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1. Historias de familias heridas
Estamos acostumbrados a imaginar la familia como una realidad armoniosa, caracterizada por la coexistencia de varias generaciones y por el papel guía de los padres que establecen la norma y de los hijos que, al aprenderla, son guiados por ellos en la experiencia de la realidad. Sin embargo, a menudo las familias se ven atravesadas por dramas e incomprensiones, o marcadas por heridas que agreden su configuración óptima y devuelven una imagen distorsionada, falsificada y engañosa.
También la historia de la santidad salesiana está atravesada por historias de familias heridas: familias donde falta al menos una de las figuras parentales, o donde la presencia de mamá y papá se convierte, por diversas razones (físicas, psíquicas, morales y espirituales), en un obstáculo para sus hijos, hoy en camino hacia los honores de los altares. El mismo Don Bosco, que había experimentado la muerte prematura de su padre y el alejamiento de la familia por la prudente voluntad de Mamá Margarita, quiere – no es casualidad – que la obra salesiana esté particularmente dedicada a la «juventud pobre y abandonada» y no duda en alcanzar a los jóvenes que se han formado en su oratorio con una intensa pastoral vocacional (demostrando que ninguna herida del pasado es un obstáculo para una vida humana y cristiana plena). Por lo tanto, es natural que la misma santidad salesiana, que se nutre de las existencias de muchos jóvenes de Don Bosco que luego fueron consagrados a través de él a la causa del Evangelio, lleve en sí – como lógica consecuencia – la huella de familias heridas.
De estos chicos y chicas que crecieron en contacto con las obras salesianas se quieren presentar tres, cuyas historias se “inserten” en el surco biográfico de Don Bosco. Los protagonistas son:
– la beata Laura Vicuña, nacida en Chile en 1891, huérfana de padre y cuya madre inicia en Argentina una convivencia con el rico propietario Manuel Mora; Laura, por lo tanto, herida por la situación de irregularidad moral de su madre, está dispuesta a ofrecer su vida por ella;
– el siervo de Dios Carlo Braga, valtellinense de 1889, abandonado de pequeño por su padre y cuya madre es alejada porque se la considera, por una mezcla de ignorancia y maledicencia, psíquicamente inestable; Carlo, por lo tanto, que enfrenta grandes humillaciones y verá su vocación salesiana puesta en dificultades en varias ocasiones por aquellos que temen en él un comprometedor resurgimiento del malestar psíquico falsamente atribuido a su madre;
– finalmente, la sierva de Dios Anna María Lozano, que nace en 1883 en Colombia, sigue con su familia a su padre en el lazareto, donde se ve obligado a trasladarse tras la aparición de la terrible lepra, será obstaculizada en su vocación religiosa, pero podrá finalmente realizarla gracias al encuentro providencial con el salesiano Luigi Variara, beato.
2. Don Bosco y la búsqueda del padre
Como Laura, Carlo y Anna María – marcados por la ausencia o las “heridas” de una o más figuras parentales – antes que ellos, y en cierto sentido “por ellos”, también Don Bosco experimenta la falta de un núcleo familiar fuerte.
Las Memorias del Oratorio deben pronto detenerse en la precoz pérdida del padre: Francisco muere a los 34 años y Don Bosco – no sin recurrir a una expresión en ciertos aspectos desconcertante – reconoce que «Dios misericordioso los golpeó a todos con una grave desgracia». Así, entre los primeros recuerdos del futuro santo de los jóvenes se abre paso una experiencia desgarradora: la del cadáver del padre, de quien la madre intenta alejarlo, encontrando sin embargo su resistencia: «Yo quería absolutamente quedarme», explica Don Bosco, quien entonces añadió: «Si papá no viene, no quiero ir [me]». Margarita le responde entonces: «Pobre hijo, ven conmigo, ya no tienes padre». Ella llora y Juancito, que carece de una comprensión racional de la situación, pero intuye todo el drama con una intuición afectiva e identificativa, hace suya la tristeza de la madre: «Yo lloraba porque ella lloraba, ya que a esa edad no podía comprender cuánto gran infortunio era la pérdida del padre».
Frente al papá muerto, Juancito demuestra considerarlo aún el centro de su vida. De hecho, dice: «no quiero ir [contigo, mamá]» y no, como esperaríamos: «no quiero venir». Su punto de referencia es el padre – punto de partida y deseable punto de retorno –, respecto al cual cada alejamiento parece desestabilizador. En el dramatismo de esos momentos, además, Juancito aún no ha comprendido qué significa la muerte del progenitor. De hecho, espera («si papá no viene…») que el padre aún pueda estar cerca de él: y sin embargo ya intuye su inmovilidad, su mutismo, su incapacidad de protegerlo y defenderlo, la imposibilidad de ser tomado de la mano por él para convertirse a su vez en un hombre. Las vicisitudes inmediatamente posteriores, además, confirman a Giovanni en la certeza de que el padre lo protege amorosamente, lo orienta y lo guía y que, cuando le falta, incluso la mejor de las madres, como lo es Margarita, puede proveer solo en parte. En su camino de chico exuberante, el futuro Don Bosco encuentra sin embargo a otros “padres”: los casi coetáneos Luis Comollo, que despierta en él la emulación de las virtudes, y san José Cafasso, que lo llama «mi querido amigo», le hace «un gesto amable para que se acerque» y, al hacerlo, lo confirma en la persuasión de que la paternidad es cercanía, confianza e interés concreto. Pero hay sobre todo don Calosso, el sacerdote que “intercepta” al rizado Juancito en ocasión de una “misión popular” y se convierte en determinante para su crecimiento humano y espiritual. Los gestos de don Calosso operan en el preadolescente Juancito una verdadera revolución. Don Calosso, ante todo, le habla. Luego le da voz. Después lo anima. Además: se interesa por la historia de la familia Bosco, demostrando saber contextualizar el “ahora” de ese chico en el “todo” de su historia. Además, le revela el mundo, de hecho, de alguna manera lo reintegra al mundo, haciéndole conocer cosas nuevas, regalándole nuevas palabras y demostrándole que tiene las capacidades para hacer mucho y bien. Finalmente, lo cuida con el gesto y con la mirada, y provee a sus necesidades más urgentes y reales: «Mientras yo hablaba, nunca me quitó la mirada de encima.
“Anímate amigo, yo pensaré en ti y en tus estudios”».
En don Calosso, Juan Bosco hace, por lo tanto, la experiencia de que la verdadera paternidad merece una entrega total y totalizadora; conduce a la conciencia de sí mismo; abre un “mundo ordenado” donde la regla da seguridad y educa a la libertad:
«Yo me puse pronto en manos de don Calosso. Entonces conocí lo que significa tener una guía estable […], un amigo fiel del alma… Él me animó; todo el tiempo que podía lo pasaba cerca de él…. Desde esa época comencé a saborear lo que es la vida espiritual, ya que antes actuaba más bien materialmente y como una máquina que hace una cosa, sin saber la razón».
El padre terrenal, sin embargo, también es aquel que siempre quisiera estar cerca del hijo, pero en un cierto momento ya no puede hacerlo. También don Calosso muere; incluso el mejor padre en un momento se hace a un lado, para otorgar al hijo la fuerza del desapego y de la autonomía propias de la edad adulta.
¿Cuál es entonces, para Don Bosco, la diferencia entre familias exitosas o fracasadas? Se podría estar tentado a decir que está toda aquí: “exitosa” es la familia caracterizada por padres que educan a los hijos a la libertad y, si los dejan, es solo por una imposibilidad sobrevenida o por su bien. “Herida” en cambio es la familia donde el progenitor ya no genera vida, sino que lleva en sí problemas de diversa índole que obstaculizan el crecimiento del hijo: un progenitor que se desinteresa por él y, ante las dificultades, incluso lo abandona, con una actitud tan diferente a la del Buen Pastor.
Las vicisitudes biográficas de Laura, Carlo y Anna María lo confirman.
3. Laura: una hija que “genera” a su propia madre
Nacida en Santiago de Chile el 5 de abril de 1891, y bautizada el 24 de mayo siguiente, Laura es la hija mayor de José D. Vicuña, un noble venido a menos que se había casado con Mercedes Pino, hija de modestos agricultores. Tres años después llega una hermanita, Julia Amanda, pero pronto el papá muere, tras haber sufrido una derrota política que ha minado su salud y comprometido, con el sustento económico de la familia, también el honor. Privada de cualquier «protección y perspectiva de futuro», la madre llega a Argentina, donde recurre a la tutela del terrateniente Manuel Mora: un hombre «de carácter soberbio y altivo», que «no disimula odio y desprecio por quienquiera que se oponga a sus planes». Un hombre que solo en apariencia garantiza protección, pero que en realidad está acostumbrado a tomar, si es necesario con la fuerza, lo que quiere, instrumentalizando a las personas. Mientras tanto, paga los estudios de Laura y su hermana en el colegio de las Hijas de María Auxiliadora y su madre – que sufre la influencia psicológica de Mora – convive con él sin encontrar la fuerza para romper el vínculo. Sin embargo, cuando Mora comienza a mostrar signos de deshonesto interés hacia la misma Laura, y sobre todo cuando esta última emprende el camino de preparación para la Primera Comunión, ella de repente comprende toda la gravedad de la situación. A diferencia de la madre – que justifica un mal (la convivencia) en vista de un bien (la educación de las hijas en el colegio) – Laura entiende que se trata de una argumentación moralmente ilegítima, que pone en grave peligro el alma de la madre. En este período, además, Laura quisiera convertirse ella misma en hermana de María Auxiliadora: pero su solicitud es rechazada, porque es hija de una «concubina pública». Y es en este punto que precisamente en Laura – acogida en el colegio cuando en ella dominaban aún «impulsividad, facilidad de resentimiento, irritabilidad, impaciencia y propensión a aparecer» – se manifiesta un cambio que solo la Gracia, unida al compromiso de la persona, puede operar: pide a Dios la conversión de la madre, ofreciéndose a sí misma por ella. En ese momento, Laura no puede moverse ni “hacia adelante” (ingresando entre las Hijas de María Auxiliadora) ni “hacia atrás” (regresando con la madre y Mora). Con un gesto entonces cargado de la creatividad típica de los santos, Laura emprende el único camino que aún le es accesible: el de la altura y la profundidad. En los propósitos de la Primera Comunión había anotado:
Propongo hacer cuanto sé y puedo para […] reparar las ofensas que ustedes, Señor, reciben cada día de los hombres, especialmente de las personas de mi familia; Dios mío, dame una vida de amor, de mortificación y de sacrificio.
Ahora finaliza el propósito en “Acto de ofrecimiento”, que incluye el sacrificio de la vida misma. El confesor, reconociendo que la inspiración es de Dios, pero ignorando las consecuencias, consiente, y confirma que Laura es «consciente de la oferta que acaba de realizar». Ella vive los últimos dos años con silencio, alegría y sonrisa y una índole rica de calor humano. Y, sin embargo, la mirada que posa sobre el mundo – como confirma un retrato fotográfico, muy diferente de la estilización hagiográfica conocida – también dice toda la sufrida conciencia y el dolor que la habitan. En una situación donde le falta tanto la “libertad de” (condicionamientos, obstáculos, fatigas), como la “libertad para” hacer tantas cosas, esta preadolescente testifica la “libertad para”: la del don total de sí misma.
Laura no desprecia, sino que ama la vida: la suya y la de su madre. Por eso se ofrece. El 13 de abril de 1902, Domingo del Buen Pastor, se pregunta: «Si Él da la vida… ¿qué me impide a mí por la mamá?». Moribunda, añade: «¡Mamá, yo muero, yo misma se lo he pedido a Jesús… hace casi dos años que le ofrecí la vida por ti…, para obtener la gracia de tu regreso!».
Estas son palabras libres de arrepentimiento y reproche, pero cargadas de una gran fuerza, una gran esperanza y una gran fe. Laura ha aprendido a aceptar a su madre por lo que es. De hecho, se ofrece a sí misma para darle lo que ella sola no puede conseguir. Cuando Laura muere, la madre se convierte. Laurita de los Andes, la hija, ha contribuido así a generar a la madre en la vida de fe y gracia.
4. Carlo Braga y la sombra de la madre
También Carlo Braga, que nace dos años antes que Laura, en 1889, está marcado por la fragilidad de su madre: cuando su marido la abandona a ella y a los hijos, Matilde «casi no comía y se deterioraba a vista de ojo». Llevada entonces a Como, muere allí cuatro años más tarde de tuberculosis, aunque todos están convencidos de que la depresión se había transformado en una verdadera locura. Carlo comienza a ser «compadecido como el hijo de un inconsciente [el padre] y de una madre infeliz». Sin embargo, tres acontecimientos providenciales lo socorren.
Del primero, ocurrido cuando era muy pequeño, redescubre más tarde el sentido: había caído en el hogar y su madre Matilde, al rescatarlo, lo había consagrado en ese instante a la Virgen. Así, el pensamiento de la madre ausente se convierte para Carlo niño en «un recuerdo doloroso y consolador a la vez»: dolor por su ausencia; pero también la certeza de que ella lo había confiado a la Madre de todas las madres, María Santísima. Escribe don Braga, años después, a un hermano salesiano conmovido por la pérdida de su propia madre:
Ahora la madre te pertenece mucho más que cuando estaba viva. Déjame que te hable de mi experiencia personal. Mi madre me dejó cuando tenía seis años […]. Pero debo confesarte que ella me siguió paso a paso y, cuando lloraba desolado al murmullo del río Adda, mientras, pastorcillo, me sentía llamado a una vocación más alta, me parecía que la Mamá me sonreía y me secaba las lágrimas.
Carlo luego conoce a sor Giuditta Torelli, una Hija de María Auxiliadora que «salvó al pequeño Carlo de la desintegración de su personalidad cuando a los nueve años se dio cuenta de que era tolerado y oyó a veces a la gente decir sobre él: “Pobre niño, ¿por qué está en el mundo?”». De hecho, había quienes sostenían que su padre merecía ser fusilado por la traición del abandono y, en cuanto a la madre, muchos compañeros de escuela le replican: «Tú cállate, total tu madre era una loca». Pero sor Giuditta lo ama o lo ayuda de manera especial; posa sobre él una mirada “nueva”; además, cree en su vocación y la alienta.
Entrado entonces en el colegio salesiano de Sondrio, Carlo vive la tercera y decisiva experiencia: conoce a don Rua, de quien tiene el honor de ser el pequeño secretario por un día. Don Rua sonríe a Carlo y, repitiendo el gesto que Don Bosco había realizado en su momento con él («Miguelito, tú y yo siempre haremos todo a medias»), «mete su mano dentro de la suya y le dice: “siempre seremos amigos”»: si sor Giuditta había creído en la vocación de Carlo, don Rua ahora le permite realizarla, «haciéndolo pasar por encima de todos los obstáculos». Ciertamente, a Carlo Braga no le faltarán dificultades en cada etapa de su vida – de novicio, clérigo, incluso inspector –, concretándose en aplazamientos prudenciales y asumiendo a veces la forma de maledicencia: pero él ya habrá aprendido a enfrentarlas. Mientras tanto, se convierte en un hombre capaz de irradiar una extraordinaria alegría, humilde, activo y de delicada ironía: todas características que dicen del equilibrio de la persona y su sentido de la realidad. Bajo la acción del Espíritu Santo, don Braga desarrolla él mismo una radiante paternidad, a la que se une una gran ternura por los jóvenes a su cargo. Don Braga redescubre el amor por su propio papá, lo perdona y emprende un viaje para reconciliarse con él. Se somete a fatigas sin número para estar siempre entre sus Salesianos y chicos. Se define como aquel que ha sido «puesto en la viña para hacer de palo», es decir, en la sombra, pero para el bien de los demás. Un padre, al confiarle su hijo como aspirante salesiano, dice: «¡Con un hombre así te dejo ir incluso al Polo Norte!». Don Carlo no se escandaliza de las necesidades de los hijos, sino que los educa a manifestarlas, a aumentar el deseo: «¿Necesitas algún libro? No tengas miedo, escribe una lista más larga». Sobre todo, don Carlo ha aprendido a posarse sobre los demás con esa mirada de amor de la que él mismo se sintió alcanzado en su momento gracias a sor Giuditta y don Rua. Testifica don Giuseppe Zen, hoy cardenal, en un largo pasaje que merece ser leído en su totalidad y que comienza con las palabras de su propia madre a don Braga:
«Mire, Padre, este chico ya no es tan bueno. Quizás no sea adecuado para ser aceptado en este instituto. No quisiera que usted fuera engañado. ¡Ah, si supiera cómo me ha hecho desesperar en este último año! No sabía realmente qué hacer. Y si también aquí me hará desesperar, dígamelo, que iré a recogerlo de inmediato». Don Braga, en lugar de responder, me miraba a los ojos; yo también lo miraba, pero con la cabeza baja. Me sentía como un imputado acusado por el Fiscal, en lugar de defendido por su abogado. Pero el juez estaba de mi lado. Con la mirada me entendió profundamente, de inmediato y mejor que todas las explicaciones de mi madre. Él mismo, escribiéndome muchos años más tarde, se aplicaba las palabras del Evangelio: «Intuitus dilexit eum (“mirándolo lo amó”)». Y desde ese día no tuve más dudas sobre mi vocación.
5. Anna María Lozano Díaz y la fecunda enfermedad del padre
Los padres de Laura y de Carlo se habían – a diversos títulos – revelado como “lejanos” y “ausentes”. Una última figura, la de Anna María, atestigua en cambio el dinamismo opuesto: el de un padre demasiado presente, que con su presencia abre a la hija un nuevo camino de santificación. Anna nace el 24 de septiembre de 1883 en Oicatà, Colombia, en una familia numerosa, caracterizada por la ejemplar vida cristiana de los padres. Cuando Anna es muy joven, el papá – un día, al lavarse – descubre una mancha sospechosa en la pierna. Es la terrible lepra, que logra ocultar durante algún tiempo, pero finalmente se ve obligado a reconocer, aceptando primero separarse de la familia, y luego reunirse con ella en el lazareto de Agua de Dios. La esposa le había dicho heroicamente: «Tu suerte es la nuestra». Así, los sanos aceptan las condicionantes que les vienen al asumir el ritmo de los enfermos. En este momento, la enfermedad del padre condiciona la libertad de elección de Anna María, obligada a proyectar su vida en el lazareto. Ella, además – como ya había sucedido con Laura – se encuentra imposibilitada para realizar su vocación religiosa a causa de la enfermedad paterna: experimenta entonces, interiormente, esa laceración que la lepra opera en los enfermos. Sin embargo, Anna María no está sola. Como Don Bosco gracias al Calosso, Laura en el confesor y Carlo en don Rua, encuentra un amigo del alma. Es el beato don Luigi Variara, salesiano, que le asegura: «Si tienes vocación religiosa, se realizará», y la involucra en la fundación de las Hijas de los Sagrados Corazones de Jesús y María, en 1905. Es el primer Instituto en acoger en su interior a leprosos o hijos de leprosos. Cuando la Lozano muere, el 5 de marzo de 1982 a casi 99 años, Madre general durante más de medio siglo, la intuición del salesiano don Variara se ha concretado ya en una experiencia que ha confirmado y reforzado la dimensión victimaria-reparadora del carisma salesiano.
6. Los santos enseñan
En su ineludible diferencia, las vicisitudes de Laura Vicuña (beata), Carlo Braga y Anna María Lozano (siervos de Dios) están unidas por algunos aspectos dignos de nota:
a) Laura, Anna y Carlo, como ya Don Bosco, sufren situaciones de desasosiego y dificultad, a diversos títulos relacionadas con sus padres. No se puede olvidar a Mamá Margarita, que se ve obligada a alejar a Juancito de casa cuando la ausencia de la autoridad paterna facilita la confrontación con el hermano Antonio; ni olvidar que Laura fue acosada por el Mora y rechazada por las Hijas de María Auxiliadora como su aspirante; que Carlo Braga sufrió incomprensiones y calumnias; o que la lepra del padre parece en un momento dado arrebatar a Anna María toda esperanza de futuro.
Una familia a diversos títulos herida causa por lo tanto un daño objetivo a quienes forman parte de ella: desconocer o intentar reducir la magnitud de este daño sería una empresa tan ilusoria como injusta. A cada sufrimiento se asocia de hecho un elemento de pérdida que los “santos”, con su realismo, interceptan y aprenden a nombrar.
b) Juancito, Laura, Anna María y Carlo realizan en este punto un segundo paso, más arduo que el primero: en lugar de sufrir pasivamente la situación, o de gemir sobre ella, se acercan con una mayor conciencia al problema. Además de un vivo realismo, atestiguan la capacidad, típica de los santos, de reaccionar con prontitud, evitando el repliegue autorreferencial. Se dilatan en el don, e insertan este don en las condiciones concretas de vida. Al hacerlo, unen el «da mihi animas» al «caetera tolle».
c) Los límites y las heridas, así, nunca son removidos: pero siempre reconocidos y nombrados; incluso, son “habitadas”. También la beata Alexandrina María da Costa y el siervo de Dios Nino Baglieri, el venerable Andrea Beltrami y el beato Augusto Czartoryski, “alcanzados” por el Señor en las condiciones invalidantes de su enfermedad, el beato Tito Zeman, el venerable José Vandor y el siervo de Dios Ignacio Stuchlý – parte de vicisitudes históricas más grandes que ellos y que parecen sobrepasarlos – enseñan el difícil arte de permanecer en las dificultades y permitir al Señor hacer florecer a la persona en ellas. ¡La libertad de elección asume aquí la forma altísima de una libertad de adhesión, en el «fiat!».
Nota Bibliográfica:
Para preservar el carácter de “testimonio” y no de “relación” de este escrito, se ha evitado un aparato crítico de notas. Se señala sin embargo que las citas presentes en el texto son extraídas de las Memorias del Oratorio del Sac. Juan Bosco; de María Dosio, Laura Vicuña. Un camino de santidad juvenil salesiana, LAS, Roma 2004; de Don Carlo Braga cuenta su experiencia misionera y pedagógica (testimonio autobiográfico del siervo de Dios) y de la Vida de Don Carlo Braga, “El Don Bosco de China”, escrita por el salesiano don Mario Rassiga y hoy disponible en copiados. A estas fuentes se añaden luego los materiales de los Procesos de beatificación y canonización, accesibles para Don Bosco y Laura, aún reservados para los siervos de Dios.