25 Sep 2025, Jue

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Un testimonio conmovedor de Raoul Follereau. Estuvo en una leprosario en una isla del Pacífico. Una pesadilla de horror. Nada más que cadáveres andantes, desesperación, rabia, llagas y horribles mutilaciones.
Sin embargo, en medio de tanta devastación, un anciano enfermo conservaba unos ojos sorprendentemente brillantes y sonrientes. Sufría en cuerpo, como sus infelices compañeros, pero mostraba apego a la vida, no desesperación, y dulzura en su trato con los demás.
Intrigado por aquel verdadero milagro de la vida, en el infierno del leprosario, Follereau quiso buscar una explicación: ¿qué cosa podía dar tanta fuerza para vida a aquel anciano tan golpeado por el mal?
Lo siguió, discretamente. Descubrió que, invariablemente, al despuntar el alba, el anciano se arrastraba hasta la valla que rodeaba el leprosario y llegaba a un lugar concreto.
Se sentaba y esperaba.
No era la salida del sol lo que esperaba. Ni el espectáculo del amanecer del Pacífico.
Esperaraba hasta que, al otro lado de la valla, apareciera una mujer, también anciana, con el rostro cubierto de finas arrugas y los ojos llenos de dulzura.
La mujer no hablaba. Sólo envió un mensaje silencioso y discreto: una sonrisa. Pero el hombre se iluminaba ante esa sonrisa y respondía con otra.
La conversación silenciosa duraba unos instantes, luego el anciano se levantaba y volvía trotando al cuartel. Todas las mañanas. Una especie de comunión diaria. El leproso, alimentado y fortificado por aquella sonrisa, podía soportar un nuevo día y aguantar hasta la nueva cita con la sonrisa de aquel rostro femenino.
Cuando Follereau le preguntó, el leproso respondió: “¡Es mi esposa!”.
Y tras un momento de silencio: “Antes de venir aquí, ella me curó en secreto, con todo lo que pudo encontrar. Un hechicero le había dado un ungüento. Todos los días me untaba la cara con él, excepto una pequeña parte, lo suficiente para pegar sus labios a ella para darme un beso… Pero todo fue en vano. Entonces me recogieron y me trajeron aquí. Pero ella me siguió. Y cuando vuelvo a verla cada día, sólo por ella sé que sigo vivo, sólo por ella sigo disfrutando de la vida”.


Seguro que alguien le ha sonreído esta mañana, aunque usted no se haya dado cuenta. Seguro que alguien espera hoy su sonrisa. Si entra en una iglesia y abre su alma al silencio, se dará cuenta de que Dios, ante todo, le recibe con una sonrisa.

Por P. Bruno FERRERO

Salesiano de Don Bosco, experto en catequesis, autor de varios libros. Fue director editorial de la editorial salesiana Elledici. Es redactor jefe del periódico italiano "Il Bollettino Salesiano", en versión impresa.