Educar las facultades de nuestro espíritu con San Francisco de Sales

San Francisco de Sales presenta el espíritu como la parte más elevada del alma, gobernada por el intelecto, la memoria y la voluntad. El corazón de su pedagogía es la autoridad de la razón, “divina antorcha” que hace al hombre verdaderamente humano y debe guiar, iluminar y disciplinar las pasiones, la imaginación y los sentidos. Educar el espíritu significa, por tanto, cultivar el intelecto mediante el estudio, la meditación y la contemplación, ejercitar la memoria como depósito de las gracias recibidas, y fortalecer la voluntad para que elija constantemente el bien. De esta armonía brotan las virtudes cardinales – prudencia, justicia, fortaleza y templanza – que forman personas libres, equilibradas y capaces de auténtica caridad.

            Francisco de Sales considera el espíritu como la parte superior del alma. Sus facultades son el intelecto, la memoria y la voluntad. La imaginación podría formar parte de él en la medida en que la razón y la voluntad intervienen en su funcionamiento. La voluntad, por su parte, es la facultad maestra a la que conviene reservar un tratamiento particular. El espíritu hace que el hombre se convierta, según la definición clásica, en un «animal racional». «Somos hombres solo mediante la razón», escribe Francisco de Sales. Después de «las gracias corporales», están «los dones del espíritu», que deberían ser objeto de nuestras reflexiones y de nuestro reconocimiento. Entre ellos, el autor de la Filotea distingue los dones recibidos de la naturaleza y los adquiridos con la educación:

            Considerad los dones del espíritu: cuánta gente hay en el mundo idiota, loca furiosa, mentecata. ¿Por qué no os encontráis entre ellos? Dios os ha favorecido. Cuántos han sido educados de forma tosca y en la más extrema ignorancia: pero a vosotros, la Providencia divina os ha hecho criar de un modo civil y honrado.

La razón, “divina antorcha”
           
En un Ejercicio del sueño o reposo espiritual, compuesto en Padua cuando tenía veintitrés años, Francisco se proponía meditar un argumento que asombra:

            Me detendré a admirar la belleza de la razón que Dios ha donado al hombre, para que, iluminado e instruido por su maravilloso esplendor, odiase el vicio y amase la virtud. ¡Oh! Sigamos la esplendente luz de esta divina antorcha, porque nos es donada en uso para ver dónde debemos poner los pies. ¡Ah! Si nos dejamos conducir por sus dictados, raramente tropezaremos, difícilmente nos haremos daño.

            «La razón natural es un buen árbol que Dios ha plantado en nosotros, los frutos que provienen de él solo pueden ser buenos», afirma el autor del Teótimo; es verdad que está «gravemente herida y casi muerta a causa del pecado», pero su ejercicio no está fundamentalmente impedido.
            En el reino interior del hombre, «la razón debe ser la reina, a la que todas las facultades de nuestro espíritu, todos nuestros sentidos y el mismo cuerpo deben permanecer absolutamente sometidos». Es la razón la que distingue al hombre del animal, por lo que hay que guardarse bien de imitar «los ,macacos y los monos que siempre están malhumorados, tristes y quejumbrosos cuando falta la luna; luego, al contrario, con la luna nueva, saltan, danzan y hacen todas las muecas posibles». Es necesario hacer reinar «la autoridad de la razón», reitera Francisco de Sales.
            Entre la parte superior del espíritu, que debe reinar, y la parte inferior de nuestro ser, designada a veces por Francisco de Sales con el término bíblico de «carne», la lucha a veces se vuelve áspera. Cada frente tiene sus aliados. El espíritu, «fortaleza del alma», está acompañado «por tres soldados: el intelecto, la memoria y la voluntad». Atentos, pues, a la «carne» que conspira y busca aliados en el lugar:

            La carne usa ahora el intelecto, ahora la voluntad, ahora la imaginación, las cuales, asociándose contra la razón, le dejan el campo libre, creando división y haciendo un mal servicio a la razón. […] La carne atrae a la voluntad a veces con los placeres, a veces con las riquezas; ahora solicita a la imaginación a inventar pretensiones, ahora suscita en el intelecto una gran curiosidad, todo con el pretexto del bien.

            En esta lucha, incluso cuando todas las pasiones del alma parecen trastornadas, nada está perdido mientras el espíritu resista: «Si estos soldados fueran fieles, el espíritu no tendría ningún temor y no daría ninguna importancia a sus propios enemigos: como soldados que, disponiendo de suficientes municiones, resisten en el bastión de una fortaleza inexpugnable, a pesar de que los enemigos se encuentren en los suburbios o incluso hayan tomado ya la ciudad; le sucedió a la ciudadela de Niza, ante la cual la fuerza de tres grandes príncipes no pudo vencer la resistencia de los defensores». La causa de todas estas laceraciones interiores es el amor propio. En efecto, «nuestros razonamientos ordinariamente están llenos de motivaciones, opiniones y consideraciones sugeridas por el amor propio, y esto causa grandes conflictos en el alma».
            En el ámbito educativo, es importante hacer sentir la superioridad del espíritu. «Aquí está el principio de una educación humana —dice el padre Lajeunie—: mostrar al niño, apenas su razón se despierta, lo que es bello y bueno, y apartarlo de lo que es malo; crear de este modo en su corazón el hábito de controlar sus reflejos instintivos, en lugar de seguirlos servilmente; es así, de hecho, como se forma este proceso de sexualización que lo hace esclavo de sus deseos espontáneos. En el momento de elecciones decisivas, tal hábito de ceder siempre, sin controlarse, a las pulsiones instintivas puede revelarse catastrófico».

El intelecto, “ojo del alma”
           
El intelecto, facultad típicamente humana y racional, la cual permite conocer y comprender, a menudo se compara con la vista. Se afirma, por ejemplo: «Yo veo», para decir: «Yo comprendo». Para Francisco de Sales, el intelecto es “el ojo del alma”; de ahí su expresión «el ojo de vuestro intelecto». La increíble actividad de la que es capaz lo hace similar a «un obrero, el cual, con los cientos de miles de ojos y de manos, como otro Argos, realiza más obras que todos los trabajadores del mundo, porque no hay nada en el mundo que no sea capaz de representar».

            ¿Cómo funciona el intelecto humano? Francisco de Sales ha analizado con precisión las cuatro operaciones de las que es capaz: el simple pensamiento, el estudio, la meditación y la contemplación. El simple pensamiento se ejerce sobre una gran diversidad de cosas, sin ningún fin, «como hacen las moscas que se posan sobre las flores sin querer extraer ningún jugo, sino solo porque las encuentran». Cuando el intelecto pasa de un pensamiento a otro, los pensamientos que así lo atiborran son ordinariamente «inútiles y dañinos». El estudio, al contrario, mira a considerar las cosas «para conocerlas, para comprenderlas y para hablar bien de ellas, con el fin de «llenar la memoria», como hacen los abejorros que «se posan sobre las rosas para ningún otro fin que para saciarse y llenarse el vientre».
            Francisco de Sales podía detenerse aquí, pero conocía y recomendaba otras dos formas más elevadas. Mientras que el estudio mira a aumentar los conocimientos, la meditación tiene como fin el de «mover los afectos y, en particular, el amor»: «Fijemos nuestro intelecto en el misterio del cual esperamos poder extraer buenos afectos», como la paloma que “arrulla reteniendo el aliento y, mediante el murmullo que produce en la garganta sin dejar salir el aliento, produce su típico canto”.
            La actividad suprema del intelecto es la contemplación, la cual consiste en gozar del bien conocido a través de la meditación y amado mediante tal conocimiento; esta vez nos parecemos a los pajaritos que se entretienen en la jaula solo para “dar placer al maestro”. Con la contemplación el espíritu humano llega a su vértice; el autor del Teótimo afirma que la razón «vivifica finalmente el intelecto con la contemplación».
            Volvamos al estudio, la actividad intelectual que nos interesa más de cerca. “Hay un viejo axioma de los filósofos, según el cual todo hombre desea conocer”. Retomando por su parte esta afirmación de Aristóteles, así como el ejemplo de Platón, Francisco de Sales pretende demostrar que esto constituye un gran privilegio. Lo que el hombre quiere conocer es la verdad. La verdad es más bella que aquella «famosa Elena, por cuya belleza murieron tantos griegos y troyanos». El espíritu está hecho para la búsqueda de la verdad: «La verdad es el objeto de nuestro intelecto, el cual, en consecuencia, descubriendo y conociendo la verdad de las cosas, se siente plenamente satisfecho y contento». Cuando el espíritu encuentra algo nuevo, experimenta una alegría intensa, y cuando se empieza a encontrar algo bello, se es impulsado a continuar la búsqueda, «como aquellos que han encontrado una mina de oro y se adentran siempre más para encontrar aún más de este precioso metal». El asombro que produce el descubrimiento es un potente estímulo; «la admiración, de hecho, ha dado origen a la filosofía y a la atenta búsqueda de las cosas naturales». Siendo Dios la verdad suprema, el conocimiento de Dios es la ciencia suprema que llena nuestro espíritu. Es él quien nos «ha donado el intelecto para conocerlo»; fuera de él solo hay «pensamientos vanos y reflexiones inútiles».

Cultivar la propia inteligencia
           
Lo que caracteriza al hombre es el gran deseo de conocer. Fue este deseo «el que indujo al gran Platón a salir de Atenas y correr tanto», y «el que indujo a estos antiguos filósofos a renunciar a sus comodidades corporales». Algunos incluso llegan a ayunar diligentemente «para poder estudiar mejor». El estudio, de hecho, produce un placer intelectual, superior a los placeres sensuales y difícil de detener: «El amor intelectual, al encontrar en la unión con su objeto una satisfacción inesperada, perfecciona el conocimiento, continuando así a unirse a él, y uniéndose cada vez más, no deja de seguir haciéndolo».
            Se trata de «iluminar bien el intelecto», esforzándose por «purgarlo» de las tinieblas de la «ignorancia». Él denuncia «la torpeza y la indolencia de espíritu, que no quiere saber lo que es necesario» e insiste en el valor del estudio y del aprendizaje: «Estudiad siempre más, con diligencia y humildad», escribía a un estudiante. Pero no basta con «purgar» el intelecto de la ignorancia, es necesario además «embellecerlo y adornarlo», «tapizarlo de consideraciones». Para conocer perfectamente una cosa, es necesario aprender bien, dedicar tiempo a «someter» el intelecto, es decir, a fijarlo en una cosa, antes de pasar a otra.
            El joven Francisco de Sales aplicaba su inteligencia no solo a los estudios y a conocimientos intelectuales, sino también a ciertos temas esenciales para la vida del hombre en la tierra, y, en particular, a la «consideración de la vanidad de la grandeza, de las riquezas, de los honores, de las comodidades y de los placeres voluptuosos de este mundo»; a la «consideración de la infamia, abyección y deplorable miseria, presentes en el vicio y en el pecado», y al «conocimiento de la excelencia de la virtud».
            El espíritu humano a menudo se distrae, olvida, se contenta con un conocimiento vago o vano. Mediante la meditación, no solo de las verdades eternas, sino también de los fenómenos y de los acontecimientos del mundo, es capaz de alcanzar una visión más realista y profunda de la realidad. Por este motivo, en las Meditaciones propuestas por el autor a Filotea, hay una primera parte dedicada titulada Consideraciones.
            Considerar significa aplicar el espíritu a un objeto preciso, examinar con atención sus diversos aspectos. Francisco de Sales invita a Filotea a «pensar», a «ver», a examinar los diferentes «puntos», algunos de los cuales merecen ser considerados «aparte». Exhorta a ver las cosas en general y a descender luego a los casos particulares. Quiere que se examinen los principios, las causas y las consecuencias de una determinada verdad, de una determinada situación, así como las circunstancias que la acompañan. Es necesario también saber «sopesar» ciertas palabras o sentencias, cuya importancia corre el riesgo de escapársenos, considerarlas una a una, confrontarlas una con otra.
            Como en todo, así en el deseo de conocer puede haber excesos y deformaciones. Atentos a la vanidad de falsos sabios: algunos, de hecho, «por el poco de ciencia que tienen, quieren ser honrados y respetados por todos, como si cada uno debiera ir a su escuela y tenerlos por maestros: por eso se les llama pedantes». Ahora bien, «la ciencia nos deshonra cuando nos infla y degenera en pedantería». ¡Qué ridiculez querer instruir a Minerva, Minervam docere, la diosa de la sabiduría! «La peste de la ciencia es la presunción, que infla los espíritus y los vuelve hidrópicos, como son ordinariamente los sabios del mundo».
            Cuando se trata de problemas que nos superan y que entran en el ámbito de los misterios de la fe, es necesario «purificarlos de toda curiosidad», es necesario «mantenerlos bien cerrados y cubiertos frente a tales vanas y necias cuestiones y curiosidades». Es la «pureza intelectual», la «segunda modestia» o la «modestia interior». Finalmente, se debe saber que el intelecto puede equivocarse y que existe el «pecado del intelecto», como el que Francisco de Sales reprocha a la señora de Chantal, la cual había cometido un error al depositar una exagerada estima en su director.

La memoria y sus «almacenes»
           
Como el intelecto, así la memoria es una facultad del espíritu que suscita admiración. Francisco de Sales la compara con un almacén «que vale más que los de Amberes o de Venecia». ¿No se dice acaso «almacenar» en la memoria? La memoria es un soldado cuya fidelidad nos es muy útil. Es un don de Dios, declara el autor de la Introducción a la vida devota: Dios os la ha donado «para que os acordéis de él», dice a Filotea, invitándola a huir de «los recuerdos detestables y frívolos».
            Esta facultad del espíritu humano necesita ser entrenada. Cuando era estudiante en Padua, el joven Francisco ejercitaba su memoria no solo en los estudios, sino también en la vida espiritual, en la cual la memoria de los beneficios recibidos es un elemento fundamental:

            Antes que nada, me dedicaré a refrescar mi memoria con todos los buenos impulsos, deseos, afectos, propósitos, proyectos, sentimientos y dulzuras que en el pasado la divina Majestad me ha inspirado y hecho experimentar, considerando sus santos misterios, la belleza de la virtud, la nobleza de su servicio y una infinidad de beneficios que me ha libremente otorgado; pondré también orden en mis recuerdos acerca de las obligaciones que tengo hacia ella por el hecho de que, por su santa gracia, a veces ha debilitado mis sentidos enviándome ciertas dolencias y enfermedades, de las cuales he sacado gran provecho.

            En las dificultades y en los miedos es indispensable servirse de ella «para acordarse de las promesas» y para «permanecer firmes confiando en que todo perecerá antes que las promesas fallen». Sin embargo, la memoria del pasado no es siempre buena, porque puede generar tristeza, como le ocurrió a un discípulo de san Bernardo, que fue asaltado por una mala tentación cuando comenzó «a recordar a los amigos del mundo, a los parientes, a los bienes que había dejado». En ciertas circunstancias excepcionales de la vida espiritual «es necesario purificarla del recuerdo de cosas caducas y de asuntos mundanos y olvidar por un cierto tiempo las cosas materiales y temporales, aunque buenas y útiles». En el campo moral, para ejercitar la virtud, la persona que se ha sentido ofendida tomará una medida radical: «Me acuerdo demasiado de las flechas e injurias, de ahora en adelante perderé la memoria».

«Debemos tener un espíritu justo y razonable»
           
Las capacidades del espíritu humano, en particular del intelecto y de la memoria, no están destinadas solo a gloriosas empresas intelectuales, sino también y sobre todo a la conducta de la vida. Tratar de conocer al hombre, de comprender la vida y definir las normas referentes a los comportamientos conformes a la razón, estos deberían ser los cometidos fundamentales del espíritu humano y de su educación. La parte central de la Filotea, que trata del «ejercicio de las virtudes», contiene, hacia el final, un capítulo que resume en cierto modo la enseñanza de Francisco de Sales sobre las virtudes: «Debemos tener un espíritu justo y razonable».
            Con fineza y una pizca de humor, el autor denuncia numerosas conductas extrañas, locas o simplemente injustas: «Acusamos al prójimo por poco, y nos excusamos a nosotros mismos por mucho más»; «queremos vender con un precio alto y comprar a buen mercado»; «lo que hacemos por los otros nos parece siempre mucho, y lo que hacen los otros por nosotros es nada»; «tenemos un corazón dulce, gracioso y cortés hacia nosotros, y un corazón duro, severo y riguroso hacia el prójimo»; «tenemos dos pesos: uno para pesar nuestras comodidades con la mayor ventaja posible para nosotros, el otro para pesar las del prójimo con la mayor desventaja que se puede». Para juzgar bien, aconseja a Filotea, es necesario siempre ponerse en el lugar del prójimo: «Haceos vendedora al comprar y compradora al vender». No se pierde nada al vivir como personas «generosas, nobles, corteses, con un corazón real, constante y razonable».
            La razón está en la base del edificio de la educación. Ciertos padres no tienen una actitud mental justa; de hecho, «hay chicos virtuosos que padres y madres no consiguen casi soportar porque tienen este o aquel defecto en el cuerpo; hay en cambio viciosos continuamente mimados, porque tienen esta o aquella bella dote física». Hay educadores y responsables que se dejan llevar por preferencias. «Mantened la balanza bien derecha entre vuestras hijas», recomendaba a una superiora de las visitandinas, para que «los dones naturales no os hagan distribuir injustamente los afectos y los favores». Y añadía: «La belleza, la buena gracia y la palabra amable confieren a menudo una gran fuerza de atracción a las personas que viven según sus inclinaciones naturales; la caridad tiene como objeto la verdadera virtud y la belleza del corazón, y se extiende a todos sin particularismos».
            Pero es sobre todo la juventud la que corre los riesgos mayores, porque si «el amor propio nos aleja habitualmente de la razón», esto ocurre quizás aún más en los jóvenes tentados por la vanidad y por la ambición. La razón de un joven corre el riesgo de perderse sobre todo cuando se deja «llevar por enamoramientos». Atención, pues, escribe el obispo a un joven, «a no permitir que vuestros afectos prevengan el juicio y la razón en la elección de los sujetos a amar; puesto que, una vez que se ha puesto en marcha, el afecto arrastra al juicio, como se arrastraría a un esclavo, a elecciones muy deplorables, de las que podría arrepentirse muy pronto». Explicaba también a las visitandinas que «nuestros pensamientos están habitualmente llenos de razones, opiniones y consideraciones sugeridas por el amor propio, que causa grandes conflictos en el alma».

La razón, fuente de las cuatro virtudes cardinales
           
La razón se asemeja al río del paraíso, «que Dios hace correr para irrigar todo el hombre en todas sus facultades y actividades»; este se divide en cuatro brazos correspondientes a las cuatro virtudes que la tradición filosófica llama virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
            La prudencia «inclina nuestro intelecto a discernir verdaderamente el mal a evitar y el bien a cumplir». Esta consiste en «discernir cuáles son los medios más apropiados para alcanzar el bien y la virtud». ¡Atención a las pasiones que corren el riesgo de deformar nuestro juicio y de provocar la ruina de la prudencia! La prudencia no se opone a la simplicidad: seremos, conjuntamente, «prudentes como serpientes para no ser engañados; simples como palomas para no engañar a nadie».

            La justicia consiste en «rendir a Dios, al prójimo y a sí mismos lo que se debe». Francisco de Sales comienza con la justicia hacia Dios, conectada con la virtud de la religión, «mediante la cual rendimos a Dios el respeto, el honor, el homenaje y la sumisión a él debidos como nuestro soberano Señor y primer principio». La justicia hacia los padres comporta el deber de la piedad, la cual «se extiende a todos los oficios que se pueden legítimamente rendirles, sea en honor, sea en servicio».
            La virtud de la fortaleza ayuda a «superar las dificultades que se encuentran al cumplir el bien y al rechazar el mal». Es muy necesaria, porque el apetito sensitivo es «verdaderamente un sujeto rebelde, sedicioso, turbulento». Cuando la razón domina las pasiones, la ira deja el puesto a la dulzura, gran aliada de la razón. La fortaleza es acompañada a menudo por la magnanimidad, «una virtud que nos empuja e inclina a cumplir acciones de gran relieve».
            Finalmente, la templanza es indispensable «para reprimir las inclinaciones desordenadas de la sensualidad», para «gobernar el apetito de la avidez» y «frenar las pasiones conectadas». En efecto, si el alma se apasiona demasiado a un placer y a una alegría sensible, se degrada volviéndose incapaz de alegrías más elevadas.
            En conclusión, las cuatro virtudes cardinales son como las manifestaciones de esta luz natural que nos proporciona la razón. Practicando estas virtudes, la razón ejerce «su superioridad y la autoridad que tiene de regular los apetitos sensuales».




Con Nino Baglieri peregrino de la Esperanza, en el camino del Jubileo

El recorrido del Jubileo 2025, dedicado a la Esperanza, encuentra un testigo luminoso en la historia del Siervo de Dios Nino Baglieri. Desde la dramática caída que lo dejó tetrapléjico a los diecisiete años hasta su renacimiento interior en 1978, Baglieri pasó de la sombra de la desesperación a la luz de una fe activa, transformando su lecho de dolor en un púlpito de alegría. Su historia entrelaza los cinco signos jubilares – peregrinación, puerta, profesión de fe, caridad y reconciliación – mostrando que la esperanza cristiana no es evasión, sino fuerza que abre el futuro y sostiene cada camino.

1. Esperar como espera
            La esperanza, según el diccionario en línea Treccani, es un sentimiento de “expectativa confiada en la realización, presente o futura, de lo que se desea”. La etimología del sustantivo “esperanza” deriva del latín spes, a su vez derivado de la raíz sánscrita spa- que significa tender hacia una meta. En español, “esperar” y “aguardar” se traducen con el verbo esperar, que engloba en una sola palabra ambos significados: como si solo se pudiera aguardar lo que se espera. Este estado de ánimo nos permite afrontar la vida y sus desafíos con coraje y una luz en el corazón siempre encendida. La esperanza se expresa – en positivo o en negativo – también en algunos proverbios de la sabiduría popular: “La esperanza es lo último que muere”, “Mientras hay vida hay esperanza”, “Quien vive de esperanza, desesperado muere”.
            Casi recogiendo este “sentir compartido” sobre la esperanza, pero consciente de la necesidad de ayudar a redescubrir la esperanza en su dimensión más plena y verdadera, el Papa Francisco quiso dedicar el Jubileo Ordinario de 2025 a la Esperanza (Spes non confundit [La esperanza no defrauda] es la bula de convocatoria) y ya en 2014 decía: “La resurrección de Jesús no es el final feliz de un cuento bonito, no es el happy end de una película; sino la intervención de Dios Padre donde se quiebra la esperanza humana. En el momento en que todo parece perdido, en el momento del dolor, cuando muchas personas sienten la necesidad de bajar de la cruz, es el momento más cercano a la resurrección. La noche se vuelve más oscura justo antes de que comience la mañana, antes de que empiece la luz. En el momento más oscuro interviene Dios y resucita” (cf. Audiencia del 16 de abril de 2014).
            En este contexto encaja perfectamente la historia del Siervo de Dios Nino Baglieri (Modica, 1 de mayo de 1951 – 2 de marzo de 2007), joven albañil de diecisiete años que, al caer de un andamio de diecisiete metros por el repentino colapso de una tabla, se estrelló contra el suelo quedando tetrapléjico: desde esa caída, el 6 de mayo de 1968, solo pudo mover la cabeza y el cuello, dependiendo de por vida de otros para todo, incluso para las cosas más simples y humildes. Nino ni siquiera podía estrechar la mano de un amigo o acariciar a su madre… y vio desvanecerse la posibilidad de realizar sus sueños. ¿Qué esperanza de vida tiene ahora este joven? ¿Con qué sentimientos puede enfrentarse? ¿Qué futuro le espera? La primera respuesta de Nino fue la desesperación, la oscuridad total ante una búsqueda de sentido que no encontraba respuesta: primero un largo peregrinar por hospitales de distintas regiones italianas, luego la compasión de amigos y conocidos llevó a Nino a rebelarse y encerrarse en diez largos años de soledad y rabia, mientras el túnel de la vida se hacía cada vez más profundo.
            En la mitología griega, Zeus confía a Pandora un jarrón que contiene todos los males del mundo: al destaparlo, los hombres pierden la inmortalidad y comienzan una vida de sufrimiento. Para salvarlos, Pandora vuelve a abrir el jarrón y libera elpis, la esperanza, que había quedado en el fondo: era el único antídoto contra las aflicciones de la vida. Mirando al Dador de todo bien, sabemos que «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5). El Papa Francisco en Spes non confundit escribe: “En el signo de esta esperanza el apóstol Pablo infunde valor a la comunidad cristiana de Roma […] Todos esperan. En el corazón de cada persona está encerrada la esperanza como deseo y espera del bien, aunque no se sepa qué traerá el mañana. La imprevisibilidad del futuro, sin embargo, genera sentimientos a veces opuestos: desde la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. A menudo encontramos personas desconfiadas, que miran al futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad. Que el Jubileo sea para todos ocasión de reavivar la esperanza” (ídem, 1).

2. De testigo de la “desesperación” a “embajador” de esperanza
            Volvemos entonces a la historia de nuestro Siervo de Dios, Nino Baglieri.
            Deben pasar diez largos años antes de que Nino salga del túnel de la desesperación, las densas tinieblas se disipen y entre la Luz. Era la tarde del 24 de marzo, Viernes Santo de 1978, cuando el padre Aldo Modica con un grupo de jóvenes fue a casa de Nino, impulsado por su madre Peppina y algunas personas que participaban en el camino de la Renovación en el Espíritu, entonces en sus inicios en la parroquia salesiana cercana. Nino escribe: “mientras invocaban al Espíritu Santo sentí una sensación extrañísima, un gran calor invadía mi cuerpo, un fuerte hormigueo en todas mis extremidades, como si una fuerza nueva entrara en mí y algo viejo saliera. En ese momento dije mi ‘sí’ al Señor, acepté mi cruz y renací a una vida nueva, me convertí en un hombre nuevo. Diez años de desesperación borrados en unos instantes, porque una alegría desconocida entró en mi corazón. Yo deseaba la curación de mi cuerpo y en cambio el Señor me concedía una alegría aún mayor: la curación espiritual”.
            Comienza para Nino un nuevo camino: de “testigo de la desesperación” se convierte en “peregrino de esperanza”. Ya no aislado en su pequeña habitación sino “embajador” de esta esperanza, narra su experiencia a través de un programa emitido por una radio local y – gracia aún mayor – el buen Dios le concede la alegría de poder escribir con la boca. Nino confiesa: “En marzo de 1979 el Señor me hizo un gran milagro, aprendí a escribir con la boca, así empecé, estaba con mis amigos que hacían los deberes, les pedí que me dieran un lápiz y un cuaderno, empecé a hacer signos y a dibujar algo, pero luego descubrí que podía escribir y así comencé a escribir”. Entonces comienza a redactar sus memorias y a tener contacto por carta con personas de toda clase y en varias partes del mundo, con miles de cartas que hasta hoy se conservan. La esperanza recuperada lo hace creativo, ahora Nino redescubre el gusto por las relaciones y quiere hacerse – en la medida de lo posible – independiente: con la ayuda de una varilla que usa con la boca y una goma elástica aplicada al teléfono, marca los números para comunicarse con muchas personas enfermas, para dirigirles una palabra de consuelo. Descubre una nueva manera de afrontar su condición de sufrimiento, que lo saca del aislamiento y lo lleva a ser testigo del Evangelio de la alegría y la esperanza: “Ahora hay mucha alegría en mi corazón, en mí ya no existe dolor, en mi corazón está Tu amor. Gracias Jesús, mi Señor, desde mi lecho de dolor quiero alabarte y con todo mi corazón quiero darte gracias porque me has llamado para conocer la vida, para conocer la verdadera vida”.
            Nino cambió de perspectiva, dio un giro de 360° – el Señor le regaló la conversión – puso su confianza en ese Dios misericordioso que, a través de la “desgracia”, lo llamó a trabajar en su viña, para ser signo y instrumento de salvación y esperanza. Así, muchas personas que iban a visitarlo para consolarlo salían consoladas, con lágrimas en los ojos: no encontraban en ese camastro a un hombre triste y apesadumbrado, sino un rostro sonriente que irradiaba – a pesar de tantos sufrimientos, entre ellos las llagas y problemas respiratorios – alegría de vivir: la sonrisa era constante en su rostro y Nino se sentía “útil desde un lecho de cruz”. Nino Baglieri es lo opuesto a muchas personas de hoy, siempre en busca del sentido de la vida, que apuntan al éxito fácil y a la felicidad de cosas efímeras y sin valor, vive on-line, consumen la vida en un clic, quieren todo y ya pero tienen los ojos tristes, apagados. Nino aparentemente no tenía nada, y sin embargo tenía paz y alegría en el corazón: no vivió aislado, sino sostenido por el amor de Dios expresado en el abrazo y la presencia de toda su familia y de cada vez más personas que lo conocen y se relacionan con él.

3. Avivar la esperanza
            Construir la esperanza es: cada vez que no me conformo con mi vida y me esfuerzo por cambiarla. Cada vez que no me dejo endurecer por las experiencias negativas y evito que me vuelvan desconfiado. Cada vez que caigo y trato de levantarme, que no permito que los miedos tengan la última palabra. Cada vez que, en un mundo marcado por los conflictos, elijo la confianza y relanzar siempre, con todos. Cada vez que no huyo del sueño de Dios que me dice: “quiero que seas feliz”, “quiero que tengas una vida plena… plena también de santidad”. La cima de la virtud de la esperanza es, de hecho, una mirada al Cielo para habitar bien la tierra o, como diría Don Bosco, caminar con los pies en la tierra y el corazón en el Cielo.
            En esta línea de esperanza se cumple el jubileo que, con sus signos, nos pide ponernos en camino, cruzar algunas fronteras.
            Primer signo, la peregrinación: cuando uno se mueve de un lugar a otro está abierto a lo nuevo, al cambio. Toda la vida de Jesús fue “ponerse en camino”, un camino de evangelización que se cumple en el don de la vida y luego más allá, con la Resurrección y la Ascensión.
            Segundo signo, la puerta: en Jn 10,9 Jesús afirma «Yo soy la puerta: si alguien entra por mí será salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto». Pasar la puerta es dejarse acoger, ser comunidad. En el evangelio también se habla de la “puerta estrecha”: el Jubileo se convierte en camino de conversión.
            Tercer signo, la profesión de fe: expresar la pertenencia a Cristo y a la Iglesia y declararlo públicamente.
            Cuarto signo, la caridad: la caridad es la contraseña para el cielo, en 1Pe 4,8 el apóstol Pedro amonesta «conservad entre vosotros una gran caridad, porque la caridad cubre multitud de pecados».
            Quinto signo, por tanto, la reconciliación y la indulgencia jubilar: es un “tiempo favorable” (cf. 2Cor 6,2) para experimentar la gran misericordia de Dios y recorrer caminos de acercamiento y perdón hacia los hermanos; para vivir la oración del Padre Nuestro donde se pide “perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Es convertirse en criaturas nuevas.
            También en la vida de Nino hay episodios que lo conectan – en el “hilo” de la esperanza – con estas dimensiones jubilares. Por ejemplo, el arrepentimiento por algunas travesuras de su infancia, como cuando, en tres (él cuenta), “robábamos las ofrendas de las Misas en la sacristía, nos servían para jugar al futbolín. Cuando encuentras malos compañeros te llevan por mal camino. Luego uno tomó el manojo de llaves del Oratorio y lo escondió en mi bolso de libros que estaba en el estudio; encontraron las llaves, llamaron a los padres, nos dieron dos bofetadas y nos echaron de la escuela. ¡Vergüenza!”. Pero sobre todo en la vida de Nino está la caridad, ayudar al hermano pobre, en la prueba física y moral, hacerse presente con quien tiene dificultades también psicológicas y alcanzar por escrito a los hermanos en la cárcel para testimoniarles la bondad y el amor de Dios. A Nino, que antes de la caída había sido albañil, “[me] gustaba construir con mis manos algo que quedara en el tiempo: también ahora – escribe – me siento un albañil que trabaja en el Reino de Dios, para dejar algo que perdure en el tiempo, para ver las Obras Maravillosas de Dios que realiza en nuestra Vida”. Confiesa: “mi cuerpo parece muerto, pero en mi pecho sigue latiendo mi corazón. Las piernas no se mueven, y sin embargo, por los caminos del mundo yo camino”.

4. Peregrino hacia el cielo
            Nino, cooperador salesiano consagrado de la gran Familia Salesiana, concluye su “peregrinación” terrenal el viernes 2 de marzo de 2007 a las 8:00 de la mañana, con solo 55 años, de los cuales 39 los pasó tetrapléjico entre cama y silla de ruedas, después de pedir perdón a la familia por las dificultades que tuvo que afrontar por su condición. Deja la escena de este mundo en ropa deportiva y zapatillas, como pidió expresamente, para correr por los verdes prados floridos y saltar como una cierva junto a los cursos de agua. Leemos en su Testamento espiritual: “nunca dejaré de darte gracias, oh, Señor, por haberme llamado a Ti a través de la Cruz el 6 de mayo de 1968. Una cruz pesada para mis jóvenes fuerzas…”. El 2 de marzo la vida – don continuo que parte de los padres y se alimenta poco a poco con asombro y belleza – inserta para Nino Baglieri su pieza más importante: el abrazo con su Señor y Dios, acompañado por la Virgen.
            Al conocerse su partida, de muchas partes surge un coro unánime: «ha muerto un santo», un hombre que hizo de su lecho de cruz el estandarte de la vida plena, don para todos. Por tanto, un gran testigo de esperanza.
            Pasados 5 años de su muerte, así como lo prevén las Normae Servandae in Inquisitionibus ab Episcopis faciendis in Causis Sanctorum de 1983, el obispo de la Diócesis de Noto, a petición del Postulador General de la Congregación Salesiana, escuchada la Conferencia Episcopal Siciliana y obtenido el Nihil obstat de la Santa Sede, abre la Investigación Diocesana de la Causa de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios Nino Baglieri.
            El proceso diocesano, que duró 12 años, se desarrolló a lo largo de dos líneas principales: el trabajo de la Comisión de Historia que buscó recogió, estudió y presentó muchas fuentes, sobre todo escritos “del” y “sobre” el Siervo de Dios; el Tribunal Eclesiástico, titular de la Investigación, que también escuchó bajo juramento a los testigos.
            Este camino concluyó el pasado 5 de mayo de 2024 en presencia de monseñor Salvatore Rumeo, actual obispo de la diócesis de Noto. Pocos días después los Actos procesales fueron entregados al Dicasterio para las Causas de los Santos que procedió a su apertura el 21 de junio de 2024. A principios de 2025, el mismo Dicasterio decretó su “Validez Jurídica”, con lo que la fase romana de la Causa puede entrar en su desarrollo.
            Ahora la aportación a la Causa continúa también dando a conocer la figura de Nino que al final de su camino terrenal recomendó: “no me dejéis sin hacer nada. Yo continuaré desde el cielo mi misión. Os escribiré desde el Paraíso”.
            El camino de la esperanza en su compañía se convierte así en deseo del Cielo, cuando “nos encontraremos cara a cara con la belleza infinita de Dios (cf. 1Cor 13,12) y podremos leer con gozosa admiración el misterio del universo, que participará junto a nosotros de la plenitud sin fin […]. Mientras tanto, nos unimos para hacernos cargo de esta casa que se nos ha confiado, sabiendo que lo bueno que hay en ella será asumido en la fiesta del cielo. Junto con todas las criaturas, caminamos por esta tierra buscando a Dios […] ¡Caminamos cantando!” (cf. Laudato Si, 243-244).

Roberto Chiaramonte




Santo Domingo Savio. Los lugares de la infancia

Santo Domingo Savio, el “pequeño gran santo”, vivió su breve pero intensa niñez entre las colinas del Piamonte, en lugares hoy cargados de memoria y espiritualidad. Con motivo de su beatificación en 1950, la figura de este joven discípulo de Don Bosco fue celebrada como símbolo de pureza, fe y dedicación evangélica. Recorramos los lugares principales de su infancia —Riva presso Chieri, Morialdo y Mondonio— a través de testimonios históricos y relatos vívidos, revelando el ambiente familiar, escolar y espiritual que forjó su camino hacia la santidad.

            El Año Santo de 1950 fue también el de la Beatificación de Domingo Savio, que tuvo lugar el 5 de marzo. El discípulo de Don Bosco, de 15 años, fue el primer santo laico “confesor” que subió a los altares a tan temprana edad.
            Aquel día, la Basílica de San Pedro estaba abarrotada de jóvenes que daban testimonio, con su presencia en Roma, de una juventud cristiana totalmente abierta a los ideales más sublimes del Evangelio. Se transformó, según Radio Vaticano, en un inmenso y ruidoso Oratorio Salesiano. Cuando el velo que cubría la figura del nuevo Beato cayó de los rayos de Bernini, un frenético aplauso se levantó de toda la basílica y el eco llegó hasta la plaza, donde se descubrió el tapiz que representaba al Beato desde la Logia de las Bendiciones.
            El sistema educativo de Don Bosco recibió aquel día su máximo reconocimiento. Quisimos volver a visitar los lugares de la infancia de Domingo, tras releer la detallada información de don Michele Molineris en esa Nueva Vida de Domingo Savio, en la que describe con su conocida seriedad documental lo que no dicen las biografías de Santo Domingo Savio.

En Riva cerca de Chieri
            Nos encontramos en primer lugar en San Giovanni di Riva junto a Chieri, la aldea donde nació nuestro “pequeño gran Santo” el 2 de abril de 1842, de Carlo Savio y Brigida Gaiato, el segundo de diez hijos, heredando del primero, que sólo sobrevivió 15 días después de su nacimiento, su nombre y su primogenitura.
            Su padre, como sabemos, procedía de Ranello, una aldea de Castelnuovo d’Asti, y de joven había ido a vivir con su tío Carlo, herrero en Mondonio, en una casa de la actual Via Giunipero, en el n.º 1, aún llamada “ca dèlfré” o casa del herrero. Allí, de “Barba Carlòto” había aprendido el oficio. Algún tiempo después de su matrimonio, contraído el 2 de marzo de 1840, se había independizado, trasladándose a la casa Gastaldi de San Giovanni di Riva. Alquiló una vivienda con habitaciones en la planta baja, aptas para cocina, almacén y taller, y dormitorios en el primer piso, a los que se accedía por una escalera exterior hoy desaparecida.
            Posteriormente, en 1978, los herederos de Gastaldi vendieron la casa de campo y la granja contigua a los Salesianos. Y hoy, un moderno centro juvenil, dirigido por antiguos alumnos y cooperadores salesianos, da memoria y nueva vida a la casita donde nació Domingo.

En Morialdo
            En noviembre de 1843, es decir, cuando Domingo aún no había cumplido los dos años, la familia Savio, por motivos de trabajo, se trasladó a Morialdo, la aldea de Castelnuovo vinculada al nombre de San Juan Bosco, que nació en Cascina Biglione, una aldea del distrito de Becchi.
            En Morialdo, los Savio alquilaron unas pequeñas habitaciones cerca del porche de entrada de la granja propiedad de Viale Giovanna, que se había casado con Stefano Persoglio. Más tarde, su hijo Persoglio Alberto vendió toda la granja a Pianta Giuseppe y familia.
            En la actualidad, esta granja es también, en su mayor parte, propiedad de los Salesianos que, tras restaurarla, la han utilizado para encuentros de niños y adolescentes y para visitas de peregrinos. A menos de 2 km del Colle Don Bosco, está situada en un entorno campestre, entre festones de viñas, campos fértiles y prados ondulados, con un aire de alegría en primavera y de nostalgia en otoño, cuando las hojas amarillentas se doran con los rayos del sol, con un panorama encantador en los días buenos, cuando la cadena de los Alpes se extiende en el horizonte desde la cima del Monte Rosa, cerca de Albugnano, hasta el Gran Paradiso, hasta Rocciamelone, bajando hasta Monviso, es verdaderamente un lugar para visitar y aprovechar días de intensa vida espiritual, una escuela de santidad al estilo de Don Bosco.
            La familia Savio permaneció en Morialdo hasta febrero de 1853, es decir, nueve años y tres meses. Domingo, que sólo vivió 14 años y meses, pasó allí casi dos tercios de su corta existencia. Por tanto, se le puede considerar no sólo alumno e hijo espiritual de Don Bosco, sino también su paisano.

En Mondonio
            Por qué la familia Savio abandonó Morialdo, sugiere el P. Molineris. Su tío el herrero había muerto y el padre de Domingo podía heredar no sólo las herramientas del oficio, sino también la clientela de Mondonio. Esa fue probablemente la razón del traslado, que tuvo lugar, sin embargo, no a la casa de Via Giunipero, sino a la parte baja del pueblo, donde alquilaron a los hermanos Bertello la primera casa a la izquierda de la calle principal del pueblo. La pequeña casa constaba, y sigue constando hoy, de una planta baja con dos habitaciones, adaptadas como cocina y taller, y una planta superior, encima de la cocina, con dos habitaciones y espacio suficiente para un taller con puerta a la rampa a la calle.
            Sabemos que los cónyuges Savio tuvieron diez hijos, tres de los cuales murieron muy jóvenes y otros tres, incluido el nuestro, no llegaron a cumplir los 15 años. La madre murió en 1871 a la edad de 51 años. El padre, que se quedó solo en casa con su hijo Juan, después de haber acogido a las tres hijas supervivientes, pidió hospitalidad a Don Bosco en 1879 y murió en Valdocco el 16 de diciembre de 1891.
            En Valdocco, Domingo había ingresado el 29 de octubre de 1854, permaneciendo allí, salvo breves periodos vacacionales, hasta el 1 de marzo de 1857. Murió ocho días después en Mondonio, en la pequeña habitación junto a la cocina, el 9 de marzo de ese año. Su estancia en Mondonio fue, por tanto, de unos 20 meses en total, y en Valdocco de 2 años y 4 meses.

Recuerdos de Morialdo
            De este breve repaso a las tres casas de los Savio, se desprende que la de Morialdo debe ser la más rica en recuerdos. San Giovanni di Riva recuerda el nacimiento de Domingo, y Mondonio un año en la escuela y su santa muerte, pero Morialdo recuerda su vida en familia, en la iglesia y en la escuela. “Minòt”, como le llamaban allí, cuántas cosas habrá oído, visto y aprendido de su padre y de su madre, cuánta fe y amor demostró en la pequeña iglesia de San Pietro, cuánta inteligencia y bondad en la escuela de Don Giovanni Zucca, y cuánta diversión y vivacidad en el patio de recreo con sus compañeros de aldea.
            Fue en Morialdo donde Domingo Savio se preparó para su Primera Comunión, que hizo en la iglesia parroquial de Castelnuovo el 8 de abril de 1849. Fue allí, cuando sólo tenía 7 años, donde escribió las “Memorias”, es decir, las intenciones de su Primera Comunión:
            1. 1. Me confesaré muy a menudo y comulgaré todas las veces que el confesor me lo permita;
            2. Quiero santificar los días de fiesta;
            3. Mis amigos serán Jesús y María;
            4. La muerte, pero no los pecados.
            Recuerdos que fueron la guía de sus actos hasta el final de su vida.
            El comportamiento, la forma de pensar y de actuar de un niño reflejan el entorno en el que vivió, y especialmente la familia en la que pasó su infancia. Por eso, si se quiere comprender algo sobre Domingo, siempre es bueno reflexionar sobre su vida en aquella granja de Morialdo.

La familia
            La suya no era una familia de agricultores. Su padre era herrero y su madre costurera. Sus padres no eran de constitución robusta. Los signos de la fatiga se podían ver en el rostro de su padre, mientras que la finura de líneas distinguía el rostro de su madre. El padre de Domingo era un hombre de iniciativa y coraje. Su madre procedía del no muy lejano Cerreto d’Asti, donde tenía un taller de costura “y con su habilidad nos quitaba el aburrimiento de bajar al valle a buscar telas”. Y seguía siendo costurera también en Morialdo. ¿Lo habrá sabido Don Bosco? Curioso, sin embargo, su diálogo con el pequeño Domingo, que había ido a buscarle a casa de los Becchi:
            – Bueno ¿Qué le parece?
            – Eh, me parece que hay buena tela
(en piamontés.: Eh, m’a smia ch’a-j’sia bon-a stòfa!).
            – ¿Para qué se puede utilizar esta tela?
            – Para hacer un hermoso vestido para regalarle al Señor.
            – Así pues, yo soy la tela: usted será el sastre, tómeme con usted (en piem.: ch’èmpija ansema a chiel) y hará un hermoso vestido para el Señor
” (OE XI, 185).
            Un diálogo impagable entre dos compatriotas que se entendieron a la primera. Y su lenguaje era el adecuado para el hijo de la modista.
            Cuando murió su madre, el 14 de julio de 1871, el párroco de Mondonio, Don Giovanni Pastrone, dijo a sus llorosas hijas para consolarlas: “No lloréis, porque vuestra madre era una mujer santa; y ahora ya está en el Paraíso”.
            Su hijo Domingo, que la había precedido en el cielo hace unos años, también le había dicho a ella y a su padre, antes de fallecer: “No lloréis, ya veo al Señor y a la Virgen con los brazos abiertos esperándome”. Estas últimas palabras suyas, atestiguadas por su vecina Anastasia Molino, presente en el momento de su muerte, fueron el sello de una vida gozosa, el signo manifiesto de esa santidad que la Iglesia reconoció solemnemente el 5 de marzo de 1950, dándole más tarde la confirmación definitiva el 12 de junio de 1954 con su canonización.

Foto en el frontispicio. La casa donde murió Domingo en 1857. Es una construcción de tipo rural que data probablemente de finales del siglo XVII. Reconstruida sobre otra casa aún más antigua, es uno de los monumentos más queridos por los mondonienses.




Padre Crespi y el Jubileo de 1925

En 1925, de cara al Año Santo, el Padre Carlo Crespi se hizo promotor de una exposición misionera internacional. Llamado por el Colegio Manfredini di Este, fue encargado de documentar las empresas misioneras en Ecuador, recogiendo materiales científicos, etnográficos y audiovisuales. Gracias a viajes y proyecciones, su obra conectó Roma y Turín, evidenciando el compromiso salesiano y reforzando los lazos entre instituciones eclesiásticas y civiles. Su coraje y su visión transformaron el desafío misionero en un éxito expositivo, dejando una huella imborrable en la historia de la Propaganda Fide y de la acción misionera salesiana.

            Cuando Pío XI, de cara al Año Santo de 1925, quiso programar en Roma una documentada Exposición Misionera Internacional Vaticana, los Salesianos hicieron suya la iniciativa con una Muestra Misionera, que se celebraría en Turín en 1926, también en función del 50° aniversario de las Misiones Salesianas. Con tal propósito, los Superiores pensaron enseguida en Don Carlo Crespi y lo llamaron del Colegio Manfredini di Este, donde había sido asignado para enseñar Ciencias naturales, Matemáticas y Música.
            En Turín, Don Carlo se reunió con el Rector Mayor, Don Felipe Rinaldi, con el superior referente para las misiones, Don Pietro Ricaldone y, en particular, con Mons. Domenico Comin, vicario apostólico de Méndez y Gualaquiza (Ecuador), que debía apoyar su obra. En ese momento, viajes, exploraciones, investigaciones, estudios y todo lo que debía nacer de la obra de Carlo Crespi, tuvieron el aval y el visto bueno oficial de los Superiores. Aunque faltaban cuatro años para la proyectada Exposición, pidieron a Don Carlo que se ocupara directamente de ella, para que desarrollara por completo un trabajo científicamente serio y creíble.
Se trataba de:
            1. Crear un clima de interés a favor de los Salesianos que operan en la misión ecuatoriana de Méndez, valorando sus empresas a través de documentación escrita y oral, y proveyendo a una congrua recogida de fondos.
            2. Recoger material para la preparación de la Exposición Misionera Internacional de Roma y, transferirlo posteriormente a Turín, para conmemorar solemnemente los primeros cincuenta años de las misiones salesianas.
            3. Efectuar un estudio científico del susodicho territorio con el fin de canalizar los resultados, no solo en las muestras de Roma y Turín, sino sobre todo en un Museo permanente y en una obra “histórico-geo-etnográfica” precisa.
            Desde 1921 en adelante, los Superiores encargaron a Don Carlo conducir en diversas ciudades italianas actividades propagandísticas a favor de las misiones. Para sensibilizar a la opinión pública al respecto, Don Carlo organizó la proyección de documentales sobre la Patagonia, la Tierra del Fuego y los indios del Mato Grosso. A los filmes grabados por los misioneros, combinó comentarios musicales ejecutados personalmente al piano.
            La propaganda con conferencias fructificó cerca de 15 mil liras [revalorizados corresponden a € 14.684] gastadas luego para los viajes, el transporte y para los siguientes materiales: una máquina fotográfica, una cámara de cine, una máquina de escribir, algunas brújulas, teodolitos, niveles, pluviómetros, una caja de medicinas, herramientas de agricultura, tiendas de campaña.
            Diversos industriales del milanés ofrecieron algunos quintales de tejidos por el valor de 80 mil liras [€ 78.318], tejidos que fueron repartidos más tarde entre los indios.
            El 22 de marzo de 1923 el padre Crespi se embarca, pues, en el vapor “Venezuela”, rumbo a Guayaquil, el puerto fluvial y marítimo más importante de Ecuador, de hecho, la capital comercial y económica del País, apodada por su belleza: “La Perla del Pacífico”.
            En un escrito sucesivo evocará con gran conmoción su partida para las Misiones: “Recuerdo mi partida de Génova el 22 de marzo del año 1923 […]. Cuando, quitados los puentes que todavía nos mantenían unidos a la tierra natal, el barco comenzó a moverse, mi alma fue invadida por una alegría tan arrolladora, tan sobrehumana, tan inefable, que tal no la había probado nunca en ningún instante de mi vida, ni siquiera en el día de mi primera Comunión, ni siquiera en el día de mi primera Misa. En aquel instante comencé a comprender qué era el misionero y qué cosa le reservaba Dios […]. Rogad fervientemente, para que Dios nos conserve la santa vocación y nos haga dignos de nuestra santa misión; para que ninguna perezca de las almas, que en sus eternos decretos Dios ha querido que se salvaran por medio nuestro, para que nos haga gallardos campeones de la fe, hasta la muerte, hasta el martirio” (Carlo Crespi, Nuevo batallón. El himno del reconocimiento, en Boletín Salesiano, L, nr.12, diciembre de 1926).
            Don Carlo cumplió el encargo recibido poniendo en práctica los conocimientos universitarios, en particular a través del muestreo de minerales, flora y fauna provenientes de Ecuador. Muy pronto, sin embargo, fue más allá de la misión que le fue confiada, entusiasmándose sobre temas de carácter etnográfico y arqueológico que, en seguida, ocuparán mucho tiempo de su intensa vida.
            Desde los primeros itinerarios, Carlo Crespi no se limita a admirar, sino que recoge, clasifica, apunta, fotografía, filma y documenta cualquier cosa que atraiga su atención de estudioso. Con entusiasmo, se adentra en el Oriente ecuatoriano para filmes, documentales y para recoger válidas colecciones botánicas, zoológicas, étnicas y arqueológicas.
            Este es aquel mundo magnético que ya le vibraba en el corazón aun antes de llegar allí, del cual así se refiere al interior de sus cuadernitos: “En estos días una voz nueva, insistente, me suena en el ánimo, una sacra nostalgia de los países de misión; alguna vez también por el deseo de conocer en particular cosas científicas. ¡Oh Señor! Estoy dispuesto a todo, a abandonar la familia, los parientes, los compañeros de estudios; el todo para salvar alguna alma, si este es tu deseo, tu voluntad” (Sin lugar, sin fecha. – Apuntes personales y reflexiones del Siervo de Dios sobre temas de naturaleza espiritual tomados de 4 cuadernitos)”.
            Un primer itinerario, durado tres meses, inició en Cuenca, tocó Gualaceo, Indanza y terminó en el río Santiago. Alcanzó luego el valle del río San Francisco, la laguna de Patococha, Tres Palmas, Culebrillas, Potrerillos (la localidad más alta, a 3.800 m s.n.m.), Río Ishpingo, la colina de Puerco Grande, Tinajillas, Zapote, Loma de Puerco Chico, Plan de Milagro y Pianoro. En cada uno de estos lugares recogió muestras para secar e integrar en las varias colecciones. Cuadernos de campo y numerosas fotografías documentan el todo con precisión.
            Carlo Crespi organizó un segundo viaje a través de los valles de Yanganza, Limón, Peña Blanca, Tzaranbiza, así como a lo largo del sendero de Indanza. Como es fácil suponer, los desplazamientos en la época eran dificultosos: existían solamente caminos de herradura, además de precipicios, condiciones climáticas inhóspitas, fieras peligrosas, ofidios letales y enfermedades tropicales.
            A esto se añadía el peligro de ataques por parte de los indómitos habitantes del Oriente que Don Carlo, sin embargo, logró acercar, poniendo las premisas del largometraje “Los invencibles Shuaras del Alto Amazonas”, que grabará en 1926 y será proyectado el 26 de febrero de 1927 en Guayaquil. Superando todas estas insidias, logró reunir seiscientas variedades de coleópteros, sesenta pájaros disecados del maravilloso plumaje, musgos, líquenes, helechos. Estudió cerca de doscientas especies locales y, utilizando la sub clasificación de los lugares visitados por los naturalistas sobre las Allioni, se topó con 21 variedades de helechos, pertenecientes a la zona tropical por debajo de los 800 m s.n.m.; 72 a aquella subtropical que va desde los 800 a los 1.500 m s.n.m.; 102 a aquella Subandina, entre los 1.500 y los 3.400 m s.n.m., y 19 a aquella Andina, superior a los 3.600 m s.n.m. (Interesantísimo es el comentario del prof. Roberto Bosco, prestigioso botánico y componente de la Sociedad Botánica Italiana que, catorce años después, en 1938, decidió estudiar y ordenar sistemáticamente “la vistosa colección de helechos” preparada en pocos meses por el “Prof. Carlo Crespi, herborizando en Ecuador).
            Las especies mayormente dignas de nota, estudiadas por Roberto Bosco, fueron bautizadas “Crespiane”.
            Para resumir: ya en octubre de 1923, Don Carlo, para preparar la Exposición Vaticana, había organizado las primeras excursiones misioneras por todo el Vicariato, hasta Méndez, Gualaquiza e Indanza, recogiendo materiales etnográficos y mucha documentación fotográfica. Los gastos fueron cubiertos con los tejidos y las financiaciones recogidas en Italia. Con el material recogido, que en seguida habría transferido a Italia, organizó una Exposición ferial, entre los meses de junio y julio de 1924, en la ciudad de Guayaquil. El trabajo suscitó juicios entusiastas, reconocimientos y ayudas. De esta Exposición referirá, diez años después, en una carta del 31 de diciembre de 1935 a los Superiores de Turín, para informarles sobre los fondos recogidos desde noviembre de 1922 a noviembre de 1935.
            El Padre Crespi pasó el primer semestre de 1925 en las selvas de la zona de Sucùa-Macas, estudiando la lengua Shuar y recogiendo ulterior material para la Exposición misionera de Turín. En agosto del mismo año comenzó una tratativa con el Gobierno para obtener una gran financiación, que se concluyó el 12 de septiembre con un contrato por 110.000 sucres (equivalentes a 500.000 liras de entonces y que hoy serían € 489.493,46), que permitiese ultimar la carretera Pan-Méndez). Además, obtuvo también el permiso de retirar de la aduana 200 quintales de hierro y material secuestrado a algunos comerciantes.
            En 1926 Don Carlo, regresado a Italia, llevó jaulas con animales vivos de la zona oriental de Ecuador (una difícil recogida de pájaros y animales raros) y cajas con material etnográfico, para la Exposición Misionera de Turín, que organizó personalmente celebrando también el discurso oficial de clausura el 10 de octubre.
            En el mismo año fue ocupado en organizar la Exposición y, luego, en celebrar diversas conferencias y participando en el Congreso Americano de Roma con dos conferencias científicas. Este su entusiasmo y esta su competencia e investigación científica respondían perfectamente a las directivas de los Superiores, y, por lo tanto, a través de la Exposición Misionera Internacional de 1925 en Roma y de 1926 en Turín, Ecuador pudo ser ampliamente conocido. Además, a nivel eclesial, contactó la Obra de Propaganda Fide, la Santa Infancia y la Asociación para el Clero Indígena. A nivel civil, entabló relaciones con el Ministerio de Asuntos Exteriores del Gobierno Italiano.
            De estos contactos y de las entrevistas con los Superiores de la Congregación Salesiana, se obtuvieron algunos resultados. En primer lugar, los Superiores le hicieron el regalo de concederle 4 sacerdotes, 4 seminaristas, 9 hermanos coadjutores, y 4 monjas para el Vicariato. Además, obtuvo una serie de ayudas económicas de los Organismos Vaticanos y la colaboración con material sanitario para los hospitales, por el valor de cerca de 100.000 liras (€ 97.898,69). Como regalo de los Superiores Mayores por la ayuda prestada para la Exposición Misionera, ellos se hicieron cargo de la construcción de la Iglesia de Macas, con dos cuotas de 50.000 liras (€ 48,949, 35), enviadas directamente a Mons. Domenico Comin.
            Agotado el encargo de coleccionista proveedor y animador de las grandes muestras internacionales, el padre Crespi en 1927 regresó a Ecuador, que se convirtió en su segunda patria. Se estableció en el Vicariato, bajo la jurisdicción del obispo, Mons. Comin, siempre dedicado, en espíritu de obediencia, a excursiones de propaganda, para asegurar subvenciones y fondos especiales, necesarios a las obras de las misiones, tales como la carretera Pan Méndez, el Hospital Guayaquil, la escuela Guayaquil en Macas, el Hospital Quito en Méndez, la Escuela agrícola de Cuenca, ciudad donde, ya desde 1927, comenzó a desarrollar su apostolado sacerdotal y salesiano.
            Por algunos años, luego continuó ocupándose de ciencias, pero siempre con el espíritu del apóstol.

Carlo Riganti
Presidente Asociación Carlo Crespi

Imagen: 24 de marzo de 1923 – Padre Carlo Crespi En partida para Ecuador en el Vapor Venezuela




Educar nuestras emociones con san Francisco de Sales

La psicología moderna ha demostrado la importancia y la influencia de las emociones en la vida de la psique humana y cada uno sabe que las emociones son particularmente fuertes durante la juventud. Pero ya casi no se habla de las «pasiones del alma», que la antropología clásica ha analizado minuciosamente, como testimonia la obra de Francisco de Sales, y, en particular, cuando escribe que «el alma, en cuanto tal, es la fuente de las pasiones». En su vocabulario el término «emoción» aún no aparece con las connotaciones que le atribuimos. Dirá, en cambio, que nuestras «pasiones» en ciertas circunstancias son «movidas». En el ámbito educativo, la cuestión que se plantea se refiere a la actitud que conviene tener frente a estas manifestaciones involuntarias de nuestra sensibilidad, que siempre tienen un componente fisiológico.

«Yo soy un pobre hombre y nada más»
            Todos los que han conocido a Francisco de Sales han notado su gran sensibilidad y emotividad. Se le subía la sangre a la cabeza y el rostro se ponía todo rojo. Conocemos sus ataques de ira contra los «herejes» y la cortesana de Padua. Como todo buen Saboyano, era «habitualmente calmo y dulce, pero capaz de terribles ataques de ira; un volcán bajo la nieve». Su sensibilidad era muy viva. Con motivo de la muerte de su hermana pequeña Jeanne, escribía a Juana de Chantal, también consternada:

            ¡Ay de mí, Hija mía!: yo soy un pobre hombre y nada más. Mi corazón se ha enternecido más de lo que jamás habría imaginado; pero la verdad es que ha contribuido mucho el disgusto vuestro y de mi madre: he tenido miedo por vuestro corazón y por el de mi madre.

            A la muerte de su madre, no ocultó que esa separación le había hecho derramar lágrimas; tuvo ciertamente el coraje de cerrarle los ojos y la boca y de darle un último beso, pero después de eso, confiaba a Juana de Chantal, «el corazón se me hinchó grandemente, y lloré por esta buena madre más de lo que jamás había hecho desde el día en que abracé el sacerdocio». Él, en efecto, no frenaba sistemáticamente las manifestaciones exteriores de sus sentimientos, su humanismo las aceptaba tranquilamente. Un precioso testimonio de Juana de Chantal nos informa que «nuestro santo no estaba exento de sentimientos y de mociones de las pasiones, y no quería ser liberado de ellos».
            Se sabe bien que las pasiones del alma influyen en el cuerpo, provocando reacciones exteriores a sus movimientos interiores: «Nosotros exteriorizamos y manifestamos nuestras pasiones y los movimientos que nuestras almas tienen en común con los animales por medio de los ojos, con movimientos de las cejas, de la frente y de todo el rostro». Así, no está en nuestro poder no sentir miedo en determinadas circunstancias: «Es como si uno dijera a una persona que se ve venir contra un león o un oso: No tengas miedo». Ahora, «cuando se siente temor se pone uno pálido, y cuando somos reprendidos por una cosa que nos contraría, se nos sube la sangre al rostro y nos ponemos rojos, o bien la contrariedad puede también hacer brotar lágrimas de nuestros ojos». Los niños, «si ven un perro que ladra, inmediatamente se ponen a gritar y no se detienen hasta que están cerca de la mamá».
            Cuando la señora de Chantal encuentre al asesino de su marido, ¿cómo reaccionará su «corazón»? «Sé que, sin duda, vuestro corazón se sobresaltará y se sentirá conmocionado, y vuestra sangre hervirá», prevé su director espiritual, añadiendo esta lección de sabiduría: «Dios nos hace tocar con la mano, en estas emociones, cuán cierto es que estamos hechos de carne, de huesos y de espíritu».

Las doce pasiones del alma
            En la antigüedad, Virgilio, Cicerón y Boecio reducían a cuatro las pasiones del alma, mientras que san Agustín conocía una sola pasión dominante, el amor, articulado a su vez en cuatro pasiones secundarias: «El amor que tiende a poseer lo que ama, se llama ansia o deseo; cuando lo consigue y lo posee, se llama alegría; cuando huye de lo que le es contrario, se llama temor; si le sucede perderlo y siente el peso, se llama tristeza».
            En la Filotea, Francisco de Sales señala siete, comparándolas con las cuerdas que el lutier debe de vez en cuando afinar: el amor, el odio, el deseo, el temor, la esperanza, la tristeza y la alegría.
            En el Teótimo, en cambio, enumera hasta doce. Asombra que «esta multitud de pasiones […] sea dejada en nuestras almas». Las primeras cinco tienen por objeto el bien, o sea, todo aquello que nuestra sensibilidad nos hace espontáneamente buscar y apreciar como bueno para nosotros (pensemos en los bienes fundamentales de la vida, de la salud y de la alegría):

            Si el bien es considerado en sí mismo, según su bondad natural, genera el amor, primera y principal pasión; si el bien es considerado en cuanto faltante, provoca el deseo; si, deseándolo, se piensa que se puede conseguir, se tiene la esperanza; si se teme no poderlo obtener, se entra en la desesperación; y cuando, de hecho, se lo posee, se tiene la alegría.

            Las otras siete pasiones son aquellas que nos hacen espontáneamente reaccionar negativamente frente a todo aquello que nos aparece como mal a evitar y a combatir (pensemos en la enfermedad, en el sufrimiento y en la muerte):

            Apenas conocemos el mal, lo odiamos; si está ausente, lo huimos; si pensamos que no podemos evitarlo, lo tememos; si creemos que podemos evitarlo, nos animamos y nos armamos de coraje; pero si lo sentimos presente, nos entristecemos, y entonces la ira y el disgusto intervienen repentinamente para rechazarlo y alejarlo o al menos vengarse de él; y, si eso no es factible, permanecemos en la tristeza; pero, si logramos rechazarlo o vengarnos, sentimos satisfacción y un sentido de paz, que es placer del triunfo, porque así como la posesión del bien alegra el corazón, la victoria sobre el mal satisface el coraje.

            Como se ve, a las once pasiones del alma propuestas por santo Tomás, Francisco de Sales añade la victoria sobre el mal, que «satisface el coraje» y provoca la alegría del triunfo.

El amor, primera y principal pasión
            Como era fácil prever, el amor es presentado como la «primera y principal pasión»: «El amor viene en primer lugar, entre las pasiones del alma: es el rey de todas las mociones del corazón, transforma en sí todo el resto y nos hace ser lo que él ama». «El amor es la primera pasión del alma», repite.
            Él se manifiesta de mil maneras y su lenguaje es muy diversificado; de hecho, «no se expresa solamente con palabras, sino también con los ojos, con los gestos y con las acciones. Por lo que se refiere a los ojos, las lágrimas que brotan de ellos son pruebas de amor». Existen también los «suspiros de amor». Pero tales manifestaciones del amor son diferentes. La más habitual y superficial es la emoción o pasión, la cual pone en movimiento casi involuntariamente la sensibilidad.
            ¿Y el odio? Odiamos espontáneamente lo que nos aparece como un mal. Es necesario saber que, entre las personas, existen formas de odio y aversiones instintivas, irracionales, inconscientes, como las existentes entre el mulo y el caballo, entre la viña y los repollos. No somos para nada responsables, porque no dependen de nuestra voluntad.

El deseo y la fuga
            El deseo es otra realidad fundamental de nuestra psique. La vida cotidiana provoca múltiples deseos, porque el deseo consiste en la «esperanza de un bien futuro». Los más comunes deseos naturales son aquellos que «se refieren a los bienes, a los placeres y a los honores».
            Al contrario, nosotros huimos espontáneamente de los males de la vida. La voluntad humana de Cristo lo empujaba a huir de los dolores y de los sufrimientos de la pasión; de ahí el temblor, la angustia y el sudar sangre.

La esperanza y la desesperación
            La esperanza concierne un bien que se piensa que se puede obtener. Filotea es invitada a examinar cómo se ha comportado en referencia a la «esperanza, quizás demasiado a menudo depositada en el mundo y en la criatura, y demasiado poco en Dios y en las cosas eternas».
            En cuanto a la desesperación, mirad por ejemplo aquella de los «jóvenes aspirantes a la perfección»: «Apenas encuentran una dificultad en su camino, he aquí inmediatamente una sensación de decepción, que los empuja a hacer un montón de lamentos, tal que da la impresión de estar atribulados por grandes tormentos. El orgullo y la vanidad no pueden tolerar el mínimo defecto, sin sentirse inmediatamente fuertemente turbados hasta llegar a la desesperación».

La alegría y la tristeza
            La alegría es «la satisfacción por el bien obtenido». Así, «cuando encontramos a aquellos que amamos, no es posible no sentirse conmovidos por la alegría y el contento». La posesión de un bien produce infaliblemente una complacencia o alegría, como la ley de gravedad mueve la piedra: «Es el peso que sacude las cosas, las mueve y las detiene: es el peso que mueve la piedra y la arrastra en el descenso apenas se quitan los obstáculos; es el mismo peso que le hace continuar el movimiento hacia abajo; finalmente, es siempre el mismo peso que la hace detenerse y asentarse cuando ha llegado a su lugar».
            La alegría llega a veces a la risa. «La risa es una pasión que irrumpe sin que lo queramos y no está en nuestro poder retenerlo, tanto más que reímos y somos movidos a reír por circunstancias imprevistas». ¿Nuestro Señor ha reído? El obispo de Ginebra piensa que Jesús sonreía cuando quería: «Nuestro Señor no podía reír, porque para él nada era imprevisto, dado que conocía todo antes de que sucediera; podía, ciertamente, sonreír, pero lo hacía voluntariamente».
            Las jóvenes visitandinas, tomadas a veces por una incontenible risa cuando una compañera se golpeaba el pecho o una lectora cometía un error durante la lectura en la mesa, necesitaban una lección sobre este punto: «Los locos ríen de cualquier situación, porque todo los sorprende, no logrando prever nada; pero los sabios no ríen con tanta ligereza, porque emplean mayormente la reflexión, la cual hace que prevean las cosas que deben suceder». Dicho esto, no es un defecto reír de alguna imperfección, «siempre que no se vaya demasiado lejos».
            La tristeza es «el dolor por un mal presente». Ella «turba el alma, provoca temores desmesurados, hace probar disgusto por la oración, debilita y adormece el cerebro, priva al alma de sabiduría, de resolución, de juicio y coraje y aniquila las fuerzas»; es «como un duro invierno que arruina toda la belleza de la tierra y vuelve indolentes a todos los animales; porque quita toda suavidad del alma y la vuelve como perezosa e impotente en toda su facultad».
            Puede desembocar en ciertos casos en el llanto: un padre, al acto de enviar a su hijo a la corte o a los estudios, no puede contenerse «de llorar despidiéndose de él»; y «una hija, aunque se haya casado según los deseos del padre y de la madre, los conmueve hasta las lágrimas al momento de recibir su bendición». Alejandro Magno lloró cuando se enteró de que había otras tierras que nunca podría conquistar: «Como un niño que gimotea por una manzana que se le niega, aquel Alejandro, que los historiadores llaman el Grande, más loco que un niño, se pone a llorar a lágrima viva, porque le parece imposible conquistar los otros mundos».

El coraje y el miedo
El temor se refiere a un «mal futuro». Algunos, queriendo ser valientes, andan por ahí durante la noche, pero «apenas oyen caer una piedra o el susurro de un ratón que huye, se ponen a gritar: ¡Dios mío! – ¿Qué pasa?, les preguntan, ¿qué habéis encontrado? – He oído un ruido. – Pero ¿qué? – No lo sé». Es necesario ser cautelosos, porque «el miedo es un mal mayor que el mal mismo».

            En cuanto al coraje, antes de ser una virtud, es un sentimiento que nos sostiene ante dificultades que normalmente deberían abatimos. Francisco de Sales lo experimentó al emprender una larga y arriesgada visita a su diócesis de montaña:

            Estoy a punto de montar a caballo para la visita pastoral, que durará unos cinco meses. […] Parto lleno de coraje, y, desde esta mañana, he experimentado una gran alegría de poder empezar, aunque, antes, durante varios días, había experimentado vanos temores y tristezas.

La cólera y el sentimiento del triunfo
            En cuanto a la ira o cólera, no podemos impedir que nos invada en ciertas circunstancias: «Si me vienen a decir que alguien ha hablado mal de mí, o que me causan otra contrariedad, inmediatamente estalla la cólera y no me queda ni una vena que no se retuerza, porque la sangre hierve». Incluso en los monasterios de la Visitación no faltaban ocasiones para irritarse y enfadarse, y se sentían prepotentes los ataques del «apetito irascible». Nada extraño en ello: «Impedir que el resentimiento de la cólera se despierte en nosotros y que la sangre nos suba a la cabeza, nunca será posible; seremos afortunados si podemos tener esta perfección un cuarto de hora antes de morir». También puede suceder «que la ira trastorne y ponga patas arriba mi pobre corazón, que la cabeza me humee por todas partes, que la sangre hierva como una olla al fuego».
            La satisfacción de la ira, por haber superado el mal, provoca la exaltante emoción del triunfo. El que triunfa «no puede contener el transporte de su alegría».

En busca del equilibrio
            Las pasiones y los movimientos del alma son la mayoría de las veces independientes de nuestra voluntad: «No se pretende de vosotras que no tengáis pasiones; no está en vuestro poder», decía a las hijas de la Visitación, añadiendo: «¿Qué puede hacer una persona para tener tal o cual temperamento, sujeto a esta o aquella pasión? Todo está, pues, en las acciones que hacemos derivar por medio de ese movimiento, que depende de nuestra voluntad».
            Una cosa es segura, los estados de ánimo y las pasiones hacen del hombre un ser extremadamente sujeto a variaciones de la «temperatura» psicológica, a imagen de las variaciones climáticas. «Su vida transcurre sobre esta tierra como las aguas, fluctuando y ondeando en una perpetua variedad de movimientos». «Hoy se estará felices en exceso, e, inmediatamente después, exageradamente tristes. En tiempo de carnaval se verán manifestaciones de alegría y de alborozo, con acciones necias y alocadas, luego, inmediatamente después, veréis signos de tristeza y de tedio tan exagerados que hacen pensar que se trata de cosas terribles y, en apariencia, irremediables. Otro, en el presente, será demasiado confiado y nada le espantará, e, inmediatamente después, será presa de una angustia que le hundirá hasta debajo de la tierra».
            El director espiritual de Juana de Chantal ha identificado bien las diferentes «estaciones del alma» atravesadas por esta al principio de su fervorosa vida:

            Veo que se encuentran en vuestra alma todas las estaciones del año. Ahora sentís el invierno a través de las muchas esterilidades, distracciones, pesadeces y fastidios; ahora los rocíos del mes de mayo con el perfume de las santas florecillas, y ahora el calor de los deseos de agradar a nuestro buen Dios. No queda más que el otoño del cual, como decís, no veis muchos frutos. Pues bien, a menudo ocurre que, trillando el grano o pisando la uva, se encuentra un fruto más abundante de lo que prometían las mieses y la vendimia. Vos querríais que fuera siempre primavera o verano; pero no, Hija mía: es necesario que ocurra la alternancia de las estaciones en nuestro interior como en nuestro exterior. Solo en el cielo todo será primavera en cuanto a la belleza, todo será otoño en cuanto al goce y todo será verano en cuanto al amor. Allá arriba, no habrá más invierno, pero aquí es necesario para el ejercicio de la abnegación y de mil pequeñas y bellas virtudes, que se ejercitan en el tiempo de las arideces.
            La salud del alma como la del cuerpo no puede consistir en eliminar estos cuatro humores, sino en alcanzar una «invariabilidad de humor». Cuando una pasión predomina sobre las otras, causa las enfermedades del alma; y como es sumamente difícil regularla, de ello se deriva que los hombres son extravagantes y variables, por lo que no se vislumbra otra cosa entre ellos sino fantasías, inconstancias y estupideces.
            Las pasiones tienen de bueno el hecho de consentirnos «ejercitar la voluntad en la adquisición de la virtud y en la vigilancia espiritual». A pesar de ciertas manifestaciones, en las que se debe «sofocar y reprimir las pasiones», para Francisco de Sales no se trata de eliminarlas, cosa imposible, sino de controlarlas como más se pueda, es decir, moderarlas y orientarlas a un fin que sea bueno.
            No se trata, por lo tanto, de fingir ignorar nuestras manifestaciones psíquicas, como si no existieran (lo que una vez más es imposible), sino de «velar continuamente sobre el propio corazón y sobre el propio espíritu para mantener las pasiones en la norma y bajo el control de la razón; de lo contrario se tendrán solamente originalidades y comportamientos desiguales». Filotea no será feliz, si no cuando haya «aplacado y pacificado tantas pasiones que [le] provocaban inquietud».
            Tener un espíritu constante es uno de los mejores ornamentos de la vida cristiana y uno de los más amables medios para adquirir y conservar la gracia de Dios, y también para edificar al prójimo. «La perfección, por lo tanto, no consiste en la ausencia de las pasiones, sino en su correcta regulación; las pasiones están en el corazón como las cuerdas en un arpa: es necesario que estén afinadas para que podamos decir: Te alabaremos con el arpa».
            Cuando las pasiones nos hacen perder el equilibrio interior y exterior, dos métodos son posibles: «oponiendo pasiones contrarias, u oponiendo mayores pasiones de la misma especie». Si estoy turbado por el «deseo de las riquezas o del placer voluptuoso», combatiré tal pasión con el desprecio y la huida, o aspiraré a riquezas y placeres superiores. Puedo luchar contra el miedo físico con lo contrario que es el coraje, o desarrollando un temor saludable concerniente al alma.

            El amor de Dios, por su parte, imprime a las pasiones una verdadera y propia conversión, cambiando su orientación natural y prospectando para ellas un fin espiritual. Por ejemplo, «el apetito por los alimentos se vuelve muy espiritual si, antes de satisfacerlo, se le da el motivo del amor: y no, Señor, no es para complacer a este pobre vientre, ni para satisfacer este apetito que voy a la mesa, sino, según tu Providencia, para mantener este cuerpo que tú has hecho sujeto a tal miseria; sí, Señor, porque así te ha agradado a ti».
            La transformación así operada se asemejará a un «artificio» utilizado en la alquimia que cambia el hierro en oro. «¡Oh santa y sacra alquimia! – escribe el obispo de Ginebra -, ¡oh polvo divino de la fusión, con el cual todos los metales de nuestras pasiones, afectos y acciones son mutados en el oro purísimo de la celestial dilección!».
            Estados de ánimo, pasiones e imaginaciones están profundamente arraigados en el alma humana: representan un recurso excepcional para la vida del alma. Será tarea de las facultades superiores, la razón y sobre todo la voluntad, moderarlas y gobernarlas. Empresa difícil; Francisco de Sales la ha cumplido con éxito, porque, según afirma la madre de Chantal, «poseía tal absoluto dominio de sus pasiones que las hacía obedientes como esclavas; y al final casi no aparecían más».




Venerable Francesco Convertin, pastor según el Corazón de Jesús

El venerable Don Francesco Convertini, salesiano misionero en la India, emerge como un pastor según el Corazón de Jesús, forjado por el Espíritu y totalmente fiel al proyecto divino sobre su vida. A través de los testimonios de quienes lo conocieron, se delinean su profunda humildad, la dedicación incondicional al anuncio del Evangelio y el ferviente amor por Dios y por el prójimo. Vivió con gozosa sencillez evangélica, afrontando fatigas y sacrificios con valentía y generosidad, siempre atento a quienquiera que encontrara en su camino. El texto destaca su extraordinaria humanidad y la riqueza espiritual, un don precioso para la Iglesia.

1. Agricultor en la viña del Señor
            Presentar el perfil virtuoso del padre Francesco Convertini, misionero salesiano en la India, un hombre que se dejó modelar por el Espíritu y supo realizar su fisonomía espiritual según el designio de Dios sobre él, es algo hermoso y serio al mismo tiempo, porque recuerda el verdadero sentido de la vida, como respuesta a una llamada, a una promesa, a un proyecto de gracia.
            Muy original es la síntesis esbozada sobre él por un sacerdote de su país, el padre Quirico Vasta, que conoció al padre Francesco en raras visitas a su querida tierra de Apulia. Este testimonio nos ofrece una síntesis del perfil virtuoso del gran misionero, introduciéndonos de forma autorizada y convincente a descubrir algo de la talla humana y religiosa de este hombre de Dios. El ‘modo’ de medir la estatura espiritual de este hombre santo, del P. Francesco Convertini, no es el analítico de comparar su vida con los muchos ‘parámetros de conducta’ religiosos (el P. Francesco, como salesiano, también aceptó los compromisos propios de un religioso: pobreza, obediencia, castidad, y permaneció fiel a ellos durante toda su vida). Por el contrario, el P. Francesco Convertini aparece, en síntesis, como fue realmente desde el principio: un joven campesino que, tras -y quizá a causa de- la fealdad de la guerra, se abre a la luz del Espíritu y, dejándolo todo, se pone en camino para seguir al Señor. Por una parte, sabe lo que deja atrás; y lo deja no sólo con el vigor típico del campesino del sur, pobre pero tenaz; sino también con alegría y con esa fuerza de espíritu tan personal que la guerra ha vigorizado: la de quien se propone perseguir de frente, aunque en silencio y en el fondo de su alma, aquello en lo que ha centrado su atención. Por otra parte, también como un campesino, que ha captado en algo o en alguien las “certezas” del futuro y el fundamento de sus esperanzas y sabe “en quién confía”; deja que la luz de quien le ha hablado le ponga en situación de claridad operativa. Y adopta inmediatamente las estrategias para alcanzar el objetivo: oración y disponibilidad sin medida, cueste lo que cueste. No es casualidad que las virtudes clave de este hombre santo sean: la acción silenciosa y sin clamores (cf. San Pablo: “Cuando soy débil es cuando soy fuerte”) y un sentido muy respetuoso de los demás (cf. Hechos: “Hay más alegría en dar que en recibir”).
Visto así, el P. Francesco Convertini es verdaderamente un hombre: tímido, inclinado a ocultar sus dones y méritos, reacio a la jactancia, suave con los demás y fuerte consigo mismo, mesurado, equilibrado, prudente y fiel; un hombre de fe, esperanza y en comunión habitual con Dios; un religioso ejemplar, en obediencia, pobreza y castidad’.

2. Rasgos distintivos: “Emanaba de él un encanto que te curaba”
            Recorriendo las etapas de su infancia y juventud, su preparación al sacerdocio y a la vida misionera, se pone de manifiesto el amor especial de Dios por su siervo y su correspondencia con este Padre bueno. En particular, destacan como rasgos distintivos de su fisonomía espiritual:

            – Fe-confianza ilimitada en Dios, encarnada en el abandono filial a la voluntad divina.
            Tenía gran fe en la infinita bondad y misericordia de Dios y en los grandes méritos de la pasión y muerte de Jesucristo, en quien todo lo confiaba y de quien todo lo esperaba. Sobre la roca firme de esta fe emprendió todas sus labores apostólicas. Frío o calor, lluvia tropical o sol abrasador, dificultad o fatiga, nada le impedía proceder siempre con confianza, cuando se trataba de la gloria de Dios y de la salvación de las almas.

            – Amor incondicional a Jesucristo Salvador, a quien ofrecía todo como sacrificio, comenzando por su propia vida, consignada a la causa del Reino.
            El Padre Convertini se regocijaba en la promesa del Salvador y se alegraba de la venida de Jesús, como Salvador universal y único mediador entre Dios y los hombres: “Jesús nos dio todo de sí mismo muriendo en la cruz, ¿y nosotros no seremos capaces de entregarnos completamente a Él?”

            – La salvación integral del prójimo, perseguida con una evangelización apasionada.
            Los abundantes frutos de su obra misionera se debieron a su oración incesante y a sus sacrificios sin escatimar esfuerzos por el prójimo. Son hombres y misioneros de tal temperamento los que dejan una huella indeleble en la historia de las misiones, del carisma salesiano y del ministerio sacerdotal.
            Incluso en contacto con hindúes y musulmanes, si por una parte le impulsaba un auténtico deseo de anunciar el Evangelio, que a menudo conducía a la fe cristiana, por otra se sentía obligado a subrayar aquellas verdades básicas fácilmente percibidas incluso por los no cristianos, como la infinita bondad de Dios, el amor al prójimo como camino de salvación y la oración como medio para obtener las gracias.

            – La unión incesante con Dios a través de la oración, los sacramentos, la encomienda a María Madre de Dios y nuestra, el amor a la Iglesia y al Papa, la devoción a los santos.
            Se sentía hijo de la Iglesia y la servía con corazón de auténtico discípulo de Jesús y misionero del Evangelio, encomendado al Corazón Inmaculado de María y en compañía de los santos sentidos como intercesores y amigos.

            – Ascetismo evangélico sencillo y humilde en el seguimiento de la cruz, encarnado en una vida extraordinariamente ordinaria.
            Su profunda humildad, pobreza evangélica (llevaba consigo lo indispensable) y semblante angelical transpiraban de toda su persona. Penitencia voluntaria, autocontrol: poco o ningún descanso, comidas irregulares. Se privaba de todo para dar a los pobres, incluso su ropa, zapatos, cama y comida. Dormía siempre en el suelo. Ayunaba durante mucho tiempo. Con el paso de los años, contrajo varias enfermedades que minaron su salud: padeció asma, bronquitis, enfisema, dolencias cardíacas… muchas veces le atacaron de tal manera que tuvo que guardar cama. Se maravillaba de cómo podía soportarlo todo sin quejarse. Fue precisamente esto lo que atrajo la veneración de los hindúes, para quienes era el “sanyasi”, el que sabía renunciar a todo por amor a Dios y por su bien.

            Su vida aparece como una ascensión lineal hacia las cumbres de la santidad en el fiel cumplimiento de la voluntad de Dios y en la donación de sí mismo a sus hermanos, a través del ministerio sacerdotal vivido con fidelidad. Tanto laicos como religiosos y eclesiásticos hablan de su extraordinario modo de vivir la vida cotidiana.

3. Misionero del Evangelio de la alegría: “Les anuncié a Jesús. Jesús Salvador. Jesús misericordioso”
            No había día en que no fuera a alguna familia para hablar de Jesús y del Evangelio. El padre Francisco tenía tal entusiasmo y celo que incluso esperaba cosas que parecían humanamente imposibles. El padre Francisco se hizo famoso como pacificador entre familias, o entre pueblos en discordia. «No es a través de discusiones como llegamos a comprender. Dios y Jesús están más allá de nuestras discusiones. Debemos sobre todo rezar y Dios nos dará el don de la fe. A través de la fe se encuentra al Señor. ¿No está escrito en la Biblia que Dios es amor? Por el camino del amor se llega a Dios».

            Era un hombre pacificado interiormente y traía la paz. Quería que, entre las personas, en los hogares o en los pueblos, no hubiera peleas, ni riñas, ni divisiones. “En nuestro pueblo éramos católicos, protestantes, hindúes y musulmanes. Para que reinara la paz entre nosotros, de vez en cuando el padre nos reunía a todos y nos decía cómo podíamos y debíamos vivir en paz entre nosotros. Luego escuchaba a los que querían decir algo y al final, después de rezar, daba la bendición: una forma maravillosa de mantener la paz entre nosotros”. Tenía una paz de espíritu verdaderamente asombrosa; era la fuerza que le daba la certeza de hacer la voluntad de Dios, buscada con esfuerzo, pero luego abrazada con amor una vez encontrada.

            Era un hombre que vivía con sencillez evangélica, con la transparencia de un niño, dispuesto a todo sacrificio, sabiendo sintonizar con cada persona que encontraba en su camino, viajando a caballo, o en bicicleta, o más a menudo caminando jornadas enteras con su mochila al hombro. Era de todos, sin distinción de religión, casta o condición social. Era amado por todos, porque a todos llevaba “el agua de Jesús que salva”.

4. Un hombre de fe contagiosa: labios en oración, rosario en las manos, ojos al cielo
            Sabemos por él que nunca descuidaba la oración, tanto cuando estaba con los demás como cuando estaba solo, incluso como soldado. Esto le ayudó a hacer todo por Dios, especialmente cuando hizo la primera evangelización entre nosotros. Para él, no había hora fija: mañana o tarde, sol o lluvia; el calor o el frío no eran impedimentos cuando se trataba de hablar de Jesús o de hacer el bien. Cuando iba a los pueblos caminaba incluso de noche y sin tomar alimento para llegar a alguna casa o aldea a predicar el Evangelio. Incluso cuando fue colocado como confesor en Krishnagar, venía a confesarse con nosotros durante el sofocante calor de después de comer. Una vez le dije: “¿Por qué viene a esta hora?” Y él: “En la pasión, Jesús no eligió su hora conveniente cuando era conducido por Anás o Caifás o Pilato. Tuvo que hacerlo incluso contra su propia voluntad, para cumplir la voluntad del Padre”.
            No evangelizó por proselitismo, sino por atracción. Era su comportamiento lo que atraía a la gente. Su entrega y su amor hacían que la gente dijera que el padre Francisco era la verdadera imagen del Jesús que predicaba. Su amor a Dios le llevaba a buscar la unión íntima con Él, a recogerse en oración, a evitar todo lo que pudiera desagradar a Dios. Sabía que sólo se conoce a Dios a través de la caridad. Decía: ‘Ama a Dios, no le desagrades'».

            Si hubo un sacramento en el que el padre Francisco sobresalió heroicamente, fue en la administración del sacramento de la Reconciliación. Para cualquier persona de nuestra diócesis de Krishnagar decir Padre Francisco es decir el hombre de Dios que mostró la paternidad del Padre en el perdón, especialmente en el confesionario. Los últimos 40 años de su vida los pasó más en el confesionario que en cualquier otro ministerio: horas y horas, especialmente en la preparación de fiestas y solemnidades. Así toda la noche de Navidad y Pascua o fiestas patronales. Siempre estaba puntualmente presente en el confesionario todos los días, pero sobre todo los domingos antes de las misas o las vísperas de las fiestas y los sábados. Después acudía a otros lugares donde era confesor habitual. Esta era una tarea muy querida para él y muy esperada por todos los religiosos de la diócesis, a los que acudía semanalmente. Su confesionario era siempre el más concurrido y deseado. Sacerdotes, religiosos, gente corriente: parecía como si el padre Francisco conociera personalmente a todo el mundo, tan pertinente era en sus consejos y amonestaciones. Yo mismo me maravillaba de la sabiduría de sus advertencias cuando me confesaba con él. De hecho, el siervo de Dios fue mi confesor durante toda su vida, desde que era misionero en las aldeas hasta el final de sus días. Yo solía decirme: “Eso es justo lo que quería oír de él…”. Monseñor Morrow, que se confesaba regularmente con él, lo consideraba su guía espiritual, afirmando que el padre Francisco era guiado por el Espíritu Santo en sus consejos y que su santidad personal compensaba su falta de dones naturales.

            La confianza en la misericordia de Dios era un tema casi recurrente en sus conversaciones, y lo utilizaba bien como confesor. Su ministerio confesional era un ministerio de esperanza para sí mismo y para los que se confesaban con él. Sus palabras inspiraban esperanza a todos los que acudían a él. «En el confesionario, el siervo de Dios era el sacerdote modelo, famoso por administrar este sacramento. El siervo de Dios estaba siempre enseñando, tratando de conducir a todos a la salvación eterna… Al siervo de Dios le gustaba dirigir sus oraciones al Padre que está en los cielos, y también enseñaba a la gente a ver en Dios al Padre bueno. Especialmente a los que tenían dificultades, incluso espirituales, y a los pecadores arrepentidos, les recordaba que Dios es misericordioso y que siempre hay que confiar en Él. El siervo de Dios aumentó sus oraciones y mortificaciones para descontar sus infidelidades, como dijo, “y por los pecados del mundo”.

            Elocuentes fueron las palabras del padre Rosario Stroscio, superior religioso, que concluía así el anuncio de la muerte del padre Francesco: «Quienes conocieron al padre Francesco recordarán siempre con cariño las pequeñas advertencias y exhortaciones que solía hacer en confesión. Con su vocecita tan débil, pero tan llena de ardor: ‘Amemos a las almas, trabajemos sólo por las almas…. Acerquémonos a la gente… Tratemos con ellos de tal manera que la gente entienda que les amamos…». Toda su vida fue un magnífico testimonio de la técnica más fecunda del ministerio sacerdotal y de la labor misionera. Podemos resumirla en la sencilla expresión: «¡Para ganar almas para Cristo no hay medio más poderoso que la bondad y el amor!»».

5. Amó a Dios y amó al prójimo por amor de Dios: ¡Pon amor! ¡Pon amor!
            A Ciccilluzzo, un nombre de familia, que ayudaba en el campo cuidando pavos y haciendo otros trabajos propios de su corta edad, su madre Catalina solía repetirle: “¡Pon amor! ¡Pon amor!”
            “El padre Francisco lo daba todo a Dios, porque estaba convencido de que habiéndoselo consagrado todo como religioso y sacerdote misionero, Dios tenía pleno derecho sobre él. Cuando le preguntamos por qué no volvía a casa (a Italia), nos contestó que ahora se había entregado enteramente a Dios y a nosotros”. Su ser sacerdote era todo para los demás: “Soy sacerdote para el bien de mi prójimo. Este es mi primer deber”. Se sentía deudor de Dios en todo, es más, todo pertenecía a Dios y al prójimo, mientras que él se había entregado totalmente, sin reservarse nada para sí mismo: el padre Francisco agradecía continuamente al Señor por haberle elegido para ser sacerdote misionero. Demostró este sentido de gratitud hacia todos los que habían hecho algo por él, incluso los más pobres.
            Dio ejemplos extraordinarios de fortaleza adaptándose a las condiciones de vida de la obra misionera que se le asignó: una lengua nueva y difícil, que intentó aprender bastante bien, porque era la manera de comunicarse con su pueblo; un clima muy duro, el de Bengala, tumba de tantos misioneros, que aprendió a soportar por amor a Dios y a las almas; viajes apostólicos a pie por zonas desconocidas, con el riesgo de encontrarse con animales salvajes.

            Fue un misionero y evangelizador incansable en una zona muy difícil como Krishnagar -que quiso transformar en Crist-nagar, la ciudad de Cristo-, donde las conversiones eran difíciles, por no hablar de la oposición de protestantes y miembros de otras religiones. Para administrar los sacramentos se enfrentaba a todos los peligros posibles: lluvia, hambre, enfermedades, bestias salvajes, gente malintencionada. He oído a menudo el episodio del padre Francisco, que una noche, mientras llevaba el Santísimo Sacramento a un enfermo, se encontró con un tigre agazapado en el camino por donde él y sus compañeros tenían que pasar… Como los compañeros intentaban huir, el siervo de Dios ordenó al tigre: “¡Deja pasar a tu Señor!”; y el tigre se alejó. He oído otros ejemplos similares sobre el siervo de Dios, que muchas veces viajaba a pie de noche. Una vez le atacó una banda de bandidos, creyendo que obtendrían algo de él. Pero cuando le vieron así desprovisto de todo, excepto de lo que llevaba, se excusaron y le acompañaron hasta la siguiente aldea”.
            Su vida de misionero fue un constante viajar: en bicicleta, a caballo y la mayor parte del tiempo a pie. Este caminar a pie es quizá la actitud que mejor retrata al misionero incansable y el signo del auténtico evangelizador: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero de buenas nuevas que anuncia la paz, del mensajero de bienes que anuncia la salvación!” (Is 52,7)

6. Ojos claros vueltos al cielo
            “Observando el rostro sonriente del siervo de Dios y mirando sus ojos claros y vueltos al cielo, uno pensaba que no era de aquí, sino del cielo”. Al verle, desde la primera vez, muchos referían una impresión inolvidable de él: sus ojos brillantes que mostraban un rostro lleno de sencillez e inocencia y su larga y venerable barba recordaban la imagen de una persona llena de bondad y compasión. Un testigo declaró: “El padre Francisco era un santo. No sé emitir un juicio, pero creo que no se encuentran personas así. Éramos pequeños, pero hablaba con nosotros, nunca despreció a nadie. No hacía diferencias entre musulmanes y cristianos. Padre se dirigía a todos por igual y cuando estábamos juntos nos trataba a todos por igual. Nos daba consejos de niños: “Obedeced a vuestros padres, haced bien los deberes, quereos como hermanos. Luego nos daba pequeños caramelos: en sus bolsillos siempre había algo para nosotros”.

            El padre Francisco manifestaba su amor a Dios sobre todo a través de la oración, que parecía ininterrumpida. Siempre se le veía mover los labios en oración. Incluso cuando hablaba con la gente, mantenía siempre la mirada alta, como si estuviera viendo a su interlocutor. Lo que más impresionaba a la gente era la capacidad del Padre Convertini de estar totalmente centrado en Dios y, al mismo tiempo, en la persona que tenía delante, mirando con ojos sinceros al hermano que encontraba en su camino: “Tenía, sin ninguna duda, la mirada fija en el rostro de Dios. Era un rasgo indeleble de su alma, una concentración espiritual de un nivel impresionante. Te seguía con atención y te respondía con gran precisión cuando le hablabas. Sin embargo, sentías que estaba “en otra parte”, en otra dimensión, en diálogo con el Otro”.

            A la conquista de la santidad animaba a los demás, como en el caso de su primo Lino Palmisano, que se preparaba para el sacerdocio: “Me alegra mucho saber que ya te estás formando; esto también pasará pronto, si sabes aprovechar las gracias del Señor que Él te dará cada día, para transformarte en un santo cristiano de buen sentido. Te esperan los estudios más satisfactorios de teología, que alimentarán tu alma con el Espíritu de Dios, que te ha llamado a ayudar a Jesús en su apostolado. No pienses en los demás, sino sólo en ti, en cómo llegar a ser un santo sacerdote como Don Bosco. Don Bosco también dijo en su tiempo: los tiempos son difíciles, pero nosotros puf, puf, seguiremos adelante incluso a contracorriente. Era la madre celestial que le decía: infirma mundi elegit Deus. No te preocupes, yo te ayudaré. Querido hermano, el corazón, el alma de un santo sacerdote a los ojos del Señor vale más que todos los miembros, se acerca el día de tu sacrificio junto con el de Jesús en el altar, prepárate. Nunca te arrepentirás de ser generoso con Jesús y con tus Superiores. Confía en ellos, te ayudarán a superar las pequeñas dificultades del día que tu alma bella pueda encontrar. Me acordaré de ti en la Santa Misa de cada día, para que también tú puedas un día ofrecerte enteramente al Buen Dios».

Conclusión
            Como al principio, así también al final de este breve excursus sobre el perfil virtuoso del Padre Convertini, he aquí un testimonio que resume lo que se ha presentado.
            “Una de las figuras pioneras que me impresionó profundamente fue la del Venerable Padre Francesco Convertini, celoso apóstol del amor cristiano, que supo llevar la noticia de la Redención a las iglesias, a las zonas parroquiales, a los callejones y chozas de los refugiados y a todo aquel que encontraba, consolando, aconsejando, ayudando con su exquisita caridad: un verdadero testigo de las obras de misericordia corporales y espirituales, por las que seremos juzgados: siempre dispuesto y celoso en el ministerio del sacramento del perdón. Cristianos de todas las confesiones, musulmanes e hindúes, acogieron con alegría y prontitud al que llamaban el hombre de Dios. Supo llevar a cada uno el verdadero mensaje de amor, que Jesús predicó y trajo a esta tierra: con el contacto evangélico directo y personal, para jóvenes y mayores, niños y niñas, pobres y ricos, autoridades y parias (marginados), es decir, el último y más despreciado peldaño del desecho (sub)humano. Para mí y para muchos otros, fue una experiencia estremecedora que me ayudó a comprender y vivir el mensaje de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.

            La última palabra corresponde al Padre Francisco, como legado que nos deja a cada uno de nosotros. El 24 de septiembre de 1973, escribiendo a sus parientes de Krishnagar, el misionero quiere implicarlos en la obra en favor de los no cristianos que realiza con dificultad desde su última enfermedad, pero siempre con celo: “Después de seis meses en el hospital, mi salud está un poco débil, me siento como una piñata rota y remendada. Sin embargo, Jesús misericordioso me ayuda milagrosamente en su trabajo por las almas. Dejo que me lleve a la ciudad y vuelvo a pie, después de dar a conocer a Jesús y nuestra santa religión. Terminadas mis confesiones en casa, voy entre los paganos, que son mucho mejores que algunos cristianos. Afectuosamente suyo en el Corazón de Jesús, Sacerdote Francesco”.




Don Elia Comini: sacerdote mártir en Monte Sole

El 18 de diciembre de 2024, el Papa Francisco reconoció oficialmente el martirio de don Elia Comini (1910-1944), Salesiano de Don Bosco, quien será beatificado. Su nombre se suma al de otros sacerdotes—como don Giovanni Fornasini, ya Beato desde 2021—que fueron víctimas de las feroces violencias nazis en el área de Monte Sole, en las colinas de Bolonia, durante la Segunda Guerra Mundial. La beatificación de don Elia Comini no es solo un acontecimiento de extraordinaria relevancia para la Iglesia bolonesa y la Familia Salesiana, sino que también constituye una invitación universal a redescubrir el valor del testimonio cristiano: un testimonio en el que la caridad, la justicia y la compasión prevalecen sobre toda forma de violencia y odio.

De los Apennino a los patios salesianos
            Don Elia Comini nace el 7 de mayo de 1910 en la localidad “Madonna del Bosco” de Calvenzano de Vergato, en la provincia de Bolonia. Su casa natal está contigua a un pequeño santuario mariano, dedicado a la “Madonna del Bosco”, y esta fuerte impronta en el signo de María lo acompañará toda la vida.
            Es el segundo hijo de Claudio y Emma Limoni, quienes se casaron, en la iglesia parroquial de Salvaro, el 11 de febrero de 1907. Al año siguiente nació el primogénito Amleto. Dos años más tarde, Elia vino al mundo. Bautizado al día siguiente de su nacimiento – 8 de mayo – en la parroquia Sant’Apollinare de Calvenzano, Elia recibe ese día también los nombres de “Michele” y “Giuseppe”.
            Cuando tiene siete años, la familia se traslada a la localidad “Casetta” de Pioppe de Salvaro en el municipio de Grizzana. En 1916, Elia comienza la escuela: asiste a las tres primeras clases de primaria en Calvenzano. En ese período también recibe la Primera Comunión. Aún pequeño, se muestra muy involucrado en el catecismo y en las celebraciones litúrgicas. Recibe la Confirmación el 29 de julio de 1917. Entre 1919 y 1922, Elia aprende los primeros elementos de pastoral en la “escuela de fuego” de Mons. Fidenzio Mellini, quien de joven había conocido a don Bosco, quien le había profetizado el sacerdocio. En 1923, don Mellini orienta tanto a Elia como a su hermano Amleto hacia los Salesianos de Finale Emilia, y ambos aprovecharán el carisma pedagógico del santo de los jóvenes: Amleto como docente y “emprendedor” en el ámbito escolar; Elia como Salesiano de Don Bosco.
            Noviado desde el 1 de octubre de 1925 en San Lázaro de Savena, Elia Comini queda huérfano de padre el 14 de septiembre de 1926, a pocos días (3 de octubre de 1926) de su Primera Profesión religiosa, que renovará hasta la Perpetua, el 8 de mayo de 1931 en el aniversario de su bautismo, en el Instituto “San Bernardino” de Chiari. En Chiari será además “tirocinante” en el Instituto Salesiano “Rota”. Recibe el 23 de diciembre de 1933 los órdenes menores del ostiariado y del lectorado; del exorcistado y del acolitado el 22 de febrero de 1934. Es subdiácono el 22 de septiembre de 1934. Ordenado diácono en la catedral de Brescia el 22 de diciembre de 1934, don Elia es consagrado sacerdote por la imposición de manos del Obispo de Brescia Mons. Giacinto Tredici el 16 de marzo de 1935, con solo 24 años: al día siguiente celebra la Primera Misa en el Instituto salesiano “San Bernardino” de Chiari. El 28 de julio de 1935 celebrará con una Misa en Salvaro.
            Inscrito en la facultad de Letras Clásicas y Filosofía de la entonces Real Universidad de Milán, es muy querido por los alumnos, ya como docentes, ya como padre y guía en el Espíritu: su carácter, serio sin rigidez, le vale estima y confianza. Don Elia es también un fino músico y humanista, que aprecia y sabe hacer apreciar las “cosas bellas”. En los trabajos escritos, muchos estudiantes, además de desarrollar el tema, encuentran natural abrirle a don Elia su propio corazón, proporcionándole así la ocasión para acompañarlos y orientarlos. De don Elia “Salesiano” se dirá que era como la gallina con los pollitos alrededor («Se leía en su rostro toda la felicidad de escucharlo: parecían una camada de pollitos alrededor de la gallina»): ¡todos cerca de él! Esta imagen evoca la de Mt 23,37 y expresa su actitud de reunir a las personas para alegrarlas y cuidarlas.
            Don Elia se gradúa el 17 de noviembre de 1939 en Letras Clásicas con una tesis sobre el De resurrectione carnis de Tertuliano, con el profesor Luigi Castiglioni (latinista de fama y coautor de un célebre diccionario de latín, el “Castiglioni-Mariotti”): al detenerse en las palabras «resurget igitur caro», Elia comenta que se trata del canto de victoria después de una larga y extenuante batalla.

Un viaje sin retorno
            Cuando el hermano Amleto se traslada a Suiza, la madre – señora Emma Limoni – queda sola en Apeninos: por lo tanto, don Elia, en plena sintonía con los Superiores, le dedicará cada año sus vacaciones. Cuando regresaba a casa ayudaba a la madre, pero – sacerdote – se mostraba ante todo disponible en la pastoral local, apoyando a Mons. Mellini.
            De acuerdo con los Superiores y en particular con el Inspector, don Francesco Rastello, don Elia regresa a Salvaro también en el verano de 1944: ese año espera poder evacuar a su madre de una zona donde, a poca distancia, fuerzas Aliadas, Partisanos y efectivos nazi-fascistas definían una situación de particular riesgo. Don Elia es consciente del peligro que corre al dejar su Treviglio para ir a Salvaro y un hermano, don Giuseppe Bertolli sdb, recuerda: «al despedirlo le dije que un viaje como el suyo podría también ser sin retorno; le pregunté también, naturalmente bromeando, qué me dejaría si no regresaba; él me respondió con mi mismo tono, que me dejaría sus libros…; luego no lo volví a ver». Don Elia ya era consciente de dirigirse hacia “el ojo del ciclón” y no buscó en la casa Salesiana (donde fácilmente podría haber permanecido) una forma de protección: «El último recuerdo que tengo de él data del verano de 1944, cuando, con motivo de la guerra, la Comunidad comenzó a disolverse; aún siento mis palabras que se dirigían a él con un tono casi de broma, recordándole que él, en esos oscuros períodos que estábamos a punto de enfrentar, debería sentirse privilegiado, ya que en el techo del Instituto se había trazado una cruz blanca y nadie tendría el valor de bombardearlo. Sin embargo, él, como un profeta, me respondió que tuviera mucho cuidado porque durante las vacaciones podría leer en los periódicos que Don Elia Comini había muerto heroicamente en el cumplimiento de su deber». «La impresión del peligro al que se exponía era viva en todos», ha comentado un hermano.

            A lo largo del viaje hacia Salvaro, don Comini hace una parada en Módena, donde sufre una grave herida en una pierna: según una reconstrucción, al interponerse entre un vehículo y un transeúnte, evitando así un accidente más grave; según otra, por haber ayudado a un señor a empujar un carrito. De todos modos, por haber socorrido al prójimo. Dietrich Bonhoeffer escribió: «Cuando un loco lanza su auto sobre la acera, yo no puedo, como pastor, contentarme con enterrar a los muertos y consolar a las familias. Debo, si me encuentro en ese lugar, saltar y agarrar al conductor en su volante».
            El episodio de Módena expresa, en este sentido, una actitud de don Elia que en Salvaro, en los meses siguientes, se manifestaría aún más: interponerse, mediar, acudir en primera persona, exponer su vida por los hermanos, siempre consciente del riesgo que ello conlleva y serenamente dispuesto a pagar las consecuencias.

Un pastor en el frente de guerra
            Cojeando, llega a Salvaro al atardecer del 24 de junio de 1944, apoyándose como puede en un bastón: ¡un instrumento inusual para un joven de 34 años! Encuentra la casa parroquial transformada: Mons. Mellini alberga a decenas de personas, pertenecientes a núcleos familiares de evacuados; además, las 5 hermanas Esclavas del Sagrado Corazón, responsables de la guardería, entre ellas la hermana Alberta Taccini. Anciano, cansado y sacudido por los eventos bélicos, en ese verano Mons. Fidenzio Mellini tiene dificultades para decidir, se ha vuelto más frágil e incierto. Don Elia, que lo conoce desde niño, comienza a ayudarlo en todo y toma un poco el control de la situación. La herida en la pierna le impide además evacuar a su madre: don Elia permanece en Salvaro y, cuando puede volver a caminar bien, las circunstancias cambiantes y las crecientes necesidades pastorales harán que se quede.
            Don Elia anima la pastoral, sigue el catecismo, se ocupa de los huérfanos abandonados a sí mismos. Además, acoge a los evacuados, anima a los temerosos, modera a los imprudentes. La presencia de don Elia se convierte en un elemento aglutinador, un signo bueno en esos dramáticos momentos donde las relaciones humanas son desgarradas por sospechas y oposiciones. Pone al servicio de tanta gente las capacidades organizativas y la inteligencia práctica adquiridas en años de vida salesiana. Escribe a su hermano Amleto: «Ciertamente son momentos dramáticos, y peores se presagian. Esperamos todo en la gracia de Dios y en la protección de la Madonna, que debéis invocar vosotros por nosotros. Espero poder haceros llegar aún nuestras noticias».

            Los alemanes de la Wehrmacht vigilan la zona y, en las alturas, está la brigada partisana “Estrella Roja”. Don Elia Comini permanece una figura ajena a reivindicaciones o partidarismos de ningún tipo: es un sacerdote y hace valer instancias de prudencia y pacificación. A los partisanos les decía: «Muchachos, miren lo que hacen, porque arruinan a la población…», exponiéndola a represalias. Ellos lo respetan y, en julio y septiembre de 1944, pedirán Misas en la parroquia de Salvaro. Don Elia acepta, haciendo descender a los partisanos y celebrando sin esconderse, evitando en cambio subir él a la zona partisana y prefiriendo – como siempre hará ese verano – quedarse en Salvaro o en zonas limítrofes, sin esconderse ni deslizarse en actitudes “ambiguas” a los ojos de los nazi-fascistas.

            El 27 de julio, don Elia Comini escribe las últimas líneas de su Diario espiritual: «27 de julio: me encuentro justo en medio de la guerra. Tengo nostalgia de mis hermanos y de mi casa en Treviglio; si pudiera, regresaría mañana».
            Desde el 20 de julio, compartía una fraternidad sacerdotal con el padre Martino Capelli, Dehoniano, nacido el 20 de septiembre de 1912 en Nembro en la provincia de Bérgamo y ya docente de Sagrada Escritura en Bolonia, también él huésped de Mons. Mellini y ayudando en la pastoral.
            Elia y Martino son dos estudiosos de lenguas antiguas que ahora deben ocuparse de las cosas más prácticas y materiales. La casa parroquial de Mons. Mellini se convierte en lo que Mons. Luciano Gherardi luego llamará «la comunidad del arca», un lugar que acoge para salvar. El padre Martino era un religioso que se había entusiasmado al escuchar hablar de los mártires mexicanos y habría deseado ser misionero en China. Elia, desde joven, es perseguido por una extraña conciencia de “deber morir” y ya a los 17 años había escrito: «Siempre persiste en mí el pensamiento de que debo morir! – ¿Quién sabe?! Hagamos como el siervo fiel: siempre preparado para el llamado, a “reddere rationem” de la gestión».
            El 24 de julio, don Elia inicia el catecismo para los niños en preparación a las primeras Comuniones, programadas para el 30 de julio. El 25, nace una niña en el baptisterio (todos los espacios, desde la sacristía hasta el gallinero, estaban abarrotados) y se cuelga un lazo rosa.
            Durante todo el mes de agosto de 1944, soldados de la Wehrmacht se estacionan en la casa parroquial de Mons. Mellini y en el espacio frente a ella. Entre alemanes, evacuados, consagrados… la tensión podría estallar en cualquier momento: don Elia media y previene también en pequeñas cosas, por ejemplo, actuando como “amortiguador” entre el volumen demasiado alto de la radio de los alemanes y la paciencia ya demasiado corta de Mons. Mellini. También hubo un poco de Rosario todos juntos. Don Angelo Carboni confirma: «Con la intención siempre de confortar a Monseñor, D. Elia se esforzó mucho contra la resistencia de una compañía de alemanes que, estableciéndose en Salvaro el 1 de agosto, quería ocupar varios ambientes de la casa parroquial, quitando toda libertad y comodidad a los familiares y evacuados allí hospedados. Acomodados los alemanes en el archivo de Monseñor, aquí están de nuevo perturbando, ocupando con sus carros buena parte del patio de la Iglesia; con modos aún más amables y persuasivas palabras, D. Elia logró también esta otra liberación en favor de Monseñor, que la opresión de la lucha había obligado a descansar». En esas semanas, el sacerdote salesiano es firme en proteger el derecho de Mons. Mellini a moverse con cierta comodidad en su propia casa – así como el de los evacuados a no ser alejados de la casa parroquial –: sin embargo, reconoce algunas necesidades de los hombres de la Wehrmacht y eso le atrae la benevolencia hacia Mons. Mellini, que los soldados alemanes aprenderán a llamar el buen pastor. De los alemanes, don Elia obtiene comida para los evacuados. Además, canta para calmar a los niños y cuenta episodios de la vida de don Bosco. En un verano marcado por asesinatos y represalias, con don Elia algunos civiles logran incluso ir a escuchar un poco de música, evidentemente difundida por el aparato de los alemanes, y comunicarse con los soldados a través de breves gestos. Don Rino Germani sdb, Vicepostulador de la Causa, afirma: «Entre las dos fuerzas en lucha se inserta la obra incansable y mediadora del Siervo de Dios. Cuando es necesario se presenta al Comando alemán y con educación y preparación logra conquistar la estima de algún oficial. Así muchas veces logra evitar represalias, saqueos y lutos».

            Liberada la casa parroquial de la presencia fija de la Wehrmacht el 1 de septiembre de 1944 – «El 1 de septiembre los alemanes dejaron libre la zona de Salvaro, solo algunos permanecieron por unos días más en la casa Fabbri» – la vida en Salvaro puede respirar un alivio. Don Elia Comini persevera mientras tanto en las iniciativas de apostolado, ayudado por los otros sacerdotes y las hermanas.
            Mientras tanto, el padre Martino acepta algunas invitaciones a predicar en otros lugares y sube a la montaña, donde su cabello claro le causa un gran problema con los partisanos que lo sospechan alemán, don Elia permanece sustancialmente en Salvaro. El 8 de septiembre escribe al director salesiano de la Casa de Treviglio: «Te dejo imaginar nuestro estado de ánimo en estos momentos. Hemos atravesado días negrísimos y dramáticos. […] Mi pensamiento está siempre contigo y con los queridos hermanos de allí. Siento vivísima la nostalgia […]».

            Desde el 11 predica los Ejercicios a las Hermanas sobre el tema de los Novísimos, de los votos religiosos y de la vida del Señor Jesús.
            Toda la población – declaró una mujer consagrada – amaba a Don Elia, también porque él no dudaba en entregarse a todos, en cada momento; no solo pedía a las personas que rezaran, sino que les ofrecía un ejemplo válido con su piedad y ese poco de apostolado que, dada la circunstancia, era posible ejercer.
            La experiencia de los Ejercicios imprime un dinamismo diferente a toda la semana, y involucra transversalmente a consagrados y laicos. Por la noche, de hecho, don Elia reúne a 80-90 personas: se intentaba suavizar la tensión con un poco de alegría, buenos ejemplos, caridad. En esos meses tanto él como el padre Martino, al igual que otros sacerdotes: primero entre todos don Giovanni Fornasini, estaban en primera línea en muchas obras de bien.

La masacre de Montesole
            La matanza más feroz y más grande llevada a cabo por las SS nazis en Europa, durante la guerra de 1939-45, fue la que se consumó alrededor de Monte Sole, en los territorios de Marzabotto, Grizzana Morandi y Monzuno, aunque comúnmente se conoce como la “masacre de Marzabotto”.
            Entre el 29 de septiembre y el 5 de octubre de 1944, los caídos fueron 770, pero en total las víctimas de alemanes y fascistas, desde la primavera de 1944 hasta la liberación, fueron 955, distribuidas en 115 localidades diferentes dentro de un vasto territorio que comprende los municipios de Marzabotto, Grizzana y Monzuno y algunas porciones de los territorios limítrofes. De estos, 216 fueron niños, 316 mujeres, 142 ancianos, 138 víctimas reconocidas como partisanos, cinco sacerdotes, cuya culpa a los ojos de los alemanes consistía en haber estado cerca, con la oración y la ayuda material, a toda la población de Monte Sole en los trágicos meses de guerra y ocupación militar. Junto a don Elia Comini, Salesiano, y al padre Martino Capelli, Dehoniano, en esos trágicos días también fueron asesinados tres sacerdotes de la Arquidiócesis de Bolonia: don Ubaldo Marchioni, don Ferdinando Casagrande, don Giovanni Fornasini. De los cinco está en curso la Causa de Beatificación y Canonización. Don Giovanni, el “Ángel de Marzabotto”, cayó el 13 de octubre de 1944. Tenía veintinueve años y su cuerpo permaneció sin sepultar hasta 1945, cuando fue encontrado gravemente martirizado; fue beatificado el 26 de septiembre de 2021. Don Ubaldo murió el 29 de septiembre, asesinado por una ráfaga de ametralladora en el altar de su iglesia de Casaglia; tenía 26 años, había sido ordenado sacerdote dos años antes. Los soldados alemanes lo encontraron a él y a la comunidad en la oración del rosario. Él fue asesinado allí, a los pies del altar. Los otros – más de 70 – en el cementerio cercano. Don Ferdinando fue asesinado, el 9 de octubre, por un disparo en la nuca, junto a su hermana Giulia; tenía 26 años.

De la Wehrmacht a las SS
            El 25 de septiembre la Wehrmacht abandona la zona y cede el mando a las SS del 16º Batallón de la Decimosexta División Acorazada “Reichsführer – SS”, una División que incluye elementos SS “Totenkopf – Cabeza de muerto” y que había estado precedida por una estela de sangre, habiendo estado presente en Sant’Anna di Stazzema (Lucca) el 12 de agosto de 1944; en San Terenzo Monti (Massa-Carrara, en Lunigiana) el 17 de ese mes; en Vinca y alrededores (Massa-Carrara, en Lunigiana a los pies de los Alpes Apuanos) del 24 al 27 de agosto.
            El 25 de septiembre las SS establecen el “Alto mando” en Sibano. El 26 de septiembre se trasladan a Salvaro, donde también está don Elia: zona fuera del área de inmediata influencia partisana. La dureza de los comandantes en perseguir el más total desprecio por la vida humana, la costumbre de mentir sobre el destino de los civiles y la estructura paramilitar – que recurría gustosamente a técnicas de “tierra quemada”, en desprecio a cualquier código de guerra o legitimidad de órdenes impartidas desde arriba – lo convertía en un escuadrón de la muerte que no dejaba nada intacto a su paso. Algunos habían recibido una formación de carácter explícitamente concentracionista y eliminacionista, destinada a: supresión de la vida, con fines ideológicos; odio hacia quienes profesaban la fe judeocristiana; desprecio por los pequeños, los pobres, los ancianos y los débiles; persecución de quienes se opusieran a las aberraciones del nacionalsocialismo. Había un verdadero catecismo – anticristiano y anticatólico – del cual las jóvenes SS estaban impregnadas.
            «Cuando se piensa que la juventud nazi estaba formada en el desprecio de la personalidad humana de los judíos y de las otras razas “no elegidas”, en el culto fanático de una supuesta superioridad nacional absoluta, en el mito de la violencia creadora y de las “nuevas armas” portadoras de justicia en el mundo, se comprende dónde estaban las raíces de las aberraciones, facilitadas por la atmósfera de guerra y por el temor a una decepcionante derrota».
            Don Elia Comini – con el padre Capelli – acude para confortar, tranquilizar, exhortar. Decide que se acojan en la casa parroquial sobre todo a los supervivientes de las familias en las que los alemanes habían asesinado por represalia. Al hacerlo, aleja a los sobrevivientes del peligro de encontrar la muerte poco después, pero sobre todo los arranca – al menos en la medida de lo posible – de esa espiral de soledad, desesperación y pérdida de voluntad de vivir que podría haberse traducido incluso en deseo de muerte. Además, logra hablar con los alemanes y, en al menos una ocasión, hacer desistir a las SS de su propósito, haciéndolas pasar de largo y pudiendo así advertir posteriormente a los refugiados de salir del escondite.
            El Vicepostulador don Rino Germani sdb escribía: «Llega don Elia. Los tranquiliza. Les dice que salgan, porque los alemanes se han ido. Habla con los alemanes y los hace ir más allá».
            También es asesinado Paolo Calanchi, un hombre a quien la conciencia no le reprocha nada y que comete el error de no escapar. Será nuevamente don Elia quien acuda, antes de que las llamas agredan su cuerpo, intentando al menos honrar sus restos al no haber llegado a tiempo para salvarle la vida: «El cuerpo de Paolino es salvado de las llamas precisamente por don Elia que, a riesgo de su vida, lo recoge y transporta con un carrito a la Iglesia de Salvaro».
            La hija de Paolo Calanchi ha testificado: «Mi padre era un hombre bueno y honesto [“en tiempos de cartilla de racionamiento y de hambruna daba pan a quien no tenía”] y había rechazado escapar sintiéndose tranquilo hacia todos. Fue asesinado por los alemanes, fusilado, en represalia; más tarde también fue incendiada la casa, pero el cuerpo de mi padre había sido salvado de las llamas precisamente por Don Comini, que, a riesgo de su propia vida, lo había recogido y transportado con un carrito a la Iglesia de Salvaro, donde, en un ataúd que él construyó con tablas de desecho, fue inhumado en el cementerio. Así, gracias al coraje de Don Comini y, muy probablemente, también de Padre Martino, terminada la guerra, mi madre y yo pudimos encontrar y hacer transportar el ataúd de nuestro querido al cementerio de Vergato, junto al de mi hermano Gianluigi, que murió 40 días después al cruzar el frente».
            Una vez don Elia había dicho de la Wehrmacht: «Debemos amar también a estos alemanes que vienen a molestarnos». «Amaba a todos sin preferencia». El ministerio de don Elia fue muy valioso para Salvaro y muchos evacuados, en esos días. Testigos han declarado: «Don Elia fue nuestra fortuna porque teníamos al párroco demasiado anciano y débil. Toda la población sabía que Don Elia tenía este interés por nosotros; Don Elia ayudó a todos. Se puede decir que todos los días lo veíamos. Decía la Misa, pero luego a menudo estaba en el atrio de la iglesia mirando: los alemanes estaban abajo, hacia el Reno; los partisanos venían de la montaña, hacia la Creda. Una vez, por ejemplo, (unos días antes del 26) vinieron los partisanos. Nosotros salíamos de la iglesia de Salvaro y allí estaban los partisanos, todos armados; y Don Elia se preocupaba mucho de que se fueran, para evitar problemas. Lo escucharon y se fueron. Probablemente, si no hubiera estado él, lo que sucedió después, habría ocurrido mucho antes»; «Por lo que sé, Don Elia era el alma de la situación, ya que con su personalidad sabía manejar muchas cosas que en esos momentos dramáticos eran de vital importancia».

            Aunque era un sacerdote joven, don Elia Comini era confiable. Esta su confiabilidad, unida a una profunda rectitud, lo acompañaba desde siempre, incluso desde que era seminarista, como resulta de un testimonio: «Lo tuve cuatro años en el Rota, desde 1931 hasta 1935, y, aunque aún era seminarista, me dio una ayuda que difícilmente habría encontrado en otro hermano, incluso anciano».

El triduo de pasión
            La situación, sin embargo, se precipita después de pocos días, el 29 de septiembre por la mañana cuando las SS cometen una terrible masacre en la localidad “Creda”. La señal para el inicio de la masacre son un cohete blanco y uno rojo en el aire: comienzan a disparar, las ametralladoras golpean a las víctimas, atrincheradas contra un pórtico y prácticamente sin salida. Se lanzan entonces granadas de mano, algunas incendiarias y el establo – donde algunos habían logrado encontrar refugio – se incendia. Pocos hombres, aprovechando un instante de distracción de las SS en ese infierno, se precipitan hacia el bosque. Attilio Comastri, herido, se salva porque el cuerpo yerto de su esposa Ines Gandolfi le ha hecho escudo: vagará durante días, en estado de shock, hasta que logre cruzar el frente y salvar su vida; había perdido, además de a su esposa, a su hermana Marcellina y a su hija Bianca, de apenas dos años. También Carlo Cardi logra salvarse, pero su familia es aniquilada: Walter Cardi tenía solo 14 días, fue la más pequeña víctima de la masacre de Monte Sole. Mario Lippi, uno de los sobrevivientes, atestigua: «No sé yo mismo cómo me salvé milagrosamente, dado que, de 82 personas reunidas bajo el pórtico, quedaron asesinadas 70 [69, según la reconstrucción oficial]. Recuerdo que además del fuego de las ametralladoras, los alemanes también nos lanzaron granadas de mano y creo que algunas esquirlas de estas me hirieron levemente en el costado derecho, en la espalda y en el brazo derecho. Yo, junto con otras siete personas, aprovechando que en [un] lado del pórtico había una puertita que daba a la calle, escapé hacia el bosque. Los alemanes, al vernos huir, nos dispararon, matando a uno de nosotros [de] nombre Gandolfi Emilio. Preciso que entre las 82 personas reunidas bajo el mencionado pórtico había también una veintena de niños, de los cuales dos en pañales, en brazos de sus respectivas madres, y una veintena de mujeres».
            En la Creda hay 21 niños menores de 11 años, algunos muy pequeños; 24 mujeres (de las cuales una adolescente); casi 20 “ancianos”. Entre las familias más afectadas están los Cardi (7 personas), los Gandolfi (9 personas), los Lolli (5 personas), los Macchelli (6 personas).
            Desde la casa parroquial de Mons. Mellini, mirando hacia arriba, en un momento se ve el humo: pero es muy temprano, la Creda permanece oculta a la vista y el bosque amortigua los ruidos. En la parroquia ese día – 29 de septiembre, fiesta de los Santos Arcángeles – se celebran tres Misas, por la mañana temprano, en inmediata sucesión: la de Mons. Mellini; la de padre Capelli que luego se va a llevar una Unción de los Enfermos en la localidad “Casellina”; la de don Comini. Y es entonces cuando el drama llama a la puerta: «Ferdinando Castori, que también había escapado de la masacre, llegó a la iglesia de Salvaro manchado de sangre como un carnicero, y se fue a esconder dentro de la cúspide del Campanario». Hacia las 8 llega a la casa parroquial un hombre desconcertado: parecía «un monstruo por su aspecto aterrador», dice la hermana Alberta Taccini. Pide ayuda para los heridos. Una setentena de personas ha muerto o está muriendo entre terribles suplicios. Don Elia, en pocos instantes, tiene la lucidez de esconder a 60/70 hombres en la sacristía, empujando contra la puerta un viejo armario que dejaba el umbral visible desde abajo, pero era no obstante la única esperanza de salvación: «Fue entonces cuando Don Elia, precisamente él, tuvo la idea de esconder a los hombres al lado de la sacristía, poniendo luego un armario frente a la puerta (lo ayudaron una o dos personas que estaban en casa de Monsignore). La idea fue de Don Elia; pero todos estaban en contra de que fuera Don Elia quien hiciera ese trabajo… Él lo quiso. Los demás decían: “¿Y si luego nos descubren?”». Otra reconstrucción: «Don Elia logró esconder en un local contiguo a la sacristía a una sesentena de hombres y contra la puerta empujó un viejo armario. Mientras tanto, el crepitar de las ametralladoras y los gritos desesperados de la gente llegaban desde las casas cercanas. Don Elia tuvo la fuerza de comenzar el S. Sacrificio de la Misa, la última de su vida. No había terminado aún, cuando llegó aterrorizado y agitado un joven de la localidad “Creda” a pedir socorro porque las SS habían rodeado una casa y arrestado a sesenta y nueve personas, hombres, mujeres, niños».
            «Aún en vestiduras sagradas, postrado en el altar, inmerso en oración, invoca por todos la ayuda del Sagrado Corazón, la intercesión de María Auxiliadora, de san Juan Bosco y de san Miguel Arcángel. Luego, con un breve examen de conciencia, recitando tres veces el acto de dolor, les hace una preparación a la muerte. Recomienda a la asistencia de las hermanas a todas esas personas y a la Superiora que guíe fuertemente la oración para que los fieles puedan encontrar en ella el consuelo del cual tienen necesidad».
            A propósito de don Elia y del padre Martino, que regresó poco después, «se constatan algunas dimensiones de una vida sacerdotal gastada conscientemente por los demás hasta el último instante: su muerte fue un prolongar en el don de la vida la Misa celebrada hasta el último día». Su elección tenía «raíces lejanas, en la decisión de hacer el bien incluso si se estaba en la última hora, dispuestos incluso al martirio»: «muchas personas vinieron a buscar ayuda en la parroquia y, a espaldas del párroco, Don Elia y el Padre Martino trataron de esconder a cuantas más personas posible; luego, asegurándose de que estuvieran de alguna manera asistidas, corrieron al lugar de las masacres para poder llevar ayuda también a los más desafortunados; el mismo Mons. Mellini no se dio cuenta de esto y continuaba buscando a los dos sacerdotes para que le ayudaran a recibir a toda esa gente» («Tenemos la certeza de que ninguno de ellos era partisano o había estado con los partisanos»).

            En esos momentos, don Elia demuestra una gran lucidez que se traduce tanto en un espíritu organizativo como en la conciencia de poner en riesgo su propia vida: «A la luz de todo esto, y Don Elia lo sabía bien, no podemos, por lo tanto, buscar esa caridad que induce al intento de ayudar a los demás, sino más bien ese tipo de caridad (que luego fue la misma de Cristo) que induce a participar hasta el fondo en el sufrimiento ajeno, sin temer siquiera la muerte como su última manifestación. El hecho de que su elección haya sido clara y bien razonada también se demuestra por el espíritu organizativo que manifestó hasta unos minutos antes de su muerte, al intentar con prontitud e inteligencia esconder a tantas personas como fuera posible en los locales ocultos de la canonjía; luego la noticia de la Creda y, después de la caridad fraterna, la caridad heroica».
            Una cosa es cierta: si don Elia se hubiera escondido con todos los demás hombres o incluso solo se hubiera quedado al lado de Mons. Mellini, no habría tenido nada que temer. En cambio, don Elia y padre Martino toman la estola, los óleos santos y una caja con algunas Partículas consagradas «partieron, por lo tanto, hacia la montaña, armados con la estola y el aceite de los enfermos»: «Cuando Don Elia regresó de haber ido con Monseñor, tomó la Píxide con las Hostias y el Aceite Santo y se volvió hacia nosotros: ¡aún ese rostro! estaba tan pálido que parecía uno ya muerto. Y dijo: “¡Recen, recen por mí, porque tengo una misión que cumplir!”». «¡Recen por mí, no me dejen solo!». «Nosotros somos sacerdotes y debemos ir y debemos hacer nuestro deber». «Vamos a llevar al Señor a nuestros hermanos».

            Arriba en la Creda hay mucha gente que está muriendo entre suplicios: deben acudir, bendecir y – si es posible – intentar interponerse respecto a las SS.
            La señora Massimina [Zappoli], luego testigo también en la investigación militar de Bolonia, recuerda: «A pesar de las oraciones de todos nosotros, ellos celebraron rápidamente la Eucaristía y, impulsados solo por la esperanza de poder hacer algo por las víctimas de tanta ferocidad al menos con un consuelo espiritual, tomaron el SS. Sacramento y corrieron hacia la Creda. Recuerdo que mientras Don Elia, ya lanzado en su carrera, pasó junto a mí en la cocina, me aferré a él en un último intento de disuadirlo, diciendo que nosotros quedaríamos a merced de nosotros mismos; él hizo entender que, por grave que fuera nuestra situación, había quienes estaban peor que nosotros y era a esos a quienes debían ir».
            Él está inamovible y se niega, como luego sugirió Mons. Mellini, a retrasar la subida a la Creda cuando los alemanes se hubieran ido: «Ha sido [por lo tanto] una pasión, antes que cruento, […] del corazón, la pasión del espíritu. En esos tiempos se estaba aterrorizado por todo y por todos: no se tenía más confianza en nadie: cualquiera podía ser un enemigo determinante para la propia vida. Cuando los dos Sacerdotes se dieron cuenta de que alguien realmente necesitaba de ellos no dudaron tanto en decidir qué hacer […] y sobre todo no recurrieron a lo que era la decisión inmediata para todos, es decir, encontrar un escondite, intentar cubrirse y estar fuera de la contienda. Los dos Sacerdotes, en cambio, se adentraron, conscientemente, sabiendo que su vida estaba al 99% en riesgo; y lo hicieron para ser verdaderamente sacerdotes: es decir, para asistir y consolar; para dar también el servicio de los Sacramentos, por lo tanto, de la oración, del consuelo que la fe y la religión ofrecen».
            Una persona dijo: «Don Elia, para nosotros, ya era santo. Si hubiera sido una persona normal […] no se habría puesto; también se habría escondido, detrás del armario, como todos los demás».
            Con los hombres escondidos, son las mujeres las que intentan retener a los sacerdotes, en un intento extremo de salvarles la vida. La escena es al mismo tiempo agitada y muy elocuente: «Lidia Macchi […] y otras mujeres intentaron impedirles partir, trataron de retenerlos por la sotana, los persiguieron, los llamaron a gritos para que regresaran: impulsados por una fuerza interior que es ardor de caridad y solicitud misionera, ellos estaban ya decididamente caminando hacia la Creda llevando los consuelos religiosos».
            Una de ellas recuerda: «Los abracé, los sostenía firmes por los brazos, diciendo y suplicando: – ¡No vayan! – ¡No vayan!».
            Y Lidia Marchi añade: «Yo tiraba de Padre Martino por la vestimenta y lo retenía […] pero ambos sacerdotes repetían: – Debemos ir; el Señor nos llama».

            «Debemos cumplir con nuestro deber. Y [don Elia y padre Martino,] como Jesús, se dirigieron hacia un destino marcado».
            «La decisión de ir a la Creda fue elegida por los dos sacerdotes por puro espíritu pastoral; a pesar de que todos intentaban disuadirlos, ellos quisieron ir impulsados por la esperanza de poder salvar a alguien de aquellos que estaban a merced de la rabia de los soldados».
            A la Creda, casi con seguridad, nunca llegaron. Capturados, según un testigo, cerca de un “pilar”, apenas fuera del campo visual de la parroquia, don Elia y padre Martino fueron vistos más tarde cargados de municiones, a la cabeza de los rastreados, o aún solos, atados, con cadenas, cerca de un árbol mientras no había ninguna batalla en curso y las SS comían. Don Elia intimó a una mujer que escapara, que no se detuviera para evitar ser asesinada: «Anna, por caridad, escapa, escapa».
            «Estaban cargados y encorvados bajo el peso de tantas cajas pesadas que de las espaldas envolvían el cuerpo por delante y por detrás. Con la espalda hacían una curva que los llevaba casi con la nariz en el suelo».
            «Sentados en el suelo […] muy sudados y cansados, con las municiones en la espalda».
            «Arrestados son obligados a llevar municiones arriba y abajo por la montaña, testigos de inauditas violencias».
            «[Las SS los hacen] bajar y subir más veces por la montaña, bajo su custodia, y además, realizando, ante los ojos de las dos víctimas, las más espeluznantes violencias».
            ¿Dónde están, ahora, la estola, los óleos santos y sobre todo el Santísimo Sacramento? No queda ninguna traza. Lejos de ojos indiscretos, las SS despojaron a la fuerza a los sacerdotes, deshaciéndose de ese Tesoro del que nada más se encontraría.
            Hacia la tarde del 29 de septiembre de 1944, fueron trasladados con muchos otros hombres (rastreados y no por represalia o no porque fueran filo-partisanos, como demuestran las fuentes), a la casa “de los Birocciai” en Pioppe di Salvaro. Más tarde ellos, divididos, tendrán destinos muy diferentes: pocos serán liberados, tras una serie de interrogatorios. La mayoría, evaluados como aptos para el trabajo, serán enviados a campos de trabajo forzado y podrán – posteriormente – regresar a sus familias. Los evaluados como no aptos, por mero criterio de estado civil (cf. campos de concentración) o de salud (joven, pero herido o que simula estar enfermo con la esperanza de salvarse) serán asesinados la noche del 1 de octubre en la “Botte” de la Canapiera de Pioppe di Salvaro, ya una ruina porque bombardeada por los Aliados días antes.
            Don Elia y padre Martino – que fueron interrogados – pudieron moverse hasta el último en la casa y recibir visitas. Don Elia intercedió por todos y un joven, muy afectado, se durmió sobre sus rodillas: en una de ellas, don Elia recibió el Breviario, tan querido para él y que quiso mantener consigo hasta los últimos instantes. Hoy, la atenta investigación histórica a través de las fuentes documentales, apoyada por la más reciente historiografía de parte laica, ha demostrado cómo nunca había tenido éxito un intento de liberar a don Elia, llevado a cabo por el Caballero Emilio Veggetti, y cómo don Elia y padre Martino nunca fueron realmente considerados o al menos tratados como “espías”.

El holocausto
            Finalmente, fueron incluidos, aunque jóvenes (34 y 32 años), en el grupo de los no aptos y con ellos ejecutados. Vivieron esos últimos instantes orando, haciendo orar, absolviéndose mutuamente y brindando cada posible consuelo de fe. Don Elia logró transformar la macabra procesión de los condenados hasta una pasarela frente a la laguna de cáñamos, donde serán asesinados, en un acto coral de entrega, sosteniendo hasta donde pudo el Breviario abierto en la mano (luego, se lee, un alemán golpeó con violencia sus manos y el Breviario cayó en el embalse) y sobre todo entonando las Letanías. Cuando se abrió el fuego, don Elia Comini salvó a un hombre porque le hacía escudo con su propio cuerpo y gritó «Piedad». Padre Martino invocó en cambio “Perdón”, levantándose con dificultad en la laguna, entre los compañeros muertos o moribundos, y trazando la señal de la Cruz pocos instantes antes de morir él mismo, a causa de una enorme herida. Las SS quisieron asegurarse de que nadie sobreviviera lanzando algunas granadas. En los días siguientes, dada la imposibilidad de recuperar los cadáveres sumergidos en agua y barro a causa de abundantes lluvias (lo intentaron las mujeres, pero ni siquiera don Fornasini pudo lograrlo), un hombre abrió las rejas y la impetuosa corriente del río Reno se llevó todo. Nunca se volvió a encontrar nada de ellos: consummatum est!
            Se había delineado su disposición «incluso al martirio, aunque a los ojos de los hombres parece necio rechazar la propia salvación para dar un mísero alivio a quien ya estaba destinado a la muerte». Mons. Benito Cocchi en septiembre de 1977 en Salvaro dijo: «Bien, aquí delante del Señor digamos que nuestra preferencia va a estos gestos, a estas personas, a aquellos que pagan de su persona: a quienes en un momento en que solo valían las armas, la fuerza y la violencia, cuando una casa, la vida de un niño, una familia entera eran valoradas en nada, supieron realizar gestos que no tienen voz en los balances de guerra, pero que son verdaderos tesoros de humanidad, resistencia y alternativa a la violencia; a quienes de este modo sembraban raíces para una sociedad y una convivencia más humana».
            En este sentido, «El martirio de los sacerdotes constituye el fruto de su elección consciente de compartir la suerte del rebaño hasta el sacrificio extremo, cuando los esfuerzos de mediación entre la población y los ocupantes, largamente perseguidos, pierden toda posibilidad de éxito».
Don Elia Comini había sido lúcido sobre su propia suerte, diciendo – ya en las primeras fases de detención –: «Para hacer el bien nos encontramos en tantas penas»; «Era Don Elia quien señalando al cielo saludaba con los ojos perlados». «Elia se asomó y me dijo: “Vaya a Bolonia, al Cardenal, y dígale dónde nos encontramos”. Le respondí: “¿Cómo hago para ir a Bolonia?”. […] Mientras tanto los soldados me empujaban con la culata del rifle. D. Elia me saludó diciendo: “¡Nos veremos en el paraíso!”. Grité: “No, no, no diga eso”. Él respondió, triste y resignado: “Nos veremos en el Paraíso”».
            Con don Bosco…: «[Les] espero a todos en el Paraíso»!
Era la tarde del 1° de octubre, inicio del mes dedicado al Rosario y a las Misiones. En los años de su primera juventud, Elia Comini había dicho a Dios: «Señor, prepárame para ser el menos indigno de ser víctima aceptable» (“Diario” 1929); «Señor, […] recíbeme también como víctima expiatoria» (1929); «me gustaría ser una víctima de holocausto» (1931). «[A Jesús] le he pedido la muerte en lugar de faltar a la vocación sacerdotal y al amor heroico por las almas» (1935).




Educar el cuerpo y sus 5 sentidos con san Francisco de Sales

            Un buen número de antiguos ascetas cristianos han considerado a menudo el cuerpo como un enemigo, cuya corrupción debía ser combatida, de hecho, como un objeto de desprecio y a no ser tenido en cuenta. Numerosos hombres espirituales de la Edad Media no se preocupaban del cuerpo más que para infligirle penitencias. En la mayoría de las escuelas de la época, no había nada previsto para hacer descansar al “hermano burro”.
            Para Calvino, la naturaleza humana totalmente corrompida por el pecado original, no podía ser otra cosa que un “basurero”. En el lado opuesto, numerosos escritores y artistas renacentistas exaltaban el cuerpo hasta el punto de rendirle culto, en el que la sensualidad tenía un gran relieve. Rabelais, por su parte, magnificaba el cuerpo de sus gigantes y se complacía en exhibir sus funciones orgánicas incluso las menos nobles.

El realismo salesiano
            Entre la divinización del cuerpo y su desprecio, Francisco de Sales ofrece una visión realista de la naturaleza humana. Al final de la primera meditación sobre el tema de la creación del hombre, “el primer ser del mundo visible”, el autor de la Introducción a la vida devota pone en labios de Filotea este propósito que parece resumir su pensamiento: “Quiero sentirme honrada por el ser que él me ha dado”. Ciertamente, el cuerpo está destinado a la muerte. Con crudo realismo, el autor describe la despedida del alma al cuerpo, que abandonará “pálido, lívido, deshecho, horrendo y hediondo”, pero eso no constituye una razón para descuidarlo y denigrarlo injustamente mientras está vivo. San Bernardo se equivocó al anunciar a aquellos que querían seguirlo “que debían abandonar su cuerpo e ir a él solamente en espíritu”. Los males físicos no deben llevar a odiar el cuerpo: el mal moral es mucho peor.
            No encontramos en Francisco de Sales el olvido o la puesta en sombra de los fenómenos corporales, como cuando habla de diferentes formas de enfermedades o cuando evoca las manifestaciones del amor humano. En un capítulo del Tratado del amor de Dios titulado: “El amor tiende a la unión”, él escribe, por ejemplo, que “se aplica una boca sobre la otra cuando se besan, para testimoniar que se querría verter un alma en la otra, para unirlas con una unión perfecta”. Esta actitud de Francisco de Sales hacia el cuerpo ya suscitó, en su tiempo, reacciones escandalizadas. Cuando apareció la Filotea, un religioso aviñonés criticó públicamente este “librito”, lo destrozó tildando a su autor de “doctor corrupto y corruptor”. Enemigo del pudor excesivo, Francisco de Sales aún no conocía la reserva y los temores que emergerían en tiempos posteriores. ¿Sobreviven en él costumbres medievales o es simplemente una manifestación de su gusto “bíblico”? De todos modos, en él no se encuentra nada comparable a las trivialidades del “infame” Rabelais.
            Los dones naturales más estimados son la belleza, la fuerza y la salud. En referencia a la belleza, Francisco de Sales se expresaba así hablando de santa Brígida: “Nació en Escocia; era una chica muy bella, dado que los escoceses son bellos por naturaleza, y en ese país se encuentran las criaturas más bellas existentes”. Pensemos, por otro lado, en el repertorio de imágenes sobre las perfecciones físicas del esposo y la esposa, tomadas del Cantar de los Cantares. Aunque las representaciones están sublimadas y trasladadas a un registro espiritual, siguen siendo significativas de una atmósfera donde se exalta la belleza natural del hombre y de la mujer. Se intentó hacerle suprimir el capítulo del Teotimo sobre el beso, en el que demuestra que “el amor tiende a la unión”, pero siempre se negó a hacerlo. En cualquier caso, la belleza exterior no es la más importante: la belleza de la hija de Sion es interior.

Estrecho vínculo entre el cuerpo y el alma
            Ante todo, Francisco de Sales afirma que el cuerpo es “una parte de nuestra persona”. El alma personificada podrá también decir con un acento de ternura: “Esta carne es mi querida mitad, es mi hermana, es mi compañera, nacida conmigo, alimentada conmigo”.
            El obispo fue muy atento al vínculo existente entre el cuerpo y el alma, entre la sanidad del cuerpo y la del alma. Así escribe de una persona bajo su dirección, enferma de salud, que la salud de su cuerpo “depende mucho de la del alma, y la del alma depende de las consolaciones espirituales”. “No se ha debilitado su corazón –escribía a una enferma–, sino su cuerpo, y, dados los vínculos estrechísimos que los unen, su corazón tiene la impresión de sentir el mal de su cuerpo”. Cada uno puede constatar que las enfermedades corporales “terminan por crear malestar también al espíritu, debido a los estrechos lazos entre uno y otro”. Inversamente, el espíritu actúa sobre el cuerpo hasta el punto que “el cuerpo percibe los afectos que se agitan en el corazón”, como ocurrió en Jesús, que se sentó junto al pozo de Jacob, cansado de su gravoso compromiso al servicio del reino de Dios.
            Sin embargo, dado que “el cuerpo y el espíritu a menudo proceden en dirección contraria, y, a medida que uno se debilita, el otro se fortalece”, y dado que “el espíritu debe reinar”, “debemos sostenerlo y consolidarlo de tal manera que permanezca siempre el más fuerte”. Si luego cuido del cuerpo es “para que esté al servicio del espíritu”.
            Mientras tanto, seamos justos con respecto al cuerpo. En caso de malestar o de errores, a menudo sucede que el alma acusa al cuerpo y lo maltrata, como hizo Balaam con su asna: “¡Oh pobre alma! si tu carne pudiera hablar, te diría, como el asna de Balaam: ¿por qué me golpeas, miserable? Es contra ti, alma mía, que Dios arma su venganza, tú eres la criminal”. Cuando una persona reforma su interior, la conversión se manifestará también externamente: en todas las actitudes, en la boca, en las manos y “incluso en el cabello”. La práctica de la virtud hace al hombre bello interiormente y también exteriormente. Inversamente, un cambio exterior, un comportamiento del cuerpo puede favorecer un cambio interior. Un acto de devoción exterior durante la meditación puede despertar la devoción interior. Lo que aquí se dice de la vida espiritual puede aplicarse fácilmente a la educación en general.

Amor y dominio del cuerpo
            Hablando de la actitud que se debe tener hacia el cuerpo y las realidades corporales, no sorprende ver a Francisco de Sales recomendar a Filotea, como primera cosa, la gratitud por las gracias corporales que Dios le ha dado.

Debemos amar nuestro cuerpo por diferentes motivos: porque nos es necesario para realizar las buenas obras, porque es una parte de nuestra persona, y porque está destinado a participar en la felicidad eterna. El cristiano debe amar su propio cuerpo como una imagen viviente del del Salvador encarnado, como proveniente de él por parentesco y consanguinidad. Sobre todo, después de que hemos renovado la alianza, recibiendo realmente el cuerpo del Redentor en el adorable sacramento de la eucaristía, y, con el bautismo, la confirmación y los otros sacramentos, nos hemos dedicado y consagrado a la suma bondad.

            El amor por el propio cuerpo forma parte del amor debido a uno mismo. En verdad, la razón más convincente para honrar y usar sabiamente el cuerpo radica en una visión de fe, que el obispo de Ginebra explicaba así a la madre de Chantal, que había salido de una enfermedad: “Cuida aún de este cuerpo, porque es de Dios, mi queridísima Madre”. La Virgen María se presenta en este punto como modelo: “¡Con qué devoción debía amar su cuerpo virginal! No solo porque era un cuerpo dulce, humilde, puro, obediente al santo amor y totalmente impregnado de mil sagrados perfumes, sino también porque era la viva fuente de aquel del Salvador y le pertenecía muy estrechamente, con un vínculo que no tiene comparación”.

            El amor por el cuerpo es, sí, recomendado, pero el cuerpo debe permanecer sometido al espíritu, como el sirviente a su maestro. Para controlar el apetito debo “ordenar a las manos que no proporcionen a la boca alimentos y bebidas, sino en la justa medida”. Para gobernar la sexualidad “hay que quitar o dar a la facultad de la reproducción los sujetos, los objetos y los alimentos que la excitan, según los dictados de la razón”. Al joven que se dispone a “navegar en el vasto mar” el obispo le recomienda: “Les deseo también un corazón vigoroso que les impida mimar su cuerpo con excesivas delicadezas en comer, dormir o en otras cosas. Se sabe, de hecho, que un corazón generoso siempre siente un poco de desprecio por las delicadezas y los deleites corporales”.
            Para que el cuerpo permanezca sometido a la ley del espíritu, conviene evitar los excesos: ni maltratarlo ni mimarlo. En todo hay que tener medida. El motivo de la caridad debe tener el primado en todas las cosas; por eso él escribe: “Si el trabajo que hacen les es necesario o es muy útil para la gloria de Dios, preferiría que soportaran las penas del trabajo en lugar de las del ayuno”. De aquí la conclusión: “En general es mejor tener en el cuerpo más fuerzas de las que son necesarias, que arruinarlas más allá de lo necesario; porque arruinarlas se puede siempre, tan pronto como se quiere, pero para recuperarlas no siempre basta con quererlo”.
            Lo que es necesario evitar es esta “ternura que se siente por uno mismo”. Se burla, con fina ironía, pero de manera despiadada, de una imperfección que no es solo “propia de los niños, y, si puedo atreverme a decirlo, de las mujeres”, sino también de hombres poco valientes, de los cuales nos da este interesante cuadro característico: “Otros son los tiernos hacia sí mismos, y que no hacen otra cosa que quejarse, mimarse, acurrucarse y mirarse”.
            De todos modos, el obispo de Ginebra cuidaba de su cuerpo como era su deber, obedecía a su médico y a las “enfermeras”. También se ocupaba de la salud ajena, aconsejando medidas apropiadas. Escribirá, por ejemplo, a la madre de un joven alumno del colegio de Annecy: “Es necesario hacer que Charles sea visitado por los médicos, para que su hinchazón de vientre no se agrave”.
            Al servicio de la salud está la higiene. Francisco de Sales deseaba que tanto el corazón como el cuerpo estuvieran limpios. Recomendaba el decoro, muy diferente de afirmaciones como esta de san Hilario según la cual “no había que buscar la limpieza en nuestros cuerpos que no son más que carroñas pestilenciales y cargadas solo de infección”. Estaba más bien del parecer de san Agustín y de los antiguos que se bañaban “para mantener limpios sus cuerpos tanto de la suciedad producida por el calor y el sudor, como para la salud, que es ciertamente ayudada en gran medida por la limpieza”.
            Para poder trabajar y cumplir con los deberes de su cargo, cada uno debería cuidar de su cuerpo en lo que respecta a la alimentación y el descanso: “Comer poco, trabajar mucho y con mucha agitación y negar al cuerpo el descanso necesario, es como exigir mucho de un caballo que está agotado sin darle tiempo para masticar un poco de avena”. El cuerpo necesita descansar, es algo del todo evidente. Las largas vigilias nocturnas son “perjudiciales para la cabeza y el estómago”, mientras que, en cambio, levantarse temprano por la mañana es “útil tanto para la salud como para la santidad”.

Educar nuestros sentidos, especialmente los ojos y los oídos
            Nuestros sentidos son maravillosos dones del Creador. Nos ponen en contacto con el mundo y nos abren a todas las realidades sensibles, a la naturaleza, al cosmos. Los sentidos son la puerta del espíritu, a la cual le proporcionan, por así decirlo, la materia prima; de hecho, como dice la tradición escolar, “nada está en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos”.
            Cuando Francisco de Sales habla de los sentidos, su interés se centra especialmente en el plano educativo y moral, y su enseñanza al respecto se relaciona con lo que ha expuesto sobre el cuerpo en general: admiración y vigilancia. Por un lado, dice que Dios nos da “los ojos para ver las maravillas de sus obras, la lengua para alabarlo, y así para todas las demás facultades”, sin omitir, por otro lado, la recomendación de “poner centinelas en los ojos, en la boca, en los oídos, en las manos y en el olfato”.
            Es necesario comenzar por la vista, porque “entre todas las partes externas del cuerpo humano no hay ninguna, por su estructura y por su actividad, más noble que el ojo”. El ojo está hecho para la luz: lo demuestra el hecho de que cuanto más bellas son las cosas, agradables a la vista y debidamente iluminadas, más el ojo las mira con avidez y vivacidad. “De los ojos y de las palabras se conoce cuál es el alma y el espíritu del hombre, pues los ojos sirven al alma como el cuadrante al reloj”. Es bien sabido que, entre los amantes, los ojos hablan más que la lengua.
            Hay que vigilar los ojos, porque a través de ellos pueden entrar la tentación y el pecado, como ocurrió con Eva, que quedó encantada al ver la belleza del fruto prohibido, o con David, que fijó su mirada en la esposa de Urías. En ciertos casos hay que proceder como se hace con el ave de presa: para hacerla regresar es necesario mostrarle el cebo; para calmarla es necesario cubrirla con un capuchón; de la misma manera, para evitar las miradas malas, “hay que desviar los ojos, cubrirlos con el capuchón natural y cerrarlos”.
            Si bien las imágenes visuales son ampliamente dominantes en las obras de Francisco de Sales, hay que reconocer que las imágenes auditivas son muy dignas de nota. Esto resalta la importancia que atribuía al oído por razones tanto estéticas como morales. “Una sublime melodía escuchada con mucha atención” produce un efecto tan mágico que “encanta los oídos”. Pero hay que tener cuidado de no sobrepasar las capacidades auditivas: una música, por hermosa que sea, si es fuerte y demasiado cercana, nos molesta y ofende el oído.
            Por otro lado, hay que saber que “el corazón y los oídos discurren entre sí”, porque es a través del oído que el corazón “escucha los pensamientos de los demás”. Es también a través del oído que entran en lo más profundo del alma palabras sospechosas, injuriosas, mentirosas o malévolas, de las cuales es necesario cuidarse bien; porque las almas se envenenan a través del oído, como el cuerpo a través de la boca. La mujer honesta se tapará los oídos para no oír la voz del encantador que quiere conquistarla subrepticiamente. Permaneciendo en el ámbito simbólico, Francisco de Sales declara que el oído derecho es el órgano a través del cual escuchamos los mensajes espirituales, las buenas inspiraciones y movimientos, mientras que el izquierdo sirve para oír discursos mundanos y vanos. Para custodiar el corazón, protejamos, por tanto, con gran cuidado los oídos.
            El mejor servicio que podemos pedir a los oídos es el de poder oír la palabra de Dios, objeto de la predicación, la cual exige oyentes atentos y dispuestos a hacerla penetrar en sus corazones para que dé fruto. Filotea es invitada a “hacerla gotear” a su vez en el oído ahora de uno y ahora de otro, y a orar a Dios en lo íntimo de su alma, para que le plazca hacer penetrar esa santa rociada en el corazón de quien la escucha.

Los otros sentidos
            También en el tema del olfato, se ha destacado la abundancia de imágenes olfativas. Los perfumes son tan diversos como lo son las sustancias olorosas, como la leche, el vino, el bálsamo, el aceite, la mirra, el incienso, la madera aromática, el nardo, el ungüento, la rosa, la cebolla, el lirio, la violeta, la viola del pensamiento, la mandrágora, la canela… Aún más sorprendente es constatar los resultados producidos con la fabricación del agua olorosa:

El albahaca, el romero, la orégano, el hisopo, los clavos de olor, la canela, la nuez moscada, los limones y el almizcle, mezclados y triturados, dan efectivamente un perfume muy agradable por la mezcla de sus olores; pero no es ni siquiera comparable al de la agua que se destila, en la cual los aromas de todos estos ingredientes, aislados de sus cuerpos, se funden más perfectamente, dando origen a un exquisito perfume que penetra mucho más el olfato de lo que ocurriría si, junto con el agua, estuvieran las partes materiales.

            Numerosas son las imágenes olfativas extraídas del Cantar de los Cantares, poema oriental donde los perfumes ocupan un lugar relevante y donde uno de los versículos bíblicos más comentados por Francisco de Sales es el grito afligido de la esposa: “Atráeme a ti, caminaremos y correremos juntos en la estela de tus perfumes”. Y cuán refinada es esta anotación: “El suave perfume de la rosa se hace más sutil por la cercanía del ajo plantado cerca de los rosales!”.
            No confundamos, sin embargo, el sagrado bálsamo con los perfumes de este mundo. Existe, de hecho, un olfato espiritual, que debería ser de nuestro interés cultivar. Este nos permite percibir la presencia espiritual del sujeto amado, y además hace que no nos dejemos distraer por los malos olores del prójimo. El modelo es el padre que recibe con los brazos abiertos al hijo pródigo que regresa a él “semi desnudo, sucio, mugriento y apestoso de inmundicias por la larga costumbre con los cerdos”. Otra imagen realista aparece en referencia a ciertas críticas mundanas: no nos sorprendamos, recomienda Francisco de Sales a Juana de Chantal, es necesario “que el poco ungüento del que disponemos parezca apestoso a las narices del mundo”.
            A propósito del gusto, ciertas observaciones del obispo de Ginebra podrían hacernos pensar que era un goloso nato, más bien un educador del gusto: “¿Quién no sabe que la dulzura de la miel se une cada vez más a nuestro sentido del gusto con un progreso continuo de sabor, cuando, manteniéndola largo tiempo en la boca, en lugar de tragarla de inmediato, su sabor penetra más a fondo en nuestro sentido del gusto?”. Admitida la dulzura de la miel, es necesario, sin embargo, apreciar más la sal, por el hecho de que es de uso más común. En nombre de la sobriedad y la templanza, Francisco de Sales recomendaba saber renunciar al gusto personal, comiendo lo que se “nos pone delante”.
            Finalmente, en lo que respecta al tacto, Francisco de Sales habla sobre todo en un sentido espiritual y místico. Así recomienda tocar a Nuestro Señor crucificado: la cabeza, las santas manos, el precioso cuerpo, el corazón. Al joven que está a punto de lanzarse en el vasto mar del mundo le exige que se gobierne enérgicamente y desprecie las blanduras, los deleites corporales y las delicadezas: “Me gustaría que a veces trataras duramente a tu cuerpo para que sienta alguna aspereza y dureza, despreciando delicadezas y cosas agradables a los sentidos; porque es necesario que a veces la razón ejerza su superioridad y la autoridad que tiene para regular los apetitos sensuales”.

El cuerpo y la vida espiritual
            También el cuerpo está llamado a participar en la vida espiritual que se expresa en primer lugar en la oración: “Es cierto, la esencia de la oración está en el alma, pero la voz, los gestos y otros signos exteriores, mediante los cuales se revela lo íntimo de los corazones, son nobles atributos y propiedades utilísimas de la oración; son efectos y operaciones. El alma no se contenta con orar si el hombre en su totalidad no ora; ella ora junto con los ojos, las manos, las rodillas”.
            Él añade que “el alma postrada ante Dios hace inclinar fácilmente sobre sí todo el cuerpo; levanta los ojos donde eleva el corazón, alza las manos allí, de donde espera un auxilio”. Francisco de Sales explica también que “orar en espíritu y en verdad es orar con gusto y afecto, sin fingimiento ni hipocresía, y comprometiendo, además, al hombre entero, alma y cuerpo, para que lo que Dios ha unido no sea separado”. “Es necesario que todo el hombre ore”, repite a las visitandinas. Pero la mejor oración es la de Filotea, cuando decide consagrar a Dios no solo el alma, su espíritu y su corazón, sino también su “cuerpo con todos sus sentidos”; así es como lo amará y servirá verdaderamente con todo su ser.




Vera Grita, peregrina de esperanza

            Vera Grita, hija de Amleto y de María Anna Zacco de la Pirrera, nacida en Roma el 28 de enero de 1923, era la segunda de cuatro hermanas. Vivió y estudió en Savona, donde obtuvo la habilitación docente. A los 21 años, durante un repentino bombardeo aéreo sobre la ciudad (1944), fue atropellada y pisoteada por la multitud en fuga, sufriendo graves consecuencias físicas que la marcaron para siempre. Pasó desapercibida en su breve vida terrenal, enseñando en las escuelas del interior de Liguria (Rialto, Erli, Alpicella, Desierto de Varazze), donde se ganó el respeto y el cariño de todos por su carácter bondadoso y apacible.
            En Savona, en la parroquia salesiana de María Auxiliadora, participaba en la Misa y era asidua al sacramento de la Penitencia. Desde 1963, su confesor fue el salesiano don Giovanni Bocchi. Cooperadora Salesiana desde 1967, realizó su vocación en el don total de sí misma al Señor, que de manera extraordinaria se entregaba a ella, en lo íntimo de su corazón, con la “Voz”, con la “Palabra”, para comunicarle la Obra de los Tabernáculos Vivientes. Sometió todos los escritos al director espiritual, el salesiano don Gabriello Zucconi, y guardó en el silencio de su corazón el secreto de esa llamada, guiada por el Maestro divino y la Virgen María que la acompañaron a lo largo del camino de la vida oculta, del despojo y del aniquilamiento de sí misma.

            Bajo el impulso de la gracia divina y acogiendo la mediación de las guías espirituales, Vera Grita respondió al don de Dios testimoniando en su vida, marcada por la lucha contra la enfermedad, el encuentro con el Resucitado y dedicándose con heroica generosidad a la enseñanza y a la educación de los alumnos, atendiendo a las necesidades de la familia y testimoniando una vida de pobreza evangélica. Centrada y firme en el Dios que ama y sostiene, con gran firmeza interior fue capaz de soportar las pruebas y sufrimientos de la vida. Sobre la base de tal solidez interior dio testimonio de una existencia cristiana hecha de paciencia y constancia en el bien. Murió el 22 de diciembre de 1969, a los 46 años, en una habitación del hospital en Pietra Ligure donde había pasado los últimos seis meses de vida en un crescendo de sufrimientos aceptados y vividos en unión con Jesús Crucificado. “El alma de Vera – escribió don Borra, Salesiano, su primer biógrafo – con los mensajes y las cartas entra en la fila de esas almas carismáticas llamadas a enriquecer la Iglesia con llamas de amor a Dios y a Jesús Eucarístico para la dilatación del Reino”.

Una vida privada de humana esperanza
           
Humanamente, la vida de Vera está marcada desde la infancia por la pérdida de un horizonte de esperanza. La pérdida de la autonomía económica en su núcleo familiar, luego la separación de los padres para ir a Modica en Sicilia con las tías y sobre todo la muerte del padre en 1943, ponen a Vera ante las consecuencias de eventos humanos particularmente sufridos.
            Después del 4 de julio de 1944, día del bombardeo sobre Savona que marcará toda la vida de Vera, también sus condiciones de salud se verán comprometidas para siempre. Por lo tanto, la Sierva de Dios se encontró siendo una joven sin ninguna perspectiva de futuro y tuvo que revisar sus proyectos en varias ocasiones y renunciar a muchos deseos: desde los estudios universitarios hasta la enseñanza y, sobre todo, a una propia familia con el joven que estaba conociendo.
            A pesar del repentino final de todas sus esperanzas humanas entre los 20 y 21 años, en Vera la esperanza está muy presente: tanto como virtud humana que cree en un cambio posible y se compromete a realizarlo (a pesar de estar muy enferma, preparó y ganó el concurso para enseñar), como sobre todo como virtud teologal – anclada en la fe – que le infunde energía y se convierte en instrumento de consuelo para los demás.
            Casi todos los testigos que la conocieron destacan tal aparente contradicción entre condiciones de salud comprometidas y la capacidad de no quejarse nunca, atestiguando en cambio alegría, esperanza y coraje incluso en circunstancias humanamente desesperadas. Vera se convirtió en “portadora de alegría”.
            Una sobrina afirma: «Siempre estaba enferma y sufriendo, pero nunca la vi desanimada o enojada por su condición, siempre tenía una luz de esperanza sostenida por una gran fe. […] Mi tía estaba a menudo hospitalizada, sufriendo y delicada, pero siempre serena y llena de esperanza por el gran Amor que tenía por Jesús».
            También la hermana Liliana sacó de las llamadas vespertinas con ella aliento, serenidad y esperanza, aunque la Sierva de Dios estaba entonces cargada de numerosos problemas de salud y de vínculos profesionales: «me infundía – dice – confianza y esperanza haciéndome reflexionar que Dios siempre está cerca de nosotros y nos guía. Sus palabras me devolvían a los brazos del Señor y encontraba la paz».
            Agnese Zannino Tibirosa, cuyo testimonio tiene un valor particular ya que estuvo con Vera en el hospital “Santa Corona” en su último año de vida, atestigua: «a pesar de los graves sufrimientos que la enfermedad le provocaba, nunca la escuché quejarse de su estado. Daba alivio y esperanza a todos los que se acercaban a ella y cuando hablaba de su futuro, lo hacía con entusiasmo y coraje».
            Hasta el final, Vera Grita se mantuvo así: incluso en la última parte de su camino terrenal guardó una mirada hacia el futuro, esperaba que con los tratamientos el tuberculoma pudiera ser reabsorbido, esperaba poder ocupar la cátedra en los Piani di Invrea en el año escolar 1969-1970 así como poder dedicarse, una vez salida del hospital, a su propia misión espiritual.

Educada en la esperanza por el confesor y en el camino espiritual
           
En este sentido, la esperanza atestiguada por Vera está arraigada en Dios y en esa lectura sapiencial de los eventos que su padre espiritual don Gabriello Zucconi y, antes que él, el confesor don Giovanni Bocchi le enseñaron. Precisamente el ministerio de don Bocchi – hombre de alegría y esperanza – ejerció una influencia positiva sobre Vera, quien él acogió en su condición de enferma y a quien enseñó a dar valor a los sufrimientos – no buscados – de los que estaba cargada. Don Bocchi fue el primero en ser maestro de esperanza, de él se ha dicho: «con palabras siempre cordiales y llenas de esperanza, ha abierto los corazones a la magnanimidad, al perdón, a la transparencia en las relaciones interpersonales; ha vivido las beatitudes con naturalidad y fidelidad diaria». «Esperando y teniendo la certeza de que, así como ocurrió con Cristo, también nos sucederá a nosotros: la Resurrección gloriosa», don Bocchi realizaba a través de su ministerio un anuncio de la esperanza cristiana, fundamentada en la omnipotencia de Dios y la resurrección de Cristo. Más tarde, desde África, donde había partido como misionero, dirá: «estaba allí porque quería llevar y donarles a Jesús Vivo y presente en la Santísima Eucaristía con todos los dones de Su Corazón: la Paz, la Misericordia, la Alegría, el Amor, la Luz, la Unión, la Esperanza, la Verdad, la Vida eterna».
            Vera se convirtió en portadora de esperanza y alegría también en ambientes marcados por el sufrimiento físico y moral, por limitaciones cognitivas (como entre sus pequeños alumnos con discapacidad auditiva) o condiciones familiares y sociales no óptimas (como en el “clima caldeado” de Erli).
            La amiga María Mattalia recuerda: «Veo la dulce sonrisa de Vera, a veces cansada por tanto luchar y sufrir; recordando su fuerza de voluntad trato de seguir su ejemplo de bondad, de gran fe, esperanza y amor […]».
            Antonietta Fazio – ya conserje en la escuela de Casanova – testificó de ella: «era muy querida por sus alumnos a quienes amaba mucho y en particular por aquellos con dificultades intelectuales […]. Muy religiosa, transmitía a cada uno fe y esperanza a pesar de que ella misma estaba muy sufriendo físicamente pero no moralmente».
            En esos contextos, Vera trabajaba para hacer renacer las razones de la esperanza. Por ejemplo, en el hospital (donde la comida es poco satisfactoria) se privó de un racimo especial de uvas para que una parte de él estuviera en la mesita de todas las enfermas de la sala, así como siempre cuidó de su persona para presentarse bien, ordenada, con compostura y refinamiento, contribuyendo también de este modo a contrarrestar el ambiente de sufrimiento de una clínica, y a veces de pérdida de la esperanza en muchos enfermos que corren el riesgo de “dejarse ir”.

            A través de los Mensajes de la Obra de los Tabernáculos Vivientes, el Señor la educó a una postura de espera, paciencia y confianza en Él. Incontables son, de hecho, las exhortaciones sobre esperar al Esposo o al Esposo que espera a su esposa:

            “Espera en tu Jesús siempre, siempre”.

            Venga Él a nuestras almas, venga a nuestras casas; venga con nosotros para compartir alegrías y dolores, fatigas y esperanzas.

            Deja hacer a mi Amor y aumenta tu fe, tu esperanza.

            Sígueme en la oscuridad, en las sombras porque conoces el «camino».

            ¡Espera en Mí, espera en Jesús!

            Después del camino de la esperanza y de la espera vendrá la victoria.

            Para llamarte a las cosas del Cielo”.

Portadora de esperanza en morir y en interceder
           
También en la enfermedad y en la muerte, Vera Grita testificó la esperanza cristiana. Sabía que, cuando su misión estuviera cumplida, también la vida en la tierra terminaría. «Esta es tu tarea y cuando esté terminada saludarás la tierra por los Cielos»: por lo tanto, no se sentía “propietaria” del tiempo, sino que buscaba la obediencia a la voluntad de Dios.
            En los últimos meses, a pesar de una condición que se agravaba y expuesta a un empeoramiento del cuadro clínico, la Sierva de Dios atestiguó serenidad, paz, percepción interior de un “cumplimiento” de su propia vida.
            En los últimos días, aunque estaba naturalmente apegada a la vida, don Giuseppe Formento la describió «ya en paz con el Señor». En tal espíritu pudo recibir la Comunión hasta pocos días antes de morir, y recibir la Unción de los Enfermos el 18 de diciembre.
            Cuando la hermana Pina fue a visitarla poco antes de la muerte – Vera había estado aproximadamente tres días en coma – contraviniendo su habitual reserva le dijo que había visto en esos días muchas cosas, cosas bellísimas que lamentablemente no le quedaba tiempo para contar. Había sabido de las oraciones de Padre Pío y del Papa Bueno por ella, además añadió – refiriéndose a la Vida eterna – «Todos ustedes vendrán al paraíso conmigo, estén seguros de ello».
            Liliana Grita también testificó cómo, en el último período, Vera «sabía más del Cielo que de la tierra». De su vida se extrajo el siguiente balance: «ella, tan sufriente, consolaba a los demás, infundiéndoles esperanza y no dudaba en ayudarles». Muchas gracias atribuidas a la mediación intercesora de Vera se refieren, por último, a la esperanza cristiana. Vera – incluso durante la Pandemia de Covid 19 – ayudó a muchos a reencontrar las razones de la esperanza y fue para ellos protección, hermana en el espíritu, ayuda en el sacerdocio. Ayudó interiormente a un sacerdote que tras un Ictus había olvidado las oraciones, no pudiendo ya pronunciarlas con su extremo dolor y desorientación. Hizo que muchos volvieran a orar, pidiendo la curación de un joven padre afectado por una hemorragia.
            También la hermana María Ilaria Bossi, Maestra de Novicias de las Benedictinas del Santísimo Sacramento de Ghiffa, señala cómo Vera – hermana en el espíritu – es un alma que dirige al Cielo y acompaña hacia el Cielo: «La siento hermana en el camino hacia el cielo… Muchos […] que en ella se reconocen, y a ella se refieren, en el camino evangélico, en la carrera hacia el cielo».
            En resumen, se comprende cómo toda la historia de Vera Grita ha sido sostenida no por esperanzas humanas, por el mero mirar al “mañana” esperando que sea mejor que el presente, sino por una verdadera Esperanza teologal: «era serena porque la fe y la esperanza siempre la han sostenido. Cristo estaba en el centro de su vida, de Él extraía la fuerza. […] era una persona serena porque tenía en el corazón la Esperanza teologal, no la esperanza superficial […], sino aquella que deriva solo de Dios, que es don y nos prepara para el encuentro con Él».

            En una oración a María de la Obra de los Tabernáculos Vivos, se lee: «Súbenos [María] de la tierra para que desde aquí vivamos y seamos para el Cielo, para el Reino de tu hijo». Es bonito también recordar que don Gabriello tuvo que peregrinar en la esperanza entre tantas pruebas y dificultades, como escribe en una carta a Vera del 4 de marzo de 1968 desde Florencia: «Sin embargo, siempre debemos esperar. La presencia de las dificultades no quita que al final el bien, lo bueno, lo bello triunfarán. Regresará la paz, el orden, la alegría. El hombre, hijo de Dios, recuperará toda la gloria que tuvo desde el principio. El hombre será salvo en Jesús y encontrará en Dios todo bien. He aquí que entonces regresan a la mente todas las cosas bellas prometidas por Jesús y el alma en Él encuentra su paz. Ánimo: ahora estamos como en combate. Vendrá el día de la victoria. Es certeza en Dios».

             En la iglesia de Santa Corona en Pietra Ligure, Vera Grita participaba en la Misa y se iba a orar durante los largos ingresos. Su testimonio de fe en la presencia viva de Jesús Eucaristía y de la Virgen María en su breve vida terrena es un signo de esperanza y de consuelo, para aquellos en este lugar de cuidado que pedirán su ayuda y su intercesión ante el Señor para ser aliviados y liberados del sufrimiento.
            El camino de Vera Grita en la laboriosa operosidad de los días también ofrece una nueva perspectiva laica a la santidad, convirtiéndose en ejemplo de conversión, aceptación y santificación para los ‘pobres’, los ‘frágiles’, los ‘enfermos’ que en ella pueden reconocerse y encontrar esperanza.
            Escribe san Pablo, «que los sufrimientos del momento presente no son comparables a la gloria futura que debe ser revelada en nosotros». Con «impaciencia» esperamos contemplar el rostro de Dios ya que «en la esperanza hemos sido salvados» (Rom 8, 18.24). Por lo tanto, es absolutamente necesario esperar contra toda esperanza, «Spes contra spem». Porque, como escribió Charles Péguy, la Esperanza es una niña «irredutible». En comparación con la Fe que «es una esposa fiel» y la Caridad que «es una Madre», la Esperanza parece, a primera vista, que no vale nada. Y, sin embargo, es exactamente lo contrario: será precisamente la Esperanza, escribe Péguy, «que vino al mundo el día de Navidad» y que «trayendo a las otras, atravesará los mundos».
            «Escribe, Vera de Jesús, yo te daré luz. El árbol florecido en primavera ha dado sus frutos. Muchos árboles deberán volver a florecer en la temporada oportuna para que los frutos sean copiosos… Te pido que aceptes con fe cada prueba, cada dolor por Mí. Verás los frutos, los primeros frutos de la nueva floración». (Santa Corona – 26 de octubre de 1969 – Fiesta de Cristo Rey – Penúltimo mensaje).




La educación según San Francisco de Sales

La educación según San Francisco de Sales es un camino de amor y cuidado de los jóvenes, basado en reglas indispensables: dulzura, comprensión y corrección equilibrada. Desde la familia hasta la sociedad, San Francisco pide a los responsables que muestren un afecto sincero, conscientes de que los jóvenes necesitan ser guiados con paciencia e inspiración. La educación es un don que ayuda a formar almas libres, capaces de pensar y actuar en armonía. Como un maestro de montaña, el obispo de Saboya nos recuerda que corregir significa acompañar, salvaguardando la espontaneidad de los corazones en crecimiento, y apuntando siempre a la transformación interior. Así nace una educación integral.

Un deber que hay que cumplir con amor
            La educación es un fenómeno universal, basado en las leyes de la naturaleza y de la razón. Es el mejor regalo que los padres pueden hacer a sus hijos, en quienes alimentará la gratitud y la piedad filial. Hablando de aquellos que son responsables de los demás, tanto en la familia como en la sociedad, Francisco de Sales recomienda que muestren amor: «Que cumplan, pues, su deber con amor».
            Los jóvenes necesitan orientación. Si es cierto que «quien se gobierna a sí mismo es gobernado por un gran necio», esto debería ser aún más cierto para los que aún no tienen experiencia. Del mismo modo, Celse-Bénigne, el hijo mayor de Madame de Chantal, que era una fuente de preocupación para su madre, necesitaba una guía que le ayudara a «saborear la bondad de la verdadera sabiduría a través de amonestaciones y recomendaciones».
            A un joven que estaba a punto de «lanzarse al mundo», le sugirió que buscara «algún espíritu cortés» al que pudiera visitar de vez en cuando para «recrearse y recuperar el aliento espiritual». Debemos hacer como el joven Tobías en la Biblia: enviado por su padre a una tierra lejana donde no conocía el camino, recibió este consejo: «Ve, pues, y busca un hombre que te guíe».
            Especialista en montaña, al obispo de Saboya le gustaba recordar a la gente que los que caminan por senderos escabrosos y resbaladizos necesitan estar atados, unidos unos a otros para avanzar con más seguridad. Siempre que podía, ofrecía ayuda y consejo a los jóvenes en peligro. A un joven colegial atrapado en el juego y el libertinaje, le escribió «una carta llena de buenas, amables y amistosas advertencias», invitándole a aprovechar mejor su tiempo.
            Un buen guía debe ser capaz de adaptarse a las necesidades y posibilidades de cada individuo. Francisco de Sales admiraba a las madres que sabían dar a cada uno de sus hijos lo que necesitaba y adaptarse a cada uno “según el alcance de su espíritu”. Así es como Dios acompaña a las personas. Su enseñanza se asemeja a la de un padre atento a las capacidades de cada uno: «Como un buen padre que lleva a su hijo de la mano», escribía a Juana de Chantal, «adaptará sus pasos a los tuyos y se contentará con no ir más deprisa que tú».

Elementos de psicología juvenil
            Para tener alguna posibilidad de éxito, el educador debe saber algo sobre los jóvenes en general y sobre cada joven en particular. ¿Qué significa ser joven? Comentando la famosa visión de la escalera de Jacob, el autor de la Introducción a la vida devota observa que los ángeles que subían y bajaban de la escalera tenían todos los atractivos de la juventud: estaban llenos de vigor y agilidad; tenían alas para volar y pies para caminar con sus compañeros; sus rostros eran bellos y alegres; «sus piernas, brazos y cabezas estaban todos descubiertos» y «el resto de sus cuerpos estaban cubiertos, pero con un manto hermoso y ligero».
            Pero no idealicemos demasiado esta edad de la vida. Para Francisco de Sales, la juventud es por naturaleza temeraria y atrevida; los jóvenes devoran todas las dificultades desde lejos y huyen de ellas desde cerca. ‘Joven y ardiente’ son dos adjetivos que a menudo van de la mano, especialmente cuando se usan para describir una mente “rebosante de concepciones y fuertemente inclinada a los extremos”. Y entre los riesgos de esta edad está «el ardor de una sangre joven que empieza a hervir y de un valor que aún no tiene la prudencia como guía».
            Los jóvenes son versátiles, se mueven y cambian con facilidad. Como los cachorros de perro que aman el cambio, los jóvenes son volubles e inconstantes, agitados por diversos «deseos de novedad y cambio», y son susceptibles de provocar «grandes y desafortunados escándalos». Es una edad en la que las pasiones son feroces y difíciles de controlar. Como las mariposas, revolotean alrededor del fuego con el riesgo de quemarse las alas.
            A menudo carecen de sabiduría y experiencia, porque el amor propio ciega la razón. Debemos temer en ellos estas dos actitudes opuestas: la vanidad, que en realidad es falta de valor, y la ambición, que es un exceso de valor que les lleva a buscar desmedidamente la gloria y el honor.
            Sin embargo, ¡qué maravilloso es cuando la juventud y la virtud se encuentran! Francisco de Sales admira a una joven que tenía todo para gustar en la primavera de su vida y que amaba y estimaba ‘las santas virtudes’. Alaba a todos aquellos que, durante su juventud, mantuvieron sus almas ‘siempre puras en medio de tantas infecciones’.
            Los jóvenes, en particular, son sensibles al afecto que reciben. «Es imposible expresar cuán amigos somos», le escribió a un padre acerca de su relación con su indisciplinado, incluso insoportable, hijo en la escuela. Como podemos ver, Francisco de Sales estaba feliz de proclamarse amigo de los jóvenes. De manera similar, le escribió a la madre de una niña de la que era padrino: «La querida ahijadita, según creo, tiene un secreto presentimiento de que la amo, tan fuerte es el afecto que me demuestra».
            Por último, «ésta es la edad adecuada para recibir impresiones», lo cual es bueno porque significa que los jóvenes pueden ser educados y son capaces de grandes cosas. El futuro pertenece a los jóvenes, como vimos en la abadía de Montmartre, donde fueron las jóvenes, con su abadesa aún más joven, quienes llevaron a cabo la «reforma».

El sentido de la educación
            Aunque el realismo exige que los educadores conozcan a las personas a las que se dirigen, nunca deben perder de vista el sentido de la finalidad de su acción. Nada mejor que una conciencia clara de los objetivos que nos fijamos, porque «todo agente actúa por el fin y en función del fin».
            ¿Qué es entonces la educación y cuál es su finalidad? La educación, dice Francisco de Sales, es “una multitud de solicitaciones, ayudas, beneficios y otros servicios necesarios para el niño, ejercidos y continuados hacia él hasta la edad en que ya no los necesita”. Dos cosas llaman la atención en esta definición: por un lado, la insistencia en la multitud de atenciones que requiere la educación y, por otro, su fin, que coincide con el momento en que el sujeto ha alcanzado la autonomía. Los niños son educados para alcanzar la libertad y el pleno control de sus vidas.
            Concretamente, el ideal educativo de Francisco de Sales parece girar en torno a la noción de armonía, es decir, la integración armónica de todos los diversos componentes que existen en el ser humano: «acciones, movimientos, sentimientos, inclinaciones, hábitos, pasiones, facultades y potencias». La armonía implica unidad, pero también distinción. La unidad requiere un mandamiento único, pero el mandamiento único no sólo debe respetar las diferencias, sino promover las distinciones en la búsqueda de la armonía. En la persona humana, el gobierno pertenece a la voluntad, a la que se refieren todos los demás componentes, cada uno en su lugar y en interdependencia con los demás.
            Francisco de Sales utiliza dos comparaciones para ilustrar su ideal. No carecen de analogía con los dos impulsos humanos fundamentales destacados por el psicoanálisis: la agresión y el placer. Un ejército es bello, explica, cuando está compuesto de partes distintas dispuestas de tal manera que juntas forman un solo ejército. La música es bella cuando las voces están unidas en la distinción y cuando son distintas, pero están unidas.

Partir del corazón
            «Quien ha conquistado el corazón del hombre, ha conquistado al hombre entero», escribe el autor de la Introducción a la vida devota. Esta regla general debería ser aplicable al campo de la educación. La expresión «conquistar el corazón» puede interpretarse de dos maneras. Puede significar que el educador debe apuntar al corazón, es decir, al núcleo interior de la persona, antes de preocuparse por su comportamiento exterior. Por otra parte, significa conquistar a la persona a través del afecto.
            El hombre se construye desde dentro: ésta parece ser una de las grandes lecciones de Francisco de Sales, educador y reformador de personas y comunidades. Era muy consciente de que su método no era compartido por todos, pues escribió: «Nunca he podido aprobar el método de aquellos que, para reformar al hombre, empiezan por el exterior, por el porte, la ropa, el cabello. Por tanto, hay que empezar por dentro, es decir, por el corazón, sede de la voluntad y fuente de todas nuestras acciones.
            El segundo punto consiste en intentar ganarse el afecto de los demás, para establecer con ellos una buena relación educativa. En una carta dirigida a una abadesa para aconsejarle sobre la reforma de su monasterio, compuesto en gran parte por jóvenes, encontramos valiosas indicaciones sobre cómo concebía el obispo saboyano su método de educación, de formación y, más precisamente en este caso, de «reforma». Ante todo, no debemos alarmarles dándoles la impresión de que queremos reformarles. El objetivo es que se reformen ellos mismos». Después de estos preliminares, hay que utilizar tres o cuatro «trucos». No es de extrañar, ya que la educación es también un arte, de hecho, el arte de las artes. El primero consiste en pedirles que hagan cosas a menudo, pero muy fácilmente y sin dar la impresión de estar haciéndolas. En segundo lugar, hay que hablar a menudo y en términos generales de lo que hay que cambiar, como si se pensara en otra persona. En tercer lugar, hay que tratar de hacer amable la obediencia, sin olvidar de nuevo mostrar sus beneficios y ventajas. Según Francisco de Sales, hay que preferir la amabilidad porque suele ser más eficaz. Por último, los responsables deben mostrar que no actúan por capricho, sino en virtud de su responsabilidad y con vistas al bien de todos.

Mandar, aconsejar, inspirar
            Parece que las intervenciones propuestas por Francisco de Sales en el campo de la educación siguen el modelo de las tres maneras que Dios utiliza con los hombres para indicarles su voluntad: mandamientos, consejos e inspiraciones.
            Es obvio que los padres y maestros tienen el derecho y el deber de ordenar a sus hijos o alumnos por su propio bien, y que ellos deben obedecer. Él mismo, en su responsabilidad de obispo, no dudaba en hacerlo cuando era necesario. Sin embargo, según Camus, aborrecía a los espíritus absolutos que querían ser obedecidos a voluntad y que todo debía ceder a su dominio. Decía que «quien ama ser temido, teme ser amado». En algunos casos, la obediencia puede ser forzada. Refiriéndose al hijo de uno de sus amigos, escribió a su padre: «Si persevera, nos daremos por satisfechos; si no lo hace, tendremos que recurrir a uno de estos dos remedios: o retirarlo a una escuela un poco más cerrada que ésta, o darle un maestro particular que sea un hombre y al que preste obediencia». ¿Se puede descartar por completo el uso de la fuerza?
            Usualmente, sin embargo, Francisco de Sales recurría a consejos, advertencias y recomendaciones. El autor de la Introducción a la Vida Devota se presenta a sí mismo como un consejero, un asistente, alguien que da ‘consejos’. Aunque a menudo usa el imperativo, es consejo lo que está dando, especialmente porque a menudo va acompañado de un condicional: ‘Si puedes hacerlo, hazlo’. A veces la recomendación se disfraza de declaración de valores: es bueno hacerlo, es mejor hacerlo así, etc.
            Pero cuando puede y su autoridad no está en entredicho, prefiere actuar por inspiración, sugerencia o insinuación. Es el método salesiano por excelencia, que respeta la libertad humana. Le parecía particularmente adecuado para elegir un estado de vida. Es el método que recomendó a Madame de Chantal para la vocación que quería para sus hijos, «inspirándoles suavemente pensamientos en sintonía con ella».
            Pero la inspiración no se comunica sólo con palabras. Los cielos no hablan, dice la Biblia, sino que proclaman la gloria de Dios con su testimonio silencioso. Del mismo modo, «el buen ejemplo es una predicación silenciosa», como la de San Francisco que, sin decir una sola palabra, atrajo con su ejemplo a un gran número de jóvenes. En efecto, el ejemplo lleva a la imitación. Los pequeños ruiseñores aprenden a cantar con los grandes, recordó, y «el ejemplo de los que amamos ejerce sobre nosotros una influencia y una autoridad suaves e imperceptibles», hasta el punto de que nos vemos obligados a dejarlos o a imitarlos.

¿Cómo corregir?
            El espíritu de corrección consiste en «resistir al mal y reprimir los vicios de aquellos que nos han sido confiados, constante y valientemente, pero con dulzura y tranquilidad». Sin embargo, las faltas deben corregirse sin demora, mientras son pequeñas, «porque si esperas a que crezcan, no podrás curarlas fácilmente».
            La severidad es a veces necesaria. Los dos jóvenes religiosos que daban escándalo debían ser reconducidos al buen camino si se quería evitar un gran número de consecuencias lamentables. Aunque su juventud haya podido servir de excusa, «la continuación de su conducta los hace ahora imperdonables». Incluso hay casos en los que es necesario «mantener a los malvados en cierto temor por la resistencia que opondrán». El obispo de Ginebra cita una carta de san Bernardo a los frailes de Roma que necesitaban corrección, en la que «les habla con propiedad y con un jabón suficientemente caliente. Hagamos como el cirujano, pues “es una amistad débil o mala ver perecer al amigo y no ayudarle, verle morir de apostasía y no atreverse a darle el filo de la navaja de la corrección para salvarle”.

            Sin embargo, la corrección debe administrarse sin pasión, porque «un juez castiga mucho mejor a los malvados cuando dicta sus sentencias con razón y con espíritu de tranquilidad, que cuando las dicta con ímpetu y pasión, sobre todo porque, juzgando con pasión, no castiga las faltas según lo que son, sino según lo que él mismo es». Del mismo modo, «las amonestaciones suaves y cordiales de un padre tienen mucho más poder para corregir a un hijo que su cólera y su ira». Por eso es importante guardarse de la ira. La primera vez que sientas ira, le dijo a Filotea, «debes reunir rápidamente tus fuerzas, no de repente ni impetuosamente, sino con suavidad y seriedad». En una carta a una monja que se había quejado de «una niña huraña y despistada» confiada a su cuidado, el obispo le dio este consejo: «No la corrijas, si puedes, con ira. No seamos como el rey Herodes o como esos hombres que dicen que gobiernan cuando se les teme, cuando gobernar es ‘ser amado’.
            Hay muchas maneras de corregir. Una de las mejores no es tanto reprender lo que es negativo, sino fomentar todo lo que es positivo en una persona. Es lo que se llama «corregir por inspiración», porque «es maravilloso cómo la dulzura y la belleza de algo bueno atraen poderosamente a los corazones».

            Su discípulo, Jean-Pierre Camus, contó la historia de una madre que maldijo a su hijo que la había insultado. Se pensó que el obispo debería hacer lo mismo, pero él respondió: “¿Qué quieres que haga? Tenía miedo de derramar en un cuarto de hora el poco licor de bondad que intento reunir desde hace veintidós años”. Fue de nuevo Camus quien relató esta «inolvidable» frase de su maestro: «Recuerda que se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre.

            La amabilidad es preferible con los demás, pero también con nosotros mismos. Todo el mundo debería estar preparado para reconocer sus errores con calma y corregirse sin enfadarse. He aquí un buen consejo para una «pobre chica» enfadada consigo misma: «Dile que, por mucho que se queje, nunca se sorprenderá ni se enfadará consigo misma».

Educación progresiva
            San Francisco de Sales, que tenía sentido de lo real y de lo posible, así como la moderación y el tacto necesarios, estaba convencido de que los grandes proyectos sólo se consiguen con paciencia y tiempo. La perfección nunca es el punto de partida y probablemente nunca se alcanzará, pero el progreso siempre es posible. El crecimiento tiene sus propias leyes que hay que respetar: las abejas fueron primero larvas, luego ninfas y finalmente abejas «formadas, hechas y perfectas».
            Hacer las cosas ordenadamente, una tras otra, sin aspavientos, incluso con cierta lentitud, pero sin detenerse nunca, éste parece ser el ideal del obispo de Ginebra. Avancemos, decía, y «por muy despacio que avancemos, recorreremos un largo camino». Del mismo modo, recomendó a una abadesa que tenía la onerosa tarea de reformar su monasterio: «Debes tener un corazón grande y perdurable». La ley de la progresión es universal y se aplica en todos los campos».
            Para ilustrar su pensamiento, el santo de la dulzura utilizó innumerables comparaciones e imágenes para inculcar el sentido del tiempo y la necesidad de perseverar. Algunas personas tienen tendencia a volar antes de tener alas, o de repente quieren ser ángeles, cuando no son más que hombres y mujeres de bien. Cuando los niños son pequeños, les damos leche, y cuando crecen y empiezan a tener dientes, les damos pan y manteca.
            Un punto importante es no tener miedo a repetir lo mismo una y otra vez. Debemos imitar a los pintores y escultores que crean sus obras repitiendo los trazos del pincel y el cincel. La educación es un largo viaje. Por el camino, hay que purificarse de muchos «humores» negativos, y esta purificación es lenta. Pero no hay que desanimarse. La lentitud no significa resignación o espera casual. Al contrario, hay que aprender a aprovecharlo todo al máximo, sin perder el tiempo y sabiendo utilizar “nuestros años, nuestros meses, nuestras semanas, nuestros días, nuestras horas, incluso nuestros momentos”.
            La paciencia, a menudo enseñada por el Obispo de Ginebra, es una paciencia activa que nos permite avanzar, aunque sea a pequeños pasos. «Poco a poco y pie a pie, debemos adquirir este dominio», escribió a una impaciente Filotea. Aprendemos ‘primero a caminar a pequeños pasos, luego a apresurarnos, después a caminar a medias, finalmente a correr’. El crecimiento hacia la edad adulta comienza lentamente y se acelera cada vez más, al igual que la formación y la educación. Por último, la paciencia se nutre de la esperanza: “No hay tierra tan ingrata que el amor del trabajador no la abone”.

Educación integral
            De lo que se ha dicho hasta ahora, ya está bastante claro que, para Francisco de Sales, la educación no podía confundirse con una sola dimensión de la persona, tal como la educación, o los buenos modales, o incluso una educación religiosa desprovista de fundamentos humanos. Por supuesto, no se puede negar la importancia de cada una de estas áreas en particular. En cuanto a la educación y la formación de la mente, basta recordar el tiempo y el esfuerzo que dedicó durante su juventud a la adquisición de una elevada cultura intelectual y «profesional», así como el cuidado que dedicó a la educación en su diócesis.
            Sin embargo, su principal preocupación fue la formación integral de la persona humana, entendida en todas sus dimensiones y dinámicas. Para demostrarlo, nos centraremos en cada una de las dimensiones constitutivas de la persona humana en su totalidad simbólica: el cuerpo con todos sus sentidos, el alma con todas sus pasiones, la mente con todas sus facultades y el corazón, sede de la voluntad, el amor y la libertad.