticiparos mi llegada, al menos por medio de una carta, ya que no puedo hacerlo en persona. Son las palabras de quien os ama tiernamente en Jesucristo y tiene el deber de hablaros con la libertad de un padre. Y vosotros me permitiréis que así lo haga ¿no es cierto? Y prestaréis atención y pondréis en práctica lo que os voy a decir.
            Os he afirmado una y otra vez que sois el único y continuo pensamiento de mi mente. Ahora bien, en una de las noches pasadas yo me había retirado a mi habitación y, mientras me disponía a entregarme al descanso, comencé a rezar las oraciones que me enseñó mi buena madre.
            En aquel momento, no sé bien si víctima del sueño o fuera de mí por alguna distracción, me pareció que se presentaban ante mí dos antiguos alumnos del Oratorio.
Uno de ellos se acercó y, saludándome afectuosamente, me dijo:
– ¡Don Bosco! ¿Me conoce?
– Sí que le conozco, le respondí.
– ¿Y se acuerda aún de mí?, añadió.
– De ti y de los demás. Tú eres Valfré y estabas en el Oratorio antes del 1870.
– Diga, continuó, ¿quiere ver a los jóvenes que estaban en el Oratorio en mis tiempos?
– Sí, házmelos ver, le contesté, eso me proporcionará una gran alegría.
            Entonces Valfré me mostró todos los jovencitos con el mismo semblante y con la misma edad y estatura de aquel tiempo. Me parecía estar en el antiguo Oratorio a la hora de recreo. Era una escena llena de vida, de movimiento y alegría. Quién corría, quién saltaba, quién hacía saltar a los demás; quién jugaba a la rana, quién a bandera, quién a la pelota. En un sitio había reunido un corrillo de muchachos pendientes de los labios de un sacerdote que les contaba una historieta. En otro lado, había un clérigo con otro grupo jugando al «burro vuela» o a los «oficios». Se cantaba, se reía por todas partes, había por doquier sacerdotes y clérigos y alrededor de ellos jovencitos que alborotaban alegremente. Entre jóvenes y superiores reinaba la mayor cordialidad y confianza. Yo estaba encantado al contemplar aquel espectáculo y Valfré me dijo:
            – Vea, la familiaridad engendra afecto y el afecto, confianza. Esto es lo que abre los corazones y los jóvenes manifiestan todo sin temor a los maestros, a los asistentes y a los superiores. Son sinceros en la confesión y fuera de ella y se prestan con facilidad a todo lo que les quiere mandar aquél que saben los ama.
            En tanto se acercó a mí otro antiguo alumno, que tenía la barba completamente blanca y me dijo:
            – Don Bosco ¿quiere ver ahora los jóvenes que están actualmente en el Oratorio?
Este era José Buzzetti.
            – Sí, respondí; pues hace un mes que no los veo.
            Y me los señaló: vi el Oratorio y a todos vosotros que estabais en reo. Pero no oía ya gritos de alegría y canciones, no contemplaba aquel movimiento, aquella vida que vi en la primera escena.
            En los ademanes y en el rostro de algunos jóvenes se notaba una tristeza, una desgana, un disgusto, una desconfianza que causaba gran pena a mi corazón. Vi, es cierto, a muchos que corrían, que jugaban, que se movían con placentera despreocupación; pero otros, y eran bastantes, estaban solos, apoyados en las columnas, presa de pensamientos desalentadores; otros estaban por las escaleras y los corredores o en los poyetes, que dan a la pared del jardín, para no tomar parte en el recreo común; otros paseaban lentamente formando grupos y hablando en voz baja entre ellos, lanzando a una y otra parte miradas sospechosas y mal intencionadas; algunos sonreían pero con una sonrisa acompañada de gestos que hacían no solamente sospechar, sino creer que san Luis habría sentido sonrojo si se hubiese encontrado en compañía de los tales; incluso entre los que jugaban había algunos tan desganados, que daban a entender a las claras que no encontraban gusto alguno en el recreo.
            – ¿Ha visto a sus jóvenes?, me dijo aquel antiguo alumno.
            – Sí que los veo, le contesté suspirando.
            – ¡Qué diferentes son de lo que éramos nosotros!, exclamó.
            – ¡Mucho! ¡Qué desgana en este recreo!
            – Y de aquí proviene la frialdad de muchos para acercarse a los santos sacramentos, el descuido de las prácticas de piedad en la iglesia y en otros lugares; el estar de mala gana en un lugar donde la Divina Providencia los colma de todo bien corporal, espiritual e intelectual. De aquí el no corresponder de muchos a la vocación; de aquí la ingratitud para con los superiores; de aquí los secretitos y las murmuraciones, con todas las demás deplorables consecuencias.
            – Comprendo, entiendo, respondí yo. Pero ¿cómo animar a estos jóvenes para que vuelvan a la antigua vivacidad, alegría y expansión?
            – Con la caridad.
            – ¿Con la caridad? Pero ¿es que mis jóvenes no son bastante amados? Tú sabes cuánto los amo. Tú sabes cuánto he sufrido por ellos y cuánto he tolerado en el transcurso de cuarenta años y cuánto tolero y sufro en la actualidad. Cuántos trabajos, cuántas humillaciones, cuántos obstáculos, cuántas persecuciones para proporcionarles pan, albergue, maestros y especialmente para buscar la salvación de sus almas. He hecho cuanto he podido y sabido por ellos que son el afecto de toda mi vida.
            – No me refiero a usted.
            – ¿De quién hablas, pues? ¿De los que hacen mis veces? ¿De los directores, de los prefectos, de los maestros, de los asistentes? ¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo? ¿Cómo consumen los años de su juventud en favor de ellos, que son como un legado de la Providencia?
            – Lo veo y lo sé; pero eso no basta; falta lo mejor.
            – ¿Qué falta, pues?
            – Que los jóvenes no sean solamente amados, sino que se den cuenta de que se les ama.
            – Pero ¿no tienen ojos en la cara? ¿No tienen la luz de la inteligencia? ¿No ven que cuanto se hace en su favor se hace por amor?
            – No, lo repito: eso no basta.
            – ¿Qué se requiere, pues?
            – Que al ser amados en las cosas que les agradan, participando en sus inclinaciones infantiles, aprendan a ver el amor también en aquellas cosas que les agradan poco, como son: la disciplina, el estudio, la mortificación de sí mismos; y que aprendan a obrar con generosidad y amor.
            – Explícate mejor.
            – Observe a los jóvenes en el recreo.
Hice lo que me decía y exclamé:
            – ¿Qué hay de particular?
            – ¿Tantos años como hace que se dedica a la educación de la juventud y no comprende? Observe mejor. ¿Dónde están nuestros Salesianos?

            Me fijé y vi que eran muy pocos los sacerdotes y clérigos que estaban mezclados entre los jóvenes y muchos menos los que tomaban parte en sus juegos. Los Superiores no eran ya el alma de los recreos. La mayor parte de ellos paseaban hablando entre sí, sin preocuparse de lo que hacían los alumnos; otros asistían, pero sin pensar para nada en los jóvenes; otros vigilaban desde lejos sin advertir las faltas que se cometían; alguno que otro corregía a los infractores, pero con amenazas y esto raramente. Había algún Salesiano que deseaba introducirse en algún grupo de jóvenes, pero vi que los muchachos buscaban la manera de alejarse de sus maestros y Superiores.
            Entonces me dijo mi amigo:
            – En los primitivos tiempos del Oratorio ¿no estaba usted siempre en medio de los jóvenes, especialmente a las horas de recreo? ¿Recuerda aquellos hermosos años? Era una alegría de Paraíso, una época que recordamos siempre con emoción, porque el amor lo regulaba todo y nosotros no teníamos secretos para usted.
            – ¡Cierto! Entonces todo era para mí motivo de alegría y los jóvenes iban a porfía por acercarse a mí, por hablarme y existía una verdadera ansiedad por escuchar mis consejos y ponerlos en práctica. Ahora, en cambio, las continuas audiencias, mis múltiples ocupaciones y la falta de salud me lo impiden.
            – Bien, bien; pero si usted no puede, ¿por qué sus Salesianos no se convierten en imitadores suyos? ¿Por qué no insiste, no exige que traten a los jóvenes como usted los trataba?
            – Yo les hablo e insisto hasta cansarme, pero muchos no están decididos a tomarse el trabajo de antaño.
            – Y así, descuidando lo menos, pierden lo más, y este más es el fruto de sus fatigas. Que amen lo que agrada a los jóvenes y los jóvenes amarán lo que es del gusto de los Superiores. De esta manera el trabajo les será muy llevadero. La causa del cambio presente del Oratorio es que un buen número de jóvenes no tiene confianza con los Superiores. Antiguamente los corazones todos estaban abiertos a los Superiores, por lo que los jóvenes amaban y obedecían prontamente. Pero ahora los Superiores son considerados sólo como tales y no como padres, hermanos y amigos; por tanto, son más temidos que amados. Por eso, si se quiere hacer un solo corazón y una sola alma, por amor a Jesús, se debe romper esa barrera fatal de la desconfianza que ha de ser suplantada por la más cordial confianza. Es decir: que la obediencia ha de guiar al alumno como la madre a su hijito; entonces reinarán en el Oratorio la paz y la antigua alegría.
            – ¿Cómo hacer, pues, para romper esta barrera?
            – Familiaridad con los jóvenes, especialmente en los recreos. Sin la familiaridad no se puede demostrar el afecto y, sin esta demostración, no puede haber confianza. El que quiera ser amado es menester que demuestre que ama. Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras debilidades. ¡He aquí el Maestro de la familiaridad!
            El maestro al cual sólo se le ve en la cátedra, es maestro y nada más, pero, si participa del recreo de los muchachos, se convierte también en hermano.
            Si a uno se le ve en el púlpito predicando, se dirá que cumple con su deber, pero si se le ve diciendo en el recreo una buena palabra, habrá que reconocer que esa palabra proviene de una persona que ama.
            ¡Cuántas conversiones no fueron efecto de alguna de sus palabras pronunciadas improvisamente al oído de un jovencito mientras se divertía! El que sabe que es amado, ama, y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Esta confianza establece como una corriente eléctrica entre jóvenes y Superiores. Los corazones se abren y dan a conocer sus necesidades y manifiestan sus defectos. Este amor hace que los Superiores puedan soportar las fatigas, los disgustos, las ingratitudes, las faltas de disciplina, las ligerezas, las negligencias de los jóvenes. Jesucristo no quebró la caña ya rota, ni apagó la mecha humeante. He aquí vuestro modelo. Entonces no habrá quien trabaje por vanagloria, ni quien castigue por vengar su amor propio ofendido; ni quien se retire del campo de la asistencia por celo a una temida preponderancia de otros; ni quien murmure de los otros para ser amado y estimado de los jóvenes, con exclusión de todos los demás superiores, mientras, en cambio, no cosecha más que desprecio e hipócritas zalamerías; ni quien se deje robar el corazón por una criatura y, para agasajar a ésta, descuide a todos los demás jovencitos; ni quienes, por amor a la propia comodidad, menosprecien el deber de la asistencia; ni quienes, por falso respeto humano, se abstengan de amonestar a quien necesite ser amonestado. Si existe este amor efectivo, no se buscará más que la gloria de Dios y el bien de las almas. Cuando languidece este amor, es que las cosas no marchan bien. ¿Por qué se quiere sustituir la caridad por la frialdad de un reglamento? ¿Por qué los Superiores dejan a un lado la observancia de aquellas reglas de educación que don Bosco les dictó? ¿Por qué, al sistema de prevenir, de vigilar y corregir amorosamente los desórdenes, se le quiere reemplazar por aquel otro más fácil y más cómodo para el que manda, de promulgar la ley y hacerla cumplir, mediante los castigos que encienden odios y acarrean disgustos; y, si se descuida el hacerlas observar, son causa de desprecio para los Superiores y de desórdenes gravísimos?
            Y esto sucede necesariamente, si falta la familiaridad. Si, por tanto, se desea que, en el Oratorio, reine la antigua felicidad, hay que poner en vigor el antiguo sistema: el Superior sea todo para todos, siempre dispuesto a escuchar toda duda o lamentación de los muchachos, todo ojos para vigilar paternalmente su conducta, todo corazón para buscar el bien espiritual de sus subalternos y el bienestar temporal de aquéllos a quienes la Providencia ha confiado a sus cuidados.
            Entonces los corazones no permanecerán cerrados y no se ocultarán ciertas cosas que causan la muerte de las almas. Sólo en caso de inmoralidad, sean los Superiores inflexibles. Es mejor correr el peligro de alejar de casa a un inocente que hacer que permanezca en ella un escandaloso. Los asistentes consideren como un estrechísimo deber de conciencia el referir a los Superiores todo aquello que crean puede constituir ofensa de Dios.
Entonces yo le pregunté:
            – ¿Y cuál es el medio principal para que triunfe semejante familiaridad y ese amor y confianza?
            – La observancia exacta del Reglamento de la Casa.
            – ¿Y nada más?
            – El mejor plato en una comida es la buena cara.

            Mientras mi antiguo alumno terminaba de hablar con estas palabras, yo continué contemplando con verdadero disgusto el recreo y, poco a poco, me sentía oprimido por un gran cansancio que iba en aumento. Esta opresión llegó a tal punto, que no pudiendo resistir más, me estremecí, y desperté a renglón seguido.
            Me encontré de pie junto a mi lecho. Mis piernas estaban tan hinchadas y me dolían tanto que no podía estar de pie. Era ya muy tarde; por tanto, me fui a la cama decidido a escribir estos renglones a mis queridos hijos.
            Yo deseo no tener estos sueños, porque me producen un cansancio enorme.

            Al día siguiente, sentía aún un gran dolor en todos mis huesos y no veía la hora de poder descansar. Pero he aquí que, llegada la noche, apenas en el lecho, comencé a soñar nuevamente.
            Tenía ante mi vista el patio ocupado por los muchachos que están actualmente en el Oratorio y junto a mí al mismo antiguo alumno.
            Comencé a preguntarle:
            – Lo que me has dicho se lo haré saber a mis Salesianos, pero ¿qué debo decir a los jóvenes del Oratorio?
            Me respondió:
            – Que reconozcan los trabajos que se imponen los Superiores, los maestros y los asistentes por amor a ellos, pues si no fuese por su bien no se impondrían tantos sacrificios; que recuerden que la humildad es la fuente de toda tranquilidad; que sepan soportar los defectos de los demás, pues la perfección no se encuentra en el mundo, sino solamente en el Paraíso; que dejen de murmurar, pues la murmuración enfría los corazones; y, sobre todo, que procuren vivir en gracia de Dios. Quien no vive en paz con Dios, no puede tener paz consigo mismo ni con los demás.
            – ¿Me estás diciendo, pues, que hay entre mis jóvenes quienes no están en paz con Dios?
            – Esta es, entre otras, la primera causa del malestar reinante, a la que usted debe poner remedio y que no es necesario que yo enumere. En efecto, sólo desconfía quien tiene secretos que ocultar, quien teme que estos secretos sean descubiertos, pues sabe que, de ponerse de manifiesto, se derivaría de ellos una gran vergüenza y no pocas desgracias. Al mismo tiempo, si el corazón no está en paz con Dios, vive angustiado, inquieto, rebelde a toda obediencia, se irrita por nada, le parece que todo marcha mal y, como él no ama, cree que los Superiores tampoco aman.
            – Con todo, ¿no ves, querido mío, la frecuencia de confesiones y comuniones que hay en el Oratorio?
            – Es cierto que la frecuencia de confesiones es grande, pero lo que falta en absoluto, en muchísimos jóvenes que se confiesan, es la firmeza en los propósitos. Se confiesan, pero siempre de las mismas faltas, de las mismas ocasiones próximas, de las mismas malas costumbres, de las mismas desobediencias, de las mismas negligencias en el cumplimiento de los deberes. Van así adelante durante meses y años y algunos llegan hasta el final de los estudios.
            Tales confesiones valen poco o nada; por tanto, no proporcionan la paz y, si un jovencito fuese llamado en tal estado ante el tribunal de Dios, se vería en un aprieto.
            – ¿Y hay muchos de éstos en el Oratorio?
            – En relación con el gran número de jóvenes que hay en la casa, afortunadamente son pocos. Mira.
Y, al decir esto, me los señalaba.
            Yo los observé uno a uno. Pero en esos pocos vi cosas que amargaron grandemente mi corazón. No quiero ponerlas por escrito, pero cuando esté de regreso quiero comunicarlas a cada uno de los interesados. Ahora os diré solamente que es tiempo de rezar y de tomar firmes resoluciones; de cumplir, no de palabra sino de hecho, y demostrar que los Comollo, los Domingo Savio, los Besucco y los Saccardi, viven aún entre nosotros.
            Por último, pregunté a aquel amigo:
            – ¿Tienes algo más que decirme?
            – Predica a todos, mayores y pequeños, que recuerden siempre que son hijos de María Santísima Auxiliadora. Que Ella los ha reunido aquí para librarlos de los peligros del mundo, para que se amen como hermanos y para que den gloria a Dios y a Ella con su buena conducta; que es la Virgen quien les provee de pan y de cuanto necesitan para estudiar, obrando infinitos portentos y concediendo innumerables gracias. Que recuerden que están en vísperas de la fiesta de su Santísima Madre y que, con su auxilio, debe caer la barrera de la desconfianza que el demonio ha sabido levantar entre los jóvenes y los Superiores y de la cual sabe servirse para ruina de las almas.
            – ¿Y conseguiremos derribar esa barrera?
            – Sí, ciertamente, con tal de que, mayores y pequeños, estén dispuestos a sufrir alguna pequeña mortificación por amor a María y pongan en práctica cuanto he dicho.
            Entretanto, yo continuaba observando a los jovencitos y, ante el espectáculo de los que veía encaminarse a su perdición eterna, sentí tal angustia que me desperté.
            Querría contaros otras muchas cosas importantísimas que vi en este sueño, pero el tiempo y las circunstancias no me lo permiten.
            Concluyo:
            – ¿Sabéis qué es lo que desea de vosotros este pobre anciano que ha consumido toda su vida buscando el bien de sus queridos jóvenes?
Nada más que, observadas las debidas proporciones, florezcan los días felices del antiguo Oratorio. Las jornadas del afecto y de la confianza cristiana entre los jóvenes y los Superiores; los días del espíritu de condescendencia y de mutua tolerancia por amor a Jesucristo; los días de los corazones abiertos a la sencillez y al candor; los días de la caridad y de la verdadera alegría para todos. Necesito que me consoléis haciendo renacer en mí la esperanza y prometiéndome que haréis todo lo que deseo para el bien de vuestras almas. Vosotros no sabéis apreciar la suerte que habéis tenido al estar recogidos en el Oratorio. Os aseguro delante de Dios que basta que un joven entre en una Casa Salesiana, para que la Santísima Virgen lo tome en seguida bajo su celestial protección. Pongámonos, pues, todos de acuerdo. La caridad de los que mandan, la caridad de los que deben obedecer, haga reinar entre nosotros el espíritu de San Francisco de Sales. ¡Oh, mis queridos hijos!, se acerca el tiempo en que me tendré que separar de vosotros y partir para mi eternidad. (Nota del secretario. Al llegar aquí, don Bosco dejó de dictar; sus ojos estaban llenos de lágrimas, no a causa del disgusto, sino por la inefable ternura que se reflejaba en su rostro y en sus palabras; unos instantes después, continuó). Por tanto, mi mayor deseo, queridos sacerdotes, clérigos y jóvenes, es dejaros encaminados por la senda que el Señor desea que sigáis.

            Con este fin, el Padre Santo, al cual he visto el viernes nueve de mayo, os envía de todo corazón su bendición. El día de María Auxiliadora me encontrare en vuestra compañía ante la imagen de nuestra amantísima Madre. Deseo que su fiesta se celebre con toda solemnidad y que don José Lazzero y don Segundo Marchisio se preocupen de que la alegría reine también en el comedor. La festividad de María Auxiliadora debe ser el preludio de la fiesta eterna que hemos de celebrar todos juntos un día en el Paraíso.

Roma, 10 de mayo de 1884
Vuestro afectísimo en J. C., Juan BOSCO, Pbro.

(MB XVII IT, 107-114 / MB XVII ES, 99-105)




El sueño de los 9 años

La serie de los “sueños” de Don Bosco comienza con el que tuvo a los nueve años, hacia 1824. Es uno de los más importantes, si no el que más, porque apunta a una misión confiada por la Providencia que se concreta en un carisma particular en la Iglesia. Seguirán muchas otras, la mayoría de ellas recogidas en las Memorias Biográficas y retomadas en otras publicaciones dedicadas a este tema. Nos proponemos presentar las más relevantes en varios artículos posteriores.

            «Cuando yo tenía unos nueve años, tuve un sueño que me quedó profundamente grabado en la mente para toda la vida. En el sueño me pareció estar junto a mi casa, en un paraje bastante espacioso, donde había reunida una muchedumbre de chiquillos en pleno juego.
Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me metí en medio de ellos para hacerlos callar a puñetazos e insultos. En aquel momento apareció un hombre muy respetable, de varonil aspecto, noblemente vestido. Un blanco manto le cubría de arriba abajo; pero su rostro era luminoso, tanto que no se podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi nombre y me mandó ponerme al frente de aquellos muchachos, añadiendo estas palabras:
            – No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad deberás ganarte a estos tus amigos. Ponte, pues, ahora mismo a enseñarles la fealdad del pecado y la hermosura de la virtud.
            Aturdido y espantado, dije que yo era un pobre muchacho ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos jovencitos. En aquel momento, los muchachos cesaron en sus riñas, alborotos y blasfemias y rodearon al que hablaba. Sin saber casi lo que me decía, añadí:
            – Quién sois para mandarme estos imposibles?
            – Precisamente porque esto te parece imposible, debes convertirlo en posible por la obediencia y la adquisición de la ciencia.
            – ¿En dónde? ¿Cómo podré adquirir la ciencia?
            – Yo te daré la Maestra, bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio y sin la cual toda sabiduría se convierte en necedad.
            – Pero ¿quién sois vos que me habláis de este modo?
            – Yo soy el Hijo de aquélla a quien tu madre te acostumbró a saludar tres veces al día.
            – Mi madre me dice que no me junte con los que no conozco sin su permiso; decidme, por tanto, vuestro nombre.
            – Mi nombre pregúntaselo a mi Madre.
            En aquel momento vi junto a él una Señora de aspecto majestuoso, vestida con un manto que resplandecía por todas partes, como si cada uno de sus puntos fuera una estrella refulgente. La cual, viéndome cada vez más desconcertado en mis preguntas y respuestas, me indicó que me acercase a ella, y tomándome bondadosamente de la mano:
            – Mira, me dijo. Al mirar me di cuenta de que aquellos muchachos habían escapado, y vi en su lugar una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y varios otros animales.
            – He aquí tu campo, he aquí en donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto, y lo que veas que ocurre en estos momentos con estos animales, lo deberás tú hacer con mis hijos.
            Volví entonces la mirada y, en vez de los animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderillos que, haciendo fiestas al Hombre y a la Señora, seguían saltando y bailando a su alrededor.

            En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar. Pedí que se me hablase de modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender qué quería representar todo aquello.
            Entonces ella me puso la mano sobre la cabeza y me dijo:
            – A su debido tiempo todo lo comprenderás.
            Dicho esto, un ruido me despertó y desapareció la visión. Quedé muy aturdido. Me parecía que tenía deshechas las manos por los puñetazos que había dado y que me dolía la cara por las bofetadas recibidas; y después, aquel personaje y aquella señora de tal modo llenaron mi mente, por lo dicho y oído, que ya no pude reanudar el sueño aquella noche.

            Por la mañana conté en seguida aquel sueño; primero a mis hermanos, que se echaron a reír, y luego a mi madre y a la abuela. Cada uno lo interpretaba a su manera. Mi hermano José decía: – Tú serás pastor de cabras, ovejas y otros animales. Mi madre: – ¡Quién sabe si un día serás sacerdote! Antonio, con dureza: – Tal vez, capitán de bandoleros. Pero la abuela, analfabeta del todo, con ribetes de teólogo, dio la sentencia definitiva: – No hay que hacer caso de los sueños.
            Yo era de la opinión de mi abuela, pero nunca pude echar en olvido aquel sueño. Lo que expondré a continuación dará explicación de ello. Yo no hablé más de esto, y mis parientes no le dieron la menor importancia. Pero cuando en el año 1858 fui a Roma para tratar con el Papa sobre la Congregación salesiana, él me hizo exponerle con detalle todas las cosas que tuvieran alguna apariencia de sobrenatural. Entonces conté, por primera vez, el sueño que tuve de los nueve a los diez años. El Papa mandó que lo escribiera literal y detalladamente, y lo dejara para alentar a los hijos de la Congregación; ésta era precisamente la finalidad de aquel viaje a Roma».
(Memorias del Oratorio de San Francisco de Sales. Juan Bosco; MB I IT, 123-125 / MB I ES 115-117)




El sueño de las dos columnas

Entre los sueños de Don Bosco, uno de los más conocidos es el llamado “Sueño de las dos columnas”. Lo contó la noche del 30 de mayo de 1862.

            «Os quiero contar un sueño. Es cierto que el que sueña no razona; con todo yo que os contaría a vosotros hasta mis pecados si no temiese que salieseis huyendo asustados, o que se cayese la casa, os lo voy a contar para vuestro bien espiritual. Este sueño lo tuve hace algunos días.

            Figuraos que estáis conmigo a la orilla del mar, o mejor, sobre un escollo aislado, desde el cual no divisáis más tierra que la que tenéis debajo de los pies. En toda aquella superficie líquida se ve una multitud incontable de naves dispuestas en orden de batalla, cuyas proas terminan en un afilado espolón de hierro a modo de lanza que hiere y traspasa todo aquello contra lo cual llega a chocar. Dichas naves están armadas de cañones, cargadas de fusiles y de armas de diferentes clases; de material incendiario y también de libros, y se dirigen contra otra embarcación mucho más grande y más alta, intentando clavarle el espolón, incendiarla o al menos hacerle el mayor daño posible.
            A esta majestuosa nave, provista de todo, hacen escolta numerosas navecillas que de ella reciben las órdenes, realizando las oportunas maniobras para defenderse de la flota enemiga. El viento le es adverso y la agitación del mar favorece a los enemigos.
            En medio de la inmensidad del mar se levantan, sobre las olas, dos robustas columnas, muy altas, poco distantes la una de la otra. Sobre una de ellas campea la estatua de la Virgen Inmaculada, a cuyos pies se ve un amplio cartel con esta inscripción: Auxilium Christianorum. (Auxilio de los cristianos). Sobre la otra columna, que es mucho más alta y más gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al pedestal y debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus credentium. (Salvación de los que creen).
            El comandante supremo de la nave mayor, que es el Romano Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y la situación apurada en que se encuentran sus leales, piensa en convocar a su alrededor a los pilotos de las naves subalternas para celebrar consejo y decidir la conducta a seguir. Todos los pilotos suben a la nave capitana y se congregan alrededor del Papa. Celebran consejo; pero al comprobar que el viento arrecia cada vez más y que la tempestad es cada vez más violenta, son enviados a tomar nuevamente el mando de sus naves respectivas.
            Restablecida por un momento la calma, el Papa reúne por segunda vez a los pilotos, mientras la nave capitana continúa su curso; pero la borrasca se torna nuevamente espantosa.
            El Pontífice empuña el timón y todos sus esfuerzos van encaminados a dirigir la nave hacia el espacio existente entre aquellas dos columnas, de cuya parte superior penden numerosas áncoras y gruesas argollas unidas a robustas cadenas.
            Las naves enemigas dispónense todas a asaltarla, haciendo lo posible por detener su marcha y por hundirla. Unas con los escritos, otras con los libros, con materiales incendiarios de los que cuentan gran abundancia, materiales que intentan arrojar a bordo; otras con los cañones, con los fusiles, con los espolones: el combate se torna cada vez más encarnizado. Las proas enemigas chocan contra ella violentamente, pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. En vano reanudan el ataque y gastan energías y municiones: la gigantesca nave prosigue segura y serena su camino. A veces sucede que, por efecto de las acometidas de que se le hace objeto, muestra en sus flancos una larga y profunda hendidura; pero, apenas producido el daño, sopla un viento suave de las dos columnas y las vías de agua se cierran y las brechas desaparecen.
            Disparan entre tanto los cañones de los asaltantes, y, al hacerlo, revientan, se rompen los fusiles, lo mismo que las demás armas y espolones. Muchas naves se abren y se hunden en el mar. Entonces, los enemigos, llenos de furor, comienzan a luchar empleando el arma corta, las manos, los puños, las injurias, las blasfemias, maldiciones, y así continúa el combate.
            Cuando he aquí que el Papa cae herido gravemente. Inmediatamente los que le acompañan acuden a ayudarle y le sujetan. El Pontífice es herido por segunda vez, cae nuevamente y muere. Un grito de victoria y de alegría resuena entre los enemigos; sobre las cubiertas de sus naves reina un júbilo indecible. Pero apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los pilotos reunidos lo han elegido inmediatamente de suerte que la ((171)) noticia de la muerte del Papa llega con la de la elección de su sucesor. Los enemigos comienzan a desanimarse.
            El nuevo Pontífice, venciendo y superando todos los obstáculos, guía la nave hacia las dos columnas, y, al llegar al espacio comprendido entre ambas, las amarra con una cadena que pende de la proa a un áncora de la columna de la Hostia; y con otra cadena que pende de la popa la sujeta de la parte opuesta a otra áncora colgada de la columna que sirve de pedestal a la Virgen Inmaculada.
            Entonces se produce una gran confusión. Todas las naves que hasta aquel momento habían luchado contra la embarcación capitaneada por el Papa, se dan a la fuga, se dispersan, chocan entre sí y se destruyen mutuamente. Unas al hundirse procuran hundir a las demás. Otras navecillas, que han combatido valerosamente a las órdenes del Papa, son las primeras en llegar a las columnas donde quedan amarradas.
            Otras naves, que por miedo al combate se habían retirado y se encuentran muy distantes, continúan observando prudentemente los acontecimientos, hasta que, al desaparecer en los abismos del mar los restos de las naves destruidas, bogan aceleradamente hacia las dos columnas, y allí permanecen tranquilas y serenas, en compañía de la nave capitana ocupada por el Papa. En el mar reina una calma absoluta.
            Al llegar a este punto del relato, don Bosco preguntó a don Miguel Rúa:
            – ¿Qué piensas de esta narración?
            Don Miguel Rúa contestó:
            – Me parece que la nave del Papa es la Iglesia de la que es cabeza: las otras naves representan a los hombres y el mar al mundo. Los que defienden a la embarcación del Pontífice son los leales a la Santa Sede; los otros, sus enemigos, que con toda suerte de armas intentan aniquilarla. Las dos columnas salvadoras me parece que son la devoción a María Santísima y al Santísimo Sacramento de la Eucaristía.
            Don Miguel Rúa no hizo referencia al Papa caído y muerto y don Bosco nada dijo tampoco sobre este particular. Solamente añadió: – Has dicho bien. Solamente habría que corregir una expresión. Las naves de los enemigos son las persecuciones. Se preparan días difíciles para la Iglesia. Lo que hasta ahora ha sucedido es casi nada en comparación de lo que tiene que suceder. Los enemigos de la Iglesia están representados por las naves que intentan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen. ¡Sólo quedan dos medios para salvarse en medio de tanto desconcierto! Devoción a María. Frecuencia de sacramentos: comunión frecuente, empleando todos los recursos para practicarlos nosotros y para hacerlos practicar a los demás siempre y, en todo momento. ¡Buenas noches! ».
(M.B. VII, 169-171).

* * *

            El Siervo de Dios Cardenal Schuster, Arzobispo de Milán, dio tanta importancia a esta visión que, en 1953, estando en Turín como Legado Pontificio al Congreso Eucarístico Nacional, en la noche del 13 de septiembre, durante el solemne Pontifical de clausura, en la Piazza Vittorio, abarrotada de gente, dio a este sueño una parte relevante de su Homilía.
            Dijo entre otras cosas: “En esta hora solemne, en la Turín Eucarística del Cottolengo y de Don Bosco, me viene a la memoria una visión profética que el Fundador del Templo de María Auxiliadora narró a los suyos en mayo de 1862. Le pareció ver cómo la flota de la Iglesia era batida aquí y allá por las olas de una horrible tempestad; tanto que, en un momento dado, el comandante supremo de la nave capitana -Pío IX- convocó a consejo a los jerarcas de las naves menores.
            Desgraciadamente, la tempestad, que bramaba cada vez más amenazadora, interrumpió el Concilio Vaticano en medio (hay que señalar que Don Bosco anunció estos acontecimientos ocho años antes de que tuvieran lugar). En los avatares de aquellos años, dos veces sucumbieron al parto los mismos Sumos Jerarcas. Cuando ocurrió la tercera, en medio del océano embravecido comenzaron a surgir dos pilares, en cuya cúspide triunfaban los símbolos de la Eucaristía y de la Virgen Inmaculada.
            Ante aquella aparición, el nuevo Pontífice -el Beato Pío X- se animó y, con una firme cadena, enganchó la nave capital de Pedro a aquellos dos sólidos pilares, bajando las anclas al mar.
            Entonces, las naves menores comenzaron a remar enérgicamente para agruparse en torno a la nave del Papa, escapando así del naufragio.
            La historia confirmó la profecía del Vidente. El inicio pontificio de Pío X con el ancla en su escudo coincidió precisamente con el quincuagésimo año jubilar de la proclamación dogmática de la Inmaculada Concepción de María, y se celebró en todo el mundo católico. Todos los antiguos recordamos el 8 de diciembre de 1904, cuando el Pontífice, en San Pedro, rodeó la frente de la Inmaculada Concepción con una preciosa corona de gemas, consagrando a la Madre toda la familia que Jesús Crucificado le había encomendado.
            Llevar a los niños inocentes y enfermos a la Mesa Eucarística también entró a formar parte del programa del generoso Pontífice, que quería restaurar el mundo entero en Cristo. Así fue como, mientras vivió Pío X, no hubo guerra, y mereció el título de Pontífice pacífico de la Eucaristía.
            Desde entonces las condiciones internacionales no han mejorado realmente; de modo que la experiencia de tres cuartos de siglo confirma que la barca del pescador en el mar tempestuoso sólo puede esperar la salvación enganchándose a las dos columnas de la Eucaristía y de María Auxiliadora, que se apareció a Don Bosco en sueños” (L’Italia, 13 de septiembre de 1953).

            El mismo santo Card. Schuster, dijo una vez a un salesiano: “He visto reproducida la visión de las dos columnas. Diga a sus Superiores que la hagan reproducir en estampas y postales, y que la difundan por todo el mundo católico, porque esta visión de Don Bosco es de gran actualidad: la Iglesia y el pueblo cristiano se salvarán por estas dos devociones: la Eucaristía y María, Auxilio de los Cristianos”.

don Pedro ZERBINO, sdb




Las profecías de Don Bosco y los reyes de Italia

La familia de los que roban a Dios no llega a la cuarta generación”.

El pretendiente al trono de Italia, Víctor Manuel de Saboya (n. 12.02.1937 – † 03.02.2024), quinto descendiente del primer rey de Italia, Víctor Manuel II de Saboya, falleció hace unos días. Se le concedió sepultura en la cripta de la Basílica de Superga, en Turín, donde se encuentran decenas de otros restos mortales de la Casa de Saboya. Este acontecimiento nos recuerda otros sueños de Don Bosco que se hicieron realidad.

            En noviembre de 1854 se preparaba una ley sobre la confiscación de bienes eclesiásticos y la supresión de conventos. Para ser válida, debía ser sancionada por el rey de Italia, Víctor Manuel II de Saboya. A finales de aquel mes de noviembre, Don Bosco tuvo dos sueños que se hicieron realidad como profecías sobre el rey y su familia. Recordemos los hechos con Don Lemoyne.

            Don Bosco anhelaba disipar una nube ominosa que se oscurecía cada vez más sobre la Casa Real.
            Una noche, hacia finales de noviembre, había tenido un sueño. Le pareció que estaba de pie donde está el pórtico central del Oratorio, entonces sólo a medio construir, cerca de la bomba de agua fijada a la pared de la casita de Pinardi. Estaba rodeado de sacerdotes y clérigos: de repente vio avanzar en medio del patio a un ayuda de cámara de la corte, con su uniforme rojo, que con pasos apresurados llegaba a su presencia y parecía gritar:
            – ¡Grandes noticias!
             – ¿Y qué? le preguntó D. Bosco.
             – Anuncio: ¡Gran funeral en la Corte! ¡Gran funeral en la Corte!
            Ante esta repentina aparición, ante este grito, Don Bosco quedó estupefacto, y el ayuda de cámara repitió: – ¡Gran funeral en la Corte! – Don Bosco quiso entonces pedirle explicaciones sobre este feroz anuncio, pero había desaparecido. D. Bosco, que se despertó, estaba como fuera de sí y, habiendo comprendido el misterio de aquella aparición, tomó la pluma y preparó inmediatamente una carta para Víctor Manuel, explicándole lo que se le había anunciado y relatando simplemente el sueño.
[…]
…era saber lo que Don Bosco había escrito al Rey, sobre todo porque sabían lo que pensaba de la usurpación de los bienes eclesiásticos. Don Bosco no los mantuvo en
suspenso y les contó lo que había escrito al Rey, para que no permitiera la presentación de la ley infausta. Luego narró el sueño, concluyendo: Este sueño me enfermó y fatigó, y mucho. – Estaba pensativo y exclamaba de vez en cuando: ‘¡Quién sabe… quién sabe… recemos!
            Sorprendidos, los clérigos comenzaron entonces a hablar, preguntándose unos a otros si habían oído decir que había algún noble enfermo en el palacio real; pero todos coincidieron en que de ningún modo lo sabían. Don Bosco, mientras tanto, llamó a Ch. Angelo Savio y le entregó la carta: – Copia, dijo, y anuncia al Rey: ¡Gran funeral en la Corte! – Y Ch. Savio escribió. Pero el Rey, según supo Don Bosco por sus confidentes empleados en palacio, leyó aquel papel con indiferencia y no le hizo caso.
            Habían pasado cinco días desde este sueño, y Don Bosco, durmiendo por la noche, volvió a soñar. Creyó que estaba en su habitación, ante su escritorio, escribiendo; cuando oyó las coces de un caballo en el patio. De pronto vio abrirse la puerta de par en par y aparecer el ayuda de cámara con su uniforme rojo, que entró por la mitad de la habitación y gritó:
            Anuncio: ¡no gran funeral en la Corte, sino grandes funerales en la Corte! -Y repitió estas palabras dos veces. Luego se retiró con paso rápido y cerró la puerta tras de sí. Don Bosco quiso saber, quiso interrogarle, quiso pedirle, una explicación; así que se levantó de la mesa, corrió al balcón y ve al ayuda de cámara en el patio que subía al caballo. Él, lo llamó, le preguntó por qué había venido a repetir aquel anuncio; pero el ayuda de cámara gritando: -¡Grandes funerales en la Corte! – desapareció. Al amanecer, el mismo Don Bosco dirigió otra carta al Rey, en la que le relataba el segundo sueño y concluía diciéndole a su Majestad “que pensara en regularse de tal manera que evitara los castigos amenazados, al tiempo que le rogaba que impidiera esa ley a toda costa.
Por la noche, después de cenar, Don Bosco exclamó en medio de sus clérigos: – ¿Sabéis que tengo que deciros algo aún más extraño que el otro día? – Y relató lo que había visto durante la noche. Entonces los clérigos, más asombrados que antes, se preguntaron qué indicaban estos anuncios de muerte; y es de imaginar la ansiedad que sentían por ver cómo se cumplían estas predicciones.
            Al clérigo Cagliero y a algunos otros les reveló abiertamente que se trataba de amenazas de castigo que el Señor estaba dando a conocer a los que más daño y mal habían hecho ya a la Iglesia y otros estaban preparando. En aquellos días estaba muy afligido y repetía con frecuencia: Esta ley traerá graves desgracias a la casa del Soberano. – Estas cosas decía a sus alumnos para comprometerlos a rezar por el Rey, y a interceder por la misericordia del Señor para evitar la dispersión de tantos religiosos y la pérdida de tantas vocaciones.
            Entretanto, el Rey había confiado aquellas cartas al Marqués Fassati, quien, después de haberlas leído, vino al Oratorio y dijo a D. Bosco: – ¡Oh! ¿Te parece éste el modo de poner patas arriba toda la Corte? El Rey quedó más que impresionado y turbado. De hecho, estaba furioso.
            Y D. Bosco le contestó – ¿Pero y si lo que se ha escrito es verdad? Lamento haber causado a mi Soberano tal turbación; pero, en fin, se trata de su bien y del de la Iglesia.
            Las advertencias de Don Bosco no fueron escuchadas. El 28 de noviembre de 1854 el ministro de los Sellos Urbano Rattazzi presentó a los diputados un proyecto de ley para la supresión de los conventos. El conde Camillo di Cavour, ministro de Finanzas, estaba decidido a conseguir su aprobación a toda costa. Estos señores establecieron como principio indiscutible e incontrovertible, que fuera del gran cuerpo civil, no hay ni puede haber sociedad superior a él e independiente de él; que el Estado lo es todo, y que por lo tanto ninguna entidad moral, ni siquiera la Iglesia católica puede subsistir legalmente sin el consentimiento y reconocimiento de la autoridad civil. Por lo tanto, esta autoridad, no reconociendo en la Iglesia universal el dominio de los bienes eclesiásticos, y atribuyendo este dominio a cada entidad de las corporaciones religiosas, pretendió que éstas eran creación de la soberanía civil y que su existencia sería modificada o extinguida por la voluntad de la propia soberanía, y que el Estado, heredero de toda personalidad civil que no tenga sucesión, se convertiría en el único y absoluto propietario de todos sus bienes cuando fueran suprimidas. Craso error, porque estos patrimonios, por cualquier causa que dejara de existir una Congregación Religiosa, no quedaban sin dueño, ya que debían devolverse a la Iglesia de Jesucristo., representada por el Sumo Pontífice, por mucho que los estatólatros la negaran pérfidamente (MB V, 176-180).

            Que se trataba de advertencias del Cielo lo confirma también una carta escrita cuatro años antes, el 9 de abril de 1850, que la madre del Rey, la Reina Madre María Teresa, viuda de Carlos Alberto, había dirigido a su hijo, el Rey Víctor Manuel II de Saboya.

Dios te compensará, te bendecirá, pero quién sabe cuántos castigos, cuántos azotes traerá Dios sobre ti, tu familia y tu país si sanciona [la ley Siccardi sobre la abolición del foro eclesiástico]. Piensa cuál sería tu dolor si el Señor te enfermara gravemente o incluso si se llevara a tu querida Adela, a la que con santa razón tanto amas, o a tu Chichina (Clotilde) o a tu Betto (Umberto); y si pudieras ver dentro de mi corazón, cuán afligido, angustiado, asustado estoy por el temor de que sancionases esta ley a causa de las muchas desgracias, que estoy seguro nos traerá si se hace sin el permiso del Santo Padre, tal vez tu corazón, que es realmente bueno y sensible, y que siempre ha amado tanto a su pobre Mamá, se dejaría enternecer. (Antonio Monti, Nuova Antologia, 1 de enero de 1936, p. 65; MB XVII, 898).

            Pero el rey no hizo caso de estas advertencias y las consecuencias no se hicieron esperar. Las negociaciones para la aprobación continuaron y las profecías también se cumplieron:
            – el 12 de enero de 1855 muere la reina madre María Teresa a la edad de 53 años;
            – el 20 de enero de 1855 muere la reina María Adelaida, a los 33 años;
            – el 11 de febrero de 1855 muere el príncipe Fernando, hermano del Rey, a los 32 años;
            – el 17 de mayo de 1855 muere el hijo del Rey, el príncipe Víctor Manuel Leopoldo María Eugenio, con sólo 4 meses de edad.

            Don Bosco continuó advirtiendo, publicando la carta de fundación de Altacomba (Hautecombe) con una exposición de todas las maldiciones infligidas a quienes osaran destruir o usurpar las posesiones de la Abadía de Altacomba, insertadas en ese documento por los antiguos duques de Saboya para proteger ese lugar, donde están enterrados decenas de ilustres antepasados de la Casa de Saboya.
Y también continuó publicando en abril de 1855, en las “Letture Cattoliche” (Lecturas Católicas) un folleto escrito por el Barón Nilinse titulado: Los bienes de la iglesia cómo se roban y cuáles son las consecuencias;con un breve apéndice sobre los eventos en el Piamonte. En el frontispicio estaba escrito: ¡Cómo! ¡Por ningún derecho se puede violar la casa de un particular, y sin embargo has tenido la osadía de poner tu mano sobre la casa del Señor!’ – San Ambrosio. En aquel escrito se mostraba que no sólo los despojadores de la Iglesia y de las Órdenes Religiosas, sino incluso sus familias se veían casi siempre afectadas, cumpliéndose así el terrible dicho: ¡La familia de quien roba a Dios no llega a la cuarta generación! (MB V, 233-234).

            El 29 de mayo Víctor Manuel II firmó la ley Rattazzi, que confiscaba los bienes eclesiásticos y suprimía las corporaciones religiosas, sin tener en cuenta lo que Don Bosco había predicho y el luto que desde enero golpeaba a su familia… sin saber que estaba firmando también el destino de la familia real.

            De hecho, aquí también se cumplió la profecía, como vemos.
            – El rey Víctor Manuel II de Saboya (nacido el 14.03.1820 – † 09.01.1878), reinó del 17.03.1861 – al 09.01.1878, murió a la edad de 58 años;
            – el rey Humberto I (n. 14.03.1844 – † 29.07.1900), hijo del rey Víctor Manuel II de Saboya, reinó del 10.01.1878 al 29.07.1900, fue asesinado en Monza a la edad de 56 años
            – Rey Víctor Manuel III (n. 11.11.1869 – † 28.12.1947), nieto del Rey Víctor Manuel II de Saboya, reinó del 30.07.1900 – al 09.05.1946, fue obligado a abdicar el 9 de mayo de 1946 y murió un año después
            – El Rey Humberto II (n. 15.09.1904 – † 18.03.1983) último Rey de Italia, reinó del 10.05.1946 al 18.06.1946, bisnieto de Víctor Manuel II (cuarta generación), fue obligado a abdicar tras sólo 35 días de reinado, a raíz del Referéndum Institucional del 2 de junio del mismo año. Murió el 18 de marzo de 1983 en Ginebra, y fue enterrado en la abadía de Altacomba…

            Algunos interpretan estos acontecimientos como meras coincidencias, porque no pueden negar los hechos, pero los que conocen la acción de Dios saben que en su misericordia siempre advierte de una u otra manera de las graves consecuencias que pueden tener ciertas decisiones de gran importancia, que afectan al destino del mundo y de la Iglesia.
            Recordemos tan sólo el final de la vida del hombre más sabio de la tierra, el rey Salomón.
Cuando Salomón envejeció, sus mujeres lo atrajeron hacia los extranjeros, y su corazón ya no permaneció enteramente con el Señor, su Dios, como el corazón de David, su padre. Salomón siguió a Astarté, la diosa de los de Sidón, y a Milcom, la abominación de los amonitas.
Salomón cometió lo que es malo a los ojos del Señor y no fue fiel al Señor como lo había sido su padre David.
Salomón construyó un lugar alto en honor de Camos, la abominación de los moabitas, en el monte frente a Jerusalén, y también en honor de Milcom, la abominación de los amonitas.
Lo mismo hizo con todas sus mujeres extranjeras, que ofrecían incienso y sacrificios a sus dioses.
Por eso el Señor se indignó con Salomón, porque había apartado su corazón del Señor, Dios de Israel, que se le había aparecido dos veces y le había ordenado que no siguiera a otros dioses, pero Salomón no observó lo que el Señor le había mandado.
Entonces le dijo a Salomón: “Como te has comportado así y no has guardado mi alianza ni los decretos que te di, te quitaré tu reino y se lo entregaré a uno de tus súbditos”. (1 Reyes 11:4-11).

            Basta con leer atentamente la historia, tanto la sagrada como la profana…




El sueño de 9 años. Génesis de una vocación

El sueño de 9 años presentado en diez puntos, síntesis de una vocación celestial, confirmada por los frutos que produjo, presentado en la 42ª edición de Espiritualidad Salesiana de Valdocco, Turín.

Hace doscientos años, un niño de nueve años, pobre y sin más futuro que ser agricultor, tuvo un sueño. Se lo contó por la mañana a su madre, a su abuela y a sus hermanos, que se rieron de él. La abuela concluyó: “No hagas caso a los sueños”. Muchos años después, aquel niño, Juan Bosco, escribió: “Yo era de la opinión de mi abuela, sin embargo, nunca fue posible quitarme aquel sueño de la cabeza. Porque no era un sueño más y no murió al amanecer.

Primero: es una orden imperiosa
Don Lemoyne, el primer historiador de Don Bosco, resume así el sueño: “Le pareció ver al Divino Salvador vestido de blanco, radiante de la más espléndida luz, en el acto de conducir a una innumerable muchedumbre de jóvenes. Volviéndose hacia él, le había dicho: “Ven aquí: ponte a la cabeza de estos jóvenes y dirígelos tú mismo”. – Pero yo no soy capaz, respondió Juan. El Divino Salvador insistió imperiosamente hasta que Juan se puso a la cabeza de aquella multitud de muchachos y comenzó a guiarlos según la orden que le había sido dada. Como el “Sígueme” de Jesús.

Segundo: es el secreto de la alegría
Aquel sueño se repetía una y otra vez. Con una abrumadora carga de energía. Era una fuente de seguridad gozosa y de fuerza inagotable para Juan Bosco. La fuente de su vida.
En el proceso diocesano para la causa de beatificación de Don Bosco, Don Rua, su primer sucesor, testimonió: “Me lo contó Lucia Turco, miembro de una familia donde D. Bosco iba a menudo a hospedarse con sus hermanos, que una mañana lo vieron llegar más alegre que de costumbre. Preguntado por la causa, respondió que durante la noche había tenido un sueño, que le había animado”.

Tercero: la respuesta
La pregunta para todos es: “¿Quieres una vida corriente o quieres cambiar el mundo?”.
Viktor Frankl subraya la diferencia entre “sentido de la vida” y “sentido en la vida”. El sentido de la vida se asocia a preguntas como ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es el sentido de todo? ¿Cuál es el sentido de la vida? Muchas personas buscan las respuestas en la religión o en una noble misión por el bien común, como luchar contra la pobreza o detener el calentamiento global. A menudo es difícil encontrar el sentido de la vida; la lucha por comprender este concepto puede ser agotadora, sobre todo en tiempos difíciles, cuando nos cuesta incluso pasar el día. En cambio, es mucho más fácil encontrar sentido en la vida: en las cosas corrientes que hacemos por costumbre, en el momento presente, en las actividades cotidianas en casa o en el trabajo. Precisamente el sentido de la vida es el medio preferido para experimentar el bienestar espiritual.

Cuarto: un signo de lo alto
En el seminario, Don Bosco escribió una página de admirable humildad como motivación de su vocación: “El sueño de Morialdo siempre estuvo impreso en mí; es más, se había renovado mucho más claramente en otras ocasiones” Podemos estar seguros: había reconocido al Señor y a su Madre. A pesar de su modestia, no dudaba en absoluto de haber recibido la visita del Cielo. Tampoco dudaba de que esas visitas tenían por objeto revelarle su futuro y el de su obra. Él mismo lo decía: “La Congregación Salesiana no ha dado un paso sin que se lo haya aconsejado un hecho sobrenatural. No ha llegado al punto de desarrollo en que se encuentra sin un mandato especial del Señor”.

Quinto: asistencia continua
“Luego oí decir a otros que preguntaba: – ¿Cómo cuidaré de tantas ovejas? ¿Y tantos corderos? ¿Dónde encontraré pastos para guardarlas? La Señora le respondió: – No temas, yo te ayudaré, y luego desapareció”.

Sexto: Una Maestra
Una Madre.

Séptimo: una misión
“Aquí está tu campo, aquí es donde debes trabajar -continuó la Señora-. Hazte humilde, fuerte, robusta: y lo que ves que les pasa a estos animales en este momento, debes hacerlo por mis hijos”.

Octavo: un método
“No con golpes, sino con mansedumbre y con caridad debes ganar a estos amigos tuyos”.

Noveno: los destinatarios
“Cuando miré vi que todos los chicos habían huido, y en su lugar vi una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y varios otros animales”.
Décimo: una obra
“Oprimido por el cansancio, quise sentarme junto a un camino cercano, pero la pastora me invitó a continuar mi camino. Después de un corto trecho, me encontré en un vasto patio con un pórtico alrededor, al final del cual había una iglesia. Entonces me di cuenta de que cuatro quintas partes de aquellos animales se habían convertido en corderos. Su número se hizo entonces muy grande. En aquel momento llegaron varios pastores para custodiarlos. Pero se detuvieron poco tiempo y pronto se marcharon. Entonces ocurrió una maravilla. Muchos corderos se convirtieron en pastores y, a medida que crecían, cuidaban de los demás. Yo quería marcharme, pero la pastora me invitó a mirar al mediodía. ‘Mira otra vez’, me dijo, y volví a mirar. Entonces vi una iglesia alta y hermosa. En el interior de aquella iglesia había una banda blanca, en la que estaba escrito en grandes letras: Hic domus mea, inde gloria mea”.
Por eso, cuando entramos en la Basílica de María Auxiliadora, entramos en el sueño de Don Bosco.

El testamento de Don Bosco
El mismo Papa pidió a Don Bosco que escribiera el sueño para sus hijos. Comenzó así: “¿Para qué servirá entonces esta obra? Servirá como regla para superar las dificultades futuras, tomando lección del pasado; servirá para dar a conocer cómo Dios mismo ha guiado todo en todo momento; servirá a mis hijos como agradable diversión, cuando puedan leer las cosas en las que participó su padre, y las leerán con mucho más gusto cuando, llamado por Dios a dar cuenta de mis acciones, ya no esté entre ellos”.
Por eso las Constituciones Salesianas comienzan con un “acto de fe”: “Con un sentido de humilde gratitud creemos que la Sociedad de San Francisco de Sales nació no de un proyecto únicamente humano, sino por iniciativa de Dios”.




El sueño de nueve años de Don Bosco. Núcleos teológico – espirituales

            Un comentario sobre los temas teológico-espirituales presentes en el sueño de los nueve años podría tener desarrollos tan amplios como para incluir un tratamiento completo de la “salesianidad”. Leído, por tanto, a partir de su historia de efectos, el sueño abre innumerables pistas para profundizar en los rasgos pedagógicos y apostólicos que caracterizaron la vida de San Juan Bosco y la experiencia carismática que de él partió. Hemos elegido centrarnos en cinco pistas de reflexión espiritual que se refieren respectivamente a (1) la misión oratoriana, (2) la llamada a lo imposible, (3) el misterio del Nombre, (4) la mediación materna y, por último, (5) la fuerza de la mansedumbre.

1. La misión oratoriana
            El sueño de los nueve años está lleno de chicos. Están presentes desde la primera escena hasta la última y son los beneficiarios de todo lo que sucede. Su presencia se caracteriza por la alegría y el juego, propios de su edad, pero también por el desorden y el comportamiento negativo. Así pues, los niños no son en el sueño de los nueve años la imagen romántica de una edad encantada, intocada por los males del mundo, ni corresponden al mito posmoderno de la condición de la juventud como estación de acción espontánea y perenne disposición al cambio, que debe preservarse en una adolescencia eterna. Los chicos del sueño son extraordinariamente “reales”, tanto cuando aparecen con su fisonomía como cuando se les representa simbólicamente en forma de animales. Juegan y discuten, se divierten riendo y se arruinan diciendo palabrotas, igual que en la realidad. No parecen ni inocentes, como los imagina una pedagogía de la espontaneidad, ni capaces de enseñarse a sí mismos, como los concebía Rousseau. Desde el momento en que aparecen, en un “patio muy espacioso”, que presagia los grandes patios de los futuros oratorios salesianos, invocan la presencia y la acción de alguien. El gesto impulsivo del soñador, sin embargo, no es la intervención adecuada; es necesaria la presencia de un Otro.
            Entrelazada con la visión de los niños está la aparición de la figura de Cristo, como ahora podemos llamarle abiertamente. Aquel que dijo en el Evangelio: “Dejad que los niños vengan a mí” (Mc 10,14), viene a indicar al soñador la actitud con la que los niños deben ser abordados y acompañados. Aparece majestuoso, viril, fuerte, con rasgos que resaltan claramente su carácter divino y trascendente; su forma de actuar está marcada por la confianza y el poder y manifiesta un pleno señorío sobre las cosas que suceden. El venerable, sin embargo, no infunde miedo, sino que trae la paz donde antes había confusión y conmoción; manifiesta una comprensión benévola hacia Juan y le dirige por el camino de la mansedumbre y la caridad.
            La reciprocidad entre estas figuras -los muchachos por un lado y el Señor (al que más tarde se unirá la Madre) por otro- define los contornos del sueño. Las emociones que Juan siente en la experiencia onírica, las preguntas que formula, la tarea que se le pide que realice, el futuro que se abre ante él están totalmente ligados a la dialéctica entre estos dos polos. Quizás el mensaje más importante que le transmite el sueño, el que probablemente comprendió primero porque se quedó grabado en su imaginación, incluso antes de entenderlo de forma reflexiva, es que esas figuras se refieren la una a la otra y que ya no podrá disociarlas durante el resto de su vida. El encuentro entre la vulnerabilidad de los jóvenes y el poder del Señor, entre su necesidad de salvación y su oferta de gracia, entre su deseo de alegría y su don de vida debe convertirse ahora en el centro de sus pensamientos, en el espacio de su identidad. Toda la partitura de su vida se escribirá en la tonalidad que le da este tema generador: modularlo en todo su potencial armónico será su misión, en la que deberá verter todos sus dones de naturaleza y de gracia.
            El dinamismo de la vida de Juan aparece así en la visión onírica como un movimiento continuo, una especie de ir y venir espiritual, entre los muchachos y el Señor. Del grupo de niños en cuyo seno se lanzó impetuosamente, Juan debe dejarse atraer por el Señor que le llama por su nombre, para luego apartarse de Aquel que le envía e ir a guiar a sus compañeros de un modo muy diferente. Aunque en sueños reciba golpes tan fuertes de los chicos que aún sienta su dolor al despertar, y oiga palabras del venerable que le dejen sin palabras, su ir y venir no es un trajín inconcluso, sino un camino que le transforma gradualmente y aporta a los jóvenes una energía de vida y amor.
            Que todo esto tenga lugar en un patio es muy significativo y tiene un claro valor proléptico, ya que de la misión de Don Bosco el patio oratorio se convertirá en el lugar privilegiado y el símbolo ejemplar. Toda la escena se desarrolla en este entorno, a la vez vasto (patio muy espacioso) y familiar (cerca de casa). El hecho de que la visión vocacional no tenga como telón de fondo un lugar sagrado o un espacio celestial, sino el entorno en el que viven y juegan los muchachos, indica claramente que la iniciativa divina asume su mundo como lugar de encuentro. La misión confiada a Juan, aunque está claramente dirigida en un sentido catequético y religioso (“instruirles sobre la fealdad del pecado y la preciosidad de la virtud”), tiene como habitat el universo de la educación. La asociación de la figura cristológica con el espacio del patio y la dinámica del juego, que un niño de nueve años ciertamente no puede haber “construido”, constituye una transgresión de la imaginería religiosa más habitual, cuya fuerza inspiradora es igual a su profundidad de misterio. De hecho, sintetiza en sí misma toda la dinámica del misterio de la encarnación, por el que el Hijo toma nuestra forma para ofrecernos la suya, y pone de relieve cómo no hay nada humano que deba sacrificarse para dejar sitio a Dios.
            El patio habla por tanto de la cercanía de la gracia divina al “sentir” de los muchachos: para acogerla no hay que abandonar la propia edad, descuidar sus necesidades, forzar sus ritmos. Cuando Don Bosco, ya adulto, escribía en El joven provisto que uno de los trucos del diablo es hacer creer a los jóvenes que la santidad es incompatible con su deseo de estar alegres y con la exuberante frescura de su vitalidad, no hacía sino devolver en forma madura la lección intuida en su sueño y que luego se convirtió en un elemento central de su magisterio espiritual. Al mismo tiempo, el patio habla de la necesidad de entender la educación desde su núcleo más profundo, que concierne a la actitud del corazón hacia Dios. Allí, enseña el sueño, no sólo está el espacio de una apertura original a la gracia, sino también el abismo de la resistencia, en el que acechan la fealdad del mal y la violencia del pecado. Por eso el horizonte educativo del sueño es francamente religioso, y no sólo filantrópico, y pone en escena el simbolismo de la conversión, y no sólo el del autodesarrollo.
            En el patio del sueño, lleno de chicos y habitado por el Señor, se revela así a Juan lo que será la futura dinámica pedagógica y espiritual de los patios oratorianos. De ella quisiéramos destacar aún dos rasgos, claramente evocados en las acciones llevadas a cabo en el sueño primero por los niños y luego por los mansos corderos. El primer rasgo se encuentra en el hecho de que los niños “dejando de reñir, de gritar y de blasfemar, se reunieron todos en torno al que hablaba”. Este tema de la “reunión es una de las matrices teológicas y pedagógicas más importantes de la visión educativa de Don Bosco. En una famosa página escrita en 1854, la Introducción al Plan de Reglamento del Oratorio masculino San Francisco de Sales de Turín, en la región de Valdocco, presenta la naturaleza eclesial y el sentido teológico de la institución oratoriana citando las palabras del evangelista Juan: “Ut filios Dei, qui erant dispersi, congregaret in unum” (para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos) (Jn 11,52). La actividad del Oratorio se sitúa así bajo el signo de la reunión escatológica de los hijos de Dios que constituyó el centro de la misión del Hijo de Dios:
Las palabras del santo Evangelio que nos dan a conocer que el divino Salvador vino del cielo a la tierra para reunir a todos los hijos de Dios, dispersos en las diversas partes de la tierra, me parece que se aplican literalmente a la juventud de nuestros días.
            La juventud, “esta porción delicadísima y preciosísima de la sociedad humana”, se encuentra a menudo dispersa y rezagada a causa del desinterés educativo de los padres o de la influencia de los malos compañeros. Lo primero que hay que hacer para procurar la educación de estos jóvenes es precisamente “reunirlos, poder hablar con ellos, formarlos moralmente”. En estas palabras de la Introducción al Plan del Reglamento, el eco del sueño, madurado en la conciencia del educador ya adulto, está clara y reconociblemente presente. El oratorio se presenta allí como una alegre “reunión” de jóvenes en torno a la única fuerza tranquilizadora capaz de salvarlos y transformarlos, la del Señor: “Estos oratorios son ciertas reuniones en las que se mantiene a la juventud en agradable y honesto recreo, después de haber asistido a las sagradas funciones de la iglesia”. Desde la infancia, de hecho, Don Bosco comprendió que “ésta era la misión del hijo de Dios; esto es lo único que puede hacer su santa religión”.
            El segundo elemento que se convertirá en un rasgo identificativo de la espiritualidad oratoriana es el que en el sueño se revela a través de la imagen de los corderos corriendo “para hacer fiesta a aquel hombre y a aquella señora”. La pedagogía de la fiesta será una dimensión fundamental del sistema preventivo de Don Bosco, que verá en las numerosas fiestas religiosas del año la oportunidad de ofrecer a los muchachos la posibilidad de respirar profundamente la alegría de la fe. Don Bosco sabrá implicar con entusiasmo a la comunidad juvenil del Oratorio en la preparación de eventos, obras de teatro, recepciones que proporcionen una distracción de la monotonía del deber cotidiano, para potenciar los talentos de los muchachos para la música, la interpretación, la gimnasia, para orientar su imaginación en la dirección de una creatividad positiva. Si se tiene en cuenta que la educación propuesta en los círculos religiosos del siglo XIX solía tener un tenor más bien austero, que parecía presentar el ideal pedagógico a alcanzar como el de la compostura devota, la sana alegría festiva del oratorio destaca como expresión de un humanismo abierto a captar las necesidades psicológicas del muchacho y capaz de complacer su protagonismo. La alegría festiva que sigue a la metamorfosis de los animales del sueño es, por tanto, a lo que debe aspirar la pedagogía salesiana.

2. La llamada a lo imposible
            Mientras que para los muchachos el sueño termina en celebración, para Juan acaba en consternación e incluso en lágrimas. Es un desenlace que no puede sino sorprender. Es habitual pensar, de hecho, con cierta simplificación, que las visitas de Dios son exclusivamente portadoras de alegría y consuelo. Resulta paradójico, por tanto, que para un apóstol de la alegría, para aquel que como seminarista fundará la “sociedad de la alegría” y que como sacerdote enseñará a sus muchachos que la santidad consiste en “estar muy alegres”, la escena vocacional termine con llanto.
            Esto puede indicar sin duda que la alegría de la que se habla no es puro ocio y simple despreocupación, sino una resonancia interior a la belleza de la gracia. Como tal, sólo puede alcanzarse a través de exigentes batallas espirituales, cuyo precio Don Bosco deberá pagar en gran parte en beneficio de sus muchachos. Revivirá así sobre sí mismo ese intercambio de papeles que hunde sus raíces en el misterio pascual de Jesús y que se prolonga en la condición de los apóstoles: “nosotros necios por Cristo, vosotros sabios en Cristo, nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros honrados, nosotros despreciados” (1Cor 4,10), pero igualmente “colaboradores en vuestra alegría” (2Cor 1,24).
            Sin embargo, la agitación con la que se cierra el sueño recuerda sobre todo el vértigo que sienten los grandes personajes bíblicos ante la vocación divina que se manifiesta en sus vidas, orientándola en una dirección totalmente imprevisible y desconcertante. El Evangelio de Lucas afirma que incluso María, ante las palabras del ángel, sintió una profunda agitación interior (“al oír estas palabras se turbó en gran manera” Lc 1,29). Isaías se había sentido perdido ante la manifestación de la santidad de Dios en el templo (Is 6), Amós había comparado con el rugido de un león (Am 3,8) el poder de la Palabra divina por la que había sido arrebatado, mientras que Pablo experimentaría en el camino de Damasco la conmoción existencial que supone el encuentro con el Resucitado. Aunque son testigos de la fascinación de un encuentro con Dios que seduce para siempre, en el momento de la llamada, los hombres bíblicos parecen más vacilar temerosos ante algo que les supera que lanzarse de cabeza a la aventura de la misión.
            La turbación que Juan experimenta en el sueño parece una experiencia similar. Proviene del carácter paradójico de la misión que se le asigna, que no duda en calificar de “imposible” (“¿Quién eres tú para ordenarme lo que es imposible?”). El adjetivo puede parecer “exagerado”, como lo son a veces las reacciones de los niños, sobre todo cuando expresan un sentimiento de incapacidad ante una tarea difícil. Pero este elemento de psicología infantil no parece suficiente para iluminar el contenido del diálogo onírico y la profundidad de la experiencia espiritual que comunica. Tanto más cuanto que Juan tiene una verdadera cualidad de líder y una excelente memoria, lo que le permitirá en los meses siguientes al sueño empezar inmediatamente a hacer un poco de oratorio, entreteniendo a sus amigos con juegos de acróbata y repitiéndoles íntegramente el sermón del párroco. Por eso, en las palabras con las que declara sin rodeos que es “incapaz de hablar de religión” a sus compañeros, es bueno oír el eco lejano de la objeción de Jeremías a la vocación divina: “No sé hablar, porque soy joven” (Jer 1,6).
            No es en el plano de las aptitudes naturales donde se juega aquí la exigencia de lo imposible, sino en el plano de lo que puede incluirse en el horizonte de lo real, de lo que puede esperarse a partir de la propia imagen del mundo, de lo que entra dentro de los límites de la experiencia. Más allá de esta frontera, se abre la región de lo imposible, que es, sin embargo, bíblicamente, el espacio de la acción de Dios. Es “imposible” que Abraham tenga un hijo de una mujer estéril y anciana como Sara; “imposible” que la Virgen conciba y dé al mundo al Hijo de Dios hecho hombre; “imposible” les parece a los discípulos la salvación, si es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Sin embargo, se oye a Abraham responder: “¿Hay algo imposible para el Señor?” (Gn 18,14); el ángel le dice a María que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37); y Jesús responde a los discípulos incrédulos que “lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (Lc 18,27).
            Sin embargo, el lugar supremo en el que se plantea la cuestión teológica de lo imposible es el momento decisivo de la historia de la salvación, es decir, el drama pascual, en el que la frontera de lo imposible a superar es el propio abismo tenebroso del mal y de la muerte. Es en este espacio generado por la resurrección donde lo imposible se hace realidad efectiva, es en él donde el venerable hombre del sueño, resplandeciente de luz pascual, pide a Juan que haga posible lo imposible. Y lo hace con una fórmula sorprendente: “Puesto que tales cosas te parecen imposibles, debes hacerlas posibles mediante la obediencia”. Suenan como las palabras con las que los padres instan a los hijos, cuando se muestran reacios, a hacer algo de lo que no se sienten capaces o no les apetece.
            “Obedece y verás que lo consigues”, dicen entonces mamá o papá: se respeta perfectamente la psicología del mundo infantil. Pero son también, y mucho más, las palabras con las que el Hijo revela el secreto de lo imposible, un secreto que está todo oculto en su obediencia. El hombre venerable que ordena una cosa imposible sabe por su experiencia humana que la imposibilidad es el lugar donde el Padre trabaja con su Espíritu, con la condición que le abra la puerta con su obediencia.
            Juan, por supuesto, permanece turbado y asombrado, pero ésta es la actitud que experimenta el hombre ante lo imposible pascual, ante el milagro de los milagros, del que todo otro acontecimiento salvífico es signo. Por tanto, no es sorprendente que en el sueño, la dialéctica de lo posible-imposible se entrelace con la otra dialéctica, la de la claridad y la oscuridad. Caracteriza en primer lugar a la propia imagen del Señor, cuyo rostro es tan luminoso que Juan no puede mirarlo. En ese rostro brilla, de hecho, una luz divina que paradójicamente produce oscuridad. Luego están las palabras del hombre y la mujer, que, aunque explican claramente lo que Juan debe hacer, sin embargo, le dejan confuso y asustado. Por último, hay una ilustración simbólica, a través de la metamorfosis de los animales, que sin embargo conduce a una incomprensión aún mayor. Juan sólo puede pedir más aclaraciones: “Le rogué que hablara para poder entender, pues no sabía lo que quería decir”, pero la respuesta que obtiene de la mujer de aspecto majestuoso aplaza aún más el momento de la comprensión: “A su debido tiempo lo entenderás todo”.
            Esto significa sin duda que sólo mediante la ejecución de lo que ya es aprehensible del sueño, es decir, mediante la obediencia posible, se abrirá más ampliamente el espacio para aclarar su mensaje. No consiste, en efecto, simplemente en una idea a explicar, sino en una palabra performativa, una locución eficaz, que precisamente al realizar su poder operativo manifiesta su significado más profundo.

3. El misterio del Nombre
            Llegados a este punto de reflexión, estamos en mejores condiciones de interpretar otro elemento importante de la experiencia onírica. Se trata del hecho de que en el centro de la doble tensión entre lo posible y lo imposible y entre lo conocido y lo desconocido, y también, materialmente, en el centro de la narración del sueño, se encuentra el tema del Nombre misterioso del hombre venerable. El denso diálogo de la sección III está, de hecho, entretejido de preguntas que reiteran el mismo tema: “¿Quién eres tú que me ordenas lo que es imposible?”; “¿Quién eres tú que hablas de esta manera?”; y finalmente: “Mi madre me dice que no me relacione con los que no conozco, sin su permiso; dime, pues, tu nombre”. El venerable le dice a Juan que pregunte a su madre por el nombre, pero en realidad ésta no se lo dirá. Permanece envuelto en el misterio hasta el final.
            Ya hemos mencionado, en la parte dedicada a reconstruir el trasfondo bíblico del sueño, que el tema del Nombre está estrechamente relacionado con el episodio de la vocación de Moisés ante la zarza ardiente (Ex 3). Esta página constituye uno de los textos centrales de la revelación del Antiguo Testamento y sienta las bases de todo el pensamiento religioso de Israel. André LaCoque ha propuesto llamarla la “revelación de las revelaciones”, porque constituye el principio de unidad de la estructura narrativa y prescriptiva que califica el relato del Éxodo, la célula-madre de toda la Escritura.[i] Es importante observar cómo el texto bíblico articula en estrecha unidad la condición de esclavitud del pueblo en Egipto, la vocación de Moisés y la revelación teofánica. La revelación del Nombre de Dios a Moisés no se produce como la transmisión de una información que hay que conocer o de un dato que hay que adquirir, sino como la manifestación de una presencia personal, que pretende suscitar una relación estable y generar un proceso de liberación. En este sentido, la revelación del Nombre divino se orienta en la dirección de la alianza y la misión. “El Nombre es a la vez teofánico y performativo, ya que quienes lo reciben no son simplemente introducidos en el secreto divino, sino que son los destinatarios de un acto de salvación”.[ii]
            El Nombre, en efecto, a diferencia del concepto, no designa simplemente una esencia que hay que pensar, sino una alteridad a la que hay que referirse, una presencia que hay que invocar, un sujeto que se propone como verdadero interlocutor de la existencia. Al tiempo que implica la proclamación de una riqueza ontológica incomparable, la del Ser mismo, que nunca podrá definirse adecuadamente, el hecho de que Dios se revele como un “yo” indica que sólo a través de una relación personal con Él será posible acceder a su identidad, al Misterio del Ser que Él es. La revelación del Nombre personal es, pues, un acto de habla que interpela al receptor, pidiéndole que se sitúe en relación con el hablante. Sólo así es posible captar su significado. Tal revelación, además, se erige explícitamente en fundamento de la misión liberadora que Moisés debe cumplir: “Yo-soy me ha enviado a vosotros” (Ex 3,14). Al presentarse como un Dios personal, y no como un Dios ligado a un territorio, y como el Dios de la promesa, y no puramente como el Señor de la repetición inmutable, Yahvé podrá sostener el camino del pueblo, su camino hacia la libertad. Tiene, pues, un Nombre que se da a conocer en la medida en que suscita pactos y mueve la historia.
            “Dime tu nombre”: esta pregunta de Juan no puede responderse simplemente con una fórmula, un nombre entendido como una etiqueta externa de la persona. Para conocer el Nombre de Aquel que habla en el sueño, no basta con recibir una información, sino que es necesario posicionarse ante su acto de habla. Es decir, es necesario entrar en esa relación de intimidad y entrega, que los Evangelios describen como un “permanecer” con Él. Por eso, cuando los primeros discípulos interrogan a Jesús sobre su identidad – “Maestro, ¿dónde vives? o, literalmente, “¿dónde te quedas?” – él responde: “Venid y lo veréis” (Jn 1:38s.). Sólo “habitando” con él, permaneciend en su misterio, entrando en su relación con el Padre, se puede saber verdaderamente Quién es.
            El hecho de que el personaje del sueño no responda a Juan con un apelativo, como haríamos nosotros presentando lo que está escrito en nuestro carné de identidad, indica que su Nombre no puede conocerse como una designación puramente externa, sino que sólo muestra su verdad cuando sella una experiencia de alianza y misión. Juan, por tanto, conocerá ese mismo Nombre atravesando la dialéctica de lo posible y lo imposible, de la claridad y la oscuridad; lo conocerá llevando a cabo la misión oratoriana que se le ha encomendado. Lo conocerá, por tanto, llevándolo dentro de sí, gracias a una historia vivida como una historia habitada por Él. Un día Cagliero dará testimonio de Don Bosco que su modo de amar era “tierno, grande, fuerte, pero todo espiritual, puro, verdaderamente casto”, tanto que “daba una idea perfecta del amor que el Salvador tenía a los chicos» (Cagliero 1146r). Esto indica que el Nombre del venerable, cuyo rostro era tan brillante como para cegar la visión del soñador, entró realmente en la vida de Don Bosco como un sello. Tuvo la experientia cordis a través del camino de la fe y del seguimiento. Esta es la única forma en la que podía responderse a la pregunta del sueño.

4. Mediación materna
            En la incertidumbre sobre Aquel que le envía, el único punto firme al que Juan puede aferrarse en el sueño es la referencia a una madre, en realidad a dos: la del hombre venerable y la suya propia. Las respuestas a sus preguntas, de hecho, suenan así: “Soy el hijo de aquella a la que tu madre te enseñó a saludar tres veces al día” y luego “por mi nombre pregunta a Mi Madre”.
            Que el espacio de la iluminación posible sea mariano y maternal es sin duda algo sobre lo que merece la pena reflexionar. María es el lugar en el que la humanidad realiza la máxima correspondencia con la luz que procede de Dios y el espacio creatural en el que Dios entregó al mundo su Verbo hecho carne. También es indicativo que, al despertar del sueño, quien mejor comprende su significado y alcance sea la madre de Juan, Margarita. En niveles diferentes, pero según una analogía real, la Madre del Señor y la madre de Juan representan el rostro femenino de la Iglesia, que se muestra capaz de intuición espiritual y constituye el seno en el que se gestan y dan a luz las grandes misiones. Por eso no es de extrañar que las dos madres se yuxtapongan entre sí y precisamente en el punto en que se trata de llegar al fondo de la cuestión que presenta el sueño, a saber, el conocimiento de Aquel que confía a Juan la misión de toda una vida. Como en el caso del patio cercano a la casa, también en el de la madre, en la intuición onírica los espacios de la experiencia más familiar y cotidiana se abren y muestran en sus pliegues una profundidad insondable. Los gestos comunes de la oración, el saludo angélico que era habitual tres veces al día en cada familia, aparecen de pronto como lo que son: el diálogo con el Misterio. Juan descubre así que en la escuela de su madre ya ha establecido un vínculo con la Mujer majestuosa, que puede explicárselo todo. Por tanto, ya existe una especie de canal femenino que permite superar la distancia aparente entre “un niño pobre e ignorante” y el hombre “noblemente vestido”. Esta mediación femenina, mariana y maternal acompañará a Juan a lo largo de su vida y desarrollará en él una particular disposición a venerar a la Virgen con el título de Auxilio de los Cristianos, convirtiéndose en su apóstol para sus muchachos y para toda la Iglesia.
            La primera ayuda que la Virgen le ofrece es la que un niño necesita de forma natural: la de una maestra. Lo que ella tiene que enseñarle es una disciplina que hace a uno verdaderamente sabio, sin la cual “toda sabiduría se convierte en necedad”. Es la disciplina de la fe, que consiste en dar crédito a Dios y obedecer incluso ante lo imposible y lo oscuro. María la transmite como la expresión más elevada de la libertad y como la fuente más rica de fecundidad espiritual y educativa. Llevar dentro de sí lo imposible de Dios y caminar en la oscuridad de la fe es, de hecho, el arte en el que la Virgen sobresale por encima de toda criatura.
            Hizo de ella un arduo aprendizaje en su peregrinatio fidei, marcado no pocas veces por la oscuridad y la incomprensión. Basta pensar en el episodio del hallazgo de Jesús, de doce años, en el Templo (Lc 2,41-50). A la pregunta de su madre: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos”, Jesús responde de forma sorprendente: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Y el evangelista anota: “Pero ellos no comprendieron lo que les había dicho”. Aún menos probablemente comprendió María cuando su maternidad, solemnemente anunciada desde lo alto, le fue, por así decirlo, expropiada para que se convirtiera en la herencia común de la comunidad de los discípulos: “El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es para mí hermano, hermana y madre” (Mt 12,50). Luego, al pie de la cruz, cuando se hizo la oscuridad sobre toda la tierra, el “Heme aquí” pronunciado en el momento de la llamada adquirió los contornos de la renuncia extrema, de la separación del Hijo en cuyo lugar iba a recibir a los hijos pecadores por los que iba a dejar que su corazón fuera atravesado por la espada.
            Por eso, cuando la majestuosa mujer del sueño comienza su tarea de maestra y, poniendo la mano sobre la cabeza de Juan, le dice “A su debido tiempo lo comprenderás todo”, extrae estas palabras de las entrañas espirituales de la fe que, al pie de la cruz, la convirtió en la madre de todo discípulo. Bajo su disciplina Juan tendrá que permanecer toda su vida: como joven, como seminarista, como sacerdote. De manera particular, tendrá que permanecer allí cuando su misión tome contornos que no podía imaginar en el momento de su sueño; cuando, es decir, tenga que convertirse en el corazón de la Iglesia en el fundador de familias religiosas destinadas a la juventud de todos los continentes. Entonces Juan, que ahora se ha convertido en Don Bosco, comprenderá también el significado más profundo del gesto con el que el venerable le entregó a su madre como “maestra”.
            Cuando un joven ingresa en una familia religiosa, encuentra para acogerlo un maestro de novicio, a quien se le confía la misión de introducirlo en el espíritu de la Orden y ayudarle a asimilarlo. Cuando se trata de un Fundador, que debe recibir del Espíritu Santo la luz original del carisma, el Señor dispone que sea su propia madre, Virgen de Pentecostés y modelo inmaculado de la Iglesia, quien sea su maestra. En efecto, sólo ella, la “llena de gracia”, comprende todos los carismas desde dentro, como una persona que conoce todas las lenguas y las habla como propias.
            En efecto, la mujer del sueño sabe señalarle de forma precisa y adecuada las riquezas del carisma oratoriano. Ella no añade nada a las palabras del Hijo, sino que las ilustra con la escena de los animales salvajes que se han convertido en corderos mansos y con la indicación de las cualidades que Juan deberá madurar para llevar a cabo su misión: “humilde, fuerte, robusto”. En estos tres adjetivos, que designan el vigor del espíritu (humildad), el carácter (fortaleza) y el cuerpo (robustez), hay una gran concreción. Es el consejo que se daría a un joven novicio que tiene una larga experiencia en el oratorio y sabe lo que exige el “campo” en el que hay que “trabajar”. La tradición espiritual salesiana ha guardado cuidadosamente las palabras de este sueño que se refieren a María. Las Constituciones Salesianas aluden claramente a ello cuando afirman: “La Virgen María mostró a Don Bosco su campo de acción entre los jóvenes”,[iii] o recuerdan que “guiado por María que era su Maestra, Don Bosco vivió una experiencia espiritual y educativa en su encuentro con los jóvenes del primer oratorio al que llamó Sistema Preventivo”.[iv]
            Don Bosco reconoció en María un papel decisivo en su sistema educativo, viendo en su maternidad la más alta inspiración de lo que significa “prevenir”. El hecho de que María interviniera desde el primer momento de su vocación carismática, de que jugará un papel tan central en este sueño, hará comprender para siempre a Don Bosco que ella pertenece a las raíces del carisma y que allí donde no se reconoce este papel inspirador, el carisma no se comprende en su genuinidad. Dada como Maestra a Juan en este sueño, debe serlo también para todos aquellos que comparten su vocación y su misión. Como no se cansaron de afirmar los sucesores de Don Bosco, la “vocación salesiana es inexplicable, tanto en su nacimiento como en su desarrollo y siempre, sin la aportación maternal e ininterrumpida de María”.[v]

5. El poder de la mansedumbre
            “Estas palabras son sin duda la expresión más conocida del sueño de los nueve años, la que de alguna manera resume su mensaje y transmite su inspiración. Son también las primeras palabras que el venerable le dice a Juan, interrumpiendo sus violentos esfuerzos por acabar con el desorden y la blasfemia de sus compañeros. No se trata sólo de una fórmula que transmite una sentencia sapiencial siempre válida, sino de una expresión que especifica el modo de ejecución de una orden (“me ordenó ponerme a la cabeza de aquellos niños añadiendo estas palabras”) con la que, como hemos dicho, se reorienta el movimiento intencional de la conciencia del soñador. El afán de los golpes debe convertirse en el ímpetu de la caridad, la energía descompuesta de una intervención represiva debe dar paso a la mansedumbre.
            El término “mansedumbre” adquiere aquí un peso considerable, lo que resulta aún más sorprendente si se tiene en cuenta que el adjetivo correspondiente se utilizará al final del sueño para describir a los corderos que festejan en torno al Señor y a María. La yuxtaposición sugiere una observación que no parece carecer de relevancia: para que los que eran animales feroces se conviertan en corderos “mansos”, su educador debe ante todo volverse manso. Ambos, aunque desde puntos de partida diferentes, deben sufrir una metamorfosis para entrar en la órbita cristológica de la mansedumbre y la caridad. Para un grupo de muchachos revoltosos y pendencieros, es fácil comprender lo que exige este cambio. Para un educador es quizá menos evidente. Él, de hecho, ya se sitúa del lado de la bondad, los valores positivos, el orden y la disciplina: ¿qué cambio se le puede exigir?
            Surge aquí un tema que tendrá un desarrollo decisivo en la vida de Don Bosco, en primer lugar, en el plano del estilo de acción y, en cierta medida, también en el de la reflexión teórica. Se trata de la orientación que lleva a Don Bosco a excluir categóricamente un sistema educativo basado en la represión y el castigo, para elegir con convicción un método basado en la caridad y que Don Bosco llamará el “sistema preventivo”. Más allá de las diferentes implicaciones pedagógicas que se derivan de esta elección, para las que nos remitimos a la rica bibliografía específica, interesa destacar aquí la dimensión teológico-espiritual que subyace a esta orientación, de la que las palabras del sueño constituyen en cierto modo la intuición y el desencadenante.
            Al situarse del lado del bien y de la “ley”, el educador puede tener la tentación de situar su acción con los muchachos según una lógica que pretende reinar el orden y la disciplina esencialmente a través de reglas y normas. Sin embargo, incluso la ley lleva en sí misma una ambigüedad que la hace insuficiente para guiar la libertad, no sólo por los límites que toda norma humana lleva en sí misma, sino por un límite que es, en última instancia, de orden teológico. Toda la reflexión paulina es una gran meditación sobre este tema, ya que Pablo había percibido en su experiencia personal que la ley no le había impedido ser “un blasfemo, un perseguidor y un violento” (1 Tim 1:13). La propia Ley dada por Dios, enseña la Escritura, no basta para salvar al hombre a menos que exista otro Principio personal que la integre e interiorice en el corazón humano. Paul Beauchamp resume felizmente esta dinámica cuando afirma: “La Ley va precedida de un Eres amado y seguida de un Amarás. Eres amado: el fundamento de la Ley, y Amarás: su superación”.[vi] Sin este fundamento y esta superación, la ley lleva en sí misma los signos de una violencia que revela su insuficiencia para generar ese bien que, sin embargo, ordena realizar. Para volver a la escena del sueño, los puñetazos y los golpes que Juan da en nombre del sacrosanto mandamiento de Dios, que prohíbe la blasfemia, revelan la insuficiencia y la ambigüedad de cualquier impulso moralizador que no se reforme interiormente desde arriba.
            Por lo tanto, también es necesario que Juan, y aquellos que aprenderán de él la espiritualidad preventiva, se conviertan a una lógica educativa sin precedentes que vaya más allá del estado de derecho. Tal lógica sólo es posible gracias al Espíritu del Resucitado, derramado en nuestros corazones. Sólo el Espíritu, en efecto, permite pasar de una justicia formal y exterior (ya sea la clásica de la “disciplina” y la “buena conducta” o la moderna de los “procedimientos” y los “objetivos alcanzados”) a una verdadera santidad interior, que realiza el bien porque se atrae y se gana interiormente. Don Bosco demostró que tenía esta conciencia cuando en su escrito sobre el Sistema Preventivo declaró francamente que todo se basaba en las palabras de San Pablo: “Charitas benigna est, patiens est; omnia suffert, omnia sperat, omnia sustinet” (La caridad es benigna, es paciente todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Cfr. 1Co 13, 4.7)
            Por supuesto, “ganarse” a los jóvenes de esta manera es una tarea muy exigente. Implica no ceder a la frialdad de una educación basada únicamente en normas, ni al buenismo de una propuesta que renuncia a denunciar la “fealdad del pecado” y a presentar la “preciosidad de la virtud”. Conquistar el bien mostrando simplemente el poder de la verdad y del amor, testimoniado a través de la entrega “hasta el último aliento”, es la figura de un método educativo que es al mismo tiempo una verdadera espiritualidad.
            No es de extrañar que Juan en el sueño se resista a entrar en ese movimiento y pida entender bien quién es el que lo imparte. Cuando lo haya comprendido, sin embargo, haciendo de ese mensaje primero una institución oratoria y luego también una familia religiosa, pensará que relatar el sueño en el que aprendió esa lección será la forma más hermosa de compartir con sus hijos el sentido más auténtico de su experiencia. Es Dios quien lo ha guiado en todo, es Él mismo quien ha impreso el movimiento inicial de lo que se convertiría en el carisma salesiano.

P. Andrea Bozzolo, sdb, Rector de la Universidad Pontificia Salesiana


[i] A. LACOCQUE, La révélation des révélations: Exode 3,14, en P. RICOEUR – A. LACOCQUE, Penser la Bible, Seuil, París 1998, 305.

[ii] A. BERTULETTI, Dios, el misterio de lo Uno, Queriniana, Brescia 2014, 354.

[iii] Const Art. 8.

[iv] Const Art. 20.

[v] E. VIGANÒ, María renueva la Familia Salesiana de Don Bosco, ACG 289 (1978) 1-35, 28.

[vi] P. BEAUCHAMP, La ley de Dios, Piemme, Casale Monferrato 2000, 116.