Siendo un sacerdote muy joven, Don Bosco publicó un volumen, en formato diminuto, titulado “Ejercicio de devoción a la misericordia de Dios”.
Todo comenzó con la marquesa de Barolo
La marquesa Giulia Colbert di Barolo (1785-1864), declarada Venerable por el Papa Francisco el 12 de mayo de 2015, cultivaba personalmente una especial devoción a la misericordia divina, por lo que hizo introducir la costumbre de una semana de meditaciones y oraciones sobre el tema en las comunidades religiosas y educativas que fundó cerca de Valdocco. Pero no se contentaba. Quería que esta práctica se extendiera a otros lugares, especialmente en las parroquias, entre el pueblo. Pidió el consentimiento de la Santa Sede, que no sólo se la otorgó, sino que también concedió varias indulgencias a esta práctica devocional. Llegados a este punto, se trataba de hacer una publicación adecuada a tal fin.
Nos encontramos en el verano de 1846, cuando Don Bosco, superada la grave crisis de agotamiento que le había llevado al borde de la tumba, se había retirado a casa de Mamá Margarita en i Becchi para recuperarse y ahora se había “licenciado” a su apreciado servicio como capellán de una de las obras de Barolo, para gran disgusto de la propia marquesa. Pero “sus jóvenes” lo llamaron a la recién alquilada casa Pinardi.
En ese momento intervino el famoso patriota Silvio Pellico, secretario-bibliotecario de la marquesa y admirador y amigo de Don Bosco, que había puesto música a algunos de sus poesías. Las memorias salesianas cuentan que Pellico, con cierto atrevimiento, propuso a la marquesa que encargara a Don Bosco la publicación que le interesaba. ¿Qué hizo la marquesa? Aceptó, aunque no con demasiado entusiasmo. ¿Quién sabe? Quizás quería ponerlo a prueba. Y Don Bosco, también aceptó.
Un tema cercano a su corazón
El tema de la misericordia de Dios figuraba entre sus intereses espirituales, aquellos en los que se había formado en el seminario de Chieri y sobre todo en el Convitto de Turín. Sólo dos años antes había terminado de asistir a las lecciones de su compatriota San José Cafasso, apenas cuatro años mayor que él, pero su director espiritual, de quien seguía las predicaciones de los ejercicios espirituales para sacerdotes, aunque también formador de media docena de otros fundadores, algunos incluso santos. Pues bien, Cafasso, aunque hijo de la cultura religiosa de su época –hecha de prescripciones y de la lógica de “hacer el bien para escapar al castigo divino y merecer el Paraíso”- no perdía ocasión, tanto en su enseñanza como en su predicación, de hablar de la misericordia de Dios. ¿Y cómo no iba a hacerlo si se dedicaba constantemente al sacramento de la penitencia y a asistir a los condenados a muerte? Tanto más cuanto que tal devoción indulgente constituía entonces una reacción pastoral contra el rigor del jansenismo que sostenía la predestinación de los que se salvaban.
Por tanto, Don Bosco, en cuanto regresó del campo a principios de noviembre, se puso manos a la obra, siguiendo las prácticas piadosas aprobadas por Roma y difundidas por todo el Piamonte. Con la ayuda de algunos textos que pudo encontrar fácilmente en la biblioteca del Convitto que conocía bien, a finales de año publicó a sus expensas un librito de 111 páginas, formato diminuto, titulado “Ejercicio de devoción a la Misericordia de Dios”. Inmediatamente hizo homenaje a las niñas, mujeres y religiosas de las fundaciones de la Barolo. No está documentado, pero la lógica y la gratitud dirían que también se lo regaló a la marquesa Barolo, promotora del proyecto: pero la misma lógica y gratitud dirían que la marquesa no se dejó superar en generosidad, enviándole, quizá anónimamente como en otras ocasiones, una contribución propia a los gastos.
No hay espacio aquí para presentar el contenido “clásico” del libro de meditaciones y oraciones de Don Bosco; sólo queremos señalar que su principio básico es: “cada uno debe invocar la Misericordia de Dios para sí mismo y para todos los hombres, porque ‘todos somos pecadores’ […] todos necesitados de perdón y de gracia […] todos llamados a la salvación eterna”.
Significativo es entonces el hecho de que al final de cada día de la semana Don Bosco, en la lógica del título “ejercicios devocionales”, asigne una práctica de piedad: invitar a otros a participar, perdonar a los que nos han ofendido, hacer una mortificación inmediata para obtener de Dios misericordia para todos los pecadores, dar alguna limosna o sustituirla con la recitación de oraciones o jaculatorias, etc. El último día la práctica se sustituye por una simpática invitación, quizá incluso aludiendo a la marquesa de Barolo, a recitar “¡al menos un Ave María por la persona que ha promovido esta devoción!”.
Práctica educativa
Pero más allá de los escritos con fines edificantes y formativos, cabe preguntarse cómo educaba concretamente Don Bosco a sus jóvenes para confiar en la misericordia divina. La respuesta no es difícil y podría documentarse de muchas maneras. Nos limitaremos a tres experiencias vitales vividas en Valdocco: los sacramentos de la Confesión y Comunión y su figura de “padre lleno de bondad y amor”.
La Confesión
Don Bosco inició a la vida cristiana adulta a cientos de jóvenes de Valdocco. ¿Pero con qué medios? Dos en particular: la Confesión y la Comunión.
Don Bosco, como sabemos, es uno de los grandes apóstoles de la Confesión, y esto se debe en primer lugar a que ejerció plenamente este ministerio, al igual que, por lo demás, su maestro y director espiritual Cafasso, mencionado anteriormente, y la admirada figura de su casi contemporáneo el santo cura de Ars (1876-1859). Si la vida de este último, como se ha escrito, “transcurrió en el confesionario” y la del primero pudo ofrecer muchas horas del día (“el tiempo necesario”) para escuchar en confesión a “obispos, sacerdotes, religiosos, laicos eminentes y gente sencilla que acudían a él”, la de Don Bosco no pudo hacer lo mismo debido a las numerosas ocupaciones en las que estaba inmerso. Sin embargo, se ponía a disposición de los jóvenes (y de los salesianos) en el confesionario cada día que se celebraban servicios religiosos en Valdocco o en las casas salesianas, o en ocasiones especiales.
Había empezado a hacerlo en cuanto terminó de “aprender a ser sacerdote” en el Convitto (1841-1844), cuando los domingos reunía a los jóvenes en el oratorio itinerante del bienio, cuando iba a confesar al santuario de la Consolata o a las parroquias piamontesas a las que era invitado, cuando aprovechaba los viajes en carruaje o en tren para confesar a los cocheros o a los pasajeros. No dejó de hacerlo hasta el último momento, cuando invitado a no cansarse con las confesiones, respondía que a esas alturas era lo único que podía hacer por sus jóvenes. Y ¡cuál fue su pena cuando, por razones burocráticas y malentendidos, su licencia para confesar no fue renovada por el arzobispo! Los testimonios sobre Don Bosco como confesor son innumerables y, de hecho, la famosa fotografía que le representa en el acto de confesar a un joven rodeado de tantos otros que esperan hacerlo, debió de gustar al propio santo, que tal vez tuvo la idea de la misma, y que aún hoy sigue siendo un icono significativo e imborrable de su figura en el imaginario colectivo.
Pero más allá de su experiencia como confesor, Don Bosco fue un incansable promotor del sacramento de la Reconciliación, divulgó su necesidad, su importancia, la utilidad de su frecuencia, señaló los peligros de una celebración carente de las condiciones necesarias, ilustró las formas clásicas de abordarlo fructíferamente. Lo hizo a través de conferencias, buenas noches, consignas ingeniosos y palabritas al oído, circulares a los jóvenes en los colegios, cartas personales y la narración de numerosos sueños que tenían por objeto la confesión, bien o mal hecha. De acuerdo con su inteligente práctica catequética, les contaba episodios de conversiones de grandes pecadores, y también sus propias experiencias personales al respecto.
Don Bosco, profundo conocedor del alma juvenil, para inducir a todos los jóvenes al arrepentimiento sincero, utilizaba el amor y la gratitud hacia Dios, presentado en su infinita bondad, generosidad y misericordia. En cambio, para sacudir los corazones más fríos y endurecidos, describe los posibles castigos del pecado e impresiona saludablemente sus mentes con vívidas descripciones del juicio divino y del Infierno. Pero incluso en estos casos, no satisfecho con llevar a los muchachos al dolor por sus pecados, intenta hacerles ver la necesidad de la misericordia divina, una disposición importante para anticipar su perdón incluso antes de la confesión sacramental. Don Bosco, como de costumbre, no entra en disquisiciones doctrinales, sólo le interesa una confesión sincera, que cure terapéuticamente la herida del pasado, recomponga el tejido espiritual del presente para un futuro de “vida de gracia”.
Don Bosco cree en el pecado, cree en el pecado grave, cree en el infierno y de su existencia habla a lectores y oyentes. Pero también está convencido de que Dios es misericordia en persona, por eso ha dado al hombre el sacramento de la Reconciliación. Pues, aquí insiste en las condiciones para recibirlo bien, y sobre todo en el confesor como “padre” y “médico” y no tanto como “doctor y juez”: “El confesor sabe que sigue siendo más grande que tus faltas la misericordia de Dios que te concede el perdón con su intervención” (Referencia biográfica sobre el jovencito Magone Miguel, pp. 24-25).
Según las memorias salesianas, a menudo sugería a sus jóvenes que invocaran la misericordia divina, que no se desanimaran después de pecar, sino que volvieran a confesarse sin miedo, confiando en la bondad del Señor y tomando luego firmes resoluciones para el bien.
Como “educador en el campo de la juventud”, Don Bosco sentía la necesidad de insistir menos en el ex opere operato y más en el ex opere operantis, es decir, en las disposiciones del penitente. En Valdocco todos se sentían invitados a hacer una buena confesión, todos sentían el riesgo de las malas confesiones y la importancia de hacer una buena confesión; muchos de ellos sintieron entonces que vivían en una tierra bendecida por el Señor. No en vano, la misericordia divina había hecho que un joven difunto se despertara después de que se hubieran expuesto las cortinas del funeral para que pudiera confesar (a Don Bosco) sus pecados.
En resumen, el sacramento de la confesión, bien explicado en sus características específicas y celebrado con frecuencia, fue quizá el medio más̀ eficaz por el que el santo piamontés llevó a sus jóvenes a confiar en la inmensa misericordia de Dios.
La Comunión
Mas también la Comunión, el segundo pilar de la pedagogía religiosa de Don Bosco, servirá a este objetivo.
Don Bosco es ciertamente uno de los mayores promotores de la práctica sacramental de la Comunión frecuente. Su doctrina, inspirada en el pensamiento de la contrarreforma, daba más importancia a la Comunión que a la celebración litúrgica de la Eucaristía, aunque en su frecuencia allí había estado una evolución. En los primeros veinte años de su vida sacerdotal, en la huella de San Alfonso, pero también en la del Concilio de Trento y antes aún en la de Tertuliano y San Agustín, propuso la Comunión semanal, o varias veces por semana o incluso diaria según la perfección de las disposiciones correspondientes a las gracias del sacramento. Domingo Savio, en Valdocco había empezado a confesarse y comulgar a cada quince días, pasó luego a hacerlo cada semana, después tres veces por semana y finalmente, tras un año de intenso crecimiento espiritual, todos los días, obviamente siempre siguiendo el consejo de su confesor, el propio Don Bosco.
Más tarde, en la segunda mitad de los años sesenta, Don Bosco, basándose en sus experiencias pedagógicas y en una fuerte corriente teológica a favor de la Comunión frecuente, que tenía como líderes al obispo francés de Ségur y al prior de Génova Fr. Giuseppe Frassinetti, pasó a invitar a sus jóvenes a comulgar más a menudo, convencido de que permitía dar pasos decisivos en la vida espiritual y favorecía su crecimiento en el amor a Dios. Y en caso de imposibilidad de la Comunión sacramental diaria, sugería la Comunión espiritual, tal vez durante una visita al Santísimo Sacramento, tan apreciada por san Alfonso. Sin embargo, lo importante era mantener la conciencia en estado de poder comulgar todos los días: la decisión correspondía en cierto modo al confesor.
Para Don Bosco, toda Comunión recibida dignamente –ayuno prescrito, estado de gracia, voluntad de desprenderse del pecado, una hermosa acción de gracias posterior- anula las faltas cotidianas, fortalece el alma para evitarlas en el futuro, aumenta la confianza en Dios y en su infinita bondad y misericordia; además es fuente de gracia para triunfar en la escuela y en la vida, es ayuda para soportar los sufrimientos y superar las tentaciones.
Don Bosco cree que la Comunión es una necesidad para que los “buenos” se mantengan como tales y para que los “malos” se conviertan en “buenos”. Es para los que quieren hacerse santos, no para los santos, como la medicina se da a los enfermos. Obviamente, sabe que la asistencia por sí sola no es un indicio seguro de bondad, ya que hay quienes la reciben muy tibiamente y por costumbre, sobre todo porque la propia superficialidad de los jóvenes no les permite a menudo comprender toda la importancia de lo que hacen.
Con la Comunión, pues, se pueden implorar del Señor gracias particulares para uno mismo y para los demás. Las cartas de Don Bosco están llenas de peticiones a sus jóvenes para que recen y comulguen según su intención, para que el Señor le conceda buen éxito en los “asuntos” de cada orden en los que se encuentra inmerso. Y lo mismo hacía con todos sus corresponsales, a los que invitaba a acercarse a este sacramento para obtener las gracias solicitadas, mientras que él hacía lo propio en la celebración de la Santa Misa.
Don Bosco se preocupaba mucho de que sus muchachos crecieran alimentados por los sacramentos, pero también quería el máximo respeto a su libertad. Y dejó instrucciones precisas a sus educadores en su tratado sobre el Sistema Preventivo: “Nunca obliguéis a los jóvenes a asistir a los santos sacramentos, sino sólo animadles y dadles el consuelo de aprovecharlos”.
Al mismo tiempo, sin embargo, se mantuvo firme en su convicción de que los sacramentos son de suma importancia. Escribió perentoriamente: “Digan lo que quieran sobre los diversos sistemas de educación, pero no encuentro ninguna base segura salvo en la frecuencia de la Confesión y la Comunión” (El pastorcito de los Alpes, o sea vida del joven Besucco Francisci d’Argentera, 1864. p. 100).
Una paternidad y una misericordia hecha persona
La misericordia de Dios, actuante sobre todo en el momento de los sacramentos de la Confesión y la Comunión, encontraba entonces su expresión externa no sólo en un Don Bosco “padre confesor”, sino también “padre, hermano, amigo” de los jóvenes en la vida cotidiana ordinaria. Con cierta exageración podría decirse que su confianza con Don Bosco era tal que muchos de ellos apenas distinguían entre Don Bosco “confesor” y Don Bosco “amigo” y “hermano”; otros podían a veces intercambiar la acusación sacramental con las efusiones sinceras de un hijo hacia su padre; por otra parte, el conocimiento que Don Bosco tenía de los jóvenes era tal que con preguntas sobrias les inspiraba una confianza extrema y no pocas veces sabía hacer la acusación en su lugar.
La figura de Dios padre, misericordioso y providente, que a lo largo de la historia ha mostrado su bondad desde Adán hacia los hombres, justos o pecadores, pero todos necesitados de ayuda y objeto de cuidados paternales, y en cualquier caso todos llamados a la salvación en Jesucristo, se modula y refleja así en la bondad de Don Bosco “Padre de sus jóvenes”, que sólo quiere su bien, que no los abandona, siempre dispuesto a comprenderlos, compadecerlos, perdonarlos. Para muchos de ellos, huérfanos, pobres y abandonados, acostumbrados desde muy pequeños al duro trabajo diario, objeto de modestísimas manifestaciones de ternura, hijos de una época en la que lo que imperaba era la sumisión decidida y la obediencia absoluta a cualquier autoridad constituida, Don Bosco fue quizás la caricia jamás experimentada por un padre, la “ternura” de la que habla el Papa Francisco.
Conmueve todavía su carta a los jóvenes de la casa de Mirabello a finales de 1864: “Aquellas voces, aquellos vítores, aquel besarse y darse la mano, aquella sonrisa cordial, aquel hablarse del alma, aquel animarse recíprocamente a hacer el bien, son cosas que embalsaman mi corazón, y por eso no puedo pensar sin conmoverme hasta las lágrimas. Les diré […] que sois la pupila de mis ojos” (Epistolario II editado por F. Motto II, car. n. 792).
Aún más conmovedora es su carta a los jóvenes de Lanzo del 3 de enero de 1876: “Permitidme que os diga, y que nadie se ofenda, que sois todos unos ladrones; lo digo y lo repito, me lo habéis quitado todo. Cuando estaba en Lanzo, me hechizasteis con vuestra benevolencia y cariñosa bondad, ligasteis las facultades de mi mente con vuestra piedad; aún me quedaba este pobre corazón, cuyos afectos ya me habíais robado por completo. Ahora vuestra carta marcada por 200 manos amistosas y queridísimas se ha apoderado de todo este corazón, al que no le queda más que un vivo deseo de amarlos en el Señor, de hacerles el bien y de salvar las almas de todos” (Epistolario III, car. n. 1389).
La bondad amorosa con la que trataba y quería que los salesianos tratasen a los muchachos tenía un fundamento divino. Lo afirmaba citando una expresión de San Pablo: “La caridad es benigna y paciente; todo lo sufre, todo lo espera y todo lo soporta”.
La amabilidad era, por tanto, un signo de misericordia y de amor divino que escapaba al sentimentalismo y a las formas de sensualidad por la caridad teologal que era su fuente. Don Bosco comunicaba este amor a muchachos particulares y también a grupos de ellos: “Que os tengo mucho afecto, no necesito decíroslo, os he dado pruebas claras de ello. Que vosotros también me amáis, no necesito decirlo, porque me lo habéis demostrado constantemente. Pero, ¿en qué se fundamenta este afecto mutuo nuestro? […] Así pues, el bien de nuestras almas es el fundamento de nuestro afecto” (Epistolario II, car. n. 1148). El amor a Dios, el primum teológico, es, por tanto, el fundamento del primum pedagógico.
La amabilidad era también la traducción del amor divino en amor verdaderamente humano, hecho de sensibilidad correcta, cordialidad amable, afecto benévolo y paciente tendente a la comunión profunda del corazón. En definitiva, ese amor efectivo y afectivo que se experimenta de forma privilegiada en la relación entre el educando y el educador, cuando gestos de amistad y de perdón por parte del educador inducen al joven, en virtud del amor que guía al educador, a abrirse a la confianza, a sentirse apoyado en su esfuerzo por superarse y comprometerse, a dar su consentimiento y a adherirse en profundidad a los valores que el educador vive personalmente y le propone. El joven comprende que esta relación le reconstruye y reestructura como hombre. La empresa más ardua del Sistema Preventivo es precisamente la de ganarse el corazón del joven, de gozar de su estima, de su confianza, de hacer de él un amigo. Si el joven no ama al educador, éste puede hacer muy poco del joven y por el joven.
Las obras de misericordia
Podríamos continuar ahora con las obras de misericordia, que el catecismo distingue entre obras corporales y espirituales, estableciendo dos grupos de siete. No sería difícil documentar cómo Don Bosco vivió, practicó y alentó la práctica de estas obras de misericordia y cómo con su “ser y obrar” constituyó de hecho un signo y un testimonio visible, con obras y palabras, del amor de Dios por los hombres. Por los límites de espacio, nos limitamos a indicar las posibilidades de investigación. Por cierto, se afirma que hoy parecen abandonadas también por la falsa oposición entre misericordia y justicia, como si la misericordia no fuera una forma típica de expresar aquel amor que, en cuanto tal, nunca puede contradecir a la justicia.