La pastora, las ovejas y los corderos (1867)

En el siguiente pasaje, Don Bosco, fundador del Oratorio de Valdocco, relata a sus jóvenes un sueño que tuvo entre el 29 y el 30 de mayo de 1867 y que narró la noche del Domingo de la Santísima Trinidad. En una llanura infinita, rebaños y corderos se convierten en alegoría del mundo y de los muchachos: prados exuberantes o desiertos áridos figuran la gracia y el pecado; cuernos y heridas denuncian escándalo y deshonor; la cifra «3» preanuncia tres carestías –espiritual, moral, material– que amenazan a quien se aleja de Dios. Del relato brota el apremiante llamado del santo: custodiar la inocencia, volver a la gracia con la penitencia, para que cada joven pueda revestirse de las flores de la pureza y participar de la alegría prometida por el buen Pastor.

El domingo de la Santísima Trinidad, 16 de junio, en cuya festividad, hacía veintiséis años, había celebrado don Bosco su primera misa, los jóvenes esperaban con impaciencia que les contara un sueño, según les había prometido el día 13 del mismo mes. Su ardiente deseo era buscar el bien espiritual de su rebaño, y su norma, las amonestaciones y promesas del capítulo XXVII, versículos 23 – 25 del libro de los Proverbios: Diligenter agnosce vultum pecoris tui, tuosque greges considera: non enim habebis jugiter potestatem; sed corona tribuetur in generationem et generationem. Aperta sunt prata, et apparuerunt herbas virentes, et collecta sunt foena de montibus… (Conoce a fondo el estado de tu ganado, aplica tu corazón a tu rebaño; porque no es eterna la riqueza; no se transmiten los tesoros de edad en edad. Cortada la hierba, aparecido el retoño, y apilado el heno de los montes…). En sus oraciones pedía al cielo el conocimiento exacto de sus ovejas; la gracia de vigilar atentamente; de asegurar la custodia del redil aun después de su muerte y de proveerle de fácil alimento material y espiritual. Don Bosco, pues, después de las oraciones de la noche, habló así:

En una de las últimas noches del mes de María, el 29 o el 30 de mayo, estando en la cama y no pudiendo dormir, pensaba en mis queridos jóvenes y me decía a mí mismo:
– ¡Oh si pudiese soñar algo que les sirviese de provecho!
Después de reflexionar durante un rato añadí:
– ¡Sí! Ahora quiero soñar algo para contarlo a mis jóvenes.
Y he aquí que me quedé dormido. Apenas el sueño se apoderó de mí, me pareció encontrarme en una inmensa llanura cubierta de un número extraordinario de ovejas de gran tamaño, las cuales, divididas en rebaños, pacían en los extensos prados que se ofrecían ante mi vista. Quise acercarme a ellas y se me ocurrió buscar al pastor, causándome gran maravilla que pudiese haber en el mundo quien pudiera poseer tan crecido número de animales de aquella especie. Después de breves indagaciones me encontré ante un pastor apoyado en su cayado. Inmediatamente comencé a preguntarle:
– ¿De quién es este rebaño tan numeroso?
El pastor no me contestó. Volví a repetir la pregunta y entonces me dijo:
– ¿Y a ti qué te interesa?
– ¿Por qué, repliqué, me contesta de esa manera?
– Pues bien, dijo el pastor, este rebaño es de su dueño.
– ¿De su dueño? Eso ya me lo suponía, dije para mí. Y continué en alta voz:
– ¿Y quién es el dueño?
– No te preocupes, me dijo, ya lo sabrás.
Después, recorriendo en su compañía aquel valle, comencé a observar el rebaño y la región en que nos encontrábamos. Algunas zonas estaban cubiertas de rica vegetación; numerosos árboles extendían sus ramas proporcionando agradable sombra, y una hierba fresquísima que servía de alimento a gran número de ovejas de hermosa y lucida presencia. En otros parajes la llanura era estéril, arenosa, llena de piedras, recubierta de espinos, desprovistos de hojas, y de grama amarillenta; no había en toda ella ni un tallo de hierba fresca; a pesar de ello, también allí había numerosas ovejas paciendo, pero su aspecto era miserable.
Hice algunas preguntas a mi guía referentes a este rebaño, pero él, sin contestarme a ninguna, dijo:
– Tú no estás destinado a cuidarlas. En éstas no debes pensar. Te voy a llevar a que veas el rebaño que te ha sido reservado.
– Pero ¿tú quién eres?
– Soy el dueño; ven conmigo; vamos hacia aquella parte y verás.
Y me condujo a otro lugar de la llanura donde había millares y millares de corderillos. Tan numerosos eran, que no se podían contar y estaban tan flacos que apenas si se podían tener en pie. El prado en que estaban era seco, árido y arenoso, no descubriéndose en él ni un tallo de hierba fresca, ni un arroyuelo, sino nada más que algunos gamones secos y matas escuálidas. Todo el pasto había sido totalmente destruido por los mismos corderos.
A primera vista se podía deducir que aquellos pobres animales, que estaban además cubiertos de llagas, habían sufrido mucho y continuaban sufriendo. ¡Cosa extraña! Cada uno tenía dos cuernos largos y gruesos que le salían de la frente, como si fuesen carneros viejos, y en la punta de cada cuerno tenían un apéndice en forma de ese. Contemplé maravillado aquella rara particularidad, causándome gran inquietud el no saberme explicar por qué aquellos corderillos tenían los cuernos tan largos y tan gruesos y la causa de que hubiesen destruido tan pronto la hierba del prado.
– Pero ¿cómo puede ser esto?, dije al pastor. ¿Unos corderos tan pequeños y ya tienen unos cuernos tan grandes:
– Mira bien, me dijo, observa atentamente.
Y al hacerlo pude comprobar que aquellos animales tenían grabado el número 3 en todas las partes del cuerpo: en el lomo, en la cabeza, en el hocico, en las orejas, en las narices, en las patas, en las pezuñas.
– ¿Qué quiere decir esto?, pregunté a mi guía. A la verdad que no entiendo nada.
– ¿Cómo? ¿Que no comprendes nada?, me replicó el pastor. Escucha, pues, y todo lo comprenderás. Esta extensa llanura es figura del mundo. Los lugares cubiertos de hierba significan la palabra de Dios y la gracia. Los parajes estériles y áridos, aquellos sitios en los cuales no se escucha la palabra divina, en los que sólo se procura agradar al mundo. Las ovejas son los hombres hechos y derechos; los corderos, los jovencitos, para atender a los cuales ha mandado Dios a don Bosco. Este rincón de la llanura que contemplas, representa el Oratorio y los corderos en él reunidos, tus hijos. Este lugar tan árido es símbolo del estado de pecado. Los cuernos son imagen de la deshonra. La letra S quiere decir Scandalum (escándalo). Los escandalosos, por la fuerza del mal ejemplo, marchan a su perdición. Entre los corderos observarás algunos que tienen los cuernos rotos; fueron escandalosos, pero ahora cesaron en sus escándalos. El número 3 quiere decir que soportan la pena de su culpa; esto es, que tendrán que sufrir tres grandes carestías: una carestía espiritual, otra moral y otra material. 1.° La carestía de los auxilios espirituales; pedirán estos auxilios y no los tendrán. 2.° La carestía de la palabra de Dios. 3.° La carestía del pan material. El que los corderos hayan agotado toda la hierba quiere decir que no les queda más que el deshonor y el número 3, o sea, las carestías. Este espectáculo significa también los sufrimientos que padecen actualmente muchos jóvenes en medio del mundo. En el Oratorio, en cambio, incluso los que son indignos de ello, no carecen del pan material.
Mientras yo escuchaba y observaba todas aquellas cosas como desmemoriado, he aquí una nueva maravilla. Todos aquellos corderos cambiaban de aspecto.
Levantándose sobre las patas posteriores adquirían una estatura elevada y la forma de otros tantos jóvenes. Yo me acerqué para comprobar si conocía alguno. Eran todos muchachos del Oratorio. A muchísimos no los había visto nunca, pero todos aseguraban que pertenecían a nuestro Oratorio. Y entre los que eran desconocidos para mí había unos pocos que están actualmente aquí. Son los que no se presentan nunca a don Bosco; los que no acuden jamás a pedirle un consejo; los que, por el contrario, huyen de él; en una palabra: los jóvenes a los cuales don Bosco aún no conoce… Pero la inmensa mayoría de los desconocidos estaba integrada por los que no están ni han estado en el Oratorio.
Mientras observaba con pena aquella multitud, el que me acompañaba me tomó de la mano y me dijo:
– Ven conmigo y verás otras cosas. Y así diciendo me condujo a un extremo apartado del valle rodeado de pequeñas colinas y cercado de un vallado de plantas esbeltas, en el cual había un gran prado cubierto de verdor, lo más riente que imaginarse puede y embalsamado por multitud de plantas aromáticas, esmaltado de flores silvestres y en el que, además, se descubrían frescos bosquecillos y corrientes de agua límpida. En él me encontré con una gran multitud de chicos, todos alegres, dedicados a formar un hermosísimo vestido con flores del prado.
– Al menos, tienes a éstos que te proporcionan grandes consuelos.
– ¿Quiénes son?, pregunté.
– Son los que están en gracia de Dios.
¡Ah! Os puedo asegurar que jamás vi criaturas tan bellas y resplandecientes y que nunca habría podido imaginar tanta hermosura. Sería imposible que me pusiese a describirlo, pues sería echar a perder lo que no se puede imaginar si no se ve. Pero me estaba reservado un espectáculo aún más sorprendente. Mientras estaba yo contemplando con inmenso placer a aquellos jóvenes, entre los que había muchos a los cuales no conocía, el guía me dijo:
– Ven, ven conmigo y te haré ver algo que te proporcionará una alegría y un consuelo aún mayor. Y me condujo a otro prado todo esmaltado de flores más bellas y olorosas que las que había visto anteriormente. Parecía un jardín regio. En él pude ver un número menor de jóvenes que en el prado anterior, pero de una tan extraordinaria belleza y de un esplendor tal que anulaban por completo a los que había admirado poco antes. Algunos de éstos están en el Oratorio, otros lo estarán con el tiempo.
Entonces el pastor me dijo:
– Estos son los que conservan la bella azucena de la pureza. Estos están revestidos aún con la estola de la inocencia.
Yo contemplaba extático aquel espectáculo. Casi todos llevaban en la cabeza una corona de flores de belleza indescriptible. Dichas flores estaban compuestas por otras florecillas de sorprendente gallardía y de colores tan vivos y variados que encantaban al que las miraba. Había más de mil colores en una sola flor y en cada flor se veían más de mil flores. Hasta los pies de aquellos jóvenes descendía una vestidura de fascinante blancura, entretejida de guirnaldas de flores, semejantes a las que formaban la corona. La luz encantadora que partía de las flores iluminaba toda la persona haciendo reflejar en ella la propia belleza. Las flores se espejaban unas en otras y las de las coronas en las que formaban las guirnaldas, reverberando cada una los rayos emitidos por las otras. Un rayo de un color al encontrarse con otro de distinto color daba origen a nuevos rayos, diversos entre sí y, por consiguiente, cada nuevo rayo producía otros distintos, de manera que yo jamás habría creído que en el paraíso hubiese un espectáculo tan múltiple y encantador. Pero esto no es todo. Los rayos de las flores y de las coronas de unos jóvenes se reflejaban en las flores y en los de las coronas de todos los demás; lo mismo sucedía con las guirnaldas y con las vestiduras de cada uno. Además, el resplandor del rostro de un joven al expandirse, se fundía con el resplandor del rostro de los compañeros y al reverberar sobre aquellas facciones inocentes y redondas, producían tanta luz que deslumbraban la vista e impedían fijar los ojos en ellas.
Y así, en uno solo, se concentraban las bellezas de todos los compañeros con una armonía de luz inefable. Era la gloria accidental de los santos. No hay imagen humana capaz de dar una idea, aunque pálida, de la belleza que adquiría cada uno de aquellos jóvenes, en medio de un océano de esplendor tan grande. Entre ellos pude ver a algunos que se encuentran actualmente en el Oratorio y estoy seguro de que, si pudiesen apreciar, aunque sólo fuese la décima parte de la hermosura de que los vi revestidos, estarían dispuestos a sufrir el tormento del fuego, a dejarse descuartizar, a afrontar el más cruel de los martirios, antes que perderla.
Apenas pude reaccionar un poco, después de haber contemplado semejante espectáculo, me volví a mi guía y le dije:
– Pero ¿en tan crecido número de mis jóvenes, son tan pocos los inocentes? ¿Tan contados son los que nunca han perdido la gracia de Dios?
El pastor respondió:
– ¿Cómo? ¿Te parece pequeño su número? Por otra parte, ten presente que los que han tenido la desgracia de perder el hermoso lirio de la pureza, y, por tanto, la inocencia, pueden seguir a sus compañeros por el camino de la penitencia. ¿Ves allá? En aquel prado hay muchas flores; con ellas pueden tejer una corona y una vestidura hermosísima y seguir también a los inocentes en la gloria.
– Dime algo más que yo pueda comunicar a mis jóvenes, añadí entonces.
– Repíteles que si supiesen cuán bella y preciosa es a los ojos de Dios la inocencia y la pureza, estarían dispuestos a hacer cualquier sacrificio para conservarla. Diles que se animen a cultivar esta bella virtud, la cual supera a las demás en hermosura y esplendor. Por algo los castos son los que crescunt tanquam lilia in conspectu Domini. (Crecen como lirios a los ojos del Señor).
Yo quise entonces introducirme en medio de aquellos mis queridos hijos tan bellamente coronados, pero tropecé al andar y me desperté encontrándome en la cama.
Hijos míos: ¿sois todos inocentes? Tal vez entre vosotros hay algunos que lo son y a ellos van dirigidas estas mis palabras. Por caridad: no perdáis un tesoro de tan inestimable valor. ¡La inocencia es algo que vale tanto como el Paraíso, como el mismo Dios! ¡Si hubieseis podido admirar la belleza de aquellos jovencitos recubiertos de flores! El conjunto de aquel espectáculo era tal, que yo habría dado cualquier cosa por seguir gozando de él, y si fuese pintor, consideraría como una gracia grande el poder plasmar en el lienzo, de alguna manera, lo que vi. Si conocieseis la belleza de un inocente, os someteríais a las pruebas más penosas, incluso a la misma muerte, con tal de conservar el tesoro de la inocencia.
El número de los que habían recuperado la gracia, aunque me produjo un gran consuelo, creí, con todo, que sería mayor. También me maravillé de ver a alguno que aquí parece bueno y en el sueño tenía unos cuernos muy grandes y muy gruesos…
Don Bosco terminó haciendo una cálida exhortación a los que habían perdido la inocencia para que se empeñasen voluntariosamente en
recuperar la gracia por medio de la penitencia.
Dos días después, el 18 de junio, el siervo de Dios subía a su tribuna y daba algunas nuevas explicaciones del sueño.
No sería necesaria explicación alguna respecto al sueño, pero volveré a repetir lo que ya os dije. La gran llanura es el mundo, y los distintos parajes y el estado al que fueron llamados aquí todos nuestros jóvenes. El rincón donde estaban los corderos es el Oratorio. Los corderos son todos los jóvenes que estuvieron, están y estarán en el Oratorio. Los tres prados de esta zona, el árido, el verde y el florido, indican los estados de pecado, de gracia y de inocencia. Los cuernos de los corderos son los escándalos dados en el pasado. Había, además, quienes tenían los cuernos rotos, o sea los que fueron escandalosos y después se enmendaron por completo. Todas aquellas cifras que representaban el número 3, y que se veían grabadas en las distintas partes del cuerpo de cada cordero, simbolizan, según me dijo el pastor, tres castigos que Dios enviará a los jóvenes: 1.° Carestía de auxilios espirituales. 2.° Carestía moral, o sea, falta de instrucción religiosa y de la palabra de Dios. 3.° Carestía material, o sea, carencia incluso del alimento. Los jóvenes resplandecientes son los que se encuentran en gracia de Dios y, sobre todo, los que conservan la inocencia bautismal y la bella virtud de la pureza. íQué gloria tan grande les espera a los tales!
Entreguémonos, pues, queridos jóvenes, con el mayor entusiasmo a la práctica de la virtud. El que no esté en gracia de Dios, que la adquiera y después emplee todos los medios necesarios y la ayuda de Dios para conservarse en ella hasta la muerte; pues, si es cierto que no todos podemos estar en compañía de los inocentes y formar corona a Jesús, Cordero Inmaculado, al menos podemos seguir detrás de ellos.
Uno de vosotros me preguntó si estaba entre los inocentes y yo le dije que no, que tenía los cuernos rotos. Me preguntó también si tenía llagas y le dije que sí.
– ¿Y qué significan esas llagas?, me preguntó.
Yo le respondí:
– No temas. Tus llagas están ya casi cicatrizadas y desaparecerán con el tiempo; tales llagas no son deshonrosas, como no lo son las cicatrices de un combatiente, el cual, a pesar de las heridas y de los ataques del enemigo, supo vencer y conseguir la victoria. ¡Por tanto, son cicatrices gloriosas! Pero aún es más honroso combatir en medio del enemigo sin ser herido. La incolumidad del que lo consigue es causa de admiración para todos.
Explicando este sueño, don Bosco dijo también que no pasaría mucho tiempo sin que se dejasen sentir estos tres males; – Peste, hambre y también falta de medios para hacer bien a las almas.
Añadió que no pasarían tres meses sin que sucediese algo de particular.
Este sueño produjo en los jóvenes la impresión y los frutos que había conseguido otras muchas veces con relatos semejantes.
(MB IT VIII 839- 845 / MB ES 713-718)




Nadie asustó a las gallinas (1876)

Ambientada en enero de 1876, la pieza presenta uno de los «sueños» más evocadores de Don Bosco, un instrumento predilecto con el que el santo turinés sacudía y guiaba a los jóvenes del Oratorio. La visión se abre en una llanura inmensa donde los sembradores trabajan afanosamente: el trigo, símbolo de la Palabra de Dios, germinará solo si está protegido. Pero gallinas voraces caen sobre la semilla y, mientras los campesinos cantan versículos evangélicos, los clérigos encargados de la custodia permanecen mudos o distraídos, dejando que todo se pierda. La escena, animada por diálogos ingeniosos y citas bíblicas, se convierte en parábola de la murmuración que apaga el fruto de la predicación y advertencia a la vigilancia activa. Con tonos a la vez paternos y severos, Don Bosco transforma el elemento fantástico en una lección moral incisiva.

En la segunda quincena de enero tuvo el Siervo de Dios un sueño simbólico del que dio cuenta a algunos Salesianos. Don Julio Barberis le pidió que lo contara en público, porque sus sueños gustaban mucho a los muchachos, les hacían mucho bien y con ellos cobraban gran cariño al Oratorio.
– Sí, es verdad, contestó el Beato, hacen mucho bien y se oyen con interés; el único perjudicado soy yo, que necesitaría tener pulmones de hierro. Se puede decir que no hay uno sólo en el Oratorio, que no se sienta movido al oír estas narraciones; porque de ordinario estos sueños se refieren a todos, y cada uno quiere saber en qué estado lo he visto, qué debe hacer, qué significa esto o aquello y así me atormentan día y noche, y si quiero despertar el deseo de confesiones generales, no tengo más que contar un sueño… Escucha, hagamos una cosa. El domingo iré a hablar a los muchachos y tú pregúntame en público. Entonces yo contaré el sueño.
El 23 de enero, después de rezar las oraciones de la noche, subió a la cátedra. Su rostro radiante de alegría manifestaba como siempre su satisfacción por encontrarse con sus hijos. Cuando el juvenil auditorio se fue sosegando y callando, don Julio Barberis pidió la palabra y preguntó:
– Perdone, don Bosco, ¿me permite hacerle una pregunta? -Habla, habla, replicó el siervo de Dios.
– He oído decir que en estas noches pasadas ha tenido un sueño sobre sementera, sembrador, gallinas… y que se lo ha contado ya al clérigo Calvi. ¿Sería tan amable que nos lo quisiera contar también a nosotros? Crea que nos proporcionaría un gran placer.
– ¡Qué curioso!, dijo Don Bosco en tono de reproche. Y la risa fue general.
– No me importa que me llame curioso, con tal de que nos cuente el sueño. Y con estas palabras creo interpretar la voluntad de todos, que ciertamente le escucharán con sumo gusto.
– Si es así os lo contaré. No quería decir nada, porque hay cosas que se refieren a algunos de vosotros en particular, y algunas otras que te interesan también a ti, y que no gusta oírlas; pero como me lo has pedido, las contaré.
– Pero, don Bosco, por favor, si hay algún palo para mí, no me lo vaya a dar aquí en público.
– Yo contaré las cosas como las soñé; que cada uno tome lo que le corresponde. Pero antes es necesario que cada uno recuerde bien, que los sueños se tienen durmiendo y durmiendo no se razona; por eso, si en lo que os voy a contar hay alguna cosa buena, alguna amonestación provechosa, acéptese. Por lo demás que nadie pierda la serenidad. Ya os he dicho que al soñar por la noche yo estaba durmiendo, pues hay algunos que sueñan también de día y algunas veces estando despiertos, con lo que causan verdaderos disgustos a sus profesores convirtiéndose en alumnos un tanto fastidiosos.

Me pareció encontrarme lejos de aquí, cerca de Castelnuovo de Asti, mi pueblo. Tenía ante mí una gran extensión de terreno, situada en una amplia y bella llanura; pero aquellas tierras no eran nuestras, ni yo sabía de quién fuesen.
En aquel campo vi a muchos trabajando con azadas, palas, rastrillos y otras herramientas. Uno araba, otro sembraba, éste allanaba la tierra, aquél hacía otra cosa. Se veían acá y allá los capataces dirigiendo los trabajos y entre estos últimos me pareció encontrarme también yo. Diversos coros de labradores estaban en otra parte cantando. Yo lo observaba todo maravillado y no sabía identificar aquel lugar para mí desconocido, mientras me decía a mí mismo. -Pero ¿por qué trabajan éstos tanto: Y me contestaba: -Para proporcionar el pan a mis muchachos. Y era verdaderamente admirable el ver cómo aquellos buenos agricultores no interrumpían ni por un instante su labor, aplicados constantemente a sus tareas con un ardor creciente y con una diligencia similar. Sólo algunos reían y bromeaban entre sí.
Mientras contemplaba tan hermoso espectáculo, dirigí la vista a mi alrededor y comprobé que me rodeaban algunos sacerdotes y muchos de mis clérigos, unos muy próximos a mí y otros un poco más distantes.
Me decía a mí mismo:
– Debo de estar soñando; mis clérigos están en Turín; aquí, en cambio, estamos en Castelnuovo. Además, ¿cómo puede ser esto? Estoy vestido de invierno de los pies a la cabeza; ayer mismo sentí un frío intensísimo y, en cambio, aquí están sembrando el trigo.
Y me tocaba las manos y continuaba caminando, mientras me decía:
– Pero no, no debe ser un sueño, porque lo que estoy viendo es un campo; este clérigo es el clérigo A… en persona, y aquel otro el clérigo B… además, en el sueño »cómo iba a poder ver esto y lo otro?
Entretanto vi allí cerca, aunque aparte, a un anciano que, por su aspecto, parecía muy benévolo y sensato, entretenido en observarme a mí y a los demás. Me acerqué a él y le pregunté:
– Dígame, buen hombre, ¿qué es lo que estoy viendo?, porque no entiendo nada. ¿Dónde estamos? ¿Quiénes son esos trabajadores? ¿De quién es este campo?
– ¡Oh!, me respondió el desconocido; ¡vaya unas preguntas que me ha hecho! ¿Usted es sacerdote y desconoce estas cosas?
– Pero, vamos, dígame, le repliqué. ¿A usted le parece que estoy soñando o despierto? Porque a mí me parece que estoy soñando y no creo posibles las cosas que estoy viendo.
– Muy posible, mejor dicho, reales, y a mí me parece que usted está completamente despierto. ¿No se da cuenta? Habla, ríe, bromea.
– Sí, pero hay algunos, añadí, a quienes les parece que en el sueño hablan, oyen, trabajan, como si estuviesen despiertos.
– No, no, deseche esa idea; usted está aquí en cuerpo y alma.
– Bien, sea como dice; y, puesto que estoy despierto, dígame de quién es este campo.
– Usted ha estudiado latín, continuó el anciano; ¿cuál es el primer nombre de la segunda declinación que ha estudiado en el Donato?
¿Se acuerda aún?
– Sí que lo recuerdo, pero ¿qué tiene que ver esto con lo que le he preguntado?
– ¡Muchísimo!, replicó el desconocido. Diga, pues, el primer nombre que se estudia en la segunda declinación.
– Es Dominus.
– ¿Y cómo hace el genitivo?
– Domini.
– Bien, muy bien, Domini; este campo, pues, es Domini, del Señor.
– Ya comienzo a entender algo, exclamé.
Estaba maravillado de la manera de proceder de aquel anciano. Entretando vi a varias personas que llegaban con sacos de trigo para sembrarlo y a un grupo de campesinos que cantaban: Exit, qui seminat, seminare semen suum. (Salió el sembrador a sembrar su simiente).
A mí me parecía un crimen arrojar aquella simiente y hacerla pudrir bajo tierra. ¡Era un trigo tan magnífico!
– ¿No sería mejor, decía para mí, molerlo y hacer con él pan o pastas?
Pero después pensé:
– Quien no siembra, no recoge. Si no se arroja a la tierra la semilla y ésta no se pudre ¿qué se recogerá después?
Mientras tanto vi salir de todas partes una cantidad extraordinaria de gallinas que se metían en el sembrado para comerse el trigo que los otros habían arrojado como simiente.
Y el grupo de los cantores prosiguió cantando: Venerunt aves caeli, sustulerunt frumentum et reliquerunt zizaniam. (Vinieron las aves del cielo, se llevaron el trigo y dejaron la cizaña).
Yo di una mirada a mi alrededor y observé a los clérigos que estaban conmigo. Uno, con los brazos cruzados, miraba a los demás con fría indiferencia; otro charlaba con los compañeros; algunos se encogían de hombros, éste miraba al cielo, aquél reía al contemplar el espectáculo, otros proseguían tranquilamente sus recreos y sus juegos, los otros desempeñaban alguna de sus ocupaciones; pero ninguno hacía por espantar las gallinas y echarlas fuera. Yo me volví entonces a ellos muy disgustado y, llamando a cada uno por su nombre, les dije:
– Pero, ¿qué hacéis? ¿No veis que las gallinas se están comiendo el trigo? ¿No veis que están destruyendo la buena simiente, haciendo desvanecerse todas las buenas esperanzas de estos agricultores? ¿Qué recogeremos después? ¿Por qué permanecéis ahí mudos? ¿Por qué no gritáis? ¿Por qué no las espantáis?
Pero los clérigos se encogían de hombros, me miraban y no decían nada.
Algunos ni se volvieron a escucharme; ni se habían fijado en el campo, ni se preocuparon de hacerlo después que yo les hube reprendido.
– ¡Qué necios sois!, continué. Las gallinas tienen ya el buche lleno. ¿No podéis dar unas palmadas, así?
Y, al decir esto, comencé a palmotear, encontrándome verdaderamente embrollado, pues mis palabras no servían para nada. Entonces algunos comenzaron a espantar a las gallinas, pero yo me decía para mí:
– ¡Sí, sí! Ahora que se han comido el trigo van a echar a las gallinas.
Y, mientras tanto, llegó hasta mí el canto del grupo de los campesinos, cuya letra decía: Canes muti nescientes latrare. (Perros mudos que no saben ladrar).
Entonces me dirigí a aquel buen anciano y, entre estupefacto e indignado, le dije:
– ¡Vamos! Deme una explicación de lo que estoy viendo; que no entiendo nada. ¿Qué representa esa semilla arrojada a la tierra?
– ¡Esta es buena!, replicó en anciano. Semen est verbum Dei. (La simiente es la palabra de Dios).
– ¿Y qué quiere decir el hecho de que las gallinas se lo coman como acabo de ver?
El viejo, cambiando de tono de voz, prosiguió:
– ¡Oh! Si quiere una explicación más completa se la daré. El campo es la viña del Señor, de que nos habla el Evangelio, y puede también representar el corazón del hombre. Los agricultores son los obreros evangélicos, que siembran la palabra de Dios especialmente con la predicación. Esta palabra podría producir mucho fruto en el corazón que fuese terreno bien preparado. Pero ¿qué sucede? Que vienen las aves del cielo y se llevan la semilla.
– ¿Qué representan estos animales?
– ¿Quiere que se lo diga? Simbolizan las murmuraciones. Después de oír una plática que podría producir su efecto, comienzan los comentarios con los compañeros. Uno ridiculiza un gesto, otro la voz, otro la palabra del predicador y he aquí que el fruto del sermón desaparece. Otro acusa al predicador de un defecto físico o intelectual; un tercero se ríe de su forma de expresión y el fruto de la plática cae por tierra. Lo mismo habría que decir de una buena lectura, cuyo bien queda obstaculizado por la murmuración. Las murmuraciones son tanto más malas en cuanto que generalmente son secretas, escondidas y viven y crecen donde menos sospechamos. El trigo, aunque caiga en un terreno no muy bien cultivado, nace, crece, alcanza una altura bastante considerable y produce fruto. Cuando sobre un campo recién sembrado se abate la tempestad, el campo queda asolado y no produce mucho fruto, pero algo produce. La mies no será muy vistosa, pero las plantas crecerán; darán poco fruto, pero algunos darán… En cambio, cuando las gallinas o los pájaros picotean la simiente, ya no hay nada que hacer: el campo no producirá ni poco ni mucho; no producirá fruto de ninguna clase. De la misma manera, si las pláticas, si las exhortaciones, si los buenos propósitos son seguidos de una distracción, de una tentación, etc. dará menos frutos; pero cuando hay murmuraciones, hablar mal o cosas parecidas, aquí no es poco lo que importa, sino que hay todo lo que inmediatamente se quita ¿A quién le corresponde vencer, insistir, gritar, vigilar, para que estas murmuraciones, para que estas malas conversaciones no se produzcan? ¡Usted lo sabe!
– Pero, ¿qué es lo que hacían aquellos clérigos?, le pregunté. ¿Acaso no podían ellos impedir tan gran mal?
– Nada impidieron, prosiguió el anciano. Unos estaban observando como estatuas mudas; otros no se fijaban, no pensaban, no veían o estaban con los brazos cruzados; otros no tenían valor para impedir tal mal; algunos, aunque pocos, se unían a los murmuradores, tomando parte en sus maledicencias y haciendo el oficio de destructores de la palabra de Dios. Tú que eres sacerdote, insiste sobre esto: predica, exhorta, habla, no tengas nunca miedo de decir demasiado; todos saben que el poner en ridículo a quien predica, a quien exhorta, a quien da buenos consejos es una de las cosas que pueden ocasionar mayor mal. Y el permanecer mudo cuando se ve algún desorden y el no impedirlo, especialmente si se puede y se debe, es hacerse cómplice del mal de los demás.
Yo, impresionado al oír estas palabras, quería seguir mirando, observando esto y aquello, amonestar a los clérigos y animarlos a cumplir con sus deberes. Pero vi que se aprestaban ya a poner en fuga a las gallinas. Al avanzar unos pasos, tropecé con un rastrillo de los de extender la tierra, que había sido dejado allí, y me desperté.
Ahora dejémoslo todo a un lado y saquemos alguna moraleja. Veamos qué le parece este sueño a Don Julio Barberis.
– Que es un garrotazo con todas las de la ley y que al que le da de lleno no lo deja bien parado.
– Cierto, replicó Don Bosco; es una lección de la que hemos de sacar provecho. No lo olvidéis, queridos jóvenes; evitad entre vosotros toda suerte de murmuración, considerándola como el mayor de los males; huid de ella como se huye de la peste y procurad no sólo evitarla, sino haced que los demás también la eviten. Algunas veces, unos consejos santos, unas obras extraordinariamente buenas, no hacen tanto bien como el que consigue impedir una murmuración o una palabra que pueda dañar a los demás. Armémonos de valor y combatámosla valientemente. No hay peor desgracia que hacer perder su eficacia a la palabra de Dios. Y a veces basta una palabra, basta una broma.
Os he contado un sueño que tuve hace varias noches, pero la noche pasada soñé algo que deseo también narraros. No es aún muy tarde, son apenas las nueve y, por tanto, tengo tiempo de exponéroslo. Por lo demás, procuraré no ser muy largo.
Me pareció, pues, encontrarme en un lugar que ahora no sabría decir qué lugar fuese; ciertamente no era Castelnuevo y tampoco el Oratorio. Y llegó uno a toda prisa a   llamarme:
– ¡Don Bosco, venga! ¡Don Bosco, venga!
– ¿Por qué tanta prisa?, pregunté.
– ¿No sabe lo que ha sucedido?
– No sé lo que quieres decirme; explícate mejor, repliqué con cierta inquietud.
– ¿No sabe que fulano, tan bueno, tan lleno de brío está gravemente enfermo; mejor dicho, moribundo?
– No creo que quieras burlarte de mí, le dije, porque precisamente esta mañana he estado hablando y paseando con ese muchacho que me dices está moribundo.
– ¡Ah! Don Bosco, no quiero engañarle y me creo en la obligación de decirle toda la verdad. El joven en cuestión necesita urgentemente de su presencia y desea verle      y hablarle por última vez. Venga, venga pronto, porque de otra manera ya no tendrá tiempo.
Yo, sin saber adónde, marché a toda prisa detrás de aquél. Llego a cierto lugar y veo a gente triste y llorosa que me dice:
– Pronto, pronto, que está en las últimas.
– Pero ¿qué es lo que ha sucedido?, pregunté.
Y me introdujeron en una habitación, en la que vi a un joven acostado, con el rostro descompuesto, color cadavérico y una tos, una respiración y un ronquido que lo ahogaba y apenas le permitía hablar.
– Pero no eres fulano?, le dije.
– Sí, soy yo.
– ¿Cómo te encuentras?
– Muy mal.
– ¿Y cómo te veo en tal estado? ¿Ayer y esta misma mañana, no paseabas tranquilamente bajo los pórticos?
– Sí, replicó el joven, ayer y esta mañana paseábamos bajo los pórticos; pero, ahora, dese prisa que necesito confesarme; me queda muy poco tiempo.
– Calma, calma; hace pocos días que te has confesado.
– Es cierto, y no creo tener culpa grave en mi corazón; pero, a pesar de ello quiero recibir por última vez la santa absolución, antes de presentarme al Divino Juez.
Yo escuché su confesión. Y entretanto observé que iba empeorando visiblemente y que la tos estaba a punto de ahogarlo. -Aquí es necesario proceder a toda prisa, dije para mí, si quiero que reciba aún el Santo Viático y la Extremaunción. El Viático no lo podrá recibir porque necesitaría más tiempo para prepararse o porque no podría tragar la forma. ¡Pronto, los Santos Oleos!
Y, diciendo esto, salí de la habitación y mandé inmediatamente a un individuo por la bolsa de los Santos Oleos. Los jóvenes que se hallaban presentes me preguntaron:
– Pero ¿está realmente en peligro? ¿Está en las últimas como dicen?
– Seguro, respondí, ¿no veis que tiene la respiración cada vez más difícil y que la tos le sofoca?
– Pero sería mejor traerle el Viático, y, así fortalecido, enviarlo a los brazos de María.
Y mientras yo me afanaba preparando lo necesario, oí una voz que dijo:
– ¡Ya expiró!
Volví a entrar en la habitación y me encontré al enfermo con los ojos extraviados, sin respiración, muerto.
– ¿Ha muerto?, pregunté a los que lo asistían.
– ¡Ha muerto, me respondieron, ha muerto!
– ¿En tan poco tiempo? Decidme: ¿no es éste fulano?
– Sí, es fulano.
– No puedo dar crédito a mis ojos. Ayer mismo estaba paseando conmigo bajo los pórticos.
– Ayer paseaba y hoy está muerto, me replicaron.
– Por suerte era un joven bueno, exclamé.
Y proseguí diciendo a los que estaban a mi alrededor:
– ¿Veis, veis? Este no ha podido ni siquiera recibir el Viático, ni la Extremaunción. Demos con todo gracias al Señor que le concedió tiempo para confesarse. Era un muchacho muy bueno, se acercaba a menudo a los Santos Sacramentos y esperamos que esté gozando ya de la felicidad de la gloria, o al menos, que esté en el Purgatorio. Pero, si les hubiese sucedido a otros lo mismo, ¿qué sería ahora de ellos?
Dicho esto nos pusimos todos de rodillas y rezamos el De profundis por el alma del pobre difunto.
Entretanto, iba yo a mi habitación, cuando vi llegar a Ferraris de la librería, el cual me dijo acongojado:
– Don Bosco, ¿sabe lo que ha sucedido?
– Claro que lo sé. Que ha muerto fulano.
– No es lo que quiero decirle; hay otros dos muertos.
– ¿Cómo? ¿Qué?
– Tal y tal.
– Pero ¿cuándo han muerto? No te entiendo.
– Sí, otros dos, que han muerto antes de que usted llegase.
– ¿Y por qué no me habéis llamado?
– No hubo tiempo. ¿Usted sabe decirme cuándo ha muerto éste de aquí?
– Ahora mismo, le respondí.
– ¿Usted sabe en qué día y en qué mes estamos?, prosiguió Ferraris.
– Sí que lo sé; estamos a 22 de enero, segundo día de la novena de San Francisco de Sales.
– No, dijo Ferraris, usted se equivoca, don Bosco; fíjese bien. Levanté los ojos al calendario y leí: 26 de mayo.
– ¡Esto sí que es grande!, exclamé. Estamos en enero y me lo dice la ropa que llevo puesta; nadie se viste en mayo de esta manera; en mayo no estaría encendida la calefacción.
– Yo no sé qué decirle, ni qué razón darle, pero estamos a 26 de mayo.
– Pero si ayer mismo murió este nuestro compañero y estábamos en enero.
– Se equivoca, insistió Ferraris, estábamos en tiempo de Pascua.
– Esta es más gorda que la anterior.
– Sí, señor, seguro, en tiempo de Pascua; estábamos en tiempo de Pascua y fue más dichoso por morir en tiempo de Pascua que los otros dos que murieron en el mes de María.
– Tú te burlas, le dije, explícate mejor, porque de otra manera no comprendo nada.
Abrió los brazos, golpeó las manos una contra otra, fuerte, muy fuerte. Y yo me desperté. Entonces exclamé:
– Oh, afortunadamente se trata de un sueño y no de una realidad. ¡Qué miedo he tenido!
Tal es el sueño que tuve la noche pasada. Vosotros dadle la importancia que queráis. Yo mismo no quiero prestarle enteramente fe. Con todo, hoy he querido comprobar, si los que vi muertos en el sueño estaban aún vivos, y he constatado que están sanos y robustos. Ciertamente que no es conveniente que manifieste, y no lo diré, quiénes son. Con todo los vigilare y, si fuese necesario, les daré algún     consejo para que vivan bien y los prepararé de forma que no se den cuenta; para que, si en realidad tuviesen que morir, la muerte no les sorprenda sin estar preparados. Pero que nadie comience a decir: ¿Será éste, será el otro? Cada uno piense en sí mismo.
Ferraris, era el coadjutor Juan Antonio Ferraris, librero. Que nada de esto os intranquilice. El efecto que este relato debe causar en vosotros es sencillamente el que nos sugirió el Divino Salvador en el Evangelio: Estote parati, quia, qua hora non putatis, filius hominis veniet. Es ésta una gran advertencia, queridos jóvenes, que nos hace el Señor. Estemos siempre preparados, porque en la hora en que menos lo pensemos puede llegar la muerte y el que no está preparado para morir bien, corre grave peligro de morir mal. Yo me prepararé lo mejor que pueda. y vosotros debéis hacer lo mismo, a fin de que a cualquier hora que al Señor le plazca llamarnos, podamos estar dispuestos a pasar a la eternidad feliz. Buenas noches.

Las palabras de don Bosco se escuchaban siempre en medio de un religioso silencio; pero cuando contaba cosas extraordinarias, entre los centenares de jóvenes que le escuchaban, no se oía un carraspeo ni el más leve ruido con los pies. La impresión causada duraba semanas y meses y, tras la impresión, se producían los cambios radicales de conducta en algunos díscolos. Después aumentaba la clientela alrededor del confesonario del siervo de Dios. El suponer que él inventaba aquellos relatos para asustar y hacer cambiar la vida a los jóvenes, a nadie se le ocurría, pues los vaticinios de muertes próximas se cumplían siempre y ciertos estados de conciencia, vistos en los sueños, respondían a la realidad.
¿Pero el temor producido por tan lúgubres predicciones no era una pesadilla opresora? No es creíble. Numerosas eran las posibilidades y suposiciones que se ofrecían ante una multitud de más de ochocientos muchachos, para que cada uno de ellos se sintiese preocupado. Por otra parte, la creencia generalmente admitida de que quien moría en el Oratorio iba al Paraíso y el hecho de que don Bosco preparaba a los designados sin que se diesen cuenta, contribuía a desterrar de los ánimos todo temor. Además, sabemos cuán grande es la volubilidad juvenil; de momento la fantasía se siente herida e impresionada, pero el recuerdo que tal efecto produce se borra pronto. Así nos lo aseguran numerosos testigos de aquellos tiempos.
Una vez que los jóvenes marcharon a dormir, algunos hermanos que ((49)) rodeaban al siervo de Dios, lo abrumaron a preguntas para saber si algunos de ellos eran los que debían morir. Don Bosco, sonriendo según su costumbre y moviendo la cabeza, les decía:
– ¡Ya! ¡Ya! ¿Queréis que os diga quién es, para hacer morir a alguno antes de tiempo?
Viendo que no conseguían nada, le preguntaron si en el primer sueño vio también a algún clérigo haciendo el oficio de las gallinas, esto es, entregado a la murmuración.
Don Bosco, que estaba caminando, se detuvo, observó a sus interlocutores y con una sonrisa muy significativa a flor de labios, añadió:
– Alguno, alguno había; eran pocos, pero no digo más.
Entonces le preguntaron que les dijese si estaban ellos entre los perros mudos.
El siervo de Dios respondió de una manera muy genérica, haciendo observar que era necesario estar sobre aviso para evitar las murmuraciones y, en general, todos los desórdenes, y sobre todo las malas conversaciones.
– ¡Ay del sacerdote y del clérigo, dijo, que estando encargado de la vigilancia ve los desórdenes y no los impide! Deseo que todos sepan y entiendan que con la palabra «murmuraciones» yo no entiendo indicar solamente a los que cortan trajes, sino que me refiero a toda palabra, a todo mote, toda conversación que pueda hacer frustrar en un compañero el fruto de la palabra de Dios. Además, quiero hacer constar que es un gran mal el permanecer mano sobre mano cuando se conoce algún desorden, sin hacer nada para impedirlo o no procurar que lo ataje quien debe y puede hacerlo.
Uno de los más inquietos dirigió al siervo de Dios una pregunta bastante atrevida:
– ¿Y por qué don Julio Barberis entra en el sueño? Usted dijo que había algo para él y él mismo parece que se esperaba un buen estacazo…
El propio don Julio Barbaris estaba presente y, al principio, parecía que don Bosco se resistía a contestar. Pero después, habiendo quedado con el Beato algunos sacerdotes nada más; y como por otra parte el interesado mostrase su conformidad, el Beato dijo:
– Es que Don Julio Barberis no predica bastante sobre este punto, no insiste sobre esto cuanto fuera de desear.
Don Julio Barberis manifestó que ni en el año pasado, ni durante el año en curso había tratado con detención estas materias en sus conferencias a los novicios; se sintió, pues, complacido al recibir esta observación y la tuvo presente para el porvenir.
Dicho esto, subieron todos las escaleras y, después de besar la mano a don Bosco, cada uno se retiró a descansar. Todos, menos Barberis que, según lo acostumbrado, acompañó al siervo de Dios hasta la puerta de su habitación. Don Bosco, al comprobar que estaba aún preocupado y que no habría podido dormir por la impresión recibida por las cosas expuestas, le hizo entrar en su despacho, cosa desacostumbrada en él, diciéndole:
– Ya que tenemos todavía tiempo, demos algunos paseos por la habitación.
Y así continuó hablando con él por espacio de media hora. Entre otras cosas le dijo:
– En el sueño los he visto todos y en el estado en que cada uno se encontraba: si hacía las veces de gallina, de perro mudo, si estaba en el número de los que después de ser avisados comenzaron a trabajar o entre los que no se movieron. De todos estos datos yo me sirvo en las confesiones, para exhortar en público y en privado, siempre que veo que mis palabras pueden hacer algún bien. Al principio no hacía gran caso de estos sueños, pero después me di cuenta de que causan más efecto que muchos sermones, incluso para algunos son más eficaces que una tanda de ejercicios espirituales; por eso me sirvo de ellos. ¿Y por qué no? En la Sagrada Escritura se lee: Omnia autem probate: quod bonum est tenete. Veo que ayudan a hacer el bien, veo que agradan, ¿por qué mantenerlos secretos? Incluso he podido observar que contribuyen a aficionar a muchos a la Congregación.
– Yo mismo he comprobado, le interrumpió Barberis, de cuánta utilidad han sido estos sueños y cuán saludables son. Incluso narrados en otra parte, hacen mucho bien. Donde don Bosco es conocido se puede decir que son sueños suyos; donde no es conocido se pueden presentar como una especie de parábolas. ¡Oh, si se pudiese hacer una recopilación exponiéndolos en forma de parábolas! Serían leídos      por grandes y pequeños, en beneficio de sus almas.
– Sí, sí; harían mucho bien, estoy convencido de ello.
– Pero, tal vez, se lamentó don Julio Barberis, ninguno lo ha consignado por escrito.
– Yo, replicó el siervo de Dios, no tengo tiempo para ello y de muchos, ya no me acuerdo.
– Los que yo recuerdo continuó don Julio Barberis, son los que se refieren al progreso de la Congregación y a la dilatación del manto de la Virgen…
– ¡Ah, sí!, exclamó don Bosco.
E hizo referencia a varias visiones de esta clase. Adoptando después un aire grave y como turbado, prosiguió:
– Cuando pienso en la responsabilidad que pesa sobre mí en la posición en que me encuentro, tiemblo de pies a cabeza… ¡Qué cuenta tan tremenda tendré que dar a Dios de todas las gracias que nos ha concedido para la buena marcha de nuestra Congregación!
(MB IT XII, 40-51 / MB ES XII 44-53)

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La Décima Colina (1864)

El sueño de la «Décima Colina», narrado por Don Bosco en octubre de 1864, es una de las páginas más evocadoras de la tradición salesiana. En él, el santo se encuentra en un valle inmenso lleno de jóvenes: algunos ya en el Oratorio, otros aún por conocer. Guiado por una voz misteriosa, debe conducirlos más allá de un escarpado terraplén y luego a través de diez colinas, símbolo de los diez mandamientos, hacia una luz que prefigura el Paraíso. El carro de la Inocencia, las huestes penitenciales y la música celestial dibujan un fresco educativo: muestran la dificultad de preservar la pureza, el valor del arrepentimiento y el papel insustituible de los educadores. Con esta visión profética, Don Bosco anticipa la expansión mundial de su obra y el compromiso de acompañar a cada joven en el camino de la salvación.

Don Bosco había soñado la noche precedente. Al mismo tiempo, un joven llamado C… E…, de Casal Monferrato, tuvo también el mismo sueño, pareciéndole que se encontraba con don Bosco y que hablaba con él. Al levantarse estaba tan impresionado que fue a contar cuanto había soñado a su profesor, el cual le aconsejó que se entrevistara con el siervo de Dios. El joven obedeció inmediatamente y se encontró con don Bosco, que bajaba las escaleras en su busca para hacer lo mismo.
Le pareció encontrarse en un extensísimo valle ocupado por millares y millares de jovencitos; tantos eran, que el siervo de Dios no creyó nunca hubiese tantos muchachos en el mundo. Entre aquellos jóvenes vio a los que estuvieron y a los que están en la casa y a los que un día estarían en ella. Mezclados con ellos estaban los sacerdotes y los clérigos de la misma.
Una montaña altísima cerraba aquel valle por un lado. Mientras don Bosco pensaba en lo que haría con aquellos muchachos, una voz le dijo:
– ¿Ves aquella montaña? Pues bien, es necesario que tú y los tuyos ganen su cumbre.

Entonces, él dio orden a todas aquellas turbas de encaminarse al lugar indicado. Los jóvenes se pusieron en marcha y comenzaron a escalar la montaña a toda prisa. Los sacerdotes de la casa corrían delante animando a los muchachos a la subida, levantaban a los caídos y cargaban sobre sus espaldas a los que no podían proseguir a causa del cansancio. Don Miguel Rúa, con las bocamangas de la sotana arremangadas, trabajaba más que ninguno y, tomando a los muchachos de dos en dos, los lanzaba por el aire en dirección a la montaña, sobre la cual caían de pie, y correteaban después alegremente por una y otra parte.
Don Juan Cagliero y don Juan Bautista Francesia recorrían las filas gritando:
– ¡Animo, adelante! ¡Adelante, ánimo!
En poco más de una hora aquellos numerosos grupos de jóvenes habían alcanzado la cumbre; don Bosco también había ganado la meta.
– ¿Y ahora qué hacemos?, dijo.
Y la voz añadió:
Debes recorrer con tus jóvenes esas diez colinas que contemplas ante tu vista, dispuestas una detrás de otra.
– Pero ¿cómo podremos soportar un viaje tan largo, con tantos muchachos tan pequeños y tan delicados?
– El que no pueda caminar con sus pies, será transportado, se le respondió.
Y he aquí que, en efecto, apareció por un extremo de la colina un magnífico carruaje. Tan hermoso era que resultaría imposible describirlo, pero algo se puede decir. Tenía forma triangular y estaba dotado de tres ruedas que se movían en todas direcciones. De los tres ángulos partían tres astas que se unían en un punto sobre el mismo carruaje formando como la techumbre de un cobertizo. Sobre el punto de unión se levantaba un magnífico estandarte en el que estaba escrita con caracteres cubitales, esta palabra: Inocencia. Una franja corría alrededor de todo el carruaje formando orla en la cual aparecía la siguiente inscripción: Adjutorium Dei Altissimi Patris et Filii et Spiritus Sancti (Ayuda del Altísimo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo).
El vehículo, que resplandecía como el oro y que estaba guarnecido de piedras preciosas, avanzó hasta colocarse en medio de los jóvenes. Después de recibida la orden, muchos niños subieron a él. Eran quinientos. ¡Apenas quinientos, entre tantos millares de jóvenes, eran todavía inocentes!
Una vez ocupado el carro, don Bosco pensaba por qué camino habría de dirigirse, cuando vio abrirse ante sus ojos un camino ancho y cómodo, pero todo cubierto de espinas. De pronto aparecieron seis jóvenes que habían muerto en el Oratorio, vestidos de blanco y enarbolando una hermosísima bandera en la que se leía: Penitencia. Estos fueron a colocarse a la cabeza de todas aquellas falanges de muchachos que habían de continuar el viaje a pie. Seguidamente se dio la señal de partida. Muchos sacerdotes se lanzaron a los varales del carruaje, que comenzó a moverse, tirado por ellos. Los seis jóvenes vestidos de blanco les siguieron. Detrás iba toda la muchedumbre de muchachos. Acompañados de una música hermosísima, indescriptible; los que iban en el carruaje entonaron el Laudate, pueri, Dominum (Alabad, niños, al Señor).
Don Bosco proseguía su camino como embriagado por aquella melodía del cielo, cuando se le ocurrió mirar hacia atrás para comprobar si todos los jóvenes le seguían. Pero ¡oh doloroso espectáculo! Muchos se habían quedado en el valle y muchos otros se habían vuelto atrás. Con indecible dolor, decidió rehacer el camino para persuadir a aquellos insensatos a que continuasen en la empresa y para ayudarles a seguirle. Pero se le prohibió terminantemente.
– Si no les ayudo, estos pobrecitos se perderán, exclamó él.

– Peor para ellos, le fue respondido; fueron llamados como los demás y no quisieron seguirte. Han visto el camino que hay que recorrer y eso basta. Don Bosco quería replicar; rogó, insistió, pero todo fue inútil.
– También tú tienes que obedecer, le dijeron. Y tuvo que proseguir el camino.
Aún no se había rehecho de este dolor, cuando sucedió otro lamentable incidente:
Muchos de los chicos que se encontraban en el carruaje, poco a poco, habían caído a tierra. De los quinientos, apenas si quedaban ciento cincuenta bajo el estandarte de la inocencia.
A don Bosco le parecía que el corazón le iba a estallar en el pecho por la insoportable angustia. Abrigaba, con todo, la esperanza de que aquello fuese solamente un sueño; hacía toda clase de esfuerzos para despertarse, pero cada vez se convencía más de que se trataba de una terrible realidad. Daba palmadas y oía el ruido producido por sus manos; gemía y percibía sus gemidos resonando en la habitación, quería disipar aquella terrible pesadilla, pero no podía.

– ¡Ah, mis queridos jóvenes!, exclamó al llegar a este punto de la narración del sueño, yo he visto y he reconocido a los que se quedaron en el valle; a los que se volvieron atrás y a los que cayeron del carruaje. Os reconocí a todos. Pero no lo dudéis: haré toda suerte de esfuerzos a mi alcance para salvaros. Muchos de vosotros invitados por mí a confesarse, no respondisteis a mi llamada. Por caridad, salvad vuestras almas.
Muchos de los chicos que cayeron del carro fueron a colocarse poco a poco entre las filas de los que caminaban detrás de la segunda bandera. Entretanto, la música del carro continuaba siendo tan dulce, que el dolor de don Bosco fue desapareciendo. Habían pasado ya siete colinas y al llegar a la octava, la muchedumbre de jóvenes llegó a un bellísimo poblado en el que se tomó un poco de descanso. Las casas eran de una riqueza y de una belleza indescriptibles.
Al hablar a los jóvenes sobre aquel lugar, exclamó don Bosco:
– Os diré con santa Teresa lo que ella afirmó del Paraíso: son cosas que si se habla de ellas pierden valor, porque son tan bellas que es inútil esforzarse en describirlas. Por tanto, sólo añadiré que las columnas de aquellas casas parecían de oro, de cristal y de diamante al mismo tiempo, de forma que producían una grata impresión, saciaban a la vista e infundían un gozo extraordinario. Los campos estaban repletos de árboles en cuyas ramas aparecían, al mismo tiempo, flores, yemas, frutos maduros y frutos verdes. Era un espectáculo encantador.
Los jovencitos se desparramaron por todas partes; atraídos unos por una cosa, otros por otra, y deseosos al mismo tiempo de probar aquellas frutas.
Fue en este poblado donde aquel joven de Casale se encontró con don Bosco y sostuvo con él un largo diálogo. Ambos recordaban después las preguntas y respuestas de la conversación que habían mantenido. ¡Singular combinación de dos sueños!
Don Bosco experimentó aquí otra extraña sorpresa. Vio de pronto a sus jóvenes como si se hubiesen tornado viejos; sin dientes, con el rostro lleno de arrugas, el cabello blanco; encorvados, caminando con dificultad, apoyados en un bastón. El siervo de Dios estaba maravillado de aquella metamorfosis, pero la voz le dijo:
– Tú te maravillas; pero has de saber que no hace horas que saliste del valle, sino años y años. Ha sido la música la que ha hecho que el camino te pareciera corto. En prueba de lo que te digo, observa tu fisonomía y te convencerás de que estoy diciendo la verdad. Entonces le fue presentado un espejo a don Bosco. Se miró en él y comprobó que su aspecto era el de un hombre anciano, de rostro cubierto de arrugas y de boca desdentada.

La comitiva, entretanto, volvió a ponerse en marcha y los jóvenes manifestaban deseos, de cuando en cuando, de detenerse para contemplar aquellas cosas nuevas. Pero don Bosco les decía: -Adelante, adelante, no necesitamos nada; no tenemos hambre, no tenemos sed; por tanto, prosigamos adelante.
(Al fondo, en la lejanía, sobre la décima colina despuntaba una luz que iba siempre en aumento, como si saliese de una maravillosa puerta.) Volvió a oírse nuevamente el canto, tan armonioso, que solamente en el Paraíso se puede oír y gustar una cosa igual. No era una música instrumental, ni parecía de voces humanas. Era algo imposible de describir, y tanto fue el júbilo que inundó el alma de Don Bosco, que se despertó encontrándose en el lecho.
He aquí cómo explicó el siervo de Dios su sueño:
– El valle es el mundo. La montaña, los obstáculos que impiden despegarnos de él. El carro, lo entendéis. Los grupos de jóvenes a pie, son los que, perdida la inocencia, se arrepintieron de sus pecados.
Don Bosco añadió también que las diez colinas representaban los diez mandamientos de la ley de Dios, cuya observancia conduce a la vida eterna.
Después añadió que, si había necesidad de ello, estaba dispuesto a decir confidencialmente a algunos jóvenes el papel que desempeñaban en el sueño, si se quedaron en el valle o si se cayeron del carruaje.
Al bajar don Bosco de la tribuna, el alumno Antonio Ferraris se acercó a él y le contó ante nosotros, que oímos sus palabras, que en la noche anterior había soñado que se encontraba en compañía de su madre, la cual le había preguntado que, si para la fiesta de Pascua, iría a casa a pasar unos días de vacaciones, y que él había dicho que antes de dicha fiesta habría volado al Paraíso. Después, confidencialmente, dijo algunas palabras al oído de don Bosco. Antonio Ferraris murió el 16 de marzo de 1865.
Nosotros escribimos el sueño inmediatamente, y la misma noche del 22 de octubre de 1864, añadimos al final la siguiente apostilla: «Tengo la seguridad de que don Bosco en sus explicaciones procuró velar lo que el sueño tiene de más sorprendente, al menos respecto a algunas circunstancias. La explicación de los diez mandamientos no me satisface. La octava colina sobre la cual don Bosco hace una parada y se contempla en el espejo tan anciano, creo que quiere indicar que el siervo de Dios moriría pasados los sesenta años. El futuro hablará».
Este futuro es ya pasado y hemos de ratificar nuestra opinión. El sueño indicaba a don Bosco la duración de su vida. Confrontemos con éste el de la Rueda, que sólo pudimos conocer unos años después. Las vueltas de la rueda proceden por decenios: y así se avanza de una a otra colina, de diez en diez años. Las colinas son diez, representando unos cien años, que es el máximo de la vida del hombre. En el primer decenio vemos a don Bosco, aún niño, comenzando su misión entre sus compañeros de I Becchi, dando así principio a su viaje; después comprobamos cómo recorre siete colinas, esto es, siete decenios, llegando, por tanto, a los setenta años de edad, sube a la octava colina y en ella descansa: contempla casas y campos maravillosos, o mejor dicho, su Pía Sociedad, que ha crecido y producido frutos por la bondad infinita de Dios. El camino a recorrer en la octava colina es aún largo y el siervo de Dios emprende la marcha; pero no llega a la novena colina porque se despierta antes. Y así finalizó su carrera en el octavo decenio, pues murió a los setenta y dos años y cinco meses de edad.
¿Qué opina el lector de todo esto? Añadiremos que a la noche siguiente, habiéndonos preguntado don Bosco a nosotros mismos, cuál era nuestro pensamiento sobre este sueño, le respondimos que nos parecía que no se refería solamente a los jóvenes, sino que también quería significar la dilatación de la Pía Sociedad por todo el mundo.
– Pero ¿cómo?, replicó uno de nuestros hermanos; tenemos ya los colegios de Mirabello y de Lanzo y se abrirá alguno más en el Piamonte. ¿Qué más quieres?
– Son muy diferentes los destinos anunciados por el sueño.
Y don Bosco aprobaba sonriente nuestra opinión.
(MB IT VII, 796-802 / MB ES VII, 677-683)




Los corderitos y la tormenta de verano (1878)

El relato onírico que sigue, narrado por Don Bosco la tarde del 24 de octubre de 1878, es mucho más que un simple entretenimiento vespertino para los jóvenes del Oratorio. A través de la delicada imagen de los corderitos sorprendidos por una violenta tormenta de verano, el santo educador dibuja una vívida alegoría de las vacaciones escolares: un tiempo aparentemente despreocupado, pero cargado de peligros espirituales. El prado acogedor representa el mundo exterior, el granizo simboliza las tentaciones, mientras que el jardín protegido alude a la seguridad que ofrece la vida de gracia, los sacramentos y la comunidad educativa. En este sueño, que se convierte en catequesis, Don Bosco recuerda a sus muchachos —y a nosotros— la urgencia de vigilar, recurrir a la ayuda divina y apoyarse mutuamente para regresar íntegros a la vida cotidiana.

            Sobre la salida de los jóvenes para las vacaciones de este año y sobre el regreso, no quedó consignada noticia alguna, a excepción de un sueño relacionado con los efectos que este tiempo de asueto suele acarrear. Don Bosco lo contó en la noche del 24 de octubre. Apenas anunció que iba a proceder a su narración, las manifestaciones de satisfacción fueron grandes.

            Estoy muy contento de volver a ver al ejército de mis hijos armados contra diabolum. Esta expresión, aunque latina, la comprende hasta el mismo Cottino.
Tendría que deciros muchas cosas, porque es la primera vez que os hablo después de las vacaciones; pero ahora os quiero contar un sueño. Vosotros sabéis que los sueños se tienen durmiendo y que no hay que hacerles mucho caso, pero si no hay mal ninguno en no creer en ellos, tal vez tampoco lo hay en creer en ellos, pudiéndonos servir a veces de lección, como, por ejemplo, éste.
            Me encontraba en Lanzo durante la primera tanda de ejercicios y estaba durmiendo, cuando, como os he dicho, tuve un sueño. Parecióme estar en un lugar que no sabría identificar, pero se hallaba próximo a un pueblo en el que se veía un jardín y junto a éste un amplísimo prado. Estaba en compañía de algunos amigos que me invitaron a entrar en el jardín. Penetré en él y vi una multitud de corderillos que saltaban, corrían y hacían mil cabriolas según su costumbre. Cuando he aquí que se abrió una puerta que ponía en comunicación con el prado, y los corderillos corrieron a él para pastar.
            Muchos, sin embargo, no se preocuparon en salir, sino que se quedaron en el jardín, e iban de un lado para otro despuntando algunas hierbecillas alimentándose de esta manera, puesto que no había hierba en tanta abundancia como en el prado, al que había salido el mayor número de aquellos animales. -Voy a ver qué es lo que hacen estos animales ahí fuera, me dije. Fuimos al prado y los vi paciendo tranquilamente. Mas he aquí que de pronto se oscurece el cielo, brillan los relámpagos, retumba el trueno y se aproxima una tempestad.
            – Qué será de estos animales si los pilla la tormenta?, me decía yo. Vamos a ponerlos a salvo. Y comencé a llamarlos. Después, yo por una parte y mis compañeros por otras, procurábamos llevarlos hacia la entrada del jardín. Pero ellos no querían entrar; uno corría por aquí, otro escapaba por allá, nosotros intentábamos perseguirlos, ¡pero que si quieres!, ellos eran más veloces que nuestras piernas. Entretanto comenzaron a caer densas gotas, después a llover intensamente y yo no conseguía reunir el ganado. Una o dos ovejas entraron afortunadamente en el jardín, pero las demás, y eran muchísimas, continuaron en el prado. -Bien, si no quieren entrar en el jardín, peor para ellas, dije yo. Vamos a retirarnos nosotros. Y así lo hicimos.
            En el jardín había una fuente sobre la cual se veía escrito con caracteres cubitales: Fons signatus, fuente sellada. Estaba cerrada, pero de pronto se abrió, el agua subió hacia la altura y se dividió formando un arco iris, semejante a una bóveda, como la de este pórtico.
            Entretanto menudeaban cada vez más los relámpagos, seguidos de fragorosos truenos, y comenzó a granizar. Nosotros, con todos los corderillos que estaban en el jardín, nos amparamos y cobijamos bajo aquella bóveda maravillosa donde no penetraba el agua ni el granizo.
            – Pero ¿qué es esto?, preguntaba yo a los amigos. ¿Qué será de los pobrecillos que han quedado fuera?
            – Ya verás, me dijeron. Mira la frente de estos corderos, ¿qué observas?
            Me fijé y vi que sobre la frente de cada uno estaba escrito el nombre de un muchacho del Oratorio.
            – ¿Qué es esto?, pregunté.
            – ¡Verás, verás!
            Entretanto, yo no podía detenerme más y quise salir para ver qué les había sucedido a los pobres corderillos que estaban en el prado. -Recogeré a los que hayan muerto y los enviaré al Oratorio, pensaba entre mí. Pero, al salir de debajo de aquel arco, la lluvia caía sobre mí y vi a aquellas pobres bestezuelas tendidas en tierra, moviendo las patas intentando levantarse para dirigirse hacia el jardín; pero no podían andar. Abrí la puerta, levanté la voz, más sus esfuerzos eran inútiles. La lluvia y el granizo continuaban azotándolas de tal manera que infundían lastima; una era herida en la cabeza, otra en la quijada, ésta en un ojo, aquélla en una pata, otras en diversas partes del cuerpo.
            Después de algún tiempo, la tempestad cesó por completo.
            – Observa, me dijo el que estaba a mi lado, la frente de estos corderos.
            Y vi escrito en el lugar indicado el nombre de cada uno de los muchachos del Oratorio.
            – Conozco al muchacho que lleva este nombre, me dije; y no me parece precisamente un corderillo.
            – Verás, verás, me fue respondido.
            Seguidamente me presentaron un vaso de oro con tapadera de plata y al mismo tiempo escuché estas palabras:
            – Toca con tu mano untada en este bálsamo las heridas de estos animales y curarán inmediatamente.
            Yo, entonces, comencé a llamarlos:
            – ¡Brrr, brrr! No se movían. Repetí la llamada y nada; intenté acercarme a uno y se apartó arrastrándose. Yo les seguía, pero el juego volvía a repetirse. – ¿No quiere? ¡Peor para él!, exclamé. Iré en busca de otro.
            Y así lo hice, pero también éste escapó. A cuantos me aproximaba para ungirlos y curarlos, emprendían la fuga. Yo los perseguía, pero inútilmente. Al fin alcancé a uno: ¡pobrecillo!, tenía los ojos fuera de las órbitas y en tan mal estado que daba compasión, Se los toqué con la mano, curó y, saltando, corrió al jardín.
            Entonces, otras muchas ovejas, al ver esto, no manifestaron repugnancia, se dejaron tocar y curar y entraron en el jardín. Pero eran muchas las que quedaban fuera, especialmente las más llagadas, a las cuales no me fue posible acercarme.
            – ¡Si no se quieren curar, peor para ellas! Pero no sé cómo podré hacer para que entren en el jardín.
            – Déjalo de mi cuenta, me dijo uno de los amigos que estaban conmigo. Ya vendrán, ya vendrán. – ¡Ya veremos!, dije. Coloqué el vaso donde había estado primeramente y volví al jardín. Este había cambiado de aspecto por completo, y pude leer a su entrada: Oratorio. Apenas penetré en él, he aquí que los corderitos que no habían querido venir, se acercaron, entraron apresuradamente y corrieron a echarse por un lado y por otro; pero tampoco entonces pude acercarme a ellos. Hubo varios que, no queriendo recibir el ungüento, consiguieron que éste se convirtiese para ellos en veneno que en lugar de curarles las llagas se las irritaba aún más.
            – ¡Mira!, me dijo un amigo. ¿Ves aquel estandarte?
            Me volví y vi tremolar al viento un gran estandarte en el que se leía escrito en grandes caracteres: «Vacaciones».
            – Sí, lo veo, repliqué.
            – Ahí tienes el efecto de las vacaciones, añadió uno de los que me acompañaban, mientras yo me sentía abrumado de dolor al contemplar aquel espectáculo. -Tus jóvenes, continuó el tal, salen del Oratorio para ir a pasar las vacaciones, decididos a alimentarse con la palabra de Dios y a conservarse buenos: pero después sobreviene el temporal, esto es las tentaciones; seguidamente la lluvia, o asaltos del demonio; después cae el granizo, que representa las caídas en el pecado. Algunos recobran la salud con la confesión, pero otros no usan bien este Sacramento, o no se acercan a él en absoluto. No lo olvides y no te canses jamás de repetirlo a tus jóvenes: las vacaciones son como una gran tempestad para sus almas.
            Observaba yo a aquellos corderos descubriendo en algunos de ellos heridas mortales; estaba buscando la manera de curarlos, cuando don José Scappini, que había hecho ruido en la habitación próxima, me despertó.
            Este es el sueño, y aunque es un sueño tiene un significado que no hará ningún mal al que le preste fe. Puedo deciros que anoté algunos nombres de los muchos que vi en la frente de los corderos y confrontándolos con los jóvenes, comprobé que se conducían como indicaba el sueño. Sea como fuere, debemos, en esta Novena de los Santos, corresponder a la bondad de Dios, que quiere usar de misericordia con nosotros, y, mediante una buena confesión, curar las heridas de nuestra conciencia. Debemos, además, ponernos todos de acuerdo para combatir al demonio y, con el auxilio del cielo, saldremos victoriosos de esta lucha y conseguiremos recibir el premio de la victoria en el Paraíso.

            Este sueño hubo de influir grandemente en la buena marcha del nuevo curso escolar; en efecto, en la Novena de la Inmaculada, las cosas procedían tan bien, que don Bosco manifestó su satisfacción diciendo:
            – Los jóvenes se encuentran actualmente en un punto, tanto por aplicación como por conducta, al que, en años anteriores, apenas habían llegado en el mes de febrero. En la fiesta de la Inmaculada vieron éstos repetirse la bonita función de despedida de la cuarta expedición de misioneros.
(MB IT XIII 647-649 / MB ES 553-554)




Don Bosco asiste a una reunión de demonios (1884)

Las páginas que siguen nos adentran en el corazón de la experiencia mística de San Juan Bosco, a través de dos vívidos sueños que tuvo entre septiembre y diciembre de 1884. En el primero, el Santo atraviesa la llanura hacia Castelnuovo con un personaje misterioso y reflexiona sobre la escasez de curas, advirtiendo que solo el trabajo incansable, la humildad y la moralidad pueden hacer florecer auténticas vocaciones. En el segundo ciclo onírico, Bosco asiste a un concilio infernal: monstruosos demonios conspiran para aniquilar la naciente Congregación Salesiana, difundiendo la gula, la codicia de riquezas, la libertad sin obediencia y el orgullo intelectual. Entre presagios de muerte, amenazas internas y signos de la Providencia, estos sueños se convierten en un espejo dramático de las luchas espirituales que esperan a cada educador y a la Iglesia entera, ofreciendo a la vez advertencias severas y esperanzas luminosas.

Ricos en enseñanzas son dos sueños que tuvo el Siervo de Dios en los meses de septiembre y diciembre respectivamente.

El primero, en la noche del veintinueve al treinta de aquel mes. Es una lección para los sacerdotes. Le pareció dirigirse hacia Castelnuovo a través de una llanura; junto a él iba un venerando sacerdote, cuyo nombre dijo que no recordaba. Comenzaron a hablar sobre los sacerdotes: – ¡Trabajo, trabajo, trabajo! decían, éste debe ser el objetivo y la gloria de los sacerdotes. No cejar jamás en el trabajo. De esta manera ¡cuántas almas se salvarían! ¡Cuántas cosas se harían para gloria de Dios! ¡Oh, si el misionero cumpliese en verdad con su papel de misionero, si el párroco cumpliese con su misión de párroco, cuántos prodigios de santidad resplandecerían por todas partes! Pero, desgraciadamente, muchos tienen miedo al trabajo y prefieren las propias comodidades.
Razonando de esta manera entre sí, llegaron a un lugar llamado Filippelli. Entonces, don Bosco comenzó a lamentarse de la falta de sacerdotes.
– Es cierto, asintió el otro, los sacerdotes escasean, pero si todos los sacerdotes cumpliesen con su oficio de sacerdote, habría bastantes. ¡Cuántos sacerdotes hay que no hacen nada por el ministerio! Algunos no son más que el sacerdote de la familia; otros, por timidez, permanecen ociosos; mientras que si, por el contrario, se dedicasen al ministerio, si se examinasen de confesión, llenarían un gran vacío en las filas de la Iglesia… Dios proporciona las vocaciones según las necesidades. Cuando se impuso el servicio militar a los clérigos, todos estaban asustados, como si ya nadie pudiese llegar a ser sacerdote; pero cuando los ánimos se serenaron se comprobó que las vocaciones, en lugar de disminuir, aumentaron.
– Y ahora, preguntó don Bosco, ¿qué es lo que hay que hacer para promover las vocaciones en medio de la juventud?
– Ninguna otra cosa, respondió el compañero de viaje, más que cultivar celosamente entre ellos la moralidad. La moralidad es el semillero de las vocaciones.
– ¿Y qué es lo que deben hacer especialmente los sacerdotes para obtener que la propia vocación produzca frutos?
– Presbyter discat domum suam regere et sanctificare. (El presbítero aprenda a gobernar y santificar su casa). Que cada uno sea ejemplo de santidad en la propia familia y en la propia parroquia. Que no se entregue a los desórdenes de la gula, que no se engolfe en las cosas temporales… Que sea, ante todo, modelo en su propia casa y después lo será fuera de ella.
A cierto punto, aquel sacerdote preguntó a don Bosco adónde se dirigía y don Bosco le indicó Castelnuovo. El compañero, entonces,
dejándole proseguir, se quedó con un grupo de personas que le precedían. Después de dar algunos pasos, el siervo de Dios se despertó. En este sueño podemos ver como un recuerdo de los antiguos paseos que solía organizar Don Bosco con sus jóvenes por aquellos lugares.

Predicción de la muerte de Salesianos
El segundo sueño se refiere a la Congregación y pone en guardia contra los peligros que podrían amenazar su existencia. En realidad, más que un sueño es un argumento que se va desenvolviendo en sueños sucesivos.
En la noche del día primero de diciembre, el clérigo Viglietti se despertó sobresaltado al oír los gritos desgarradores que partían de la habitación de don Bosco. Se arrojó del lecho y se puso a escuchar.
El Siervo de Dios, con voz sofocada por lo sollozos, gritaba:
– ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Auxilio! ¡Auxilio!
Viglietti, sin más, entró en la habitación y preguntó:
– ¡Don Bosco! ¡Se siente mal?
– ¡Oh, Viglietti!, respondió el siervo de Dios despertándose. No, no me siento mal, pero no podía respirar, sabes. Mas ya pasó; vuelve tranquilo a la cama y duerme.
Por la mañana, cuando Viglietti, según lo acostumbrado, le llevó el café después de misa, don Bosco comenzó a decir: – ¡Viglietti, no puedo más, tengo los pulmones deshechos por los gritos de esta noche! Son cuatro noches consecutivas en las que sueño cosas que me obligan a gritar y me fatigan demasiado. Hace cuatro noches que veo una larga fila de Salesianos, unos detrás de otros, llevando cada uno una lanza en cuya parte superior había un cartel y en el cartel un número estampado. En uno se leía setenta y tres, en otro treinta, en un tercero sesenta y dos y así sucesivamente. Después que desfilaron numerosos carteles, apareció la luna en el cielo, en la cual, a medida que iban apareciendo los Salesianos, se veía una cifra no superior a doce y detrás numerosos puntos negros. Todos los Salesianos que yo veía iban a sentarse, cada uno sobre una tumba preparada.
He aquí la explicación dada a aquel espectáculo. El número que aparecía sobre los carteles era el tiempo de vida asignado a cada uno; la aparición de la luna en distintas formas y fases, representaba el último mes de vida; los puntos negros significaban los días del mes en los cuales morirían. A algunos los veía reunidos en grupos: eran los que habían de morir juntos, en un mismo día. Si hubiese querido narrar minuciosamente todas las cosas y las circunstancias accesorias, aseguró que habría necesitado emplear al menos diez días completos.

Es testigo de un conciliábulo de demonios
Hace tres noches, siguió, soñé de nuevo. Te contaré lo que vi en pocas palabras. Me pareció estar en una gran sala, donde muchos diablos celebraban un congreso tratando el modo de exterminar a la Congregación Salesiana. Parecían leones, tigres, serpientes y otras diversas clases de animales; pero tenían una forma indeterminada, más bien semejante a la figura humana. Semejaban sombras, que unas veces crecían y otras menguaban, que se estilizaban o se ensanchaban como sucedería con los cuerpos que tuviesen detrás de sí una luz que fuese llevada de una parte a otra, colocada a ras del suelo o levantada.
Y he aquí que uno de los demonios se adelantó y abrió la sesión. Para destruir a la Sociedad Salesiana propuso un único medio: la gula. Hizo ver las consecuencias de este vicio: inercia para el bien, corrupción de costumbres, escándalo, falta de espíritu de sacrificio, descuido de los jóvenes… Pero otro diablo replicó:
– El medio que propones no es general ni eficaz, ni se puede asaltar con él a todos los miembros en conjunto, pues la mesa de los religiosos será siempre parca y el vino se servirá en medida discreta; las reglas señalan su comida ordinaria; los Superiores vigilan para que no entren desórdenes. Quien se excediese en la comida o en la bebida, en vez de escandalizar causaría desprecio. No es ésta el arma que se ha de emplear para combatir a los Salesianos; yo propondría otro medio, que será más eficaz y con el que se podrá lograr mejor nuestro intento: el amor a las riquezas. En una Congregación religiosa, cuando entra el amor a las riquezas, penetra también en ella el amor a las comodidades, se busca la manera de disponer de peculio, se rompe el vínculo de la caridad, no pensando cada uno más que en sí mismo; se echan en olvido los pobres para atender únicamente a los que tienen bienes de fortuna, se roba a la Congregación…
Aquél quiso continuar, pero surgió un tercero que exclamó:
– Pero, ¡qué gula, ni qué riquezas! Entre los Salesianos el amor a las riquezas puede subyugar a pocos. Los Salesianos son todos pobres, tienen pocas ocasiones de procurarse un peculio. Además, en general, están constituidos de tal forma y son tantas sus necesidades por los muchos jóvenes que atienden y las casas que tienen que abastecer, que cualquier cantidad, por gruesa que fuese, sería inmediatamente empleada. No es posible que atesoren dinero. Pero yo tengo un medio infalible para ganar a nuestra causa a la Sociedad Salesiana, y éste es la libertad. Inducir, pues, a los Salesianos a despreciar las Reglas, a rechazar ciertas ocupaciones por pesadas y poco honoríficas, a producir cismas entre los Superiores con opiniones diversas, a ir a visitar a los parientes, so pretexto de invitaciones, y cosas semejantes.
Mientras los demonios parlamentaban, don Bosco pensaba:
– Ya, ya me percato de todo cuanto estáis diciendo. Hablad, hablad, pues así podré frustrar vuestras tramas.
Entretanto se adelantó un cuarto demonio que dijo:
– Pero qué, esas armas que proponéis son inútiles. Los Superiores sabrán poner freno a esa libertad, despidiendo de casa a los que se muestren rebeldes contra las Reglas. Alguno será tal vez deslumbrado por el deseo de la libertad, pero la gran mayoría se mantendrá en el cumplimiento de su deber. Yo tengo un medio para poder arruinarlo todo desde sus cimientos; un medio tal que a duras penas los Salesianos podrán precaverse de él. Escuchadme con atención. Persuadirlos de que la ciencia debe ser su gloria principal. Por tanto, inducirlos a estudiar mucho para sí, para adquirir fama, y no para practicar lo que aprenden, no para usufructuar la ciencia en ventaja del prójimo. Así, procurar que traten con desprecio a los pobres e ignorantes y que no atiendan en absoluto el sagrado ministerio. Nada de oratorios festivos, ni de catecismo a los niños; nada de clases primarias para instruir a los pobres niños abandonados; nada de largas horas de confesonario. Atenderán sólo a la predicación, pero raras veces y de una forma medida y estéril, pues en ella buscarán solamente un desahogo de la soberbia con el fin de alcanzar las alabanzas de los hombres y no la salvación de las almas.
Esta propuesta fue recibida con aplausos generales. Entonces don Bosco entrevió el día en el que los Salesianos podrían llegar a creer que el bien de la Congregación y su honra tenía que consistir en el saber y se sintió lleno de espanto sólo al pensar que sus hijos llegasen a proceder según esta idea, proclamando a voz en cuello que éste debería ser el programa a seguir.
También en esta ocasión el Siervo de Dios permanecía en un rincón de la sala escuchándolo y observándolo todo; cuando uno de los demonios lo descubrió y gritando lo señaló a los demás. Al oír aquel grito, todos se arrojaron contra él vociferando:
– ¡Acabemos de una vez! Era una danza infernal de espectros que lo empujaban, lo agarraban por los brazos y por la persona, mientras el Siervo de Dios decía a gritos:
– ¡Dejadme! ¡Auxilio! Finalmente se despertó, con los pulmones deshechos de tanto gritar.

Leones, tigres y monstruos disfrazados de corderos
La noche siguiente se dio cuenta de que el demonio había atacado a los Salesianos en la parte más esencial, induciéndoles a las trasgresiones de las Reglas. Entre ellos, se le presentaba delante distintamente quién las observaba y quién las quebrantaba.
En la noche última el sueño había sido espantoso. Don Bosco vio un gran rebaño de corderos y de ovejas que representaban a otros tantos Salesianos. El Siervo de Dios se acercó para acariciar a los corderos, pero se dio cuenta de que su piel, en vez de ser lana de cordero, era solamente una especie de cobertura que escondía u ocultaba a otros tantos tigres, leones, perros rabiosos, cerdos, panteras, osos y que cada uno tenía a su lado a un monstruo horrible y feroz. En medio del rebaño, había algunos reunidos en consejo. Don Bosco, sin ser visto, se acercó a éstos para oír lo que decían; estaban concertando la manera de destruir la Congregación Salesiana. Uno decía:
– ¡Hay que desollar a los Salesianos!
Y otro guiñando siniestramente, añadía:
– ¡Hay que estrangularlos!

Pero, cuando menos se esperaba, uno de ellos vio al Siervo de Dios que estaba allí cerca escuchando. Dio la voz de alarma y todos a una comenzaron a gritar que había que comenzar por don Bosco. Dicho esto, se dirigieron hacia él como para destrozarlo. Entonces fue cuando lanzó el grito que despertó a Viglietti. Además de las violencias diabólicas, había otra cosa que oprimía el espíritu del buen Padre: había visto desplegada sobre aquel rebaño una gran enseña que llevaba escritas estas palabras: Bestiis comparati sunt. (Fueron comparados a las bestias). Al contar esto, inclinó la cabeza y lloró.

Viglietti le tomó la mano y estrechándosela contra el corazón:
– ¡Ah!, don Bosco, le dijo, nosotros con el auxilio de Dios le seremos siempre fieles y nos comportaremos como buenos hijos, ¿no es cierto?
– Querido Viglietti, respondió el siervo de Dios, sé bueno y prepárate a ver grandes acontecimientos. Apenas si te he esbozado estos sueños; pues si hubiese tenido que contar todos los detalles tendría aún para mucho tiempo. ¡Cuántas cosas vi! Hay algunos en nuestras casas que no llegarán a celebrar la Novena de Navidad ¡Oh!, si pudiese hablar a los jóvenes, si dispusiese de fuerzas suficientes para poderme entretener con ellos, si pudiese dar vueltas por las casas como lo hacía en otro tiempo y revelar a algunos el estado de su conciencia, como lo vi en sueños, y decir a otros: Rompe el hielo, haz de una vez una buena confesión. Los tales me contestarían: Pero si me he confesado bien. En cambio, yo les podría replicar diciéndoles que han callado y lo que han callado, de forma que no se atreverían a negármelo. También algunos Salesianos, si pudiese hacer llegar hasta ellos una palabra mía, verían la necesidad que tienen de ajustar las propias cuentas repitiendo sus confesiones. Vi a los que observan las Reglas y a los que no las observan. Vi a muchos jóvenes que irán a San Benigno y se harán Salesianos y después desertarán de nuestras filas. También nos abandonarán algunos que al presente son Salesianos. Habrá otros que desearán solamente la ciencia que hincha, que les proporciona las alabanzas de los hombres y que les hace despreciar los consejos de aquéllos a los que consideran menos que ellos en el saber.

Con estos desconsoladores pensamientos, se entrelazaban providenciales consuelos que alegraban su corazón. La tarde del día tres de diciembre llegaba al Oratorio el Obispo de Pará, es decir del país central en el sueño de las misiones. Al día siguiente decía a Viglietti:

– ¡Qué grande es la Providencia! Escucha y dime después si no somos protegidos por Dios. Me escribía don Pablo Albera que no En el Oratorio el día dieciocho de diciembre murió el aprendiz Antonio Garino y, el día veinticinco, el aprendiz Esteban Pisano. podía ir adelante porque necesitaba en seguida mil francos; aquel mismo día una señora de Marsella, que anhelaba volver a ver a un hermano suyo religioso en París, satisfecha por haber obtenido la gracia de la Virgen, llevó mil francos a don Pablo Albera. Don José Ronchail se encuentra en graves estrecheces y necesita absolutamente cuatro mil francos; una señora escribe hoy mismo a don Bosco y pone a su disposición cuatro mil francos. Don Francisco Dalmazzo no sabe a qué santo acudir para tener dinero; hoy una señora regala para la iglesia del Sagrado Corazón una cantidad muy considerable. Y después, el día siete de diciembre, hubo la gran fiesta de la consagración de Monseñor Cagliero. Todos estos acontecimientos eran muy alentadores, porque eran visibles señales de la mano de Dios en la Obra de su Siervo.(MB IT XVII 383-389 / MB ES XVII 331-337)




San Francisco de Sales le instruye. Futuro sobre las vocaciones (1879)

En el sueño profético que Don Bosco relata el 9 de mayo de 1879, San Francisco de Sales aparece como un maestro atento y entrega al Fundador un librito lleno de advertencias para novicios, profesos, directores y superiores. La visión está dominada por dos batallas épicas: primero jóvenes y guerreros, luego hombres armados y monstruos, mientras que el estandarte de «María Auxilium Christianorum» garantiza la victoria a quienes lo siguen. Los supervivientes parten hacia Oriente, Norte y Mediodía, prefigurando la expansión misionera salesiana. Las palabras del Santo insisten en la obediencia, la castidad, la caridad educativa, el amor al trabajo y la templanza, columnas indispensables para que la Congregación crezca, resista las pruebas y deje a los hijos una herencia de santidad laboriosa. Termina con un ataúd, un severo recordatorio a la vigilancia y la oración.

Sea lo que fuere de este sueño, el Beato tuvo otro de los acostumbrados, que contó el 9 de mayo. En él asistió a las encarnizadas luchas que habrían de afrontar los individuos llamados a la Congregación, recibiendo en él una serie de avisos útiles para todos, y algunos saludables consejos para el porvenir.

Grande y prolongada fue la batalla entablada entre los jovencitos y unos guerreros ataviados de diversas maneras y dotados de armas extrañas. Al final quedaron pocos supervivientes.
Otra batalla más horrible y encarnizada fue la que tuvo lugar entre unos monstruos de formas gigantescas contra hombres de elevada estatura, bien armados y mejor adiestrados. Estos tenían un estandarte muy alto y muy ancho, en el centro del cual se veían dibujadas en oro estas palabras: MariaAuxiliumChristianorum. El combate fue largo y sangriento. Pero los que seguían esta enseña eran como invulnerables, quedando dueños de una amplia zona de terreno. A éstos se unieron los jovencitos supervivientes de la batalla precedente y entre unos y otros formaron una especie de ejército llevando como armas, a la derecha, el Crucificado, y en la mano izquierda un pequeño estandarte de María Auxiliadora, semejante al que hemos dicho anteriormente.
Los nuevos soldados hicieron muchas maniobras en aquella extensa llanura, después se dividieron y partieron los unos hacia Oriente, unos cuantos hacia el Norte y muchos hacia el Mediodía.
Cuando desaparecieron éstos, se reanudaron las mismas batallas, las mismas maniobras e idénticas expediciones en idénticas direcciones.
Conocí a algunos de los que participaron en las primeras escaramuzas; los que les siguieron me eran desconocidos, pero daban a entender que me conocían y me hacían muchas preguntas.
Sobrevino poco después una lluvia de llamitas resplandecientes que parecían de fuego de color vario. Resonó el trueno y después se serenó el cielo y me encontré en un jardín amenísimo. Un hombre que se parecía a San Francisco de Sales, me ofreció un librito sin decirme palabra. Le pregunté quién era:
– Lee en el libro, me respondió.
Lo abrí, pero apenas si podía leer. Mas al fin pude comprender estas precisas palabras: A los novicios: -Obediencia en todo. Con la obediencia merecerán las bendiciones del Señor y la benevolencia de los hombres. Con la diligencia combatirán y vencerán las insidias de los enemigos espirituales.
A los profesos:
– Guardad celosamente la virtud de la castidad. Amad el buen nombre de los hermanos y promoved el decoro de la Congregación.
A los directores:
– Todo cuidado, todo esfuerzo para hacer observar y observar las reglas con las que cada uno se ha consagrado a Dios.
Al Superior:
– Holocausto absoluto para ganarse a sí mismo y a los propios súbditos para Dios.
Muchas otras cosas estaban estampadas en aquel libro, pero no pude leer más, porque el papel parecía azul como la tinta.
– ¿Quién sois vos?, pregunté de nuevo a aquel hombre que me miraba serenamente.

– Mi nombre es conocido por todos los buenos y he sido enviado para comunicarte algunas cosas futuras.
– ¿Qué cosas?
– Las expuestas y las que preguntes.
– Qué debo hacer para promover las vocaciones?
– Los Salesianos tendrán muchas vocaciones con su ejemplar conducta, tratando con suma caridad a los alumnos e insistiendo sobre la frecuencia de la Comunión.
– ¿Qué norma he de seguir en la aceptación de los novicios?
– Excluir a los perezosos y a los golosos.
– ¿Y al aceptar a los votos?
– Vigila si ofrecen garantía sobre la castidad.
– ¿Cuál será la mejor manera para conservar el buen espíritu en nuestras casas?
– Escribir, visitar, recibir y tratar con benevolencia; y esto muy frecuentemente por parte de los Superiores.
– ¿Cómo hemos de conducirnos en las Misiones?
– Enviando a ellas individuos de moralidad segura; haciendo volver a los dudosos; estudiando y cultivando las vocaciones indígenas.
– ¿Marcha bien nuestra Congregación?
– Qui justus est justificetur adhucNon progredi est regredi. Qui perseveraverit salvus erit. (El que es justo justifíquese más. No adelantar es retroceder. El que perseverase se salvará).
– ¿Se extenderá mucho?
– Mientras los superiores cumplan con su deber, se extenderá y nada podrá oponerse a su propagación.
– ¿Durará mucho tiempo?
– Vuestra Congregación durará mientras sus socios amen el trabajo y la templanza. Si llega a faltar una de estas dos columnas, vuestro edificio se convertirá en ruinas, aplastando a los superiores, a los inferiores y a sus seguidores.
En aquel momento aparecieron cuatro individuos llevando una caja mortuoria. Se dirigieron hacia mí.
– ¿Para quién es esto?, pregunté yo.
– ¡Para ti!
– ¿Pronto?
– No lo preguntes; piensa solamente en que eres mortal.
– ¿Qué me queréis decir con este ataúd?
– Que debes predicar en vida lo que deseas que tus hijos practiquen después de ti. Esta es la herencia, el testamento que debes dejar a tus hijos; pero has de prepararlo y dejarlo cumplido y practicado a la perfección.
– ¿Abundarán más las flores o las espinas?
– Os aguardan muchas flores, muchas rosas, muchos consuelos; pero también es inminente la aparición de agudísimas espinas que causarán a todos gran amargura y pesar. Es necesario rezar mucho.
– ¿Iremos a Roma?
– Sí, pero despacio, con la máxima prudencia y con extremada cautela.
– ¿Es inminente el fin de mi vida mortal?
– No te preocupes de eso. Tienes las reglas, tienes los libros, practica lo que enseñas a los demás. Vigila.

Quise hacer otras preguntas, pero estalló un trueno horrible acompañado de relámpagos y de rayos, mientras algunos hombres, mejor dicho, algunos monstruos horrendos, se arrojaron sobre mí para destrozarme. En aquel momento una densa oscuridad me privó de la visión de todo. Me creí morir y comencé a gritar frenéticamente. Pero me desperté encontrándome vivo. Eran las cuatro y tres cuartos de la mañana.
Si hay algo en todo esto que pueda servir de provecho para nuestras almas, aceptémoslo. Y en todo se dé gloria y honor a Dios por los siglos de los siglos.
(MB IT XIV, 123-125 / MB ES XIV, 135-137)

Foto en la portada. San Francisco de Sales. Anónimo. Sacristía de la Catedral de Chieri.




Obsequios de los jóvenes a María (1865)

En el sueño narrado por Don Bosco en la Crónica del Oratorio, fechado el 30 de mayo, la devoción mariana se convierte en un vívido juicio simbólico sobre los jóvenes del Oratorio: una procesión de jóvenes se presenta, cada uno con un don, ante un altar espléndidamente adornado en honor a la Virgen. Un ángel, custodio de la comunidad, acoge o rechaza las ofrendas, revelando su significado moral: flores perfumadas o marchitas, espinas de desobediencia, animales que encarnan vicios graves como la impureza, el robo y el escándalo. En el corazón de la visión resuena el mensaje educativo de Don Bosco: la humildad, la obediencia y la castidad son los tres pilares para merecer la corona de rosas de María.

            En medio de estas penas don Bosco se consolaba con la devoción a María Santísima, honrada durante el mes de mayo por toda la comunidad de una manera especial. De sus pláticas de la noche solamente nos ha conservado la Crónica la del día 30 de mayo, que por cierto es preciosa en extremo.

30 de mayo

            Contemplé un gran altar dedicado a María y magníficamente adornado. Vi a todos los alumnos del Oratorio avanzando procesionalmente hacia él. Cantaban loas a la Virgen, pero no todos del mismo modo, aunque cantaban la misma canción. Muchos cantaban bien y con precisión de compás, aunque unos más fuerte y otros más bajos. Algunos cantaban con voces malas y muy roncas, éstos desentonaban, ésos caminaban en silencio y se salían de la fila, aquéllos bostezaban y parecían aburridos; algunos topaban unos contra otros y se reían entre sí. Todos llevaban regalos para ofrecérselos a María. Tenían todos un ramo de flores, quien más grande, quien más pequeño y distintos los unos de los otros. Unos tenían un manojo de rosas, otros de claveles, otros de violetas, etc. Algunos llevaban a la Virgen regalos muy extraños.

            Quien llevaba una cabeza de cerdito, quien un gato, quien un plato de sapos, quien un conejo, quien un corderito u otros regalos. Había un hermoso joven delante del altar que, si se le miraba atentamente, se veía que detrás de las espaldas tenía alas. Era, tal vez, el Ángel de la Guarda del Oratorio, el cual, conforme iban llegando los muchachos recibía sus regalos y los colocaba en el altar.
            Los primeros ofrecieron magníficos ramos de flores y él, sin decir nada, los colocó al pie del altar. Muchos otros entregaron sus ramos. El los miró; los desató, hizo quitar algunas flores estropeadas, que tiró fuera, y volviendo a arreglar el ramo, lo colocó en el altar. A otros, que tenían en su ramo flores bonitas, pero sin perfume, como las dalias, las camelias, etc., el Ángel hizo quitar también éstas porque la Virgen quiere realidades y no apariencias. Así rehecho el ramo, el Ángel lo ofreció a la Virgen. Muchos tenían espinas, pocas o muchas, entre las flores y, otros, clavos. El Ángel quitó éstos y aquéllas.

            Llegó finalmente el que llevaba el cerdito y el Ángel le dijo: -¿Cómo te atreves a presentar este regalo a María? ¿Sabes qué significa el cerdo? Significa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este pecado. Retírate, pues; no eres digno de estar ante Ella.
            Vinieron los que llevaban un gato y el Ángel les dijo:
            – ¿También vosotros os atrevéis a ofrecer a María estos dones? El gato es la imagen del robo, ¿y vosotros lo ofrecéis a la Virgen? Son ladrones los que roban dinero, objetos, libros a los compañeros, los que sustraen cosas de comer al Oratorio, los que destrozan los vestidos por rabia, los que malgastan el dinero de sus padres no estudiando, etc. E hizo que también éstos se pusieran aparte.
            Llegaron los que llevaban platos con sapos y el Ángel, mirándoles indignado, les dijo: -Los sapos simbolizan el vergonzoso pecado del escándalo y, ¿vosotros venís a ofrecérselos a la Virgen? Retiraos, id con los que no son dignos. Y se retiraron confundidos. Avanzaban otros con un cuchillo clavado en el corazón. El cuchillo significaba los sacrilegios. El Ángel les dijo:
            – ¿No veis que lleváis la muerte en el alma: ¿Que estáis con vida por misericordia de Dios y que de lo contrario estaríais perdidos para siempre? ¡Por favor! ¡Que os arranquen ese cuchillo! También éstos fueron echados fuera.
            Poco a poco se acercaron todos los demás jóvenes y ofrecían corderos, conejos, pescado, nueces, uvas, etc., etc. El Ángel recibió todo y lo puso sobre el altar. Y después de haber separado así los buenos de los malos, hizo formar en filas ante el altar aquéllos cuyos dones habían sido aceptados por María. Con gran dolor vi que los que habían sido puestos aparte eran más numerosos de lo que yo creía.
            Salieron por ambos lados del altar otros dos ángeles que sostenían dos riquísimas cestas llenas de magníficas coronas hechas con rosas estupendas. No eran rosas terrenales, sino como artificiales, símbolo de la inmortalidad.
            Y el Ángel de la Guarda fue tomando una a una aquellas coronas y coronó a todos los jóvenes formados ante el altar. Las había grandes y pequeñas, pero todas de una belleza incomparable. Os he de advertir que no solamente se hallaban allí los actuales alumnos de la casa, sino también muchos más que yo no había visto nunca.
            En esto que sucedió algo admirable. Había muchachos de cara tan fea que casi daban asco y repulsión; a éstos les tocaron las coronas más hermosas, señal de que a un exterior tan feo suplía el regalo de la virtud de la castidad, en grado eminente. Muchos otros tenían la misma virtud, pero en grado menos elevado. Muchos se distinguían por otras virtudes, como la obediencia, la humildad, el amor de Dios, y todos tenían coronas proporcionadas al grado de sus virtudes. El Ángel les dijo:
            -María ha querido que hoy fueseis coronados con hermosas flores. Procurad, sin embargo, seguir de modo que no os sean arrebatadas. Hay tres medios para conservarlas: 1.° humildad, 2.° obediencia, y 3.° castidad; son tres virtudes que siempre os harán gratos a María y un día os harán dignos de recibir una corona infinitamente más hermosa que ésta.
            Entonces los jóvenes empezaron a cantar ante el altar el Ave maris Stella.
            Terminada la primera estrofa, y procesionalmente, como habían llegado, iniciaron la marcha cantando: Load a María, pero con voces tan fuertes que yo quedé estupefacto, maravillado. Les seguí durante un rato y luego volví atrás para ver a los muchachos que el Ángel había puesto aparte: pero no los vi más.
            Amigos míos: yo sé quiénes fueron coronados y quiénes fueron rechazados por el Ángel. Se lo diré a cada uno en particular para que todos procuréis ofrecer a María obsequios que ella se digne aceptar.
            Mientras tanto, he aquí algunas observaciones: La primera. -Todos llevaban flores a la Virgen y, entre ellas, las había de muchas clases, pero observé que todos, unos más otros menos, tenían espinas en medio de las flores. Pensé y volví a pensar qué significaban aquellas espinas y descubrí que significaban la desobediencia. Tener dinero sin licencia y sin querer entregarlo al Administrador; pedir permiso para ir a un sitio y después ir a otro; llegar tarde a clase cuando ya hace tiempo que están los demás en ella, hacer merendolas clandestinas; entrar en los dormitorios de otros, lo que está severamente prohibido, no importa el motivo o pretexto que tengáis; levantarse tarde por la mañana; abandonar las prácticas reglamentarias; hablar en horas de silencio; comprar libros sin hacerlos revisar; enviar cartas por medio de terceros para que no sean vistas y recibirlas por el mismo medio; hacer tratos, comprar y vender cosas entre vosotros: esto es lo que significan las espinas. Muchos de vosotros preguntaréis si es pecado transgredir los reglamentos de la casa. Lo he pensado seriamente y os respondo que sí. No digo si ello es grave o leve; hay que regularse por las circunstancias, pero pecado lo es. Alguno me dirá que en la ley de Dios no se habla de que debamos obedecer los reglamentos de la casa. Escuchad: está en los mandamientos: – ¡Honrar padre y madre! ¿Sabéis qué quieren decir las palabras padre y madre? Comprenden también a los que hacen sus veces. Además, ¿no está escrito en la Escritura: Oboedite praepositis vestris? (Obedeced a vuestros dirigentes). Si a vosotros os toca obedecer, es lógico que a ellos toca mandar. Este es el origen de los reglamentos del Oratorio y ésta la razón de si se deben cumplir o no.
            Segunda observación. -Algunos llevaban entre sus flores unos clavos, clavos que habían servido para enclavar al buen Jesús. ¿Cómo? Siempre se empieza por las cosas pequeñas y luego se llega a las grandes. Aquel tal quería tener dinero para satisfacer sus caprichos y gastarlo a su antojo y por eso no quiso entregarlo; vendió después sus libros de clase y terminó por robar dinero y prendas a sus compañeros. Aquel otro quería estimular el garguero y llegaron las botellas, etc.; después se permitió otras licencias hasta caer en pecado mortal. Así se explican los clavos de aquellos ramos, así es como se crucifica al buen Jesús. Ya dice el Apóstol que los pecados vuelven a crucificar al Salvador. Rursus crucifigentes Filium Dei (Crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios).
            Tercera observación. -Muchos jóvenes tenían, entre las flores frescas y olorosas de sus ramos, flores secas y marchitas o sin perfume alguno. Estas significaban las buenas obras hechas en pecado mortal, las cuales no sirven para acrecentar sus méritos; las flores sin perfume son las obras buenas hechas por fines humanos, por ambición o solamente para agradar a superiores y maestros. Por esto el Ángel les reprochaba que se atreviesen a presentar a María tales obsequios y les mandaba atrás para que arreglasen su ramo. Ellos se retiraban, lo deshacían, quitaban las flores secas y después, arregladas las flores, las ataban como antes y las llevaban de nuevo al Ángel, el cual las aceptaba y ponía sobre la mesa. Una vez terminada su ofrenda, sin ningún orden, se juntaban con los otros que debían recibir la corona.

            Yo vi en este sueño todo lo que sucedió y sucederá a mis muchachos. A muchos ya se lo he dicho, a otros se lo diré. Por vuestra parte, procurad que la Santísima Virgen reciba de vosotros dones que no tengan que ser rechazados.
(MB IT VIII, 129-132 / MB ES 120-122)

Foto de apertura: Carlo Acutis durante una visita al Santuario mariano de Fátima.




Hacia el infierno intenciones ineficaces (1873)

San Giovanni Bosco relata en una «buena noche» el fruto de una larga súplica a la Madonna Auxiliadora: comprender la causa principal de la condenación eterna. La respuesta, recibida en sueños repetidos, es impactante en su sencillez: la falta de una firme y concreta resolución al terminar la Confesión. Sin una decisión sincera de cambiar de vida, incluso el sacramento se vuelve estéril y los pecados se repiten.

Solemne admonición.
– ¿Por qué tantos se condenan…?
– Porque no hacen buenos propósitos cuando se confiesan.

            La noche del 31 de mayo de 1873, después de las oraciones, al dar las «buenas noches» a los alumnos, el Siervo de Dios hizo esta importante declaración, diciendo que era el «resultado de sus plegarias» y que «procedía del Señor».

            Durante todo el tiempo de la novena de María Auxiliadora, mejor dicho, durante todo el mes de mayo, en la misa y en mis oraciones particulares, pedía al Señor y a la Virgen la gracia de que me hiciesen conocer cuál era la causa por la que caía más gente en el infierno.
            Ahora no digo que esto venga o no del Señor; pero sí puedo afirmar que casi todas las noches soñaba con que la causa fundamental era la falta de propósito en las confesiones. Y después me parecía ver a algunos muchachos que salían de la iglesia de confesarse y que tenían dos cuernos.
            – ¿Cómo es esto?, decía para mí – ¡Ah, esto procede de la ineficacia de los propósitos de la confesión! Este es el motivo por el que hay muchos que van a confesarse con frecuencia, pero no se enmiendan jamás, y confiesan siempre las mismas cosas. Son los que (y hablo de casos hipotéticos, pues no puedo servirme de nada de lo que he oído en confesión, porque es secreto), son los que al principio del año tuvieron una calificación desfavorable y continúan con la misma; los que murmuraban al comienzo del año y continúan murmurando.
            He creído oportuno deciros esto, porque es el resultado de las pobres oraciones de don Bosco, y procede del Señor.
            De este sueño no dijo en público más detalles, pero privadamente se sirvió de él para amonestar a los muchachos.
            Para nosotros, lo poco que dijo, y la forma como lo dijo, constituye una grave advertencia, que se ha de recordar con frecuencia a los jovencitos.
(MB IT X,56 / MB ES X,61-62)




La pureza y los medios para conservarla (1884)

En este sueño de Don Bosco, aparece un jardín paradisíaco: una ladera verde, árboles engalanados y, en el centro, un inmenso tapiz cándido adornado con inscripciones bíblicas que exaltan la pureza. Al borde están sentadas dos jovencitas de doce años, vestidas de blanco con cinturones rojos y coronas de flores: personifican la Inocencia y la Penitencia. Con voz suave dialogan sobre el valor de la inocencia bautismal, sobre los peligros que la amenazan y sobre los sacrificios necesarios para custodiarla: oración, mortificación, obediencia, pureza de los sentidos.

            Le pareció a don Bosco tener ante sí un inmenso y encantador collado, cubierto de verdor, en suave pendiente y completamente llano. En las faldas del mismo, se formaba un escalón, más bien bajo, desde el cual se subía a la vereda donde estaba don Bosco. Aquello parecía el Paraíso terrenal iluminado por una luz más pura y más viva que la del sol. Estaba todo cubierto de verde hierba, esmaltada de multitud de bellas y variadas flores y sombreado por un ingente número de árboles que, entrelazando las ramas entre sí, las extendían a guisa de amplios festones.
            En medio del vergel y hasta el límite del mismo, se extendía una alfombra de mágico candor, tan luciente que deslumbraba la vista. Tenía una longitud de muchas millas. Ofrecía toda la magnificencia de un regio estrado. Como ornato, sobre la franja que corría a lo largo de su borde, se veían varias inscripciones en caracteres dorados.
            Por un lado, se leía: Beati immaculati qui ambulant in lege Domini.
            Bienaventurados los puros que andan por los caminos de la ley del Señor.
            Y en el otro: Non privabit bonis eos qui ambulant in innocentia. No dejará sin bienes a los que viven en la inocencia.
            En el tercer lado: Non confundentur in tempore malo; in diebus famis saturabuntur. No se sentirán confundidos en el tiempo de la adversidad y, en los días de hambre, serán saciados.
            En el cuarto: Novit Dominus dies immaculatorum et haereditas eorum in aeternum erit. Conoció el Señor los días de los inocentes y la herencia de ellos será eterna.
            En las cuatro esquinas del estrado, en torno de un magnífico rosetón, se veían estas cuatro inscripciones:
            Cum simplicibus sermocinatio ejus: Su conversación será con los sencillos.
            Proteget gradientes simpliciter: Protege a los que suben con humildad.
            Qui ambulant simpliciter, ambulant confidenter: Los que caminan con sencillez, proceden confiadamente.
            Voluntas eius in iis qui simpliciter ambulant: Su voluntad se manifiesta a los que viven sencillamente.
            En mitad del estrado, había esta última inscripción: Qui ambulat simpliciter salvus erit: El que procede con sencillez será salvo.
            En el centro de la pradera, sobre el borde superior de aquella blanca alfombra, se levantaba un estandarte blanquísimo, sobre el cual se leía también escrito con caracteres de oro: Fili mi, tu semper mecum es et omnia mea tua sunt: Hijo mío, tú siempre has estado conmigo y todo lo mío te pertenece.
            Si don Bosco se sentía maravillado a la vista del jardín, más le llamaron la atención dos hermosas jovencitas, como de doce años, que estaban sentadas al borde de la alfombra donde el terreno formaba el escalón. Una celestial modestia se reflejaba en todo su gracioso continente. De sus ojos constantemente fijos en la altura, fluía no solamente una ingenua sencillez de paloma, sino que también brillaba en ellos la luz de un amor purísimo y de un gozo verdaderamente celestial. Sus frentes despejadas y serenas parecían el asiento del candor y de la sinceridad; sobre sus labios florecía una alegre y encantadora sonrisa. Los rasgos de sus rostros denotaban un corazón tierno y fervoroso. Los graciosos movimientos de la persona les comunicaba un aire tal de sobrehumana grandeza y de nobleza que contrastaba con su juventud.
            Una vestidura blanca les bajaba hasta los pies, sobre la cual no se distinguía ni mancha, ni arruga y ni siquiera un granito de polvo. Tenían ceñidos los costados con una faja bordada de lirios, de violetas y de rosas. Un adorno semejante, en forma de collar, rodeaba su cuello compuesto de las mismas flores, pero de forma diversa. Como brazaletes llevaban en las muñecas un hacecillo de margaritas blancas.
            Todos estos adornos y flores tenían formas y colores de una belleza imposible de describir. Todas las piedras más preciosas del mundo, engarzadas con la más exquisita de las artes, parecerían un poco de fango en su comparación.
            Sus blanquísimas sandalias estaban adornadas con una cinta blanca de bordes dorados con una graciosa lazada en el centro. Blanco también, con pequeños hilos de oro, era el cordoncillo con que estaban atadas.
            Su larga cabellera estaba sujeta con una corona que les ceñía la frente y era tan abundante que, al salir de la corona, formaba exuberantes bucles, cayendo después por la espalda a guisa de abundantes rizos.
            Ambas habían comenzado un diálogo: unas veces alternaban en el hablar; otras, se hacían preguntas o bien prorrumpían en exclamaciones. A veces, las dos permanecían sentadas; otras, una estaba sentada y la otra de pie o bien paseaban. Pero nunca salían de la superficie de aquella blanca alfombra y jamás tocaban las hierbas ni las flores. Don Bosco, en su sueño, permanecía a manera de espectador. Ni él dirigió palabra alguna a las jovencitas ni las jovencitas a él, pues ni se dieron cuenta de su presencia; la una decía a la otra con suavísimo acento:
            – ¿Qué es la inocencia? El estado afortunado de la gracia santificante, conservado merced a la constante y exacta observancia de la ley divina.
            Y la otra doncella, con voz no menos dulce:
            – La conservación de la pureza, de la inocencia, es fuente y origen de toda ciencia y de toda virtud.
            Y la primera:
            – ¡Qué brillo, qué gloria, qué esplendor de virtud, vivir bien entre los malos y, entre los malignos y malvados, conservar el candor de la inocencia y la pureza de las costumbres!
            La segunda se puso de pie y, deteniéndose junto a la compañera:
            – Bienaventurado el jovencito que no va detrás de los consejos de los impíos y no sigue el camino de los pecadores, sino que su complacencia es la ley del Señor, la cual medita día y noche.
            Y será como el árbol plantado a lo largo de las corrientes de las aguas de la gracia del Señor, el cual dará a su tiempo fruto copioso de buenas obras: aunque sople el viento, no caerán de él las hojas de las santas intenciones y del mérito y todo cuanto haga tendrá un próspero efecto y cada circunstancia de su vida cooperará a acrecentar su premio. Y, así diciendo, señalaba los árboles del jardín, cargados de frutos bellísimos, que esparcían por el aire un perfume delicioso, mientras unos arroyuelos de aguas limpísimas que, unas veces, discurrían por dos orillas floridas, otras, caían formando pequeñas cascadas o formaban pequeños lagos y bañaban sus pies, con un murmullo que parecía el sonido misterioso de una música lejana.
            La primera doncella replicó:
            – Es como un lirio entre las espinas que Dios acoge en su jardín y, después, lo toma para ornamento de su corazón; y puede decir a su Señor: Mi Amado para mí y yo para mi Amado, pues se apacienta en medio de lirios.
            Y, al decir esto, indicaba un gran número de lirios hermosísimos que alzaban su blanca corola entre las hierbas y las demás flores, mientras señalaba en la lejanía un altísimo valladar verde que rodeaba todo el jardín. Este valladar estaba todo cuajado de espinas y, detrás de él, vagaban unos monstruos asquerosos que intentaban penetrar en el jardín, pero se lo impedían las espinas del seto.
            – ¡Es cierto! ¡Cuánta verdad encierran tus palabras!, añadió la segunda, ¡Bienaventurado el jovencito que sea hallado sin culpa! ¿Pero quién será el tal y qué alabanzas diremos en su honor? Pues ha obrado cosas admirables en su vida. Fue encontrado perfecto y tendrá la gloria eterna; pudo haber pecado y no pecó; hacer el mal y no lo hizo. Por esto, sus bienes han sido establecidos por el Señor y sus obras buenas serán celebradas por todas las congregaciones de los Santos.
            – ¡Y, en la tierra, qué gloria les está reservada! Los llamará, les señalará un lugar en su santuario, los hará ministros de sus misterios y les dará un nombre sempiterno que jamás perecerá, concluyó la primera.
            La segunda se puso de pie y exclamó:
            – ¿Quién puede describir la belleza de un inocente? Su alma está espléndidamente vestida, como una de nosotras, adornada con la blanca estola del santo Bautismo. En su cuello, en sus brazos resplandecen gemas divinas, lleva en su dedo el anillo de la alianza con Dios. Camina velozmente en su viaje hacia la eternidad. Se abre delante de sus ojos un sendero sembrado de estrellas… Es tabernáculo viviente del Espíritu Santo. Con la sangre de Jesús que corre por sus venas y tiñe sus mejillas y sus labios, con la Santísima Trinidad en el corazón inmaculado, despide a su alrededor torrentes de luz que le revisten de un esplendor mayor que el del sol. Desde lo alto, llueven pétalos de flores celestes que llenan el aire. Todo el ambiente se puebla de las suaves armonías de los ángeles que hacen eco a sus plegarias. María Santísima está a su lado pronta a defenderla. El cielo está abierto para ella.  Se ha convertido en espectáculo para las inmensas legiones de los Santos y de los Espíritus bienaventurados que le invitan agitando sus palmas. Dios, entre los inaccesibles fulgores de su trono de gloria, le señala con la diestra el lugar que le tiene destinado, mientras que, con la izquierda, sostiene la espléndida corona con que le ha de coronar para siempre. El inocente es el deseo, la alegría, el aplauso del Paraíso. Y, sobre su rostro, está esculpida una alegría inefable. Es hijo de Dios. Dios es su Padre. El Paraíso es su herencia. Está continuamente con Dios. Lo ve, lo ama, lo sirve, lo posee, lo goza, posee un rayo de las delicias celestiales; está en posesión de todos los tesoros, de todas las gracias, de todos los secretos, de todos los dones, de todas sus perfecciones y de Dios mismo.
            – Por esto, se presenta tan gloriosa la inocencia en los Santos del Antiguo Testamento y en los del Nuevo, y especialmente en los Mártires. ¡Oh, Inocencia, cuán bella eres! Tentada, creces en perfección, humillada, te levantas más sublime; combatida, sales triunfante; sacrificada, vuelas a recibir la corona. Tú eres libre en la esclavitud, tranquila y segura en los peligros, alegre entre las cadenas. Los poderosos se inclinan ante ti, los príncipes te acogen, los grandes te buscan. Los buenos te obedecen, los malos te envidian, los rivales te emulan, los adversarios sucumben ante ti. Y tú saldrás siempre victoriosa, incluso cuando los hombres te condenen injustamente.
            Las dos doncellas hicieron una pequeña pausa, como para tomar un poco de aliento después de haber desahogado tan encendidos anhelos, y luego se tomaron de la mano y se miraron una a otra.
            – ¡Oh, si los jóvenes conociesen el precioso tesoro de la inocencia, cómo cuidarían, desde el principio de su vida, la estola del santo bautismo! Mas, por el contrario, no reflexionan, no piensan lo que quiere decir mancillarla. La inocencia es un licor preciosísimo.
            – Pero está encerrado en un frágil vaso de barro y, si no se le lleva con cautela, se rompe con la mayor facilidad.
            – La inocencia es una piedra preciosa.
            – Pero no se conoce su valor, se pierde y fácilmente se la cambia por un objeto vil.
            – La inocencia es un espejo de oro, que refleja la imagen de Dios.
            – Pero basta un poco de aire húmedo para empañarlo y hay que conservarlo envuelto en un velo.
            – La inocencia es un lirio.
            – Pero el solo contacto de una mano poco delicada puede marchitarlo.
            – La inocencia es una blanca vestidura. Omni tempore sint vestimenta tua candida.
            – Pero basta una sola mancha para hacerla perder su valor; por eso, es necesario caminar con mucha precaución.
            – La inocencia queda violada, si es afeada por una sola mancha, y pierde el tesoro de su gracia.
            – Basta un solo pecado mortal.
            – Y, una vez perdida, queda perdida para siempre.
            – ¡Qué desgracia la de tantas inocencias que se pierden cada día! Cuando un jovencito cae en el pecado, el Paraíso se le cierra; la Virgen Santísima y el Ángel de la guarda desaparecen, cesan las músicas y se eclipsa la luz. Dios no está ya en su corazón, desaparece el camino de estrellas que antes recorría; cae y queda al momento solo como una isla en medio del mar, de un mar de fuego que se extiende hasta el extremo horizonte de la eternidad, abismándose hasta la profundidad del caos… Sobre su cabeza brillan en el cielo, amenazantes, los rayos de la divina justicia. Satanás se ha convertido en su compañero, lo ha cargado de cadenas, le ha puesto un pie en el cuello y, con el bidente levantado en alto, ha exclamado:
            – ¡He vencido! Tu hijo es mi esclavo. Ya no te pertenece, para él se ha terminado la alegría.
            Si la justicia de Dios le priva en aquel momento del único punto de apoyo con que cuenta, está perdido para siempre.
            – ¡Y puede levantarse! La misericordia de Dios es infinita. Una buena confesión le puede devolver la gracia y el título de hijo de Dios.
            – Pero la inocencia, jamás. ¡Y qué consecuencias se originarán del primer pecado! Conoce el mal que antes no conocía; sentirá terriblemente el influjo de las malas inclinaciones; con la deuda enorme que ha contraído con la divina justicia, se sentirá más débil en los combates espirituales. Sentirá lo que antes no sentía, los efectos de la vergüenza, de la tristeza, del remordimiento.
            – Y pensar que antes se había dicho de él: Dejad que los niños se acerquen a Mí. Ellos serán como los ángeles de Dios en el cielo, Hijo mío, dame tu corazón.
            – ¡Ah, qué delito tan espantoso cometen aquellos desgraciados que son culpables de que un niño pierda la inocencia! Jesús ha dicho: El que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en Mí, mejor le fuera que le atasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen a lo más profundo del mar. ¡Ay del mundo a causa de los escándalos! No es posible impedir los escándalos, pero ¡ay de aquellos que escandalizan! Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños que creen en Mí, porque os aseguro que sus ángeles en el cielo ven perpetuamente el rostro de mi Padre e está en los cielos y piden venganza.
            – ¡Desgraciados! Pero no menos infelices son los que se dejan robar la inocencia.
            Y aquí las dos jovencitas comenzaron a pasear; el tema de su conversación era sobre cuál es el medio para conservar la inocencia.
            Una decía:
            – Es un gran error el de los jóvenes, al creer que la penitencia la debe practicar solamente quien ha pecado. La penitencia es también necesaria para conservar la inocencia. Si San Luis no hubiese hecho penitencia, habría caído sin duda en pecado mortal. Esto se debería predicar, inculcar, enseñar continuamente a los jóvenes. ¡Cuántos más numerosos serían los que conservarían la inocencia, mientras que ahora son tan pocos!
            – Lo dice el Apóstol: Hemos de llevar siempre, por todas partes, en nuestro cuerpo, la mortificación de Jesucristo, a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nosotros.
            – Y Jesús, santo, inmaculado e inocente, pasó una vida de privaciones y dolores.
            – Así también María y todos los Santos.
            – Y fue para dar ejemplo a todos los jóvenes. Dice San Pablo: «Si vivís según la carne, moriréis; si, con el espíritu dais muerte a las acciones de la carne, viviréis».
            – Por tanto, sin la penitencia no se puede conservar la inocencia.
            – Y, con todo, muchos querrían conservar la inocencia, viviendo libremente.
            – ¡Necios! ¿Acaso no está escrito: Fue arrebatado para que la malicia no alterase su espíritu y la seducción no indujese su alma a error?
            Mas la ofuscación de la vanidad oscurece el bien y el vértigo de la concupiscencia pervierte al alma inocente. Por tanto, dos enemigos tienen los inocentes: las máximas perversas y las malas conversaciones de los malvados y la concupiscencia. ¿No dice el Señor que la muerte en plena juventud es un premio que evita al inocente los combates? «Porque agradó al Señor, fue por El amado y, porque vivía entre los pecadores, fue llevado a otro lugar. Habiendo muerto en edad temprana, recorrió un largo camino. Porque Dios amaba su alma, lo sacó de en medio de la iniquidad. Fue arrebatado para que la malicia no alterase su espíritu y la seducción no indujese su alma a error».
            – Afortunados los niños que abrazan la cruz de la penitencia y con firme propósito dicen con Job: Donec deficiam, non recedam ab innocentia mea. Hasta que muera no me apartaré del camino de la inocencia.
            –
Por tanto, mortificación para superar el fastidio que sienten en la oración.
            – Está escrito: Psallam et intelligam in via immaculata. Quando venies ad me? Petite et accipietis. Pater noster!
            – Mortificación de la inteligencia mediante la humildad, obedecer a los Superiores y a los reglamentos.
            – También está escrito: Si mei non fuerint dominati, tunc immaculatus ero et emundabor a delicto maximo. Y esto es la soberbia. Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. El que se humilla será exaltado y el que se exalta será humillado. Obedeced a vuestros Superiores.
            – Mortificación en decir siempre la verdad, en manifestar los propios defectos y los peligros en los cuales puede uno encontrarse. Entonces recibirá siempre consejo, especialmente del confesor.
            – Pro anima tua, ne confundaris dicere verum. Por amor de tu alma no tengas vergüenza de decir la verdad. Porque hay una vergüenza que trae consigo el pecado y hay otra vergüenza que trae consigo la gloria y la gracia.
            – Mortificación del corazón, frenando sus movimientos desordenados, amando a todos por amor de Dios y apartándonos resueltamente de aquellos que pretenden mancillar nuestra inocencia.
            – Lo ha dicho Jesús: Si tu mano o tu pie te sirven de escándalo, córtalos y arrójalos lejos de ti; es mejor para ti llegar a la vida, con una mano o con un pie de menos, que, con ambas manos o con ambos pies, ser precipitado al fuego eterno. Y si tu ojo te sirve de escándalo, sácatelo y arrójalo lejos de ti; es mejor entrar en la vida eterna, con un solo ojo, que con los dos ser arrojado al fuego del infierno.
            – Mortificación en soportar valientemente y con franqueza las burlas del respeto humano. Exacuerunt, ut gladium, linguas suas: intenderunt arcum, rem amaram, ut saggitent in occulis immaculatum.
            – Y vencerán estas mofas malignas, temiendo ser descubiertos por los Superiores, pensando en las terribles palabras de Jesús: El que se avergonzare de Mí y de mis palabras, se avergonzará de él el Hijo del hombre, cuando venga con toda su majestad y con la del Padre y de los santos Ángeles.
            – Mortificación de los ojos, al mirar, al leer, apartándose de toda lectura mala e inoportuna.
            – Un punto esencial. He hecho pacto con mis ojos de no pensar ni siquiera en una virgen. Y en los salmos: Guarda tus ojos para que no vean la vanidad,
            – Mortificación del oído y no escuchar malas conversaciones, palabras hirientes o impías.
            – Se lee en el Eclesiástico: Saepi aures tuas spinis, linguam nequam noli audire. Rodea con un seto de espinas tus oídos y no escuches la mala lengua.
            – Mortificación en el hablar: no dejarse vencer por la curiosidad.
            – También está escrito: Coloca una puerta y un candado a tu boca. Ten cuidado de no pecar con la lengua, para que no seas derribado a vista de los enemigos que te insidian y tu caída llegue a ser incurable y mortal.
            – Mortificación del gusto: no comer, no beber demasiado.
            – El demasiado comer y el demasiado beber fue causa del diluvio universal y del fuego sobre Sodoma y Gomorra y de los mil castigos que cayeron sobre el pueblo hebreo.
            – Mortificarse, en suma, sufriendo cuanto nos sucede a lo largo del día, el frío, el calor y no buscar nuestras satisfacciones. Mortificad vuestros miembros terrenos, dice San Pablo.
            – Recordad el dicho de Jesús: Si quis vult post me venire, abneget semetipsum et tollat crucem suam quotidie et sequatur me.
            – Dios mismo, con su próvida mano, rodea de espinas y de cruces a sus inocentes, como hizo con Job, con José, con Tobías y con otros Santos. Quia acceptus eras Deo, necesse fuit ut tentatio probaret te.
            – El camino del inocente tiene sus pruebas, sus sacrificios, pero recibe fuerza en la Comunión, porque quien comulga frecuentemente tiene la vida eterna, está en Jesús y Jesús en él. Vive la misma vida de Jesús y El lo resucitará en el último día. Es éste el trigo de los elegidos y el vino que engendra vírgenes. Parasti in conspectu meo mensam adversus eos, qui tribulant me. Cadent a latere tuo mille et decem millia a dextris tuis, ad te autem non appropinquabunt.
            –
La Virgen Santísima a quien tanto ama es su Madre. Ego mater pulchrae dilectionis et timoris et agnitionis et sanctae spei. In me gratia omnis (para conocer) viae et veritatis; in me omnis spes vitae et virtutis. Ego diligentes me diligo. Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt. Terribilis ut castrorum acies ordinata.
           
Las dos doncellas se volvieron entonces y comenzaron a subir lentamente la pendiente.Y la una exclamó:
            –
La salud de los justos viene del Señor. El es su protector en el tiempo de la tribulación. El Señor los ayudará y los librará. El los librará de las manos de los pecadores y los salvará porque esperaron en El.
            Y la otra prosiguió:
            – Dios me dotó de fortaleza y el camino que recorro es inmaculado.
            Al llegar ambas doncellas al centro de aquella alfombra, se volvieron.
            – Sí, gritó una de ellas, la inocencia coronada por la penitencia es la reina de todas las virtudes.
            Y la otra exclamó también:
            – ¡Cuán gloriosa y bella es la generación de los castos! Su memoria es inmortal y admirable a los ojos de Dios y de los hombres. La gente la imita cuando está presente y la desea, cuando ha partido para el cielo, y, coronada, triunfa en la eternidad, después de vencer los combates de la castidad. ¡Y qué triunfo! ¡Qué gozo! Qué gloria al presentar a Dios, inmaculada, la estola del santo Bautismo, después de tantos combates entre los aplausos, los cánticos, el fulgor de los ejércitos celestiales.
            Mientras hablaban de esta manera del premio reservado a la inocencia conservada mediante la penitencia, don Bosco vio aparecer legiones de ángeles que, bajando del cielo, se asentaban sobre el blanco tapiz. Y se unían a aquellas dos doncellas, conservando ellas el puesto del centro. Formaban una gran multitud que cantaba: Benedictus Deus et Pater Domini Nostri Jesus Christi, qui benedixit nos in omni benedictione spirituali in coelestibus in Christo; qui elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius in charitate et praedestinavit nos in adoptionem per Jesum Christum.
            Las dos niñas se pusieron entonces a cantar un himno maravilloso, pero con tales palabras y tales notas, que sólo los ángeles que estabanmás próximos al centro podían modular. Los otros también cantaban, pero don Bosco no podía oír sus voces, observando sólo los gestos y el movimiento de los labios al adaptar la boca al canto.
            Las dos niñas cantaban: Me propter innocentiam suscepisti et confirmasti me in conspectu tuo in aeternum. Benedictus Dominus Deus a saeculo et usque in saeculum; fiat, fiat!
            Entretanto, a las primeras escuadras de ángeles se añadieron otras y otras. Su vestido era de varios colores y adornos, diversos los unos de los otros y especialmente diferente del de las doncellas. Pero la riqueza y magnificencia de los mismos era divina. La belleza de cada uno era tal que la mente humana no la podría concebir en manera alguna, ni formarse la más remota idea de ellos. El espectáculo que ofrecía esta escena era indescriptible; pero sólo a fuerza de añadir palabras a palabras, se podría explicar en cierta manera el concepto.
            Terminado el canto de las dos niñas, entonaron todos juntos un himno inmenso y tan armonioso que jamás se oyó cosa igual ni se oirá sobre la tierra.
            He aquí lo que cantaban: Ei, qui potens est vos conservare sine peccato et constituere ante conspectum gloriae suae immaculatos in exultatione, in adventu Domini nostri Jesu Christi: Soli Deo Salvatori nostro, per Jesum Christum Dominum nostrum, gloria et magnificentia, imperium et potestas ante omne saeculum, et nunc et in omnia saecula saeculorum. Amen.
           
Mientras cantaban, iban llegando nuevas escuadras de ángeles y, cuando el canto hubo terminado, poco a poco, todos se elevaron en el aire y desaparecieron al mismo tiempo que aquella visión.
            Y don Bosco se despertó.

(MB IT XVII, 722-730 / MB ES 625-632)




El sueño de las 22 lunas (1854)

Era un día de fiesta del mes de marzo de 1854. Don Bosco reunió, después de la función de vísperas, a todos los alumnos internos en un local situado detrás de la sacristía y les anunció que iba a contarles un sueño. Estaban presentes entre otros los muchachos Cagliero, Turchi, Anfossi y los clérigos Reviglio y Buzzetti, de cuyos labios oímos nuestra narración. Todos estaban persuadidos de que don Bosco ocultaba las comunicaciones que recibía del cielo, bajo el nombre de sueño. El sueño fue el siguiente:

            — Me encontraba yo en medio de vosotros en el patio y me alegraba en mi corazón al contemplaros tan vivarachos, alegres y contentos. Quiénes saltaban, quiénes gritaban, otros corrían. De pronto vi que uno de vosotros salió por una puerta de la casa y comenzó a pasear entre los compañeros con una especie de chistera o turbante en la cabeza. Era el tal turbante transparente, estaba iluminado por dentro y ostentaba en el centro una hermosa luna en la que aparecía grabado el número 22. Yo, admirado, procuré inmediatamente acercarme al joven en cuestión para decirle que dejase aquel disfraz carnavalesco; pero he aquí que, entre tanto, el ambiente empezó a oscurecerse y, como a toque de campana, el patio quedó desierto, yendo todos los jóvenes a reunirse en filas debajo de los pórticos. Todos reflejaban en sus rostros un gran temor y diez o doce tenían la cara cubierta de mortal palidez. Yo pasé por delante de todos para examinarlos y entre ellos descubrí al que llevaba la luna sobre la cabeza, el cual estaba más pálido que los demás; de sus hombros pendía un manto fúnebre. Me dirigí a él para preguntarle el significado de todo aquello, cuando una mano me detuvo y vi a un desconocido de aspecto grave y noble continente, que me dijo:
            — Antes de acercarte a él, escúchame; todavía tiene veintidós lunas de tiempo; antes de que hayan pasado, este joven morirá. No le pierdas de vista y prepáralo.
            Yo quise pedir a aquel personaje alguna otra explicación sobre lo que me acababa de decir y sobre su repentina aparición, pero no logré verle más. El joven en cuestión, mis queridos hijos, me es conocido y está en medio de vosotros.
            Un vivo terror se apoderó de los oyentes, tanto más que era la primera vez que don Bosco anunciaba en público y con cierta solemnidad la muerte de uno de los de casa. El buen padre no pudo por menos de notarlo y prosiguió:
            — Yo conozco al de las lunas, está en medio de vosotros. Pero no quiero que os asustéis. Como os he dicho, se trata de un sueño y sabéis que no siempre se debe prestar fe a los sueños. De todas maneras, sea como fuere, lo cierto es que debemos estar siempre preparados, como nos lo recomienda el Divino Salvador en el Evangelio y no cometer pecados; entonces la muerte no nos causará espanto. Sed todos buenos, no ofendáis al Señor, y yo entre tanto no perderé de vista al del número 22, el de las veintidós lunas o veintidós meses, que eso quiere decir; y espero que tendrá una buena muerte.
            Esta noticia, si bien asustó mucho al principio a los muchachos, hizo inmediatamente un grandísimo bien entre ellos, pues todos procuraban mantenerse en gracia de Dios, con el pensamiento de la muerte, mientras contaban las lunas que se iban sucediendo.
            Don Bosco, de vez en cuando, les preguntaba:
            — ¿Cuántas lunas faltan aún?
            Y lo muchachos respondían:
            — Veinte, dieciocho, quince, etc.
            A veces, algunos que no perdían una sola de sus palabras, se le acercaban para decirle el número de lunas que habían pasado, e intentaban hacer pronósticos, adivinar…, pero don Bosco guardaba silencio.
            El joven Piano, que había entrado en el Oratorio en el mes de noviembre (1854), oyó hablar de la luna novena, y por los superiores y compañeros vino a saber la predicción de don Bosco. Y también, como los demás, empezó a prestar atención a los acontecimientos.
            Finalizó el año de 1854; pasaron algunos meses del 1855 y llegó el mes de octubre, esto es, el correspondiente a la luna vigésima. Clagliero, ya clérigo, había sido encargado de vigilar tres habitaciones situadas en la antigua casa Pinardi, que servían de dormitorio a algunos muchachos. Había entre ellos un tal Segundo Gurgo, natural de Pettinengo, en la región de Biella, que contaba unos diecisiete años, bien desarrollado y robusto, prototipo del joven lleno de salud, que ofrecía garantías por su aspecto de poder vivir larga vida y alcanzar una extrema vejez.
            Su padre lo había recomendado a don Bosco para que lo aceptase como interno. Era un pianista excelente y un buen organista; estudiaba música de la mañana a la noche y ganaba sus buenos dineros dando clases en Turín.
            Don Bosco, a lo largo del año, había pedido de vez en cuando al clérigo Cagliero informes sobre la conducta de sus asistidos con particular interés. En el mes de octubre lo llamó y le dijo:
            — ¿Dónde duermes?
            — En la última habitación, y desde ella asisto a las otras dos, replicó Cagliero.
            — Y ¿no sería mejor que trasladases tu cama a la habitación del centro?
            — Como usted quiera; pero le hago saber que las otras dos habitaciones no tienen humedad, mientras que una de las paredes de la segunda corresponde al muro del campanario de la iglesia recientemente construido. Por tanto, hay en ella un poco de humedad: se acerca el invierno y podría acarrearme alguna enfermedad. Por otra parte, desde donde estoy instalado ahora, puedo asistir muy bien a todos los jóvenes de mi dormitorio.
            — En cuanto a asistirlos, sé que lo puedes hacer bien, pero creo que es mejor que te traslades a la habitación del centro.
            Cagliero obedeció, pero después de algún tiempo pidió permiso a don Bosco para llevar su cama de nuevo a la habitación anterior.
            Don Bosco no se lo consintió.
            — Continúa, le dijo, donde estás y duerme tranquilo, porque tu salud no se resentirá lo más mínimo.
            El clérigo Cagliero se tranquilizó, y algunos días después fue llamado por don Bosco.
            — ¿Cuántos sois en tu nueva habitación?
            — Tres, respondió; Garovaglia, el joven Segundo Gurgo y yo, más el piano que hace el número cuatro.
            — Bien, dijo don Bosco, muy bien. Sois tres pianistas y Gurgo os podrá dar lecciones de música. Tú procura no perderlo de vista.
            Y no añadió nada más. El clérigo, acuciado por la curiosidad y sospechando algo, comenzó a hacerle preguntas, pero don Bosco le interrumpió diciendo:
            — El porqué de todo esto lo sabrás a su tiempo.
            El secreto no era otro, sino que en aquella habitación estaba el joven de las veintidós lunas.
            A principios de diciembre no había ningún enfermo en el Oratorio y don Bosco, subiendo a su tribuna después de las oraciones de la noche, anunció que uno de los jóvenes presentes moriría antes de la fiesta de Navidad.
            Ante esta nueva predicción y el próximo cumplimiento de las veintidós lunas, reinaba en la casa gran preocupación; los muchachos recordaban frecuentemente las palabras de don Bosco y temían la realización de lo anunciado.
            Don Bosco, por aquellos días, llamó nuevamente al clérigo Cagliero preguntándole si Gurgo se portaba bien y si, después de dar las clases de música en la ciudad, regresaba a casa temprano. Cagliero le respondió que todo procedía normalmente, no habiendo novedad alguna entre sus compañeros.
            — Muy bien, añadió el siervo de Dios, estoy contento; procura que todos observen buena conducta y avísame si sucediese cualquier inconveniente.
            Y, dicho esto, no añadió más.
            Mas he aquí que, hacia la mitad de diciembre, Gurgo se sintió asaltado por un cólico violento y tan pernicioso que, habiendo sido llamado el médico con toda urgencia, por consejo de éste, se le administraron al paciente los últimos sacramentos. Ocho días duró la penosa enfermedad y Gurgo fue mejorando, gracias a los cuidados del doctor Debernardi, de forma que pronto pudo levantarse del lecho convaleciente. El mal había sido conjurado y el médico aseguraba que el joven se había librado de la muerte. Entre tanto, se había avisado al padre del muchacho, pues no habiendo muerto hasta entonces nadie en el Oratorio, don Bosco quería librar a sus alumnos de tan desagradable espectáculo. La novena de Navidad había comenzado y Gurgo, casi curado, pensaba ir a su pueblo natal para pasar las pascuas con sus parientes. A pesar de ello, cuando se daban buenas noticias a don Bosco sobre este joven, parecía que el buen padre se resistía a creerlas.
            Se personó en el Oratorio el señor Gurgo; al encontrar a su hijo en tan buen estado de salud, obtenido el permiso correspondiente, fue a reservar los asientos en la diligencia para marchar con él al día siguiente a Novara, y de allí a Pettinengo, donde se repondría del todo, disfrutando de los aires nativos.
            Era el domingo 23 de diciembre; Gurgo manifestó aquella tarde deseos de comer un poco de carne, alimento que le había sido prohibido por el médico. El padre, por complacerlo, fue a comprarla y la hizo cocer en una cacerolita. El joven bebió el caldo y comió la carne, que ciertamente debía estar medio cruda, en cantidad un poco excesiva. El padre se marchó y en la habitación quedaron Cagliero y el enfermo. Mas he aquí que, a cierta hora de la noche, el paciente comenzó a quejarse de fuertes dolores de vientre. El cólico se le había repetido de un modo más alarmante. Gurgo llamó por su nombre al asistente:
            — ¡Cagliero, Cagliero! ¡Ya terminé de darte las clases de piano!
            — Ten paciencia, ¡ánimo!, respondió Cagliero.
            — Ya no iré más a casa. Ruega por mí, no sabes lo mal que me siento. Pide por mí a la Santísima Virgen.
            — Sí, lo haré; invócala tú también.
            Seguidamente Cagliero comenzó a rezar por el enfermo, pero, vencido por el sueño, se quedó dormido. Mas he aquí que, de pronto, el enfermero lo sacude e, indicándole a Gurgo, corre a llamar inmediatamente a don Víctor Alasonatti, que dormía en la habitación contigua.
            Llegó éste, y al cabo de unos instantes Gurgo expiraba.
            La desolación en la casa fue general. Cagliero se encontró por la mañana a don Bosco, que bajaba las escaleras para ir a celebrar; el buen padre estaba hondamente apenado, porque ya le habían comunicado la dolorosa noticia. En el Oratorio se comentó mucho esta muerte. Era la luna vigésima segunda aún no cumplida; y Gurgo, al morir el día 24 de diciembre antes de la aurora, había hecho que se cumpliese la segunda predicción de don Bosco, a saber, que no habría asistido a la fiesta de Navidad.
            Después de la comida, jóvenes y clérigos rodearon silenciosos a don Bosco. De pronto el clérigo Juan Turchi le preguntó si Gurgo era el de las lunas.
            — Sí, respondió don Bosco: él era; el mismo que vi en el sueño.
            Seguidamente añadió:
            — Os daríais cuenta de que yo, hace tiempo, lo puse a dormir en una habitación especial, recomendando a uno de mis mejores asistentes que llevase su cama a la misma habitación para que lo tuviese bajo su vigilancia. El asistente fue el clérigo Juan Cagliero.
            Y volviéndose al aludido, le dijo:
            — Otra vez no hagas tantas observaciones a lo que te diga don Bosco. ¿Comprendes ahora por qué yo no quería que abandonases la habitación en la que estaba aquel pobrecito? Tú me lo pediste insistentemente, pero yo no te lo concedía porque quería que Gurgo tuviese junto a sí a alguien que velase por él. Si él viviese todavía, podría dar testimonio de las muchas veces que le hablé, como quien no quiere la cosa, de la muerte, y de los cuidados que le prodigué, para prepararlo a un feliz tránsito.
            «Entonces, escribe monseñor Cagliero, comprendí el motivo de las especiales recomendaciones que me hizo don Bosco y aprendí a conocer y apreciar mejor la importancia de sus palabras y de sus paternales avisos».
            La noche anterior a la fiesta de Navidad, narra Pedro Enría, aún recuerdo que don Bosco subió a la tribuna mirando a su alrededor como si buscase a alguien. Y dijo:
            — Es el primer joven que muere en el Oratorio. Ha hecho las cosas bien y esperamos que esté ya en el Paraíso. Os recomiendo a todos que estéis siempre preparados…
            Y no pudo proseguir porque su corazón estaba muy dolorido. La muerte le había arrebatado un hijo».
(MB IT V, 377-383 / MB ES V, 272-277)