Beato Miguel Rua.La consagración de nuestra Pía Sociedad al Sagrado Corazón de Jesús

El pasado 24 de octubre, el Santo Padre quiso renovar la devoción al Sagrado Corazón de Jesús con la publicación de la encíclica Dilexit nos, en la que explicaba las razones de esta elección:

«Algunos se preguntan si todavía hoy tiene algún significado.Pero cuando tenemos la tentación de navegar por la superficie, de vivir con prisas sin saber en el fondo por qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavos de los engranajes de un mercado al que no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón».

También nosotros queremos subrayar el valor de esta devoción, profundamente arraigada en la tradición salesiana. Don Bosco, inspirado en la espiritualidad de San Francisco de Sales, conocía muy bien la devoción al Sagrado Corazón, promovida por una de las hijas de San Francisco, la visitandina Santa Margarita María Alacoque. Esta devoción fue una fuente continua de inspiración para él, y nos proponemos explorarla en una serie de futuros artículos. Baste, por ahora, recordar el escudo salesiano, en el que Don Bosco quiso incluir el Sagrado Corazón, y la basílica romana dedicada al Sagrado Corazón de Jesús, que él mismo se comprometió a hacer construir en Roma, gastando tiempo, energías y recursos.

Su sucesor, el Beato Miguel Rua, continuó la estela del fundador, cultivando la devoción y consagrando la Congregación Salesiana al Sagrado Corazón de Jesús.

En este mes de noviembre queremos recordar su carta circular, escrita hace 124 años, el 21 de noviembre de 1900, para preparar esta consagración, que aquí presentamos íntegra.

«Consagración de nuestra Pía Sociedad al Sagrado Corazón de Jesús

Queridos hermanos e hijos,

            Desde hace mucho tiempo y desde muchas partes se me pide con gran insistencia que consagre nuestra Pía Sociedad al Sagrado Corazón de Jesús, por un acto solemne y perentorio. Nuestras Casas del Noviciado y del Estudiantado, unidas en santa liga, y la querida memoria de nuestro inolvidable Hermano, don Andrea Beltrami, insistieron especialmente en ello. Después de un largo retraso, que me ha recomendado la prudencia, considero oportuno acceder a estas peticiones ahora que el siglo XIX toca a su fin, y el siglo XX avanza, feliz de muchas esperanzas.

            Ya en muchas circunstancias he recomendado a mis hijos y Hermanos salesianos, y a nuestras Hermanas, las Hijas de María Auxiliadora, la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús, y, seguro de que traería un gran bien espiritual a cada uno de nosotros, el año pasado hice un llamamiento para que cada salesiano se consagrase a Él. Estas recomendaciones fueron bien acogidas por todos; mis mandatos se cumplieron escrupulosamente, y los bienes que esperaba llegaron en abundancia.
            Ahora pretendo que cada uno se consagre de nuevo, de manera muy especial, a este Sacratísimo Corazón; más aún, deseo que cada Director consagre enteramente a Él la Casa que preside, e invite a los jóvenes a hacer de sí mismos esta santa ofrenda, los instruya en el gran acto que van a realizar y les dé consuelo para que se preparen convenientemente a ello.
            Podemos decir a los cristianos acerca del Corazón de Jesús lo que San Juan Bautista dijo a los judíos al hablar del divino Salvador: «Hay entre vosotros uno a quien no conocéis». Y bien podemos repetir a este respecto las palabras de Jesús a la Samaritana: «¡Oh, sí conocieras el don de Dios!». ¡Qué mayor amor y confianza sentirán hacia Jesús nuestros miembros y nuestros jóvenes si están bien instruidos en esta devoción!
            El Señor ha concedido gracias a cada uno de nosotros, las ha concedido a cada una de las Casas; pero fue aún más generoso con sus favores con la Congregación que es nuestra madre. Nuestra Pía Sociedad ha sido y es continuamente beneficiada de un modo muy especial por la bondad de Jesús, que ve cuánta necesidad tenemos de gracias extraordinarias para vencer la tibieza, renovar nuestro fervor y llevar a cabo la gran tarea que Dios nos ha confiado: es justo, pues, que nuestra Pía Sociedad esté entera y enteramente consagrada a ese Sacratísimo Corazón. Presentémonos todos juntos a Jesús, y le seremos queridos como quien le ofrece no sólo todas las flores de su jardín, sino el jardín mismo; no sólo los diversos frutos del árbol, sino el árbol mismo. Porque si la consagración de los individuos es aceptable a Dios, más aceptable debe ser la consagración de toda una comunidad, siendo como una legión, una falange, un ejército que se ofrece a Él.
            Y me parece que éste es verdaderamente el momento querido por la Providencia divina para realizar el acto solemne. La circunstancia se nos presenta como muy propicia y oportuna. Me parece hermoso y, diría, sublime, en el momento que divide dos siglos, presentarnos a Jesús, almas expiatorias de las faltas del uno, y apóstoles para ganar al otro a su amor. Oh, cómo Jesús bendito echará entonces una mirada benigna sobre nuestras diversas casas, que han venido a ser como otros tantos altares en los que le ofrecemos la contrición de nuestros corazones y lo mejor de nuestras energías físicas y morales; cómo bendecirá a nuestra Sociedad, que reúne estos holocaustos esparcidos por el mundo en uno solo y grandioso, para postrarse a los pies de Jesús y exclamar en nombre de sus hijos: «¡Oh Jesús! gracias, gracias; perdón, perdón; ¡ayuda, ayuda!». Y decirle: «Nosotros, Jesús, ya somos Tuyos por derecho, al haber sido comprados por Ti con Tu preciosísima Sangre, pero queremos serlo también por elección y consagración espontánea y absoluta: nuestras Casas ya son Tuyas por derecho, pues Tú eres el dueño de todas las cosas, pero queremos que sean Tuyas, y sólo Tuyas, también por nuestra voluntad espontánea; te las consagramos: Nuestra Pía Sociedad ya es vuestra por derecho, puesto que Tú la inspiraste, Tú la fundaste, Tú la hiciste nacer, por decirlo así, de tu propio Corazón; pues bien, queremos confirmar este derecho tuyo; queremos que, por la ofrenda que te hacemos, se convierta en un templo en medio del cual podamos decir con verdad que habita nuestro Salvador Jesucristo señor, dueño y rey. Sí, Jesús, vence todas las dificultades, reina, reina en medio de nosotros: Tú tienes el derecho, Tú lo mereces, nosotros lo queremos».
            Estos son los votos, los suspiros, los propósitos de nuestro corazón: tratemos de inspirarnos continuamente en ellos y de revigorizarlos en el amor de Dios en esta ocasión tan especial.
            Por tanto, queridos amigos, ha llegado el gran momento de hacer pública y solemne nuestra consagración y la de toda nuestra Pía Sociedad al Divino Corazón de Jesús: ha llegado el momento de hacer el acto externo y perentorio, tan deseado, por el que declaramos que nosotros y la Congregación permanecemos sagrados para el Divino Corazón. Ahora es necesario establecer algunas normas prácticas para regular esta gran función.
            Pretendo, en primer lugar, que esta solemne Consagración sea preparada por un devoto triduo de oraciones y predicaciones, que comenzará convenientemente en la tarde de los Santos Inocentes, 28 de diciembre, día en que murió San Francisco de Sales, nuestro gran Titular.
            En segundo lugar, me propongo que el Acto de Consagración sea hecho por todos juntos, jóvenes, adscritos, hermanos, superiores de cada casa, así como por el mayor número de cooperadores que puedan reunirse. Los hermanos que, por alguna circunstancia, se encuentren fuera de la propia comunidad y no puedan volver a ella, procuren ir a la casa salesiana más cercana y allí únanse a los demás hermanos en este acto. Aquellos que no puedan ir convenientemente a una de nuestras casas, hagan también esta consagración del mejor modo que las circunstancias les permitan.
            En tercer lugar, decreto que esta función se realice en la iglesia, en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero, en el momento solemne que divide los dos siglos. Sabéis que el Santo Padre, también para este año, dispuso que en la medianoche del 31 de diciembre se celebrara solemnemente la Santa Misa, con el Santísimo Sacramento expuesto. Ahora, en nuestro caso, sería mejor que, reunidos en la iglesia media hora antes, se expusiera el Santísimo Sacramento y, después de al menos un cuarto de hora de adoración, se renovaran todos los votos bautismales, los hermanos renovaran también sus votos religiosos y, a continuación, se hiciera la consagración de sí mismos, de sus casas y de todo el consorcio humano al Sagrado Corazón de Jesús, con el formulario prescrito por el Santo Padre el año pasado. En ese mismo momento yo, con el Superior del Capítulo, haré la Consagración de toda la Congregación, utilizando un formulario especial.
            A continuación, se celebrará la Santa Misa en cada casa, seguida de la Bendición con el Santísimo Sacramento, después del canto del Te Deum, y de las demás prácticas que el Santo Padre o los distintos Obispos ordenen para la ocasión.

            En los Oratorios festivos, y donde, por cualquier circunstancia, no sea posible o conveniente celebrar este servicio a medianoche, podrá celebrarse a la mañana siguiente, a una hora más conveniente, habiendo concedido el Santo Padre permiso para mantener expuesto el Santísimo Sacramento desde la medianoche hasta el mediodía del 1 de enero, confiriendo indulgencia plenaria a quienes hagan entretanto una hora de adoración.
            No quisiera que esta Consagración fuera un acto estéril: debe ser fuente de un gran bien para nosotros y para nuestro prójimo. El acto de Consagración es breve, pero el fruto debe ser imperecedero. Y para obtenerlo, creo conveniente recomendaros algunas prácticas especiales, aprobadas y encomiadas por la Iglesia, y enriquecidas por la misma Iglesia con muchas indulgencias, que, a la vez que mantendrán vivo el recuerdo de este gran acto, servirán también para excitar cada vez más esta devoción en nosotros, en los jóvenes y en los fieles confiados a nuestros cuidados.
            Propongo, por tanto, que la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús se solemnice en todas partes como una de las fiestas principales del año.
            En todas las Casas se conmemore el primer viernes del mes con un oficio especial y se recomiende a todos los hermanos y jóvenes que comulguen ese día.

            Inscríbase todo hermano en la asociación llamada Práctica de los NueveOficios, y esfuércese por desempeñar verdaderamente el oficio que le corresponde.
            Cada casa estará asociada a la Confraternidad de la Guardiade Honor, y ostentará el cuadrante; y cada hermano y joven fijará la hora especial en que se proponga hacer su hora de guardia, según lo prescrito por dicha Confraternidad.
            En el noviciado y estudiantados, quien pueda, hará la Hora Santa, según las normas establecidas para la práctica de esta devoción.
            Como nada puede contribuir mejor al provechoso cumplimiento del mencionado acto de Consagración, y a la buena práctica de la devoción al Sagrado Corazón, que saber en qué consiste, he recopilado, y en lo sucesivo os expongo, una conveniente instrucción. De este modo espero que la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús sea más apreciada y deseada por todos nosotros y también por nuestros buenos alumnos.

            Íntimamente convencido de que este acto solemne que vamos a realizar será grato al Sacratísimo Corazón de Jesús, y que producirá un gran bien a nuestra Pía Sociedad, mientras os saludo y os bendigo, os pido de nuevo que os unáis a mí en el agradecimiento a este Divino Corazón por los grandes favores que ya nos ha concedido, y en la oración para que el nuevo siglo, al mismo tiempo que sea para nosotros un consuelo y una ayuda, sea también verdaderamente el siglo del triunfo de Jesús Redentor, para que Él, nuestro querido Jesús, llegue a reinar en las mentes y en los corazones de todos los pueblos del mundo, y que Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat se repita pronto en toda la extensión de su significado.

Atentamente in Corde Jesu
Sac. MICHELE RUA

INSTRUCCIÓN SOBRE LA DEVOCIÓN AL SANTO CORAZÓN DE JESÚS

Jesús, nuestro sumamente compasivo Redentor, habiendo venido a la tierra para salvar a todos los hombres, puso en su Iglesia una inestimable riqueza de bienes, que debían ser de valor para ese fin. Y, sin embargo, no contento con esta providencia universal y generosa, siempre que surgía una necesidad especial, quería proporcionar a los hombres una ayuda aún más eficaz. Con este fin, ciertamente por inspiración del Señor, se instituyeron gradualmente muchas solemnidades divinas; con este fin, el Señor hizo construir muchos santuarios en todas las partes del mundo, y con este fin, con este fin, se instituyó en la Iglesia una gran santidad de prácticas religiosas, según las necesidades.

N. 22, Turín, 21 de noviembre de 1900,
Fiesta de la Presentación de María en el Templo»




Halloween: ¿una fiesta para celebrar?

Los sabios nos dicen que para comprender un acontecimiento hay que saber cuál es su origen y cuál es su finalidad.Este es también el caso del fenómeno ya muy extendido de Halloween, que más que una fiesta para celebrar es un acontecimiento sobre el que reflexionar.Se trata de evitar la celebración de una cultura de la muerte que nada tiene que ver con el cristianismo.


Halloween, en su versión actual, es una fiesta que tiene su origen comercial en Estados Unidos y se ha extendido por todo el mundo en las últimas tres décadas. Se celebra la noche entre el 31 de octubre y el 1 de noviembre y tiene algunos símbolos propios:
Los disfraces: vestirse con ropas terroríficas para representar personajes fantásticos o criaturas monstruosas.
Calabazastalladas: la tradición de tallar calabazas, insertando una luz en su interior para hacer lámparas (Jack-o’-lantern).
Truco o treta:  costumbre de llamar a las puertas de las casas y pedir caramelos a cambio de la promesa de no hacer bromas («¿Trick or treat?»).

Parece ser una de las fiestas comerciales cultivadas a propósito por algunos interesados para aumentar sus ingresos. De hecho, en 2023 sólo en Estados Unidos se gastaron 12.200 millones de dólares (según la National Retail Federation) y en el Reino Unido unos 700 millones de libras (según analistas de mercado). Estas cifras también explican la amplia cobertura mediática, con verdaderas estrategias para cultivar el evento, convirtiéndolo en un fenómeno de masas y presentándolo como una diversión casual, un juego colectivo.

Origen
Si vamos a buscar los inicios de Halloween – porque toda cosa contingente tiene su principio y su fin- nos encontramos con que se remonta a las creencias paganas politeístas del mundo celta.
El antiguo pueblo de los celtas, un pueblo nómada que se extendió por toda Europa, supo conservar mejor su cultura, su lengua y sus creencias en las Islas Británicas, más aún, en Irlanda, en la zona donde nunca había llegado el Imperio Romano. Una de sus fiestas paganas, llamada Samhain, se celebraba entre los últimos días de octubre y los primeros de noviembre y era el «año nuevo» que abría el ciclo anual. Como en esa época la duración del día disminuía y la de la noche aumentaba, se creía que la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos se hacía más fina, lo que permitía que las almas de los difuntos regresaran a la tierra (también en forma de animales) y también que entraran los espíritus malignos. Por eso se utilizaban máscaras aterradoras para confundir o ahuyentar a los espíritus, para no ser tocados por su influencia maligna. La celebración era obligatoria para todos, comenzaba por la noche y consistía en ritos mágicos, fuegos rituales, sacrificios de animales y probablemente también sacrificios humanos. En esas noches, sus sacerdotes druidas iban a cada casa para recibir algo de la gente para sus sacrificios, bajo pena de maldiciones.

La costumbre de tallar un nabo en forma de cara monstruosa, colocar una luz en su interior y colocarlo en el umbral de las casas, dio lugar con el tiempo a una leyenda que explica mejor su significado. Se trata de la leyenda del herrero irlandés Stingy Jack, un hombre que engaña varias veces al diablo y, al morir, no es recibido ni en el cielo ni en el infierno. Estando en tinieblas y obligado a buscar un lugar para su descanso eterno, pidió y recibió del diablo un tronco ardiendo, que metió dentro de un nabo que llevaba consigo, creando una linterna, la Jack-o’lantern. Pero no encontró descanso y sigue vagando hasta hoy. La leyenda quiere simbolizar las almas condenadas que vagan por la tierra y no encuentran descanso. Esto explica la costumbre de colocar un feo nabo delante de la casa, para infundir miedo y ahuyentar a las almas errantes que pudieran acercarse esa noche.

El mundo romano también tenía una fiesta similar, llamada Lemuria o Lemuralia, dedicada a alejar a los espíritus de los muertos de las casas; se celebraba los días 9, 11 y 13 de mayo. Los espíritus se llamaban «lémures» (la palabra «lémur» procede del latín larva, que significa «fantasma» o «máscara»). Se creía que estas celebraciones estaban asociadas a la figura de Rómulo, fundador de Roma, de quien se dice que instituyó los ritos para apaciguar el espíritu de su hermano Remo, al que mató; sin embargo, parece que la fiesta se instituyó en el siglo I d.C.

Este tipo de celebración pagana, que también se encuentra en otras culturas, refleja la conciencia de que la vida continúa después de la muerte, aunque esta conciencia esté mezclada con muchos errores y supersticiones. La Iglesia no quiso negar esta semilla de verdad que, de una forma u otra, estaba en el alma de los paganos, sino que trató de corregirla.

En la Iglesia, el culto a los mártires ha estado presente desde el principio. Alrededor del siglo IV d.C., la conmemoración de los mártires se celebraba el primer domingo después de Pentecostés. En 609 d.C., el Papa Bonifacio IV trasladó esta conmemoración a la fiesta de Todos los Santos, el 13 de mayo. En el año 732, el Papa Gregorio III volvió a trasladar la fiesta de Todos los Santos (en inglés antiguo «All Hallows») al 1 de noviembre, y el día anterior pasó a llamarse All Hallows’Eve (Vigilia de Todos los Santos), de donde deriva la forma abreviada Halloween.
La proximidad inmediata de las fechas sugiere que el cambio de conmemoración por parte de la Iglesia se debió a un deseo de corregir el culto a los antepasados. El último cambio indica que la fiesta pagana celta Samhain también había permanecido en el mundo cristiano.

Difusión
Esta celebración pagana -fiesta principalmente religiosa-, conservada en los submundos de la cultura irlandesa incluso después de la cristianización de la sociedad, reapareció con la emigración masiva de los irlandeses a Estados Unidos tras la gran hambruna que asoló el país en 1845-1846.
Los inmigrantes, para preservar su identidad cultural, empezaron a celebrar diversas fiestas propias como momentos de reunión y esparcimiento, entre ellas All Hallows. Más que una fiesta religiosa, era una fiesta sin referencias religiosas, vinculada a la celebración de la abundancia de las cosechas.
Esto fomentó el resurgimiento del antiguo uso celta del farolillo, y la gente empezó a utilizar no el nabo sino la calabaza por su mayor tamaño y suavidad que favorecía la talla.

En la primera mitad del siglo XX, el espíritu pragmático de los estadounidenses -aprovechando la oportunidad de hacer dinero- extendió esta fiesta a todo el país, y empezaron a aparecer en los mercados disfraces y trajes de Halloween a escala industrial: fantasmas, esqueletos, brujas, vampiros, zombis, etc.

A partir de 1950, la fiesta empezó a extenderse también a las escuelas y los hogares. Apareció la costumbre de que los niños fueran llamando a las casas para pedir golosinas con la expresión: «¿Truco o trato?».

Impulsada por intereses comerciales, dio lugar a una verdadera fiesta nacional con connotaciones laicas, desprovista de elementos religiosos, que se exportaría a todo el mundo, especialmente en las últimas décadas.

Reflexión
Si nos fijamos bien, los elementos que se encuentran en los ritos celtas de la fiesta pagana de Samhain han permanecido. Se trata de ropas, linternas y amenazas de maldiciones.
Las ropas son monstruosas y aterradoras: fantasmas, payasos espeluznantes, brujas, zombis, hombres lobo, vampiros, cabezas atravesadas por puñales, cadáveres desfigurados, diablos.
Horribles calabazas talladas como cabezas cortadas con una macabra luz en su interior.
Los niños paseando por las casas preguntando «¿Trucootrato?». Traducido literalmente significa «truco o trato», que recuerda a la «maldición o sacrificio» de los sacerdotes druidas.

Primero nos preguntamos si estos elementos pueden considerarse dignos de cultivo. ¿Desde cuándo lo espantoso, lo macabro, lo oscuro, lo horroroso, lo irremediablemente muerto definen la dignidad humana? En efecto, son muy escandalosos.

Y nos preguntamos si todo esto no contribuye a cultivar una dimensión ocultista, esotérica, dado que son los mismos elementos que utiliza el oscuro mundo de la brujería y el satanismo. Y si la moda oscura y gótica, como todas las demás decoraciones de calabazas macabramente talladas, telarañas, murciélagos y esqueletos, no fomenta un acercamiento a lo oculto.

¿Es casualidad que periódicamente se produzcan acontecimientos trágicos en torno a esta fiesta?
¿Es casualidad que profanaciones, graves ofensas a la religión cristiana e incluso sacrilegios se produzcan regularmente en estos días?
¿Es casualidad que para los satanistas la fiesta principal, que marca el comienzo del año satánico, sea Halloween?
¿No produce, sobre todo en los jóvenes, una familiarización con una mentalidad mágica y ocultista, distante y contraria a la fe y a la cultura cristianas, especialmente en este momento en que la praxis cristiana está debilitada por la secularización y el relativismo?

Veamos algunos testimonios.

Una británica, Doreen Irvine, antigua sacerdotisa satanista convertida al cristianismo, advierte en su libro De la brujería a Cristo que la táctica utilizada para acercarse al ocultismo consiste precisamente en proponer lo oculto bajo formas atractivas, con misterios que incitan, haciéndolo pasar todo por una experiencia natural, incluso simpática.

El fundador de la Iglesia de Satán, Anton LaVey, declaró abiertamente su alegría por el hecho de que los bautizados participen en la fiesta de Halloween: «Me alegro de que los padres cristianos permitan a sus hijos adorar al diablo al menos una noche al año.Bienvenidos a Halloween».
Don Aldo Buonaiuto, del Servicio Antisectas de la Asociación Comunitaria Papa Juan XXIII, en su ponencia Halloween.El truco del diablo, nos advierte que «los adoradores de Satanás tienen en cuenta las “energías” de todos aquellos que, aunque sólo sea por diversión, evocan el mundo de las tinieblas en los ritos perversos practicados en su honor, durante todo el mes de octubre y, en particular, en la noche entre el 31 de octubre y el 1 de noviembre».

El padre Francesco Bamonte, exorcista y vicepresidente de la Asociación Internacional de Exorcistas (ex presidente de la misma durante dos mandatos consecutivos), advierte:

«Mi experiencia, junto con la de otros sacerdotes exorcistas, demuestra cómo la ocasión de Halloween, incluido el período de tiempo que la prepara, representa de hecho, para muchos jóvenes, un momento privilegiado de contacto con realidades sectarias o en todo caso ligadas al mundo del ocultismo, con consecuencias incluso graves no sólo a nivel espiritual, sino también en el de la integridad psicofísica. En primer lugar, hay que decir que esta fiesta imprime como mínimo fealdad. Y al imprimir en los niños la fealdad, el gusto por lo horrible, lo deforme, lo monstruoso puesto al mismo nivel que lo bello, de alguna manera los orienta hacia el mal y la desesperación. En el cielo, donde sólo reina la bondad, todo es bello. En el infierno, donde sólo reina el odio, todo es feo». […]
«Basándome en mi ministerio como exorcista, puedo afirmar que Halloween es, en el calendario de magos, ocultistas y adoradores de Satán, una de las «fiestas» más importantes; En consecuencia, para ellos es motivo de gran satisfacción que las mentes y los corazones de tantos niños, adolescentes, jóvenes y no pocos adultos se dirijan a lo macabro, lo demoníaco, la brujería, a través de la representación de ataúdes, calaveras, esqueletos, vampiros, fantasmas, adhiriéndose así a la visión burlona y siniestra del momento más importante y decisivo de la existencia de un ser humano: el final de su vida terrenal. » […]
«Nosotros, sacerdotes exorcistas, no nos cansamos de advertir contra esta recurrencia, que no sólo a través de conductas inmorales o peligrosas, sino también a través de la ligereza de diversiones consideradas inofensivas (y por desgracia acogidas cada vez más a menudo incluso en espacios parroquiales) puede tanto preparar el terreno para una futura acción perturbadora, incluso pesada, por parte del demonio, como permitir al Maligno afectar y desfigurar las almas de los jóvenes.»

Son sobre todo los jóvenes quienes sufren el impacto generalizado del fenómeno de Halloween. Sin serios criterios de discernimiento, corren el riesgo de ser atraídos por la fealdad y no por la belleza, por las tinieblas y no por la luz, por la maldad y no por la bondad.

Debemos reflexionar sobre si seguir celebrando la fiesta de las tinieblas, Halloween, o la fiesta de la luz, Todos los Santos




El camino educativo de Don Bosco (2/2)

(continuación del artículo anterior)

El mercado de los brazos jóvenes
            La época histórica en la que vivió Don Bosco no fue de las más felices. En los barrios de Turín, el santo educador descubrió un verdadero “mercado de brazos jóvenes”: la ciudad estaba cada vez más llena de menores inhumanamente explotados.
            El mismo Don Bosco recuerda que los primeros muchachos a los que pudo acercarse eran “canteros, albañiles, yeseros, cuadradores y otros, que venían de países lejanos”. Se empleaban en todas partes, sin estar protegidos por ninguna ley. Eran “vendedores ambulantes, vendedores de azufre, limpiabotas, deshollinadores, mozos de cuadra, vendedores ambulantes de hojas, tenderos en el mercado, todos chicos pobres que vivían al día”. Los veía trepar en los andamios de los albañiles, buscando trabajo como aprendices en los talleres, deambulando por ahí lanzando el llamado de limpiachimeneas. Los vio jugar por dinero en las esquinas: si intentaba acercarse a ellos, se apartaban recelosos y despectivos. No eran los chicos de los Becchi, en busca de cuentos o juegos de manos. Eran los “lobos” de sus sueños; eran los primeros efectos de una revolución que conmocionaría al mundo, la revolución industrial.
            Llegaban por centenares desde pequeños pueblos de la ciudad, en busca de trabajo. No encuentran más que lugares miserables, en los que se hacina toda la familia, sin aire, sin luz, fétidos por la humedad y los desagües de las alcantarillas. En las fábricas y talleres, ninguna medida higiénica, ninguna reglamentación salvo las impuestas por el amo.
            Escapar de la pobreza del campo a la ciudad significaba también aceptar salarios de miseria o adaptarse a un nivel de vida arriesgado para tener algo que ganar. Hasta 1886 no llegó una primera ley, gracias también al celo del sacerdote de los artesanos, que regulaba de alguna manera el trabajo de los menores. En las obras en construcción, Don Bosco veía “niños de ocho a doce años, lejos de su patria, al servicio de los albañiles, pasando el día subiendo y bajando por los puentes inseguros, al sol, al viento, subiendo las empinadas escaleras cargadas de cal, de ladrillos, sin otra ayuda educativa que rudas divagaciones o palizas”.
            Don Bosco traza rápidamente la línea. Esos chicos necesitan una escuela y un trabajo que les abran un futuro más seguro: necesitan ser chicos, ante todo, vivir la exuberancia de su edad, sin abatirse en las aceras y abarrotar las cárceles. La realidad social de nuestro tiempo parece resonar con la de ayer: otros inmigrantes, otros rostros llaman como un río desbordado a las puertas de nuestras conciencias.

            Don Bosco fue un educador dotado de intuición, de sentido práctico, reacio a las soluciones de mesa, a las metodologías abstrusas y a los proyectos abstractos. La página educativa la escribe el santo con su vida, ante su pluma. Es la forma más convincente de hacer creíble un sistema educativo. Para hacer frente a la injusticia, a la explotación moral y material de los menores, crea escuelas, organiza talleres artesanales de todo tipo, inventa y promueve iniciativas contractuales para proteger a los niños, estimula las conciencias con propuestas cualificadas de formación para el trabajo. A la vacía política de palacio y a las manifestaciones instrumentales de la plaza responde con estructuras de acogida eficaces, servicios sociales innovadores, objeto de estima y admiración incluso de los anticlericales más ardientes de la época. Y la historia de hoy no es tan diferente de la de ayer; es más, la historia lleva el vestido que sus sastres confeccionan con sus propias manos e ideas.
            Don Bosco creyó en el muchacho, apostó por sus capacidades, fueran pocas o muchas, visibles u ocultas. Amigo de tantos chicos de la calle, supo leer en sus corazones el potencial oculto de bondad. Era capaz de escarbar en la vida de cada uno y sacar recursos preciosos para adaptar el vestido a la dignidad de sus jóvenes amigos. Una pedagogía que no toca la esencia de la persona y no sabe conjugar los valores eternos de cada criatura, al margen de toda lógica histórica y cultural, corre el riesgo de intervenir sobre personas abstractas o sólo en la superficie.

            El impacto en el territorio de su tiempo estaba determinado. Miró a su alrededor, a todas partes: vio y creó lo imposible para realizar sus santas utopías. Entró en contacto con las realidades extremas de la desviación juvenil. Entró en las cárceles: pudo mirar dentro de esta lacra con valentía y espíritu sacerdotal. Fue una experiencia que le marcó profundamente. Se acercó a los males de la ciudad con una participación viva y conmovida: era consciente de la existencia de tantos jóvenes que esperaban que alguien se ocupara de ellos. Vio con el corazón y la mente sus traumas humanos, incluso lloró, pero no se detuvo ante los barrotes; consiguió gritar con la fuerza de su corazón, a los que conoció, que la cárcel no es el hogar que hay que recibir como regalo de la vida, sino que hay otra forma de vivir la vida. Lo gritó con opciones concretas a las voces que salían de las celdas insalubres, y con gestos de cercanía a la multitud de chicos sembrados en las calles, cegados por la ignorancia y congelados por la indiferencia de la gente. Fue la insistencia de toda una vida: evitar que tantos acabaran entre rejas o colgados de la horca. Ni siquiera es concebible que su Sistema Preventivo no tuviera relación con esta amarga e impactante experiencia juvenil. Aunque quisiera, nunca podría haber olvidado aquella última noche pasada junto a un joven condenado a la horca, ni la escolta de los condenados a muerte y el desmayo ante la horca. ¿Cómo es concebible que su corazón no tuviera una reacción, al pasar entre la gente, tal vez petulante, tal vez compadecida, y ver una vida joven apagada por la lógica humana, que ajusta cuentas con los que han acabado en un barranco y no se agachan para tenderles una mano para sacarlos? El campesino de los Becchi, con un corazón tan grande como la arena del mar, era una mano siempre tendida hacia la juventud pobre y abandonada.

Valioso legado
            Todo hombre deja siempre una huella de su paso por la tierra. Don Bosco ha dejado a la historia la encarnación de un método educativo que es también una espiritualidad, fruto de una sabiduría educativa experimentada en el trabajo cotidiano, al lado de los jóvenes. ¡Se ha escrito mucho sobre esta preciosa herencia!
            El campo educativo es hoy tan complejo como siempre, porque se mueve en un tejido cultural desarticulado. Existe un amplísimo pluralismo metodológico de intervenciones operativas, tanto sociales como políticas.
            El educador se enfrenta a situaciones difíciles de descifrar y a menudo contradictorias, con modelos a veces permisivos, a veces autoritarios. ¿Qué hacer? ¡Ay del educador inseguro, frenado por la duda! Quien educa no puede vivir indeciso y perplejo, transitando entre “por aquí o por allá”. Educar en una sociedad fragmentada no es fácil. Con una gran clase de marginados, dividida en tantos fragmentos, no es fácil arrojar luz; prevalece lo subjetivo, el interés propio, la tendencia a refugiarse en ideales efímeros y transitorios. De los años en que prevalecía la tendencia al protagonismo, hemos pasado al rechazo o al desinterés por la vida pública, por la política: poca participación, poco deseo de implicación.
            A la ausencia de un centro que proporcione puntos de referencia estables, se añade la ausencia de un fundamento de certezas, que dé a los jóvenes la voluntad de vivir y el amor al servicio de los demás.

            Y sin embargo, en este mundo de hegemonías provisionales, carente de una cultura unitaria, con elementos heterogéneos y aislados, surgen nuevas necesidades: una mejor calidad de vida, unas relaciones humanas más constructivas, la afirmación de una solidaridad centrada en el voluntariado. Surgen necesidades de nuevos espacios abiertos de diálogo y encuentro: los jóvenes deciden cómo, dónde y qué decirse.
            En la era de la bioética, del control remoto, de la búsqueda de las cosas bellas y sencillas de la tierra, buscamos un nuevo rostro de la pedagogía. Es la pedagogía que se viste de acogida, de disponibilidad, de espíritu de familia, que genera confianza, alegría, optimismo, simpatía, que abre horizontes propositivos de esperanza, que busca los medios y los caminos para trabajar la novedad de la vida. Es la pedagogía del corazón humano, la herencia más preciosa que Don Bosco dejó a la sociedad.
            Sobre este tejido, abierto y sensible a la prevención, debe construirse con valor y voluntad un futuro mejor para los muchachos perturbados de hoy. Siempre es posible hacer presente la intervención pedagógica de Don Bosco, porque se fundamenta en la esencia natural de todo ser humano. Son los criterios de la razón, la religión y la bondad: el trinomio sobre el que tantos jóvenes se han formado “como honrados ciudadanos y buenos cristianos”.
            No es un método de estudio, repetimos, sino una forma de vida, la adhesión a un espíritu, que contiene valores nacidos y madurados con el hombre, creado a imagen y semejanza del Creador. La extraordinaria predilección por los jóvenes, el profundo respeto por su persona y su libertad, la preocupación por conjugar las necesidades materiales con las del espíritu, la paciencia para vivir los ritmos de crecimiento o cambio del muchacho como sujeto activo, no pasivo, de todo proceso educativo, son la síntesis de esta “preciosa herencia”.
            Y hay otro aspecto. Hay una cuenta abierta con la sociedad: los jóvenes del futuro exigen un Don Bosco “universal”, más allá de los márgenes de su familia apostólica. ¡Cuántos de nuestros jóvenes no han oído hablar nunca de Don Bosco!
            Es urgente relanzar su mensaje, que sigue vivo: si prescindimos de este proceso natural de reactualización, corremos también el riesgo de matar los signos positivos presentes en la cultura actual que, aunque con sensibilidades diferentes y objetivos y motivaciones opuestos, tiene en el corazón la promoción humana del joven.
            La pedagogía de Don Bosco, antes de traducirse en documentos reflexivos, en escritos sistemáticos tomó el rostro de los muchísimos jóvenes que educó. Cada página de su sistema educativo tiene un nombre, un hecho, un logro, tal vez incluso fracasos. ¿El secreto de su santidad? ¡Los jóvenes! “Por vosotros estudio, por vosotros trabajo, por vosotros estoy dispuesto a dar la vida”.
            A los jóvenes sin amor, Don Bosco les devolvía el amor. A los jóvenes sin familia, porque no existía o estaba física y espiritualmente alejada de ellos, Don Bosco procuraba construir o reconstruir el ambiente y el clima de la familia. Hombre dotado de una profunda voluntad de mejora a través del cambio continuo, Don Bosco se dejó guiar por la certeza de que todos los jóvenes, en la práctica, podían llegar a ser mejores. La semilla de la bondad, la posibilidad del éxito estaba en cada joven; sólo hacía falta encontrar el camino: “Se tomó muy a pecho el destino de miles de pequeños vagabundos, ladrones por abandono o miseria, chicos y chicas hambrientos y sin hogar.
            Aquellos a los que la sociedad ponía en los márgenes, para Don Bosco estaban en primer lugar; eran el objeto de su fe. Los jóvenes rechazados por la sociedad representaban incluso su gloria; era el reto en un momento histórico en el cual la atención y los cuidados educativos de la sociedad y de los organismos estaban dirigidos a los chicos de bien, de modo correcto, incluso lo más correctamente posible

            Don Bosco percibió el poder del amor del educador. No le preocupaba en absoluto adaptarse y conformarse a los sistemas, métodos y conceptos pedagógicos en uso en su época. Era un enemigo abierto de una educación que destacaba la autoridad por encima de todo, que predicaba una relación fría y desapegada entre educadores y alumnos. La violencia castigaba momentáneamente a los viciosos, pero no curaba a los viciosos. Por eso no aceptaba ni permitía nunca los castigos “ejemplares”, que supuestamente tenían un efecto preventivo, infundiendo miedo, ansiedad y angustia.
            Comprendía que ninguna educación era posible sin ganarse el corazón del joven; el suyo era un método educativo que conducía al consentimiento, a la participación del joven. Estaba convencido de que ningún esfuerzo pedagógico daría fruto mientras no encontrara su fundamento en toda la disposición a escuchar.
            Hay una característica que concierne al ámbito en el que se desarrolla la educación y que es típica de la pedagogía de Don Bosco: la creación y conservación de una “alegría”, por la que cada día se convierte en una fiesta. Una alegría que sólo existe, y no podría ser de otro modo, en virtud de la actividad creadora, que excluye todo aburrimiento, toda sensación de cansancio por no saber cómo ocupar el tiempo. En este campo, Don Bosco poseía una inventiva y una habilidad que le permitían, con extraordinaria destreza, no sólo entretener, sino atraer hacia sí a los jóvenes mediante juegos, recitaciones, canciones, paseos: el ámbito de la alegría representaba un pasaje obligado para su pedagogía.
            Los jóvenes, por supuesto, tienen que descubrir dónde está su error, y para ello necesitan la ayuda del educador, incluso mediante la desaprobación, pero ésta no tiene por qué ir acompañada de violencia. La desaprobación es un llamamiento a la conciencia. El educador debe ser el guía de los valores, no de su propia persona. En la intervención educativa, un vínculo excesivamente fuerte del alumno con la persona del educador puede amenazar el efecto favorable de la actividad educativa del educador; fácilmente puede surgir un mito, generado por la emotividad, hasta el punto de convertirlo en un ideal absolutizado. Los jóvenes no deben estar dispuestos a hacer nuestra voluntad: deben aprender a hacer lo que es correcto y significativo para su crecimiento humano y existencial. El educador trabaja para el futuro, pero no puede trabajar sobre el futuro; debe aceptar, por tanto, estar continuamente expuesto a la revisión de su trabajo, de sus metodologías y, sobre todo, debe preocuparse continuamente por descubrir cada vez más profundamente la realidad del educando, para intervenir en el momento oportuno.
            Don Bosco solía decir: “no basta con que el primer círculo, es decir, la familia, esté sano, es necesario también que ese segundo círculo, inevitable, que está formado por los amigos del muchacho, esté sano. Empieza por decirle que hay una gran diferencia entre compañeros y amigos. A los compañeros no los puede elegir; los encuentra en el pupitre del colegio y en el lugar de trabajo o en las reuniones. A los amigos, en cambio, puede y debe elegirlos…. No obstaculices la vivacidad natural del muchacho y no le llames malo porque no se queda quieto”.
            Pero esto no basta; el juego y el movimiento pueden ocupar una buena parte, pero no toda la vida del niño. El corazón necesita su propio alimento, necesita amar.
             “Un día, tras una serie de consideraciones sobre Don Bosco, invité a los chicos de nuestro centro a expresar con un dibujo, con una palabra, con un gesto la imagen que se habían hecho del Santo.
            Algunos reprodujeron la figura del sacerdote rodeado de chicos. Otro dibujó una barra: la cara de un chico estaba esbozada en el interior, mientras que desde el exterior una mano intentaba forzar un cerrojo. Otro, tras un largo silencio, dibujó dos manos entrelazadas. Un tercero dibujó corazones de formas variadas y en el centro un medio busto de Don Bosco, con montones y montones de manos tocando esos corazones. Un último escribió una sola palabra: ¡padre! La mayoría de estos chicos no conocen a Don Bosco”.
             “Hacía tiempo que soñaba con acompañarles a Turín: las circunstancias no siempre nos habían sido favorables. Tras varios intentos infructuosos, habíamos conseguido reunir a un grupo de ocho chicos, todos con condenas penales. A dos chicos se les había permitido salir de la cárcel durante cuatro días, tres estaban bajo arresto domiciliario, los demás estaban sujetos a diversas prescripciones.
            Ojalá tuviera la pluma de un artista para describir las emociones que leí en sus ojos mientras escuchaban la historia de sus compañeros ayudados por Don Bosco. Deambulaban por aquellos lugares benditos como si revivieran sus historias. En los aposentos del Santo seguían la Santa Misa con un recogimiento conmovedor. Los veo cansados, apoyando la cabeza en la urna de Don Bosco, contemplando su cuerpo, susurrando oraciones. Lo que dijeron, lo que Don Bosco dijo a aquellos muchachos nunca lo sabré. Con ellos disfruté de la alegría de mi propia vocación”.
            En Don Bosco encontramos una sabiduría suprema al centrarse en la vida concreta de cada chico o joven que encontraba: su vida se convertía en su vida, sus sufrimientos se convertían en sus sufrimientos. No descansaba hasta haberles ayudado. Los chicos que entraban en contacto con Don Bosco se sentían sus amigos, sentían que estaba a su lado, percibían su presencia, saboreaban su afecto. Esto les hizo sentirse seguros, menos solos: para los que viven en los márgenes, éste es el mayor apoyo que pueden recibir.
            En un manual de primaria, amarillento y desgastado por los años, leí unas frases, escritas con tinta, al pie de la historia del malabarista Becchi. Quienes las habían escrito era la primera vez que oían hablar de Juan Bosco: “Sólo Dios, su Palabra, es la regla y la guía inmortal de nuestro comportamiento y nuestras acciones. Dios está ahí a pesar de las guerras. La tierra a pesar del odio sigue dándonos pan para vivir’.

            P. Alfonso Alfano, sdb




El camino educativo de Don Bosco (1/2)

Sobre las sendas del corazón
            Don Bosco lloraba al ver a los muchachos que acababan en la cárcel. Ayer como hoy, la agenda del mal es implacable: afortunadamente, también lo es el del bien. Y siempre más. Siento que las raíces de ayer son las mismas que las de hoy. Como ayer, otros encuentran hoy un hogar en las calles y en las cárceles. Creo que la memoria del sacerdote de tantos chicos que no tenían parroquia es el termómetro insustituible para medir la temperatura de nuestra intervención educativa.
            Don Bosco vivió en una época de llamativa pobreza social. Estábamos al principio del proceso de agregaciones juveniles en las grandes metrópolis industriales. Las propias autoridades policiales denunciaban este peligro: había tantos “chiquillos que, criados sin principios de Religión, Honor y Humanidad, acababan pudriéndose totalmente en el odio”, leemos en las crónicas de la época. Fue la creciente pobreza la que empujó a una gran multitud de adultos y jóvenes a vivir de artimañas, y en particular del robo y la limosna.
            La decadencia urbana hizo estallar las tensiones sociales, que iban de la mano de las tensiones políticas; los muchachos desordenados y la juventud descarriada, hacia mediados del siglo XIX, atrajeron la atención pública, sacudiendo las sensibilidades gubernamentales.
            Al fenómeno social se añadió un evidente pauperismo educativo. La desintegración de la familia preocupaba sobre todo a la Iglesia; la prevalencia del sistema represivo estaba en el origen del creciente malestar juvenil; la relación entre padres e hijos, educadores y educandos se veía afectada. Don Bosco tuvo que enfrentarse a un sistema hecho de “malos tratos”, proponiendo el de la bondad amorosa.
            Una vida en los límites de lo lícito y lo ilícito de tantos padres, la necesidad de procurarse lo necesario para sobrevivir, llevará a multitud de jóvenes al desarraigo de la familia, al desapego del propio territorio. La ciudad se llena cada vez más de muchachos y jóvenes a la caza de un trabajo; para muchos que vienen de lejos falta también un rincón donde dormir.
            No es raro encontrarse a una señora, como María G., mendigando, utilizando a niños colocados ingeniosamente en puntos estratégicos de la ciudad o delante de las puertas de las iglesias; a menudo, los propios padres confiaban sus hijos a los mendigos, que los utilizaban para despertar la compasión de los demás y recibir más dinero. Parece una fotocopia de un sistema probado en una gran ciudad del sur: el alquiler de niños ajenos, para compadecer al transeúnte y hacer más rentable la mendicidad.
            Sin embargo, el robo era la verdadera fuente de ingresos: fue un fenómeno que creció y se hizo imparable en la Turín del siglo XIX. El 2 de febrero de 1845, nueve traviesos de entre once y catorce años comparecieron ante el comisario de policía del Vicariato, acusados de haber robado en una librería numerosos volúmenes… y diversos artículos de papelería, utilizando una ganzúa. La nueva raza de “bosacazas” atraía constantes quejas de la gente. Casi siempre eran niños abandonados, sin padres, parientes ni medios de subsistencia, muy pobres, perseguidos y abandonados por todos, que acababan robando.
            El panorama de la desviación juvenil era impresionante: la delincuencia y el estado de abandono de tantos chicos se extendía como un reguero de pólvora. Sin embargo, el creciente número de “granujas”, de “temerarios bolsacazas” en las calles y plazas era sólo un aspecto de una situación generalizada. La fragilidad de la familia, el fuerte malestar económico, la constante y fuerte inmigración del campo a la ciudad, alimentaban una situación precaria, ante la que las fuerzas políticas se sentían impotentes. El malestar crece a medida que la delincuencia se organiza y penetra en las estructuras públicas. Comienzan las primeras manifestaciones de violencia por parte de bandas organizadas, que actúan con actos repentinos y repetidos de intimidación, destinados a crear un clima de tensión social, política y religiosa.
            Así lo expresaron las bandas, conocidas como “el coche”, que se extendieron en varios números, tomando diferentes nombres de los barrios donde se asentaban. Su único objetivo era “molestar a los pasajeros, maltratarlos si se quejaban, cometer actos obscenos con las mujeres y atacar a algún soldado o responsable aislado”. En realidad, no se trataba de asociaciones delictivas, sino más bien de agregaciones, formadas no sólo por turineses, sino también por inmigrantes: jóvenes de entre dieciséis y treinta años que solían reunirse en encuentros espontáneos, sobre todo por la noche, dando rienda suelta a sus tensiones y frustraciones del día. En esta situación, a mediados del siglo XIX, se insertaron las actividades de Don Bosco. No eran los pobres muchachos, amigos y compañeros de infancia de su tierra de los Becchi en Castelnuovo, no eran los valerosos jóvenes de Chieri, sino “los lobos, los pendencieros, los díscolos” de sus sueños.
            Es en este mundo de conflictos políticos, en esta viña, donde abunda la siembra de cizaña, entre este mercado de brazos jóvenes, alquilados para la depravación, entre estos jóvenes sin amor y desnutridos en cuerpo y alma, donde Don Bosco es llamado a trabajar. El joven sacerdote escucha, sale a la calle: ve, se conmueve, pero, concreto como era, se arremanga; esos muchachos necesitan escuela, educación, catecismo, formación para el trabajo. No hay tiempo que perder. Son jóvenes: necesitan dar sentido a sus vidas, tienen derecho a disponer de tiempo y medios para estudiar, para aprender un oficio, pero también de tiempo y espacio para ser felices, para jugar.
Ve, ¡mira a tu alrededor!
            Sedentarios por profesión o por elección, informatizados en pensamiento y acción, corremos el riesgo de perder la originalidad de “ser”, de compartir, de crecer “juntos”.
Don Bosco no vivió en la era de los preparados de probeta: legó a la humanidad la pedagogía del “compañerismo”, el placer espiritual y físico de vivir junto al muchacho, pequeño entre los pequeños, pobre entre los pobres, frágil entre los frágiles.
            Un sacerdote amigo suyo y guía espiritual, Don Cafasso, conocía a Don Bosco, conocía su celo por las almas, intuía su pasión por aquella multitud de muchachos; le instó a salir a la calle. “Ve, mira a tu alrededor”. Desde los primeros domingos, el sacerdote, que venía de la tierra, el sacerdote que no había conocido a su padre, salió a ver la miseria de los suburbios de la ciudad. Quedó conmocionado. “Se encontró con un gran número de jóvenes de todas las edades -declaró su sucesor, el P. Rua- que deambulaban por las calles y plazas, sobre todo en las afueras de la ciudad, jugando, peleándose, insultando e incluso haciendo cosas peores”.

            Entra en las obras, habla con los obreros, se pone en contacto con los empleadores; siente emociones que le marcarán para el resto de su vida cuando se encuentra con estos chicos. Y a veces encuentra a estos pobres “albañiles” tirados en el suelo en un rincón de una iglesia, cansados, somnolientos, incapaces de sintonizar con sermones sin sentido sobre sus vidas vagabundas. Tal vez ése era el único lugar donde podían encontrar algo de calor, después de un día de trabajo, antes de aventurarse en busca de un lugar donde pasar la noche. Entraron en las tiendas, vagaron por los mercados, visitaron las esquinas de las calles, donde había muchos mendigos. Por todas partes, chicos mal vestidos y desnutridos; es testigo de escenas de malas prácticas y transgresiones: protagonistas, aún chicos.
            Al cabo de unos años, pasó de las calles a las cárceles. “Durante veinte años continuos y asiduos frecuenté las cárceles reales de Turín y, en particular, las cárceles senatoriales; después seguí yendo allí, pero ya no con regularidad…”. (MB XV, 705)
            ¡Cuántos malentendidos al principio! ¡Cuántos insultos! Una “sotana” desentonaba en aquel lugar, identificada tal vez con algún superior mal considerado. Se acercó a aquellos “lobos”, rabiosos y desconfiados; escuchó sus historias, pero sobre todo hizo suyo su sufrimiento.
            Comprendió el drama de aquellos muchachos: unos astutos explotadores les habían empujado a aquellas celdas. Y se convirtió en su amigo. Su trato sencillo y humano devolvió la dignidad y el respeto a cada uno de ellos.
            Había que hacer algo, y pronto; había que inventar un sistema diferente, para apoyar a los que se habían descarriado. “Cuando el tiempo se lo permitía, pasaba días enteros en las cárceles. Todos los sábados iba allí con bolsillos llenos, unas veces de tabaco, otras de barras de pan, pero con el objetivo de cultivar a los jóvenes en particular… ayudarles, hacerles amigos, y así excitarles a venir al oratorio, cuando tuvieran la suerte de abandonar el lugar de perdición”. (MB II, 173)
            En la “Generala”, Casa de Corrección inaugurada en Turín el 12 de abril de 1845, como se indica en el reglamento de la Casa de castigo, venían “recogidos y gobernados con el método del trabajo en común, del silencio y de la segregación nocturna en celdas especiales los jóvenes condenados a una pena correccional por obrar sin discernimiento, cometiendo el delito, y los jóvenes sostenidos en prisión por amor paterno”. Este fue el contexto de la extraordinaria excursión a Stupinigi organizada por Don Bosco en solitario, con el consentimiento del Ministro del Interior, Urbano Rattazzi, sin guardias, basada únicamente en la confianza mutua, el compromiso de conciencia y la fascinación del educador. Quería saber la “razón por la que el Estado no tiene la influencia” del sacerdote sobre estos jóvenes. “La fuerza que tenemos es una fuerza moral: a diferencia del Estado, que sólo sabe mandar y castigar, nosotros hablamos ante todo al corazón de los jóvenes, y nuestra palabra es la palabra de Dios”.
            Conociendo el sistema de vida adoptado dentro de la Generala, el desafío lanzado por el joven sacerdote piamontés adquiere un valor increíble: pedir un día de “Salida libre” para todos aquellos jóvenes reclusos. Era una locura y tal fue la petición de Don Bosco. Obtuvo el permiso en la primavera de 1855. Todo lo organizó Don Bosco solo, con la ayuda de los propios muchachos. El consentimiento que recibió del ministro Rattazzi fue sin duda una señal de estima y confianza hacia el joven sacerdote. La experiencia de sacar a los muchachos de aquella Casa de Corrección en completa libertad y conseguir que todos volvieran a la cárcel, a pesar de lo que ocurría normalmente dentro de la estructura penitenciaria, es extraordinaria. Es el triunfo de la apelación a la confianza y a la conciencia, es el ensayo de una idea, de una experiencia, que le guiará durante toda su vida para apostar por los recursos escondidos en el corazón de tantos jóvenes condenados a una marginación irreversible.

Adelante y en mangas de camisa
            Incluso hoy, en un contexto cultural y social diferente, las intuiciones de Don Bosco no tienen en absoluto el molde de las cosas “pasadas de moda”, sino que siguen siendo proactivas. Sobre todo, en la dinámica de recuperación de chicos y jóvenes que han entrado en el circuito penal, sorprende el espíritu de inventiva para crear oportunidades concretas de trabajo para ellos.
            Hoy nos preocupa ofrecer oportunidades de empleo a nuestros menores en situación de riesgo. Quienes trabajan en el sector social saben lo difícil que es superar los mecanismos y engranajes burocráticos para hacer realidad, por ejemplo, simples becas de trabajo para menores. Con fórmulas y estructuras ágiles, con Don Bosco se realizó una especie de “acogida” de chicos a empresarios, bajo la tutela educativa del garante.
            Los primeros años de la vida sacerdotal y apostólica de Don Bosco estuvieron marcados por una búsqueda continua de la forma correcta de sacar a los muchachos y jóvenes del peligro de la calle. Los planes estaban claros en su mente, como arraigado en su mente y en su alma estaba el método educativo. “No con golpes, sino con mansedumbre”. También estaba convencido de que no era fácil convertir a los lobos en corderos. Pero tenía a la Divina Providencia de su parte.
            Y cuando se enfrentaba a problemas inmediatos, nunca se echaba atrás. No era de los que “hablaba n” sobre la condición sociológica de los menores, ni de los que se comprometían política o formalmente; era santamente terco en sus propósitos de bien, pero era fuertemente tenaz y concreto en realizarlos. Tenía un gran celo por la salvación de la juventud y no había obstáculos que pudieran condicionar esta santa pasión, que marcaba cada paso y puntuaba cada hora de su jornada.

            “Encontrar en las cárceles multitudes de jóvenes e incluso de niños de doce a dieciocho años, todos ellos sanos, robustos y de un ingenio despierto; verlos allí inoperantes y roídos por los insectos, luchando por el pan espiritual y temporal, expiando en esos lugares de castigo con remordimientos los pecados de una depravación precoz, horroriza al joven sacerdote. Ve en esos desgraciados personificados la deshonra de la patria, el deshonor de la familia, la infamia de sí mismos; sobre todo, ve almas redimidas y rotas por la sangre de un Dios que gime en cambio en el vicio, y en el más claro peligro de perderse eternamente. ¿Quién sabe si hubieran tenido un AMIGO, que les hubiera cuidado amorosamente, asistido e instruido en la religión en los días de fiesta, quién sabe si no se habrían guardado del mal y de la ruina, y si no habrían evitado venir y volver a estos lugares de infortunio? Ciertamente, al menos el número de estos pequeños prisioneros habría disminuido mucho”. (MB II, 63)
            Se arremangó y se entregó en cuerpo y alma a la prevención de estos males; aportó toda su contribución, su experiencia, pero sobre todo su perspicacia para poner en marcha sus propias iniciativas o las de otras asociaciones. Fue la salida de la cárcel lo que preocupó tanto al gobierno como a la “sociedad” privada. Fue precisamente en 1846 cuando se creó una estructura asociativa autorizada por el gobierno, que se parecía, al menos en sus intenciones y en algunos aspectos, a lo que ocurre hoy en el sistema penal juvenil italiano. Se llamaba “Real Sociedad para el Patronato de los Jóvenes Liberados de la Casa de Educación Correccional”. Su objetivo era apoyar a los jóvenes liberados de la Generala.
            Una lectura atenta de los Estatutos nos remite a algunas de las medidas penales que hoy en día se prevén como medidas alternativas a la prisión.
            Los miembros de la Sociedad se dividían en “operantes”, que asumían el cargo de tutores, “que pagan” y “que pagan a los operantes”. Don Bosco era un “miembro operante Don Bosco aceptó varios, pero con resultados desalentadores. Quizá fueron estos fracasos los que le hicieron decidirse a pedir a las autoridades que enviaran a los chicos de manera preventiva.
            No es importante tratar aquí la relación entre D. Bosco, las casas de corrección y los servicios colaterales, sino recordar la atención que el Santo prestó a este grupo de menores. Don Bosco conocía el corazón de los jóvenes de la Generala, pero sobre todo tenía en mente algo más que permanecer indiferente ante la degradación moral y humana de aquellos pobres y desgraciados internos. Continuó su misión: no los abandonó: “Desde que el Gobierno abrió aquella Penitenciaría, y confió su dirección a la Sociedad de San Pedro Encadenado, Don Bosco pudo ir de vez en cuando entre aquellos pobres jóvenes […]. Con el permiso del Director de las cárceles les instruía en el catecismo, les predicaba, les confesaba y muchas veces les entretenía amistosamente en los recreos, como hacía con sus hijos del Oratorio” (BS 1882, n. 11 pg. 180).
            El interés de Don Bosco por los jóvenes en dificultad se concentró a lo largo del tiempo en el Oratorio, verdadera expresión de una pedagogía preventiva y recuperadora, siendo un servicio social abierto y multifuncional. Un contacto directo con los jóvenes pendencieros y violentos, rayanos en la delincuencia hacia 1846-50. Se trata de los encuentros con los cocche, bandas o grupos de barrio en permanente conflicto. Se cuenta la historia de un muchacho de catorce años, hijo de un padre borracho y anticlerical que, al encontrarse por casualidad en el Oratorio en 1846, se lanza de cabeza a las diversas actividades recreativas, pero se niega a asistir a los oficios religiosos, porque, según las enseñanzas de su padre, no quiere convertirse en un “mohoso y cretino”. Don Bosco lo fascinó con su tolerancia y paciencia, que le hicieron cambiar de comportamiento en poco tiempo.
            Don Bosco también estaba interesado en asumir la dirección de instituciones reeducativas y correccionales. Propuestas en este sentido le habían llegado de diversas partes. Hubo intentos y contactos, pero los borradores y las propuestas de acuerdos quedaron en nada. Todo esto basta para mostrar hasta qué punto Don Bosco se preocupaba por el problema de los descartados. Y si había resistencia, siempre provenía de la dificultad de utilizar el sistema preventivo. Allí donde encontraba una “mezcla” de sistema represivo y preventivo, era categórico en su rechazo, como también era claro en su rechazo a cualquier denominación o estructura que volviera a la idea del “reformatorio”. Una lectura atenta de estas tentativas revela el hecho de que Don Bosco nunca se negó a ayudar al muchacho en dificultad, pero estaba en contra de la gestión de institutos, casas de corrección o dirección de obras con un evidente compromiso educativo.
            Es muy interesante la conversación que tuvo lugar entre Don Bosco y Crispi en Roma, en febrero de 1878. Crispi pidió a Don Bosco noticias sobre la marcha de su obra y, en particular, habló de los sistemas educativos. Lamentó los disturbios que se estaban produciendo en las cárceles de los corregidores. Fue una conversación en la que el Ministro quedó fascinado por el análisis de Don Bosco; no sólo le pidió consejo, sino también un programa para estas casas de corrección (MB XIII, 483).
            Las respuestas y propuestas de Don Bosco encontraron simpatía, pero no voluntad: la fractura entre el mundo religioso y el político era fuerte. Don Bosco expresó su opinión, indicando varias categorías de muchachos: bribones, disipados y buenos. Para el santo educador había esperanza de éxito para todos, incluso para los disolutos, como solía referirse entonces a lo que hoy llamamos chicos en riesgo.
            “Que no empeoren”. “…Con el tiempo dejemos que los buenos principios adquiridos lleguen más tarde a producir su efecto… muchos se reducen a utilizar el sentido común”. Ésta es una respuesta explícita y quizá la más interesante.
            Tras mencionar la distinción entre los dos sistemas educativos, determina qué muchachos deben considerarse en peligro: los que van a otras ciudades o pueblos en busca de trabajo, aquellos cuyos padres no pueden o no quieren hacerse cargo de ellos, los vagabundos que caen en manos de la “seguridad pública”. Señala las medidas necesarias y posibles: “Los jardines de recreo festivos asisten durante la semana a aquellos ubicados en los asilos y casas de protección laboral, con actividades y artesanías, así como con colonias agrícolas”.
            No propone una gestión gubernamental directa de las instituciones educativas, sino un apoyo adecuado en edificios, equipamiento y subvenciones financieras, y presenta una versión del Sistema Preventivo que conserva los elementos esenciales, sin la referencia religiosa explícita. Además, una pedagogía del corazón no podía ignorar los problemas sociales, psicológicos y religiosos.
            Don Bosco atribuye su desorientación a la ausencia de Dios, a la incertidumbre de los principios morales, a la corrupción del corazón, a la nubosidad de la mente, a la incapacidad y descuido de los adultos, especialmente de los padres, a la influencia corrosiva de la sociedad y a la acción negativa intencionada de los “malos compañeros” o a la falta de responsabilidad de los educadores.
            Don Bosco juega mucho con lo positivo: las ganas de vivir, la afición al trabajo, el redescubrimiento de la alegría, la solidaridad social, el espíritu de familia, la diversión sana.

(continuación)

            P. Alfonso Alfano, sdb




Canillitas. Trabajo infantil en la República Dominicana (vídeo)

Por desgracia, el trabajo infantil no es una realidad del pasado. Todavía hay unos 160 millones de niños que trabajan en el mundo, y casi la mitad de ellos están empleados en diversas formas de trabajo peligroso; ¡algunos de ellos empiezan a trabajar a los 5 años! Esto les aleja de la educación y tiene graves consecuencias negativas en su desarrollo cognitivo, volitivo, emocional y social, afectando a su salud y calidad de vida.

Antes de hablar del trabajo infantil, hay que reconocer que no todos los trabajos realizados por niños pueden clasificarse como tales. La participación de los niños en determinadas actividades familiares, escolares o sociales que no obstaculizan su escolarización no sólo no perjudica su salud y desarrollo, sino que es beneficiosa. Tales actividades forman parte de la educación integral, ayudan a los niños a aprender habilidades muy útiles en su vida y les preparan para asumir responsabilidades.

La definición de trabajo infantil de la Organización Internacional del Trabajo es la actividad laboral que priva a los niños de su infancia, su potencial y su dignidad y es perjudicial para su desarrollo físico y psicológico. Son trabajos en la calle, en fábricas, en minas, con largas jornadas laborales que muchas veces les privan incluso del descanso necesario. Son trabajos que física, mental, social o moralmente son arriesgados o perjudiciales para los niños, y que interfieren en su escolarización privándoles de la oportunidad de ir a la escuela, obligándoles a abandonarla prematuramente u obligándoles a intentar conciliar la asistencia a la escuela con largas horas de duro trabajo.

Esta definición de trabajo infantil no es compartida por todos los países. Sin embargo, hay parámetros que pueden definirlo: la edad, la dificultad o peligrosidad del trabajo, el número de horas trabajadas, las condiciones en que se realiza el trabajo y también el nivel de desarrollo del país. En cuanto a la edad, está comúnmente aceptado que no se debe trabajar por debajo de los 12 años: las normas internacionales hablan de una edad mínima de admisión al trabajo, es decir, no inferior a la edad en que se termina la escolaridad obligatoria.

Estadísticas recientes hablan de unos 160 millones de niños que trabajan, y esta cifra en realidad puede ser considerablemente mayor, ya que es difícil calcular la situación real. Concretamente, uno de cada 10 niños en el mundo es víctima del trabajo infantil. Y hay que tener en cuenta que esta estadística incluye también el trabajo degradante -si es que se le puede llamar trabajo-, como el reclutamiento forzoso en conflictos armados, la esclavitud o la explotación sexual. Y es preocupante que las estadísticas muestren que hoy trabajan 8 millones de niños más que en 2016, y que este aumento se dé sobre todo en niños de entre 5 y 11 años. Las organizaciones internacionales advierten de que, si la tendencia continúa así, el número de niños empleados en el trabajo infantil podría aumentar en 46 millones en los próximos años si no se adoptan medidas adecuadas de protección social.

La causa del trabajo infantil es principalmente la pobreza, pero también la falta de acceso a la educación y la vulnerabilidad en el caso de los niños huérfanos o abandonados.
Este trabajo, en la inmensa mayoría de los casos, también conlleva consecuencias físicas (enfermedades y dolencias crónicas, mutilaciones), psicológicas (al ser maltratados, los niños se convierten en maltratadores, tras vivir en entornos hostiles y violentos ellos mismos se vuelven hostiles y violentos, desarrollan una baja autoestima y una falta de esperanza en el futuro) y sociales (corrupción de costumbres, alcohol, drogas, prostitución, delitos).

No es un fenómeno nuevo, también ocurría en tiempos de Don Bosco, cuando muchos chicos, empujados por la pobreza, buscaban en las grandes ciudades medios para sobrevivir. La respuesta del santo fue acogerlos, proporcionarles comida y cobijo, alfabetización, educación, un trabajo digno y hacer que esos chicos abandonados sintieran que formaban parte de una familia.
Aún hoy, estos chicos muestran una gran inseguridad y desconfianza, están desnutridos y tienen graves carencias afectivas. También hoy debemos buscarlos, conocerlos, ofrecerles poco a poco lo que les gusta para darles finalmente lo que necesitan: un hogar, una educación, un entorno familiar y, en el futuro, un trabajo digno.
Se intenta conocer la situación particular de cada uno de ellos, buscar a los familiares para reintegrar a los chicos en la familia cuando sea posible, darles la oportunidad de dejar el trabajo infantil, de socializarse, de asistir a la escuela, acompañándoles para que puedan realizar su sueño y su proyecto de vida gracias a la educación, y convertirse en testigos para otros chicos que se encuentren en la misma situación que ellos.
En 70 países de todo el mundo, los Salesianos actúan en el ámbito del trabajo infantil. Te presentamos uno de ellos, el de la República Dominicana.

Canillitas era el nombre que se daba a los chicos vendedores ambulantes de periódicos, que debido a la pobreza tenían pantalones cortos que le dejaban descubiertas sus “canillas”, es decir, sus piernas. Parecidos a éstos, los chicos de hoy tienen que mover las piernas en la calle todos los días para ganarse la vida, por lo que el proyecto para ellos se llamó Canillitas con Don Bosco.
Comenzó como un proyecto oratoriano salesiano, que luego se convirtió en una actividad permanente: el Centro Canillitas con Don Bosco en Santo Domingo.

El proyecto comenzó el 8 de diciembre de 1985 con tres jóvenes del entorno salesiano que se dedicaron a tiempo completo, renunciando a sus ocupaciones. Tenían claras las cuatro etapas del camino a seguir: Búsqueda, Acogida, Socialización y Acompañamiento. Empezaron a buscar jóvenes en las calles y parques de Santo Domingo, contactando con ellos, ganándose su confianza y estableciendo lazos de amistad. Al cabo de dos meses, les invitaron a pasar un domingo juntos y se sorprendieron cuando más de 300 menores acudieron a la cita. Fue una tarde festiva con juegos, música y meriendas que hizo que los menores preguntaran espontáneamente cuándo podrían volver. La respuesta sólo podía ser “el próximo domingo”.
Su número creció constantemente, cuando se dieron cuenta de que la acogida, los espacios y las actividades eran los adecuados para ellos. Al campamento organizado en verano asistieron un centenar de los más fieles. En él, los chicos recibían una tarjeta de canillitas en el campamento, para darles una identidad y un sentido de pertenencia, también porque muchos de ellos ni siquiera sabían su fecha de nacimiento.
Con el crecimiento en número de los chicos vino el crecimiento en gastos. Esto llevó a la necesidad de buscar financiación e implícitamente de dar a conocer el proyecto a estos chicos.

El 2 de mayo de 1986, la comunidad salesiana presentó el proyecto a los superiores salesianos de la Provincia Salesiana de las Antillas, proyecto que recibió un apoyo unánime. De este modo, se lanzó oficialmente el programa Canillitas con Don Bosco, que continúa en la actualidad tras casi 38 años de existencia. Y no sólo continúa, sino que ha crecido y se ha ampliado, siendo un modelo para otras iniciativas. Así nacieron el programa Canillitas con Laura Vicuña, desarrollado por las Hijas de María Auxiliadora para las chicas trabajadoras, los programas Chiriperos con Don Bosco, para ayudar a los jóvenes que -para ganarse la vida- hacían cualquier “trabajillo” (como acarrear agua, tirar la basura, hacer recados…), y el programa Aprendices con Don Bosco, que se ocupa de los menores que trabajaban en los numerosos talleres mecánicos, explotados por ciertos empresarios. Para estos últimos, los Salesianos construyeron un taller con la ayuda de algunos buenos industriales y de la Primera Dama de la República, para que fueran libres de aprender un oficio y no estuvieran a merced de la injusticia.
A raíz de este éxito, todas estas iniciativas y otras se han fusionado en la Red de Niños y Niñas con Don Bosco, compuesta actualmente por 11 centros con programas adaptados a las edades de los niños, que se han convertido en un ejemplo en la lucha contra el trabajo infantil en el país caribeño. Forman parte de esta red: Canillitas con Don Bosco, Chiriperos con Don Bosco, Aprendices con Don Bosco, Hogar Escuela de Niñas Doña Chucha, Hogar de Niñas Nuestra Señora de la Altagracia, Hogar Escuela Santo Domingo Savio, Quédate con Nosotros, Don Bosco Amigo, Amigos y Amigas de Domingo Savio, Mano a Mano con Don Bosco y Sur Joven.

La red ha llevado a cabo programas enfocados a desarrollar habilidades en niños y jóvenes, fomentando su formación integral y su crecimiento. Ha acompañado directamente a unos 93.000 niños, adolescentes y jóvenes, ha llegado a más de 70.000 familias, e indirectamente ha tenido más de 150.000 beneficiarios, trabajando con una media de más de 2.500 beneficiarios cada año. Todo ello se ha logrado sobre la base del Sistema Preventivo de Don Bosco, que ha llevado a los niños y jóvenes a recuperar su autoestima, a ser protagonistas de su propia vida para convertirse en «honrados ciudadanos y buenos cristianos».

Esta obra también ha tenido un impacto sociopolítico. Contribuyó al crecimiento de la sensibilidad social hacia estos chicos pobres que hacían lo que podían para sobrevivir. El eco del programa salesiano en los medios de comunicación de la República Dominicana dio a un grupo de Canillitas la oportunidad de participar en una sesión del Congreso Nacional del país y en la redacción del Código del Sistema de Protección y Derechos Fundamentales de Niños, Niñas y Adolescentes de la República Dominicana (Ley 136-03), promulgado el 7 de agosto de 2003.

Posteriormente, se firmaron varios convenios con el Instituto de Formación Técnica Profesional, el Consejo Nacional de la Niñez y la Adolescencia y la Escuela de la Magistratura.
Gracias al apoyo de muchos empresarios y de la sociedad civil, se establecieron asociaciones e interrelaciones con UNICEF, la Organización Internacional del Trabajo, el gobierno nacional, la Coalición de ONG por la Infancia de la República Dominicana, e incluso se llegó a la Conferencia de las Américas en la Casa Blanca en 2007, con una recepción por parte del Presidente George Bush y la Secretaria de Estado Condoleezza Rice.

La labor salesiana ha contribuido a la reducción del trabajo infantil y al aumento de las tasas de educación en el país. El misionero salesiano promotor, el padre Juan Linares, fue nombrado Hombre del Año de la República Dominicana en 2011, y durante 10 años fue miembro de la junta directiva del Consejo Nacional para la Niñez y la Adolescencia, órgano rector del Sistema Nacional de Protección de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes.

Recientemente se ha realizado un documental, «Canillitas», para informar, denunciar y sensibilizar sobre el trabajo infantil. El corto documental refleja la vida cotidiana de seis niños trabajadores en la República Dominicana, así como la labor de los misioneros salesianos para cambiar esta realidad, gracias a la educación.

Te presentamos la ficha técnica de la película.
Título: Canillitas
Año de producción: 2022
Duración: 21 minutos
Género: Documental
Público adecuado: Todos
País: España
Director: Raúl de la Fuente, Premio Goya 2014 por “Minerita” y en 2019 por “Un día más con vida”
Producción: Kanaki Films
Versiones y subtítulos: español, inglés, francés, italiano, portugués, alemán y polaco

Versión en línea:



(Artículo realizado con material enviado por Misiones Salesianas de Madrid, España.)




El Dios “desconocido” de San Francisco de Sales

Un episodio curioso
            En la vida de Francisco de Sales, joven estudiante en París, hay un curioso episodio que tuvo gran repercusión a lo largo del resto de su vida y en su pensamiento. Era el día del carnaval. Mientras todo el mundo pensaba en divertirse, el joven de 17 años parecía preocupado, incluso triste. Sin saber si estaba enfermo o simplemente melancólico, su tutor le sugirió que fuera a ver las actuaciones del festival. Ante esta sugerencia, el joven formuló de pronto esta oración bíblica: “Aparta mis ojos de ver cosas vanas”. Luego añadió: “Señor, déjame ver”. ¿Ver qué? Respondió: “La sagrada teología; ella es la que me enseñará lo que Dios quiere que mi alma aprenda”.

            Hasta entonces Francisco había estudiado los autores paganos de la antigüedad con gran provecho e incluso éxito. Le gustaban y tenía mucho éxito en sus estudios. Sin embargo, su corazón estaba insatisfecho, buscaba algo o más bien a alguien que pudiera satisfacer su deseo. Con el permiso de su tutor, comenzó entonces a asistir a las conferencias del gran profesor de Sagrada Escritura Gilbert Genebrard, que comentaba un libro de la Biblia que narra la historia de amor de dos amantes: el Cantar de los Cantares.

            El amor descrito en este libro es el amor entre un hombre y una mujer. Sin embargo, el amor que se celebra en el Cantar de los Cantares también puede entenderse como el amor espiritual del alma humana con Dios, explicó Genebrard a sus alumnos, y es esta interpretación totalmente espiritual la que encantó al joven estudiante, que se regocijó con las palabras de la novia: “He encontrado a Aquel a quien ama mi corazón”.

            A partir de entonces, el Cantar de los Cantares se convirtió en el libro favorito de San Francisco de Sales. Según el Padre Lajeunie, el futuro Doctor de la Iglesia había encontrado en este libro sagrado “la inspiración de su vida, el tema de su obra maestra (El Tratado sobre el Amor de Dios) y la mejor fuente de su optimismo”. Para Francisco, asegura también el padre Ravier, fue como una revelación, y desde entonces “ya no podía concebir la vida espiritual más que como una historia de amor, la más bella de las historias de amor”.

            No es de extrañar, pues, que Francisco de Sales se haya convertido en el “doctor del amor” y que el tema del amor haya sido el centro de la conmemoración del cuarto centenario de su muerte (1622-2022). Ya en 1967, con ocasión del cuarto centenario de su nacimiento, San Pablo VI lo había definido como “doctor del amor divino y de la dulzura evangélica”. Cincuenta y cinco años después, en ocasión del aniversario de su nacimiento al cielo, el Papa Francisco, con su Carta apostólica Totum amoris est, nos ofrece nuevas luces sobre la vida y la doctrina del santo obispo y nos vuelve a proponer con autoridad el verdadero rostro de Dios, a menudo ignorado o incomprendido.

El Dios desconocido
            En tiempos de Francisco de Sales, el Rey Enrique IV de Francia, gran admirador de las habilidades y virtudes del obispo de Ginebra, un día se lamentó con él por la imagen distorsionada que sus contemporáneos tenían de Dios. Según un testigo, el rey “vio a varios de sus súbditos vivir toda clase de libertades, diciendo que la bondad y la grandeza de Dios no se preocupaban de cerca de los hechos de los hombres, que él reprochaba fuertemente. Vio a otros, en gran número, que tenían una baja opinión de Dios, creyendo que siempre estaba dispuesto a sorprenderlos, esperando sólo la hora en que hubieran caído en alguna falta leve para condenarlos eternamente, lo cual no aprobaba.
            Francisco de Sales, por su parte, era muy consciente de que ofrecía una imagen de Dios distinta de las muy comunes en su época. En uno de sus sermones, se comparaba al Apóstol Pablo mientras anunciaba al Dios desconocido a los atenienses: “No es que quiera hablarles de un Dios desconocido –precisaba- ya que, gracias a su bondad, lo conocemos, pero ciertamente podría hablar de un Dios desconocido. Yo, por tanto, no os haré conocer, sino descubrir, a ese Dios tan amable, que murió por nosotros”.
            El Dios de San Francisco de Sales no es un Dios policial, ni un Dios distante, como muchos de su tiempo creían que era, y no es el Dios de la “predestinación”, que siempre ha predestinado a algunos al cielo y a otros al infierno, como muchos de sus contemporáneos afirmaban, sino un Dios que quiere la salvación de todos. No es un Dios distante, solitario e indiferente, sino un Dios providente y “dispuesto a la comunicación”, un Dios atrayente como el Esposo del Cantar de los Cantares, a quien la esposa dirige estas palabras: “Vuelve a atraerme hacia ti y correremos al olor de tus perfumes”.
            Si Dios atrae al hombre, es para que el hombre se convierta en cooperador de Dios. Este Dios respeta la libertad y la capacidad de iniciativa del hombre, como nos recuerda el Papa Francisco. Con un Dios de rostro amoroso como el que propone Francisco de Sales, la comunicación se convierte en un “corazón a corazón”, cuyo fin es la unión con Él. Es una amistad, porque la amistad es comunicación de bienes, intercambio y reciprocidad.

El Dios del corazón humano
            En el Antiguo Testamento, Dios es llamado Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. La alianza establecida por Dios con los patriarcas significa realmente el vínculo profundo e inquebrantable entre el Señor y su pueblo. En el Nuevo Testamento, la alianza establecida en Jesucristo une a todos los hombres, a toda la humanidad. A partir de ahora, todos pueden invocar a Dios con esta oración de San Francisco de Sales: “Oh Dios mío, tú eres mi Dios, el Dios de mi corazón, el Dios de mi alma, el Dios de mi espíritu”.
            Estas expresiones significan que para San Francisco de Sales, nuestro Dios no es sólo el Dios del corazón humano en la persona del Dios hecho hombre, sino también el Dios del corazón humano. Cierto, el Hijo de María recibiendo de ella su humanidad, recibió al mismo tiempo un corazón humano, fuerte y dulce. Pero con la expresión “Dios del corazón humano”, el doctor del amor quiere decir que el rostro de nuestro Dios corresponde a los deseos, a las expectativas más profundas del corazón humano. El hombre encuentra en el corazón de Jesús la realización inesperada de un amor que ni siquiera se atrevía a pensar o imaginar.
            El joven Francisco lo sintió bien cuando descubrió la historia de amor narrada en el Cantar de los Cantares. La esposa y el Esposo, el alma humana y Jesús se descubren hechos el uno para el otro. No es posible que su encuentro haya sido casual. Dios los hizo el uno para el otro de tal manera que la novia puede decir: “Tú eres mío y yo soy tuya”. Todo lo que San Francisco de Sales dijo y escribió vibra con esta maravillosa historia de mutua pertenencia.
            En el Salmo 72, San Francisco de Sales leyó estas palabras que lo impactaron: “Dios de mi corazón, mi parte es Dios para siempre”. La expresión “Dios de mi corazón” le gustó mucho. Según el doctor del amor, “si el hombre piensa con un poco de atención en la divinidad, siente inmediatamente alguna dulce emoción en su corazón, lo que prueba que Dios es el Dios del corazón humano”. A santa Juana de Chantal, con la que fundó la orden de la Visitación, le recomendó decir a menudo: “Tú eres el Dios de mi corazón y la herencia que deseo eternamente”.
            Si tenemos afectos rebeldes o si nuestros afectos en este mundo son demasiado fuertes, aunque sean buenos y legítimos, necesitamos cortarlos para poder decir a Nuestro Señor como David: “Tú eres el Dios de mi corazón y mi porción de herencia eterna”. Porque con esta intención viene Nuestro Señor a nosotros, para que todos estemos en él y para él”.

            El corazón de Jesús es el lugar del verdadero descanso. Es la morada “más espaciosa y más querida de mi corazón”, confía san Francisco de Sales, que hace este propósito: “Estableceré mi morada en el horno del amor, en el divino corazón traspasado por mí. En este hogar ardiente, sentiré revivir en medio de mis entrañas la llama del amor, hasta ahora tan lánguida. ¡Ah! Señor, tu corazón es la verdadera Jerusalén; permíteme que lo elija para siempre como lugar de mi descanso”.
            No es de extrañar, pues, que los tesoros del Corazón de Jesús hayan sido revelados a una hija espiritual de San Francisco de Sales, Margarita María Alacoque, religiosa de la Visitación de Paray-le-Monial. Jesús le dijo: “He aquí este Corazón que tanto amó a los hombres, hasta consumirse enteramente por ellos”.

            Dos siglos después de San Francisco de Sales, su discípulo e imitador, Don Bosco, decía que “la educación es cosa del corazón”: todo trabajo empieza aquí, y si no está el corazón, el trabajo es difícil y el resultado incierto. También decía: “Que los jóvenes no sólo sean amados, sino que ellos mismos se sepan amados. Amados por Dios y por sus educadores”. De este supuesto que Don Bosco transmitió a la Familia Salesiana, comienza la acción educativa salesiana.




José Buzzetti, de inmigrante a primer coadjutor salesiano

Fue uno de los muchos jóvenes inmigrantes del Turín del siglo XIX. Tuvo la suerte de conocer pronto a Don Bosco y se convirtió en su primer “verdadero” salesiano laico.

            Don Bosco, sacerdote muy joven, había llegado a Turín en noviembre de 1841. Mirando a su alrededor, y bajando a las cárceles junto a Don Cafasso, se había dado cuenta de la dramática situación en la que se encontraban los muchachos de la ciudad. Pidió al Señor que le ayudara a “hacer algo” por ellos.
            La mañana del 8 de diciembre, fiesta de María Inmaculada, había encontrado a Bartolomé Garelli, albañil de Asti. En la sacristía anexa a la iglesia de San Francisco de Asís, le había dado su primera lección de catecismo y se había hecho amigo suyo.
            La tarde de esa misma fiesta, durante la celebración vespertina, Don Bosco vio a tres pequeños albañiles durmiendo, uno al lado del otro, en un escalón del altar. La iglesia estaba abarrotada de gente, y en el púlpito un predicador hilvanaba su laborioso sermón. Don Bosco se acercó a los tres de puntillas, estrechó al primero y en un susurro le preguntó:
            ¿Cómo te llamas?
            – Carlos Buzzetti -respondió confuso el muchacho, esperando una bofetada del sacerdote-. Perdone, pero he intentado prestar atención al sermón. Pero no entendí nada y me quedé dormido.
            En lugar de una reprimenda, Carlos vio una buena sonrisa en el rostro del cura, que continuó en un susurro:
            – ¿Y estos quiénes son?
            – Mi hermano y mi primo -dijo Carlos, sacudiendo a los dos pequeños durmientes-. Somos albañiles toda la semana y estamos cansados.
            – Venid conmigo -volvió a susurrar Don Bosco. Y los precedió hasta la sacristía.
            “Eran Carlos y Juan Buzzetti, y Juan Gariboldi”, recordaba emocionado Don Bosco a sus primeros salesianos. Pequeños albañiles de Lombardía que estarían con él durante treinta, cuarenta años, a los que todos en Valdocco conocían.
            “Entonces eran simples recaderos, ahora son maestros de obras, constructores estimados y respetados”.

Giuseppe, el hermano pequeño
            Los Buzzetti procedían de Caronno Ghiringhello (actual Caronno Varesino), una familia numerosa que vivía del trabajo de la tierra. Pero en la familia de Antonio y Giuseppina habían nacido siete hijos, demasiados brazos para una tierra pequeña. Nada más cruzar la infancia, el padre Antonio había pensado en enviar a los dos hijos mayores a Turín, donde había una colonia de albañiles de Lombardía que ganaban buen dinero y volvían con una buena cantidad de ahorros.

Toda la familia Buzzetti. En el centro, en segunda fila, Giuseppe (con barba). A su izquierda su hermano Carlo; a la derecha los otros tres hermanos.

            Carlos y Juan contaron a Don Bosco que habían partido en carretas desde Caronno, en grupo con otros aldeanos mayores que conocían el largo viaje (unos cien kilómetros). En parte en el carro, en parte a pie, habían caminado llevando un fardo con sus pobres ropas, y habían dormido en alguna granja. Ahora llega la estación muerta para nosotros los albañiles -dijo Carlos-; dentro de unos días tomaremos el camino de regreso a nuestro pueblo. Volveremos en primavera, y llevaremos con nosotros a nuestro tercer hermano, José.
            En esos pocos días que quedaban, Don Bosco se hizo amigo de ellos. Carlos y Juan regresaron tres días después, el domingo, a la cabeza de un equipo de primos y paisanos. Don Bosco dijo misa y les dirigió un animado sermón. Luego desayunaron juntos, sentados al sol en el pequeño patio detrás de la sacristía. Hablaron de las familias lejanas que pronto volverían a ver, del trabajo, de los primeros ahorros que podrían llevar a casa. Se llevaban bien con Don Bosco, parecía como si siempre hubieran sido amigos.
            En la primavera de 1842, los hermanos Buzzetti regresaron a Turín desde Caronno, acompañados por su hermano pequeño, que acababa de cumplir diez años (había nacido el 12 de febrero de 1832). José es un niño pálido, todo desconcertado. Don Bosco le mira con ternura, le habla como a un amigo. José se apega a él como un cachorro. Nunca más se separará de él. Incluso cuando los hermanos, después de una nueva temporada de trabajo, regresaban a Caronno, él (también porque el largo camino le agotaba) se quedaba con “su” Don Bosco. Desde la primavera de 1842 hasta la madrugada del 31 de enero de 1888, cuando Don Bosco murió, José estaría siempre a su lado, testigo sereno de toda la historia humana y divina del sacerdote “que lo amaba”. Muchos acontecimientos de la vida de Don Bosco serían ya calificados de “leyendas”, en nuestro tiempo desconfiado y desmitificador, si no hubieran sido vistos a través de los ojos sencillos del albañil de Caronno, que siempre estaba allí, a tiro de piedra de “su” Don Bosco.

“¿Quieres venir y quedarte conmigo?”
            Don Bosco va de obra en obra para encontrarse con sus muchachos y comprobar que las condiciones de trabajo que les imponen no sean inhumanas. Contempla con tristeza cómo José carga ladrillos y piedra caliza de sol a sol. Hay tanta bondad e inteligencia en esos ojos. Dentro de unos años le llamará y le ofrecerá compartir su vida. Miguel Rua, el que se convertirá en el segundo Don Bosco, es todavía un niño de cuatro años. Pero el que será su brazo fuerte, su primer y verdadero “coadjutor” en la construcción de la Obra Salesiana, ya ha llegado. Se trata de José Buzzetti.

            El Oratorio pasa de la sacristía de San Francisco al Ospedaletto della Marchesa Barolo, de un cementerio a un molino, de un cuchitril a un prado. Acaba bajo un toldo en Valdocco. Mientras tanto, Don Bosco dice a sus muchachos que tendrán un gran oratorio, talleres y patios, iglesias y escuelas. Más de uno dice que Don Bosco se ha vuelto loco. José Buzzetti está a su lado. Le escucha, se ilumina con su sonrisa, ni siquiera piensa que Don Bosco pueda estar equivocado.
            En mayo de 1847 la Providencia y una lluvia interminable traen a Don Bosco el primer niño que necesita ser alojado “día y noche”. Ese mismo año llegaron otros seis: huérfanos que se quedaban solos de un día para otro, jóvenes inmigrantes en busca de su primer trabajo. Para ellos Don Bosco transformó dos habitaciones vecinas en un pequeño dormitorio, colocó las camas y colgó un cartel en la pared que decía “Dios te ve”. Para gestionar aquella primera comunidad microscópica (alimentada por el huerto y las ollas de Mamá Margarita), Don Bosco necesitaba un joven ayudante en el que pudiera confiar con los ojos cerrados, un chico que se quedaría con él para siempre, y que sería el primero de aquellos clérigos y sacerdotes que la Virgen le había prometido tantas veces en sueños. Ese niño sería José Buzzetti.
            El mismo José cuenta: “Era un domingo por la tarde, y yo observaba el recreo de mis compañeros. Ese día había comulgado con mis hermanos, así que estaba muy contento. Don Bosco estaba recreándose con nosotros, contándonos las cosas más queridas del mundo. Mientras tanto llegaba la noche y yo me preparaba para volver a casa. Cuando me acerqué a Don Bosco para despedirme de él, me dijo:
            – Bravo, estoy contento de poder hablar contigo. Dime, ¿quieres estar conmigo?
            – ¿Para estar contigo? Explícame.
            – Necesito reunir algunos jóvenes que quieran seguirme en la aventura del Oratorio. Tú serías uno. Empezaré a instruirte. Y, si Dios quiere, podrías ser sacerdote a su debido tiempo.
            Miré el rostro de Don Bosco y pensé que estaba soñando. Luego añadió:
            – Hablaré con tu hermano Carlos, y haremos lo que sea mejor en el Señor’.

Invocador de “milagros”
            Carlos estuvo de acuerdo, y José vino a vivir con Don Bosco y su mamá Margarita. Don Bosco le confió el dinero y las finanzas de la casa, con total confianza. Y en dos años le preparó para vestir el hábito negro de los clérigos. Todos le llamaban “el clérigo Buzzetti”. Fue él quien, en un agosto asfixiante, apartó a Miguel Rua y le hizo una seria reflexión a ese muchacho desganado por el calor para que se comprometiera más en sus estudios.
            Año tras año, José Buzzetti tomó de las manos de Don Bosco y desarrolló la escuela de canto y la banda de música, los talleres (sobre todo la imprenta de la que se convirtió en gerente total), la supervisión de las obras, la administración de la Obra que se hacía cada vez más grande, la organización de las loterías que fueron durante años el oxígeno indispensable para el Oratorio.
            Fue el instigador involuntario de dos famosas “multiplicaciones” de Don Bosco. En el invierno de 1848, durante una fiesta solemne, en el momento de distribuir la Comunión a trescientos muchachos, Don Bosco se dio cuenta de que sólo había ocho o nueve hostias en copón. José, que estaba sirviendo la misa, se había olvidado de preparar otro copón llena de hostias para consagrar. Cuando Don Bosco comenzó a distribuir la Eucaristía, José comenzó a sudar porque vio (mientras sostenía el platillo) que las hostias crecían bajo las manos de Don Bosco, hasta que hubo suficientes para todos. Al año siguiente, el día de los difuntos, Don Bosco regresó de su visita al cementerio con la multitud de jóvenes hambrientos a los que había prometido castañas cocidas. Mamá Margarita, a quien José había malinterpretado las palabras de Don Bosco, sólo había preparado una pequeña olla con ellas. José, en el alboroto general, trató de hacer entender a Don Bosco que sólo había esa pequeña cantidad de castañas. Pero Don Bosco empezó a repartirlas a lo grande, a cucharadas. Incluso aquella vez José empezó a sudar frío, porque la olla no se vaciaba nunca. Al final todos tenían las manos llenas de castañas calientes, y José miraba asombrado la “olla mágica” de la que Don Bosco seguía pescando alegremente…
            Hubo un tiempo en que varias personas querían acabar con Don Bosco, y José (que se había dejado crecer una impresionante barba roja) se convirtió en su guardián y defensor. “Lo veíamos casi con envidia, cuenta Juan Bautista Francesia, salir del Oratorio para ir al encuentro de Don Bosco que tenía que volver a Valdocco desde Turín. Se necesitaba una mano fuerte y un corazón lleno, y Buzzetti era la persona adecuada” Cuando faltaba José con su barba roja, aparecía un misterioso perro de pelo gris, que Mamá Margarita, Miguel Rua y Bautista Francesia observaban con respeto y miedo, y al que José tenía que defender de las pedradas de otros chicos asustados…

Los días de melancolía
            El 25 de noviembre de 1856 murió Mamá Margaret. Fue un día amargo para Don Bosco y toda su gente. Fue también el día que marcó el final del “Oratorio Familiar” que José había visto y ayudado a crecer. Los chicos habían llegado a ser muchos, y cada mes crecían en número. Ya no bastaba una madre, se necesitaban maestros, profesores, superiores. Poco a poco, José cedió la administración a don Alasonatti, la escuela de canto y la banda a don Cagliero, la imprenta al caballero Oreglia de Santo Stefano. Hacía tiempo que se había quitado las negras vestiduras clericales, porque demasiadas ocupaciones no le habían permitido continuar seriamente sus estudios. Ahora se veía ocupado en trabajos cada vez más humildes: asistía el refectorio, ponía las mesas, enviaba las Lecturas Católicas, iba a la ciudad a buscar trabajo para los operarios.
            Un día, la melancolía y el desánimo se apoderaron de él y decidió abandonar el Oratorio. Habló con sus hermanos (que ocupaban puestos de responsabilidad en el sector de la construcción de Turín), encontró trabajo y fue a despedirse de Don Bosco. Con su habitual desparpajo le dijo que ya se estaba convirtiendo en la última rueda del carro, que tenía que obedecer a los que había visto llegar de niños, a los que había enseñado a sonarse la nariz. Expresó su tristeza por tener que dejar la casa que había ayudado a construir desde los tiempos del pequeño techo. Para Don Bosco fue un golpe tremendo. Pero no se alegró. No dijo: “¡Pobre de mí! Me dejas en un buen lío”. En cambio, pensó en él, su amigo más querido, con quien había compartido tantas horas felices y dolorosas.
            “¿Has encontrado ya un sitio? ¿Te pagarán bien? Necesitarás dinero para los primeros días”. Hizo referencia a los cajones de su escritorio: “Conoces estos cajones mejor que yo. Toma lo que necesites, y si no es suficiente, dime lo que necesitas y te lo conseguiré. No quiero que tú, José, tengas que sufrir ninguna privación por mí”. Luego le miró con ese amor que sólo él tenía por sus hijos: “Siempre nos hemos querido. Y espero que nunca me olvides”. Entonces José rompió a llorar. Lloró largo rato y dijo: “No quiero dejar Don Bosco. Me quedaré aquí para siempre”.
            Cuando Don Bosco, en diciembre de 1887, tuvo que rendirse a la enfermedad de su última enfermedad, José Buzzetti fue a ponerse al lado de su cama. Tenía ahora 55 años. Su fabulosa barba roja se había vuelto toda blanca. Don Bosco ya casi no podía hablar, pero aún intentaba bromear haciéndole el saludo militar. Cuando consiguió murmurar algunas palabras le dijo: “¡Oh, mi querido! Siempre serás mi querido”.
            El 30 de enero fue el último día de la vida de Don Bosco. Hacia la una de la tarde José y el P. Viglietti estaban junto a su cama. Don Bosco abrió mucho los ojos, intentó sonreír. Luego levantó la mano izquierda y les saludó. Buzzetti rompió a llorar. Por la noche, hacia el amanecer, Don Bosco murió.
            Ahora que su gran amigo se había ido con Dios, Buzzetti sentía su vida vacía. Parecía cansado. “Mirábamos a José”, recuerda el P. Francesia, “tan encariñado con Don Bosco, como una de esas cosas preciosas que nos recuerdan tantas y tantas memorias”. Pasaba gran parte del día en la iglesia, junto al sagrario, delante del cuadro de María Auxiliadora.
            Le hacían dulces violencias para que fuera a la casa salesiana de Lanzo, a respirar un aire mejor. “Voy allí de buena gana”, dijo al final, “porque allí fue también Don Bosco, y porque allí murió el querido P. Alasonatti. Andaré allí, y luego iré a ver de nuevo a Don Bosco”.
            Murió apretando el rosario entre sus manos. Tenía 59 años. Era el 13 de julio de 1891.




Sagrada Familia de Nazaret

Todos los años celebramos a la Sagrada Familia de Nazaret el último domingo del año. Pero a menudo olvidamos que celebramos con pompa los acontecimientos más pobres y delicados de esta Familia. Obligados a dar a luz en una cueva, perseguidos de inmediato, teniendo que emigrar en medio de tantos peligros a un país extranjero para sobrevivir, y esto con un bebé y sin sustancia. Pero todo fue un acontecimiento de gracia, permitido por Dios Padre y anunciado en las Escrituras.
Leamos la hermosa historia que el mismo Don Bosco contó a sus muchachos de su tiempo.

La triste noticia. – La matanza de los inocentes. – La sagrada familia parte hacia Egipto.
El ángel del Señor dijo a José: Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te avise. Mt. 2, 13.
Se oyó en lo alto la voz de queja, el lamento y el llanto de Raquel, que lloraba por sus hijos; y acerca de ellos no admite consuelo, porque ya no están. Jer. 31, 15.

            La tranquilidad de la sagrada familia [después del nacimiento de Jesús] no debía ser duradera. Tan pronto como José regresó a la casa pobre de Nazaret, un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “Levántate, llévate al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te ordene volver. Porque Herodes buscará al niño para darle muerte.”
            Y esto no era más que demasiado cierto. El cruel Herodes, engañado por los Magos y furioso por haber perdido tan buena oportunidad, para deshacerse de aquel a quien consideraba competidor al trono, había concebido el infernal designio de hacer degollar a todos los niños varones menores de dos años. Esta orden abominable fue ejecutada.
            Un ancho río de sangre corrió por Galilea. Entonces se cumplió lo que Jeremías había predicho: “Se oyó una voz en Ramá, una voz mezclada de lágrimas y lamentaciones. Es Raquel que llora a sus hijos y no quiere ser consolada; porque ya no están.” Estos pobres inocentes, cruelmente asesinados, fueron los primeros mártires de la divinidad de Jesucristo.
            José había reconocido la voz del Ángel; ni se permitió reflexión alguna sobre la precipitada partida, a la que tuvieron que resolverse; sobre las dificultades de tan largo y peligroso viaje. Debió de lamentar al abandonar su pobre hogar para atravesar los desiertos en busca de asilo en un país que no conocía. Sin esperar siquiera a mañana, en cuanto el ángel desapareció se levantó y corrió a despertar a María. María preparó apresuradamente una pequeña provisión de ropas y víveres para llevarlos consigo. José, mientras tanto, preparó la yegua, y partieron sin pesar de su ciudad para obedecer el mandato de Dios. He aquí, pues, a un pobre anciano, que hace vanas las horribles conspiraciones del tirano de Galilea; es a él a quien Dios confía el cuidado de Jesús y de María.

Desastroso viaje – Una tradición.
Cuando os persigan en esta ciudad, huid a otra. Mt. 10, 23.

            Dos caminos se presentaban al viajero que deseaba ir a Egipto por tierra. Uno atravesaba desiertos poblados de bestias feroces, y los caminos eran incómodos, largos y poco transitados. El otro atravesaba un país poco visitado, pero los habitantes de la comarca eran muy hostiles a los judíos. José, que temía especialmente a los hombres en esta precipitada huida, eligió el primero de estos dos caminos como el más oculto.
            Habiendo partido de Nazaret en plena noche, los cautelosos viajeros, cuyo itinerario les exigía pasar primero por Jerusalén, recorrieron durante algún tiempo los caminos más tristes y tortuosos. Cuando había que atravesar algún gran camino, José, dejando a Jesús y a su Madre al abrigo de una roca, exploraba el camino, para cerciorarse de que la salida no estaba vigilada por los soldados de Herodes. Tranquilizado por esta precaución, volvía a buscar su precioso tesoro, y la sagrada familia proseguía su camino, entre barrancos y colinas. De vez en cuando, hacían una breve parada a la orilla de un claro arroyo y, tras una frugal comida, descansaban un poco de los esfuerzos del viaje. Cuando llegaba la noche, era hora de resignarse a dormir bajo el cielo abierto. José se despojaba de su manto y cubría con él a Jesús y a María para preservarlos de la humedad de la noche. Mañana, al amanecer, comenzaría de nuevo el arduo viaje. Los santos viajeros, tras pasar por la pequeña ciudad de Anata, se dirigieron por el lado de Ramla para descender a las llanuras de Siria, donde ahora debían verse libres de las asechanzas de sus feroces perseguidores. En contra de su costumbre, habían continuado caminando a pesar de que ya era de noche para ponerse antes a salvo. José casi tocaba el suelo antes que los demás. María, toda temblorosa por esta carrera nocturna, lanzaba sus miradas inquietas a las profundidades de los valles y a las sinuosidades de las rocas. De pronto, en una curva, un enjambre de hombres armados apareció para interceptar su camino. Era una banda de canallas, que asolaba la comarca, cuya espantosa fama se extendía a lo lejos. José había detenido la montura de María, y rezaba al Señor en silencio, pues toda resistencia era imposible. A lo sumo se podía esperar salvar la vida. El jefe de los bandidos se separó de sus compañeros y avanzó hacia José para ver con quién tenía que vérselas. La visión de aquel anciano sin armas, de aquel niño durmiendo sobre el pecho de su madre, conmovió el corazón sanguinario del bandido. Lejos de desearles ningún mal, tendió la mano a José, ofreciéndole hospitalidad a él y a su familia. Este líder se llamaba Disma. La tradición cuenta que treinta años más tarde fue apresado por los soldados y condenado a ser crucificado. Fue puesto en la cruz del Calvario al lado de Jesús, y es el mismo que conocemos bajo el nombre del buen ladrón.

Llegada a Egipto – Prodigios que ocurrieron a su entrada en esta tierra – Pueblo de Matarie – Morada de la Sagrada Familia.
He aquí que el Señor subirá sobre una nube ligera y entrará en Egipto, y ante su presencia se conmoverán los ídolos de Egipto. Is, 19 1.

            Tan pronto como apareció el día, los fugitivos, dando gracias a los bandidos que se habían convertido en sus anfitriones, reanudaron su viaje lleno de peligros. Se dice que María, al ponerse en camino, dijo estas palabras al jefe de aquellos bandidos: “Lo que has hecho por este niño, algún día te será ampliamente recompensado.” Después de pasar por Belén y Gaza, José y María descendieron a Siria y, al encontrarse con una caravana que partía hacia Egipto, se unieron a ella. A partir de ese momento y hasta el final de su viaje, no vieron ante sí más que un inmenso desierto de arena, cuya aridez sólo se veía interrumpida a raros intervalos por algunos oasis, es decir, algunas extensiones de tierra fértil y verde. Sus esfuerzos se redoblaron durante la carrera a través de estas llanuras abrasadas por el sol. La comida escaseaba y a menudo faltaba el agua. ¡Cuántas noches José, que era viejo y pobre, se vio empujado hacia atrás, cuando trató de acercarse a la fuente, en la que la caravana se había detenido para saciar su sed!
            Finalmente, tras dos meses de penoso viaje, los viajeros entraron en Egipto. Según Sozomeno, desde el momento en que la Sagrada Familia tocó esta antigua tierra, los árboles bajaron sus ramas para adorar al Hijo de Dios; las bestias feroces acudieron allí, olvidando sus instintos; y los pájaros cantaron a coro las alabanzas del Mesías. En efecto, si creemos lo que nos dicen autores fidedignos, todos los ídolos de la provincia, al reconocer al vencedor del paganismo, se derrumbaron. Así se cumplieron literalmente las palabras del profeta Isaías cuando dijo: “He aquí que el Señor subirá sobre una nube y entrará en Egipto, y en su presencia serán quebrantados los simulacros de Egipto.”
            José y María, deseosos de llegar pronto al término de su viaje, no hicieron sino pasar por Heliópolis, consagrada al culto del sol, para dirigirse a Matari, donde pensaban descansar de sus fatigas.
            Matari es una hermosa aldea sombreada por sicomoros, a unas dos leguas de El Cairo, la capital de Egipto. José pensaba establecerse allí. Pero allí no terminaban sus problemas. Necesitaba buscar alojamiento. Los egipcios no eran nada hospitalarios, por lo que la sagrada familia se vio obligada a refugiarse durante unos días en el tronco de un gran árbol viejo. Finalmente, tras una larga búsqueda, José encontró una modesta habitación, en la que colocó a Jesús y a María.
            Esta casa, que aún puede verse en Egipto, era una especie de cueva, de seis metros de largo por cinco de ancho. Tampoco había ventanas; la luz tenía que penetrar por la puerta. Las paredes eran de una especie de arcilla negra y sucia, cuya vejez llevaba la huella de la miseria. A la derecha había una pequeña cisterna, de la que José sacaba agua para el servicio de la familia.

Penas. – Consolación y fin del destierro.
Con él estoy en la tribulación. Sal 91, 15.

            Tan pronto como hubo entrado en esta nueva morada, José reanudó su trabajo ordinario. Comenzó a amueblar su casa; una mesita, unas sillas, un banco, todo obra de sus manos. Luego fue de puerta en puerta buscando trabajo para ganar el sustento de su pequeña familia. Sin duda experimentó muchos rechazos y soportó muchos desprecios humillantes. Era pobre y desconocido, y esto bastó para que su trabajo fuera rechazado. A su vez, María, mientras tenía mil cuidados para su Hijo, se entregó valientemente al trabajo, ocupando en él una parte de la noche para compensar los pequeños e insuficientes ingresos de su esposo. Sin embargo, en medio de sus penas, ¡cuánto consuelo para José! Trabajaba para Jesús, y el pan que comía el divino niño lo había comprado él con el sudor de su frente. Y cuando al atardecer volvía agotado y oprimido por el calor, Jesús sonreía a su llegada y lo acariciaba con sus pequeñas manos. A menudo, con el precio de las privaciones que él mismo se imponía, José conseguía algunos ahorros, ¡qué alegría sentía entonces al poder emplearlos para endulzar la condición del divino niño! Ahora eran unos dátiles, ahora unos juguetes adecuados a su edad, lo que el piadoso carpintero llevaba al Salvador de los hombres. ¡Oh, qué dulces eran entonces las emociones del buen anciano al contemplar el rostro radiante de Jesús! Cuando llegó el sábado, día de descanso y consagrado al Señor, José tomó al niño de la mano y guio sus primeros pasos con una solicitud verdaderamente paternal.
            Mientras tanto, moría el tirano que reinaba sobre Israel. Dios, cuyo brazo omnipotente castiga siempre a los culpables, le había enviado una cruel enfermedad, que lo llevó rápidamente a la tumba. Traicionado por su propio hijo, comido vivo por los gusanos, Herodes había muerto, llevando consigo el odio de los judíos y la maldición de la posteridad.

El nuevo anuncio. – Regreso a Judea. – Una tradición relatada por s. Buenaventura.
De Egipto llamé a mi hijo. Os 11, 1.

            Siete años llevaba José en Egipto, cuando el Ángel del Señor, mensajero ordinario de la voluntad del Cielo, se le apareció de nuevo mientras dormía y le dijo: “Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y vuelve a la tierra de Israel; porque ya no están los que buscaban al niño para darle muerte.” Siempre atento a la voz de Dios, José vendió su casa y sus muebles, y lo ordenó todo para partir. En vano los egipcios, extasiados por la bondad de José y la dulzura de María, hicieron fervientes súplicas para retenerlo. En vano le prometieron abundancia de todo lo necesario para la vida, José se mostró inflexible. Los recuerdos de su infancia, los amigos que tenía en Judea, la atmósfera pura de su patria, hablaban mucho más a su corazón que la belleza de Egipto. Además, Dios había hablado, y no hacía falta nada más para decidir a José a regresar a la tierra de sus antepasados.
            Algunos historiadores opinan que la sagrada familia hizo parte del viaje por mar, porque les llevaba menos tiempo, y tenían un gran deseo de volver a ver pronto su tierra natal. Nada más desembarcar en Ascalonia, José se enteró de que Arquelao había sucedido a su padre Herodes en el trono. Esto fue una nueva fuente de ansiedad para José. El ángel no le había dicho en qué parte de Judea debía establecerse. ¿Debía hacerlo en Jerusalén, o en Galilea, o en Samaria? José, lleno de ansiedad, rogó al Señor que le enviara su mensajero celestial durante la noche. El ángel le ordenó huir de Arquelao y retirarse a Galilea. José no tuvo entonces más que temer, y tomó tranquilamente el camino de Nazaret, que había abandonado siete años antes.

            Que nuestros devotos lectores no se apenen al oír del seráfico Doctor s. Buenaventura sobre este punto de la historia: “Estaban en el acto de partir: y José fue primero con los hombres, y su madre vino con las mujeres (que habían venido como amigas de la sagrada familia para acompañarlos un poco). Cuando salieron por la puerta, José hizo retroceder a los hombres y no les permitió que le acompañaran más. Entonces algunos de aquellos buenos hombres, compadeciéndose de la pobreza de ellos, llamaron al Niño y le dieron algunos denarios para los gastos. El Niño se avergonzó de recibirlos; pero, por amor a la pobreza, extendió la mano, recibió el dinero con vergüenza y dio las gracias. Y así lo hicieron más personas. Aquellas honorables matronas le llamaron de nuevo e hicieron lo mismo; la madre no estaba menos avergonzada que el niño, pero, no obstante, les dio humildemente las gracias.”
            Habiéndose despedido de aquella cordial compañía y renovado sus agradecimientos y saludos, la sagrada familia volvió sus pasos hacia Judea.




El ejercicio de la “buena muerte” en la experiencia educativa de Don Bosco (5/5)

(continuación del artículo anterior)

4. Conclusión
            En el epílogo de la vida de Francisco Besucco, Don Bosco hace explícito el núcleo de su mensaje:

             “Me gustaría que llegáramos juntos a una conclusión, que sería ventajosa para mí y para usted. Es cierto que tarde o temprano la muerte nos llegará a ambos, y tal vez la tengamos más cerca de lo que podemos imaginar. También es cierto que si no hacemos buenas obras durante nuestra vida, no podremos recoger el fruto de ellas en el momento de la muerte, ni podemos esperar recompensa alguna de Dios. […] Anímese, oh lector cristiano, a hacer buenas obras mientras haya tiempo; los sufrimientos son breves, y lo que se disfruta dura para siempre. […] Que el Señor te ayude, me ayude, a perseverar en la observancia de sus preceptos durante los días de la vida, para que un día podamos ir a disfrutar en el cielo de ese gran bien, de ese bien supremo por los siglos de los siglos. Así sea”.[1]

            Es en este punto, de hecho, donde convergen los temas de Don Bosco. Todo lo demás parece funcional: su arte de educar, su acompañamiento afectuoso y creativo, los consejos que ofrecía y el programa de vida, la devoción mariana y los sacramentos, todo está orientado hacia el objeto primordial de sus pensamientos y preocupaciones, el gran asunto de la salvación eterna.[2]
            Así, en la práctica educativa del santo turinés, el ejercicio mensual de la buena muerte continúa una rica tradición espiritual, adaptándola a la sensibilidad de sus jóvenes y con una marcada preocupación educativa. En efecto, la revisión mensual de la propia vida, la rendición de cuentas sincera al confesor-director espiritual, el estímulo a ponerse en estado de conversión constante, la reconfirmación del don de sí a Dios y la formulación sistemática de proposiciones concretas, orientadas hacia la perfección cristiana, son sus momentos centrales y constitutivos. Incluso las letanías de la buena muerte no tenían otra finalidad que alimentar la confianza en Dios y ofrecer un estímulo inmediato para acercarse a los sacramentos con especial conciencia. Eran también -como muestran las fuentes narrativas- una herramienta psicológica eficaz para hacer familiar el pensamiento de la muerte, no de forma angustiosa, sino como incentivo para valorar constructiva y gozosamente cada momento de la vida con vistas a la “bendita esperanza”. El énfasis, de hecho, estaba en la vida virtuosa y alegre, en el ‘servite Domino in laetitia‘.


[1] Bosco, El pastorcillo de los Alpes, 179-181.

[2] Así concluye la Vida de Domingo Savio: «Y entonces con la hilaridad en el rostro, con la paz en el corazón iremos al encuentro de nuestro Señor Jesucristo, que nos acogerá con bondad para juzgarnos según su gran misericordia y conducirnos, como espero para ti y para mí, oh lector, de las tribulaciones de la vida a la eternidad bienaventurada, para alabarle y bendecirle por todos los siglos. Así sea», Bosco, Vida del joven Domingo Savio, 136.




El ejercicio de la “buena muerte” en la experiencia educativa de Don Bosco (4/5)

(continuación del artículo anterior)

3. La muerte como momento del encuentro gozoso con Dios
            Como todas las consideraciones e instrucciones de El joven Instruido, la meditación sobre la muerte se caracteriza por una marcada preocupación didáctica.[1] El pensamiento de la muerte como un momento que fija toda la eternidad debe estimular el propósito sincero de una vida buena y virtuosa que sea fructífera:

             “Considere que el punto de la muerte es ese momento del que depende su salud eterna o su condenación eterna. […] ¿Entiendes lo que digo? Quiero decir que de ese momento depende que vayas eternamente al cielo o al infierno; que seas siempre feliz, o siempre afligido; que seas siempre hijo de Dios, o siempre esclavo del diablo; que te regocijes siempre con los ángeles y los santos en el cielo, o gimas y ardas eternamente con los condenados en el infierno.
            Teme mucho por tu alma y piensa que de una buena vida depende una buena muerte y una eternidad de gloria; por eso no pierdas tiempo en hacer una buena confesión, prometiendo al Señor perdonar a tus enemigos, reparar el escándalo que has dado, ser más obediente, no perder más el tiempo, guardar las fiestas sagradas, cumplir con los deberes de tu estado. Mientras tanto, ponte ante tu Señor y dile de corazón: Señor mío, desde ahora me vuelvo a ti; te amo, quiero servirte y quiero servirte hasta la muerte. Virgen Santísima, madre mía, ayúdame en ese momento. Jesús, José y María, que mi alma parta en paz con vosotros”.[2]

            Pero la más completa y también la más expresiva de las visiones y marcos culturales de Don Bosco sobre el tema de la muerte la encontramos en su primer texto narrativo, compuesto en memoria de Luis Comollo (1844). Allí relata la muerte de su amigo “en el acto de pronunciar los nombres de Jesús y María, siempre sereno y riendo en su rostro, moviendo una dulce sonrisa como quien se sorprende ante la vista de un objeto maravilloso y juguetón, sin hacer ningún movimiento”.[3] Pero el plácido fallecimiento tan sucintamente descrito había sido precedido por una detallada descripción de una atormentada enfermedad final: “Un alma tan pura y de tan bellas virtudes adornadas, como era la de Comollo, diríamos que no tenía nada que temer cuando se acercaba la hora de la muerte. Sin embargo, él también sintió una gran aprensión”.[4] Luis había pasado la última semana de su vida “siempre triste y melancólico, absorto en el pensamiento de los juicios divinos”. En la tarde del sexto día, “le asaltó un ataque de fiebre convulsiva tan fuerte que le privó del uso de razón. Al principio lanzó un fuerte gemido como si hubiera sido aterrorizado por algún objeto espantoso; al cabo de media hora, volviendo en sí y mirando fijamente a los espectadores, prorrumpió en tal exclamación: ¡Oh Juicio! Entonces empezó a forcejear con tal fuerza, que cinco o seis de los que estábamos de espectadores apenas pudimos mantenerlo en la cama”.[5] Tras tres horas de delirio, “recobró la plena conciencia de sí mismo” y confió a su amigo Bosco el motivo de su agitación: le había parecido encontrarse frente a un infierno abierto de par en par, amenazado por “una banda innumerable de monstruos”, pero había sido rescatado por un equipo “de fuertes guerreros” y luego, conducido de la mano de “una Mujer” (“a la que juzgo nuestra Madre común”), se había encontrado “en un jardín de lo más delicioso”, razón por la que ahora se sentía tranquilo. Así, 2tan grande como era antes del miedo y el temor de comparecer ante Dios, tanto más alegre se mostró después y deseoso de que llegara ese momento; ya no había tristeza ni melancolía en su rostro, sino un aspecto totalmente alegre y jovial, de tal manera que siempre quería cantar salmos, himnos o loas espirituales”.[6]
            La tensión y la angustia se resuelven en una gozosa experiencia espiritual: es la visión cristiana de la muerte sostenida por la certeza de la victoria sobre el enemigo infernal por el poder de la gracia de Cristo, que abre las puertas de la eternidad bienaventurada, y por la asistencia maternal de María. Es bajo esta luz que debe interpretarse el relato de Comollo. El “abismo profundo como un horno” cerca del cual se encuentra, la “hueste de monstruos de forma espantosa” que intentan arrojarle al abismo, los “fuertes guerreros” que le liberan “de semejante aprieto”, la larga escalera que conduce al “maravilloso jardín” defendido “por muchas serpientes dispuestas a devorar a quien ascienda por él”, la Mujer “vestida con la mayor pompa” que le lleva de la mano, le guía y le defiende: todo se remonta a esa imaginería religiosa que encierra en forma de símbolos y metáforas una sólida teología de la salvación, la convicción del destino personal a la eternidad feliz y la visión de la vida como un viaje hacia la beatitud, minado por enemigos infernales pero sostenido por la ayuda omnipotente de la gracia divina y el patrocinio de María. El gusto romántico, impregnado por la intensa emotividad y dramatismo por el dato de fe, recurre espontáneamente al simbolismo popular tradicional, pero el horizonte es el de una visión ampliamente optimista e históricamente operativa de la fe.
            Más adelante, Don Bosco relata un extenso discurso de Luis. Es casi un testamento en el que emergen dos temas principales interrelacionados. El primero es la importancia de cultivar durante toda la vida el pensamiento sobre la muerte y el juicio. Los argumentos son los de la predicación actual y la actual divulgación devota: “Aún no sabéis si los días de vuestra vida serán cortos o largos; pero, sea cual sea la incertidumbre de la hora, su llegada es segura; procurad, pues, que toda vuestra vida no sea más que una preparación para la muerte, para el Juicio. La mayoría de los hombres no piensan seriamente en ello, “así que cuando se acerca la hora permanecen confusos, ¡y los que mueren confundidos en su mayoría van eternamente confundidos! Dichosos los que pasan sus días en obras santas y piadosas y se encuentran preparados para ese momento”.[7]
            El segundo tema es el vínculo entre la devoción mariana y la buena muerte. “Mientras militemos en este mundo de lágrimas, no tenemos un patrocinio más poderoso que el de la Santísima Virgen María […]. Oh, si los hombres pudieran persuadirse de la alegría que les produce en el momento de la muerte haber sido devotos de María, todos competirían por encontrar nuevas formas de ofrecerle honores especiales. Ella será quien, con su Hijo en brazos, forme nuestra defensa contra el enemigo de nuestra alma en la última hora; aunque el infierno se alce contra nosotros, con María en nuestra defensa, la victoria será nuestra”. Por supuesto, tal devoción debe ser corregida: “Cuidado, sin embargo, con aquellos que, para recitar algunas oraciones a María, para ofrecerle algunas mortificaciones, se creen protegidos por ella, mientras llevan una vida completamente libre y desordenada. […] Sed siempre verdaderos devotos de María imitando sus virtudes y experimentaréis los dulces efectos de su bondad y de su amor”.[8] Estas razones se acercan a las presentadas por Louis-Marie Grignion de Montfort (1673-1716) en el tercer capítulo del Traité de la vraie dévotion à la sainte Vierge (que, sin embargo, ni Comollo ni Juan Bosco podrían haber conocido).[9] Toda la mariología clásica, transmitida por la predicación y los libros ascéticos, insistía en tales aspectos: los encontramos en San Alfonso (Glorie di Maria)[10]; antes que él en los escritos de los jesuitas Jean Crasset y Alexander Diaotallevi,[11] de cuya obra se dice que Comollo se inspiró para la invocación elevada ante la muerte “con voz franca”:

            “Virgen Madre Benigna, amada madre de mi amado Jesús, tú que sólo entre todas las criaturas fuiste digna de llevarlo en tu virginal e inmaculado seno, Oh por ese amor con que lo amamantaste, lo sostuviste amorosamente en tus brazos, por lo que sufriste cuando fuiste su compañera en su pobreza, cuando lo viste entre azotes, escupitajos y flagelos, y finalmente muriendo en la Cruz; te ruego por todo esto obtén para mí el don de la fortaleza, la fe viva, la esperanza firme, la caridad inflamada, con sincero dolor por mis pecados, y a los favores que me has obtenido a lo largo de mi vida, añade la gracia de que pueda tener una santa muerte. Sí, querida Madre misericordiosa, ayúdame en este momento en que estoy a punto de presentar mi alma al Juicio Divino, preséntala tú misma en los brazos de tu Divino Hijo; que si tanto me prometes, he aquí que con ánimo audaz y franco, apoyándome en tu clemencia y bondad, presento esta alma mía por tus manos a esa Majestad Suprema, cuya misericordia espero alcanzar.[12]

            Este texto muestra la solidez del marco teológico que subyace al sentimiento religioso del que está impregnado el relato, y revela una devoción mariana “reglamentada”, una espiritualidad austera y muy concreta.
            Los Apuntes sobre la vida de Luis Comollo, con toda su tensión dramática, representan la sensibilidad de Juan Bosco como seminarista y alumno del Internado Eclesiástico. En años posteriores, a medida que crecía su experiencia educativa y pastoral entre adolescentes y muchachos, el Santo prefirió destacar sólo el lado alegre y tranquilizador de la muerte cristiana. Lo vemos sobre todo en las biografías de Domingo Savio, Miguel Magone y Francisco Besucco, pero encontramos ejemplos de ello ya en el Joven Instruido donde, narra la santa muerte de Luis Gonzaga, afirma: “Las cosas que pueden perturbarnos en el momento de la muerte son sobre todo los pecados de la vida pasada y el temor de los castigos divinos para la otra vida”, pero si le imitamos llevando una vida virtuosa, “verdaderamente angélica”, podremos acoger con alegría el anuncio de la muerte como él, cantando el Te Deum llenos de “alegría” – “Oh qué alegría, nos vamos: Laetantes imus” – y “en el beso del crucificado Jesús expiró plácidamente. Qué muerte tan hermosa!”.[13]
            Las tres Vidas concluyen con la invitación a prepararse para hacer una buena muerte. En la pedagogía de Don Bosco, como se ha dicho, el tema se declinaba con acentos particulares, en función de la conversión del corazón “franco y decidido”[14] y del don total de sí a Dios, que genera un vivir ardiente, fecundo de frutos espirituales, de compromiso ético y al mismo tiempo gozoso. Esta es la perspectiva en la que, en estas biografías, Don Bosco presenta el ejercicio de la buena muerte:[15] es un excelente instrumento para educar en la visión cristiana de la muerte, para estimular una revisión eficaz y periódica del propio estilo de vida y de las propias acciones, para fomentar una actitud de constante apertura y cooperación a la acción de la gracia, fecunda en obras, para disponer positivamente el alma al encuentro con el Señor. No es casualidad que los capítulos finales describan las últimas horas de los tres protagonistas como una ferviente y serena espera del encuentro. Don Bosco relata los diálogos serenos, los “encargos” confiados a los moribundos[16] , las despedidas. El instante de la muerte se describe entonces casi como un éxtasis dichoso.
            En los últimos momentos de su vida, Domingo Savio hizo que su padre le leyera las oraciones de la buena muerte:

             “Repitió cada palabra cuidadosa y distintamente; pero al final de cada parte quiso decirse a sí mismo: ‘Jesús misericordioso, ten piedad de mí’. Llegó a las palabras: “Cuando por fin mi alma se presente ante ti, y vea por primera vez el esplendor inmortal de tu majestad, no la rechaces de tu presencia, sino dígnate recibirme en el seno amoroso de tu misericordia, para que pueda cantar eternamente tus alabanzas”. “Pues, añadió, esto es precisamente lo que deseo. Oh, querido padre, cantar eternamente las alabanzas del Señor”. Entonces pareció volver a adormecerse un poco, como alguien que está pensando seriamente en algo de gran importancia. Poco después se despertó y con voz clara y risueña: “Adiós, querido papá, adiós: el sacerdote aún quería decirme algo más, y ya no me acuerdo… ¡Oh! qué cosa más bonita he visto nunca…”. Así, diciendo y riendo con aire paradisíaco, expiró con las manos juntas delante del pecho en forma de cruz, sin hacer el menor movimiento.[17]

            Miguel Magone falleció “plácidamente”, “con la serenidad ordinaria de su rostro y con la risa en los labios”, tras besar el crucifijo e invocar: “Jesús, José y María, pongo mi alma en vuestras manos”.[18]
            Los últimos momentos de la vida de Francisco se caracterizan por fenómenos extraordinarios y un ardor incontenible: “Parecía como si en su rostro resplandeciera una belleza, un esplendor tal que hacía desaparecer todas las demás luces de la enfermería”; “levantando un poco la cabeza y extendiendo las manos todo lo que podía, como se estrecha la mano de un ser querido, comenzó con voz alegre y sonora a cantar así: Alabada sea María […]. Después hizo varios esfuerzos para elevar más su persona, que de hecho estaba siendo elevada, mientras extendía las manos unidas en forma devota, y de nuevo comenzó a cantar así: Oh Jesús de amor ardiente […]. Parecía haberse convertido en un ángel con los ángeles del paraíso”.[19]

(continuación)


[1] Cf. Bosco, El Joven Instruido, 36-39 (consideración para el martes: la muerte).

[2] Ibídem, 38-39.

[3] [Juan Bosco], Cenni storici sulla vita del chierico Luigi Comollo morto nel Seminario di Chieri ammirato da tutti per le sue singolari virtù. Scritti da un suo collega, Torino, Tipografia Speirani e Ferrero, 1844, 70-71.

[4] Ibídem, 49.

[5] Ibídem, 52-53.

[6] Ibídem, 53-57.

[7] Ibídem, 61.

[8] Ibídem, 62-63.

[9] La obra de Grignion de Monfort no fue descubierta hasta 1842 y publicada en Turín por primera vez quince años más tarde: Trattato della vera divozione a Maria Vergine del ven. servo di Dio L. Maria Grignion de Montfort. Versión del francés de C. L., Turín, Tipografía P. De-Agostini, 1857.

[10] Segunda parte, capítulo IV (Diversas exequias de devoción a la divina Madre con sus prácticas), donde el autor afirma que para obtener la protección de María «son necesarias dos cosas: la primera es que le ofrezcamos nuestras exequias con el alma limpia de pecados […]. La segunda condición es que perseveremos en su devoción» (Le glorie di Maria di sant’Alfonso Maria de’ Liguori, Turín, Giacinto Marietti, 1830, 272).

[11] Jean Crasset, La vera devozione verso Maria Vergine stabilita e difesa. Venezia, nella stamperia Baglioni, 1762, 2 vols.; Alessandro Diotallevi, Trattenimenti spirituali per chi desidera d’avanzarsi nella servitù e nell’amore della Santissima Vergine, dove si ragiona sopra le sue feste e sopra gli Evangelii delle domeniche dell’anno applicandoli alle meditoli alla medesima Vergine con rari avvenimenti, Venezia, presso Antonio Zatta,

1788, 3 vols.

[12] [Bosco], Cenni storici sulla vita del chierico Luigi Comollo, 68-69; cf. Diotallevi, Trattenimenti spirituali…, vol. II. II, pp. 108-109 (Trattenimento XXVI: Colloquio dove l’anima supplica la B. Virgen María que sea su Abogada en la gran causa de su salud).

[13] Bosco, El Joven Instruido, 70-71.

[14] Cf. Bosco, Bosquejo biográfico sobre el joven Mago Miguel, 24.

[15] Por ejemplo, cf. Bosco, Vida del joven Domingo Savio, 106-107: ‘La mañana de su partida hizo con sus compañeros el ejercicio de la buena muerte con tal devoción al confesar y comulgar, que yo, que fui testigo de ello, no sé cómo expresarlo. Es necesario, dijo, que haga bien este ejercicio, porque espero que sea verdaderamente para mí el de mi buena muerte’.

[16] «Pero antes de dejaros partir hacia el paraíso me gustaría encargaros un encargo […]. Cuando estéis en el paraíso y hayáis visto a la gran Virgen María, dadle un humilde y respetuoso saludo de mi parte y de parte de los que están en esta casa. Rezadle para que se digne darnos su santa bendición; para que nos acoja a todos bajo su poderosa protección y nos ayude a que no se pierda ninguno de los que están o de los que la Divina Providencia enviará a esta casa», Bosco, Cenno biografico sul giovanetto Magone Michele, 82.

[17] Bosco, Vida del joven Domingo Savio, 118-119.

[18] Bosco, Bosquejo biográfico sobre el joven Magone Michele, 83. Don Zattini al ver aquella muerte serena no contuvo su emoción y «pronunció estas graves palabras: ¡Oh muerte! no eres un azote para las almas inocentes; para ellas eres el mayor bienhechor les abres la puerta al goce de bienes que nunca más se perderán. Oh, ¿por qué no puedo estar en tu lugar, oh amado Miguel?» (ibiId., 84).

[19] Juan Bosco, Il pastorello delle Alpi ovvero vita del giovane Besucco Francesco d’Argentera, Turín, Tip. dell’Orat. di S. Franc. di Sales, 1864, 169-170.