25 Sep 2025, Jue

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Durante el undécimo Capítulo General de la Congregación Salesiana fue elegido el primer Rector Mayor, don Paolo Albera. Aunque formalmente representa al segundo sucesor de don Bosco, en realidad fue el primero en ser elegido, ya que don Rua había sido nombrado personalmente por don Bosco, por inspiración divina y a instancias del Papa Pío IX (el nombramiento de don Rua fue oficializado el 27 de noviembre de 1884 y posteriormente confirmado por la Santa Sede el 11 de febrero de 1888). A continuación, dejémonos guiar por el relato de don Eugenio Ceria, que narra la elección del primer sucesor de don Bosco y los trabajos del Capítulo General.


            No parece casi posible hablar de antiguos Salesianos sin partir de Don Bosco. Esta vez es para admirar la divina Providencia, que a Don Bosco a lo largo del arduo camino hizo encontrar a los hombres indispensables para él en los diversos grados y oficios de su Congregación en formación. Hombres, digo, no hechos, sino por hacer. Correspondió al fundador buscarlos jóvenes, hacerlos crecer, educarlos, instruirlos, informarles de su espíritu, de modo que, dondequiera que los enviara, lo representaran dignamente entre los Socios y ante los extraños. He aquí el caso también de su segundo sucesor. El pequeño y frágil Paolino Albera, cuando del pueblito natal llegó al Oratorio, no destacaba entre la multitud de compañeros por ninguna de esas características que llaman la atención sobre un recién llegado; pero Don Bosco no tardó en descubrir en él inocencia de costumbres, capacidad intelectual velada por una natural timidez, y un carácter de niño, que le daba buenas esperanzas. Llevándolo hasta el altar, lo envió como Director a Sampierdarena, luego Director a Marsella e Inspector para Francia, donde lo llamaban petit Don Bosco, hasta que en 1886 la confianza de los hermanos lo eligió Catequista general o sea Director espiritual de la Sociedad. Pero allí no se detuvieron sus ascensos.
            Tras la muerte de Don Rua, el gobierno de la Sociedad pasó, según la Regla, a manos del Prefecto General Don Felipe Rinaldi, quien por lo tanto presidía el Capítulo Superior y dirigía los preparativos para el Capítulo General que se celebraría dentro del año 1910. Se estableció que el gran congreso se abriera el 15 de agosto, precedido por un curso de ejercicios espirituales, realizados por los Capitulares y predicados por Don Albera.
            Un diario íntimo de Don Albera, en inglés, nos permite conocer cuáles eran sus sentimientos en el período de espera. Bajo el 21 de abril encontramos: “Hablo largo rato con Don Rinaldi y con gran placer. Deseo de todo corazón que sea elegido para el cargo de Rector Mayor de nuestra Congregación. Rezaré al Espíritu Santo para obtener esta gracia”. Y bajo el 26: “Rara vez se habla del sucesor de Don Rua. Espero que se elija al Prefecto. Tiene las virtudes necesarias para el cargo. Cada día rezo por esta gracia”. De nuevo el 11 de mayo: “Acepto ir a Milán para el funeral de Don Rua. Estoy muy contento de obedecer a Don Rinaldi, en quien reconozco a mi verdadero Superior. Rezo todos los días pidiendo que sea elegido Rector Mayor”. Bajo el 6 de junio revela el porqué de tanta inclinación por Don Rinaldi escribiendo de él: “Tengo una alta idea de su virtud, de su capacidad e iniciativa”. Poco después, yendo a Roma en su compañía, escribía el 8 en Florencia: “Veo que Don Rinaldi es bien aceptado en todas partes y considerado como el sucesor de Don Rua. Deja buena impresión en aquellos con los que habla”.
            Si hubiera sido lícito hacer propaganda, él habría sido su gran elector. Ni eran pocos los Salesianos que pensaban de la misma manera. No hablemos de los españoles, entre los cuales había dejado un gran legado de afectos. Inspectores y delegados, cuando llegaban de España para el Capítulo General, no hacían muchos misterios ni siquiera al hablar con él. Pero él a tales discursos mostraba toda la indiferencia de un sordo, que no entiende una sílaba de lo que se le dice. En esto su actitud era tal, que impresionaba a sus alegres interlocutores. Había realmente un misterio.
            La noche de la Asunción se celebró la reunión de apertura, en la que Don Rinaldi “habló muy bien”, nota en el diario Don Albera. A la elección del Rector Mayor se procedió en la sesión de la mañana siguiente. Desde el inicio del escrutinio, los nombres de Don Albera y de Don Rinaldi se alternaban a breves intervalos. El primero aparecía cada vez más turbado y atónito; el otro, en cambio, no daba el menor signo de emoción. La cosa fue notada, y no sin una pizca de curiosidad. Un gran aplauso saludó el voto, que alcanzaba la mayoría absoluta, requerida por la Regla. Don Rinaldi, al haber cumplido el último acto en su calidad de presidente de la asamblea con la proclamación del elegido, pidió poder leer un recordatorio suyo. Obtenido el consentimiento, se hizo restituir por Don Lemoyne, Secretario del Capítulo Superior, un sobre cerrado, entregado el 27 de febrero y que llevaba la sobreescritura: “Abrirse después de las elecciones que se llevarían a cabo a la muerte del querido Don Rua”. Tenido en las manos, lo abrió y leyó: “El sr. Don Rua está gravemente enfermo y yo creo que debo entregar por escrito, lo que se conserva en mi corazón, a su sucesor. El 22 de noviembre de 1877 se celebraba en Borgo S. Martino la habitual fiesta de S. Carlos. En la mesa presidida por el Venerable Juan Bosco y por Mons. Ferrò, yo también estaba sentado al lado de Don Belmonte. En un cierto momento la conversación cayó sobre Don Albera, contando Don Bosco las dificultades que le planteó el clero de su país. Fue entonces cuando Mons. Ferrò quiso saber si Don Albera había superado esas dificultades: — Ciertamente, respondió Don Bosco. Él es mi segundo… — Y pasando una mano sobre la frente, suspendió la frase. Pero yo calculé de inmediato que no era el segundo en entrar ni el segundo en dignidad, no siendo del Capítulo Superior, ni el segundo Director y deduje que era el segundo sucesor; pero guardé estas cosas en mi corazón, esperando los eventos. Turín, 27 de febrero de 1910”. Los electores comprendieron entonces el porqué de su comportamiento y sintieron que se les abría el corazón: habían elegido, por tanto, a quien había sido preconizado por Don Bosco treinta y tres años antes.
            Inmediatamente se encargó a Don Bertello formular dos telegramas de comunicación al Santo Padre y al Card. Rampolla, Protector de la Sociedad. Al Papa se le decía: “Don Paolo Albera, nuevo Rector Mayor de la Pia Sociedad Salesiana y Capítulo General, que con la máxima concordia de ánimos hoy, noventa y cinco aniversario del nacimiento del Venerable Don Bosco, lo eligió y con el máximo júbilo lo festeja elegido, agradecen a Su Santidad los preciosos consejos y oraciones y protestan profundo respeto y obediencia ilimitada”. Su Santidad respondió pronto enviando la bendición apostólica. En el telegrama se alude a un autógrafo pontificio del 9 de agosto. Era del tenor siguiente: “A los dilectos hijos de la Congregación Salesiana del Venerable Don Bosco reunidos para la elección del Rector General, en la certeza de que todos, dejando de lado cualquier afecto humano, darán su voto a aquel Hermano, que juzguen en el Señor el más adecuado para mantener el verdadero espíritu de la Regla, para alentar y dirigir hacia la perfección a todos los Miembros del Instituto religioso, y para hacer prosperar las múltiples obras de caridad y de religión, a las que se han consagrado, impartimos con paternal afecto la Bendición Apostólica. Del Vaticano, 9 de agosto de 1910. Pío PP. X”.
            También el Cardenal Protector había dirigido el 12 de agosto “al Regulador y Electores del Capítulo” una palabra paternal de augurio y de aliento, diciendo entre otras cosas: “Su amadísimo Don Bosco con el más intenso afecto de padre ya sin duda les dirige desde el Cielo la mirada e implora fervientemente del Divino Paráclito que derrame sobre ustedes las celestiales luces inspirándoles sabios consejos. La santa Iglesia espera de sus sufragios un digno sucesor de Don Bosco y de Don Rua, que sepa sabiamente conservar su obra, más aún aumentarla con nuevos incrementos. Y yo también, con el más vivo interés, unido a ustedes en la oración, hago cálidos votos, para que con el favor divino su elección sea en todos los aspectos feliz y tal que me traiga la dulce consolación de ver a la Congregación Salesiana cada vez más floreciente en beneficio de las almas y en honor del Apostolado católico. Hagan, por tanto, que en un acto tan sagrado y solemne sus ánimos se mantengan alejados de consideraciones humanas y sentimientos personales; de modo que guiados únicamente por rectas intenciones y ardiente deseo de la gloria de Dios y del mayor bien del Instituto, unidos en el nombre del Señor en la más perfecta concordia y caridad, puedan elegir como su regidor a aquel que por santidad de vida les sea ejemplo, por bondad de corazón padre amoroso, por prudencia y sabiduría guía segura, por celo y firmeza vigilante guardián de la disciplina, de la observancia religiosa y del espíritu del Venerable Fundador”. Su Eminencia, recibiendo no mucho después a Don Albera, le dio signos no dudosos de considerar que la elección había sido hecha conforme a los votos que él había expresado.
            Cuál era en los primeros instantes el sentimiento del elegido, lo dice el diario, en el cual bajo el 16 de agosto leemos: “Este es un día de gran desgracia para mí. He sido elegido Rector Mayor de la Pia Sociedad de San Francisco de Sales. ¡Qué responsabilidad sobre mis hombros! Ahora más que nunca debo gritar: Dios, en mi ayuda, ven. He rezado muchísimo, especialmente ante la tumba de Don Bosco”. En su cartera se encontró un papel amarillento, en el que había trazado y firmado este programa: “Tendré siempre a Dios en vista, a Jesucristo como modelo, a la Auxiliadora en ayuda, a mí mismo en sacrificio”.
            Habían expirado al mismo tiempo todos los miembros del Capítulo Superior y había que hacer la elección, lo cual se llevó a cabo en la tercera sesión. Primero fue elegido el Prefecto General. La votación sobre el nombre de Don Rinaldi resultó plebiscitaria. De los 73 votantes, 71 le dieron su voto. Solo faltó un voto, que fue para Don Paolo Virion, Inspector francés. El otro, muy probablemente el suyo, fue para Don Pietro Ricaldone, Inspector en España, a quien él tenía en gran estima. Retomó, por lo tanto, su fatiga diaria, que debía durar aún doce años, hasta que él mismo se convirtió en Rector Mayor.
            Hecho esto, el Capítulo pasó a la elección de los restantes, que fueron: Don Julio Barberis, Catequista General; Don José Bertello, Economo; Don Luis Piscetta, Don Francisco Cerruti, Don José Vespignani, Consejeros. Este último, Inspector en Argentina, agradeció a la asamblea por el acto de confianza, y dijo que se sentía obligado por motivos particulares y también por su salud a declinar la nominación, pidiendo que se llegara a otra elección. Pero el Superior no creyó que debía aceptar así de inmediato la renuncia y le pidió que suspendiera hasta el día siguiente cualquier decisión. Al día siguiente, invitado por el Rector Mayor a notificar la resolución tomada, respondió que, siguiendo el consejo del Superior, se sometía completamente a la obediencia con respecto a la carga.
            El primer acto del reelegido Prefecto General fue llevar oficialmente a conocimiento de los Socios la elección del nuevo Rector Mayor. En una breve carta, mencionando de pasada las diversas fases de su vida, recordaba oportunamente el llamado “Sueño de la Rueda”, en el cual Don Bosco había visto a Don Albera con una lámpara en la mano iluminando y guiando a los demás (MB VI,910). Luego, muy oportunamente concluía: “Queridos hermanos, resuenen una vez más en sus oídos las amorosas palabras de Don Bosco en la carta-testamento: ‘Su Rector ha muerto, pero se elegirá otro que cuidará de ustedes y de su eterna salvación. Escúchenlo, ámenlo, obedézcanle, recen por él, como lo han hecho por mí’”.
            A las Hijas de María Auxiliadora, Don Albera consideró oportuno hacer sin demasiada dilación una comunicación, tanto más que de ellas recibía cartas en buen número. Les agradecía, por lo tanto, sus felicitaciones, pero sobre todo sus oraciones. “Espero, escribía, que Dios escuche sus votos y que no permita que mi ineptitud sea un perjuicio para aquellas obras a las que el Venerable Don Bosco y el inolvidable Don Rua consagraron toda su vida”. Finalmente, deseaba que entre las dos ramas de la familia de Don Bosco reinara siempre una santa competencia en conservar el espíritu de caridad y de celo dejado en herencia por el fundador.
            Demos ahora una rápida mirada a los trabajos del Capítulo General. Se puede decir que hubo un solo tema fundamental. El Capítulo anterior, tras realizar una revisión bastante somera de los Reglamentos, había deliberado que, tal como estaban, se practicaran durante seis años a modo de experimento y que el Capítulo XI los revisara fijando el texto definitivo. Estos Reglamentos eran seis: para los Inspectores, para todas las casas salesianas, para las casas de noviciado, para las parroquias, para los oratorios festivos y para la Pia Unión de Cooperadores. El mismo Capítulo X, con una petición firmada por 36 miembros, había solicitado que en el XI se tratara la cuestión administrativa y sobre todo la manera de hacer cada vez más provechosos los ingresos que la Providencia concedía a cada casa salesiana. Para facilitar el arduo trabajo se nombró para cada Reglamento una Comisión, diré así, de técnicos, extracapitular con la tarea de hacer los estudios relativos y presentar al mismo Capítulo las conclusiones.
            Las discusiones, comenzadas en la quinta sesión, se prolongaron por otras 21. Para agotar la materia habría sido necesario prolongar mucho más los trabajos; pero el Capítulo General, con votación unánime, delegó la tarea de finalizar la revisión al Capítulo Superior, el cual prometió llevarla a cabo, nombrando una Comisión específica. Sin embargo, el Capítulo General, para mostrar que no se desinteresaba y para ayudar a la obra, manifestó el deseo de crear una Comisión encargada de formular los principales criterios que debían guiar a la nueva Comisión de los Reglamentos en su larga y delicada tarea. Así se hizo. Por lo tanto, se llevaron a conocimiento de la asamblea y se aprobaron diez normas directivas, elaboradas por sus delegados bajo la presidencia de Don Ricaldone. El trasfondo de ellas era mantener firme el espíritu de Don Bosco, conservando íntegros aquellos artículos que se reconocían como suyos, y eliminar de los Reglamentos lo que contenía de puramente exhortativo.
            Del XI Capítulo General no recordaré más que dos episodios, los cuales parecen tener particular importancia. El primero se refiere al Reglamento de los Oratorios festivos. La Comisión extracapitular había creído conveniente podarlo, especialmente en la parte que concernía a las diversas cargas. A Don Rinaldi le pareció que se destruía el concepto de Don Bosco sobre los Oratorios festivos; por lo que se levantó diciendo: “El Reglamento impreso en 1877 fue realmente compilado por Don Bosco, y así me lo aseguraba Don Rua cuatro meses antes de su muerte. Por lo tanto, hago votos para que se conserve intacto, porque, si se practica, se verá que sigue siendo bueno incluso hoy”.
            Aquí se encendió una animada discusión, de la cual recojo las intervenciones más notables. El relator declaró que la Comisión ignoraba por completo esta particularidad; pero también observó que nunca se había practicado ese Reglamento de manera integral en ningún Oratorio festivo, ni siquiera en Turín. La Comisión opinaba que el Reglamento había sido hecho compilar por Don Bosco sobre Reglamentos de los Oratorios festivos lombardos; de todos modos, había entendido solo podarlo e introducir lo que se considerara práctico en los mejores Oratorios salesianos. Pero Don Rinaldi no se aquietó, e insistió en el deseo de Don Rua de que ese Reglamento fuera respetado, como obra de Don Bosco, incluso con la introducción de lo que se considerara útil para los jóvenes adultos.
            Reforzó esta tesis Don Vespignani. Él, llegado al Oratorio ya sacerdote en 1876, había recibido de Don Rua la tarea de transcribir del original de Don Bosco ese Reglamento y aún conservaba los primeros borradores. También Don Barberis aseguró haber visto el autógrafo. Los opositores lo tenían en contra de las cargas. Pero Don Rinaldi no se desarmó, sino que pronunció estas enérgicas palabras: “Nada se altere del Reglamento de Don Bosco, de lo contrario perdería autoridad”. Don Vespignani confirmó una vez más su pensamiento con ejemplos de América y especialmente de Uruguay, donde, habiéndose querido en el tiempo de Mons. Lasagna probar de manera diferente, no se había logrado nada. Finalmente, la controversia se cerró votando el siguiente orden del día: “El Capítulo General XI delibera que se conserve intacto el ‘Reglamento de los Oratorios festivos’ de Don Bosco, tal como fue impreso en 1877, haciéndole solo en apéndice aquellas adiciones que se consideren oportunas, especialmente para las secciones de los jóvenes más adultos”. Se debe elogiar la sensibilidad de la asamblea ante un intento de reforma en cosas sancionadas por Don Bosco.
            El segundo episodio pertenece a la penúltima sesión por una cuestión no ajena a los Reglamentos, como a primera vista podría parecer. La planteó de nuevo Don Rinaldi, haciéndose intérprete del deseo de muchos, que se definiera la posición de los Directores en las casas después del decreto sobre las confesiones. Hasta 1901, el ser ellos confesores ordinarios de los socios y de los alumnos hacía que al dirigir actuaran habitualmente con un espíritu paternal (este argumento está ampliamente expuesto en Anales III,170-194). Después de entonces, en cambio, se comenzaba a observar que se iba perdiendo el carácter paternal querido por Don Bosco en sus Directores y que él insinuó en el Reglamento de las casas y en otros lugares; los Directores, de hecho, se dedicaban a atender los asuntos materiales, disciplinarios y escolares, de modo que se convertían en Rectores y no más en Directores. “Debemos volver, decía Don Rinaldi, al espíritu y al concepto de Don Bosco, manifestado especialmente en los ‘Recuerdos confidenciales’ (Anales III,49-53) y en el Reglamento. El Director debe ser siempre un Director salesiano. Excepto el ministerio de la confesión, nada ha cambiado”.
            Don Bertello deploró que los Directores hubieran creído que debían dejar con la confesión también el cuidado espiritual de la casa, dedicándose a oficios materiales. “Esperamos, dijo, que haya sido cosa de un momento. Hay que volver al ideal de Don Bosco, descrito en el Reglamento. Se lean esos artículos, se mediten y se practiquen” (Los citó según la edición de entonces; en la presente serían los 156, 157, 158, 159, 57, 160, 91, 195). Concluyó Don Albera diciendo: “Es una cuestión esencial para la vida de nuestra Sociedad, que se conserve el espíritu del Director según el ideal de Don Bosco; de lo contrario, cambiamos la manera de educar y no seremos más salesianos. Debemos hacer todo lo posible para conservar el espíritu de paternidad, practicando los recuerdos que Don Bosco nos dejó: ellos nos dirán cómo debemos actuar. Especialmente en los informes podremos conocer a nuestros súbditos y dirigirlos. En cuanto a los jóvenes, la paternidad no implica caricias o concesiones ilimitadas, sino interesarse por ellos, darles la facultad de venir a vernos. No olvidemos luego la importancia del discursito de la tarde. Que se hagan bien y con corazón las predicaciones. Mostremos que nos importa la salvación de las almas y dejemos a otros las partes odiosas. Así se conservará al Director la aureola, de la que Don Bosco lo quería rodeado”.
            También esta vez los Capitulares encontraron abierta en el Oratorio una Exposición general de las Escuelas Profesionales y Agrícolas Salesianas, la tercera, que duró del 3 de julio al 16 de octubre. Habiendo ya descrito las dos anteriores, no es necesario detenernos a repetir más o menos las mismas cosas (Anales III, 452-472). Naturalmente, la experiencia pasada sirvió para una mejor organización de la muestra. Predominó el criterio enunciado ya dos veces por el organizador Don Bertello que, es decir, según un ordenamiento querido por Don Bosco, cada Exposición de tal género es un hecho destinado a repetirse periódicamente para la enseñanza y estímulo de las escuelas. La apertura y el cierre recibieron lustre por la intervención de las autoridades ciudadanas y de representantes del Gobierno. Nunca faltaron visitantes, y entre ellos personalidades de alto grado y también de verdadera competencia. En el último día, el prof. Piero Gribaudi hizo al nuevo Rector Mayor la primera presentación de ex-alumnos turineses en un número de aproximadamente 300. El Diputado Cornaggia, en su discurso final, pronunció este juicio digno de permanecer (Boletín Salesiano, nov. 1910, p. 332): “Quien ha tenido la ocasión de profundizar el estudio sobre el ordenamiento de estas escuelas y de los conceptos que las inspiran, no puede dejar de admirar la sabiduría de ese Grande, que comprendió las necesidades de los trabajadores en las condiciones de los tiempos nuevos, previniendo a filántropos y legisladores”.
            Habían participado en la muestra 55 casas con un número total de 203 escuelas. El examen de los trabajos expuestos fue confiado a nueve jurados distintos, de los cuales formaron parte 50 de los más insignes profesores, artistas e industriales de Turín. Debiendo tener la Exposición un carácter exclusivamente escolar, según tal criterio fueron juzgados los trabajos y adjudicados los premios. Estos últimos fueron significativos, ofrecidos por el Papa (una medalla de oro), por el Ministerio de Agricultura y Comercio (cinco medallas de plata), por el Municipio de Turín (una medalla de oro y dos de plata), por el Consorcio agrario de Turín (dos medallas de plata), por la “Pro Torino” (una medalla vermeil, una de plata y dos de bronce), por los ex-alumnos del Círculo “Don Bosco” (una medalla de oro), por la Empresa “Augusta” de Turín (500 liras en material tipográfico a dividir en tres premios), por el Capítulo Superior salesiano (corona de laurel en plata dorada para el gran premio) (Las asignaciones están enumeradas en el citado número del Boletín Salesiano).
            Vale la pena reproducir los últimos períodos de la relación, que Don Bertello leyó antes de que se proclamaran los premiados. Dijo: “Hace aproximadamente tres meses, al inaugurar nuestra pequeña Exposición, lamentamos que por la muerte del Reverendísimo Don Rua faltara Aquél a quien pretendíamos hacer el homenaje de nuestros estudios y de nuestros trabajos en su jubileo sacerdotal. La Divina Providencia nos ha dado un nuevo Superior y Padre en la persona del Reverendísimo Don Albera. Por lo tanto, al cerrar la Exposición, depositamos en sus manos nuestros propósitos y nuestras esperanzas, seguros de que el artesano, que ya fue antes cuidado del Venerable Don Bosco y delicia del señor Don Rua, siempre tendrá un lugar conveniente en el afecto y en las solicitudes de su Sucesor”.
            Ese fue el último triunfo de Don Bertello. Poco más de un mes después, el 20 de noviembre, una dolencia repentina apagó de golpe una existencia tan laboriosa. El ingenio robusto, la sólida cultura, la firmeza del carácter y la bondad del alma hicieron de él primero un sabio Director de colegio, luego un diligente Inspector y finalmente durante doce años un experimentado Director General de las escuelas profesionales y agrícolas salesianas. Todo lo debía, después de Dios, a Don Bosco, que lo había educado en el Oratorio desde pequeño y lo había formado a su imagen y semejanza.
            Don Albera no había puesto el menor retraso en cumplir el gran deber de rendir homenaje al Vicario de Jesucristo, a Aquél que la Regla llama “árbitro y supremo Superior” de la Sociedad. Inmediatamente el 1 de septiembre partió hacia Roma, donde, llegado el 2, ya encontró el billete de audiencia para la mañana del 3. Parecía casi que Pío X estaba impaciente por verlo. De los labios del Papa recogió algunas amables expresiones, que guardó en su corazón. A los agradecimientos por el autógrafo y la bendición, el Papa respondió que había creído actuar así para dar a conocer cuánto le agradaba la actividad mundial de los Salesianos y añadió: — Nacieron ayer, es cierto, pero están esparcidos por todo el mundo y en todas partes trabajan mucho. — Estando informado de las victorias ya obtenidas en los tribunales contra los calumniadores de Varazze (Anales III, 729-749), advirtió: — Vigilad, porque otros golpes les preparan sus enemigos. — Finalmente, solicitado humildemente de alguna norma práctica para el gobierno de la Sociedad, respondió: — No se aparten de los usos y tradiciones introducidos por Don Bosco y Don Rua.
            Ya había terminado 1910 y Don Albera aún no había hecho una comunicación a toda la Sociedad. Nuevas ocupaciones para él e incesantes, sobre todo las muchas conferencias con los 32 Inspectores, le impedían siempre concentrarse en la mesa. Solo en la primera mitad de enero, como se desprende del diario, escribió las primeras páginas de una circular, que debía resultarle larga. La envió con la fecha del 25. Disculpándose por el retraso en hacerse presente, conmemorando a Don Rua y elogiando a Don Rinaldi por su buen gobierno interino de la Sociedad, se extendía en particulares noticias sobre el Capítulo General, sobre su propia elección, sobre la visita al Papa, sobre la muerte de Don Bertello. En todo tenía el aire de un padre que se entretiene familiarmente con sus hijos. También les puso al tanto de sus penas por los hechos de Portugal. Despojada en Lisboa la monarquía en octubre de 1910, los revolucionarios habían tomado de manera acérrima como blanco a los religiosos, asaltándolos con una furia salvaje. Los Salesianos no tuvieron que lamentar víctimas; sin embargo, los hermanos del Pinheiro cerca de Lisboa pasaron un mal día. Un grupo de energúmenos invadió y saqueó aquella casa, no solo burlándose de los sacerdotes y de los clérigos, sino también profanando sacrílegamente la capilla y más sacrílegamente dispersando al suelo e incluso pisoteando las hostias consagradas. Casi todos los Salesianos tuvieron que abandonar Portugal, refugiándose en España o en Italia. Los revolucionarios ocuparon sus escuelas y laboratorios, de donde fueron expulsados los alumnos. También en las colonias se extendió la persecución, de modo que hubo que abandonar Macao y Mozambique, donde se hacía un gran bien (Anales III, 606 y 622-4). Pero ya entonces Don Albera podía escribir: “Los mismos que nos han dispersado, reconocen que han privado a su país de las únicas escuelas profesionales que poseía”.
            Él, que tantas veces había oído a Don Bosco en los inicios de la Sociedad predecir la multiplicación de sus hijos en cada nación incluso remota, y veía entonces cumplidas maravillosamente esas predicciones, sentía sin duda todo el peso de la inmensa herencia recibida y consideraba que por algún tiempo no era conveniente emprender nuevas obras, sino que convenía aplicarse a consolidar las existentes. Por lo tanto, estimaba deber inculcar la misma cosa a todos los Salesianos: para lograr esto no bastaban por sí solos los Superiores, se recomendaba encarecidamente la cooperación común. Como luego en esos años el modernismo tendía a poner en peligro también a las familias religiosas, ponía en aviso a los Salesianos, suplicándoles que huyeran de toda novedad que Don Bosco y Don Rua no hubieran podido aprobar.
            Junto con la circular enviaba también a cada casa un ejemplar de las circulares de Don Rua, que desde el lecho de muerte le había encargado recoger en un volumen. El trabajo tipográfico ya había terminado desde hacía aproximadamente dos meses; de hecho, la publicación llevaba en la portada una carta de Don Albera con la fecha del 8 de diciembre de 1910.
            Para el próximo aniversario de la muerte de Don Bosco, enviaba por lo tanto a las casas un doble regalo, la circular y el libro. A este segundo le daba un especial valor, porque sabía que ofrecía en él un gran tesoro de ascética y de pedagogía salesiana. Las huellas de Don Rua se había propuesto seguir, proponiéndose especialmente imitar su caridad y su celo en procurar el bien espiritual de todos los Salesianos.

Anales de la Sociedad Salesiana, vol. IV (1910-1921), pp. 1-13

Por Editor BSOL

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