El ejercicio de la “buena muerte” en la experiencia educativa de Don Bosco (2/5)

(continuación del artículo anterior)

1. El ejercicio de la buena muerte en las instituciones salesianas y la tradición secular de las Praeparationes ad mortem

            Desde los comienzos del Oratorio establecido en Valdoco (1846-47), Don Bosco propuso a los jóvenes el ejercicio mensual de la buena muerte como medio ascético destinado a estimular -a través de una visión cristiana de la muerte- una actitud constante de conversión y superación de las limitaciones personales y a asegurar, mediante una confesión y una comunión bien hechas, las condiciones espirituales y psicológicas favorables para un camino fecundo de vida cristiana y la construcción de las virtudes, en dócil cooperación con la acción de la gracia de Dios. Esta práctica se realizaba entonces en la mayoría de las parroquias, instituciones religiosas y educativas. Era para el pueblo el equivalente del retiro mensual. En los Oratorios Salesianos se celebraba el último domingo de cada mes, y consistía, como leemos en la Regla, “en una cuidadosa preparación, a fin de hacer una buena confesión y comunión, y reparar cosas espirituales y temporales, como si estuviéramos al final de la vida”.[1]
            El ejercicio se convirtió en una práctica común en todas las instituciones educativas salesianas. En los colegios e internados se realizaba el último día del mes, en común entre educadores y muchachos.[2] Las propias Constituciones Salesianas, desde el primer borrador, establecieron su normatividad: “El último día de cada mes será un día de retiro espiritual, en el que, dejando en lo posible los asuntos temporales, cada uno se recogerá en sí mismo, hará el ejercicio de la buena muerte, disponiendo las cosas espirituales y temporales, como si fuera a dejar el mundo y partir hacia la eternidad”.[3]
            El procedimiento era sencillo. Los muchachos, reunidos en la capilla, pronunciaban comunitariamente las fórmulas propuestas en el Joven Instruido, que proporcionaban el significado espiritual y teológico esencial de la práctica. En primer lugar, se recitaba la oración del Papa Benedicto XIII “para implorar a Dios la gracia de no morir de muerte súbita” y obtener, por los méritos de la pasión de Cristo, no ser sacado “tan pronto de este mundo”, para tener aún un suficiente “espacio de penitencia” y prepararse a “un feliz y gracioso tránsito […], para amarte [Señor Jesús] con todo mi corazón, alabarte y bendecirte para siempre”. A continuación se leía la oración a San José para implorar “el pleno perdón” de los propios pecados, la gracia de imitar sus virtudes, de caminar “siempre por el camino que conduce al Cielo” y de ser defendido “de los enemigos del alma en ese último momento de la vida; para que confortado por la dulce esperanza de volar […] a poseer la gloria eterna en el Paraíso, pueda expirar pronunciando los santísimos nombres de Jesús, José y María”. Por último, un lector enunciaba las letanías de la buena muerte, a cada una de las cuales se respondió con la jaculatoria “Jesús misericordioso, ten piedad de mí”.[4] Al ejercicio devocional siguió la confesión personal y la comunión “general”. Para la ocasión se invitaba a confesores “extraordinarios”, de modo que todos tuvieran la oportunidad y la plena libertad de dirimir asuntos de conciencia.
            Los religiosos salesianos, además de las oraciones recitadas en común con los alumnos, hacían un examen de conciencia más articulado. El 18 de septiembre de 1876, Don Bosco explicó a los discípulos cómo hacerlo fructífero:

             “Será útil comparar mes a mes: ¿obtuve beneficios en este mes, o hubo retroceso en mí? Luego pase a los detalles: en esta virtud, en esta virtud, ¿cómo me comporté?
            Y sobre todo repasemos lo que constituye el objeto de los votos y las prácticas de piedad: con respecto a la obediencia, ¿cómo me he comportado? ¿He progresado? Por ejemplo, ¿hice aquella asistencia que se me encomendó? ¿Cómo la hice? ¿En esa escuela cómo me comprometí? En cuanto a la pobreza, ya sea en ropa, comida, celda, ¿tengo algo que no sea pobre? ¿he deseado la glotonería? ¿me he quejado cuando me faltaba algo? Pasemos luego a la castidad: ¿no he dado lugar en mí a malos pensamientos? ¿me he desprendido cada vez más del amor de los parientes? ¿me he mortificado en la gula, la apariencia, etc.?
            Y así revisar las prácticas de piedad y notar especialmente si hubo tibieza ordinaria, si las prácticas se realizaban con calma.
            Este examen, ya sea más largo o más corto, debe hacerse siempre. Puesto que hay varios que tienen ocupaciones de las que no pueden eximirse en ningún día del mes, será lícito mantener estas ocupaciones, pero que cada uno en dicho día haga a su [manera] llevar a cabo estas consideraciones y tomar buenas resoluciones especiales”.[5]

            Se trataba, por tanto, de estimular el seguimiento regular de la propia vida en función perfectiva. Esta función primordial de estímulo y apoyo al crecimiento virtuoso explica por qué Don Bosco, en la introducción a las Constituciones, llegó a afirmar que la práctica mensual de la buena muerte, junto con los ejercicios espirituales anuales, constituye “la parte fundamental de las prácticas de piedad, la que en cierto modo las engloba a todas”, y concluía diciendo: “Creo que puede decirse que la salvación de un religioso está asegurada si cada mes se acerca a los santos sacramentos y ajusta los aspectos de su conciencia, como si tuviera que partir de esta vida para la eternidad”.[6]
            Con el tiempo, el ejercicio mensual se fue perfeccionando, como leemos en una nota insertada en las Constituciones promulgadas por el P. Michael Rua tras el 10º Capítulo General:

“a. El ejercicio de la buena muerte debe hacerse en común, y además de lo que prescriben nuestras Constituciones, deben tenerse en cuenta estas reglas: I) Además de la meditación habitual por la mañana, se ha de hacer otra media hora de meditación por la tarde, y esta meditación ha de tratar sobre algún novísimo; II) Se ha de hacer como una revisión mensual de la conciencia, y la confesión de ese día ha de ser más precisa de lo habitual, como si de hecho fuera la última de la vida, y se ha de recibir la Sagrada Comunión. III) Después de la misa y de las oraciones habituales, se recitarán las oraciones indicadas en el manual de piedad; IV) Se reflexionará durante al menos media hora sobre los progresos o retrocesos que se han hecho en la virtud durante el mes pasado, especialmente en lo que se refiere a las intenciones hechas en los ejercicios espirituales, la observancia de las Reglas, y se tomarán resoluciones firmes para una vida mejor; V) Ese día deberán releerse todas, o al menos parte, de las Constituciones de la Pía Sociedad; VI) También será bueno elegir un santo patrón para el mes que está a punto de comenzar.
            b. Si alguien no puede, debido a sus ocupaciones, hacer el ejercicio de la buena muerte en común, ni realizar todas las obras de piedad mencionadas, deberá, con el permiso del director, realizar sólo aquellas obras que sean compatibles con su empleo, posponiendo las demás para un día más conveniente”.[7]

            Estas indicaciones revelan una continuidad y una armonía sustanciales con la tradición secular de la preparatio ad mortem, ampliamente documentada por la producción de libros desde principios del siglo XVI. Las llamadas evangélicas a una espera vigilante y operativa (cf. Mt 24:44; Lc 12, 40), a mantenerse preparado para el juicio que determinará el destino eterno de cada uno entre los “bienaventurados” o los “malditos” (Mt 25, 31-46), junto con la admonición cuaresmal “Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris”, a lo largo de los siglos han alimentado constantemente las consideraciones de maestros espirituales y predicadores, han inspirado representaciones artísticas, se han traducido en rituales, prácticas devotas y penitenciales, han sugerido intenciones y anhelos amorosos de comunión eterna con Dios. También han suscitado temores, ansiedades, a veces angustias, según las sensibilidades espirituales y las visiones teológicas de las distintas épocas.
            Las eruditas reflexiones sapienciales del De praeparatione ad mortem de Erasmo y otros humanistas,[8] imbuidas de un genuino espíritu evangélico pero tan eruditas que parecían ejercicios retóricos, habían ido dejando paso entre el siglo XVII y principios del XVIII a las exhortaciones morales de los predicadores y las consideraciones meditativas de los espiritualistas. Un panfleto del cardenal Giovanni Bona afirmaba que es la mejor preparación para la muerte remota, llevada a cabo a través de una vida virtuosa en la que se practica a diario el morir a uno mismo y huir de toda forma de pecado, para vivir según la ley de Dios en comunión orante con él;[9] instaba a la oración constante para obtener la gracia de una muerte feliz; sugirió dedicar un día al mes a prepararse cerca de la muerte en silencio y meditación, purificando el alma con una “confesión muy diligente y dolorosa”, tras un examen preciso del propio estado, y acercándose a la Comunión per modum Viatici, con intensa devoción;[10] invitaba entonces a terminar el día imaginándose en el lecho de muerte, en el momento de su último instante:

“Renovarás más intensamente los actos de amor, de acción de gracias y de deseo de ver a Dios; pedirás perdón por todo; dirás: “Señor Jesucristo, en esta hora de mi muerte, pon tu pasión y tu muerte entre tu juicio y mi alma. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Ayudadme, santos de Dios, apresuraos, oh ángeles, a sostener mi alma y a ofrecerla ante el Altísimo” […]. Entonces te imaginarás que tu alma está siendo conducida al terrible juicio de Dios y que, por las oraciones de los santos, tu vida será prolongada para que puedas hacer penitencia: entonces, proponiéndote a la fuerza vivir más santamente, en el futuro te considerarás y te comportarás como muerto para el mundo y viviendo sólo para Dios y para la penitencia.”[11]

            Juan Bona cerró su Praeparatio ad mortem con una devota aspiración centrada en el anhelo del Paraíso impregnada de un intenso inspiración mística.[12] El cardenal cisterciense había sido alumno de los jesuitas. De ellos había extraído la idea de la jornada mensual de preparación a la muerte.
            La meditación sobre la muerte era parte integrante de los ejercicios espirituales y de las misiones populares: la muerte es cierta, el momento de su llegada es incierto, debemos estar preparados porque cuando llegue, Satanás multiplicará sus asaltos para arruinarnos eternamente: “¿Qué consecuencia entonces? […] Vestirse bien ahora en vida. No os contentéis con vivir en gracia de Dios, ni permanezcáis un solo instante en el pecado; sino vivid habitualmente una vida tal, por el ejercicio continuo de las buenas obras, que en el último momento el Diablo no tenga la tentación de hacerme perder para toda la Eternidad.”[13]
            A partir del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, los predicadores acentuaron la importancia del tema, modulando sus reflexiones según la sensibilidad del gusto barroco, con una fuerte acentuación de los aspectos dramáticos, sin distraer por ello la atención de los oyentes de lo esencial: la aceptación serena de la muerte, la llamada a la conversión del corazón, la vigilancia constante, el fervor en las obras virtuosas, la ofrenda de sí mismo a Dios y el anhelo de la comunión eterna de amor con él. Poco a poco, el ejercicio de la buena muerte fue adquiriendo una importancia cada vez mayor, hasta convertirse en una de las principales prácticas ascéticas del catolicismo. Un modelo de cómo debía llevarse a cabo se ofrece, por ejemplo, en un panfleto del siglo XVII de un jesuita anónimo:

“Escoged un día en cada mes de los más libres de todo otro asunto, en el que debéis dedicaros con particular diligencia a la Oración, Confesión, Comunión y la visita del Santísimo Sacramento.
La Oración de este día deberá ser de dos horas dos veces: y el tema de la misma puede ser el que mencionaremos. En la primera hora, conciba tan vívidamente como pueda el estado en el que se encuentra ya moribundo […]. Considera lo que te gustaría haber hecho cuando estés muriendo, primero hacia Dios, segundo hacia ti mismo, tercero hacia tu prójimo, mezclando en esta meditación varios afectos fervientes, y de arrepentimiento, y de intenciones, y de peticiones al Señor, para implorar de él la virtud de enmendarte. La segunda Oración tendrá como tema los motivos más fuertes que puedan encontrarse para aceptar voluntariamente de Dios la muerte […]. Los afectos de esta Meditación serán una ofrenda de la propia vida al Señor, una protesta, de que si pudiéramos prolongarla, más allá de su divinísima bendición, no lo haríamos; una petición, de ofrecer este sacrificio con ese espíritu de amor, que requiere el respeto debido a su amorosísima Providencia, y disposición.
            La confesión la debe hacer con más particular diligencia, y como si fuera la última vez que va a bañarse en la preciosísima sangre de Jesucristo […].
También la Comunión debe hacerse con una preparación más extraordinaria, y como si comulgarais el Viático, adorando a ese Señor a quien esperáis adorar por toda la Eternidad; dándole gracias por la vida que os ha concedido, pidiéndole perdón por haberla gastado tan mal; ofreciéndoos dispuestos a terminarla, porque Él así lo desea, y pidiendo finalmente su gracia para que os asista en este gran paso, a fin de que vuestra alma, apoyada en su Amado, pueda pasar sana y salva de este Desierto al Reino.”[14]

            El compromiso de difundir la práctica de la buena muerte no limitó las consideraciones de los predicadores y directores espirituales al tema de los novísimos, como si quisieran basar el edificio espiritual únicamente en el miedo a la condena eterna. Estos autores conocían los daños psicológicos y espirituales que la ansiedad y la angustia por la propia salvación producían en las almas más sensibles. Las colecciones de meditaciones producidas entre finales del siglo XVII y mediados del XVIII no sólo insistían en la misericordia y el abandono de Dios en él, para conducir a los fieles al estado permanente de serenidad espiritual propio de quienes han integrado la conciencia de su propia finitud temporal en una sólida visión de la fe, sino que abarcaban todos los temas de la doctrina y la práctica cristianas, de la moral privada y pública: verdad de la fe y temas evangélicos, vicios y virtudes, sacramentos y oración, obras de caridad espirituales y materiales, ascesis y mística. La consideración del destino eterno del hombre se amplió a la propuesta de una vida cristiana ejemplar y ardiente, que se tradujo en vías espirituales orientadas a la santificación personal y al refinamiento de la vida cotidiana y social, sobre el telón de fondo de una teología sustancial y de una antropología cristiana depurada.
            Uno de los ejemplos más elocuentes lo proporcionan los tres volúmenes del jesuita Giuseppe Antonio Bordoni, que recogen las meditaciones ofrecidas cada semana durante más de veinte años a los hermanos de la Compañia della buena muerte, que él estableció en la iglesia de Santi Martiri de Turín (1719). La obra fue muy apreciada por su solidez teológica, su forma desprovista de adornos retóricas y su riqueza de ejemplos concretos, y se reimprimió decenas de veces hasta el umbral del siglo XX.[15] También vinculados al ambiente religioso turinés están los Discorsi sacri e morali per l’esercizio della buona morte -más marcados por el gusto de la época pero igual de sólidos- predicados en la segunda mitad del siglo XVIII por el sacerdote Giorgio Maria Rulfo, director espiritual de la Compagnia dell’Umiltà formada por damas de la nobleza saboyana.[16]
            La práctica propuesta por San Juan Bosco a los alumnos del Oratorio y de las instituciones educativas salesianas tenía, por tanto, una sólida tradición espiritual de referencia.

(continuación)


[1] Juan Bosco, Regolamento dell’Oratorio di S. Francesco di Sales per gli esterni, Turín, Tipografía Salesiana, 1877, 44.

[2] Cf. Juan Bosco, Reglamento para las casas de la Sociedad de San Francisco de Sales, Turín, Tipografía Salesiana, 1877, 63 (parte II, capítulo II, art. 4): “[…] Una vez al mes se hará por todos el ejercicio de la buena muerte, preparándose para ello con algún sermón u otro ejercicio de piedad”.

[3] [Juan Bosco], Regole o Costituzioni della Società di S. Francesco di Sales secondo il Decreto di approvazione del 3 aprile 1874, Torino, Tipografia Salesiana, 1877, 81 (cap. XIII, art. 6). Lo mismo se estableció en las Constituciones de las Hijas de María Auxiliadora, con una redacción muy similar: “El primer domingo o el primer jueves del mes será un día de retiro espiritual, en el que, dejando en lo posible los asuntos temporales, cada una se recogerá, hará el Ejercicio de la buena muerte, ordenando sus cosas espirituales y temporales, como si tuviera que dejar el mundo e ir a la Eternidad. Que se haga alguna lectura según la necesidad, y cuando sea posible la Superiora procurará del Director un sermón o una conferencia sobre el tema”, Reglas o Constituciones para las Hijas de María Auxiliadora agregadas a la Sociedad Salesiana (ed. 1885), Título XVII, art. 5, en Juan Bosco, Constituciones para el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora (1872-1885). Textos críticos editados por Cecilia Romero, Roma, LAS, 1983, 325.

[4] Giovanni Bosco, Il giovane provveduto per la pratica de’ suoi obblighi degli esercizi di pietà cristiana per la recita dell’uffizio della Beata Vergine e de principali vespri dell’anno coll aggiunta di una scelta di laudi sacre ecc., Torino, Tipografia Paravia e Comp. 1847, 138-142.

[5] Archivo Central Salesiano, A0000409 Sermones de Don Bosco – Ejercicios Lanzo 1876, cuaderno XX, ms de Giulio Barberis, pp. 10-11.

[6] Juan Bosco, Ai Soci Salesiani, en Reglas o Constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales (ed. 1877), 38.

[7] Constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales precedidas de una introducción escrita por el Fundador San Juan Bosco, Turín, Tipografía Salesiana, 1907, 227- 231.

[8] Des. Erasmi Roterodami liber cum primis pius, de praeparatione ad mortem, nunc primum et conscriptus et aeditus…, Basileae, in officina Frobeniana per Hieronymum Frobenium & Nicolaum Episcopium 1533, 3-80 (Quomodo se quisque debeat praeparare ad mortem). Cf. también Pro salutari hominis ad felicem mortem praeparatione, hinc inde ex Scriptura sacra, et sanctis, doctis, et christianissimis doctoribus, ad cujusdam petitionem, et aliorum etiam utilitatem, a Sacrarum literarum professor Ludovico Bero conscripta et nunc primum edita, Basileae, per Joan. Oporinum, 1549.

[9] Giovanni Bona, De praeparatione ad mortem…, Roma, in Typographia S. Michaelis ad Ripam per Hieronimum Maynardi, 1736, 11-13.

[10] Ibídem, 67-73.

[11] Ibídem, 74-75.

[12] Ibídem, 126-132: “Affectus animae suspirantis ad Paradisum”.

[13] Carlo Ambrogio Cattaneo, Ejercicios espirituales de San Ignacio, Trento, para Gianbatista Monauni, 1744, 74.

[14] Esercizio di preparazione alla morte proposto da un religioso della Compagnia di Gesù per indirizzo di chi desidera far bene un tale passo, Roma, per gl’Eredi del Corbelletti [1650], ff. 3v-6v.

[15] Giuseppe Antonio Bordoni, Discorsi per l’esercizio della buona morte, Venecia, en la imprenta de Andrea Poletti, 1749-1751, 3 vols.; la última edición es la de Turín de Pietro Marietti en 6 volúmenes (1904-1905).

[16] Giorgio Maria Rulfo, Discorsi sacri, e morali per l’esercizio della buona morte, Turín, presso i librai B.A. Re e G. Rameletti, 1783-1784, 5 vols.




El ejercicio de la «buena muerte» en la experiencia educativa de Don Bosco (1/5)

La celebración anual de la memoria de todos los difuntos pone ante nuestros ojos una realidad que nadie puede negar: el final de nuestra vida terrenal. Para muchos, hablar de la muerte parece algo macabro, que hay que evitar a toda costa. Pero no fue así para San Juan Bosco; durante toda su vida cultivó el Ejercicio de la Buena Muerte, fijando para ello el último día del mes. Quién sabe si no fue ésta la razón por la que el Señor se lo llevó el último día de enero de 1888, encontrándolo preparado…

            Jean Delumeau, en la introducción a su obra sobre El miedo en Occidente, relata la angustia que sintió a los doce años cuando, como nuevo alumno de un internado salesiano, escuchó por primera vez las “inquietantes secuencias” de la letanía de la buena muerte, seguidas de un Padrenuestro y un Avemaría “por aquel de entre nosotros que será el primero en morir”. A partir de esa experiencia, de sus antiguos temores, de sus difíciles esfuerzos por acostumbrarse al miedo, de sus meditaciones adolescentes sobre los fines últimos, de su paciente búsqueda personal de la serenidad y la alegría en la aceptación, el historiador francés ha elaborado un proyecto de investigación historiográfica centrado en el papel de la “culpabilización” y la “pastoral del miedo” en la historia de Occidente y ha trazado la clave interpretativa “de un panorama histórico muy amplio: para la Iglesia”, escribe, “el sufrimiento y la aniquilación (temporal) del cuerpo son menos temibles que el pecado y el infierno. El hombre no puede hacer nada contra la muerte, pero -con la ayuda de Dios- le es posible evitar el castigo eterno. A partir de ese momento, un nuevo tipo de miedo -teológico- sustituyó a otro anterior, visceral y espontáneo: era un aderezo heroico, pero aún así un aderezo, ya que introducía una salida donde no había más que vacío; de este tipo fue la lección que los religiosos encargados de mi educación intentaron enseñarme”[1].
            Incluso Umberto Eco recordaba con irónica simpatía el ejercicio de la buena muerte que le propusieron en el Oratorio de Nizza Monferrato:

“Las religiones antiguas, los mitos, los rituales hicieron que la muerte, aunque siempre temible, nos resultara familiar. Estábamos acostumbrados a aceptarla por las grandes celebraciones fúnebres, los gritos de las preces, las grandes misas de Réquiem. Nos preparaban para la muerte con sermones sobre el infierno, e incluso durante mi infancia me invitaban a leer las páginas sobre la muerte del Joven Instruido de Don Bosco, que no era sólo el cura alegre que hacía jugar a los niños, sino que tenía una imaginación visionaria y extravagante. Nos recordó que no sabemos dónde nos sorprenderá la muerte, si en nuestra cama, en el trabajo o en la calle, por la rotura de una vena, un catarro, un torrente de sangre, una fiebre, una llaga, un terremoto, la caída de un rayo, “quizá tan pronto como hayamos terminado de leer esta consideración. En ese momento sentiremos la cabeza oscurecida, los ojos doloridos, la lengua reseca, las mandíbulas cerradas, el pecho oprimido, la sangre helada, la carne consumida, el corazón traspasado. De ahí la necesidad de practicar el Ejercicio de la Buena Muerte […]. Puro sadismo, podría decirse. Pero, ¿qué enseñamos hoy a nuestros contemporáneos? Que la muerte se consume lejos de nosotros en el hospital, que ya no solemos seguir el ataúd hasta el cementerio, que ya no vemos a los muertos. […] Así, la desaparición de la muerte de nuestro horizonte inmediato de experiencia nos aterrorizará mucho más, cuando se acerque el momento, al enfrentarnos a este acontecimiento que también nos pertenece desde el nacimiento – y con el que el sabio se reconcilia a lo largo de la vida”[2].

            En las casas salesianas la práctica mensual de la buena muerte, con la recitación de las letanías incluidas por Don Bosco en el Joven Instruido, se mantuvo en uso desde 1847 hasta el umbral del Concilio[3]. Delumeau cuenta que cada vez que leía esas letanías a sus alumnos del Collège de France se daba cuenta de lo asombrados que estaban: “Es la prueba -escribe- de un cambio rápido y profundo de mentalidad de una generación a la siguiente”. Habiendo envejecido rápidamente después de haber estado de actualidad durante tanto tiempo, esta oración por una buena muerte se ha convertido en un documento de la historia en la medida en que refleja una larga tradición de pedagogía religiosa”[4]. El estudioso de las mentalidades, en efecto, nos enseña cómo los fenómenos históricos, para evitar anacronismos equívocos, deben abordarse siempre en relación con su coherencia interna y con respeto a la alteridad cultural, a la que debe remontarse toda representación mental colectiva, toda creencia y práctica cultural o cultual de las sociedades antiguas. Fuera de esos marcos antropológicos, de ese conjunto de conocimientos y valores, formas de pensar y sentir, hábitos y modelos de comportamiento predominantes en un contexto cultural determinado, que conforman la mentalidad colectiva, es imposible aplicar un enfoque crítico correcto.
            Por lo que a nosotros respecta, el relato de Delumeau es un documento de cómo el anacronismo no sólo debilita al historiador. Incluso el pastor y el educador corren el riesgo de perpetuar prácticas y fórmulas ajenas a los universos culturales y espirituales que las generaron: así, además de parecer cuando menos extrañas a las generaciones más jóvenes, pueden incluso resultar contraproducentes, al haber perdido el horizonte global de sentido y el “equipamiento mental y espiritual” que les daba sentido. Este fue el destino de la oración de la buena muerte repropuesta, durante más de un siglo, a los alumnos de las obras salesianas de todo el mundo, y luego -hacia 1965- completamente abandonada, sin ninguna forma de sustitución que salvaguardara sus aspectos positivos. El abandono no se debió únicamente a su obsolescencia. Era también un síntoma de ese proceso en curso de eclipse de la muerte en la cultura occidental, una especie de “entredicho” y de “prohibición” denunciado ahora con firmeza por estudiosos y pastores.[5]
            Nuestra contribución pretende investigar el significado y el valor educativo del ejercicio de la buena muerte en la práctica de Don Bosco y de las primeras generaciones salesianas, relacionándolo con una fecunda tradición secular, e identificando después su peculiaridad espiritual a través de los testimonios narrativos dejados por el Santo.

(continuación)


[1] Jean Delumeau, El miedo en Occidente (siglos XIV-XVIII). La ciudad sitiada, Turín, SEI, 1979, 42-44.

[2] Umberto Eco, «La bustina di Minerva: Dov’è andata la morte?», en L’Espresso, 29 de noviembre de 2012.

[3] Las «Oraciones por una buena muerte» se encuentran todavía, con algunas variaciones sustanciales, en el Manual de oración revisado para las instituciones educativas salesianas de Italia, que sustituyó definitivamente al Giovane Provveduto, utilizado hasta entonces: Centro Compagnie Gioventù Salesiana, In preghiera. Manuale di pietà ispirato al Giovane Provveduto di san Giovanni Bosco, Torino, Opere Don Bosco, 1959, 360-362.

[4] Delumeau, El miedo en Occidente, 43.

[5] Cf. Philippe Ariés, Historia de la muerte en Occidente, Milán, BUR, 2009; Jean-Marie R. Tillard, La muerte: ¿enigma o misterio? Magnano (BI), Edizioni Qiqajon, 1998.




Los libros itinerantes de Don Bosco

En una carta-circular de Don Bosco de julio de 1885 escribía: “El buen libro entra incluso en las casas donde el sacerdote no puede entrar… A veces permanece polvoriento sobre una mesa o en una biblioteca. Nadie piensa en él. Pero llega la hora de la soledad, o de la tristeza, o del dolor, o del aburrimiento, o de la necesidad de recreo, o de la ansiedad del futuro, y este amigo fiel deja su polvo, abre sus páginas y …”.

“Sin libros no hay lectura y sin lectura no hay conocimiento; sin conocimiento no hay libertad”, leí en internet, no estoy seguro de si escrito por algún nostálgico o aficionado a los libros o por algún buen conocedor de Cicerón.
Por su parte, Don Bosco, en cuanto terminó sus estudios, se convirtió inmediatamente en escritor y algunos de sus libros se convirtieron en auténticos best sellers con decenas y decenas de ediciones y reimpresiones. Una vez fundada la congregación, invitó a sus jóvenes colaboradores a hacer lo mismo, utilizando su propia imprenta instalada en la misma casa de Valdocco. En una época en la que las tres cuartas partes de los italianos eran analfabetos, escribió en la circular mencionada: “Un libro en una familia, si no lo lee aquel a quien va destinado o se lo regalan, lo lee el hijo o la hija, el amigo o el vecino. Un libro en un país pasa a veces por las manos de cien personas. Sólo Dios sabe el bien que produce un libro en una ciudad, en una biblioteca circulante, en una sociedad obrera, en un hospital, donado como prenda de amistad”. Y añadió: “En menos de treinta años, el número de legajos o volúmenes que hemos distribuido entre la gente suma unos veinte millones. Si algunos libros han sido descuidados, otros habrán tenido cada uno un centenar de lectores, y así el número de aquellos a quienes nuestros libros hicieron bien puede creerse con certeza que es muy superior al número de volúmenes publicados”.
Con un poco de imaginación, podríamos decir que en cierto modo la red editorial de Don Bosco ha anunciado hoy tanto el libro en línea, que está ahí para que lo lea todo el mundo, andando solo, casi deambulando, como el libro electrónico, el único que en la crisis continua de la lectura en Italia en los últimos años está atrayendo a nuevos compradores y nuevos lectores gracias también a su bajo costo.

La competencia
La competencia para leer un libro es fuerte: hoy en día la gente pasa horas y horas con los ojos fijos en Facebook, WhatsApp e Instagram, blogs y plataformas de todo tipo para enviar y recibir mensajes, ver y enviar fotos, ver películas y escuchar música. En sí mismas, todas ellas pueden ser cosas buenas y correctas, pero ¿pueden sustituir a la lectura de un buen libro?
Algunas dudas son legítimas. En su mayor parte, los medios sociales son promotores de una especie de cultura de lo efímero, lo transitorio, lo fragmentario -incluso sin pensar inmediatamente en la avalancha de noticias falsas- en la que cada nueva comunicación elimina la anterior. Los propios nombres lo dicen: SMS “servicio de mensajes cortos” o Twitter, gorjeo de pájaros, Instagram, es decir, foto rápida publicada en el acto. Transmiten información rápida, un intercambio muy breve de experiencias y estados de ánimo con personas con las que ya se está en contacto. Los libros, los buenos libros en cambio, los que se piensan y meditan, son capaces de provocar preguntas, de hacernos percibir profundamente la belleza que se encuentra en la naturaleza y el arte en todas sus formas, en la solidaridad entre las personas, en la pasión y el corazón que ponemos en todo lo que hacemos. Y no sólo eso, porque es precisamente una amplia cultura general, proporcionada en particular por los libros de historia, la que ofrece a las clases dirigentes la ductilidad, la capacidad de orientación, la amplitud de horizontes que, combinadas con la competencia, son necesarias para tomar las decisiones de carácter general y global que les corresponden. Nos estamos dando cuenta del déficit de tal cultura en estos mismos días.

La biblioteca de Don Bosco
Don Bosco, con la difusión de sus libros, con la biblioteca de Valdocco que contenía 15.000 libros, con su imprenta, con las bibliotecas de cada una de las casas salesianas, con una multitud de salesianos que escribieron libros para la juventud, hizo crecer a miles de jóvenes como “honrados ciudadanos y buenos cristianos”. ¡Qué melancólico resulta hoy saber que alrededor de medio millón de niños en Italia asisten a escuelas sin biblioteca! Por supuesto, es más fácil y más inmediatamente rentable construir nuevos supermercados, nuevos centros comerciales, cines de última generación, cadenas multinacionales de tecnología e innovación.
Libros de papel o los libros online -las bibliotecas actuales, gracias a la tecnología, ofrecen interesantes servicios a distancia de diversa índole-, da lo mismo: siempre que hagan crecer en humanidad a las personas. Eso sí, con una condición: que sean legibles y estén al alcance de todos, incluso de los no nativos digitales, incluso de los que no disponen de herramientas de última generación, incluso de los que viven en situaciones desfavorecidas. Don Bosco escribió esto en la carta antes mencionada: “Recuerden que San Agustín, que llegó a ser obispo, aunque era un excelso maestro de bellas letras y un elocuente orador, prefería las impropiedades del lenguaje y ninguna elegancia de estilo, al riesgo de no ser comprendido por la gente”. Esto es lo que siguen haciendo hoy los hijos de Don Bosco, con libros, con folletos populares, con vídeos y materiales colgados en la web, que siguen circulando, hoy como ayer, en todas las lenguas y por todas partes, hasta los confines de la tierra.




Don Bosco y los marenghi

            En 1849, el tipógrafo G. B. Paravia publicó Il sistema metrico decimale ridotto a semplicità preceduto dalle quattro operazioni dell’aritmetica ad uso degli artigiani e della gente di campagna editado por el sacerdote Bosco Juan. El manual incluía un apéndice sobre las monedas más utilizadas en Piamonte y las principales divisas extranjeras.
            Sin embargo, pocos años antes, Don Bosco sabía tan poco sobre las monedas nobiliarias en uso en el Reino de Cerdeña que confundió un doppia di Savoia con un marengo. Estaba en los comienzos de su actividad oratoria y hasta ese momento debió haber visto muy pocas monedas de oro. Al recibir un día una, corrió a gastarla en sus travesuras, encargando diversas mercancías por valor de un marengo. El tendero, práctico y honrado, le entregó las mercancías que había pedido y le dio el cambio de unas nueve liras.
            – Pero ¿cómo -preguntó Don Bosco- no te he dado un marengo?
            – No -respondió el tendero-, ¡tú moneda es una pieza de 28 y medio! (MB II, 93)
            Desde el principio en Don Bosco no hubo avidez de dinero, ¡sino sólo afán de bien!

Dobles de Saboya y marenghi
            Cuando en mayo de 1814 el rey Víctor Manuel I volvió a tomar posesión de sus Estados, quiso restablecer el antiguo sistema monetario basado en la Lira di Piemonte de veinte soldi de doce denari cada uno, sistema que había sido sustituido por el decimal durante la ocupación francesa. Hasta entonces, seis liras equivalían a un escudo de plata y veinticuatro a un doble de Saboya de oro. Por supuesto, no faltaban los submúltiplos, incluida la monedita de cobre conocida como Mauriziotto del valor de 5 soldi, llamada así porque llevaba la imagen de San Mauricio en el reverso.
            Pero la costumbre de contar en francos se había extendido tanto que en 1816 el Rey decidió adoptar también el sistema monetario decimal, creando la Lira nuova di Piemonte de un valor igual al franco, con relativos múltiplos y submúltiplos, desde la pieza de oro de 100 liras hasta la moneda de cobre de 1 céntimo.
            El doble de Saboya, sin embargo, siguió su curso durante muchos años más. Creado en 1755 por un edicto de Carlos Manuel III, se denominó, tras la creación de la nueva lira, pieza de veintinueve o veintiocho liras y media, precisamente porque correspondía a 28,45 nuevas liras. Se llamaba más comúnmente Galin-a (gallina) porque, mientras que en el anverso figuraba la imagen del Soberano con coleta, en el reverso aparecía un pájaro con las alas desplegadas, que el artista había querido que representara un águila, pero, panzudo como era, se parecía más a una gallina.
            Incluso la pieza de veinte francos, llamada marengo porque fue acuñada por Napoleón en Turín en 1800 tras la victoria de Marengo, también permaneció en circulación durante bastante tiempo junto con las monedas de oro de Saboya. Llevaba en el anverso el busto de Minerva y en el reverso el lema: LibertàEgalitéEridania. Correspondía a la moneda francesa llamada Napoleón de oro. El término “Eridania” designaba la tierra donde fluye el Po, el legendario Eridano.
            El nombre “marengo” también se utilizó indistintamente para la moneda de oro nuevo de 20 liras de Víctor Manuel I, mientras que “marenghino” era la moneda de oro de 10 liras, por tanto con la mitad del valor del marengo, acuñada posteriormente por Carlos Alberto. Marengo y marenghino eran términos que se utilizaban a menudo el uno para el otro, como franco y lira. Don Bosco también los utilizó así. En el prefacio del “Galantuomo” de 1860 (el almanaque-aguinaldo a los suscriptores de las “Letture Cattoliche”) hay un ejemplo. Don Bosco interpreta el papel de un vendedor de refrescos que sigue al ejército sardo en la guerra del 59. En la batalla de Magenta, él narra, pierde la bolsa de los soldi y el capitán de la compañía lo recompensa con una fortuna de “quince relucientes marenghini”.
            Escribiendo el 22 de mayo de 1866 escribe al Cav. Federico Oreglia, por el enviado a Roma para recoger ofrendas para la nueva iglesia de María Auxiliadora, le dice
            “En cuanto a tu estancia en Roma, quédese un tiempo ilimitado, es decir, hasta que tengas diez mil franchi para traer a casa para la iglesia y para pagar al panadero […].
 Dios le bendiga, Sig. Cavaliere, y bendiga sus fatigas y que cada una de sus palabras salve un alma y gane un marengo. Amén” (E 459).
            ¡Significativo augurio de Don Bosco a un generoso colaborador!

Napoleones con y sin sombrero
            A partir del 1 de mayo de 1866, además de la moneda de oro, correspondiente al napoleón de oro con la imagen de Napoleón con sombrero en el anverso, se emitió forzosamente en el ya constituido Reino de Italia un papel moneda del mismo valor nominal, pero con un valor real muy inferior. El pueblo lo llamó inmediatamente Napoleón con cabeza descubierta porque llevaba la efigie de Víctor Manuel II sin sombrero.
            Lo sabía bien Don Bosco cuando tuvo que devolver al conde Federico Calieri un préstamo de 1.000 franchi por el dado en 50 napoleones de oro. No dejo escapar la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro, aprovechando la confianza que le habían concedido. En efecto, la condesa Carlota ya le había prometido una ofrenda para la nueva iglesia. Por ello escribió a la Condesa el 29 de junio de 1866: “Le diré que a partir de mañana vence mi deuda con el Conde y que debo ocuparme de pagar la deuda para adquirir el crédito. Cuando Ella estaba en la Casa Collegno, me decía que en esta fecha habría hecho una oblación para la iglesia y para el altar de S. Giuseppe, pero no fijó con precisión la suma. Por lo tanto, tenga la bondad de decirme
1) si su caridad implica que haga oblaciones en este momento para nosotros y cuáles;
2) adónde debería dirigir el dinero para el sig. Conde;
3) si el sig. Conde por casualidad ha pagado que se puede hacer con billetes, o, ya que es cosa razonable, que cambie los billetes en napoleones según lo que ha recibido” (E 477).
            Como se puede comprender fácilmente, Don Bosco confía en la oferta de la Condesa y le propone saldar su deuda con el Conde, si no perjudica a nadie, en napoleones de papel. La respuesta llegó y fue consoladora. El dinero debía enviarse a Cesare, el hijo del conde Callori, y podía ser en papel moneda. De hecho, Don Bosco escribió a Cesare el 23 de julio:
            “Antes de fin de mes llevaré a tu casa los mil franchi como me escribes y procuraré traer otros tantos napoleones pero todos con la cabeza descubierta. Porque si trajera cincuenta napoleones con el sombrero puesto, tal vez quemarían ya a Júpiter, Saturno y Marte» (E 489).
            Y poco después hará el muy conveniente arreglo, mientras la Condesa al mismo tiempo le da 1.000 franchi para el púlpito de la nueva iglesia (E 495). Si hay una deuda que pagar, ¡hay una Providencia que no faltará!

Dinero e hipotecas
            Pero Don Bosco no sólo manejaba marenghi y napoleones. En sus bolsillos se encontraba más frecuentemente las varias calderillas, monedas de cobre, que utilizaba para los gastos ordinarios, como tomar el coche cuando salía de Turín, hacer pequeñas compras y limosnas y quizás hacer algún gesto que hoy llamaríamos carismático, como cuando vertió en manos del maestro de obras Bozzetti los primeros ocho soldi para la construcción de la nueva iglesia de María Auxiliadora.
            Ocho soldi, equivalentes a 4 monedas de 10 céntimos u 8 monedas de 5, correspondían a una “mutta” del antiguo sistema, una moneda acuñada en cobre con algo de plata, con un valor inicial de 20 soldi piemontesi, pronto reducido a ocho soldi. Era la antigua lira piamontesa que vino al mundo de la mano de Victor Amadeus III en 1794 y no fue abolida hasta 1865. La palabra “mutta” -en piamontés mota (léase: muta)-, en sí misma, significa “terrón” o “bloque”. Llamaban “mote” al bloque hecho con corteza de roble, usados para el curtido del cuero y que, tras su uso, seguían utilizándose para quemar o mantener encendido un fuego. Estos bloques, que solían ser tan grandes como un gran pan, habían sido reducidas por la avaricia de los fabricantes a proporciones tan ínfimas que el populacho acabó llamando “mote” al lirette de Vittorio Amedeo.
            Según las “Memorias Biográficas”, ciertos fanáticos protestantes, para alejar a los muchachos del Oratorio de Don Bosco, los atraían diciéndoles: “¿Qué vais a hacer en el Oratorio? Venid con nosotros, os divertiréis cuanto queráis y os regalarán dos motess y un buen libro» (MB III, 402) Dos motess eran suficientes para merendar bien.
            Pero Don Bosco también conquistaba a la gente con sus motes. Un día se encontró sentado en el palco junto al cochero que juraba en voz alta para hacer correr a los caballos, y le prometió un mutta si se abstenía de maldecir durante todo el camino hasta Turín, y consiguió su propósito (MB VII, 189). Al fin y al cabo, con un mutta el pobre cochero podía comprarse al menos un litro de vino para beber con sus colegas, y al mismo tiempo atesorar las palabras que había oído contra el vicio de la blasfemia.

El santo de los millones
            Don Bosco manejó en su vida grandes sumas de dinero, reunidas al precio de enormes sacrificios, humillantes búsquedas, laboriosas loterías, incesantes peregrinaciones. Con ese dinero dio pan, vestido, alojamiento y trabajo a muchos chicos pobres, compró casas, abrió hospicios y colegios, construyó iglesias, puso en marcha no indiferentes iniciativas de imprenta y edición, lanzó las misiones salesianas en América y, finalmente, ya debilitado por los achaques de la vejez, erigió en Roma, en obediencia al Papa, la Basílica del Sagrado Corazón, obra que fue la causa no menos importante de su prematura muerte.
            No todos comprendieron el espíritu que le animaba, no todos apreciaron sus múltiples actividades y la prensa anticlerical se permitió insinuaciones ridículas.
            El 4 de abril de 1872 el periódico satírico turinés “Il Fischietto”, que apodaba a Don Bosco “Dominus Lignus”, decía que estaba dotado de “fondos fabulosos”. El 31 de octubre de 1886 el periódico romano “La Riforma”, órgano político de crispino, publicó un artículo sobre sus expediciones misioneras, en el que presentaba irónicamente al cura de Valdocco como “un verdadero industrial”, como el hombre que había comprendido “que el buen mercado es la clave del éxito de todas las más grandes empresas modernas”, y seguía diciendo: “Don Bosco tiene en él algo de esa industria que ahora quiere llamarse, por antonomasia, de los hermanos Bocconi”. Se trataba de los hermanos Ferdinando y Luigi Bocconi, creadores de los grandes almacenes abiertos en Milán en aquellos años y llamados más tarde “La Rinascente”. Luigi Pietracqua, novelista y dramaturgo dialectal, pocos días después de la muerte de Don Bosco firmó un soneto satírico en el periódico turinés “L Birichin”, que comenzaba de la siguiente manera:
            “Don Bòsch l’é mòrt — L’era na testa fin-a, Capace ‘d gavé ’d sangh d’ant un-a rava, Perchè a palà ij milion chiel a contava, E… sensa guadagneje con la schin-a!”.
            (Don Bosco ha muerto – Era un hombre astuto, Capaz de sacar sangre de un nabo, Porque contaba los millones a puñados, Y… sin ganárselos con su propio sudor).
            Y seguía ensalzando a su manera el milagro de Don Bosco que sacaba dinero a todo el mundo llenando su bolsa que había llegado a ser tan grande como una cuba (E as fasìa 7 borsòt gròss com na tina). Enriquecido de este modo, ya no necesitaba trabajar, se limitaba a engatusar a las gaviotas con oraciones, cruces y santas misas. El blasfemo sonsonete concluyó llamando a Don Bosco: “San Milion”.
            Los que conocen el estilo de pobreza en el que vivió y murió el Santo pueden comprender fácilmente que baja calidad era el humor de Pietracqua. Don Bosco fue, en efecto, un administrador muy hábil del dinero que le proporcionaba la caridad de los buenos, pero nunca guardó nada para sí. Los muebles de su pequeña habitación de Valdocco consistían en una cama de hierro, una mesita, una silla y, más tarde, un sofá, sin cortinas en la ventana, ni alfombras, ni siquiera una mesita de noche. En su última enfermedad, atormentado por la sed, cuando le proporcionaron agua de Seltz para aliviarle, no quiso beberla, creyendo que era una bebida cara. Fue necesario asegurarle que sólo costaba siete céntimos la botella. “Volvió a decir a don Viglietti: -Déjeme también a mí el placer de mirar en los bolsillos de mi ropa; ahí están mi cartera y mi monedero. Creo que no queda nada; pero si hay dinero, dáselo a Don Rua. Quiero morir para que se diga: Don Bosco murió sin un céntimo en el bolsillo” (MB XVIII, 493).
            ¡Así murió el Santo de los Millones!




Almas y caballos de fuerza

Don Bosco escribía por la noche a la luz de la vela, después de un día dedicado a oraciones, charlas, reuniones, estudio, visitas de cortesía. Siempre práctico, tenaz, con una prodigiosa visión de futuro.

“Da mihi animas, cetera tolle” es el lema que inspiró toda la vida y la acción de Don Bosco, desde el Oratorio ambulante de Turín (1844) hasta sus últimas iniciativas en su lecho de muerte (enero de 1888) para que los salesianos fueran a Inglaterra y Ecuador. Pero para él las almas no estaban separadas de los cuerpos, hasta el punto de que desde los años 50 se propuso consagrar su vida para que los jóvenes fueran “felices en la tierra como en el cielo”. Felicidad que, en la tierra, para sus jóvenes “pobres y abandonados” consistía en tener un techo, una familia, una escuela, un patio de recreo, amistades y actividades agradables (juegos, música, teatro, salidas…) y sobre todo una profesión que les garantizara un futuro sereno.
Esto explica los talleres de “artes y oficios” de Valdocco – as futuras escuelas profesionales – que Don Bosco creó de la nada: una auténtica startup, por decirlo en términos actuales. Al principio se había propuesto como primer instructor de sastrería, encuadernación, zapatería… pero el progreso no se detuvo y Don Bosco quiso estar a la vanguardia.

La disponibilidad de la fuerza motriz
A partir de 1868, por iniciativa del alcalde de Turín, Giovanni Filippo Galvagno, parte de las aguas del arroyo Ceronda, que nacía a 1.350 m de altitud, fueron canalizadas por el Canal de Ceronda para distribuirlas a las distintas industrias que estaban surgiendo en la zona norte de la capital piamontesa, la de Valdocco para ser más exactos. El canal se dividió entonces en dos ramales a la altura del barrio de Lucento, el de la derecha, terminado en 1873, tras cruzar la Dora Riparia con un puente canal, continuó su recorrido paralelo a lo que hoy es Corso Regina Margherita y Via San Donato para desembocar después en el Po. Don Bosco, siempre atento a lo que ocurría en la ciudad, solicitó inmediatamente al Ayuntamiento “la concesión de al menos 20 caballos de fuerza hidráulica” del canal que pasaría junto a Valdocco. Una vez concedida la petición, hizo construir a sus expensas las dos calas, dispuso las máquinas en los talleres para que pudieran recibir fácilmente la fuerza motriz e hizo que un ingeniero estudiara los motores necesarios para ello. Cuando todo estuvo listo, el 4 de julio de 1874 solicitó a las autoridades proceder a la conexión a sus expensas. Durante varios meses no recibió respuesta, así que el 7 de noviembre renovó su petición. La respuesta esta vez llegó con bastante rapidez. Parecía positiva, pero antes pidió algunas aclaraciones. Don Bosco contestó en los siguientes términos

“Muy Ilustre Señor Alcalde,
Me apresuro a transmitir a Su Ilustrísimo Señor Alcalde, las aclaraciones que tuve a bien solicitarle en su carta del 19 de este mes, y tengo el honor de notificarle que las industrias a las que se aplicará la fuerza motriz del agua de Ceronda son:
1° Imprenta para la que se emplearán no menos de 100 obreros.
2° Fábrica de pasta de papel con no menos de 26 trabajadores.
3° Fundición tipográfica, extortil, calcografía con trabajadores no menos de 30.
4° Taller de hierro con no menos de 30 trabajadores.
5° Carpinteros, ebanistas, torneros con sierra hidráulica: trabajadores no menos de 40.
Total de trabajadores más de 220”.

Este número incluía instructores y jóvenes estudiantes. Dada la situación, además de estar sometidos a un esfuerzo físico innecesario, no habrían podido resistir la competencia. De hecho, Don Bosco añadía: “Estos trabajos se realizan ahora gracias a una máquina de vapor para la imprenta, pero para los demás talleres se hacen a fuerza de brazos, de tal manera que no podrían resistir la competencia de los que utilizan la fuerza del agua”.
Y para evitar posibles retrasos y temores por parte de las autoridades públicas, ofreció inmediatamente una fianza: “No nos oponemos a depositar una letra de la deuda pública como garantía, tan pronto como pueda saberse cuál debe ser”.

Siempre pensó a lo grande… pero se contentó con lo posible
Tuvo que pensar en el futuro, en nuevos laboratorios, nuevas máquinas y así la demanda de electricidad aumentaría necesariamente. Don Bosco planteó entonces la demanda y así adujo los motivos existenciales y coyunturales:
“Pero si bien acepto la potencia teórica de diez caballos, me veo en la necesidad de observar que esta potencia es totalmente insuficiente para mi necesidad, ya que el proyecto de ejecución, que se está llevando a cabo, se basaba en la potencia de 30 […] como tuve el honor de exponer en mi carta del pasado mes de noviembre. Por esta razón, le ruego que tenga en cuenta las obras ya iniciadas, la naturaleza de este instituto, que vive únicamente de la caridad, el número de trabajadores implicados, el hecho de que hayamos sido de los primeros en inscribirnos y que, por lo tanto, esté dispuesto a concedernos, si no la fuerza de 30 caballos prometida, al menos la mayor cantidad de fuerza de la que aún disponía…”.
“Palabra de sabio”, podría decirse.

Un empresario con éxito
No hemos recibido la cantidad de agua concedida al Oratorio en aquella ocasión. El hecho es que Don Bosco demuestra una vez más esas cualidades de empresario capaz que todo el mundo reconocía entonces y sigue reconociendo hoy en él: una historia de integridad moral, la mezcla adecuada de humildad y confianza en sí mismo, determinación y coraje, capacidad de comunicación y olfato para el futuro. Obviamente, como combustible de todas sus ambiciones y aspiraciones había una única pasión: la de las almas. Tuvo muchos colaboradores, pero de alguna manera todo recayó sobre sus hombros. Prueba tangible de ello son los miles de cartas, de las que aquí publicamos una inédita, corregida y rectificada varias veces: cartas que solía escribir al atardecer o por la noche a la luz de la vela, tras una jornada dedicada a oraciones, charlas, reuniones, estudio, visitas de cortesía. Si de día bosquejaba su proyecto, de noche era capaz de soñar sus desarrollos. Y éstos llegarían en las décadas siguientes, con los cientos de escuelas profesionales salesianas diseminadas por todo el mundo, con decenas de miles de chicos (y luego chicas) que encontrarían en ellas un trampolín hacia un futuro lleno de esperanza.




Don Bosco y su fecha de nacimiento

Los archivos hablan del 16 de agosto: pero existe una curiosa y afectuosa interpretación.


Los datos del archivo
El Registro de Bautismos de la Parroquia de Sant’Andrea de Castelnuovo d’Asti habla claramente en la escritura latina del párroco P. Sismondo. Damos aquí la traducción española:
17 de agosto de 1815. – Bosco Giovanni Melchiorre, hijo de Francesco Luigi y Margherita Occhiena esposos Bosco, nacido ayer por la tarde y esta tarde bautizado solemnemente por el Reverendísimo Don Giuseppe Festa, Vicario. Los padrinos fueron Occhiena Melchiorre de Capriglio y Bosco Maddalena, viuda del difunto Secondo Occhiena, de Castelnuovo.
Giuseppe Sismondo, párroco y vicario Foraneo
”.

Así pues, según el Acta oficial del Bautismo oficial, Don Bosco nació la tarde del 16 de agosto de 1815. Sin embargo, Don Bosco en sus ‘Memorias’ afirma:
El día consagrado a María Asunta al cielo fue aquel de mi nacimiento, el año 1815; en Murialdo, una aldea de Castelnuovo d’Asti”.
La diferencia parece evidente, aunque Don Bosco no escribió que había nacido el 15 de agosto, sino simplemente “el día consagrado a María Asunta al cielo”.
Hasta la muerte de Don Bosco siempre se interpretó ese “día consagrado a María Asunta al cielo” en su acepción más obvia y esto es el “15 de agosto”, sin que Don Bosco hiciera ninguna observación al respecto.
Así se puede leer en el Boletín Salesiano de enero de 1879, así en el libro sobre Don Bosco y la Sociedad Salesiana publicado por Du Boys en París en 1884, así incluso en el pergamino depositado en la caja de Don Bosco el 2 de febrero de 1888 y firmado también por don. Rua.
Sin embargo, poco después de la muerte de Don Bosco, los Salesianos sintieron la urgencia de reunir todas las pruebas posibles sobre él con vistas a un proceso de beatificación y canonización. Fue en este clima de investigación cuando el salesiano de Castelnuovo d’Asti, Don Secondo Marchisio, se desplazó a Castelnuovo d’Asti, con la intención de interrogar a los ancianos de los Becchi, Castelnuovo y Moncucco sobre lo que recordaban de la juventud de Don Bosco. Tras unos tres meses de trabajo, el padre Marchisio regresó a Turín en octubre de 1888 con una gran cantidad de testimonios. Entre otras cosas, también se había preocupado de consultar los archivos parroquiales de Castelnuovo, donde había visto el acta de bautismo que indicaba el 16 de agosto, y no el 15, como fecha de nacimiento de Don Bosco.
Por tanto, es natural preguntarse si Don Bosco o su párroco cometieron un error, o si los familiares habían informado de una fecha por otra, como a veces ocurría, o si, como algunos especulan, Don Bosco ajustó deliberadamente la fecha para que su nacimiento cayera en el día de la Asunción. Para responder a estas preguntas, debemos recordar primero el ambiente popular de la época.

Nuestra Señora de agosto en el calendario del pueblo
En nuestros pueblos piamonteses, y no sólo en ellos, la gente solía indicar los días festivos no con una fecha del calendario sino con el nombre de un santo, de una fiesta, de un festival, de un acontecimiento.
El primero de enero se llamaba simplemente “il giorno della strenna(el día del aguinaldo)”, los últimos días de este mes “los días de la merla” (el día del mirlo), y así sucesivamente. El 3 de febrero era el día de la bendición de la garganta; el 6 de junio, en Turín, el día del milagro; el 23-24, la fiesta de San Juan; el 8 de septiembre, Nuestra Señora de septiembre, y así sucesivamente.
Entonces no había tanta preocupación como hoy por las fechas del calendario. Las fechas de nacimiento, bautismo y defunción sólo podían encontrarse en los registros parroquiales que, hasta el 1866, eran los únicos registros de nacimientos existentes y, además, hasta 1838, escritos únicamente en latín.
En esta situación, se puede entender que los tres días de mediados de agosto, 14-15-16, se denominaran simplemente “Nuestra Señora de agosto” (La Madòna d’agost).
La fiesta de la Asunción era una de las festividades más importantes y sentidas del año, y la devoción a la Madonna d’agost era una de las más arraigadas y celebradas en todo el Piamonte. Basta pensar que las catedrales de Asti, Ivrea, Novara, Saluzzo y Tortona están dedicadas a Nuestra Señora de la Asunción y que, aún hoy, en todas las diócesis piamontesas, no menos de 201 (¡doscientas una!) iglesias parroquiales están dedicadas a Nuestra Señora de la Asunción. Por citar sólo algunas, recordamos la parroquia de Arignano, Lauriano, Marentino, Riva presso Chieri y Villafranca d’Asti entre los pueblos más cercanos a Castelnuovo. Y no será inútil recordar que la diócesis de Acqui tiene 9 parroquias dedicadas a la Asunción, la de Alba tiene 10, Alessandria 9, Aosta 5, Asti 4, Biella 9, Casale 9, Cuneo 4, Fossano 3, Ivrea 12, Mondovì 18, Novara 34, Pinerolo 6, Saluzzo 12, Susa 7, Turín 16, Vercelli 18, Tortona 28, 16 de las cuales se encuentran en territorio piamontés.
Como se puede imaginar, la fiesta de Nuestra Señora en agosto se celebraba solemnemente en todas partes con procesiones y fiestas que duraban un mínimo de tres días. Incluso hoy en día en Castelnuovo Don Bosco, la fiesta de la Asunción (èl dì dla Madòna – nótese la similitud con la frase de Don Bosco “el día consagrado a María Asunta al cielo” -) se celebra con gran solemnidad. Tras una devota novena de oración, todos acuden a Nuestra Señora del Castillo para la procesión, tanto las autoridades como la gente del pueblo. Siguen ocho días de alegría con juegos y carrozas en la plaza. Ni que decir, la fiesta de San Roque, el 16 de agosto, no se considera una fiesta en sí misma, sino prácticamente fusionada con la de la Asunción.

La fecha del nacimiento de Don Bosco

Sólo considerando estas costumbres y devociones se puede llegar a comprender la fecha del nacimiento de Don Bosco. Mamá Margarita debió siempre haberle dicho a su hijo Juan: “Naciste el día de Nuestra Señora de Agosto”. Obviamente no tenemos constancia escrita de ello, pero quienes conocen el ambiente y lenguaje no pueden imaginar realmente una expresión diferente en sus labios. Y cuando en 1873, por orden de Pío IX, Don Bosco se dispuso por fin a compilar sus “Memorias”, italianizando, con uno de los muchos dialectalismos tan frecuentes en su escritura, la expresión piamontesa de su madre (a la Madòna d’agost), escribió: “El día consagrado a María Asunta al cielo fue el de mi nacimiento en el año 1815”.
Don Eugenio Ceria, biógrafo de Don Bosco, como buen piamontés, da a la frase la interpretación que hemos hecho nuestra: “Conviene recordar que en Piamonte de algo que sucedió un poco antes o un poco después del 15 de agosto se suele decir, sin precisar demasiado, lo que le sucedió a Nuestra Señora en agosto, y todos ven la fácil consecuencia”.

Certificado de nacimiento de Don Bosco

Don Michele Molineris, atento recopilador de costumbres locales, sigue siendo de la misma opinión, mientras que Don Teresio Bosco propone una nueva interpretación posible: “Su madre le había dicho muchas veces: – Naciste el día de Nuestra Señora -, y Don Bosco repitió durante toda su vida que había nacido el 15 de agosto de 1815, fiesta de la Asunción. ¿Nunca fue a consultar el registro parroquial donde está escrito que nació el 16 de agosto? ¿Un error de su madre? ¿Una distracción del párroco? Probablemente ni lo uno ni lo otro. En aquella época, los párrocos exigían a sus cristianos que llevaran a los recién nacidos al bautismo en las primeras veinticuatro horas. Muchos padres, para no arriesgar la vida del niño, se lo llevaban unos días más tarde, y para no provocar la ira del párroco, posponían el día del nacimiento. Así le ocurrió a Giuseppe Verdi, contemporáneo de Don Bosco, y a muchos otros. Y los niños creían más a las madres que a los registros”.
El autor de este artículo sabe que nació el 17 de agosto; sin embargo, los documentos del registro le asignan el 18 como día de nacimiento, por lo que no será el primero en negar la posibilidad de la hipótesis de Don Teresio de que Don Bosco podría haber nacido realmente el 15.
Lo que sigue siendo inaceptable en cambio es la hipótesis de que se tratara de un truco de Don Bosco, para poder, manipulando la fecha de su nacimiento, construir una leyenda, una especie de biografía ejemplar que hubiera tenido como primer hecho providencial el nacimiento del héroe el 15 de agosto, día exacto de la Asunción.
Don Bosco era sin duda un narrador muy hábil, que sabía colorear y amplificar los detalles de un hecho para suscitar el interés, el asombro o la hilaridad de sus jóvenes oyentes, o redondear las cifras para abrir la bolsa y hacerles reflexionar sobre el desarrollo imparable de su obra, pero no era un vendedor, ni un ingenuo. ¿Quién puede imaginarlo tan despistado como para ignorar que tarde o temprano se conocería la verdadera fecha de su nacimiento?
Más bien debería quedar claro, para quienes conocen al santo de los Becchi, que no era un hombre que se fijara en el significado “cronístico” de las fechas, sino en el religioso. Para él, la historia humana, incluso su historia personal, era historia sagrada, historia providencial de salvación. Veía un plan divino en su propia vida, y quería que su pueblo lo recordara para su estímulo.

Para resumir
Por tanto, podemos resumir y concluir diciendo que la fecha del 16 de agosto, proporcionada por el registro parroquial es, muy probablemente, la correcta; pero no se puede excluir completamente que Don Bosco naciera de hecho el día 15.
Sea como fuere, Don Bosco sabía que había nacido “en Nuestra Señora de agosto” y estaba contento por ello.
Las dos fechas del 15 y el 16 no estaban, en la comprensión popular de la época, sustancialmente separadas. Eran una única festividad, la de la Asunción. Por tanto, se podía hablar en ambos casos de un “día consagrado a María Asunta al cielo”.
No nos consta que Don Bosco hablara expresamente del “15 de agosto”, pero es posible, tanto más cuanto que no se puede excluir que creyera correcta esa fecha.
Ciertamente es lo que creían los discípulos antes de su muerte, interpretando en sentido estricto afirmaciones como ésta: “Nací en Nuestra Señora de Agosto” (No olvidemos que con Don Bosco, en conversaciones privadas, la mayoría todavía hablaba en piamontés).
La santa mamá Margarita, a su entrada en el seminario, también le había dicho: “Cuando viniste al mundo, te consagré a la Santísima Virgen María; cuando comenzaste tus estudios, te recomendé la devoción a esta Madre nuestra: ahora te recomiendo que seas todo suyo: ama los compañeros devotos de María; y, si llegas a ser sacerdote, recomienda y propaga la devoción de María”. Y así hizo Don Bosco toda su vida.
En una fría mañana de invierno, el 31 de enero de 1888, Don Bosco cerró su peregrinación terrenal a Valdocco al son del Ave María. Ese sería el final de un largo y agotador viaje emprendido en una calurosa tarde de verano en la “Señora Nuestra de agosto” en el Colina de los Becchi.




Don Bosco y la recolección diferenciada de residuos puerta a puerta

¿Quién lo hubiera dicho? ¿Don Bosco un ecologista precoz? ¿Don Bosco pionero en la recolección de residuos puerta a puerta hace 140 años?

Se diría que sí, al menos según una de las cartas que hemos recuperado en los últimos años y que se encuentra en el 9º volumen del epistolario (nº 4144). Se trata de una circular impresa de 1885 que en su pequeña –la ciudad de Turín de la época- anticipa y, obviamente a su manera, “resuelve” los grandes problemas a los que se enfrenta nuestra sociedad, el llamado “consumo” y de lo “desechable”.

El destinatario
Al tratarse de una carta circular, el destinatario es genérico, una persona conocida o no. Don Bosco “capta” astutamente su atención de inmediato llamándola “benemérita y caritativa”. Dicho esto, Don Bosco señala a su corresponsal un hecho que está a la vista de todos:

Su Excelencia sabrá que los huesos, sobrantes de la mesa y generalmente de las familias arrojados al cubo de la basura como un objeto de estorbo, reunidos en grandes cantidades son en ese lugar útiles para la industria humana, y por ello son buscados por hombres de arte [= industria] a los que se paga un poco de dinero por miriñaque. Una empresa de Turín, con la que estoy en contacto, los compraría en cualquier cantidad”. Así, lo que sería una molestia, tanto en casa como fuera de ella, quizá en las calles de la ciudad, se utiliza sabiamente en beneficio de muchos.

Un alto propósito
En este punto Don Bosco lanza su propuesta: “En vista de ello y de conformidad con lo que ya se practica en algunos países en favor de otros Institutos de caridad, se me ha ocurrido apelar a las familias acomodadas y benévolas de esta ilustre ciudad, y rogarles que, en lugar de dejar que este desperdicio de su mesa se eche a perder y se vuelva inútil, quisieran darlo gratuitamente en beneficio de los pobres huérfanos recogidos en mis Institutos, y especialmente en beneficio de las Misiones de la Patagonia, donde los Salesianos, a gran costo y con riesgo de sus propias vidas, están enseñando y civilizando a las tribus salvajes, para que puedan gozar de los frutos de la Redención y del verdadero progreso. Por lo tanto, hago un recurso similar y una plegaria semejante a Su Alteza, convencido de que las tendrá en benigna consideración y las concederá”.

El proyecto parecía atractivo para las distintas partes: las familias se desharían de parte de los residuos de la mesa, la empresa estaría interesada en recogerlos para reutilizarlos de otras formas (alimento para los animales, abonos para el campo, etc.); Don Bosco obtendría dinero de ello para las misiones… y la ciudad seguiría estando más limpia.

Una organización perfecta
La situación estaba clara, el objetivo era alto, los beneficios estaban ahí para todos, pero no podían ser suficientes. Era necesario recoger huesos “puerta a puerta” por toda la ciudad. Don Bosco no se inmutó. A sus setenta años, contaba con una profunda visión, una larga experiencia, pero también con una gran capacidad de gestión. Así que organizó esta “empresa”, cuidando de evitar los siempre posibles abusos en las diversas fases de la operación-recolección: “Aquellas familias, que tengan la bondad de adherirse a esta humilde petición mía, recibirán una bolsa especial, en la que depositarán los huesos mencionados, que a menudo serían recogidos y pesados por una persona designada por la empresa compradora, emitiendo un recibo, que en caso de comprobación con la propia empresa se recogería de vez en cuando en mi nombre. De este modo, Su Excelencia no tendrá más remedio que dar las órdenes oportunas para que estos restos inútiles de su mesa, que se dispersarían, sean introducidos en la misma bolsa, para ser entregados al recolector y luego vendidos y utilizados con fines benéficos. La bolsa llevará las iniciales O. S. (Oratorio Salesiano), y la persona que venga a vaciarla presentará también algún signo, para darse a conocer a Su Excelencia o a su familia”.
¿Qué podemos decir? Excepto que el proyecto parece válido en todas sus partes, ¡incluso mejor que algunos proyectos similares en nuestras ciudades del tercer milenio!

Los incentivos
Evidentemente, había que apoyar la propuesta con algún incentivo, desde luego no económico ni promocional, sino moral y espiritual. ¿Cuál? Aquí está: “Su Excelencia se hará merecedor de las obras mencionadas, tendrá la gratitud de miles de jóvenes pobres y, lo que es más importante, recibirá la recompensa prometida por Dios a todos aquellos que se esfuerzan por el bienestar moral y material de sus semejantes”.

Un formulario preciso
Como hombre concreto, ideó un medio, diríamos que muy moderno, para tener éxito en su empresa: pidió a sus destinatarios que le devolvieran el cupón, colocado al pie de la carta, con su dirección: “Les rogaría aún de quererme asegurar, por mi bien y por la realización de los trámites a realizar, desprendiendo y devolviéndome la parte de este impreso que lleva mi dirección. En cuanto tenga su aceptación daré la orden de que le sea entregada la mencionada bolsa”.
Don Bosco cerró su carta con la habitual fórmula de agradecimiento y buenos deseos, tan apreciada por sus corresponsales.
Don Bosco, además de ser un gran educador, un fundador clarividente, un hombre de Dios, fue también un genio de la caridad cristiana.




La mirada de Don Bosco

¿Pero quién lo creería? Con esa mirada, Don Bosco… ¡veía tantas cosas!
Un viejo sacerdote, antiguo alumno de Valdocco, escribió en 1889: “Lo que más destacaba en Don Bosco era su mirada, dulce pero penetrante hasta la oscuridad del corazón, que uno apenas podía resistirse a contemplar. Se puede decir que su mirada atraía, aterrorizaba, se posaba a propósito y que en mis viajes por el mundo nunca he conocido a una persona cuya mirada fuera más impresionante que la suya. Generalmente los retratos y los cuadros no dan cuenta de esta singularidad, y me hacen de él un aficionado”.
Otro antiguo alumno de los años 70, Pedro Pons, revela en sus recuerdos: “Don Bosco tenía dos ojos que traspasaban y penetraban la mente… Se paseaba hablando y mirando a todo el mundo con esos dos ojos que giraban en todas direcciones, electrizando los corazones de alegría”.
El salesiano Don Pedro Fracchia, alumno de Don Bosco, recordaba un encuentro que tuvo con el santo sentado en su escritorio. El joven se atrevió a preguntarle por qué escribía así, con la cabeza gacha y girado hacia la derecha, acompañando a la pluma. Don Bosco, sonriendo, le contestó: “La razón es ésta, ¡ya ves! De este ojo Don Bosco ya no ve, y de este otro poco, ¡poco!”. – “¿Ve poco? Pero entonces, ¿cómo es que el otro día en el patio, mientras estaba lejos de usted, me lanzó una mirada tan viva, tan brillante, tan penetrante como un rayo de sol?” – “Pero va allí… ¡Ustedes piensan y ven inmediatamente quién sabe qué…!”
Y sin embargo era así. Y los ejemplos podrían multiplicarse. Con su ojo escrutador, Don Bosco penetraba y adivinaba todo en los jóvenes: carácter, ingenio, corazón. Algunos de ellos intentaban a propósito huir de su presencia porque no soportaban su mirada. El padre Dominic Belmonte aseguraba haber sido testigo personal de este hecho: “Muchas veces Don Bosco miraba a un joven de una manera tan especial que sus ojos decían lo que su labio no expresaba en ese momento, y le hacía comprender lo que quería de él”.

A menudo seguía a un joven con la mirada en el patio, mientras conversaba con otros. De repente, la mirada del joven se encontraba con la de Don Bosco y el interesado comprendía. Se le acercaba para preguntarle qué quería de él y Don Bosco se lo susurraba al oído. Tal vez era una invitación a la confesión.
Una noche, un alumno no conseguía conciliar el sueño. Suspiraba, mordía las sábanas, lloraba. El compañero que dormía a su lado, despertado por esta agitación, le preguntó: “¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?” – “¿Qué me pasa? Anoche me miró Don Bosco”. – “¡Oh, hermosa! Y eso no es nada nuevo. ¡No hay necesidad de molestar a todo el dormitorio por eso!” – Por la mañana se lo contó a Don Bosco y éste le contestó: “¡Pregúntale lo que le dice su conciencia!”. Uno puede imaginarse el resto.

Más testimonios en Italia, España y Francia

Don Bosco a los 71 años – Sampierdarena, 16 de marzo de 1886

Don Michele Molineris, en su Vita episodica di don Bosco publicación póstuma en el Colle en 1974, da otra serie de testimonios sobre la mirada de Don Bosco. Nos referimos sólo a tres de ellos, también para recordar a este estudioso del Santo que, además del resto, tenía un conocimiento único de los lugares y las personas de la infancia de Juan Bosco. Pero vayamos a los testimonios que recogió.
El obispo Felice Guerra recordó personalmente la vivacidad de la mirada de Don Bosco, declarando que penetraba como una espada de doble filo hasta el punto de entumecer los corazones y conmover las conciencias. Y sin embargo “¡de un ojo no veía y el otro le servía de poco!”
El P. Juan Ferrés, párroco de Gerona en España, que vio a Don Bosco en 1886, escribió que “tenía unos ojos muy vivos, una mirada penetrante… Mirándole me sentí obligado a inclinarme y examinar cómo estaba de alma”.
El Sr. Accio Lupo, ujier del Ministro Francesco Crispi, que había introducido a Don Bosco en el despacho del estadista, lo recordaba como “un sacerdote demacrado…¡con ojos penetrantes!”.

Y, por último, recordamos impresiones recogidas de sus viajes por Francia. El cardenal Juan Cagliero relató el siguiente hecho que constató personalmente cuando acompañaba a Don Bosco. Tras una conferencia celebrada en Niza, Don Bosco salió del presbiterio de la iglesia para dirigirse a la puerta, rodeado por la multitud que no le dejaba caminar. Un individuo de aspecto sombrío se quedó inmóvil, mirándolo como si tramara algo no bueno. Don Cagliero, que no le quitaba ojo, inquieto por lo que pudiera ocurrir, vio acercarse al hombre. Don Bosco se dirigió a él: “¿Qué quiere? – ¿A mí? ¡Nada!” – “¡Sin embargo, parece que tiene algo que decirme!” – “No tengo nada que decirle” – “¿Quiere confesarse?” – “¿Confesarme? ¡Ni por asomo!” – “¿Entonces qué hace aquí?” – “Estoy aquí porque… ¡no puedo irme!” – “Entiendo … Señores, déjenme solo un momento”, dijo Don Bosco a los que le rodeaban. Los que lo rodeaban se retiraron, Don Bosco susurró unas palabras al oído del hombre que, cayendo de rodillas, se confesó allí mismo, en medio de la iglesia.
Más curioso fue el suceso de Tolón, ocurrido durante el viaje de Don Bosco a Francia en 1881.
Tras una conferencia en la iglesia parroquial de Santa María, Don Bosco, con una bandeja de plata en la mano, recorrió la iglesia pidiendo limosna. Un trabajador, cuando Don Bosco le presentó el plato, volvió la cara, encogiéndose de hombros con rudeza. Don Bosco, al pasar a su lado, le dirigió una mirada cariñosa y le dijo: “¡Que Dios le bendiga!” – El obrero se metió entonces la mano en el bolsillo y depositó un penique en el plato. Don Bosco, mirándole fijamente a la cara, le dijo: _ ¡Que Dios le recompense! El otro, haciendo de nuevo el gesto, le ofreció dos peniques. Y Don Bosco: _ ¡Oh, querido, que Dios te recompense cada vez más! El hombre, al oír esto, sacó su monedero y dio un franco. Don Bosco le dirigió una mirada llena de emoción y se marchó. Pero aquel hombre, casi atraído por una fuerza mágica, le siguió a través de la iglesia, entró tras él en la sacristía, salió tras él al pueblo y no dejó de estar detrás de él hasta que le vio desaparecer. ¡El poder de la mirada de Don Bosco!
Jesús dijo: “Los ojos son como la lámpara para el cuerpo; si tus ojos son buenos estarás totalmente en la luz”.
¡Los ojos de Don Bosco estaban totalmente en la Luz!




La Crónica de Don Giulio Barberis: día a día en Valdocco con Don Bosco

El 21 de febrero de 1875 algunos salesianos decidieron crear una “comisión histórica” para “recoger las memorias de la vida de Don Bosco”, se empeñaron en “escribir y leer juntos lo que será escrito para obtener la mayor exactitud posible” (así se lee en el acta redactada por don Miguel Rua). Entre ellos se encontraba un joven sacerdote de 28 años, que había sido nombrado recientemente por Don Bosco para organizar y dirigir el noviciado de la congregación salesiana, según las constituciones aprobadas oficialmente el año anterior. Se llamaba don Giulio Barberis, más conocido por haber sido el primer maestro de novicios de los Salesianos de Don Bosco, función que desempeñó durante veinticinco años. Más tarde fue inspector y después director espiritual de la congregación desde 1910 hasta su muerte en 1927.

Se implicó más que los demás en la “comisión histórica”, conservando recuerdos y testimonios de las actividades de Don Bosco y de la vida del Oratorio de Valdocco desde mayo de 1875 hasta junio de 1879, cuando abandonó Turín para trasladarse al nuevo emplazamiento del noviciado en San Benigno Canavese. Nos dejó una copiosa documentación que aún se conserva en el Archivo Central Salesiano, entre la que destacan por su importancia los quince cuadernos manuscritos que tituló Cronichetta. Muchos estudiosos y biógrafos de San Juan Bosco se han servido de ellos (empezando por don Lemoyne para sus Memorias biográficas), pero hasta ahora habían permanecido inéditos. El año pasado se publicó una edición crítica que pone a disposición de todos este importante y directo testimonio sobre Don Bosco y los inicios de la congregación que fundó.

Don Giulio Barberis, licenciado por la Universidad de Turín, era un hombre atento y preciso en su trabajo, y leyendo las páginas de su Cronichetta se puede ver con qué pasión y cuidado intentó completar también esta obra.
Desgraciadamente, con pesar y tristeza, señala en repetidas ocasiones que, bien por motivos de salud, bien por sus otros numerosos compromisos, tuvo que suspender la redacción de los cuadernos o limitarse a resumir o simplemente insinuar ciertos hechos. En un momento dado se ve obligado a escribir: “Qué suspensión tan dolorosa. Perdóname, querida Cronichetta: si te suspendo tantas veces y con suspensiones tan largas, no es que no te quiera por encima de cualquier otro trabajo, sino que es por necesidad, es decir, para cumplir primero con mis obligaciones, al menos en lo esencial” (Cuaderno XI, p. 36). Por tanto, no nos sorprende que la forma de sus anotaciones no sea siempre pulcra, con algunas frases mal construidas o algunas imprecisiones ortográficas; de hecho, esto no desmerece lo que nos ha transmitido.
Los cuadernos, en efecto, son una cantera de información con la ventaja de la inmediatez en comparación con otras narraciones posteriores, literariamente más cuidadas, pero necesariamente reelaboradas y reinterpretadas. En ellos encontramos testimonios de acontecimientos importantes, como la primera expedición misionera de 1875, cuya preparación, partida y los efectos se relatan con todo detalle.

Se describen las fiestas más importantes (por ejemplo, María Auxiliadora o el nacimiento de San Juan Bautista, onomástica de Don Bosco) y cómo se celebraban. Podemos conocer las actividades ordinarias y extraordinarias de Valdocco (la escuela, el teatro, la música, las visitas de diversas personalidades…): cómo se preparaban y gestionaban, qué funcionaba bien y qué había que mejorar, cómo se organizaban y trabajaban juntos los salesianos bajo la dirección de Don Bosco, sin ocultar algunos aspectos críticos. También hay pequeños aspectos de la vida cotidiana: la salud, la alimentación, la economía y muchos otros detalles. Sin embargo, de estas crónicas también emerge el espíritu que animó toda la obra: la pasión que sostenía el compromiso, a menudo abrumador, el afecto por Don Bosco tanto de los salesianos como de los muchachos, el estilo y las opciones educativas, el cuidado por el crecimiento de las vocaciones y la formación de los jóvenes salesianos. En un momento dado, el autor señala: “Oh, si así pudiéramos consumir toda nuestra vida hasta el último aliento en trabajar en la congregación para la mayor gloria de Dios, pero de tal manera que ni siquiera un soplo de nuestra vida tuviera otro fin” (Cuaderno VII, pág. 9).

La Cronichetta además presenta un retrato preciso de Don Bosco en sus años de madurez. El 15 de agosto de 1878 don Barberis escribió: “Cumpleaños de Don Bosco. Nació en el 1815, cumple 63 años. Se celebró una fiesta. Sirvió esta ocasión para repartir premios a los artesanos. Se imprimieron poemas como de costumbre y muchos se leyeron” (cuaderno XIII, p. 82). Muchos registros se detienen en las características de la personalidad del padre y maestro de los jóvenes, incluyendo ciertos aspectos que se han perdido en los relatos biográficos posteriores, como su interés por los descubrimientos arqueológicos y científicos de su época. Pero sobre todo aparece la total dedicación a su obra, en aquellos años en particular el empeño por consolidar la congregación salesiana y ampliar cada vez más su radio de acción con la fundación de nuevas casas en Italia y en el extranjero.

Sin embargo, resulta difícil resumir el riquísimo contenido de estos cuadernos. En la introducción al volumen se ha intentado identificar algunos núcleos temáticos que van desde la historia de la congregación salesiana y la vida de Don Bosco (hay varios pasajes en los que Barberis menciona “cosas antiguas del oratorio”) hasta el modelo de formación de Valdocco y los aspectos de gestión y organización. En la introducción se abordan también otras cuestiones relacionadas con el documento: el uso que se hace de él, con especial referencia a las Memorias Biográficas, el valor histórico que debe darse a la información, la finalidad para la que fue redactado y el lenguaje y el estilo utilizados. Respecto a este último punto, observamos cómo el autor, de acuerdo con lo que aprendió del propio Don Bosco, ha enriquecido su crónica con diálogos, episodios divertidos, «buenas noches» y sueños de Don Bosco, haciendo así que la lectura sea también interesante y agradable.

El volumen es también un testimonio más general del momento histórico en el que fue escrito, en particular del agitado periodo que siguió a la unificación italiana. En marzo de 1876 se produjo por primera vez un cambio de gobierno dirigido por el partido de la Izquierda histórica. En el octavo cuaderno de la Cronichetta del 6 de agosto de 1876 encontramos un registro de la recepción celebrada en el colegio salesiano de Lanzo con motivo de la inauguración del nuevo ferrocarril, en la que participaron varios ministros. La interacción de Don Bosco con los políticos y su interés por los asuntos de Italia y de otros estados está bien documentada y las notas históricas al final de cada cuaderno proporcionan información esencial. Incluso noticias de actualidad más específicas encuentran su lugar en los diversos registros, como el tendido de cables submarinos para el telégrafo eléctrico o algunas creencias sanitarias y médicas de la época.

Esta publicación es una edición crítica, por lo que se dirige principalmente a los estudiosos de la historia salesiana, pero también quienes deseen profundizar en ciertos aspectos de la persona del santo fundador de los salesianos y de su obra encontrarán un gran provecho en la lectura, que, superado el obstáculo del italiano del siglo XIX, resulta a menudo amena.

don Massimo SCHWARZEL, sdb




Don Bosco a Don Orione: Siempre seremos amigos

San Luis Orione: “Mis años más hermosos fueron los que pasé en el Oratorio Salesiano”.

Un emocionado recuerdo del santo Don Orione.
¿Quién no conoce la canción “Bajar de las colinas, un día lejos con sólo mamá al lado”? Creo que muy pocos, ya que se sigue cantando en decenas de idiomas en más de 100 países de todo el mundo. Igualmente, pocos, sin embargo, creo que conocen el comentario hecho por el anciano don (san) Luis Orione durante la misa (¡cantada!) del 31 de enero de 1940 por los Orionini de Tortona a las 4.45 de la mañana (exactamente la hora en la que Don Bosco había muerto 52 años antes). He aquí sus palabras precisas (tomadas de fuentes orionitas):
“El himno a Don Bosco que comienza con “Giù dai colli” fue compuesto y musicalizado para la beatificación de Don Bosco. La explicación de la primera estrofa es la siguiente. A la muerte del santo, por el gobierno de la época, a pesar de que todos los jóvenes lo deseaban y todo Turín lo quería, no permitió que Don Bosco, su cuerpo, fuera enterrado en María Auxiliadora y le pareció un gran favor que el querido cuerpo fuera enterrado en Valsalice… ¡una hermosa casa! Así que el cuerpo fue llevado a Valsalice y allí, cada año hasta la beatificación, los alumnos salesianos fueron a visitar al Padre el día de la muerte de Don Bosco, para rezar. Después de que Don Bosco fuera beatificado, su cuerpo fue llevado a María Auxiliadora. Y el verso que cantaron “Hoy, oh Padre, vuelves de nuevo” también recuerda esto. Celebra que Don Bosco vuelva de nuevo entre los jóvenes, desde Valsalice – que está en una colina más allá del Po – a Turín, que está en la llanura”.

Sus recuerdos de aquel día

Don Orione prosiguió: “El Señor me concedió la gracia de estar presente, en 1929, en aquel transporte, que fue un triunfo en medio de Turín en fiesta, en medio de una alegría y un entusiasmo indecibles. Yo también estaba cerca de la carroza triunfal. Todo el trayecto se hizo a pie desde Valsalice hasta el Oratorio. Y conmigo, inmediatamente detrás de la carroza, iba un hombre con camisa roja, un garibaldino; íbamos muy juntos, uno al lado del otro. Era uno de los más antiguos de los primeros alumnos de Don Bosco; cuando se enteró de que el cuerpo de Don Bosco estaba siendo transportado, él también estaba detrás del carro. Y todos cantaban: “Don Bosco retorna entre los jóvenes todavía”. En aquel transporte todo era alegría; los jóvenes cantaban y los turineses agitaban pañuelos y arrojaban flores. También pasamos por delante del Palacio Real. Recuerdo que en el balcón estaba el Príncipe de Piamonte, rodeado de generales; el carruaje se detuvo un momento y él asintió con la cabeza; los superiores salesianos inclinaron la cabeza, como para agradecerle aquel acto de homenaje a Don Bosco. Entonces el carro llegó hasta María Auxiliadora. Y unos minutos más tarde llegó también el Príncipe, rodeado de miembros de la Casa Real, para rendir un acto de devoción a la nueva Beato”.

“Mis mejores años”
El niño Luis Orione había vivido con Don Bosco tres años, de 1886 a 1889. Los recordaba cuarenta años después en estos conmovedores términos: “Mis mejores años fueron los que pasé en el Oratorio Salesiano”. “¡Oh, si pudiera revivir, aunque sólo fuera unos pocos de aquellos días pasados en el Oratorio, mientras vivía Don Bosco!”. Amaba tanto a Don Bosco que se le había concedido, a modo de excepción, confesarse con él incluso cuando sus fuerzas físicas estaban por los suelos. En la última de estas conversaciones (17 de diciembre de 1887) el santo educador le había confiado: “Siempre seremos amigos”.

Al trasladar el cuerpo de Don Bosco desde Valsalice a la Basílica de María Auxiliadora, vemos a don Luis Orione en roquete blanco junto a la urna

Una amistad total, la suya, por lo que no es de extrañar que poco después Luis, de 15 años, se uniera inmediatamente a la lista de muchachos de Valdocco que ofrecieron sus vidas al Señor para obtener la preservación de la de su amado Padre. El Señor no aceptó su heroica petición, pero “correspondió” a su generosidad con el primer milagro de Don Bosco muerto: al contacto con su cadáver, se le reimplantó y curó el dedo índice de la mano derecha, que el muchacho, zurdo, se había cortado mientras en la cocina preparaba pequeños trozos de pan para colocarlos sobre el cadáver de Don Bosco, expuesto en la iglesia de San Francisco de Sales, para distribuirlos como reliquias entre los numerosos devotos.
Sin embargo, el joven no se hizo salesiano: al contrario, tenía la certeza de que el Señor le llamaba a otra vocación, precisamente después de haber “consultado” con Don Bosco ante su tumba en Valsalice. Y así, la Providencia quiso que hubiera un salesiano menos, pero una Familia religiosa más, la orionina, que irradiara, de formas nuevas y originales, la “impronta” recibida de Don Bosco: el amor al Santísimo Sacramento y a los sacramentos de la confesión y la comunión, la devoción a la Virgen y el amor al Papa y a la Iglesia, el sistema preventivo, la caridad apostólica hacia los jóvenes “pobres y abandonados”, etc.

¿Y Don Rua?
La sincera y profunda amistad de Don Orione con Don Bosco se convirtió entonces en una amistad igualmente sincera y profunda con Don Rua, que continuó hasta la muerte de este último en 1910. De hecho, en cuanto se enteró del empeoramiento de su salud, Don Orione ordenó inmediatamente una novena y corrió a su cabecera. Más tarde recordaría esta última visita con especial emoción: “Cuando cayó enfermo, como yo estaba en Mesina, telegrafié a Turín para preguntar si aún podría verle con vida si me marchaba inmediatamente. Me dijeron que sí; tomé el tren y partí hacia Turín. Don Rua me recibió, sonriente, y me dio su bendición muy especial para mí y para todos los que vendrían a nuestra Casa. Le aseguro que fue la bendición de un santo”.
Cuando le llegó la noticia de su muerte, envió un telegrama al beato don Felipe Rinaldi: “Antiguo alumno del venerable Don Bosco, me uno a los Salesianos en el duelo por la muerte de don Rua, que fue para mí un padre espiritual inolvidable. Aquí rezamos todos, Sacerdote Orione”. Los Salesianos querían enterrar a Don Rua en Valsalice, junto a la tumba de Don Bosco, pero hubo dificultades por parte de las autoridades de la ciudad. Inmediatamente, con otro telegrama, el 9 de abril, don Orione ofreció al padre Rinaldi su ayuda: “Si surgieran dificultades para enterrar a Don Rua en Valsalice, por favor, telegrafíeme, fácilmente podría ayudarles”.
Fue un gran sacrificio para él no poder atravesar Italia de Mesina a Turín para asistir al funeral de don Rua. Pero ahora están todos, Bosco, Rua, Orione, Rinaldi, en el cielo, uno al lado del otro en la única gran familia de Dios.