La fe, nuestro escudo y nuestra victoria (1876)

«Cuando me dediqué a esta parte del sagrado ministerio, entendí consagrar todos mis esfuerzos a la mayor gloria de Dios y al beneficio de las almas; entendí esforzarme por formar buenos ciudadanos en esta tierra, para que un día fueran dignos habitantes del cielo. Que Dios me ayude a poder continuar así hasta el último aliento de mi vida.» (Don Bosco)

            Los jóvenes, y no solamente ellos, esperaban con ansiedad el relato del sueño; don Bosco mantuvo su promesa, pero con un día de retraso, en las buenas noches del 30 de junio, festividad del Corpus Christi. Comenzó de esta manera:

            «Me alegro de volveros a ver. ¡Oh, cuántos rostros angelicales tengo vueltos hacia mí! (risas generales). He pensado que si os cuento el sueño de que os hablé os causaría un poco de miedo. Si yo tuviese un rostro angelical os podría decir: ¡Miradme! Y entonces se disiparía todo temor. Pero desgraciadamente no soy más que un poco de barro, como todos vosotros. Sin embargo, somos obra de Dios y puedo decir con san Pablo que sois gaudium meum et corona mea: vosotros sois mi alegría y mi corona. Mas no hay que extrañarse si en la corona hay algún GloriaPatri un poco mohoso.
            Pero volvamos al sueño. Yo no os lo quería contar por miedo a atemorizaros; pero después pensé: un padre no debe ocultar nada a sus hijos, tanto más si éstos tienen interés por conocer lo que el padre sabe; bueno es, pues, que los hijos sepan lo que el padre hace y conoce. Por eso me he decidido a contároslo con todos sus detalles; pero os ruego que le deis simplemente la importancia que se suele dar a los sueños y que cada uno lo tome como más le agrade y de la forma más beneficiosa. Tened entendido, pues, que los sueños se tienen durmiendo (Risas generales); pero sabed, además, que este sueño no lo he tenido ahora, sino hace quince días, precisamente cuando estabais terminando vuestros ejercicios. Hacía mucho tiempo que yo pedía al Señor que me diese a conocer el estado de alma de mis hijos y qué podía yo hacer para su progreso en la virtud y para desarraigar de sus corazones ciertos vicios. Estos eran los pensamientos que me preocupaban durante estos ejercicios. Demos gracias al Señor porque los ejercicios, tanto por parte de los estudiantes como de los aprendices, han resultado muy bien. Pero no terminaron con ellos las misericordias divinas; Dios quiso favorecerme de manera que pudiese leer en las conciencias de los jóvenes, como se lee en un libro; y lo que es aún más admirable, vi no solamente el estado actual de cada uno, sino lo que a cada uno le sucederá en el porvenir. Y esto fue también para mí algo inusitado; pues no me podía convencer de que pudiese ver de una manera semejante, tan bien y con tanta claridad, tan al descubierto las cosas futuras y las conciencias juveniles. Es la primera vez que me sucedía esto. También pedí mucho a la Santísima Virgen, que se dignase concederme la gracia de que ninguno de vosotros tuviese el demonio en el corazón, y abrigo la esperanza de que también esto me haya sido concedido; pues tengo motivos suficientes para creer que todos vosotros habéis manifestado vuestras conciencias. Estando, pues, ocupado en estos pensamientos y rogando al Señor me mostrase qué es lo que puede favorecer y perjudicar la salud de las almas de mis queridos jóvenes, me fui a descansar, y he aquí que comencé a soñar lo que seguidamente os voy a contar».
            El preámbulo del sueño está saturado del acostumbrado sentido de humildad profunda; pero en esta ocasión termina con una afirmación de tal naturaleza, que excluye toda duda acerca del carácter sobrenatural del fenómeno.
            El sueño se podría titular así: La fe, nuestro escudo y nuestra victoria.

            Me pareció encontrarme con mis queridos jóvenes en el Oratorio. Era hacia el atardecer, ese momento en que las sombras comienzan a oscurecer el cielo. Aún se veía, pero no con mucha claridad. Yo, saliendo de los pórticos, me dirigí a la portería; pero me rodeaba un número inmenso de muchachos, como soléis hacer vosotros, como prueba de amistad. Unos se habían acercado a saludarme, otros paran comunicarme algo. Yo dirigía una palabra, ya a uno ya a otro. Así llegué al patio muy lentamente, cuando he aquí que oigo unos lamentos prolongados y un ruido grandísimo, unido a las voces de los muchachos y a un griterío que procedía de la portería. Los estudiantes, al escuchar aquel insólito tumulto, se acercaron a ver; pero muy pronto los vi huir precipitadamente en unión de los aprendices, también asustados, gritando y corriendo hacia nosotros. Muchos de éstos se habían salido por la puerta que está al fondo del patio.
            Pero al crecer cada vez más el griterío y los acentos de dolor y de desesperación, yo preguntaba a todos con ansiedad qué era lo que había sucedido y procuraba avanzar para prestar mi auxilio donde hubiera sido necesario. Pero los jóvenes, agrupados a mi alrededor, me lo impedían.
            Yo entonces les dije:
            – Pero dejadme andar; permitidme que vaya a ver qué es lo que produce un espanto tal.
            – No, no, por favor, me decían todos; no siga adelante; quédese, quédese aquí; hay un monstruo que lo devorará; huya, huya con nosotros; no intente seguir adelante. Con todo quise ver qué era lo que pasaba y deshaciéndome de los jóvenes, avancé un poco por el patio de los aprendices, mientras todos los jóvenes gritaban:
            – ¡Mire, mire!
            – ¿Qué hay?
            – ¡Mire allá al fondo!
            Dirigí la vista hacia la parte indicada y vi a un monstruo que, al primer golpe de vista, me pareció un león gigantesco, tan grande que no creo exista uno igual en la tierra. Lo observé atentamente; era repulsivo; tenía el aspecto de un oso, pero aún más horrible y feroz que éste. La parte de atrás no guardaba relación con los otros miembros, era más bien pequeña; pero las extremidades anteriores, como también el cuerpo, los tenía grandísimos. Su cabeza era enorme y la boca tan desproporcionada y abierta, que parecía hecha como para devorar a la gente de un solo bocado; de ella salían dos grandes, agudos y larguísimos colmillos a guisa de tajantes espadas.
            Yo me retiré inmediatamente donde estaban los jóvenes, los cuales me pedían consejo ansiosamente; pero ni yo mismo me veía libre del espanto y me encontraba sin saber qué partido tomar. Con todo les dije:
            – Me gustaría deciros qué es lo que tenéis que hacer; pero no lo sé. Por lo pronto concentrémonos debajo de los pórticos.
            Mientras decía esto, el oso entraba en el segundo patio y se adelantaba hacia nosotros con paso grave y lento, como quien está seguro de alcanzar la presa. Retrocedimos horrorizados, hasta llegar bajo los pórticos.
            Los jóvenes se habían estrechado alrededor de mi persona. Todos los ojos estaban fijos en mí:
            – Don Bosco: ¿qué es lo que hemos de hacer?, me decían.
            Y yo también miraba a los jóvenes, pero en silencio, y sin saber qué hacer.
            Finalmente exclamé:
            – Volvámonos hacia el fondo del pórtico, hacia la imagen de la Virgen, pongámonos de rodillas, invoquémosla con más devoción que nunca, para que Ella nos diga qué es lo que tenemos que hacer en estos momentos para que venga en nuestro auxilio y nos libre de este peligro. Si se trata de un animal feroz, entre todos creo que lograremos matarlo; y si es un demonio, María nos protegerá. ¡No temáis! La Madre celestial se cuidará de nuestra salvación.
Entretanto el oso continuaba acercándose lentamente, casi arrastrándose por el suelo en actitud de preparar el salto para arrojarse sobre nosotros.
Nos arrodillamos y comenzamos a rezar. Pasaron unos minutos de verdadero espanto. La fiera había llegado ya tan cerca que de un salto podía caer sobre nosotros. Cuando he aquí que, no sé cómo ni cuándo, nos vimos trasladados todos del lado allá de la pared encontrándonos en el comedor de los clérigos.
            En el centro del mismo estaba la Virgen, que se asemejaba, no sé si a la estatua que está bajo los pórticos o a la del mismo comedor, o a la de la cúpula o también a la que está en la iglesia. Mas, sea como fuese, el hecho es que estaba radiante de una luz vivísima que iluminaba todo el comedor, cuyas dimensiones en todo sentido habían aumentado cien veces más, apareciendo esplendoroso como un sol al mediodía. Estaba rodeada de bienaventurados y de ángeles, de forma que el salón parecía un paraíso.
            Los labios de la Virgen se movían como si quisiese hablar, para decirnos algo.
            Los que estábamos en aquel refectorio éramos muchísimos. Al espanto que había invadido nuestros corazones sucedió un sentimiento de estupor. Los ojos de todos estaban fijos en la imagen, la cual con voz suavísima nos tranquilizó diciéndonos:
            – No temáis; tened fe; ésta es solamente una prueba a la cual os quiere someter mi Divino Hijo.
            Observé entonces a los que, fulgurantes de gloria, hacían corona a la Santísima Virgen y reconocí a don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a un tal Miguel, hermano de las Escuelas Cristianas, a quien algunos de vosotros habréis conocido y a mi hermano José; y a otros que estuvieron en otro tiempo en el Oratorio y que pertenecieron a la Congregación y que ahora están en el Paraíso. En compañía de éstos vi también a otros que viven actualmente.

***

            Cuando he aquí que uno de los que formaban el cortejo de la Virgen dijo en alta voz:
            – ¡Surgamus! (¡Levantémonos!).
            Nosotros estábamos de pie y no entendíamos qué era lo que nos quería decir con aquella orden, y nos preguntábamos: -Pero ¿cómo surgamus? Si estamos todos de pie. – ¡Surgamus!, repitió más fuerte la misma voz.
            Los jóvenes, de pie y atónitos, se habían vuelto hacia mí, esperando que yo les hiciese alguna señal, sin saber entretanto qué hacer.
            Yo me volví hacia el lugar de donde había salido aquella voz y dije:
            – Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer? ¿Qué quiere decir surgamus, si estamos todos de pie?
            Y la voz me respondió con mayor fuerza:
            – Surgamus!
            Yo no conseguía explicarme este mandato que no entendía. Entonces otro de los que estaban con la Virgen se dirigió a mí, que me había subido a una mesa para poder dominar a aquella multitud, y comenzó a decir con voz robusta y bien timbrada, mientras los jóvenes escuchaban:
            – Tú que eres sacerdote debes comprender qué quiere decir surgamus. Cuando celebras la Misa, ¿no dices todos los días sursumcorda? Con esto entiendes elevarte materialmente o levantar los afectos del corazón al cielo, a Dios.
            Yo inmediatamente dije a voz en cuello a los jóvenes:
            – Arriba, arriba hijos, reavivemos, fortifiquemos nuestra fe, elevemos nuestros corazones a Dios, hagamos un acto de amor y de arrepentimiento; hagamos un esfuerzo de voluntad para orar con vivo fervor; confiemos en Dios.
            Y hecha una señal, todos se pusieron de rodillas.
            Un momento después, mientras rezábamos en voz baja, llenos de confianza, se dejó oír de nuevo una voz que dijo:
            – Súrgite! Y nos pusimos todos de pie y sentimos que una fuerza sobrenatural nos elevaba sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría sabría precisar cuánto, pero puedo asegurar que todos nos encontrábamos muy alto. Tampoco sabría decir dónde descansaban nuestros pies. Recuerdo que yo estaba agarrado a la cortina o al repecho de una ventana. Los jóvenes se sujetaban, unos a las puertas, otros a las ventanas; quién se agarraba acá, quién allá; quién a unos garfios de hierro, quién a unos gruesos clavos, quién a la cornisa de la bóveda. Todos estábamos en el aire y yo me sentía maravillado de que no cayésemos al suelo.
            Y he aquí que el monstruo que habíamos visto en el patio, penetró en la sala seguido de una innumerable cantidad de fieras de diversas clases, todas dispuestas al ataque. Corrían de acá para allá por el comedor, lanzaban horribles rugidos, parecían deseosas de combatir y que de un momento a otro se habían de lanzar de un salto sobre nosotros. Pero por entonces nada intentaron. Nos miraban, levantaban el hocico y mostraban sus ojos inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos todo desde arriba, y yo, muy agarradito a aquella ventana, me decía:
            – Si me cayese, ¡qué horrible destrozo harían de mi persona!

***

            Mientras continuábamos en aquella extraña postura, salió una voz de la imagen de la Virgen que cantaba las palabras de San Pablo: –Sumite ergo scutum fidei inexpugnabile. (Embrazad, pues, el escudo de la fe inexpugnable). Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan sublime melodía, que nosotros estábamos como extáticos. Se percibían todas las notas desde la más grave a la más alta y parecía como si cien voces cantasen al unísono.
            Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso, cuando vimos partir de los flancos de la Virgen numerosos jovencitos que habían bajado del cielo. Se acercaron a nosotros llevando escudos en sus manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno de nuestros jóvenes. Todos los escudos eran grandes, hermosos, resplandecientes. Reflejase en ellos la luz que procedía de la Virgen, pareciendo una cosa celestial. Cada escudo en el centro parecía de hierro, teniendo alrededor un círculo de diamantes y su borde era de oro finísimo. Este escudo representaba la fe. Cuando todos estuvimos armados, los que estaban alrededor de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una manera tan armoniosa, que no sabría qué palabras emplear para expresar semejante dulzura. Era lo más bello, lo más suave, lo más melodioso que imaginar se puede.
            Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y estaba absorto escuchando aquella música, me sentí estremecido por una voz potente que gritaba:
            – ¡Ad pugnam! (¡A la pelea!).
            Entonces todas aquellas fieras comenzaron a agitarse furiosamente. En un momento caímos todos, quedando de pie en el suelo, y he aquí que cada uno luchaba con las fieras, protegido por el escudo divino. No sabría decir si la batalla se entabló en el comedor o en el patio. El coro celestial continuaba sus armonías. Aquellos monstruos lanzaban contra nosotros, con los vapores que salían de sus fauces, balas de plomo, lanzas, saetas y toda suerte de proyectiles; pero aquellas armas no llegaban hasta nosotros y daban sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás. El enemigo quería herirnos a toda costa y matarnos y reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir herida. Todos sus golpes daban con fuerza en los escudos y los monstruos se rompían los dientes y huían. Como las olas, se sucedían aquellas masas asaltantes, pero todos hallaban la misma suerte.
            Larga fue la lucha. Al fin se dejó oír la voz de la Virgen que decía:
            – Haec est victoria vestra, quae vincit mundum, fides vestra. (Esta es vuestra victoria, la que vence al mundo, vuestra fe).
            Al oír tales palabras, aquella multitud de fieras espantadas se dio a una precipitada fuga y desapareció. Nosotros quedamos libres, a salvo, victoriosos en aquella sala inmensa del refectorio, siempre iluminada por la luz viva que emanaba de la Virgen.
            Entonces me fijé con toda atención en los que llevaban el escudo. Eran muchos millares. Entre otros vi a don Victor Alasonatti, a don
Domingo Ruffino, a mi hermano José, al Hermano de las Escuelas Cristianas, los cuales habían combatido con nosotros.
            Pero las miradas de todos los jóvenes no podían apartarse de la Santísima Virgen. Ella entonó un cántico de acción de gracias, que despertaba en nosotros nuevos sentimientos de alegría y nuevos éxtasis indescriptibles. No sé si en el Paraíso se puede oír algo superior.

***

            Pero nuestra alegría se vio turbada de improviso por gritos y gemidos desgarradores mezclados con rugidos de fieras. Parecía como si nuestros jóvenes hubiesen sido asaltados por aquellos animales, que poco antes habíamos visto huir de aquel lugar. Yo quise salir fuera inmediatamente para ver lo que sucedía y prestar auxilio a mis hijos; pero no lo podía hacer porque los jóvenes estaban en la puerta por la que yo tenía que pasar y no me dejaban salir en manera alguna. Yo hacía toda clase de esfuerzos por librarme de ellos, diciéndoles:
            – Pero dejadme ir en auxilio de los que gritan. Quiero ver a mis jóvenes y, si ellos sufren algún daño o están en peligro de muerte, quiero morir con ellos. Quiero ir aunque me cueste la vida.
            Y escapándome de sus manos me encontré inmediatamente debajo de los pórticos. Y ¡qué espectáculo más horrible! El patio estaba cubierto de muertos, de moribundos y de heridos.    Los jóvenes, llenos de espanto, intentaban huir hacia una y otra parte perseguidos por aquellos monstruos que les clavaban los dientes en sus cuerpos, dejándoles cubiertos de heridas. A cada momento había jóvenes que caían y morían, lanzando los ayes más dolorosos.
            Pero quien hacía la más espantosa mortandad era aquel oso que había sido el primero en aparecer en el patio de los aprendices. Con sus colmillos, semejantes a dos tajantes espadas, traspasaba el pecho de los jóvenes de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y sus víctimas, con las dos heridas en el corazón, caían inmediatamente muertas.
            Yo me puse a gritar resueltamente:
            – ¡Animo, mis queridos jóvenes!
            Muchos se refugiaron junto a mí. Pero el oso, al verme, corrió a mi encuentro. Yo, haciéndome el valiente, avancé unos pasos hacia él. Entretanto algunos jóvenes de los que estaban en el refectorio y que habían vencido ya a las bestias, salieron y se unieron a mí. Aquel príncipe de los demonios se arrojó contra mí y contra ellos, pero no nos pudo herir porque estábamos defendidos por los escudos. Ni siquiera llegó a tocarnos, porque a la vista de los llegados, como espantado y lleno de respeto, huía hacia atrás. Entonces fue cuando, mirando con fijeza aquellos sus dos largos colmillos en forma de espada, vi escritas dos palabras en gruesos caracteres. Sobre uno se leía: Otium; y sobre el otro: Gula.
            Quedé estupefacto y me decía para mí:
            -¿Es posible que en nuestra casa, donde todos están tan ocupados, donde hay tanto que hacer, que no se sabe por dónde empezar para librarnos de nuestras ocupaciones, haya quien peque de ocio? Respecto a los jóvenes, me parece que trabajan, que estudian y que en el recreo no pierden el tiempo. Yo no sabía explicarme aquello.
            Pero me fue respondido:
            – Y con todo, se pierden muchas medias horas.
            – ¿Y de la gula?, me decía yo. Parece que entre nosotros no se pueden cometer pecados de gula, aunque uno quiera. No tenemos ocasión de faltar a la templanza. Los alimentos no son regalados, ni tampoco las bebidas. Apenas si se proporciona lo necesario. ¿Cómo pueden darse casos de intemperancia que conduzcan al infierno?
            De nuevo me fue respondido:
            – ¡Oh, sacerdote! Tú crees que tus conocimientos sobre la moral son profundos y que tienes mucha experiencia; pero de esto no sabes nada; todo constituye para ti una novedad. ¿No sabes que se puede faltar contra la templanza incluso bebiendo inmoderadamente agua?
Yo, no contento con esto, quise que se me diese una explicación más clara y, como estaba el refectorio aún iluminado por la Virgen, me dirigí lleno de tristeza al Hermano Miguel para que me aclarase mi duda. Miguel me respondió:
            ¡Ah, querido, en esto eres aún novicio! Te explicaré, pues, lo que me preguntas.
            – Respecto de la gula, has de saber que se puede pecar de intemperancia, cuando, incluso en la mesa, se come o se bebe más de lo necesario; se puede cometer intemperancia en el dormir o cuando se hace algo relacionado con el cuerpo, que no sea necesario, que sea superfluo. Respecto al ocio has de saber que esta palabra no indica solamente no trabajar u ocupar o no el tiempo de recreo en jugar, sino también el dejar libre la imaginación durante este tiempo para que piense en cosas peligrosas. El ocio tiene lugar también cuando en el estudio uno se entretiene con otra cosa, cuando se emplea cierto tiempo en lecturas frívolas o permaneciendo con los brazos cruzados contemplando a los demás; dejándose vencer por la desgana y especialmente cuando en la iglesia no se reza o se siente fastidio en los actos de piedad. El ocio es el padre, el manantial, la causa de muchas malas tentaciones y de múltiples males. Tú, que eres director de estos jóvenes, debes procurar alejar de ellos estos dos pecados, procurando avivar en ellos la fe. Si llegas a conseguir de tus muchachos que sean moderados en las pequeñas cosas que te he indicado, vencerán siempre al demonio, y con esta virtud alcanzarán la humildad, la castidad y las demás virtudes. Y si ocupan el tiempo en el cumplimiento de sus deberes, no caerán jamás en la tentación del enemigo infernal y vivirán y morirán como cristianos santos.

***

            Después de haber oído todas estas cosas, le di las gracias por una tan bella instrucción, y después, para cerciorarme de si era realidad o simple sueño todo aquello, intenté tocarle la mano; pero no lo pude conseguir. Lo intenté por segunda vez y por tercera, pero todo fue inútil: sólo tocaba el aire. Con todo yo veía a todas aquellas personas, las oía hablar, parecían vivas. Me acerqué a don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a mi hermano, pero no me fue posible tocar la mano a ninguno de ellos.
            Yo estaba fuera de mí y exclamé:
            – Pero ¿es cierto o no es cierto todo lo que estoy viendo? ¿Acaso éstas no son personas? ¿No los he oído hablar a todos ellos?
            El Hermano Miguel me respondió:
            – Has de saber, puesto que lo has estudiado, que hasta que el alma no se reúna con el cuerpo, es inútil que intentes tocarme. No se puede tocar a los simples espíritus. Sólo para que los mortales nos puedan ver debemos adoptar la forma humana. Pero cuando todos resucitemos para el Juicio, entonces tomaremos nuevamente nuestros cuerpos inmortales, espiritualizados.
Entonces quise acercarme a la Virgen, que parecía tener algo que decirme. Estaba casi ya junto a Ella, cuando llegó a mis oídos un nuevo ruido, y nuevos y agudos gritos de fuera. Quise salir al momento por segunda vez del comedor; pero, al salir, me desperté.

            Así que hubo terminado la narración, añadió estas observaciones y recomendaciones:
            «Sea lo que fuere de este sueño, tan variadamente entretejido, lo cierto es que en él se repiten y explican las palabras de san Pablo. Pero fue tan grande el abatimiento y cansancio de fuerzas, que me causó este sueño, que pedí al Señor no permitiese se volviera a repetir en mi mente un sueño semejante; pero hete aquí que, a la noche siguiente, volví a tener el mismo sueño y me tocó ver el final, que no había visto en la noche anterior. Y me agité y grité tanto que don Joaquín Berto, que me oyó, vino a la mañana siguiente a preguntarme por qué había gritado y si había pasado la noche sin dormir. Estos sueños me cansaron mucho más que si hubiese pasado toda la noche en vela o escribiendo. Como veis, esto es un sueño y no quiero darle autoridad alguna, sino sólo hacer de él el caso que suele hacerse de los sueños, sin ir más allá. Y no quisiera que nadie escribiese a su casa, acá y allá, no sea que los de fuera, que nada saben de las cosas del Oratorio, tengan que decir, como ya han dicho, que don Bosco hace vivir a sus jóvenes de sueños. Pero esto poco me importa; digan lo que quieran. Con todo, saque cada uno del sueño lo que sirve para él. Por ahora no os doy explicaciones, porque es muy fácil de comprender por todos. Lo que os recomiendo muy mucho es que reavivéis vuestra fe, la cual se conserva especialmente con la templanza y la fuga del ocio. Sed enemigos de éste y amigos de aquélla. Otras noches volveré sobre este tema. Entre tanto os deseo buenas noches».
(MB IT XII, 348-356 / MB ES XII, 299-306)




Vida de san Pablo Apóstol, doctor de las gentes

El momento culminante del Año Jubilar para cada creyente es el paso a través de la Puerta Santa, un gesto altamente simbólico que debe vivirse con profunda meditación. No se trata de una simple visita para admirar la belleza arquitectónica, escultórica o pictórica de una basílica: los primeros cristianos no acudían a los lugares de culto por este motivo, también porque en aquella época no había mucho que admirar. Ellos llegaban, en cambio, para orar ante las reliquias de los santos apóstoles y mártires, y para obtener la indulgencia gracias a su poderosa intercesión.
Acudir a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo sin conocer su vida no es un signo de aprecio. Por eso, en este Año Jubilar, deseamos presentar los caminos de fe de estos dos gloriosos apóstoles, tal como fueron narrados por San Juan Bosco.

Vida de san Pablo Apóstol, doctor de las gentes contada al pueblo por el sacerdote Giovanni Bosco

PREFACIO

CAPÍTULO I. Patria, educación de San Pablo, su odio contra los cristianos

CAPÍTULO II. Conversión y Bautismo de Saulo — Año de Cristo 34

CAPÍTULO III. Primer viaje de Saulo — Regresa a Damasco; le tienden emboscadas — Va a Jerusalén; se presenta a los Apóstoles — Se le aparece Jesucristo — Año de Jesucristo 35-36-37

CAPÍTULO IV. Profecías de Agabo — Saulo y Bernabé ordenados obispos — Van a la isla de Chipre — Conversión del procónsul Sergio — Castigo del mago Elima — Juan Marcos regresa a Jerusalén — Año de Jesucristo 40-43

CAPÍTULO V. San Pablo predica en Antioquía de Pisidia — Año de Jesucristo 44

CAPÍTULO VI. San Pablo predica en otras ciudades — Realiza un milagro en Listra, donde luego es apedreado y dejado por muerto — Año de Jesucristo 45

CAPÍTULO VII. Pablo milagrosamente sanado — Otras de sus fatigas apostólicas — Conversión de Santa Tecla

CAPÍTULO VIII. San Pablo va a conferenciar con San Pedro — Asiste al Concilio de Jerusalén — Año de Cristo 50

CAPÍTULO IX. Pablo se separa de Bernabé — Recorre varias ciudades de Asia — Dios lo envía a Macedonia — En Filipos convierte a la familia de Lidia — Año de Cristo 51

CAPÍTULO X. San Pablo libera a una joven del demonio — Es golpeado con varas — Es encarcelado — Conversión del carcelero y de su familia — Año de Cristo 51

CAPÍTULO XI. San Pablo predica en Tesalónica — Asunto de Jasón — Va a Berea donde es nuevamente perturbado por los judíos — Año de Cristo 52

CAPÍTULO XII. Estado religioso de los atenienses — San Pablo en el Areópago — Conversión de San Dionisio — Año de Cristo 52

CAPÍTULO XIII. San Pablo en Corinto — Su estancia en casa de Aquila — Bautismo de Crispo y de Sostene — Escribe a los Tesalonicenses — Regreso a Antioquía — Año de Jesucristo 53-54

CAPÍTULO XIV. Apolo en Éfeso — El sacramento de la Confirmación — San Pablo realiza muchos milagros — Hecho de dos exorcistas judíos — Año de Cristo 55

CAPÍTULO XV. Sacramento de la Confesión — Libros perversos quemados — Carta a los Corintios — Levantamiento por la diosa Diana — Carta a los Gálatas — Año de Cristo 56-57

CAPÍTULO XVI. San Pablo regresa a Filipos — Segunda Carta a los fieles de Corinto — Va a esta ciudad — Carta a los Romanos — Su predicación prolongada en Troade — Resucita a un muerto — Año de Cristo 58

CAPÍTULO XVII. Predicación de San Pablo en Mileto — Su viaje hasta Cesarea — Profecía de Agabo — Año de Cristo 58

CAPÍTULO XVIII. San Pablo se presenta a San Jacobo — Los judíos le tienden emboscadas — Habla al pueblo — Reprende al sumo sacerdote — Año de Cristo 59

CAPÍTULO XIX. Cuarenta judíos se comprometen con un voto a matar a San Pablo — Un sobrino suyo descubre la trama — Es trasladado a Cesarea — Año de Cristo 59

CAPÍTULO XX. Pablo ante el gobernador — Sus acusadores y su defensa — Año de Cristo 59

CAPÍTULO XXI. Pablo ante Festo — Sus palabras al rey Agripa — Año de Cristo 60

CAPÍTULO XXII. San Pablo es embarcado hacia Roma — Sufre una terrible tormenta, de la cual es salvado con sus compañeros — Año de Jesús Cristo 60

CAPÍTULO XXIII. San Pablo en la isla de Malta — Es liberado de la mordedura de una víbora — Es acogido en casa de Publio, a quien sana — Año de Cristo 60

CAPÍTULO XXIV. Viaje de San Pablo de Malta a Siracusa — Predica en Reggio — Su llegada a Roma — Año de Cristo 60

CAPÍTULO XXV. Pablo habla a los judíos y les predica a Jesucristo — Progreso del Evangelio en Roma — Año de Cristo 61

CAPÍTULO XXVI. San Lucas — Los filipenses envían ayuda a San Pablo — Enfermedad y curación de Epafrodito — Carta a los filipenses — Conversión de Onésimo — Año de Jesucristo 61

CAPÍTULO XXVII. Carta de San Pablo a Filemón — Año de Jesucristo 62

CAPÍTULO XXVIII. San Pablo escribe a los colosenses, a los efesios y a los hebreos — Año de Cristo 62

CAPÍTULO XXIX. San Pablo es liberado — Martirio de San Santiago el Menor — Año de Cristo 63

CAPÍTULO XXX. Otros viajes de San Pablo — Escribe a Timoteo y a Tito — Su regreso a Roma — Año de Cristo 68

CAPÍTULO XXXI. San Pablo es de nuevo encarcelado — Escribe la segunda carta a Timoteo — Su martirio — Año de Cristo 69-70

CAPÍTULO XXXII. Sepultura de San Pablo — Maravillas realizadas en su tumba — Basílica dedicada a él

CAPÍTULO XXXIII. Retrato de San Pablo — Imagen de su espíritu — Conclusión

PREFACIO

            San Pedro es el príncipe de los Apóstoles, primer Papa, Vicario de Jesucristo en la tierra. Él fue establecido como cabeza de la Iglesia; pero su misión estaba particularmente dirigida a la conversión de los judíos. San Pablo, por su parte, es aquel Apóstol que fue llamado de manera extraordinaria por Dios para llevar la Luz del Evangelio a los gentiles. Estos dos grandes Santos son nombrados por la Iglesia como las columnas y los fundamentos de la Fe, príncipes de los Apóstoles, quienes, con sus trabajos, con sus escritos y con su sangre nos enseñaron la ley del Señor; Ipsi nos docuerunt legem tuam, Domine. Por esta razón, a la vida de San Pedro le sucede la de San Pablo.
            Es cierto que este apóstol no se cuenta entre la serie de los Papas; pero los extraordinarios esfuerzos que realizó para ayudar a San Pedro a propagar el Evangelio, su celo, su caridad, la doctrina que nos dejó en los libros sagrados, lo hacen parecer digno de ser colocado al lado de la vida del primer Papa, como una fuerte columna sobre la que se apoya la Iglesia de Jesucristo.

CAPÍTULO I. Patria, educación de San Pablo, su odio contra los cristianos

            San Pablo era judío de la tribu de Benjamín. Ocho días después de su nacimiento fue circuncidado, y se le impuso el nombre de Saulo, que luego fue cambiado por el de Pablo. Su padre residía en Tarso, ciudad de Cilicia, provincia de Asia Menor. El emperador César Augusto concedió muchos favores a esta ciudad y, entre otros, el derecho de ciudadanía romana. Por lo tanto, San Pablo, al nacer en Tarso, era ciudadano romano, cualidad que le otorgaba muchas ventajas, ya que podía disfrutar de inmunidad ante las leyes particulares de todos los países sujetos o aliados al imperio romano, y en cualquier lugar un ciudadano romano podía apelar al senado o al emperador para ser juzgado.
            Sus parientes, siendo acomodados, lo enviaron a Jerusalén para darle una educación acorde a su estado. Su maestro fue un doctor llamado Gamaliel, hombre de gran virtud, de quien ya hemos hablado en la vida de San Pedro. En esa ciudad tuvo la suerte de encontrar un buen compañero de Chipre, llamado Bernabé, joven de gran virtud, cuya bondad de corazón contribuyó mucho a templar el ardiente ánimo del condiscípulo. Estos dos jóvenes siempre se mantuvieron leales amigos, y los veremos convertirse en colegas en la predicación del Evangelio.
            El padre de Saulo era fariseo, es decir, profesaba la secta más severa entre los judíos, la cual consistía en una gran apariencia externa de rigor, máxima que es completamente contraria al espíritu de humildad del Evangelio. Saulo siguió las máximas de su padre, y como su maestro también era fariseo, se llenó de entusiasmo por aumentar su número y eliminar cualquier obstáculo que se opusiera a tal fin.
            Era costumbre entre los judíos hacer que sus hijos aprendieran un oficio mientras se dedicaban al estudio de la Biblia. Esto lo hacían para preservarlos de los peligros que conlleva la ociosidad; y también para ocupar el cuerpo y el espíritu en algo que pudiera proporcionarles el sustento en las difíciles circunstancias de la vida. Saulo aprendió el oficio de curtidor de pieles y especialmente a coser tiendas. Se destacó entre todos los de su edad por su celo hacia la ley de Moisés y las tradiciones de los judíos. Este celo poco iluminado lo convirtió en blasfemo, perseguidor y feroz enemigo de Jesucristo.
            Incitó a los judíos a condenar a San Esteban, y estuvo presente en su muerte. Y como su edad no le permitía participar en la ejecución de la sentencia, así que él, cuando Esteban iba a ser apedreado, custodiaba los vestidos de sus compañeros y los incitaba con furia a lanzar piedras contra él. Pero Esteban, verdadero seguidor del Salvador, hizo la venganza de los santos, es decir, comenzó a orar por aquellos que lo apedreaban. Esta oración fue el principio de la conversión de Saulo; y San Agustín dice precisamente que la Iglesia no habría tenido en Pablo un apóstol, si el diácono Esteban no hubiera orado.
            En esos tiempos se suscitó una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén, y Saulo era quien mostraba un feroz deseo de dispersar y enviar a muerte a los discípulos de Jesucristo. Con el fin de fomentar mejor la persecución en público y en privado, se hizo autorizar para ello por el príncipe de los sacerdotes. Entonces se convirtió en un lobo hambriento que no se saciaba de desgarrar y devorar. Entraba en las casas de los cristianos, los insultaba, los maltrataba, los ataba o los hacía cargar con cadenas para ser luego arrastrados a prisión, los hacía golpear con varas; en resumen, empleaba todos los medios para obligarlos a blasfemar el santo nombre de Jesucristo. La noticia de las violencias de Saulo se difundió incluso en países lejanos, de modo que su solo nombre infundía temor entre los fieles.
            Los perseguidores no se contentaban con ser crueles contra las personas de los cristianos; sino que, como siempre han hecho los perseguidores, también los despojaban de sus bienes y de cuanto poseían en común. Lo que hacía que muchos se vieran obligados a vivir de las limosnas que los fieles de las iglesias lejanas les enviaban. Pero hay un Dios que asiste y gobierna su Iglesia, y cuando menos lo pensamos, él viene en ayuda de quienes confían en él.

CAPÍTULO II. Conversión y Bautismo de Saulo — Año de Cristo 34

            El furor de Saulo no podía saciarse; él no respiraba más que amenazas y matanzas contra los discípulos del Señor. Al enterarse que, en Damasco, ciudad distante aproximadamente cincuenta millas de Jerusalén, muchos judíos habían abrazado la fe, sintió arder en su interior un furibundo deseo de ir allí a hacer una masacre. Para actuar libremente según lo que su odio contra los cristianos le sugería, fue al príncipe de los sacerdotes y al senado, que con cartas lo autorizaron a ir a Damasco, encadenar a todos los judíos que se declararan cristianos y luego conducirlos a Jerusalén y allí castigarlos con una severidad capaz de detener a aquellos que pudieran haber sido tentados a imitarlos.
            ¡Pero son vanos los proyectos de los hombres cuando son contrarios a los del Cielo! Dios, movido por las oraciones de San Esteban y de los otros fieles perseguidos, quiso manifestar en Saulo su poder y su misericordia. Saulo, con sus cartas de recomendación, lleno de ardor, avanzando por el camino, estaba cerca de la ciudad de Damasco, y ya le parecía tener a los cristianos entre sus manos. Pero ese era el lugar de la divina misericordia.
            En el ímpetu de su ciego furor, hacia el mediodía, una gran luz, más resplandeciente que la del sol, lo rodea a él y a todos los que lo acompañaban. Atónitos por aquel esplendor celestial, cayeron todos al suelo como muertos; al mismo tiempo oyeron el ruido de una voz, comprendida solo por Saulo. “Saulo, Saulo”, dijo la voz, “¿por qué me persigues?” Entonces Saulo, aún más asustado, respondió: “¿Quién eres tú que hablas?” “Yo soy”, continuó la voz, “ese Jesús a quien tú persigues. Recuerda que es cosa demasiado dura dar patadas contra el aguijón, lo que haces al resistir a uno más poderoso que tú. Perseguido mi Iglesia, me persigues a mí mismo; pero esta se volverá más floreciente, y no harás daño más que a ti mismo.”
            Este dulce reproche del Salvador, acompañado de la unción interna de su gracia, ablandó la dureza del corazón de Saulo y lo transformó en un hombre completamente nuevo. Por lo tanto, todo humillado, exclamó: “Señor, ¿qué quieres que haga?” Como si dijera: ¿Cuál es el medio de procurar tu gloria? Me ofrezco a ti para hacer tu santísima voluntad.
            Jesucristo ordenó a Saulo que se levantara y fuera a la ciudad donde un discípulo lo instruiría sobre lo que debía hacer. Dios, dice San Agustín, al confiar a sus ministros la instrucción de un apóstol llamado de una manera tan extraordinaria, nos enseña que debemos buscar su santa voluntad en la enseñanza de los Pastores, a quienes ha revestido de su autoridad para ser nuestras guías espirituales en la tierra.
            Saulo, al levantarse, no veía nada, aunque tenía los ojos abiertos. Por lo tanto, fue necesario darle la mano y conducirlo a Damasco, como si Jesucristo quisiera llevarlo en triunfo. Se alojó en la casa de un comerciante llamado Judas; allí permaneció tres días sin ver, sin beber y sin comer, ignorando aun lo que Dios quería de él.
            Había en Damasco un discípulo llamado Ananías, muy estimado por los judíos por su virtud y santidad. Jesucristo se le apareció y le dijo: “¡Ananías!” Y él le respondió: “Aquí estoy, oh Señor.” El Señor añadió: “Levántate y ve a la calle llamada Derecha, y busca a cierto Saulo nativo de Tarso; lo encontrarás mientras ora.” Ananías, al oír el nombre de Saulo, tembló y dijo: “Oh Señor, ¿a dónde me envías? Tú bien sabes el gran mal que ha hecho a los fieles en Jerusalén; ahora se sabe por todos que ha venido aquí con pleno poder para encadenar a todos los que creen en tu Nombre.” El Señor replicó: “Ve tranquilo, no temas, porque este hombre es un instrumento escogido por mí para llevar mi nombre a los gentiles, ante los reyes y ante los hijos de Israel; porque yo le mostraré cuánto debe padecer por mi nombre.” Mientras Jesucristo hablaba a Ananías, envió a Saulo otra visión, en la que le apareció un hombre llamado Ananías que, acercándose a él, le imponía las manos para devolverle la vista. Lo que hizo el Señor para asegurar a Saulo que Ananías era quien enviaba para manifestarle sus deseos.
            Ananías obedeció, fue a ver a Saulo, le impuso las manos y le dijo: “Saulo, hermano, el Señor Jesús que te apareció en el camino por el que venías a Damasco, me ha enviado a ti para que recuperes la vista y seas lleno del Espíritu Santo.” Hablando así, Ananías, manteniendo las manos sobre la cabeza de Saulo, añadió: “Abre los ojos.” En ese momento cayeron de los ojos de Saulo ciertas escamas, y él recuperó perfectamente la vista.
            Entonces Ananías añadió: “Ahora levántate y recibe el Bautismo, y lava tus pecados invocando el nombre del Señor.” Saulo se levantó de inmediato para recibir el Bautismo; luego, lleno de alegría, restauró su cansancio con un poco de comida. Pasados apenas algunos días con los discípulos de Damasco, comenzó a predicar el Evangelio en las sinagogas, demostrando con las Sagradas Escrituras que Jesús era Hijo de Dios. Todos los que lo escuchaban estaban llenos de asombro, y decían: “¿No es este el que en Jerusalén perseguía a los que invocaban el nombre de Jesús y que ha venido aquí precisamente para conducirlos prisioneros?”
            Pero Saulo ya había superado todo respeto humano; él no deseaba más que promover la gloria de Dios y reparar el escándalo dado; por lo tanto, dejando que cada uno dijera de él lo que quisiera, confundía a los judíos y con valentía predicaba a Jesús crucificado.

CAPÍTULO III. Primer viaje de Saulo — Regresa a Damasco; le tienden emboscadas — Va a Jerusalén; se presenta a los Apóstoles — Se le aparece Jesucristo — Año de Jesucristo 35-36-37

            Saulo, al ver las graves oposiciones que le hacían por parte de los judíos, consideró oportuno alejarse de Damasco para pasar algún tiempo con los hombres simples del campo y también para ir a Arabia a buscar otros pueblos más dispuestos a recibir la fe.
            Después de tres años, creyendo que había cesado la tempestad, regresó a Damasco, donde con celo y fuerza se dedicó a predicar a Jesucristo; pero los judíos, no pudiendo resistir a las palabras de Dios que por medio de su ministro les eran predicadas, decidieron hacerle morir. Para lograr mejor su intento, lo denunciaron a Areta, rey de Damasco, presentando a Saulo como perturbador de la tranquilidad pública. Ese rey, demasiado crédulo, escuchó la calumnia y ordenó que Saulo fuera llevado a prisión, y para que no escapara, puso guardias en todas las puertas de la ciudad. Sin embargo, estas emboscadas no pudieron mantenerse tan ocultas que no llegara noticia a los discípulos y al mismo Saulo. Pero, ¿cómo podrían liberarlo? Esos buenos discípulos lo llevaron a una casa que daba a las murallas de la ciudad y, colocándolo en una cesta, lo bajaron por la muralla. Así, mientras las guardias vigilaban en todas las puertas y se hacía una rigurosísima búsqueda en cada rincón de Damasco, Saulo, liberado de sus manos, sano y salvo toma el camino hacia Jerusalén.
            Aunque Judea no era el campo confiado a su celo, el motivo de este viaje era, sin embargo, santo. Él consideraba como su deber indispensable presentarse a Pedro, a quien aún no era conocido, y así dar cuenta de su misión al Vicario de Jesucristo. Saulo había impreso un terror tan grande con su nombre en los fieles de Jerusalén que no podían creer en su conversión. Intentaba acercarse ahora a unos, ahora a otros; pero todos, temerosos, lo huían sin darle tiempo a explicarse. Fue en esa coyuntura que Bernabé se mostró un verdadero amigo. Apenas oyó contar la prodigiosa conversión de este su condiscípulo, se fue de inmediato a consolarlo; luego, fue a los Apóstoles y les contó la prodigiosa aparición de Jesucristo a Saulo y cómo él, instruido directamente por el Señor, no deseaba otra cosa que publicar el santo nombre de Dios a todos los pueblos de la tierra. A tan gratas noticias, los discípulos lo recibieron con alegría y San Pedro lo tuvo varios días en su casa, donde no dejó de hacerlo conocer a los fieles más celosos; ni dejaba escapar ocasión alguna para dar testimonio de Jesucristo en aquellos mismos lugares donde lo había blasfemado y hecho blasfemar.
            Y como él apretaba demasiado a los judíos y los confundía en público y en privado, estos se levantaron contra él, resueltos a quitarle la vida. Por eso, los fieles le aconsejaron que saliera de esa ciudad. La misma cosa le hizo conocer Dios por medio de una visión. Un día, mientras Saulo oraba en el templo, le apareció Jesucristo y le dijo: “Sal de inmediato de Jerusalén, porque este pueblo no creerá lo que tú estás por decir de mí.” Pablo respondió: “Señor, ellos saben cómo fui perseguidor de vuestro santo nombre; si saben que me he convertido, ciertamente seguirán mi ejemplo y también se convertirán.” Jesús añadió: “No es así: ellos no prestarán fe alguna a tus palabras. Ve, yo te he elegido para llevar mi Evangelio a lejanos países entre los gentiles” (Hechos de los Apóstoles, cap. 22).
            Deliberada así la partida de Pablo, los discípulos lo acompañaron a Cesárea y de allí lo enviaron a Tarso, su patria, con la esperanza de que podría vivir con menor peligro entre los parientes y amigos y comenzar también en esa ciudad a dar a conocer el nombre del Señor.

CAPÍTULO IV. Profecías de Agabo — Saulo y Bernabé ordenados obispos — Van a la isla de Chipre — Conversión del procónsul Sergio — Castigo del mago Elima — Juan Marcos regresa a Jerusalén — Año de Jesucristo 40-43

            Mientras Saulo en Tarso predicaba la divina palabra, Bernabé se puso a predicarla con gran fruto en Antioquía. Al ver luego el gran número de aquellos que cada día venían a la fe, Bernabé consideró oportuno ir a Tarso para invitar a Saulo a venir a ayudarlo. De hecho, ambos vinieron a Antioquía, y aquí con la predicación y con los milagros ganaron un gran número de fieles.
            En aquellos días algunos profetas, es decir, algunos fervorosos cristianos que, iluminados por Dios, predecían el futuro, vinieron de Jerusalén a Antioquía. Uno de ellos, llamado Agabo, inspirado por el Espíritu Santo, predijo una gran hambre que debía asolar toda la tierra, como de hecho ocurrió bajo el imperio de Claudio. Los fieles, para prevenir los males que esta hambre habría de causar, resolvieron hacer una colecta y así cada uno, según sus fuerzas, enviar algún socorro a los hermanos de Judea. Lo cual hicieron con excelentes resultados. Para tener luego una persona de crédito ante todos, eligieron a Saulo y Bernabé y los enviaron a llevar tal limosna a los sacerdotes de Jerusalén, para que hicieran la distribución según la necesidad. Cumplida su misión, Saulo y Bernabé regresaron a Antioquía.
            También residían en esta ciudad otros profetas y doctores, entre los cuales un cierto Simón apodado el Negro, Lucio de Cirene y Manaén, hermano de leche de Herodes. Un día, mientras ofrecían los Santos Misterios y ayunaban, apareció el Espíritu Santo de manera extraordinaria y les dijo: “Sepárame a Saulo y Bernabé para la obra del sagrado ministerio a la que los he elegido.” Entonces se ordenó un ayuno con oraciones públicas y, habiéndoles impuesto las manos, los consagraron obispos. Esta ordenación fue modelo de las que la Iglesia Católica suele hacer a sus ministros: de aquí tuvieron origen los ayunos de las cuatro témporas, las oraciones y otras ceremonias que suelen tener lugar en la sagrada ordenación.
            Saulo estaba en Antioquía cuando tuvo una maravillosa visión, en la cual fue arrebatado al tercer cielo, es decir, fue elevado por Dios a contemplar las cosas del Cielo más sublimes de las que un hombre mortal puede ser capaz. Él mismo dejó escrito que había visto cosas que no se pueden expresar con palabras, cosas nunca vistas, nunca oídas, y que el corazón del hombre no puede ni siquiera imaginar. De esta visión celestial, Saulo, confortado, partió con Bernabé y fue directamente a Seleucia de Siria, así llamada para distinguirla de otra ciudad del mismo nombre situada cerca del Tigris hacia Persia. Tenían también con ellos a un cierto Juan Marcos, no a Marcos el Evangelista. Él era hijo de aquella piadosa viuda en cuya casa se había refugiado San Pedro cuando fue milagrosamente liberado de prisión por un ángel. Era primo de Bernabé y había sido llevado de Jerusalén a Antioquía en la ocasión en que fueron allí a llevar las limosnas.
            Seleucia tenía un puerto en el Mediterráneo: de allí nuestros obreros evangélicos se embarcaron para ir a la isla de Chipre, patria de San Bernabé. Al llegar a Salamina, ciudad y puerto considerable de esa isla, comenzaron a anunciar el Evangelio a los judíos y luego a los gentiles, que eran más simples y mejor dispuestos a recibir la fe. Los dos Apóstoles, predicando por toda esa isla, llegaron a Pafos, capital del país, donde residía el procónsul o gobernador romano llamado Sergio Paulo. Aquí el celo de Saulo tuvo ocasión de ejercitarse a causa de un mago llamado Bar-Jesús o Elima. Este, fuera para ganarse el favor del procónsul o para sacar dinero de sus estafas, seducía a la gente y alejaba a Sergio de seguir los piadosos sentimientos de su corazón. El procónsul, habiendo oído hablar de los predicadores que habían venido al país que él gobernaba, los mandó a llamar para que fueran a hacerle conocer su doctrina. Fueron de inmediato Saulo y Bernabé a exponerle las verdades del Evangelio; pero Elima, al verse despojado de la materia de sus ganancias, temiendo quizás algo peor, comenzó a obstaculizar los designios de Dios, contradiciendo la doctrina de Saulo y desacreditándolo ante el procónsul para mantenerlo alejado de la verdad. Entonces Saulo, todo encendido de celo y del Espíritu Santo, le lanzó miradas: “¡Perverso!”, le dijo, “arca de impiedad y de fraude, hijo del diablo, enemigo de toda justicia, ¿no te detienes aún de pervertir los rectos caminos del Señor? Ahora he aquí la mano de Dios pesando sobre ti: desde este momento serás ciego y por el tiempo que Dios quiera no verás la luz del sol.” Al instante le cayó sobre los ojos una neblina, de la cual, despojado de la facultad de ver, iba a tientas buscando quién le diera la mano.
            Ante tal hecho terrible, Sergio reconoció la mano de Dios y, movido por las predicas de Saulo y por aquel milagro, creyó en Jesucristo y abrazó la fe con toda su familia. También el mago Elima, aterrorizado por esta repentina ceguera, reconoció el poder divino en las palabras de Pablo y, renunciando al arte mágica, se convirtió, hizo penitencia y abrazó la fe. En esta ocasión, Saulo tomó el nombre de Pablo, tanto en memoria de la conversión de ese gobernador, como para ser mejor acogido entre los gentiles, ya que Saulo era un nombre hebreo, mientras que Pablo era un nombre romano.
            Recogido en Pafos no pequeño fruto de su predicación, Pablo y Bernabé con otros compañeros se embarcaron rumbo a Perge, ciudad de Panfilia. Allí despidieron a casa a Juan Marcos, que hasta entonces se había esforzado en su ayuda. Bernabé lo habría querido mantener aún; pero Pablo, al ver en él una cierta pusilanimidad e inconstancia, pensó en enviarlo a su madre en Jerusalén. Veremos en breve a este discípulo reparar la debilidad ahora demostrada y convertirse en fervoroso predicador.

CAPÍTULO V. San Pablo predica en Antioquía de Pisidia — Año de Jesucristo 44

            Desde Perga, San Pablo fue con San Bernabé a Antioquía de Pisidia, así llamada para distinguirla de Antioquía de Siria, que era la gran capital de Oriente. Allí los judíos, como en muchas otras ciudades de Asia, tenían su sinagoga donde los días de sábado se reunían para escuchar la explicación de la Ley de Moisés y de los Profetas. También intervinieron los dos apóstoles y con ellos muchos judíos y gentiles que ya adoraban al verdadero Dios. Según la costumbre de los judíos, los doctores de la ley leyeron un pasaje de la Biblia que luego le dieron a Pablo con la oración de que les dijera algo edificante. Pablo, que no esperaba otra cosa que la oportunidad de hablar, se levantó, indicó con la mano que hicieran todos silencio, y comenzó a hablar así: «Hijos de Israel, y ustedes todos que temen al Señor, ya que me invitan a hablar, les ruego que me escuchen con la atención que merece la dignidad de las cosas que estoy a punto de decirles.
            «Ese Dios que ha elegido a nuestros padres cuando estaban en Egipto y con una larga serie de prodigios los ha hecho una nación privilegiada, ha honrado de manera especial a la estirpe de David prometiendo que de esta haría nacer al Salvador del mundo. Esa gran promesa, confirmada por tantas profecías, se ha cumplido finalmente en la persona de Jesús de Nazaret. Juan, en quien ciertamente ustedes creen, ese Juan cuyas sublimes virtudes hicieron creer que era el Mesías, le ha dado el testimonio más autoritativo diciendo que no se consideraba digno de desatar ni siquiera las correas de sus sandalias. Ustedes hoy, hermanos, ustedes dignos hijos de Abraham, y ustedes todos adoradores del verdadero Dios, de cualquier nación o estirpe que sean, son aquellos a quienes está particularmente dirigida la palabra de salvación. Los habitantes de Jerusalén, engañados por sus jefes, no han querido reconocer al Redentor que les predicamos. De hecho, le dieron la muerte; pero Dios omnipotente no ha permitido, como había predicho, que el cuerpo de su Cristo sufriera corrupción en el sepulcro. Por lo tanto, en el tercer día después de la muerte, lo hizo resucitar glorioso y triunfante.
            «Hasta este punto ustedes no tienen culpa alguna, porque la luz de la verdad aún no había llegado hasta ustedes. Pero teman de ahora en adelante si alguna vez cierran los ojos; teman provocar sobre ustedes la maldición fulminada por los profetas contra cualquiera que no quiera reconocer la gran obra del Señor, cuyo cumplimiento debe tener lugar en estos días».
            Terminado el discurso, todos los oyentes se retiraron en silencio meditando sobre las cosas escuchadas de San Pablo.
            Sin embargo, eran diversos los pensamientos que ocupaban sus mentes. Los buenos estaban llenos de alegría por las palabras de salvación que les fueron anunciadas, pero gran parte de los judíos, siempre persuadidos de que el Mesías debía restablecer el poder temporal de su nación y avergonzándose de reconocer como Mesías a aquel que sus príncipes habían condenado a muerte ignominiosa, recibieron con desdén la predicación de Pablo. Sin embargo, se mostraron satisfechos e invitaron al Apóstol a regresar el sábado siguiente, con ánimo, sin embargo, muy diferente: los maliciosos para prepararse a contradecirlo, y aquellos que temían al Señor, israelitas y gentiles, para instruirse mejor y confirmarse en la fe. En el día convenido se reunió un inmenso pueblo para oír esta nueva doctrina. Apenas San Pablo comenzó a predicar, los doctores de la sinagoga se levantaron contra él. Oponían en primer lugar algunas dificultades; cuando luego se dieron cuenta de que no podían resistir a la fuerza de las razones con las que San Pablo probaba las verdades de la fe, se abandonaron a los gritos, a las injurias, a las blasfemias. Los dos apóstoles, al verse sofocar la palabra en la boca, con fuerte ánimo exclamaron en voz alta: «A ustedes se les debía en primer lugar anunciar la divina palabra; pero ya que se tapan despectivamente los oídos y con furia la rechazan, se hacen indignos de la vida eterna. Por lo tanto, nos dirigimos a los gentiles para cumplir la promesa hecha por Dios por boca de su profeta cuando dijo: “Te he destinado por luz de los gentiles y para la salvación de ellos hasta el extremo de la tierra”».
            Los judíos entonces, aún más movidos por envidia y desdén, incitaron contra los Apóstoles una feroz persecución.
            Se sirvieron de algunas mujeres que gozaban de crédito de ser piadosas y honestas, y con ellas incitaron a los magistrados de la ciudad, y todos juntos, gritando y alborotando, obligaron a los Apóstoles a salir de sus límites. Así obligados, Pablo y Bernabé partieron de aquel desafortunado país y, en el acto de su partida, según el mandamiento de Jesucristo, sacudieron el polvo de sus pies en señal de renunciar para siempre a toda relación con ellos, como hombres reprobados por Dios y golpeados por la maldición divina.

CAPÍTULO VI. San Pablo predica en otras ciudades — Realiza un milagro en Listra, donde luego es apedreado y dejado por muerto — Año de Jesucristo 45

            Pablo y Bernabé, expulsados de Pisidia, se dirigieron a Licia, otra provincia de Asia Menor, y llegaron a Iconio, que era su capital. Los santos Apóstoles, buscando solo la gloria de Dios, olvidando los maltratos que habían recibido en Antioquía por parte de los judíos, se dedicaron de inmediato a predicar el Evangelio en la sinagoga. Allí Dios bendijo sus esfuerzos, y una multitud de judíos y gentiles abrazó la fe. Pero aquellos entre los judíos que permanecieron incrédulos y se obstinaron en la impiedad, iniciaron otra persecución contra los Apóstoles. Algunos los acogían como hombres enviados por Dios, otros los proclamaban impostores. Por lo tanto, habiendo sido advertidos de que muchos de ellos, protegidos por los jefes de la sinagoga y los magistrados, querían apedrearlos, se fueron a Listra y luego a Derbe, ciudad no muy distante de Iconio. Estas ciudades y los pueblos cercanos fueron el campo donde nuestros celosos obreros se dedicaron a sembrar la palabra del Señor. Entre los muchos milagros que Dios realizó por medio de San Pablo en esta misión, fue notable el que estamos a punto de relatar.
            En Listra había un hombre cojo desde su nacimiento, que nunca había podido dar un paso con sus pies. Al oír que San Pablo realizaba milagros asombrosos, sintió nacer en su corazón una viva confianza de poder también él, por medio de ello, obtener la salud como tantos otros ya la habían obtenido. Escuchaba las predicaciones del Apóstol, cuando él, mirando fijamente a aquel infeliz y penetrando en las buenas disposiciones de su alma, le dijo en voz alta: “Levántate y ponte en pie”. A tal mandato, el cojo se levantó y comenzó a caminar rápidamente. La multitud que había sido testigo de tal milagro se sintió transportada por el entusiasmo y la maravilla. “Estos no son hombres”, se exclamaba por todas partes, “sino dioses revestidos de apariencia humana, descendidos del cielo entre nosotros”. Y según tal errónea suposición, llamaban a Bernabé Júpiter, porque lo veían de aspecto más majestuoso, y a Pablo, que hablaba con maravillosa elocuencia, lo llamaban Mercurio, quien entre los gentiles era el intérprete y mensajero de Júpiter y el dios de la elocuencia. Al llegar la noticia del hecho al sacerdote del templo de Júpiter, que estaba fuera de la ciudad, él consideró su deber ofrecer a los grandes huéspedes un solemne sacrificio e invitar a todo el pueblo a participar. Preparadas las víctimas, las coronas y todo lo necesario para la función, llevaron todo delante de la casa donde se alojaban Pablo y Bernabé, queriendo de todas las maneras hacerles un sacrificio. Los dos Apóstoles, llenos de santo celo, se lanzaron a la multitud y, en señal de dolor, desgarrándose las vestiduras, gritaban: “¡Oh!, ¡qué hacéis, oh miserables! ¡Nosotros somos hombres mortales como vosotros; ¡nosotros precisamente con todo el espíritu os exhortamos a convertiros del culto de los dioses al culto de aquel Señor que ha creado el cielo y la tierra, y que, aunque en el pasado ha tolerado que los gentiles siguieran sus locuras, ha sin embargo proporcionado claros argumentos de su ser y de su infinita bondad con obras que lo hacen conocer como supremo dueño de todas las cosas!”.
            A tan franco hablar, los ánimos se calmaron y abandonaron la idea de hacer aquel sacrificio. Los sacerdotes aún no habían cedido del todo y estaban perplejos sobre si debían desistir cuando llegaron desde Antioquía y desde Iconio algunos judíos, enviados por las sinagogas para perturbar las santas empresas de los Apóstoles. Aquellos malignos hicieron tanto y dijeron tanto que lograron voltear a todo el pueblo contra los dos Apóstoles. Así, aquellos que pocos días antes los veneraban como dioses, ahora los gritaban malhechores; y como San Pablo había hablado singularmente, por eso la rabia se dirigió toda contra él.
            Les lanzaron tal tempestad de piedras que, creyéndolo muerto, lo arrastraron fuera de la ciudad. ¡Mira, oh lector, qué cuenta debes hacer de la gloria del mundo! Aquellos que hoy te querrían elevar por encima de las estrellas, mañana quizás te quieren en el más profundo de los abismos. ¡Bienaventurados aquellos que ponen su confianza en Dios!

CAPÍTULO VII. Pablo milagrosamente sanado — Otras de sus fatigas apostólicas — Conversión de Santa Tecla

            Los discípulos con otros fieles, habiendo sabido o quizás visto lo que había sucedido a Pablo, se reunieron alrededor de su cuerpo llorándolo como muerto. Pero pronto fueron consolados; pues, ya sea que Pablo estuviera verdaderamente muerto, ya sea que solo estuviera todo golpeado, Dios en un instante lo hizo volver sano y vigoroso como antes, de tal manera que pudo levantarse por sí mismo y, rodeado de los discípulos, regresar a la ciudad de Listra entre aquellos mismos que poco antes lo habían apedreado.
            Pero al día siguiente, salido de aquella ciudad, pasó a Derbe, otra ciudad de Licia. Allí predicó a Jesucristo y realizó muchas conversiones. Pablo y Bernabé visitaron muchas ciudades donde ya habían predicado y, observando los graves peligros a los que estaban expuestos aquellos que habían llegado a la fe hacía poco tiempo, ordenaron Obispos y Sacerdotes que tuvieran cuidado de aquellas iglesias.
            Entre las conversiones realizadas en esta tercera misión de Pablo es muy célebre la de Santa Tecla. Mientras él predicaba en Iconio, esta joven fue a escucharlo. Anteriormente se había dedicado a las bellas letras y al estudio de la filosofía profana. Ya sus parientes la habían prometido a un joven noble, rico y muy poderoso. Un día, al encontrarse escuchando a San Pablo mientras predicaba sobre el valor de la virginidad, se sintió enamorar de esta preciosa virtud. Al oír luego la gran estima que de ella había hecho el Salvador y el gran premio que estaba reservado en el cielo a aquellos que tienen la bella suerte de conservarla, sintió arder en su deseo de consagrarse a Jesucristo y renunciar a todas las ventajas de los matrimonios terrenales. Al rechazar esos matrimonios, que a los ojos del mundo eran ventajosos, sus parientes se indignaron fuertemente y, de acuerdo con el prometido, intentaron por todos los medios, todas las lisonjas, para hacerla cambiar de propósito. Todo fue inútil: cuando un alma es herida por el amor de Dios, todo esfuerzo humano ya no puede alejarla del objeto que ama. De hecho, los parientes, el prometido, los amigos, cambiando el amor en furia, incitaron a los jueces y magistrados de Iconio contra la santa virgen y de las amenazas pasaron a los hechos.
            Ella fue arrojada a un recinto de bestias hambrientas y feroces; Tecla, únicamente armada de la confianza en Dios, hace la señal de la Santa Cruz, y aquellos animales depusieron su ferocidad y respetaron a la esposa de Jesucristo. Se enciende una hoguera en la que ella es precipitada; pero apenas hace la señal de la Cruz, se apagan las llamas y ella se conserva ilesa. En resumen, fue expuesta a todo tipo de tormentos y de todos fue prodigiosamente liberada. Por estas cosas se le dio el nombre de protomártir, es decir, primera mártir entre las mujeres, como Santo Esteban fue el primer mártir entre los hombres. Ella vivió aún muchos años en el ejercicio de las más heroicas virtudes, y murió en paz a una edad muy avanzada.

CAPÍTULO VIII. San Pablo va a conferenciar con San Pedro — Asiste al Concilio de Jerusalén — Año de Cristo 50

            Después de las fatigas y sufrimientos sufridos por Pablo y Bernabé en su tercera misión, contentos con las almas que habían logrado conducir al redil de Jesucristo, regresaron a Antioquía de Siria. Allí contaron a los fieles de aquella ciudad las maravillas realizadas por Dios en la conversión de los gentiles. El Santo Apóstol fue allí consolado con una revelación, en la cual Dios le ordenó que se dirigiera a Jerusalén para conferenciar con San Pedro sobre el Evangelio que él había predicado. Dios había ordenado esto para que San Pablo reconociera en San Pedro al Jefe de la Iglesia, y así todos los fieles comprendieran cómo los dos príncipes de los Apóstoles predicaban una misma fe, un solo Dios, un solo bautismo, un solo Salvador Jesucristo.
            Pablo partió en compañía de Bernabé, llevando consigo a un discípulo llamado Tito, ganado a la fe durante esta tercera misión. Este es el famoso Tito, que se convirtió en modelo de virtud, fiel seguidor y colaborador de nuestro santo Apóstol y de quien también tendremos muchas veces que hablar. Al llegar a Jerusalén se presentaron a los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan, que eran considerados como las principales columnas de la Iglesia. Entre otras cosas, allí se acordó que Pedro con Santiago y Juan se aplicaría de manera especial para llevar a los judíos a la fe; Pablo y Bernabé, en cambio, se dedicarían principalmente a la conversión de los gentiles.
            Pablo permaneció quince días en aquella ciudad, después de lo cual regresó con sus compañeros a Antioquía. Allí encontraron a los fieles muy agitados por una cuestión derivada del hecho de que los judíos querían obligar a los gentiles a someterse a la circuncisión y a las otras ceremonias de la ley de Moisés, que era lo mismo que decir que era necesario convertirse en buen judío para luego convertirse en buen cristiano. Las contiendas llegaron a tal extremo que, no pudiendo aquietarse de otro modo, se decidió enviar a Pablo y Bernabé a Jerusalén para consultar al Jefe de la Iglesia a fin de que de él se decidiera la cuestión.
            Ya hemos contado en la vida de San Pedro cómo Dios, con una maravillosa revelación, había hecho conocer a este príncipe de los Apóstoles que los gentiles, al venir a la fe, no estaban obligados a la circuncisión ni a las otras ceremonias de la ley de Moisés; sin embargo, para que la voluntad de Dios fuera conocida por todos y se resolviera de manera solemne toda dificultad, Pedro convocó un concilio universal, que fue el modelo de todos los concilios que se celebraron en tiempos futuros. Allí Pablo y Bernabé expusieron el estado de la cuestión, que fue definida por San Pedro y confirmada por los otros Apóstoles de la siguiente manera:
            «Los Apóstoles y los ancianos a los hermanos convertidos del paganismo, que habitan en Antioquía y en las otras partes de Siria y de Cilicia. Habiendo nosotros entendido que algunos venidos de aquí han turbado y angustiado vuestras conciencias con ideas arbitrarias, nos ha parecido bien a nosotros aquí reunidos elegir y enviar a vosotros a Pablo y Bernabé, hombres muy queridos por nosotros, que han sacrificado su vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Con ellos enviamos a Silas y a Judas, quienes entregándoos nuestras cartas os confirmarán de palabra las mismas verdades. De hecho, ha sido juzgado por el Espíritu Santo y por nosotros no imponeros otra ley, excepto aquellas que debéis observar, es decir, absteneros de las cosas sacrificadas a los ídolos, de las carnes ahogadas, de la sangre y de la fornicación, de las cuales cosas absteniéndoos haréis bien. Estad en paz.»
            Esta última cosa, es decir, la fornicación, no era necesario prohibirla siendo totalmente contraria a los dictados de la razón y prohibida por el sexto precepto del Decálogo. Sin embargo, se renovó tal prohibición respecto a los gentiles, quienes en el culto de sus falsos dioses pensaban que era lícito, e incluso algo grato a esas inmundas deidades.
            Llegados Pablo y Bernabé con Silas y Judas a Antioquía, publicaron la carta con el decreto del concilio, con la cual no solo aquietaron el tumulto, sino que llenaron a los hermanos de alegría, reconociendo cada uno la voz de Dios en la de San Pedro y del concilio. Silas y Judas contribuyeron mucho a esa alegría común, ya que siendo ellos profetas, es decir, llenos del Espíritu Santo y dotados del don de la palabra divina y de una gracia particular para interpretar las Sagradas Escrituras, tuvieron mucha eficacia en confirmar a los fieles en la fe, en la concordia y en los buenos propósitos.
            San Pedro, habiendo sido informado de los extraordinarios progresos que el Evangelio hacía en Antioquía, también quiso venir a visitar a esos fieles, a quienes ya había predicado durante más años y entre los cuales había mantenido la Sede Pontificia durante siete años. Mientras los dos príncipes de los Apóstoles permanecían en Antioquía, ocurrió que Pedro, para complacer a los judíos, practicaba algunas ceremonias de la ley mosaica; lo cual causaba una cierta aversión por parte de los gentiles, sin que San Pedro fuera consciente de ello. San Pablo, al enterarse de este hecho, advirtió públicamente a San Pedro, quien con admirable humildad recibió el aviso sin proferir palabras de disculpa; más bien, desde entonces se convirtió en muy amigo de San Pablo, y en sus cartas no solía llamarlo con otro nombre que no fuera el de hermano queridísimo. Ejemplo digno de ser imitado por aquellos que de alguna manera son advertidos de sus defectos.

CAPÍTULO IX. Pablo se separa de Bernabé — Recorre varias ciudades de Asia — Dios lo envía a Macedonia — En Filipos convierte a la familia de Lidia — Año de Cristo 51

            Pablo y Bernabé predicaron durante algún tiempo el Evangelio en la ciudad de Antioquía, esforzándose incluso por difundirlo en los países cercanos. No mucho después, a Pablo le vino a la mente visitar las Iglesias a las que había predicado. Por lo tanto, le dijo a Bernabé: «Me parece bien que volvamos a ver a los fieles de esas ciudades y tierras donde hemos predicado, para ver cómo van las cosas de religión entre ellos». Nada le importaba más a Bernabé, y por eso estuvo de acuerdo de inmediato con el Santo Apóstol; pero le propuso llevar consigo también a ese Juan Marcos que los había seguido en la misión anterior y luego los había dejado en Perga. Quizás deseaba borrar la mancha que se había hecho en esa ocasión, por lo que quería estar de nuevo en su compañía. San Pablo no lo juzgaba así: «Tú ves», le decía a Bernabé, «que este no es un hombre en quien se pueda confiar: seguramente recuerdas cómo, al llegar a Perga de Panfilia, nos abandonó». Bernabé insistía diciendo que se le podía acoger, y aducía buenas razones. No pudiendo los dos Apóstoles llegar a un acuerdo, decidieron separarse el uno del otro e ir por caminos diferentes.
            Así Dios hizo servir esta diversidad de sentimientos a su mayor gloria; porque, separados, llevaban la luz del Evangelio a más lugares, cosa que no habrían hecho yendo ambos juntos.
            Bernabé fue con Juan Marcos a la isla de Chipre y visitó aquellas Iglesias donde había predicado con San Pablo en la misión anterior. Este Apóstol trabajó mucho para difundir la fe de Jesucristo y finalmente fue coronado con el martirio en Chipre, su patria. Juan Marcos esta vez fue constante, y lo veremos luego como fiel compañero de San Pablo, quien tuvo que alabar mucho su celo y caridad.
            San Pablo tomó consigo a Silas, quien le había sido asignado como compañero para llevar los actos del concilio de Jerusalén a Antioquía, emprendió su cuarto viaje y fue a visitar varias Iglesias que él había fundado. Se dirigió primero a Derbe, luego a Listra, donde algún tiempo atrás el Santo Apóstol había sido dejado por muerto. Pero Dios quiso esta vez compensarlo por lo que había sufrido antes.
            Allí encontró a un joven que él había convertido en la otra misión, llamado Timoteo. Pablo ya había conocido el buen carácter de este discípulo y en su corazón había decidido hacer de él un colaborador del Evangelio, es decir, consagrarlo sacerdote y tomarlo como compañero en sus trabajos apostólicos. Sin embargo, antes de conferírsele la sagrada ordenación, Pablo pidió información a los fieles de Listra y encontró que todos elogiaban a este buen joven magnificando su virtud, modestia y su espíritu de oración; y esto lo decían no solo los de Listra, sino incluso los de Iconio y de otras ciudades cercanas, y todos presagiaban en Timoteo un sacerdote celoso y un santo obispo.
            A estos luminosos testimonios, Pablo no tuvo más dificultad en consagrarlo sacerdote. Pablo, por lo tanto, tomando consigo a Timoteo y Silas, continuó la visita de las Iglesias, recomendando a todos observar y mantenerse firmes en las decisiones del concilio de Jerusalén. Así lo habían hecho los de Antioquía, y así lo hicieron en todo momento los predicadores del Evangelio para asegurar a los fieles de no caer en error: atenerse a los decretos, a las órdenes de los concilios y del Romano Pontífice sucesor de San Pedro.
            Pablo con sus compañeros atravesó Galacia y Frigia para llevar el Evangelio a Asia, pero el Espíritu Santo se lo prohibió.
            Para facilitar la comprensión de las cosas que estamos a punto de contar, es bueno aquí notar de paso cómo por la palabra Asia en sentido amplio se entiende una de las tres partes del mundo. Se suele llamar Asia Menor a toda la extensión de Asia, excepto aquella parte que se llama Asia Menor, hoy Anatolia, que es la península comprendida entre el Mar de Chipre, el Egeo y el Mar Negro. También se llamó Asia Proconsular a una parte de Asia Menor más o menos extensa según el número de provincias confiadas al gobierno del procónsul romano. Aquí por Asia, a donde San Pablo proyectaba ir, se entiende una porción de Asia Proconsular, situada alrededor de Éfeso y comprendida entre el monte Tauro, el Mar Negro y Frigia.
            San Pablo entonces pensó en ir a Bitinia, que es otra provincia de Asia Menor un poco más hacia el Mar Negro; pero tampoco eso le fue permitido por Dios. Por lo tanto, regresó y fue a Troade, que es una ciudad y provincia donde antiguamente había una famosa ciudad llamada Troya. Dios había reservado para otro tiempo la predicación del Evangelio a esos pueblos; por ahora quería enviarlo a otros países.
            Mientras San Pablo estaba en Troade, le apareció un ángel vestido de hombre según el uso de los macedonios, quien, estando de pie delante de él, comenzó a rogarle así: «¡Oh! ten piedad de nosotros; pasa a Macedonia y ven en nuestro auxilio». De esta visión, San Pablo conoció la voluntad del Señor y sin dudarlo se preparó para cruzar el mar y dirigirse a Macedonia.
            En Troade se unió a San Pablo un primo suyo llamado Lucas, quien le resultó de gran ayuda en sus fatigas apostólicas. Era un médico de Antioquía, de gran ingenio, que escribía con pureza y elegancia en griego. Él fue para Pablo lo que San Marcos fue para San Pedro; y al igual que él escribió el Evangelio que leemos bajo el nombre de Evangelio según Lucas. También el libro titulado Hechos de los Apóstoles, del cual extraemos casi todas las cosas que decimos de San Pablo, es obra de San Lucas. Desde que se unió como compañero de nuestro Apóstol, no hubo más peligro, ni fatiga, ni sufrimiento que pudiera sacudir su constancia.
            Pablo, por lo tanto, según el aviso del ángel, junto con Silas, Timoteo y Lucas, se embarcó de Troade, navegó el Egeo (que separa Europa de Asia) y con próspera navegación llegó a la isla de Samotracia, luego a Neápolis, no la capital del Reino de Nápoles, sino una pequeña ciudad en la frontera de Tracia y Macedonia. Sin detenerse, el Apóstol fue directamente a Filipos, ciudad principal, así llamada porque fue edificada por un rey de ese país llamado Filipo. Allí se detuvieron por algún tiempo.
            En esa ciudad los judíos no tenían sinagoga, ya sea porque les estaba prohibido, ya sea porque eran demasiado pocos en número. Solo tenían una proseuca, o lugar de oración, que nosotros llamamos oratorio. En el día de sábado, Pablo con sus compañeros salió de la ciudad a la orilla de un río donde encontraron una sinagoga con algunas mujeres dentro. Se pusieron de inmediato a predicar el reino de Dios a esa sencilla audiencia. Una comerciante llamada Lidia fue la primera en ser llamada por Dios; así ella y su familia recibieron el Bautismo.
            Esta piadosa mujer, agradecida por los beneficios recibidos, así rogó a los maestros y padres de su alma: «Si ustedes me juzgan fiel a Dios, no me nieguen una gracia después de la del Bautismo que de ustedes reconozco. Vengan a mi casa, quédense tanto como deseen y considérenla como suya». Pablo no quería consentir; pero ella hizo tales insistencias que él tuvo que aceptar. He aquí el fruto que produce la palabra de Dios, cuando es bien escuchada. Ella genera la fe; pero debe ser oída y explicada por los sagrados ministros, como decía el mismo San Pablo: «Fides ex auditu, auditus autem per verbum Christi» (La fe viene del escuchar, y el escuchar se refiere a la palabra de Cristo).

CAPÍTULO X. San Pablo libera a una joven del demonio — Es golpeado con varas — Es encarcelado — Conversión del carcelero y de su familia — Año de Cristo 51

            San Pablo con sus compañeros iban de aquí para allá esparciendo la semilla de la palabra de Dios por la ciudad de Filipos. Un día, yendo a la sinagoga, encontraron a una pitonisa, que nosotros diríamos maga o bruja. Ella tenía un demonio que hablaba por su boca y adivinaba muchas cosas extraordinarias; lo que daba mucho beneficio a sus amos, ya que la gente ignorante iba a consultarla y para hacerse predecir el futuro debía pagar bien los consultorios. Esta, por lo tanto, se puso a seguir a San Pablo y a sus compañeros, gritando detrás de ellos así: “Estos hombres son siervos de Dios Altísimo; ellos les muestran el camino de la salvación.” San Pablo la dejó hablar sin decir nada, hasta que, aburrido y disgustado, se volvió hacia ese espíritu maligno que hablaba por su boca y dijo en tono amenazante: “En el nombre de Jesucristo te mando que salgas inmediatamente de esta joven.” Decir y hacer fue una sola cosa, porque, obligado por la poderosa virtud del nombre de Jesucristo, tuvo que salir de ese cuerpo, y por su partida la maga quedó sin magia.
            Ustedes, oh lectores, comprenderán la razón por la cual el demonio alababa a San Pablo, y este santo Apóstol rechazó sus alabanzas. El espíritu maligno quería que San Pablo lo dejara en paz, y así la gente creyera que la misma doctrina era la de San Pablo y las adivinaciones de esa endemoniada. El santo Apóstol quiso demostrar que no había ningún acuerdo entre Cristo y el demonio, y rechazando sus adulaciones demostró cuán grande era el poder del nombre de Jesucristo sobre todos los espíritus del infierno.
            Los amos de esa joven, al ver que con el demonio se había ido toda esperanza de ganancia, se indignaron fuertemente contra San Pablo y, sin esperar sentencia alguna, tomaron a él y a sus compañeros y los condujeron al Palacio de Justicia. Llegados ante los jueces, dijeron: “Estos hombres de raza judía trastornan nuestra ciudad para introducir una religión nueva, que ciertamente es un sacrilegio.” El pueblo, al oír que se ofendía la religión, se enfureció y se lanzó contra ellos por todas partes.
            Los jueces se mostraron llenos de indignación y, desgarrándose las vestiduras, sin hacer ningún juicio, sin examinar si había delito o no, los hicieron golpear ferozmente con varas y, cuando estuvieron saciados o cansados de golpearlos, ordenaron que Pablo y Silas fueran conducidos a la prisión, imponiendo al carcelero que los vigilara con la máxima diligencia. Este no solo los encerró en la prisión, sino que para mayor seguridad les puso los pies en los cepos. Aquellos santos hombres, en el horror de la cárcel, cubiertos de llagas, lejos de quejarse, jubilaban de alegría y durante la noche iban cantando alabanzas a Dios. Los otros prisioneros se maravillaban.
            Era la medianoche y aún cantaban y bendecían a Dios, cuando de repente se sintió un fortísimo terremoto, que con horrible estruendo hizo temblar hasta los cimientos de ese edificio. A esta sacudida caen las cadenas de los prisioneros, se rompen sus cepos, se abren las puertas de las prisiones y todos los detenidos se encuentran en libertad. Se despertó el carcelero y, corriendo para saber qué había sucedido, encontró abiertas las puertas. Entonces él, sin dudar que los prisioneros se habían escapado, y por lo tanto quizás él mismo debía pagarlo con la cabeza, en el exceso de la desesperación corre, saca una espada, la apunta a su pecho y ya está por matarse. Pablo, ya sea por el claro de luna o a la luz de alguna lámpara, al ver a ese hombre en tal acto de desesperación, “¡Detente!”, se puso a gritar, “No te hagas ningún daño, aquí estamos todos.” Asegurado por estas palabras, se tranquiliza un poco y, haciéndose traer luz, entró en la cárcel y encuentra a los prisioneros cada uno en su lugar. Tomado de maravilla y movido por una luz interior de la gracia de Dios, todo tembloroso se lanza a los pies de Pablo y de Silas diciendo: “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?”
            ¡Cualquiera puede imaginar cuánta alegría sintió Pablo en su corazón al oír tales palabras! Se volvió hacia él y respondió: “Cree en el Hijo de Dios Jesucristo, y serás salvo tú y toda tu familia.”
            Ese buen hombre, sin dudarlo, llevó a casa a los santos prisioneros, lavó sus llagas con ese amor y reverencia que habría hecho a su padre. Luego, reunida su familia, fueron instruidos en la verdad de la fe. Escuchando ellos con humildad de corazón la palabra de Dios, aprendieron en breve lo que era necesario para convertirse en cristianos. Así San Pablo, viéndolos llenos de fe y de la gracia del Espíritu Santo, los bautizó a todos. Luego se pusieron a agradecer a Dios por los beneficios recibidos. Esos nuevos fieles, al ver a Pablo y Silas exhaustos y caídos por los golpes y por el largo ayuno, corrieron de inmediato a prepararles la cena con la cual fueron restaurados. Los dos Apóstoles sintieron mayor consuelo por las almas que habían ganado para Jesucristo; por lo tanto, llenos de gratitud hacia Dios, regresaron a la prisión esperando aquellas disposiciones que la divina Providencia habría de hacerles conocer respecto a ellos.
            Mientras tanto, los magistrados se arrepintieron de haber hecho golpear y encerrar en prisión a aquellos a quienes no habían podido encontrar culpa alguna, y enviaron a algunos alguaciles a decir al carcelero que dejara en libertad a los dos prisioneros. Muy contento de tal noticia, el carcelero corrió de inmediato a comunicarla a los Apóstoles. “Ustedes”, dijo, “pueden irse en paz.” Pero a Pablo le pareció que debía hacerse de otro modo. Si se hubieran escapado así a escondidas, se habría creído que eran culpables de un grave delito, y eso en detrimento del Evangelio. Por lo tanto, llamó a los alguaciles y les dijo: “Sus magistrados, sin tener conocimiento de esta causa, sin ninguna forma de juicio, han hecho públicamente golpearnos a nosotros que somos ciudadanos romanos; y ahora a escondidas quieren enviarnos. Ciertamente no será así: que vengan ellos mismos y nos saquen de la prisión.” Esos mensajeros llevaron esta respuesta a los magistrados; quienes, al enterarse de que eran ciudadanos romanos, se llenaron de gran temor, porque golpear a un ciudadano romano era un delito capital. Por lo cual vinieron de inmediato a la prisión y con amables palabras se disculparon por lo que habían hecho y, sacándolos honrosamente de la prisión, les rogaron que quisieran salir de la ciudad. Los Apóstoles se dirigieron de inmediato a la casa de Lidia, donde encontraron a los compañeros sumidos en la consternación a causa de ellos; y se sintieron grandemente consolados al verlos puestos en libertad. Después de esto, partieron de la ciudad de Filipos. Así esos ciudadanos rechazaron las gracias del Señor por las gracias de los hombres.

CAPÍTULO XI. San Pablo predica en Tesalónica — Asunto de Jasón — Va a Berea donde es nuevamente perturbado por los judíos — Año de Cristo 52

            Pablo, con sus compañeros, partió de Filipos dejando allí las dos familias de Lidia y del carcelero ganadas para Jesucristo. Pasando por las ciudades de Anfípolis y Apolonia, llegó a Tesalónica, ciudad principal de Macedonia, muy famosa por su comercio y por su puerto en el Egeo. Hoy en día se llama Salónica.
            Allí Dios había preparado al santo Apóstol muchos sufrimientos y muchas almas para ganar a Cristo. Él comenzó a predicar y durante tres sábados continuó demostrando con las Sagradas Escrituras que Jesucristo era el Mesías, el Hijo de Dios, que las cosas que le sucedieron habían sido anunciadas por los Profetas; por lo tanto, debía o renunciar a las profecías o creer en la venida del Mesías. A tal predicación algunos creyeron y abrazaron la fe; pero otros, especialmente judíos, se mostraron obstinados y con gran odio se levantaron contra San Pablo. Poniéndose a la cabeza de algunos malvados de la chusma del pueblo, se reunieron y, en grupos, alborotaron toda la ciudad. Y como Silas y Pablo se habían alojado en casa de un tal Jasón, corrieron tumultuosamente a su casa para sacarlos y llevarlos ante el pueblo. Los fieles se dieron cuenta a tiempo y lograron hacerlos huir. No pudiendo encontrarlos, tomaron a Jasón junto con algunos fieles y los arrastraron ante los magistrados de la ciudad, gritando a gran voz: “Estos perturbadores de la humanidad han venido también aquí desde Filipos; y Jasón los ha acogido en su casa; ahora estos transgreden los decretos y violan la majestad de César afirmando que hay otro Rey, es decir, Jesús Nazareno.” Estas palabras encendieron a los tesalonicenses y hicieron que los mismos magistrados se llenaran de furia. Pero Jasón, asegurándoles que no querían hacer tumultos y que, si pedían a esos forasteros, él los presentaría, se mostraron satisfechos y se calmó el tumulto. Pero Silas y Pablo, viendo inútil todo esfuerzo en esa ciudad, siguieron los consejos de los hermanos y se dirigieron a Berea, otra ciudad de esa provincia.
            En Berea, Pablo comenzó a predicar en la sinagoga de los judíos, es decir, se expuso al mismo peligro del que poco antes había sido casi milagrosamente liberado. Pero esta vez su valentía fue ampliamente recompensada. Los bereanos escucharon la palabra de Dios con gran avidez. Pablo siempre citaba aquellos pasajes de la Biblia que se referían a Jesucristo, y los oyentes corrían de inmediato a verificarlos y a comprobar los textos que él citaba; y al encontrarlos coincidir con exactitud, se inclinaban a la verdad y creían en el Evangelio. Así hacía el Salvador con los judíos de Palestina cuando los invitaba a leer atentamente las Sagradas Escrituras: Scrutamini Scripturas, et ipsae testimonium perhibent de me. (Examinad las Escrituras y las mismas dan testimonio de mí)
            Sin embargo, las conversiones ocurridas en Berea no pudieron permanecer ocultas tanto que no llegara noticia a los de Tesalónica. Los obstinados judíos de esta ciudad corrieron en gran número a Berea para arruinar la obra de Dios e impedir la conversión de los gentiles. San Pablo era principalmente buscado como aquel que sostenía en particular la predicación. Los hermanos, viéndolo en peligro, lo hicieron acompañar secretamente fuera de la ciudad por personas de confianza y, por caminos seguros, lo llevaron a Atenas. Sin embargo, Silas y Timoteo permanecieron en Berea. Pero Pablo, al despedir a aquellos que lo habían acompañado, les recomendó con insistencia que dijeran a Silas y a Timoteo que lo alcanzaran lo más pronto posible. Los santos Padres, en la obstinación de los judíos de Tesalónica, ven a esos cristianos que, no contentos con no aprovechar ellos mismos de los beneficios de la religión, buscan alejar a los demás, cosa que hacen o calumniando a los sagrados ministros o despreciando las cosas de la misma religión. El Salvador les dice a estos: “A ustedes les será quitada mi viña”, es decir, mi religión, “y será dada a otros pueblos que la cultivarán mejor que ustedes y darán frutos a su tiempo.” Amenaza terrible, pero que, lamentablemente, ya se ha cumplido y se está cumpliendo en muchos países, donde un tiempo florecía la religión cristiana, los cuales actualmente vemos sumidos en las densas tinieblas del error, del vicio y del desorden. — ¡Dios nos libre de este flagelo!

CAPÍTULO XII. Estado religioso de los atenienses — San Pablo en el Areópago — Conversión de San Dionisio — Año de Cristo 52

            Atenas era una de las ciudades más antiguas, más ricas y más comerciales del mundo. Allí la ciencia, el valor militar, los filósofos, los oradores, los poetas siempre fueron los maestros de la humanidad. Los mismos romanos habían enviado a Atenas para recoger leyes que llevaron a Roma como oráculos de sabiduría. Además, había un senado de hombres considerados espejo de virtud, justicia y prudencia; ellos eran llamados areopagitas, del Areópago, lugar donde tenían el tribunal. Pero con tanta ciencia yacían sumidos en la vergonzosa ignorancia de las cosas de religión. Las sectas dominantes eran las de los epicúreos y la de los estoicos. Los epicúreos negaban a Dios la creación del mundo y la providencia, ni admitían premio o pena en la otra vida, por lo tanto, ponían la beatitud en los placeres de la tierra. Los estoicos ponían el sumo bien en la sola virtud y hacían al hombre en algunas cosas mayor que el mismo Dios, porque creían tener la virtud y la sabiduría por sí mismos. Todos adoraban más dioses, y no había delito que no fuera favorecido por alguna insensata divinidad.
            San Pablo, hombre oscuro, considerado vil porque judío, debía a estos predicar a Jesucristo, también judío muerto en la cruz, y reducirlos a adorarlo como verdadero Dios. Por lo tanto, solo Dios podía hacer que las palabras de San Pablo pudieran cambiar corazones tan inveterados en el vicio y ajenos a la verdadera virtud, y hacer que abrazaran y profesaran la santa religión cristiana.
            Mientras Pablo esperaba a Silas y Timoteo, sentía en su corazón compasión por esos miserables engañados y, como de costumbre, se ponía a discutir con los judíos y con todos los que se le acercaban, ahora en las sinagogas, ahora en las plazas. Los epicúreos y los estoicos también vinieron a discutir con él y, no pudiendo resistir a las razones, iban diciendo: “¿Qué querrá decir este charlatán?” Otros decían: “Parece que este quiere mostrarnos algún nuevo Dios.” Lo decían porque oían nombrar a Jesucristo y la resurrección. Algunos otros, queriendo actuar con mayor prudencia, invitaron a Pablo a ir al Areópago. Cuando llegó a ese magnífico senado, le dijeron: “¿Se podría saber algo de esta tu nueva doctrina? Porque tú nos suenas al oído cosas nunca antes oídas por nosotros. Deseamos saber la realidad de lo que enseñas.”
            Al enterarse de que un forastero debía hablar en el Areópago, acudió gran multitud de gente.
            Conviene aquí notar que entre los atenienses estaba severamente prohibido decir la mínima palabra contra sus innumerables y estúpidas divinidades, y consideraban delito capital recibir o añadir entre ellos algún dios forastero, que no fuera cuidadosamente examinado y propuesto por el senado. Dos filósofos, de nombre Anaxágoras uno, Sócrates el otro, solo por haber dejado entrever que no podían admitir tantas ridículas divinidades, debieron perder la vida. De estas cosas se entiende fácilmente el peligro en el que estaba San Pablo predicando al verdadero Dios a esa terrible asamblea y tratando de derribar todos sus dioses.
            El santo Apóstol, por lo tanto, viéndose en ese augusto senado y debiendo hablar a los más sabios de los hombres, juzgó bien tomar un estilo y una manera de razonar mucho más elegante que la que solía. Y como esos senadores no admitían el argumento de las Escrituras, pensó en abrirse camino para hablar con la fuerza de la razón. Levantándose, por lo tanto, y haciendo silencio entre todos, comenzó:
            «Hombres atenienses, yo los veo en todas las cosas religiosos hasta el escrúpulo. Porque, pasando por esta ciudad y considerando sus ídolos, he encontrado también un altar con esta inscripción: Al Dios Ignoto. Yo, por lo tanto, vengo a anunciarles a ese Dios que ustedes adoran sin conocer. Él es ese Dios que ha hecho el mundo y todas las cosas que en él existen. Él es el dueño del cielo y de la tierra, por lo tanto, no habita en templos hechos por hombres. Ni él es servido por manos mortales como si tuviera necesidad de ellos; que, por el contrario, él es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo que de un solo hombre descendieran todos los demás, cuya descendencia se extendió para habitar toda la tierra; Él fijó los tiempos y los límites de su habitación, para que buscaran a Dios si acaso pudieran encontrarlo, aunque Él no esté lejos de nosotros.
            «Porque en él vivimos, nos movemos y somos, como también alguno de sus poetas (Arato, famoso poeta de Cilicia) ha dicho: “Porque somos también su descendencia”. Siendo, por lo tanto, nosotros descendencia de Dios, no debemos estimar que Él sea similar al oro o a la plata o a la piedra esculpida por el arte o la invención de los hombres. Dios, sin embargo, en su misericordia cerró los ojos en el pasado sobre tal ignorancia; pero ahora intimida que hagamos penitencia. Porque Él ha fijado un día en el que juzgará con justicia todo el mundo por medio de un hombre establecido por Él, como ha dado prueba a todos resucitándolo de los muertos».
            Hasta este punto esos oyentes ligeros, cuyos vicios y errores habían sido atacados con mucha sutileza, habían mantenido buen comportamiento. Pero al primer anuncio del dogma extraordinario de la resurrección, los epicúreos se levantaron y en gran parte salieron burlándose de esa doctrina que ciertamente les infundía terror. Otros más discretos le dijeron que por ese día era suficiente, y que lo escucharían otra vez sobre el mismo tema. Así fue recibido el más elocuente de los Apóstoles por esa soberbia asamblea. Diferían en aprovechar la gracia de Dios; esta gracia no leemos que luego haya sido concedida por Dios a ellos otra vez.

            Sin embargo, Dios no dejó de consolar a su siervo con la ganancia de algunas almas privilegiadas. Entre otras fue Dionisio, uno de los jueces del Areópago, y una mujer de nombre Damaris que se cree que era su esposa. De este Dionisio se cuenta que, a la muerte del Salvador, mirando aquel eclipse por el cual las tinieblas se habían extendido sobre toda la tierra, exclamó: “O el mundo se desmorona, o el autor de la naturaleza sufre violencia.” Apenas pudo conocer la causa de aquel acontecimiento, se rindió de inmediato a las palabras de San Pablo. Se cuenta también que, habiendo ido a visitar a la Madre de Dios, se sorprendió tanto por tanta belleza y majestad, que se postró en tierra para venerarla, afirmando que la adoraría como una divinidad si la fe no lo hubiera convencido de que hay un solo Dios. Luego fue consagrado por San Pablo como obispo de Atenas y murió coronado de martirio.

CAPÍTULO XIII. San Pablo en Corinto — Su estancia en casa de Aquila — Bautismo de Crispo y de Sostene — Escribe a los Tesalonicenses — Regreso a Antioquía — Año de Jesucristo 53-54

            Si Atenas era la ciudad más célebre por la ciencia, Corinto era considerada la primera por el comercio. Allí convergían mercaderes de todas partes. Tenía dos puertos en el istmo del Peloponeso: uno llamado Céncrea que miraba al Egeo, el otro llamado Lequeo que se asomaba al Adriático. El desorden y la inmoralidad allí eran llevados al triunfo. A pesar de tales obstáculos, San Pablo, apenas llegó a esta ciudad, comenzó a predicar en público y en privado.
            Él se alojó en casa de un judío llamado Aquila. Este era un ferviente cristiano que, para evitar la persecución publicada por el emperador Claudio contra los cristianos, había huido de Italia con su esposa llamada Priscila y había venido a Corinto. Ejercían el mismo oficio que Pablo había aprendido de joven, es decir, fabricaban tiendas para uso de los soldados. Para no ser de nuevo una carga para sus anfitriones, el santo Apóstol también se dedicaba al trabajo y pasaba en la tienda todo el tiempo que le quedaba libre del sagrado ministerio. Sin embargo, cada sábado iba a la sinagoga y se esforzaba por hacer conocer a los judíos que las profecías referentes al Mesías se habían cumplido en la persona de Jesucristo.
            Mientras tanto, Silas y Timoteo llegaron de Berea. Ellos habían partido hacia Atenas, donde habían aprendido que Pablo ya se había ido, y lo alcanzaron en Corinto. A su llegada, Pablo se dedicó con mayor valentía a predicar a los judíos; pero al aumentar cada día su obstinación, Pablo, no pudiendo soportar tantas blasfemias y tal abuso de gracias, así movido por Dios, les anunció inminentes los divinos flagelos con estas palabras: «¡Que su sangre recaiga sobre ustedes; yo soy inocente! He aquí que me dirijo a los gentiles, y en adelante seré todo para ellos».
            Entre los judíos que blasfemaban a Jesucristo, quizás había algunos que trabajaban en la tienda de Aquila; por lo tanto, el Apóstol, con el fin de evitar la compañía de los malvados, abandonó su casa y se trasladó a casa de un tal Tito Justo, recién convertido del paganismo a la fe. Cerca de Tito residía un tal Crispo, jefe de la sinagoga. Este, instruido por el Apóstol, abrazó la fe con toda su familia.

            Las grandes ocupaciones de Pablo en Corinto no le hicieron olvidar a sus amados fieles de Tesalónica. Cuando Timoteo llegó de allí, le había contado grandes cosas del fervor de esos cristianos, de su gran caridad, de la buena memoria que conservaban de él y del ardiente deseo de volver a verlo. No pudiendo Pablo ir en persona, como deseaba, les escribió una carta, que se cree que es la primera carta escrita por San Pablo.
            En esta carta se alegra mucho con los tesalonicenses por su fe y su caridad, luego los exhorta a cuidarse de los desórdenes sensuales y de todo fraude. Y así como la ociosidad es la fuente de todos los vicios, así los anima a dedicarse seriamente al trabajo, considerando indigno de comer a quien no quiere trabajar: «Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma». Luego concluye recordándoles el gran premio que Dios tiene preparado en el cielo por el mínimo esfuerzo soportado en la vida presente por amor a Él.
            Poco después de esta carta tuvo otras noticias de los mismos fieles de Tesalónica. Estaban grandemente inquietos por algunos impostores que iban predicando inminente el juicio universal. El Apóstol les escribió una segunda carta, advirtiéndoles que no se dejaran engañar por sus falaces discursos. Nota que es cierto el día del juicio universal, pero antes deben aparecer muchísimos signos, entre los cuales la predicación del Evangelio en toda la tierra. Los exhorta a mantenerse firmes en las tradiciones que les había comunicado por carta y de viva voz. Finalmente se encomienda a sus oraciones e insiste mucho en huir de los curiosos y los ociosos, que son considerados como la peste de la religión y de la sociedad.
            Mientras San Pablo confortaba a los fieles de Tesalónica, surgieron contra él tales persecuciones que se habría visto inducido a huir de esa ciudad si no hubiera sido confortado por Dios con una visión. Le apareció Jesucristo y le dijo: «No temas, yo estoy contigo, nadie podrá hacerte ningún mal; en esta ciudad es grande el número de aquellos que por tu medio se convertirán a la fe». Animado por tales palabras, el Apóstol permaneció en Corinto dieciocho meses.
            La conversión de Sostenes fue entre aquellas que trajeron gran consolación al alma de Pablo. Él había sucedido a Crispo en el cargo de jefe de la sinagoga. La conversión de estos dos principales exponentes de su secta irritó ferozmente a los judíos, y en su furia tomaron al Apóstol y lo condujeron ante el procónsul, acusándolo de enseñar una religión contraria a la de los judíos. Galión, tal es el nombre de ese gobernador, al oír que se trataba de cosas de religión, no quiso mezclarse en hacer de juez. Se limitó a responder así: «Si se tratara de alguna injusticia o de algún delito público, los escucharía gustosamente; pero tratándose de cuestiones pertenecientes a la religión, piensen ustedes en ello, yo no tengo intención de juzgar en estas materias». Ese procónsul consideraba que las cuestiones y diferencias relacionadas con la religión debían ser discutidas por los sacerdotes y no por las autoridades civiles, y por eso fue sabia su respuesta.
            Indignados los judíos por tal rechazo, se volvieron contra Sostene, incitaron también a los ministros del tribunal a unirse con ellos para golpearlo ante los ojos del mismo Galión, sin que él los prohibiera. Sostene soportó con invicta paciencia ese agravio y, apenas liberado, se unió a Pablo y le se convirtió en compañero fiel en sus viajes.
            Viéndose Pablo como por milagro liberado de tan grave tempestad, hizo a Dios un voto en acción de gracias. Ese voto era similar al de los nazareos, el cual consistía particularmente en abstenerse por un tiempo determinado del vino y de cualquier otra cosa que embriagara, y en dejarse crecer el cabello, lo cual entre los antiguos era signo de luto y de penitencia. Cuando estaba por terminar el tiempo del voto, se debía hacer un sacrificio en el templo con varias ceremonias prescritas por la ley de Moisés.
            Cumplida una parte de su voto, San Pablo, en compañía de Aquila y Priscila, se embarcó rumbo a Éfeso, ciudad de Asia Menor. Según su costumbre, Pablo fue a visitar la sinagoga y disputó varias veces con los judíos. Pacíficas fueron estas disputas, de hecho, los judíos lo invitaron a quedarse más tiempo; pero Pablo quería continuar su viaje para encontrarse en Jerusalén y cumplir su voto. Sin embargo, les prometió a esos fieles regresar, y casi como garantía de su regreso dejó con ellos a Aquila y Priscila. Desde Éfeso, San Pablo se embarcó hacia Palestina y llegó a Cesarea, donde desembarcando se encaminó a pie hacia Jerusalén. Fue a visitar a los fieles de esta Iglesia y, cumplidas las cosas por las cuales había emprendido el viaje, llegó a Antioquía, donde permaneció algún tiempo.
            Todo es digno de admiración en este gran Apóstol. Notemos aquí solamente una cosa que él calurosamente recomienda a los fieles de Corinto. Para darles un importante aviso sobre cómo mantenerse firmes en la fe, escribe: «Hermanos, para no caer en el error, manténganse a las tradiciones aprendidas de mi discurso y de mi carta». Con estas palabras, San Pablo mandaba tener la misma reverencia por la palabra de Dios escrita y por la palabra de Dios transmitida por tradición, como enseña la Iglesia Católica.

CAPÍTULO XIV. Apolo en Éfeso — El sacramento de la Confirmación — San Pablo realiza muchos milagros — Hecho de dos exorcistas judíos — Año de Cristo 55

            San Pablo permaneció algún tiempo en Antioquía, pero viendo que esos fieles estaban bastante provistos de sagrados pastores, decidió partir para visitar de nuevo los países donde ya había predicado. Este es el quinto viaje de nuestro santo Apóstol. Fue a Galacia, al Ponto, a Frigia y a Bitinia; luego, según la promesa hecha, regresó a Éfeso donde Aquila y Priscila lo esperaban. En todas partes fue recibido, como él mismo escribe, como un ángel de paz.
            Entre la partida y el regreso de Pablo a Éfeso, se trasladó a esta ciudad un judío llamado Apolo. Él era un hombre elocuente y profundamente instruido en la Sagrada Escritura. Adoraba al Salvador y lo predicaba también con celo, pero no conocía otro bautismo que no fuera el predicado por San Juan Bautista. Aquila y Priscila se dieron cuenta de que tenía una idea muy confusa de los Misterios de la Fe y, llamándolo a sí, lo instruyeron mejor en la doctrina, vida, muerte y resurrección de Jesucristo.
            Deseoso de llevar la palabra de salvación a otros pueblos, decidió pasar a Acaya, es decir, a Grecia. Los efesios, que desde hacía algún tiempo admiraban sus virtudes y comenzaban a amarlo como padre, quisieron acompañarlo con una carta en la que alababan mucho su celo y lo recomendaban a los corintios. De hecho, él hizo mucho bien a esos cristianos. Cuando el Apóstol llegó a Éfeso, encontró a varios fieles instruidos por Apolo y, queriendo conocer el estado de estas almas, preguntó si habían recibido el Espíritu Santo; es decir, si habían recibido el sacramento de la Confirmación, que se solía administrar en esos tiempos después del bautismo, y en el que se confería la plenitud de los dones del Espíritu Santo. Pero esa buena gente respondió: «No sabemos ni siquiera que haya un Espíritu Santo». Maravillado el Apóstol de tal respuesta y, habiendo entendido que solo habían recibido el bautismo de San Juan Bautista, ordenó que fueran nuevamente bautizados con el bautismo de Jesucristo, es decir, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Después de eso, Pablo, imponiendo las manos, les administró el sacramento de la Confirmación, y esos nuevos fieles recibieron no solo los efectos invisibles de la gracia, sino también signos particulares y manifiestos de la omnipotencia divina, lo que les hacía manifestar hablando con fluidez las lenguas que antes no entendían, prediciendo las cosas futuras e interpretando la Sagrada Escritura.
            San Pablo predicó durante tres meses en la sinagoga, exhortando a los judíos a creer en Jesucristo. Muchos creyeron, pero varios, mostrándose obstinados, blasfemaban incluso el santo nombre de Jesucristo. Pablo, por el honor del Evangelio ridiculizado por estos impíos y para huir de la compañía de los malvados, cesó de predicar en la sinagoga, rompió toda comunicación con ellos y se retiró a casa de un gentil cristiano llamado Tirón, que era maestro de escuela. San Pablo hizo de esa escuela una Iglesia de Jesucristo, donde, predicando y explicando las verdades de la fe, atraía a gentiles y judíos de todas partes de Asia.
            Dios ayudaba su obra confirmando con prodigios inauditos la doctrina predicada por su siervo. Los paños, los pañuelos y las vendas que habían tocado el cuerpo de Pablo eran llevados de aquí para allá y puestos sobre los enfermos y los endemoniados, y eso bastaba para que inmediatamente huyeran las enfermedades y los espíritus inmundos. Fue esta una maravilla nunca oída, y Dios quiso ciertamente que tal hecho fuera registrado en la Biblia para confundir a aquellos que han tanto declamado y todavía declaman contra la veneración que los católicos prestan a las sagradas reliquias. ¿Quizás quieren condenar de superstición a esos primeros cristianos, que aplicaban sobre los enfermos los pañuelos que habían tocado el cuerpo de Pablo? Cosas que San Pablo nunca había prohibido y que Dios demostraba aprobar con milagros.
            A propósito de la invocación del nombre de Jesucristo para hacer milagros, ocurrió un hecho muy curioso. Entre los efesios había muchos que pretendían expulsar a los demonios de los cuerpos con ciertas palabras mágicas o usando raíces de hierbas o perfumes. Pero sus resultados siempre eran poco favorables. También algunos exorcistas judíos, viendo que incluso las vestiduras de Pablo expulsaban a los demonios, se sintieron llenos de envidia y trataron, como hacía San Pablo, de usar el nombre de Jesucristo para expulsar al demonio de un hombre. «Te conjuro», iban diciendo, «y te ordeno que salgas de este cuerpo por ese Jesús que es predicado por Pablo». El demonio, que sabía las cosas mejor que ellos, por boca del endemoniado respondió: «Yo conozco a Jesús y sé también quién es Pablo; pero ustedes son impostores. ¿Qué derecho tienen ustedes sobre mí?» Dicho esto, se lanzó sobre ellos, los golpeó y los hirió de tal manera que dos de ellos apenas pudieron huir, todos heridos y con las ropas hechas trizas. Este hecho estruendoso, al difundirse por toda la ciudad, causó gran temor, y nadie más se atrevía a nombrar el santo nombre de Jesucristo sino con respeto y veneración.

CAPÍTULO XV. Sacramento de la Confesión — Libros perversos quemados — Carta a los Corintios — Levantamiento por la diosa Diana — Carta a los Gálatas — Año de Cristo 56-57

            Dios, siempre misericordioso, sabe sacar el bien incluso de los pecados mismos. El hecho de los dos exorcistas tan maltratados por aquel endemoniado, causó gran miedo en todos los efesios, y tanto los judíos como los gentiles se apresuraron a renunciar al demonio y a abrazar la fe. Fue entonces cuando muchos de los que habían creído venían en gran número a confesar y a declarar el mal cometido en su vida para obtener el perdón: «Venían confesando y declarando sus actos». Esta es una clara testimonio de la confesión sacramental ordenada por el Salvador y practicada desde los tiempos apostólicos.

            El primer fruto de la confesión y del arrepentimiento de esos fieles fue alejar de sí las ocasiones de pecado. Por eso, todos los que poseían libros perversos, es decir, contrarios a las buenas costumbres o a la religión, los entregaban para que fueran quemados. Tanto llevaron que, haciendo un montón en la plaza, hicieron una hoguera ante la presencia de todo el pueblo, considerando que era mejor quemar esos libros en la vida presente para evitar el fuego eterno del infierno. El valor de esos libros formaba una suma que correspondía casi a cien mil francos. Sin embargo, nadie intentó venderlos, porque sería ofrecer a otros la ocasión de hacer el mal, cosa que nunca está permitida. Mientras sucedían estas cosas, llegó de Corinto a Éfeso Apolo con otros, anunciando que habían surgido discordias entre esos fieles. El santo Apóstol se esforzó por remediarlo con una carta, en la que les recomienda la unidad de fe, la obediencia a sus pastores, la caridad mutua y especialmente hacia los pobres; inculca a los ricos que no preparen banquetes lujosos y abandonen a los pobres en la miseria. Luego insiste en que cada uno purifique su conciencia antes de acercarse al Cuerpo y a la Sangre de Jesucristo, diciendo: «El que come ese Cuerpo y bebe esa Sangre indignamente, come su propio juicio y su propia condena». También había ocurrido que un joven había cometido un grave pecado con su madrastra. El santo, para hacerle comprender el debido horror, ordenó que fuera separado por algún tiempo de los otros fieles para que volviera en sí mismo. Este es un verdadero ejemplo de excomunión, como precisamente practica aún la Iglesia Católica, cuando por graves delitos excomulga, es decir, declara separados de los demás a aquellos cristianos que son culpables. Pablo envió a su discípulo Tito a llevar esta carta a Corinto. El fruto parece que fue muy copioso.
            Él estaba en Éfeso cuando se desató contra él una terrible persecución por obra de un orfebre llamado Demetrio. Este fabricaba pequeños templos de plata dentro de los cuales se colocaba una estatuilla de la diosa Diana, deidad venerada en Éfeso y en toda Asia. Esto le producía comercio y gran ganancia, ya que la mayoría de los forasteros que venían a las fiestas de Diana llevaban consigo estos signos de devoción. Demetrio era el artífice principal y con ello proporcionaba trabajo y sustento a las familias de muchos obreros.
            A medida que crecía el número de cristianos, disminuía el de compradores de las estatuillas de Diana. Así, un día, Demetrio reunió a un gran número de ciudadanos y demostró cómo, al no tener ellos otros medios para vivir, Pablo los haría morir de hambre. «Al menos», añadía, «no se tratará solo de nuestro interés privado; pero el templo de nuestra gran diosa, tan celebrado en todo el mundo, está por ser abandonado». A estas palabras fue interrumpido por mil voces diferentes que gritaban con la más furiosa confusión: «¡La gran Diana de los efesios! ¡La gran Diana de los efesios!» Toda la ciudad se puso patas arriba; corrieron gritando en busca de Pablo y, al no poder encontrarlo de inmediato, arrastraron consigo a dos de sus compañeros llamados Gayo y Aristarco. Un judío llamado Alejandro quiso hablar. Pero apenas pudo abrir la boca, de todas partes comenzaron a gritar con voz aún más fuerte: «¡La gran Diana de los efesios! ¡Cuán grande es la Diana de los efesios!» Este grito fue repetido durante dos horas enteras.
            Pablo quería avanzar en medio del tumulto para hablar, pero algunos hermanos, sabiendo que se expondría a muerte cierta, se lo impidieron. Dios, sin embargo, que tiene en su mano el corazón de los hombres, devolvió plena calma entre ese pueblo de una manera inesperada. Un hombre sabio, un simple secretario y, por lo que parece, amigo de Pablo, logró calmar esa furia. Apenas pudo hablar, dijo: «¿Y quién no sabe que la ciudad de Éfeso tiene una devoción y un culto particular hacia la gran Diana, hija de Júpiter? Siendo tal cosa creída por todos, no debéis perturbaros ni aferraros a un remedio tan temerario, como si pudiera caer en duda tal devoción establecida desde todos los siglos. En cuanto a Gayo y Aristarco, les diré que no están convencidos de ninguna blasfemia contra Diana. Si Demetrio y sus compañeros tienen algo contra ellos, lleven la causa ante el tribunal. Si continuamos en estas demostraciones públicas, seremos acusados de sedición». A esas palabras el tumulto se calmó y cada uno volvió a sus ocupaciones.
            Después de esta conmoción, Pablo quería partir de inmediato hacia Macedonia, pero tuvo que suspender su partida debido a algunos desórdenes ocurridos entre los fieles de Galacia. Algunos falsos predicadores se dedicaron a desacreditar a San Pablo y sus predicaciones, afirmando que su doctrina era diferente de la de los otros Apóstoles y que la circuncisión y las ceremonias de la ley de Moisés eran absolutamente necesarias.
            El santo Apóstol escribió una carta en la que demuestra la conformidad de doctrina entre él y los Apóstoles; prueba que muchas cosas de la ley de Moisés ya no eran necesarias para salvarse; recomienda cuidarse bien de los falsos predicadores y gloriarse solamente en Jesús, en cuyo nombre desea paz y bendiciones.
            Enviada la carta a los fieles de Galacia, partió hacia Macedonia después de haber permanecido tres años en Éfeso, es decir, desde el año cincuenta y cuatro hasta el año cincuenta y siete de Jesucristo. Durante la estancia de San Pablo en Éfeso, Dios le hizo conocer en espíritu que lo llamaba a Macedonia, a Grecia, a Jerusalén y a Roma.

CAPÍTULO XVI. San Pablo regresa a Filipos — Segunda Carta a los fieles de Corinto — Va a esta ciudad — Carta a los Romanos — Su predicación prolongada en Troade — Resucita a un muerto — Año de Cristo 58

            Antes de partir de Éfeso, Pablo convocó a los discípulos y, haciéndoles una paterna exhortación, los abrazó tiernamente; luego se puso en camino hacia Macedonia. Deseaba quedarse algún tiempo en Troade, donde esperaba encontrar a su discípulo Tito; pero, al no haberlo encontrado y deseando saber pronto el estado de la Iglesia de Corinto, partió de Troade, cruzó el Helesponto, que hoy se llama estrecho de los Dardanelos, y pasó a Macedonia, donde tuvo que sufrir mucho por la fe.
            Pero Dios le preparó una gran consolación con la llegada de Tito, que lo alcanzó en la ciudad de Filipos. Ese discípulo expuso al santo Apóstol cómo su carta había producido efectos salutíferos entre los cristianos de Corinto, que el nombre de Pablo era muy querido por todos y que cada uno ardía en el deseo de volver a verlo pronto.
            Para dar rienda suelta a los sentimientos paternos de su corazón, el Apóstol escribió desde Filipos una segunda carta en la que se muestra todo ternura hacia aquellos que se mantenían fieles y reprende a algunos que intentaban pervertir la doctrina de Jesucristo. Habiendo luego entendido que aquel joven, excomulgado en su primera carta, se había sinceramente convertido, más aún, oyendo de Tito que el dolor lo había casi llevado a la desesperación, el santo Apóstol recomendó que se le tratara con consideración, lo absolvió de la excomunión y lo restituyó a la comunión de los fieles. Con la carta recomendó muchas cosas de viva voz que debían comunicarse por medio de Tito, que era el portador. Acompañaron a Tito en este viaje otros discípulos, entre los cuales estaba San Lucas, que desde hacía algunos años era obispo de Filipos. San Pablo consagró a San Epafrodito como obispo para esa ciudad y así San Lucas se convirtió nuevamente en compañero del santo maestro en las fatigas del apostolado.
            Desde Macedonia, Pablo se dirigió a Corinto, donde ordenó lo que respecta a la celebración de los santos misterios, como había prometido en su primera carta, lo que debe entenderse de esos ritos que en todas las Iglesias comúnmente se observan, como sería el ayuno antes de la Santa Comunión y otras cosas similares que conciernen a la administración de los Sacramentos.
            El Apóstol pasó el invierno en esta ciudad, esforzándose por consolar a sus hijos en Jesucristo, que no se saciaban de escucharlo y admirar en él a un celoso pastor y un tierno padre.
            Desde Corinto extendió también sus solicitudes a otros pueblos y especialmente a los romanos, ya convertidos a la fe por San Pedro tras años de fatigas y sufrimientos. Aquila, con otros amigos suyos, habiendo entendido que había cesado la persecución, se había vuelto a Roma. Pablo supo de ellos que en esa metrópoli del imperio habían surgido disensiones entre gentiles y judíos. Los gentiles reprochaban a los judíos porque no habían correspondido a los beneficios recibidos de Dios, habiendo ingratamente crucificado al Salvador; los judíos, por su parte, hacían reproches a los gentiles porque habían seguido la idolatría y venerado a las divinidades más infames. El santo Apóstol escribió su famosa Carta a los Romanos, llena de argumentos sublimes, que él trata con esa agudeza de ingenio propia de un hombre docto y santo, que escribe inspirado por Dios. No es posible abreviarla sin peligro de variar su sentido. Es la más larga, la más elegante de todas las demás y la más llena de erudición. Te exhorto, oh lector, a leerla atentamente, pero con las debidas interpretaciones que suelen unirse a la Vulgata. Es la sexta carta de San Pablo y fue escrita desde la ciudad de Corinto en el año 58 de Jesucristo. Pero, por el gran respeto que en todo tiempo se tuvo por la dignidad de la Iglesia de Roma, es considerada la primera entre las catorce cartas de este santo Apóstol. En esta carta San Pablo no habla de San Pedro, porque él estaba ocupado en la fundación de otras Iglesias. Esta fue llevada por una diaconisa, o monja, llamada Febe, a quien el Apóstol recomienda mucho ante los hermanos de Roma.
            Deseando San Pablo partir de Corinto para dirigirse a Jerusalén, se enteró de que los judíos estaban tramando tenderle emboscadas a lo largo del camino; por lo tanto, en lugar de embarcarse en el puerto de Cencrea hacia Jerusalén, Pablo regresó y continuó el viaje por Macedonia. Lo acompañaron Sosípatro, hijo de Pirro de Berea, Aristarco y Segundo de Tesalónica, Gayo de Derbe y Timoteo de Listra, Tíquico y Trófimo de Asia. Estos vinieron en compañía de él hasta Filipos; luego, a excepción de Lucas, pasaron a Troade con orden de esperarlo allí, mientras él se quedaría en esta ciudad hasta después de las fiestas pascuales. Pasada tal solemnidad, Pablo y Lucas en cinco días de navegación llegaron a Troade y se quedaron allí siete días.
            Sucedió que, en la víspera de la partida de Pablo, era el primer día de la semana, es decir, día domingo, en el que los fieles solían reunirse para escuchar la palabra de Dios y asistir a los sacrificios divinos. Entre otras cosas hacían la fracción del pan, es decir, celebraban la Santa Misa, a la que participaban los fieles, recibiendo el Cuerpo del Señor bajo la especie del pan. Desde entonces, la Misa se consideraba el acto más sagrado y solemne para la santificación del día festivo.

            Pablo, que estaba por partir al día siguiente, prolongó el discurso hasta avanzada la noche y, para iluminar el cenáculo, se habían encendido muchas lámparas. El día domingo, la hora nocturna, el cenáculo en el tercer piso de la casa, las muchas lámparas encendidas, atrajeron una inmensa multitud de gente. Mientras todos estaban atentos al razonamiento de Pablo, un joven llamado Eutico, ya sea por el deseo de ver al Apóstol o para poder escucharlo mejor, había subido sobre una ventana y se había sentado en el alféizar. Ahora, ya sea por el calor que hacía, ya sea por la hora tardía o quizás por el cansancio, lo cierto es que aquel jovencito se quedó dormido; y en el sueño, abandonándose al peso de su propio cuerpo, cayó al pavimento de la calle pública. Se oye un lamento resonar por la asamblea; corren y encuentran al joven sin vida.
            Pablo baja de inmediato, y, colocándose con el cuerpo sobre el cadáver, lo bendice, lo abraza y, con su aliento o más bien con la viva fe en Dios, lo devuelve a nueva vida. Realizado este milagro, sin prestar atención a los aplausos que se hacían por todas partes, subió de nuevo al cenáculo y continuó predicando hasta la mañana.
            La gran solicitud de los fieles de Troade por asistir a las sagradas funciones debe servir de estímulo a todos los cristianos para santificar los días festivos con obras de piedad, especialmente con el escuchar devotamente la Santa Misa y con el escuchar la palabra de Dios, incluso con algún inconveniente.

CAPÍTULO XVII. Predicación de San Pablo en Mileto — Su viaje hasta Cesarea — Profecía de Agabo — Año de Cristo 58

            Terminada aquella reunión, que había durado aproximadamente veinticuatro horas, el incansable Apóstol partió con sus compañeros hacia Mitilene, noble ciudad de la isla de Lesbos. Desde allí, continuando el viaje, en pocos días llegó a Mileto, ciudad de Caria, provincia de Asia Menor. El Apóstol no había querido detenerse en Éfeso para no verse obligado por aquellos cristianos, que lo amaban tiernamente, a suspender demasiado su camino. Se apresuraba con el fin de llegar a Jerusalén para la fiesta de Pentecostés. Desde Mileto, Pablo envió a Éfeso para comunicar su llegada a los obispos y a los sacerdotes de esa ciudad y de las provincias cercanas, invitándolos a venir a visitarlo y también a conferenciar con él sobre las cosas de la fe, si fuera necesario. Vinieron en gran número.
            Cuando San Pablo se vio rodeado por aquellos venerables predicadores del Evangelio, comenzó a exponerles las tribulaciones sufridas día y noche por las acechanzas de los judíos. «Ahora voy a Jerusalén», decía, «guiado por el Espíritu Santo, el cual, en todos los lugares donde paso, me hace conocer las cadenas y las tribulaciones que en esa ciudad me esperan. Pero nada de esto me asusta, ni valoro mi vida más que mi deber. Me importa poco vivir o morir, siempre que termine mi carrera dando glorioso testimonio del Evangelio que Jesucristo me ha encomendado. No veréis más mi rostro, pero cuidaos de vosotros mismos y de todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para gobernar la Iglesia de Dios, adquirida por su precioso sangre». Luego pasó a advertirles que después de su partida surgirían lobos rapaces y hombres perversos para corromper la doctrina de Jesucristo. Dichas estas palabras, todos se pusieron de rodillas y oraron juntos. Nadie podía contener las lágrimas, y todos se echaban al cuello de Pablo, dándole mil besos. Estaban especialmente inconsolables por aquellas palabras de que no volverían a ver su rostro. Para disfrutar aún algunos momentos de su dulce compañía, lo acompañaron hasta el barco y no sin una especie de violencia se separaron de su querido maestro.
            Pablo, junto a sus compañeros, de Mileto pasó a la isla de Cos, muy renombrada por un templo de los gentiles dedicado a Juno y a Esculapio. Al día siguiente llegaron a Rodas, isla muy célebre especialmente por su Coloso, que era una estatua de extraordinaria altura y grandeza. De allí vinieron a Patara, ciudad capital de Licia, muy renombrada por un gran templo dedicado al dios Apolo. Desde aquí navegaron hasta Tiro, donde el barco debía dejar su carga.
            Tiro es la ciudad principal de Fenicia, ahora llamada Sur, a orillas del Mediterráneo. Apenas desembarcaron, encontraron a algunos profetas que iban publicando los males que sobre el santo Apóstol sobrevenían en Jerusalén, y querían disuadirlo de ese viaje. Pero él, después de siete días, quiso partir. Aquellos buenos cristianos, con sus esposas y sus niños, lo acompañaron fuera de la ciudad, donde, doblando las rodillas en la playa, oraron con él. Luego, intercambiados los más cordiales saludos, se embarcaron y fueron acompañados por las miradas de los sidonios hasta que la lejanía del barco los ocultó de vista. Al llegar a Tolemaida se detuvieron un día para saludar y confortar a aquellos cristianos en la fe; continuando luego su camino, llegaron a Cesarea.
            Allí Pablo fue recibido con júbilo por el diácono Felipe. Este santo discípulo, después de haber predicado a los samaritanos, al eunuco de la reina Candace y en muchas ciudades de Palestina, había fijado su domicilio en Cesarea para atender a la cura de aquellas almas que él había regenerado en Jesucristo.
            Vino en esos tiempos a Cesarea el profeta Agabo y, habiendo ido a visitar al santo Apóstol, le quitó del hombro el cinturón y, atándose con él los pies y las manos, dijo: «He aquí cuánto me dice el Espíritu Santo abiertamente: el hombre a quien pertenece este cinturón será así atado por los judíos en Jerusalén».
            La profecía de Agabo conmovió a todos los presentes, pues se hacían cada vez más manifiestos los males que estaban preparados para el santo Apóstol en Jerusalén; por lo tanto, los mismos compañeros de Pablo, llorando, le rogaban que no fuera allí. Pero Pablo valientemente respondía: «¡Oh! Les ruego, no lloren. Con estas lágrimas no hacen más que aumentar la aflicción en mi corazón. Sepan que estoy dispuesto no solo a sufrir las cadenas, sino a enfrentar también la muerte por el nombre de Jesucristo».
            Entonces todos, reconociendo la voluntad de Dios en la firmeza del santo Apóstol, dijeron a una voz: «Hágase la voluntad del Señor». Dicho esto, partieron rumbo a Jerusalén con un cierto Mnasón, que había sido discípulo y seguidor de Jesucristo. Él tenía residencia fija en Jerusalén y iba con ellos para hospedarlos en su casa.

CAPÍTULO XVIII. San Pablo se presenta a San Jacobo — Los judíos le tienden emboscadas — Habla al pueblo — Reprende al sumo sacerdote — Año de Cristo 59

            Nos disponemos ahora a contar una larga serie de sufrimientos y de persecuciones que el santo Apóstol toleró en cuatro años de prisión. Dios quiso preparar a su siervo para estos combates haciéndolos conocer mucho antes; de hecho, los males previstos causan menor temor, y el hombre está más dispuesto a soportarlos. Al llegar Pablo con sus compañeros a Jerusalén, fueron recibidos por los cristianos de esta ciudad con los signos de la mayor benevolencia. Al día siguiente fueron a visitar al obispo de la ciudad, que era San Jacobo el Menor, ante quien también se habían reunido los principales sacerdotes de la diócesis. Pablo contó las maravillas que Dios había obrado por su ministerio entre los gentiles, de lo cual todos agradecieron de corazón al Señor.
            Sin embargo, se apresuraron a avisar a Pablo del peligro que le sobrevenía. «Muchos judíos», le dijeron, «se han convertido a la fe y varios de ellos son tenaces en la circuncisión y en las ceremonias legales. Ahora, sabiendo que tú dispensas a los gentiles de estas observancias, hay un terrible odio contra ti. Es necesario, por lo tanto, que demuestres no ser enemigo de los judíos. Haz de esta manera: en la ocasión en que cuatro judíos deben en estos días cumplir un voto, tú participarás en la función y harás por ellos los gastos que corresponden a esta solemnidad».
            Pablo aceptó prontamente el sabio consejo y participó en aquella obra de piedad. Se dirigió al templo y la función estaba por concluir, cuando algunos judíos venidos de Asia excitaban al pueblo contra él gritando: «¡Ayuda, israelitas, ayuda! Este hombre es quien va por todo el mundo predicando contra el pueblo, contra la ley y contra este mismo templo. No ha dudado en violar su santidad introduciendo dentro a gentiles».
            Aunque tales acusaciones eran calumnias, sin embargo, se alborotó toda la ciudad y, haciéndose un gran concurso de pueblo, tomaron a San Pablo, lo arrastraron fuera del templo para matarlo como blasfemo. Pero el ruido del tumulto llegó al tribuno romano, quien acudió de inmediato con las guardias. Los sediciosos, al ver las guardias, cesaron de golpear a Pablo y lo entregaron al tribuno, quien, haciéndolo atar, ordenó que fuera conducido a la torre Antonia, que era una fortaleza y un cuartel de soldados cerca del templo. Lisias, tal era el nombre del tribuno, deseaba saber el motivo de aquel tumulto, pero no pudo averiguarlo, porque los gritos y alborotos del pueblo ahogaban toda voz. Mientras Pablo subía los escalones de la fortaleza, fue necesario que los soldados lo llevaran en brazos para sacarlo de las manos de los judíos, quienes, al no poder tenerlo en su poder, gritaban: «¡Mátalo, quítalo del mundo!».
            Cuando estaba a punto de entrar en la torre, habló así en griego al tribuno: «¿Me es permitido decirte una palabra?» El tribuno se maravilló de que hablara griego y le dijo: «¿Sabes tú el griego? ¿No eres tú ese egipcio que poco antes excitaste una rebelión y llevaste contigo al desierto a cuatro mil asesinos?» «No, ciertamente», respondió Pablo, «yo soy judío, ciudadano de Tarso, ciudad de Cilicia. Pero, por favor, ¿me permites hablar al pueblo?» Lo cual le fue concedido, Pablo, desde los escalones de la torre, levantó un poco la mano, agobiada por el peso de las cadenas, dio señal al pueblo de callar y comenzó a exponer lo que concernía a su patria, su conversión y su predicación, y cómo Dios lo había destinado a llevar la fe entre los gentiles.
            El pueblo lo había escuchado en profundo silencio hasta estas últimas palabras; pero cuando oyó hablar de los gentiles, como agitado por mil furias, estalló en gritos desenfrenados, y unos por desdén arrojaban al suelo sus vestiduras, otros esparcían en el aire el polvo, y todos gritaban: «¡Este es indigno de vivir, que sea quitado del mundo!».
            El tribuno, que nada había entendido del discurso de San Pablo, porque había hablado en lengua hebrea, temiendo que el pueblo viniera a graves excesos, ordenó a sus hombres que llevaran a Pablo a la fortaleza, y luego lo azotaran y lo sometieran a tortura para obligarlo así a revelar la causa de la sedición. Pero Pablo, que sabía que aún no había llegado la hora en que debía sufrir tales males por Jesucristo, se volvió al centurión encargado de hacer ejecutar aquella orden injusta y le dijo: «¿Te parece que es lícito azotar a un ciudadano romano, sin que sea condenado?» Al oír esto, el centurión corrió hacia el tribuno diciéndole: «¿Qué vas a hacer? ¿No sabes que este hombre es ciudadano romano?».
            El tribuno tuvo miedo, porque había hecho atar a Pablo, lo cual conllevaba pena de muerte. Se acercó él mismo a Pablo y le dijo: «¿Eres tú realmente ciudadano romano?» Él respondió: «Lo soy verdaderamente». «Yo», añadió el tribuno, «he adquirido a caro precio tal derecho de ciudadanía romana». «Y yo», replicó Pablo, «lo disfruto por mi nacimiento». Sabiendo esto, hizo suspender la orden de someter a Pablo a tortura, y el tribuno mismo se preocupó, y buscó otro medio para saber las acusaciones que los judíos hacían contra él. Ordenó que al día siguiente se reunieran el Sanedrín y todos los sacerdotes judíos; luego, hechas quitar las cadenas a Pablo, lo hizo venir en medio del concilio.
            El Apóstol, fijando los ojos en aquella asamblea, dijo: «Yo, hermanos, hasta este día he caminado delante de Dios con buena conciencia». Apenas oídas estas palabras, el sumo sacerdote, de nombre Ananías, ordenó a uno de los presentes que le diera a Pablo un fuerte golpe. El Apóstol no consideró tolerar tal grave injuria y, con la libertad y el celo que usaban los antiguos profetas, dijo: «¡Muralla blanqueada, ¡Dios te golpeará, así como tú has hecho golpearme, porque, fingiendo juzgar según la ley, me haces golpear contra la misma ley!». Al oír estas palabras, todos se indignaron: «¡Oh!», le dijeron, «¿tienes el atrevimiento de insultar al sumo sacerdote?» «Perdónenme, hermanos», respondió Pablo, «no sabía que este fuera el príncipe de los sacerdotes, pues bien conozco la ley que prohíbe maldecir al príncipe del pueblo».
            Pablo no había reconocido al sumo sacerdote o porque él no tenía las insignias de su grado, o no hablaba y no actuaba con la dignidad que a tal persona le convenía. Ni San Pablo maldecía a Ananías, sino que predecía los males que le sobrevendrían, como de hecho ocurrió. Para zafarse de alguna manera de las manos de sus enemigos, Pablo unió la sencillez de la paloma a la prudencia de la serpiente y, sabiendo que la asamblea estaba compuesta de saduceos y de fariseos, pensó en sembrar división entre ellos exclamando: «Yo, hermanos, soy fariseo, hijo y discípulo de fariseos. La razón por la cual soy llamado a juicio es mi esperanza en la resurrección de los muertos». Estas palabras hicieron nacer graves disensiones entre los oyentes; unos estaban en contra de Pablo, otros a favor de él.
            Mientras tanto, se levantó un clamor que hacía temer graves desórdenes. El tribuno, temiendo que los más encolerizados se lanzaran contra Pablo y lo despedazaran, ordenó a los soldados que lo sacaran de sus manos y lo condujeran de nuevo a la torre. Dios, sin embargo, quiso consolar a su siervo por lo que había padecido en aquel día. En la noche le apareció y le dijo: «¡Ánimo! Después de haberme dado testimonio en Jerusalén, harás lo mismo en Roma».

CAPÍTULO XIX. Cuarenta judíos se comprometen con un voto a matar a San Pablo — Un sobrino suyo descubre la trama — Es trasladado a Cesarea — Año de Cristo 59

            Los judíos, al ver fallido su plan, pasaron la noche siguiente elaborando varios proyectos. Cuarenta de ellos tomaron la desesperada resolución de comprometerse con un voto a no comer ni beber antes de haber matado a Pablo. Una vez urdida esta conspiración, se dirigieron a los príncipes de los sacerdotes y a los ancianos, contándoles su propósito. «Para tener a ese rebelde en nuestras manos», añadieron, «hemos encontrado un camino seguro; solo queda que ustedes nos den una mano. Hagan saber al tribuno, en nombre del Sanedrín, que desean examinar más a fondo algunos puntos del caso de Pablo y que, por lo tanto, lo presenten nuevamente mañana. Él ciertamente aceptará la solicitud. Pero estén seguros de que, antes de que Pablo sea conducido ante ustedes, nosotros lo haremos pedazos con estas manos». Los ancianos alabaron el plan y prometieron colaborar.
            O porque alguno de los conspiradores no mantuvo el secreto, o porque no se preocuparon de cerrar la puerta cuando urdieron su plan, lo cierto es que fueron descubiertos. Un hijo de la hermana de Pablo supo todo y, corriendo a la torre, logró pasar entre las guardias, presentarse ante su tío y contarle toda la trama. Pablo instruyó bien al sobrino sobre cómo actuar. Luego, llamando a un oficial que estaba de guardia, le dijo: «Te ruego que lleves a este joven al capitán; tiene algo que comunicarle».
            El centurión lo llevó ante el capitán y le dijo: «Ese Pablo que está en prisión me ha pedido que te traiga a este joven, porque tiene algo que decirte». El capitán tomó de la mano al joven y, llevándolo a un lado, le preguntó qué tenía que referir. «Los judíos», respondió, «se han puesto de acuerdo para pedirte mañana que lleves a Pablo al Sanedrín, bajo el pretexto de querer examinar más a fondo su causa. Pero no les hagas caso: debes saber que le tienden una emboscada y cuarenta de ellos se han comprometido con un voto terrible a no comer ni beber hasta que lo hayan matado. Ahora están listos para actuar, esperando solo tu consentimiento». «Bien hecho», dijo el capitán, «has hecho bien en decirme estas cosas. Ahora puedes ir, pero no le digas a nadie que me lo has revelado».
            De esta desesperada resolución, Lisias comprendió que retener a Pablo más tiempo en Jerusalén equivalía a dejarlo en peligro, del cual quizás no podría salvarlo. Por lo tanto, sin dudarlo, llamó a dos centuriones y les dijo: «Pongan en orden doscientos soldados de infantería y otros tantos armados de lanza, con setenta hombres a caballo, y acompañen a Pablo hasta Cesarea. Prepárense también un caballo para él, para que sea llevado allí sano y salvo y se presente al gobernador Félix». El tribuno acompañó a Pablo con una carta al gobernador, que decía:
            «Claudio Lisias al excelentísimo gobernador Félix, saludos. Te envío a este hombre que, apresado por los judíos, estaba a punto de ser asesinado por ellos. Al llegar con mis soldados, lo saqué de sus manos, habiendo sabido que es ciudadano romano. Queriendo luego informarme de qué delito se le acusaba, lo llevé al Sanedrín y encontré que se le acusaba por cuestiones relacionadas con su ley, pero sin ninguna culpa que mereciera muerte o prisión. Pero habiéndome sido informado de que le tienden una trama de muerte, he decidido enviártelo, invitando al mismo tiempo a sus acusadores a presentarse ante tu tribunal para exponer sus acusaciones contra él. Cuídate bien».
            En ejecución de las órdenes recibidas, esa misma noche los soldados partieron con Pablo y lo llevaron a Antipatride, ciudad situada a medio camino entre Jerusalén y Cesarea. En ese punto del trayecto, no temiendo más ser asaltados por los judíos, enviaron de regreso a los cuatrocientos soldados a Jerusalén, y Pablo, acompañado solo por los setenta jinetes, llegó al día siguiente a Cesarea.
            Así Dios, de la manera más sencilla, liberaba a su Apóstol de un grave peligro y hacía conocer que los planes de los hombres siempre resultan vanos cuando son contrarios a la voluntad divina.

CAPÍTULO XX. Pablo ante el gobernador — Sus acusadores y su defensa — Año de Cristo 59

            Al día siguiente, Pablo llegó a Cesarea y fue presentado al gobernador con la carta del capitán Lisias. Leída la carta, el gobernador llamó a Pablo a un lado y, al saber que era de Tarso, le dijo: «Te escucharé cuando lleguen tus acusadores». Mientras tanto, lo hizo custodiar en la prisión de su palacio.
            Los cuarenta conspiradores, al verse fallar el golpe, quedaron atónitos. Se puede creer que, sin prestar atención al voto hecho, se pusieron a comer y beber para continuar su trama. De acuerdo con el sumo sacerdote, con los ancianos y con un tal Tertulio, famoso orador, partieron hacia Cesarea, donde llegaron cinco días después de la llegada de Pablo. Todos se presentaron ante el gobernador, y Tertulio comenzó a hablar así contra Pablo: «Hemos encontrado a este hombre pestilente, que suscita revueltas entre todos los judíos del mundo. Él es jefe de la secta de los nazarenos. También ha intentado profanar nuestro templo, y nosotros lo hemos arrestado. Queríamos juzgarlo según nuestra ley, pero intervino el capitán Lisias, que nos lo quitó por la fuerza. Él ha ordenado que sus acusadores se presenten ante ti. Ahora estamos aquí. Examinándolo, podrás tú mismo comprobar las culpas de las que lo acusamos». Lo que había afirmado Tertulio fue confirmado por los judíos presentes.
            Pablo, habiendo recibido del gobernador la posibilidad de responder, comenzó a defenderse así: «Puesto que, excelentísimo Félix, desde hace muchos años gobiernas este país, eres ciertamente capaz de conocer las cosas que aquí han sucedido. De buena gana me defiendo ante ti. Como puedes comprobar, no han pasado más de doce días desde que subí a Jerusalén para adorar. En este breve tiempo, nadie puede decir que me haya encontrado en el templo o en las sinagogas o en otro lugar público o privado discutiendo con alguien, ni reuniendo multitudes o fomentando desórdenes. No pueden probar ninguna de las acusaciones que me hacen. Pero te confieso que sigo el Camino que ellos llaman secta, sirviendo así al Dios de nuestros padres, creyendo en todo lo que es conforme a la Ley y está escrito en los Profetas. Tengo en Dios la misma esperanza que ellos, que habrá una resurrección de los justos y de los injustos. Por esto también me esfuerzo por tener siempre una conciencia irreprensible ante Dios y ante los hombres. Después de muchos años he venido a traer limosnas a mi nación y a presentar ofrendas. Mientras estaba ocupado en estos ritos de purificación, sin multitud ni tumulto, algunos judíos de Asia me encontraron en el templo. Ellos debieron comparecer ante ti para acusarme, si tuvieran algo contra mí. O que digan estos mismos si han encontrado alguna culpa en mí, cuando comparecí ante el Sanedrín, aparte de esta sola declaración que hice en voz alta en medio de ellos: “Es a causa de la resurrección de los muertos que yo soy juzgado hoy ante ustedes”».
            Sus acusadores quedaron confundidos y, mirándose unos a otros, no encontraban palabras que proferir. El mismo gobernador, ya inclinado a favor de los cristianos, sabía que ellos, lejos de ser sediciosos, eran los más dóciles y fieles entre sus súbditos. Pero no quiso pronunciar sentencia y se reservó para oírlo nuevamente cuando el capitán Lisias viniera de Jerusalén a Cesarea. Mientras tanto, ordenó que Pablo fuera custodiado, pero concediéndole cierta libertad y permitiendo a sus amigos que lo sirvieran.
            Algún tiempo después, el gobernador, quizás para complacer a su esposa, que era judía, hizo venir a Pablo a su presencia para oírlo hablar de religión. El Apóstol expuso con viveza las verdades de la fe, el rigor de los juicios que Dios reservará a los impíos en la otra vida, tanto que Félix, asustado y turbado, dijo: «Por ahora basta; te escucharé de nuevo cuando tenga la oportunidad». En realidad, lo hizo llamar más veces, pero no para instruirse en la fe, sino esperando que Pablo le ofreciera dinero a cambio de la libertad. Por lo tanto, aunque conocía la inocencia de Pablo, lo mantuvo en prisión en Cesarea durante dos años. Así hacen esos cristianos que, por ganancia temporal o para agradar a los hombres, venden la justicia y violan los más sagrados deberes de la conciencia y de la religión.

CAPÍTULO XXI. Pablo ante Festo — Sus palabras al rey Agripa — Año de Cristo 60

            Ya habían pasado dos años desde que el santo Apóstol estaba prisionero, cuando a Félix le sucedió otro gobernador llamado Festo. Tres días después de asumir el cargo, el nuevo gobernador fue a Jerusalén y de inmediato los jefes de los sacerdotes y los principales judíos se presentaron ante él para renovar las acusaciones contra el santo Apóstol. Le pidieron como un favor especial que llevara a Pablo a Jerusalén para ser juzgado en el Sanedrín; pero en realidad tenían la intención de asesinarlo en el camino. Festo, quizás ya advertido de no confiar en ellos, respondió que pronto regresaría a Cesarea; «Los que de ustedes», dijo, «tengan algo contra Pablo, vengan conmigo y escucharé sus acusaciones».
            Después de algunos días, Festo regresó a Cesarea y con él los judíos acusadores de Pablo. Al día siguiente hizo llamar al santo Apóstol ante su tribunal, y los judíos le hicieron muchas graves acusaciones, sin poder probarlas. Pablo les respondió con pocas palabras, y sus acusadores guardaron silencio. Sin embargo, Festo, deseando ganar la benevolencia de los judíos, le preguntó si quería ir a Jerusalén para ser juzgado en el Sanedrín, en su presencia. Al darse cuenta Pablo de que Festo se inclinaba a entregarlo a los judíos, respondió: «Estoy ante el tribunal de César, donde debo ser juzgado. No he hecho ningún agravio a los judíos, como bien sabes. Si, por tanto, soy culpable y he cometido algo que merece la muerte, no me niego a morir; pero si no hay nada de cierto en las acusaciones que estos presentan contra mí, nadie tiene derecho a entregarme a ellos. Apelo a César». Esta apelación de nuestro Apóstol era justa y conforme a las leyes romanas, ya que el gobernador se mostraba dispuesto a entregar a un ciudadano romano, reconocido inocente, al poder de los judíos que querían su muerte a toda costa. Los santos Padres reflexionan que no el deseo de la vida, sino el bien de la Iglesia lo impulsó a apelar a Roma, donde por divina revelación sabía cuánto debía trabajar para la gloria de Dios y la salvación de las almas.
            Festo, después de consultar a su consejo, respondió: «Tú has apelado al César, a César irás».
            No muchos días después llegó a Cesarea el rey Agripa, hijo de aquel Agripa que había hecho morir a San Santiago el Mayor y encarcelar a San Pedro. Había venido con su hermana Berenice para rendir los debidos homenajes al nuevo gobernador de Judea. Habiéndose quedado varios días, Festo les habló del proceso de Pablo. Agripa manifestó el deseo de oírlo. Para complacerlo, Festo hizo preparar una sala con gran pompa e, invitando a la audiencia a los tribunos y otros magistrados, hizo llevar a Pablo ante la presencia de Agripa y Berenice. «He aquí», dijo Festo, «aquel hombre contra quien ha recurrido a mí toda la multitud de los judíos, protestando con grandes clamores que no debía vivir más. Yo, sin embargo, no he encontrado en él nada que merezca la muerte. No obstante, habiéndose apelado al tribunal del emperador, debo enviarlo a Roma. Pero como no tengo nada cierto que escribir a nuestro soberano, he considerado oportuno presentarlo ante ustedes y especialmente ante ti, oh rey Agripa, para que, después de interrogarlo, me digan qué debo escribir, no pareciéndome conveniente enviar a un prisionero sin especificar las acusaciones contra él».
            Agripa, dirigiéndose a Pablo, dijo: «Te es permitido hablar en tu defensa». Pablo comenzó a hablar así: «Me considero afortunado, oh rey Agripa, de poder hoy defenderme ante ti contra todas las acusaciones de los judíos, sobre todo porque eres experto en todas las costumbres y cuestiones que les conciernen. Te ruego, por tanto, que me escuches con paciencia. Todos los judíos conocen mi vida desde mi juventud, transcurrida entre mi pueblo y en Jerusalén. Saben que he vivido según la secta más rigurosa de nuestra religión, la de los fariseos. Y ahora soy llamado a juicio a causa de la esperanza en la promesa hecha por Dios a nuestros padres, la que nuestras doce tribus esperan ver cumplida sirviendo a Dios noche y día. Es por esta esperanza, oh rey, que soy acusado por los judíos. ¿Por qué se considera inconcebible entre ustedes que Dios resucite a los muertos?
            Yo también consideraba mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús Nazareno. Así lo hice en Jerusalén: obtuve de los jefes de los sacerdotes la autorización para encarcelar a muchos santos y, cuando eran condenados a muerte, expresaba mi voto. A menudo, yendo de sinagoga en sinagoga, trataba de obligarlos a blasfemar; y en mi furia acérrima los perseguía hasta en las ciudades extranjeras.
            En tales circunstancias, mientras iba a Damasco con la autorización y el mandato de los jefes de los sacerdotes, al mediodía, oh rey, vi en el camino una luz del cielo, más brillante que el sol, que envolvió a mí y a los que estaban conmigo. Todos cayeron a tierra y yo oí una voz que me decía en lengua hebrea: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Es duro para ti recalcitrar contra el aguijón”. Yo dije: “¿Quién eres, Señor?” Y el Señor respondió: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y ponte en pie; porque te he aparecido para constituirte ministro y testigo de lo que has visto de mí y de lo que te mostraré. Te libraré del pueblo y de los paganos, a quienes te envío para abrirles los ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y obtengan, mediante la fe en mí, la remisión de los pecados y la suerte entre los santificados”.
            Por lo tanto, oh rey Agripa, no he desobedecido a la visión celestial; sino que primero a los de Damasco, luego a Jerusalén y en toda Judea, y finalmente a los paganos, he anunciado que se arrepientan y se conviertan a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento. Por esto los judíos, habiéndome apresado en el templo, intentaron matarme. Pero, gracias a la ayuda de Dios, hasta este día estoy aquí para testificar ante los pequeños y los grandes, no diciendo otra cosa sino lo que los profetas y Moisés declararon que debía suceder: que el Cristo habría de sufrir y, como primero entre los resucitados de los muertos, anunciaría la luz al pueblo y a los paganos».
            Festo interrumpió el discurso del Apóstol y a gran voz exclamó: «Estás loco, Pablo; el mucho saber te ha vuelto loco». A lo que Pablo respondió: «No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que estoy diciendo palabras de verdad y de buen sentido. El rey, al que hablo con franqueza, conoce estas cosas; creo, de hecho, que nada de esto le es desconocido, pues no son hechos ocurridos en secreto. ¿Crees tú en los profetas, oh rey Agripa? Sé que crees». Agripa dijo a Pablo: «Aún un poco y me convences a hacerme cristiano». Y Pablo replicó: «Que le plazca a Dios que, sea en poco tiempo sea en mucho, no solo tú, sino también todos los que hoy me escuchan, se conviertan en tales como yo soy, excepto estas cadenas».
            Entonces el rey, el gobernador, Berenice y los demás se levantaron y, retirándose a un lado, se dijeron unos a otros: «Este hombre no ha hecho nada que merezca muerte o prisión». Y Agripa dijo a Festo: «Este hombre podría haber sido liberado, si no se hubiera apelado a César».
            Así, el discurso de Pablo, que debería haber convertido a todos esos jueces, no sirvió de nada, porque ellos cerraron el corazón a las gracias que Dios quería concederles. Esta es una imagen de aquellos cristianos que escuchan la palabra de Dios, pero no se resuelven a poner en práctica las buenas inspiraciones que a veces sienten nacer en el corazón.

CAPÍTULO XXII. San Pablo es embarcado hacia Roma — Sufre una terrible tormenta, de la cual es salvado con sus compañeros — Año de Jesús Cristo 60

            Cuando Festo decidió que Pablo sería conducido a Roma por mar, él, junto con muchos otros prisioneros, fue confiado a un centurión llamado Julio. Con él estaban sus dos fieles discípulos Aristarco y Lucas. Se embarcaron en un barco proveniente de Adramitio, ciudad marítima de África. Costeando Palestina, llegaron a Sidón al día siguiente. El centurión, que los acompañaba, pronto se dio cuenta de que Pablo no era un hombre común y, admirando sus virtudes, comenzó a tratarlo con respeto. Desembarcados en Sidón, le dio plena libertad para visitar a los amigos, quedarse con ellos y recibir algún alivio.
            Desde Sidón navegaron a lo largo de las costas de la isla de Chipre y, como el viento era algo contrario, atravesaron el mar de Cilicia y de Panfilia, que es una parte del Mediterráneo, y llegaron a Mira, ciudad de Licia. Aquí el centurión, habiendo encontrado un barco que de Alejandría iba a Italia con carga de trigo, transfirió a sus pasajeros a él. Pero navegando muy lentamente, tuvieron muchas dificultades para llegar a la isla de Creta, hoy llamada Candia. Se detuvieron en un lugar llamado Puertos Buenos, cerca de Salmón, ciudad de esa isla.
            Siendo la temporada muy avanzada, Pablo, ciertamente inspirado por Dios, exhortaba a los marineros a no arriesgarse a continuar la navegación en un tiempo tan peligroso. Pero el piloto y el dueño del barco, sin dar importancia a las palabras de Pablo, afirmaban que no había nada que temer. Partieron, por tanto, con la intención de alcanzar otro puerto de esa isla llamado Fenicia, esperando poder pasar allí el invierno con mayor seguridad. Pero después de un breve trayecto, el barco fue sacudido por un fuerte viento, al cual no pudiendo resistir, los navegantes se vieron obligados a abandonar a sí mismos y al barco a merced de las olas. Llegados a Cauda, una islita poco distante de Creta, se dieron cuenta de que estaban cerca de un banco de arena y, temiendo romper el barco contra él, se esforzaron por tomar otra dirección. Pero la tempestad enfureciendo cada vez más y agitando cada vez más el barco, se encontraron todos en gran peligro. Arrojaron al mar las mercancías, luego los muebles y los armamentos del barco para aligerarlo. Sin embargo, después de varios días, no apareciendo más ni sol ni estrellas y con la tempestad que se intensificaba, parecía perdida toda esperanza de salvación. A estos males se añadía que, o por la náusea del mar en tempestad, o por el miedo a la muerte, nadie pensaba en comer, lo cual era dañino ya que a los marineros les faltaban fuerzas para gobernar el barco. Se arrepintieron entonces de no haber seguido el consejo de Pablo, pero era tarde.
            Pablo, viendo el desánimo entre los marineros y los pasajeros, animado por la confianza en Dios, los confortó diciendo: «Hermanos, debieron haberme creído y no partir de Creta; así habríamos evitado estas pérdidas y estas desgracias. Sin embargo, anímense; créanme, en nombre de Dios les aseguro que ninguno de nosotros se perderá; solo el barco se hará pedazos. Esta noche me ha aparecido el ángel del Señor y me ha dicho: “No temas, Pablo, debes comparecer ante César; y he aquí, Dios te concede la vida de todos los que navegan contigo”. Por lo tanto, anímense, hermanos, todo sucederá como me ha sido dicho».
            Mientras tanto, ya habían transcurrido catorce días desde que sufrían esa tempestad, y cada uno pensaba que iba a ser tragado por las olas en cualquier momento. Era medianoche cuando, en la oscuridad de las tinieblas, pareció a los marineros que se acercaban a tierra. Para asegurarse, arrojaron el sondeo y encontraron el agua a veinte brazas de profundidad, luego a quince. Temiendo entonces terminar contra algún escollo, arrojaron cuatro anclas para detener el barco, esperando la luz del día que les hiciera ver dónde se encontraban.
            En ese momento a los marineros les vino la idea de huir del barco y tratar de salvarse en esa tierra que parecía cercana. Pablo, siempre guiado por la luz divina, se dirigió al centurión y a los soldados diciendo: «Si estos no permanecen a bordo, ustedes no podrán ser salvos, porque Dios no quiere ser tentado a hacer milagros». A estas palabras todos guardaron silencio y siguieron el consejo de Pablo. Al amanecer, el santo Apóstol echó un vistazo a los que estaban en el barco y, viéndolos todos agotados por las fatigas y desmayados por el ayuno, les dijo: «Hermanos, es el decimocuarto día que, esperando una mejora, no han comido nada. Ahora les ruego que no se dejen morir de inanición. Ya les he asegurado, y les aseguro nuevamente, que ni un solo cabello de ustedes perecerá. Así que, ánimo». Dicho esto, Pablo tomó pan, dio gracias a Dios, lo partió y, a la vista de todos, comenzó a comer. Entonces todos se recuperaron y comieron juntos con él; eran un total de 276 personas.
            Pero, continuando la furia de los vientos y de las olas, se vieron obligados a arrojar al mar también el trigo que habían guardado para su uso. Al amanecer, les pareció ver una ensenada y se esforzaron por llevar el barco allí y buscar salvación. Pero, impulsada por la fuerza de los vientos, la nave encalló en un banco de arena, comenzando a romperse y deshacerse. Al ver el agua penetrar por varias rendijas, los soldados querían tomar el cruel partido de matar a todos los prisioneros, tanto para aligerar el barco como porque no escaparan después de haberse salvado a nado.
            Pero el centurión, que amaba a Pablo y quería salvarlo, no aprobó tal consejo, sino que ordenó que aquellos que sabían nadar se arrojaran al mar para alcanzar la tierra; a los demás se les dijo que se aferraran a tablas o a restos del barco; y así llegaron todos sanos y salvos a la orilla.

CAPÍTULO XXIII. San Pablo en la isla de Malta — Es liberado de la mordedura de una víbora — Es acogido en casa de Publio, a quien sana — Año de Cristo 60

            Ni Pablo ni sus compañeros conocían la tierra en la que habían desembarcado después de salir de las olas. Informándose de los primeros habitantes que encontraron, supieron que aquel lugar se llamaba Melita, hoy Malta, una isla del Mediterráneo situada entre África y Sicilia. Al enterarse de aquel gran número de náufragos que habían salido de las olas como tantos peces, los isleños acudieron y, aunque eran bárbaros, se conmovieron al verlos tan cansados, exhaustos y temblando de frío. Para calentarlos encendieron un gran fuego.
            Pablo, siempre atento a ejercer obras de caridad, fue a recoger un manojo de ramas secas. Mientras las ponía en el fuego, una víbora que estaba entre ellas, entumecida por el frío, despertada por el calor, saltó y se agarró a la mano de Pablo. Aquellos bárbaros, al ver la serpiente colgando de su mano, pensaron mal de él y decían unos a otros: «Este hombre debe ser un asesino o algún gran criminal; ha escapado del mar, pero la venganza divina lo golpea en la tierra». ¡Pero cuánto debemos cuidarnos de juzgar temerariamente a nuestro prójimo!
            Pablo, avivando la fe en Jesucristo, que había asegurado a sus Apóstoles que ni serpientes ni venenos les harían daño, sacudió la mano, arrojó la víbora al fuego y no sufrió ningún mal. Aquella buena gente esperaba que, una vez entrado el veneno en la sangre de Pablo, él debía hincharse y caer muerto después de unos instantes, como sucedía a cualquiera que tuviera la desgracia de ser mordido por esos animales. Esperaron mucho tiempo y, al ver que nada le sucedía, cambiaron de opinión y decían que Pablo era un gran dios descendido del cielo. Quizás creían que era Hércules, considerado dios y protector de Malta. Según las leyendas, Hércules, siendo aún niño, habría matado a una serpiente, por lo que se le llamó ofiotoco, es decir, matador de serpientes.
            Dios confirmó este primer prodigio con otro aún más asombroso y permanente: de hecho, se le quitó toda fuerza venenosa a las serpientes de aquella isla, de modo que desde entonces no se tuvo más que temer la mordedura de las víboras. ¿Qué más? Se dice que la misma tierra de la isla de Malta, llevada a otros lugares, es un remedio seguro contra las mordeduras de las víboras y serpientes.
            El gobernador de la isla, un príncipe llamado Publio, hombre muy rico, al enterarse del modo milagroso con que aquellos náufragos habían sido salvados de las aguas e informado, o siendo testigo, del milagro de la víbora, envió a invitar a Pablo y a sus compañeros, que habían llegado en número de 276. Los acogió en su casa y los honró durante tres días, ofreciéndoles alojamiento y comida a su costa. Dios no dejó sin recompensa la generosidad y cortesía de Publio. Él tenía a su padre en la cama, afligido por fiebre y grave disentería que lo habían llevado al borde de la muerte. Pablo fue a ver al enfermo y, después de dirigirle palabras de caridad y consuelo, se puso a orar. Luego, levantándose, se acercó a la cama, impuso las manos sobre el enfermo, quien inmediatamente sanó. Así, el buen anciano, libre de todo mal y completamente restablecido, corrió a abrazar a su hijo, bendiciendo a Pablo y al Dios que él predicaba. Publio, su padre y su familia (así asegura San Juan Crisóstomo), llenos de gratitud hacia el gran Apóstol, se hicieron instruir en la fe y recibieron de mano de Pablo el bautismo.
            Al difundirse la noticia de la curación milagrosa del padre de Publio, todos aquellos que estaban enfermos o tenían enfermos de cualquier enfermedad iban o se hacían llevar a los pies de Pablo, y él, bendiciéndolos en nombre de Jesucristo, los enviaba a todos sanos, bendiciendo a Dios y creyendo en el Evangelio. En poco tiempo toda aquella isla recibió el bautismo y, derribados los templos de los ídolos, levantaron otros dedicados al culto del verdadero Dios.

CAPÍTULO XXIV. Viaje de San Pablo de Malta a Siracusa — Predica en Reggio — Su llegada a Roma — Año de Cristo 60

            Los malteses estaban llenos de entusiasmo por Pablo y por la doctrina que él predicaba, tanto que, además de abrazar en masa la fe, competían en suministrarle a él y a sus compañeros lo que necesitaban para el tiempo que permanecieron en Malta y para el viaje hasta Roma. Pablo permaneció en Malta tres meses, debido al invierno en el que el mar no es navegable. Se cree comúnmente que en ese tiempo guió a Publio en la perfección cristiana y que, antes de partir, lo ordenó obispo de aquella isla; lo cual ciertamente fue de gran consuelo para aquellos fieles.

            Llegada la primavera y decidida la partida hacia Roma, el centurión Julio se acordó de un barco que de Alejandría iba hacia Italia y que tenía como insignia a dos dioses llamados Castor y Pólux, que los idólatras creían protectores de la navegación. Con gran pesar de los malteses, se embarcaron hacia Sicilia, una isla muy cercana a Italia, y favorecidos por el viento llegaron pronto a Siracusa, ciudad principal de esta isla. Allí el Evangelio ya había sido predicado por San Pedro, quien había ordenado obispo a San Marciano. Este digno pastor quiso hospedar en su casa al santo Apóstol y le hizo celebrar los santos misterios en una cueva, con gran alegría suya y de aquellos fieles. Una iglesia antiquísima, que aún existe hoy en esa ciudad, está dedicada a nuestro santo Apóstol, y se cree que fue edificada sobre la misma cueva donde San Pablo había predicado la palabra de Dios y celebrado los divinos misterios.
            Partiendo de Siracusa, costearon la isla de Sicilia, pasaron por el puerto de Messina y llegaron con sus compañeros a Reggio, ciudad y puerto de Calabria, muy cerca de Sicilia. Allí se detuvieron un día.
            Historiadores acreditados de aquel país cuentan muchas cosas maravillosas realizadas por San Pablo en esa breve estancia; entre ellas elegimos el siguiente hecho. Los regianos, que eran idólatras, al oír que en su puerto había desembarcado un barco con la insignia de Castor y Pólux, muy honrados por ellos, acudieron en masa a verlo. Pablo quiso aprovechar esa concurrencia para predicar a Jesucristo, pero ellos no querían escucharlo. Entonces él, movido por la fe en ese Jesús que por su mano había realizado tantas maravillas, sacó un trozo de vela y dijo: «Les ruego que me dejen hablar al menos durante el tiempo que este pedacito de vela tardará en consumirse». Aceptaron la condición entre risas y se aquietaron.
            Pablo puso esa cerilla sobre una columna de piedra situada en la orilla. Inmediatamente toda la columna tomó fuego y apareció una gran llama, que le sirvió de antorcha ardiente. Tuvo tiempo abundante para instruirlos, ya que aquellos bárbaros, atónitos por tal milagro, se quedaron escuchando a Pablo mansamente cuanto él quiso hablar; y nadie se atrevió a interrumpirlo. La fe fue aceptada, y en el lugar del milagro se erigió una magnífica iglesia al verdadero Dios. En el altar mayor se colocó esa columna y, para conservar la memoria de aquel prodigio, se estableció una solemnidad con oficio propio. En la misa se lee una oración que se traduce así: «Oh Dios, que, a la predicación del Apóstol Pablo, haciendo brillar milagrosamente una columna de piedra, os habéis dignado instruir a los pueblos de Reggio con la luz de la fe, concedednos, os lo pedimos, merecer tener en el cielo como intercesor a aquel que hemos tenido como predicador del Evangelio en la tierra» (Cesari, Hechos de los Apóstoles, vol. 2).
            Después de aquel día, invitados por un tiempo favorable, Pablo y sus compañeros se embarcaron hacia Pozzuoli, ciudad de Campania distante nueve millas de Nápoles. Allí fue grandemente consolado por el encuentro con varios que ya habían abrazado la fe, predicada por San Pedro algunos años antes.
            Esos buenos cristianos también experimentaron gran consuelo y rogaron a Pablo que permaneciera con ellos siete días. Pablo, obtenida licencia del centurión, se quedó ese tiempo y, en día festivo, habló a la numerosa asamblea de aquellos fieles.
            Las noticias de la llegada del gran Apóstol a Italia ya habían llegado a Roma, y los fieles de esa ciudad, deseosos de conocer en persona al autor de la famosa carta desde Corinto, vinieron a encontrarlo en el Foro de Apio, hoy llamado Fossa Nuova, que es una ciudad distante aproximadamente 50 millas de Roma. Continuando el camino, llegaron a las Tres Tabernas, lugar distante aproximadamente 30 millas de Roma, donde encontró a muchos otros que habían venido hasta allí para darle una acogida festiva.
            Acompañado por aquel gran número de fieles, que no se saciaban de admirar a aquel gran ministro de Jesucristo, llegó a Roma como si fuera conducido en triunfo. Allí la fe cristiana, como se ha dicho, ya había sido predicada por San Pedro, quien desde hacía dieciocho años tenía la sede pontificia.

CAPÍTULO XXV. Pablo habla a los judíos y les predica a Jesucristo — Progreso del Evangelio en Roma — Año de Cristo 61

            Llegado a Roma, Pablo fue entregado al prefecto del pretorio, es decir, al general de las guardias pretorianas, así llamadas porque tenían el cuidado especial de custodiar la persona del emperador. El nombre de aquel ilustre romano era Afranio Burro, de quien la historia hace mención muy honorable.
            El centurión Julio se preocupó de recomendar a Pablo a ese prefecto, quien lo trató con singularísima benignidad. Las cartas de los gobernadores Félix y Festo, que ciertamente debieron haber dado a conocer la inocencia de Pablo, y el buen testimonio dado por el centurión Julio, lo pusieron en buena luz y reverencia ante Burro, quien le dio plena libertad de vivir solo donde le placiera, con la condición de que fuera vigilado por un soldado cuando salía de casa. Sin embargo, Pablo siempre tenía una cadena en el brazo cuando estaba en casa; si salía, la cadena que le ataba el brazo pasaba por detrás para mantenerlo conectado con el soldado que lo acompañaba, de modo que ese soldado estaba siempre atado a Pablo a través de la misma cadena. El santo Apóstol alquiló una casa, en la que se alojó con sus compañeros, entre los cuales se mencionan especialmente a Lucas, Aristarco y Timoteo, ese fiel discípulo suyo de Listra.
            Tres días después de su llegada, envió a invitar a los principales judíos que residían en Roma, pidiéndoles que vinieran a verlo en su alojamiento. Reunidos en buen número, les habló así: «No quisiera que el estado en que me ven y las cadenas de las que estoy atado les pusieran una mala opinión de mí. Dios sabe que no he hecho nada contra mi pueblo, ni contra las costumbres y leyes de mi patria. Fui encadenado en Jerusalén y luego entregado a los romanos. Estos me examinaron y, no habiendo encontrado en mí nada que mereciera castigo, querían devolverme libre; pero oponiéndose fuertemente los judíos, me vi obligado a apelar a César.
            «Esta es la única razón por la que he sido conducido a Roma. No quiero aquí acusar a mis hermanos, pero deseo hacerles saber el motivo de mi venida y, al mismo tiempo, hablarles del Mesías y de la resurrección, que es precisamente el motivo de estas cadenas. Sobre este tema deseo mucho poder abrirles mi corazón».
            A tales palabras, los judíos respondieron: «En verdad, a nosotros no nos han llegado cartas de Judea, ni nadie ha venido a referirnos algo contra ti. También nosotros estamos en el vivo deseo de conocer tus sentimientos, pues sabemos que la secta de los cristianos es contraria en todo el mundo».
            Pablo aceptó gustosamente la invitación y, asignándoles un día, se reunió un gran número de judíos en su casa. Entonces comenzó a exponer la doctrina de Jesucristo, la divinidad de su persona, la necesidad de la fe en él, confirmando todo con las palabras de los Profetas y de Moisés. Tal era el deseo de escuchar y tal la ansiedad de predicar, que el discurso de Pablo se prolongó desde la mañana hasta la noche. Entre los judíos que lo escuchaban, muchos creyeron y abrazaron la fe, pero varios se opusieron fuertemente.
            El santo Apóstol, viendo tanta obstinación por parte de aquellos que debían ser los primeros en creer, les dijo estas duras palabras: «De esta inflexible obstinación que veo aquí entre ustedes en Roma, como también he encontrado en todas partes del mundo, la culpa es suya. Esta dureza suya ya fue predicha por el profeta Isaías, cuando dijo: “Ve a este pueblo y dirás: Oirán con los oídos, pero no entenderán; verán con los ojos, pero no comprenderán nada; porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, han tapado los oídos y cerrado los ojos”.
            «Estén seguros», continuaba Pablo, «que la salvación que ustedes no quieren, Dios no se la dará; más bien, la llevará a los gentiles, que la acogerán».
            Las palabras de Pablo fueron casi inútiles para los judíos. Ellos se marcharon de él continuando las disputas y las vanas discusiones sobre lo que habían oído, sin abrir el corazón a la gracia que les estaba siendo ofrecida. Por lo tanto, profundamente apenado, Pablo se dirigió a los gentiles, que con humildad de corazón iban a escucharlo y en gran número abrazaban la fe.
            El santo Apóstol expresa él mismo la gran consolación por el progreso que hacía el Evangelio durante su prisión, escribiendo a los fieles de Filipos: «Cuando ustedes, oh hermanos, supieron que estaba preso en Roma, sintieron pena, no tanto por mi persona, sino por la predicación del Evangelio. Sepan, por lo tanto, que es bien al contrario. Mis cadenas han vuelto a honor de Jesucristo y han servido para hacerlo mejor conocer no solo a los de la ciudad que venían a mí para hacerse instruir en la fe, sino también en la corte y en el palacio del mismo emperador. De esto deben alegrarse conmigo y agradecer a Dios».

CAPÍTULO XXVI. San Lucas — Los filipenses envían ayuda a San Pablo — Enfermedad y curación de Epafrodito — Carta a los filipenses — Conversión de Onésimo — Año de Jesucristo 61

            Lo que hemos dicho hasta ahora sobre las acciones de San Pablo fue casi literalmente extraído del libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por San Lucas. Este predicador del Evangelio continuó siendo fiel compañero de San Pablo; predicó el Evangelio en Italia, en Dalmacia, en Macedonia y terminó su vida con el martirio en Patras, ciudad de Acaya. Era médico, pintor y escultor. Hay muchas estatuas y pinturas de la Beata Virgen veneradas en diferentes países que se atribuyen a San Lucas. Regresamos a San Pablo.
            Dos hechos son especialmente memorables en la vida de este santo Apóstol mientras estaba encarcelado en Roma: uno se refiere a los fieles de Filipos, el otro a la conversión de Onésimo.
            Entre los muchos pueblos a los que el santo Apóstol predicó el Evangelio, ninguno le mostró mayores signos de afecto que los filipenses. Ellos ya le habían proporcionado abundantes limosnas cuando predicaba en su ciudad, en Tesalónica y en Corinto.
            Cuando supieron que Pablo estaba prisionero en Roma, imaginaron que estaba en necesidad; por lo tanto, hicieron una considerable colecta y, para que resultara más valiosa y honorable, la enviaron por mano de San Epafrodito, su obispo.
            Este santo prelado, al llegar a Roma, encontró a Pablo que no solo necesitaba ayuda económica, sino también asistencia personal, ya que estaba afligido por una grave enfermedad causada por la prisión. Epafrodito se dedicó a servirlo con tanto esmero, caridad y fervor, que, al enfermar él mismo, se encontraba al borde de la muerte. Pero Dios quiso recompensar la caridad del santo y evitar que se añadiera aflicción sobre aflicción al corazón de Pablo, y le devolvió la salud.
            Los filipenses, al enterarse de que Epafrodito estaba mortalmente enfermo, se sumieron en la más profunda consternación. Por lo tanto, Pablo consideró bien devolverlo a Filipos con una carta, en la cual explica el motivo que lo ha llevado a devolverles a Epafrodito, a quien llama su hermano, colaborador, colega y su apóstol. Luego les exhorta a recibirlo con toda alegría y a honrar a cada persona de similar mérito, que, a imitación de él, esté dispuesta a dar su vida por el servicio de Cristo. También les dice a los filipenses que pronto enviará a Timoteo, para que les traiga noticias precisas de esa comunidad; además, afirma que espera ser puesto en libertad y poder verlos una vez más.
            Epafrodito fue recibido por los filipenses como un ángel enviado por el Señor, y la carta de Pablo llenó el corazón de esos fieles de la mayor consolación.
            El otro hecho que hace célebre la prisión de San Pablo fue la conversión de Onésimo, siervo de Filemón, un rico ciudadano de Colosas, ciudad de Frigia. Este Filemón había sido ganado a la fe por San Pablo y correspondió tan bien a la gracia del Señor que era considerado como un modelo de cristianos, y su casa era llamada iglesia porque siempre estaba abierta para las prácticas de piedad y para el ejercicio de la caridad hacia los pobres. Tenía muchos esclavos que lo servían, y entre ellos uno llamado Onésimo. Este, habiéndose entregado desafortunadamente a los vicios, esperó la ocasión para huir, y robando una gran suma de dinero a su amo, escapó a Roma. Allí, entregándose a la juerga y a otros excesos, consumió el dinero robado y en breve se encontró en la mayor miseria. Por casualidad oyó hablar de San Pablo, a quien quizás había visto y servido en casa de su amo. La caridad y benignidad del santo Apóstol le inspiraron confianza, y decidió presentarse ante él. Fue y se arrodilló a sus pies, le manifestó su error y el estado infeliz de su alma, y se entregó completamente a él. Pablo reconoció en ese esclavo a un verdadero hijo pródigo. Lo recibió con bondad, como hacía con todos, y después de hacerle conocer la gravedad de su falta y el infeliz estado de su alma, se dedicó a instruirlo en la fe. Cuando vio en él las disposiciones necesarias para convertirse en un buen cristiano, lo bautizó en la misma prisión. El buen Onésimo, después de haber recibido la gracia del bautismo, permaneció lleno de gratitud y afecto hacia su padre y maestro, y comenzó a dárselo a conocer sirviéndolo lealmente en las necesidades de su prisión. Pablo deseaba tenerlo cerca de sí, pero no quería hacerlo sin el permiso de Filemón. Por lo tanto, pensó en enviar al propio Onésimo a su amo. Y como él no se atrevía a presentarse ante él, Pablo quiso acompañarlo con una carta, diciéndole: «Toma esta carta y ve a tu amo, y ten la seguridad de que obtendrás más de lo que deseas».

CAPÍTULO XXVII. Carta de San Pablo a Filemón — Año de Jesucristo 62

            La carta de San Pablo a Filemón es la más fácil y breve de sus cartas, y dado que por la belleza de los sentimientos puede servir de modelo a cualquier cristiano, la ofrecemos completa al benevolente lector. Tiene el siguiente tenor:
            «Pablo, prisionero por la fe de Jesucristo, y el hermano Timoteo a nuestro querido Filemón, nuestro colaborador, a Apia, nuestra hermana queridísima, a Aristarco, compañero de nuestras fatigas y a todos los fieles que se reúnen en tu casa. Dios Padre y Jesucristo nuestro Señor les concedan gracia y paz.
            «Recordándome continuamente de ti en mis oraciones, oh Filemón, doy gracias a mi Dios al oír hablar de tu fe y de tu gran caridad hacia todos los fieles. También agradezco a Dios al sentir la liberalidad proveniente de tu fe, tan manifiesta a los ojos de todos, por las buenas obras que se practican en tu casa por amor a Jesucristo. Nosotros, oh hermano queridísimo, hemos sido colmados de alegría y de consolación al saber que los fieles han encontrado tanto alivio por tu bondad. Por lo tanto, aunque pueda tomar en Cristo plena libertad para ordenarte algo que es tu deber, sin embargo, en nombre del amor que te tengo, quiero más bien suplicarte, aunque yo sea lo que soy respecto a ti, es decir, aunque sea Pablo ya viejo y actualmente prisionero por la fe de Jesucristo.
            «La oración que te hago es por Onésimo, mi hijo, que he engendrado en mis cadenas, quien en otro tiempo te fue inútil, pero que ahora será muy útil tanto a ti como a mí. Te lo envío y te ruego que lo recibas como a mis entrañas. Hubiera querido retenerlo cerca de mí, para que me sirviera en tu lugar, encontrándome en las cadenas que llevo por amor al Evangelio; pero no quise hacer nada sin tu consentimiento, porque deseo que el bien que te propongo sea plenamente voluntario, no forzado. Quizás él ha sido separado de ti por algún tiempo, para que tú lo recuperes para siempre, no más como esclavo, sino como alguien que de esclavo se ha convertido en uno de nuestros amados hermanos. Si, por tanto, él es querido para mí, cuánto más lo será para ti, tanto como hombre como hermano en el Señor.
            «Si, por tanto, me consideras como unido a ti, recíbelo como recibirías a mí mismo. Si te ha causado algún daño o te debe algo, cárgalo a mí. Yo, Pablo, lo escribo de mi puño: yo te restituiré todo, para no decirte que tú me eres deudor a ti mismo. Sí, oh hermano, espero recibir de ti esta alegría en el Señor. ¡Dame esta consolación en Cristo! Te escribo confiando en tu obediencia, sabiendo que harás aún más de lo que te pido. Te ruego también que me prepares un alojamiento, porque espero que, gracias a sus oraciones, Dios me concederá volver a ustedes.
            «Epafras, que es prisionero conmigo por Cristo Jesús, te saluda junto con Marcos, Aristarco, Dema y Lucas, mis colaboradores. La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con su espíritu. Amén».
            Epafras, de quien habla aquí San Pablo, había sido convertido a la fe por él cuando predicaba en Frigia. Luego, convertido en apóstol de su patria, fue nombrado obispo de Colosas. Fue a Roma para visitar a San Pablo y fue encarcelado con él. Después de ser liberado, regresó a gobernar su Iglesia de Colosas, donde concluyó su vida con la corona del martirio.
            Marcos, de quien se habla aquí, es Juan Marcos, que después de haber trabajado mucho con San Bernabé en la predicación del Evangelio, se unió a San Pablo, reparando así la debilidad demostrada cuando abandonó a San Pablo y a San Bernabé para regresar a casa.
            Al llegar Onésimo a Colosas, se presentó con la carta a su amo, quien lo recibió con la mayor amabilidad, contento de recuperar no a un esclavo, sino a un cristiano. Le dio pleno perdón y, ya que había entendido por la carta del santo Apóstol que Onésimo podría prestar algún servicio, lo devolvió a él con mil saludos y bendiciones.
            Este siervo se mostró verdaderamente fiel a la vocación de cristiano. San Pablo, al verlo adornado con las virtudes y el conocimiento necesario para ser un predicador del Evangelio, lo ordenó sacerdote y más tarde lo consagró obispo de Éfeso. Él recibió la corona del martirio, y la Iglesia católica lo recuerda el 16 de febrero.

CAPÍTULO XXVIII. San Pablo escribe a los colosenses, a los efesios y a los hebreos — Año de Cristo 62

            El celo de nuestro Apóstol era incansable y, dado que sus cadenas lo mantenían en Roma, se ingeniaba para enviar a sus discípulos o escribir cartas donde conocía la necesidad. Entre otras cosas, le informaron que en Colosas, donde habitaba Filemón, habían surgido cuestiones a causa de algunos falsos predicadores que querían obligar a la circuncisión y a las ceremonias legales a todos los gentiles que venían a la fe. Además, habían llegado a introducir un culto supersticioso de los ángeles. Pablo, como Apóstol de los gentiles, informado de estas peligrosas novedades, escribió una carta que debería leerse en su totalidad para saborear la belleza y la sublimidad de los sentimientos. Sin embargo, merecen ser notadas las palabras que se refieren a la tradición: «Las cosas», dice, «que me importan más, serán dichas verbalmente por Tíquico y Onésimo, que para tal fin son enviados a ustedes». Estas palabras demuestran cómo el Apóstol tenía cosas de gran importancia no escritas, sino que enviaba a comunicar verbalmente en forma de tradición.
            Una cosa que causó no poca inquietud a nuestro Apóstol fueron las noticias de Éfeso. Cuando se encontraba en Mileto y convocó a los principales pastores, les había dicho que, a causa de los males que debía soportar, creía que no volverían a ver su rostro. Esto dejó a esos fieles afligidos en la mayor consternación. El santo Apóstol, al darse cuenta de la tristeza que afligía a los efesios, escribió una carta para consolarlos.
            Entre otras cosas, recomienda considerar a Jesucristo como cabeza de la Iglesia y mantenerse unidos a él en la persona de sus Apóstoles. Recomienda encarecidamente mantenerse alejados de ciertos pecados que no deben ni siquiera nombrarse entre los cristianos: «La fornicación», dice, «la impureza y la avaricia no sean ni siquiera nombradas entre ustedes» (capítulo 5, versículo 5).
            Luego se dirige a los jóvenes y dice estas afectuosas palabras: «Hijos, se los recomiendo en el Señor, sean obedientes a sus padres, porque es cosa justa. Honra a tu padre y a tu madre, dice el Señor. Si observas este mandamiento, serás feliz y vivirás mucho tiempo en la tierra».
            Luego habla así a los padres: «Y ustedes, padres, no irriten a sus hijos, sino críenlos en la disciplina y la instrucción del Señor. Ustedes, siervos, obedezcan a sus amos como a Cristo, no para ser vistos por los hombres, sino como siervos de Cristo, haciendo la voluntad de Dios de corazón. Ustedes, amos, hagan lo mismo hacia ellos, dejando de lado las amenazas, sabiendo que el Señor de ellos y de ustedes está en los cielos, y que ante él no hay preferencia de personas».
            Esta carta fue llevada a Éfeso por Tíquico, ese fiel discípulo que, junto con Onésimo, había llevado la carta escrita a los colosenses.
            Desde Roma también escribió su carta a los hebreos, es decir, a los judíos de Palestina convertidos a la fe. Su objetivo era consolarlos y prevenirlos contra las seducciones de algunos otros judíos. Demuestra cómo los sacrificios, las profecías y la antigua ley se han realizado en Jesucristo y que a él solo se le debe rendir honor y gloria por todos los siglos. Insiste en que permanezcan constantemente unidos al Salvador con la fe, sin la cual nadie puede agradar a Dios; pero subraya que esta fe no justifica sin las obras.

CAPÍTULO XXIX. San Pablo es liberado — Martirio de San Santiago el Menor — Año de Cristo 63

            Ya habían pasado cuatro años desde que el santo Apóstol estaba prisionero: dos los había pasado en Cesarea y dos en Roma. Nerón lo había hecho comparecer ante su tribunal y había reconocido su inocencia; pero, ya fuera por odio hacia la religión cristiana o por la desidia de ese cruel emperador, había continuado enviando a Pablo de nuevo a prisión. Finalmente se resolvió a concederle plena libertad. Comúnmente se atribuye esta decisión a los grandes remordimientos que ese tirano sentía por las atrocidades cometidas. Había llegado incluso a hacer asesinar a su madre. Después de tales fechorías, sentía los más agudos remordimientos, ya que los hombres, por malvados que sean, no pueden evitar sentir en sí mismos los tormentos de la conciencia.
            Nerón, por lo tanto, para apaciguar de alguna manera su alma, pensó en realizar algunas obras buenas y, entre otras, en otorgar la libertad a Pablo. Hecho así dueño de sí mismo, el gran Apóstol utilizó la libertad para llevar con mayor ardor la luz del Evangelio a otras naciones más remotas.
            Quizás alguien se preguntará qué hicieron los judíos de Jerusalén cuando vieron a Pablo arrebatado de sus manos. Lo diré brevemente. Dirigieron toda su furia contra San Santiago, llamado el Menor, obispo de esa ciudad. Había muerto el gobernador Festo; su sucesor aún no había asumido el cargo. Los judíos aprovecharon esa ocasión para presentarse en masa ante el sumo sacerdote, llamado Anás, hijo de ese Anás y cuñado de Caifás, que habían hecho condenar al Salvador.

            Decididos a hacerlo condenar, temían grandemente al pueblo que lo amaba como a un tierno padre y se reflejaba en sus virtudes; era llamado por todos el Justo. La historia nos dice que oraba con tal asiduidad que la piel de sus rodillas se había vuelto como la del camello. No bebía ni vino ni otros líquidos embriagantes; era muy estricto en ayunar, moderado en comer, beber y vestirse. Todo lo superfluo lo donaba a los pobres.
            A pesar de estas bellas cualidades, esos obstinados encontraron la manera de dar a la sentencia al menos una apariencia de justicia con una astucia digna de ellos. De acuerdo con el sumo sacerdote, los saduceos, los fariseos y los escribas organizaron un tumulto y corrieron hacia Santiago, diciendo entre mil gritos: «Debes inmediatamente sacar de su error a este innumerable pueblo, que cree que Jesús es el Mesías prometido. Como tú eres llamado el Justo, todos creen en ti; por lo tanto, sube a la cima de este templo, para que todos puedan verte y oírte, y da testimonio de la verdad».
            Lo llevaron, por lo tanto, a un alto balcón en el exterior del templo y, cuando lo vieron allí arriba, exclamaron fingiendo: «Oh hombre justo, díganos qué se debe creer de Jesús crucificado». El lugar no podía ser más solemne. O renegar de la fe, o, pronunciando una palabra a favor de Jesucristo, ser inmediatamente condenado a muerte. Pero el celo del santo Apóstol supo sacar todo el provecho de esa ocasión.
            «¿Y por qué», exclamó en voz alta, «por qué me interrogáis sobre Jesús, Hijo del hombre y al mismo tiempo Hijo de Dios? En vano fingís poner en duda mi fe en este verdadero Redentor. Yo declaro ante vosotros que él está en el cielo, sentado a la derecha de Dios Todopoderoso, de donde vendrá a juzgar a todo el mundo». Muchos creyeron en Jesucristo y, en la simplicidad de su alma, comenzaron a exclamar: «Gloria al Hijo de David».
            Los judíos, decepcionados en sus expectativas, comenzaron a gritar furiosamente: «¡Ha blasfemado! ¡Sea inmediatamente precipitado y despojado de la vida!». Corrieron de inmediato y lo empujaron hacia abajo sobre la losa de la plaza.
            No murió al instante y, logrando levantarse, se puso de rodillas y, a ejemplo del Salvador, invocaba la divina misericordia sobre sus enemigos, diciendo: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».

            Entonces los furiosos enemigos, instigados por el pontífice, le lanzaron una lluvia de piedras hasta que uno, dándole un golpe de maza en la cabeza, lo dejó muerto. Muchos fieles fueron masacrados junto a este Apóstol, siempre por la misma causa, es decir, por odio al cristianismo (cf. Eusebio, Historia Eclesiástica).

CAPÍTULO XXX. Otros viajes de San Pablo — Escribe a Timoteo y a Tito — Su regreso a Roma — Año de Cristo 68

            Liberado de las cadenas de la prisión, San Pablo se dirigió hacia aquellos lugares donde tenía intención de ir. Se fue, por lo tanto, a Judea a visitar a los judíos, pero se detuvo poco, porque esos obstinados ya estaban reavivando la primitiva persecución. Fue a Colosas, según la promesa hecha a Filemón. Se dirigió a Creta, donde predicó el Evangelio y donde ordenó a Tito obispo de esa isla. Regresó a Asia para visitar las Iglesias de Troas, Iconio, Listra, Mileto, Corinto, Nicópolis y Filipos. Desde esta ciudad escribió una carta a su Timoteo, a quien había ordenado obispo de Éfeso.
            En esta carta, el Apóstol le da diversas reglas para la consagración de obispos y sacerdotes y para el ejercicio de muchas cosas relacionadas con la disciplina eclesiástica. Casi al mismo tiempo escribió una carta a Tito, obispo de Creta, dándole casi los mismos consejos que a Timoteo e invitándolo a venir pronto a verlo.
            Se cree comúnmente que él fue a predicar en España y en muchos otros lugares. Pasó cinco años en misiones y fatigas apostólicas. Pero los hechos particulares de estos viajes, las conversiones realizadas por su cuidado en los diversos países, no nos son conocidos. Solo decimos con San Anselmo que «el santo Apóstol corrió desde el Mar Rojo hasta el Océano, llevando por todas partes la luz de la verdad. Él fue como el sol que ilumina todo el mundo desde Oriente hasta Occidente, de modo que fue más el mundo y los pueblos los que faltaron a Pablo, que no Pablo a faltar a alguno de los hombres. Esta es la medida de su celo y de su caridad».
            Mientras Pablo estaba ocupado en las fatigas del apostolado, supo que en Roma había estallado una feroz persecución bajo el imperio de Nerón. Pablo imaginó de inmediato la grave necesidad de sostener la fe en tales ocasiones y tomó inmediatamente el camino hacia Roma.
            Al llegar a Italia, encontró por todas partes publicados los edictos de Nerón contra los fieles. Sentía los delitos y las calumnias que se les imputaban; por todas partes veía cruces, hogueras y otros géneros de suplicios preparados para los confesores de la fe, y esto duplicaba en Pablo el deseo de encontrarse pronto entre esos fieles. Apenas llegó, como quien ofrecía a Dios a sí mismo, se dedicó a predicar en las plazas públicas, en las sinagogas, tanto a los gentiles como a los judíos. A estos últimos, que casi siempre se habían mostrado obstinados, les predicaba el inminente cumplimiento de las profecías del Salvador, que predecían la destrucción de la ciudad y del templo de Jerusalén con la dispersión de toda esa nación. Sin embargo, sugería un medio para evitar los flagelos divinos: convertirse de corazón y reconocer a su Salvador en ese Jesús que habían crucificado.
            A los gentiles les predicaba la bondad y la misericordia de Dios, que los invitaba a la penitencia; por lo tanto, los exhortaba a abandonar el pecado, a mortificar las pasiones y a abrazar el Evangelio. A tal predicación, confirmada por continuos milagros, los oyentes acudían en masa a pedir el bautismo. Así, la Iglesia, perseguida con el hierro, el fuego y mil terrores, aparecía más bella y floreciente y aumentaba cada día el número de sus elegidos.
            ¿Qué más decir? San Pablo llevó su celo y su caridad tan lejos que logró ganar a un tal Proclo, intendente del palacio imperial, y a la misma esposa del emperador. Estos abrazaron con ardor la fe y murieron mártires.

CAPÍTULO XXXI. San Pablo es de nuevo encarcelado — Escribe la segunda carta a Timoteo — Su martirio — Año de Cristo 69-70

            Con San Pablo había llegado a Roma también San Pedro, que desde hacía 25 años tenía allí la sede de la cristiandad. Él también había ido a otros lugares a predicar la fe y, al enterarse de la persecución suscitada contra los cristianos, regresó de inmediato a Roma. Trabajaron de común acuerdo los dos príncipes de los Apóstoles hasta que Nerón, irritado por las conversiones que se habían hecho en su corte y más aún por la muerte ignominiosa que le tocó al mago Simón (como se relata en la vida de San Pedro), ordenó que fueran buscados con el máximo rigor San Pedro y San Pablo y conducidos a la prisión Mamertina, a los pies del monte Capitolino. Nerón tenía en mente hacer llevar a los dos Apóstoles al suplicio de inmediato, pero fue disuadido por asuntos políticos y por una conspiración tramada contra él. Además, había decidido hacer glorioso su nombre cortando el istmo de Corinto, una lengua de tierra de aproximadamente nueve millas de ancho. Esta empresa no pudo realizarse, pero dejó un año de tiempo a Pablo para ganar aún más almas para Jesucristo.
            Él logró convertir a muchos prisioneros, algunas guardias y otros personajes notables, que por deseo de instruirse o por curiosidad iban a escucharlo, ya que San Pablo durante su prisión podía ser visitado libremente y escribía cartas donde conocía la necesidad. Es desde la prisión de Roma que escribió la segunda carta a Timoteo.
            En esta carta, el Apóstol anuncia cercana su muerte, demuestra vivo deseo de que el mismo Timoteo viniera a él para asistirlo, estando casi abandonado por todos. Esta carta puede llamarse el testamento de San Pablo; y, entre muchas cosas, también proporciona una de las mayores pruebas a favor de la tradición. «Lo que has oído de mí», le dice, «procura transmitirlo a hombres fieles y capaces de enseñarlo a otros después de ti». De estas palabras aprendemos que, además de la doctrina escrita, hay otras verdades no menos útiles y ciertas que deben ser transmitidas oralmente, en forma de tradición, con una sucesión ininterrumpida para todos los tiempos futuros.
            Luego da muchos consejos útiles a Timoteo para la disciplina de la Iglesia, para reconocer varias herejías que se estaban difundiendo entre los cristianos. Y, para mitigar la herida que la noticia de su inminente muerte le habría causado, lo anima así: «No te entristezcas por mí, más bien, si me quieres bien, alégrate en el Señor. He peleado la buena batalla, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Ahora no me queda más que recibir la corona de justicia que el Señor, justo juez, me entregará en aquel día, cuando, habiendo ofrecido en sacrificio mi vida, me presente a él. Tal corona no la dará solo a mí, sino a todos aquellos que, con buenas obras, se preparan para recibirla en su venida».
            Pablo tuvo en su prisión un consuelo de un tal Onesíforo. Este, al haber llegado a Roma y haber sabido que Pablo, su antiguo maestro y padre en Jesucristo, estaba en prisión, fue a visitarlo y se ofreció a servirlo. El Apóstol sintió gran consolación por una tan tierna caridad y, escribiendo a Timoteo, le hace muchos elogios y ora a Dios por él.
            «Haga Dios», le escribe, «misericordia a la familia de Onesíforo, quien a menudo me ha confortado y no se ha avergonzado de mis cadenas; al contrario, al llegar a Roma, me buscó con solicitud y me encontró. El Señor le conceda encontrar misericordia ante él en aquel día. Y tú sabes bien cuántos servicios me ha prestado en Éfeso».
            Mientras tanto, Nerón regresó de Corinto todo irritado porque la empresa del istmo no había tenido éxito. Se puso con mayor rabia a perseguir a los cristianos; y su primer acto fue hacer ejecutar la sentencia de muerte contra San Pablo. Primero fue azotado con varas, y aún se muestra en Roma la columna a la que estaba atado cuando sufrió esa flagelación. Es cierto que con ello perdía el privilegio de ciudadanía romana, pero adquiría el derecho de ciudadano del cielo; por lo tanto, sentía la mayor alegría al verse parecido a su divino Maestro. Esta flagelación era el preludio de ser luego decapitado.
            Pablo fue condenado a muerte porque había ultrajado a los dioses; por este solo título se le permitía cortar la cabeza a un ciudadano romano. ¡Bella culpa! Ser considerado impío porque, en lugar de adorar piedras y demonios, se quiere adorar al único Dios verdadero y a su Hijo Jesucristo. Dios ya le había revelado el día y la hora de su muerte; por lo tanto, sentía una alegría ya toda celestial. «Deseo», exclamaba, «ser liberado de este cuerpo para estar con Cristo». Finalmente, de una pandilla de esbirros fue sacado de prisión y conducido fuera de Roma por la puerta que se llama Ostiense, haciéndolo caminar hacia una ciénaga a lo largo del Tíber, llegaron a un lugar llamado Aguas Salvia, a unas tres millas de Roma.

            Cuentan que una matrona, llamada Plautilla, esposa de un senador romano, al ver al santo Apóstol maltratado en el cuerpo y conducido a muerte, comenzó a llorar desconsoladamente. San Pablo la consoló diciéndole: «No llores, te dejaré un recuerdo de mí que te será muy querido. Dame tu velo». Ella se lo dio. Con este velo fueron vendados los ojos del santo antes de ser decapitado. Y, por orden del santo, fue devuelto a una persona piadosa, ensangrentado, a Plautilla, quien lo conservó como reliquia.
            Llegado Pablo al lugar del suplicio, se arrodilló y, con el rostro vuelto al cielo, recomendó a Dios su alma y la Iglesia; luego inclinó la cabeza y recibió el golpe de la espada que le cortó la cabeza del torso. Su alma voló a encontrar a ese Jesús que tanto tiempo había deseado ver.
            Los ángeles lo recibieron y lo introdujeron entre inmenso júbilo para participar de la felicidad del cielo. Es cierto que el primero a quien debió dar gracias fue Santo Esteban, a quien, después de Jesús, era deudor de su conversión y de su salvación.

CAPÍTULO XXXII. Sepultura de San Pablo — Maravillas realizadas en su tumba — Basílica dedicada a él

            El día en que San Pablo fue ejecutado fuera de Roma, en las Aguas Salvias, fue el mismo en que San Pedro obtuvo la palma del martirio a los pies del monte Vaticano, el 29 de junio, siendo San Pablo de 65 años. El Baronio, que es llamado padre de la historia eclesiástica, cuenta cómo la cabeza de San Pablo, recién cortada del cuerpo, manó leche en lugar de sangre. Dos soldados, al ver tal milagro, se convirtieron a Jesucristo. Su cabeza luego, al caer al suelo, dio tres saltos, y donde tocó tierra brotaron tres fuentes de agua viva. Para conservar la memoria de este glorioso acontecimiento, se erigió una iglesia cuyas paredes encierran estas fuentes, que aún hoy se llaman Fuentes de San Pablo (cfr. F. Baronio, año 69-70).

            Muchos viajeros (cfr. Cesari y Tillemont) se dirigieron al lugar para ser testigos de este hecho y nos aseguran que esas tres fuentes que vieron y probaron tienen un sabor como a leche. En aquellos primeros tiempos, la solicitud de los cristianos por recoger y enterrar los cuerpos de aquellos que daban la vida por la fe era grandísima. Dos mujeres, llamadas una Basilissa y la otra Anastasia, estudiaron la manera y el momento para recuperar el cadáver del santo Apóstol y, de noche, le dieron sepultura a dos millas del lugar donde había sufrido el martirio, a una milla de Roma. Nerón, a través de sus espías, se enteró de la obra de aquellas piadosas mujeres y eso fue suficiente para que las hiciera morir, cortándoles las manos, los pies y luego la cabeza.
            Aunque los Gentiles sabían que el cuerpo de Pablo había sido enterrado por los fieles, nunca pudieron saber el lugar exacto. Esto era conocido solo por los cristianos, que lo mantenían en secreto como el tesoro más querido y le rendían el mayor honor posible. Pero la estima que los fieles tenían por esas reliquias llegó a tal punto que algunos mercaderes de Oriente, llegados a Roma, intentaron robárselas y llevarlas a su país. Secretamente lo desenterraron en las catacumbas, a dos millas de Roma, esperando el momento propicio para transportarlo. Pero en el acto de llevar a cabo su plan, se levantó una horrible tormenta con relámpagos y truenos terribles, de modo que se vieron obligados a abandonar la empresa. Al saberse esto, los cristianos de Roma fueron a buscar el cuerpo de Pablo y lo llevaron de regreso a su primer lugar a lo largo de la vía Ostiense.
            En tiempos de Constantino el Grande se edificó una basílica espléndida en honor y sobre la tumba de nuestro Apóstol. En todo tiempo, reyes e imperadores, olvidando su grandeza, llenos de temor y veneración, se dirigieron a esa tumba para besar el ataúd que custodia los huesos del santo Apóstol.
            Los mismos Romanos Pontífices no se acercaban, ni se acercan, al lugar de su sepultura si no es llenos de veneración, y nunca han permitido que nadie tomara una partícula de esos huesos venerables. Varios príncipes y reyes hicieron solicitudes vivas, pero ningún Papa consideró que pudiera complacerlos. Este gran respeto se vio muy incrementado por los continuos milagros que se realizaban en esa tumba. San Gregorio Magno refiere muchos y asegura que nadie entraba en ese templo a orar sin temblar. Aquellos que se atrevieran a profanarlo o intentaran llevarse incluso una pequeña partícula eran castigados por Dios con manifiesta venganza.
            Gregorio XI fue el primero que, en una calamidad pública, casi obligado por las oraciones y súplicas del pueblo de Roma, tomó la cabeza del Santo, la levantó en alto, la mostró a la multitud que lloraba de ternura y devoción y, inmediatamente, la volvió a colocar de donde la había tomado.
            Ahora, la cabeza de este gran Apóstol está en la iglesia de San Juan de Letrán; el resto del cuerpo siempre se ha conservado en la basílica de San Pablo fuera de las murallas, a lo largo de la vía Ostiense, a una milla de Roma.
            También sus cadenas fueron objeto de devoción entre los fieles cristianos. Por contacto con esos gloriosos hierros se realizaron muchos milagros, y los más grandes personajes del mundo siempre consideraron una reliquia preciosa poder tener un poco de limadura de ellas.

CAPÍTULO XXXIII. Retrato de San Pablo — Imagen de su espíritu — Conclusión

            Para que quede mejor impresa la devoción hacia este príncipe de los Apóstoles, es útil dar una idea de su aspecto físico y de su espíritu.
            Pablo no tenía un aspecto muy atractivo, como él mismo afirma. Era de estatura pequeña, de constitución fuerte y robusta, y lo demostró con las largas y graves fatigas que soportó en su carrera, sin haber estado nunca enfermo, excepto por los males causados por las cadenas y la prisión. Solo hacia el final de sus días caminaba un poco encorvado. Tenía el rostro claro, la cabeza pequeña y casi completamente calva, lo que denotaba un carácter sanguíneo y fogoso. Tenía la frente amplia, cejas negras y bajas, nariz aguileña, barba larga y espesa. Pero sus ojos eran extremadamente vivos y brillantes, con un aire dulce que templaba el ímpetu de sus miradas. Este es el retrato de su aspecto físico.
            Pero, ¿qué decir de su espíritu? Lo conocemos por sus propios escritos. Tenía un ingenio agudo y sublime, ánimo noble, corazón generoso. Tal era su coraje y firmeza que extraía fuerza y vigor de las mismas dificultades y peligros. Era muy experto en la ciencia de la religión judía. Estaba profundamente erudito en las Sagradas Escrituras y tal ciencia, ayudada por las luces del Espíritu Santo y por la caridad de Jesucristo, lo convirtió en ese gran Apóstol que fue apodado el Doctor de los Gentiles. San Juan Crisóstomo, devotísimo de nuestro santo, deseaba grandemente poder ver a San Pablo desde el púlpito, porque, decía, los más grandes oradores de la antigüedad parecerían lánguidos y fríos en comparación con él. No es necesario decir más sobre sus virtudes, ya que lo que hemos expuesto hasta ahora no es más que una trama de las virtudes heroicas que él hizo brillar en todo lugar, en todo tiempo y con toda clase de personas.
            Para concluir lo dicho sobre este gran santo, merece ser notada una virtud que él hizo brillar sobre todas las demás: la caridad hacia el prójimo y el amor hacia Dios. Él desafiaba a todas las criaturas a separarlo del amor de su divino Maestro. «¿Quién me separará», exclamaba, «del amor de Jesucristo? ¿Quizás las tribulaciones o las angustias, o el hambre, o la desnudez, o los peligros, o las persecuciones? No, ciertamente. Estoy persuadido de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados, ni potestades, ni cosas presentes ni futuras, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro Señor». Este es el carácter del verdadero cristiano: estar dispuesto a perderlo todo, a sufrirlo todo, antes que decir o hacer la mínima cosa contraria al amor de Dios.
            San Pablo pasó más de treinta años de su vida como enemigo de Jesucristo; pero apenas fue iluminado por su gracia celestial, se entregó por completo a él, ni nunca más se separó de él. Luego empleó más de treinta y seis años en las más austeras penitencias, en las más duras fatigas, y esto para glorificar a ese Jesús que había perseguido.
            Cristiano lector, quizás tú que lees y yo que escribo hayamos pasado una parte de la vida ofendiendo al Señor. ¡Pero no perdamos el ánimo: aún hay tiempo para nosotros; la misericordia de Dios nos espera!
            Pero no posterguemos la conversión, porque si esperamos hasta mañana para arreglar las cosas del alma, corremos el grave riesgo de no tener más tiempo. San Pablo trabajó treinta y seis años al servicio del Señor; ahora, desde hace 1800 años, goza de la inmensa gloria del cielo y la gozará por todos los siglos. La misma felicidad está preparada también para nosotros, siempre que nos entreguemos a Dios mientras tengamos tiempo y perseveremos en el santo servicio hasta el final. Es nada lo que se sufre en este mundo, pero es eterno lo que disfrutaremos en el otro. Así nos asegura el mismo San Pablo.

Tercera edición
Libreria Salesiana Editrice
1899
Propiedad del editor
S. Pier d’Arena, Escuela Tipográfica Salesiana
Hospicio S. Vicente de Paúl
(N. 1267 — M)




Quinto sueño misionero: Pekín (1886)

Durante la noche del día nueve al diez de abril, tuvo don Bosco otro sueño sobre las misiones, que después contó a don Miguel Rúa, a don Juan Branda y a Carlos Viglietti, con voz ahogada a veces por los sollozos. Viglietti lo escribió inmediatamente después y, por orden suya, envió una copia a don Juan Bautista Lemoyne, para que la leyese a todos los Superiores del Oratorio y sirviese de aliento general. «La copia adjunta, advertía el secretario, no es más que el esbozo de una magnífica y amplísima visión». El texto que damos a la publicidad es el de Viglietti, un poco retocado por Lemoyne, en cuanto a la forma y estilo.

Don Bosco se encontraba en las proximidades de Castelnuovo, sobre el cerro denominado Bricco del Pino, cerca del valle Sbarnau. Dirigía todas partes su mirada, pero lo único que distinguía era una densa espesura de bosque, que lo cubría todo, recubierta, al mismo tiempo, de una cantidad innumerable de hongos.
– Este, decía don Bosco, debe ser el Condado de José Rossi, o al menos merecería serlo. (Don Bosco, para despertar la hilaridad entre los alumnos, había nombrado conde de aquellas tierras al coadjutor José Rossi.)
Y en efecto, después de algún tiempo descubrió a Rossi que, muy serio, contemplaba desde un cerro los valles que se extendían a sus pies. El siervo de Dios lo llamó, pero él no respondió más que con una mirada, como quien está preocupado.
Don Bosco, volviéndose hacia otra parte, vio a don Miguel Rúa, el cual de la misma manera que Rossi, permanecía con toda seriedad sentado, descansando.
Don Bosco llamó a entrambos, pero ellos continuaron silenciosos y no respondieron ni con un ademán.
Entonces descendió de aquel montículo y, después de caminar un rato, llegó a otro desde cuya altura descubrió una selva, pero cultivada y atravesada por caminos y senderos. Desde allí dirigió su mirada alrededor, proyectándola hasta el horizonte, pero, antes que la retina, quedó impresionado su oído por el alboroto que hacía una turba incontable de niños.
A pesar de cuanto hacía por descubrir de dónde procedía aquel ruido, no veía nada; después, a aquel rumor sucedió un griterío como el que estalla al producirse una catástrofe. Finalmente vio una inmensa cantidad de jovencitos, los cuales, corriendo a su alrededor, le decían:
– ¡Te hemos esperado, te hemos esperado mucho tiempo, pero finalmente estás aquí; ahora estás entre nosotros y no te dejaremos escapar!
Don Bosco no comprendía nada y pensaba qué querrían de él aquellos niños; pero mientras permanecía como atónito en medio de ellos, vio un inmenso rebaño de corderos conducidos por una pastorcilla, la cual, una vez que hubo separado los jóvenes y las ovejas y colocado a los unos en una parte y a las ovejas en otra, se detuvo junto a él y le dijo:
– ¿Ves todo lo que tienes delante?
– Sí que lo veo, replicó el siervo de Dios.
– Pues bien, ¿te acuerdas del sueño que tuviste a la edad de diez años?
– ¡Oh, es muy difícil recordarlo! Tengo la mente cansada, no lo recuerdo bien ahora.
– Bien, bien; reflexiona y lo recordarás.

Después, haciendo que los muchachos se acercasen a Don Bosco, le dijo:
– Mira ahora hacia esa parte, dirige allá tu mirada; haced vosotros lo mismo y leed lo que veáis escrito… Y bien, ¿qué veis?
– Veo, contestó el siervo de Dios, montañas, colinas, y más allá más montañas y mares.
Un niño dijo:
– Yo leo: Valparaíso.
– Yo, Santiago, dijo otro.
– Yo, añadió un tercero, leo las dos cosas.
– Pues bien, continuó la pastorcilla, parte ahora desde aquel punto y sabrás la norma que han de seguir los Salesianos en el porvenir.
Vuélvete ahora hacia esta parte, tira una línea visual y mira.
– Veo montañas, colinas, mares…
Y los jóvenes afinaban la vista exclamando a coro:
– Leemos Pekín.
Don Bosco vio entonces una gran ciudad. Estaba atravesada por un río muy ancho sobre el cual había construidos algunos puentes muy grandes.
– Bien, dijo la doncella que parecía su Maestra, ahora tira una línea desde una extremidad a la otra, desde Pekín a Santiago, haz centro en corazón de África y tendrás una idea exacta de cuanto deben hacer los Salesianos.
– Pero ¿cómo hacer todo esto?, exclamó don Bosco. Las distancias son inmensas, los lugares difíciles y los Salesianos pocos.
– No te preocupes. ¿No ves allá cincuenta misioneros preparados? ¿Y más allá no ves más y muchos más aún? Traza una línea desde Santiago al África Central. ¿Qué ves?
– Diez centros de misión.
– Bien; estos centros que ves serán casas de estudio y de noviciado que se dedicarán a la formación de los misioneros que han de trabajar en estas regiones. Y ahora vuélvete hacia esta parte. Aquí verás otros diez centros desde el corazón del África a Pekín. También estas casas proporcionarán misioneros a todas estas otras regiones. Allá está Hong- Kong, allí Calcuta, más allá Madagascar. En todas estas ciudades y otras más habrá numerosas casas, colegios y noviciados. Don Bosco escuchaba mientras observaba detenidamente todo aquello, después dijo:
– ¿Y dónde encontrar tanta gente y cómo enviar misioneros a esos lugares? En esos países existen salvajes que se alimentan de carne
humana; hay herejes y perseguidores de la Iglesia: ¿cómo hacer?
– Mira, replicó la pastorcilla, es menester que emplees toda tu buena voluntad. Sólo tienes que hacer una cosa: recomendar que mis hijos cultiven constantemente la virtud de María.

– Bien, sí; me parece haber entendido. Repetiré a todos tus palabras.
– Y guárdate del error actual, o sea el de mezclar a los que estudian las artes humanas con los que se dedican al estudio de las artes divinas, pues la ciencia del cielo no quiere estar unida a las cosas de la tierra.
Don Bosco quería continuar hablando, pero la visión desapareció; el sueño había terminado.
(MB IT XVIII, 71-74 / MB ES 69-72)




Maravillas de la Madre de Dios invocadas bajo el título de María Auxiliadora (13/13)

(continuación del artículo anterior)

Gracias obtenidas por intercesión de María Auxiliadora.

I. Gracia recibida de María Auxiliadora.

            Corría el año de Nuestro Señor de 1866, cuando en el mes de octubre mi esposa fue atacada por una gravísima enfermedad, es decir, por una gran inflamación unida a un gran estreñimiento, y con parásitos. En esta dolorosa coyuntura, se recurrió en primer lugar a los expertos en la materia, que no tardaron en declarar que la enfermedad era muy peligrosa. Viendo que la enfermedad se agravaba mucho, y que los remedios humanos de poco o nada servían, sugerí a mi compañera que se encomendase a María Auxiliadora, y que ciertamente le concedería la salud si era necesario para el alma; al mismo tiempo añadí la promesa de que si obtenía la salud, en cuanto estuviese terminada la iglesia que se estaba construyendo en Turín, nos llevase a las dos a visitarla y hacer alguna oblación. A esta propuesta respondió que podía encomendarse a algún Santuario más cercano para no verse obligada a ir tan lejos; a esta respuesta le dije que no había que fijarse tanto en la comodidad como en la grandeza del beneficio que se esperaba.

            Entonces ella se recomendó y prometió lo que se proponía. ¡Oh poder de María! No habían pasado aún 30 minutos desde que había hecho su promesa cuando, al preguntarle cómo se encontraba, me dijo: Estoy mucho mejor, mi mente está más libre, mi estómago ya no está oprimido, siento antojo de hielo, que antes tanto me apetecía, y tengo más necesidad de caldo, que antes tanto me apetecía.
            A estas palabras me sentí nacer a una nueva vida, y si no hubiera sido de noche, habría salido inmediatamente de mi habitación para publicar la gracia recibida de la Santísima Virgen María. El hecho es que pasó la noche tranquilamente, y a la mañana siguiente apareció el médico y la declaró libre de todo peligro. ¿Quién la curó sino María Auxiliadora? De hecho, a los pocos días abandonó la cama y se dedicó a las tareas domésticas. Ahora esperamos ansiosamente la terminación de la iglesia dedicada a ella, y cumplir así la promesa hecha.
            He escrito esto, como humilde hijo de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, y deseo que se le dé toda la publicidad que se juzgue buena para mayor gloria de Dios y de la augusta Madre del Salvador.

COSTAMAGNA Luigi
de Caramagna.

II. María Auxiliadora Protectora del campo.

            Mornese es un pequeño pueblo de la diócesis de Acqui, provincia de Alessandria, de unos mil habitantes. Este pueblo nuestro, como tantos otros, estaba tristemente asolado por maleza criptógama, que durante más de veinte años había devorado casi toda la cosecha de uva, nuestra principal riqueza. Ya habíamos recurrido a otros y otros específicos para conjurar ese mal, pero en vano. Cuando corrió la voz de que algunos campesinos de los pueblos vecinos habían prometido una parte del fruto de sus viñedos para la continuación de las obras de la iglesia dedicada a María Auxiliadora en Turín, se vieron maravillosamente favorecidos y tuvieron uvas en abundancia. Movidos por la esperanza de una mejor cosecha y aún más animados por el pensamiento de contribuir a una obra de religión, los Mornesini decidimos ofrecer la décima parte de nuestra cosecha para este fin. La protección de la Santísima Virgen se hizo sentir entre nosotros de un modo verdaderamente misericordioso. Tuvimos la abundancia de tiempos más felices, y nos sentimos muy felices de poder ofrecer escrupulosamente en especie o en dinero lo que habíamos prometido. En la ocasión en que el jefe de obras de aquella iglesia invitada vino entre nosotros para recoger las ofrendas, se produjo una fiesta de verdadera alegría y exultación pública.
            Parecía profundamente conmovido por la prontitud y el desinterés con que se hacían las ofrendas, y por las palabras cristianas con que iban acompañadas. Pero uno de nuestros patriotas, en nombre de todos, habló en voz alta de lo que estaba ocurriendo. Nosotros, dijo, debemos grandes cosas a la Santísima Virgen Auxiliadora. El año pasado, muchas personas de este país, al tener que ir a la guerra, se pusieron todas bajo la protección de María Auxiliadora, la mayoría con una medalla al cuello, fueron valientemente, y tuvieron que afrontar los más graves peligros, pero ninguna cayó víctima de ese azote del Señor. Además, en los países vecinos hubo una plaga de cólera, granizo y sequía, y nosotros nos libramos de todo. Apenas hubo cosechas de nuestros vecinos, y nosotros fuimos bendecidos con tal abundancia que no se había visto en veinte años. Por estas razones nos alegramos de poder manifestar de este modo nuestra indeleble gratitud a la gran Protectora de la humanidad.
            Creo ser fiel intérprete de mis conciudadanos al afirmar que lo que hemos hecho ahora, lo haremos también en el futuro, convencidos de que así nos haremos cada vez más dignos de las bendiciones celestiales.
            25 de marzo de 1868

Un habitante de Mornese.

III. Pronta recuperación.

            El joven Bonetti Giovanni de Asti en el internado de Lanzo tuvo el siguiente favor. La tarde del 23 de diciembre pasado, entró de repente en la habitación del director con pasos inseguros y rostro angustiado. Se acercó a él, apoyó su persona contra la del piadoso sacerdote y con la mano derecha arrugó la frente sin decir palabra. Asombrado al verle tan convulso, le sostiene y, sentándole, le pregunta qué desea. A las repetidas preguntas el pobrecito sólo respondía con suspiros cada vez más agobiados y profundos. Entonces le miró más de cerca a la frente, y vio que sus ojos estaban inmóviles, sus labios pálidos, y su cuerpo al dejar que el peso de su cabeza amenazara con caer. Viendo entonces en qué peligro de vida se encontraba el joven, mandó llamar rápidamente a un médico. Mientras tanto, la enfermedad se agravaba a cada momento que pasaba, su fisonomía había tomado un aspecto falso y ya no parecía el mismo de antes, sus brazos, piernas y frente estaban helados, la flema le asfixiaba, su respiración se hacía cada vez más corta y sus muñecas sólo se podían sentir ligeramente. Duró en este estado cinco dolorosas horas.
            Llegó el médico, le aplicó varios remedios, pero siempre en vano. Se acabó, dijo el médico con tristeza, antes de la mañana este joven estará muerto.
            Así, desafiando las esperanzas humanas, el buen sacerdote se dirigió al cielo, rogándole que si no era su voluntad que el joven viviera, al menos le concediera un poco de tiempo para confesarse y comulgar. Tomó entonces una pequeña medalla de María Auxiliadora. Las gracias que ya había obtenido invocando a la Virgen con aquella medalla eran muchas, y aumentaban su esperanza de obtener ayuda de la celestial Protectora. Lleno de confianza en Ella, se arrodilló, se puso la medalla en el corazón y, junto con otras personas piadosas que habían acudido, rezó algunas oraciones a María y al Santísimo Sacramento. Y María escuchaba con tanta confianza las oraciones que le elevaban. La respiración del pequeño Juan se hizo más libre, y sus ojos, que habían estado como petrificados, se volvieron cariñosamente para mirar y agradecer a los espectadores el cuidado compasivo que le estaban dando. La mejoría no tardó en llegar, es más, todos consideraron segura la curación. El propio médico, asombrado por lo ocurrido, exclamó: Ha sido la gracia de Dios la que ha obrado la salud. En mi larga carrera he visto un gran número de enfermos y moribundos, pero a ninguno de los que estaban en el punto de Bonetti vi recuperarse. Sin la intervención benéfica del cielo, esto es para mí un hecho inexplicable. Y la ciencia, acostumbrada hoy a romper ese admirable lazo que la une a Dios, le rindió humilde homenaje, juzgándose impotente para lograr lo que sólo Dios logró. El joven que fue objeto de la gloria de la Virgen continúa hasta el día de hoy muy y muy bien. Dice y predica a todos que debe su vida doblemente a Dios y a su poderosísima Madre, de cuya válida intercesión obtuvo la gracia. Se consideraría ingrato de corazón si no diese público testimonio de gratitud, y así invitase a otros y otras desgraciados que en este valle de lágrimas sufren y van en busca de consuelo y ayuda.

(Del periódico: La Virgen).

IV. María Auxiliadora libera a uno de sus devotos de un fuerte dolor de muelas.

            En una casa de educación de Turín se encontraba un joven de 19 o 20 años, que desde hacía varios días sufría un severo dolor en los dientes. Todo lo que el arte médico suele sugerir en tales casos ya había sido utilizado sin éxito. El pobre joven se hallaba, pues, en tal punto de exacerbación, que despertaba la compasión de cuantos le oían. Si el día le parecía horrible, eterna y desgraciadísima era la noche, en la que sólo podía cerrar los ojos para dormir durante breves e interrumpidos momentos. ¡Qué deplorable era su estado! Continuó así durante algún tiempo; pero en la noche del 29 de abril, la enfermedad pareció volverse furiosa. El joven gemía sin cesar en su lecho, suspiraba y gritaba a voz en cuello sin que nadie pudiera aliviarle. Sus compañeros, preocupados por su desdichado estado, se dirigieron al director para preguntarle si se dignaba venir a consolarlo. Vino, e intentó con palabras devolverle la calma que él y sus compañeros necesitaban para poder descansar. Pero tan grande era la furia del mal, que él, aunque muy obediente, no podía cesar en su lamento; diciendo que no sabía si aún en el mismo infierno se podía sufrir dolor más cruel. El superior pensó entonces bien en ponerlo bajo la protección de María Auxiliadora, a cuyo honor se levanta también un majestuoso templo en esta nuestra ciudad. Todos nos arrodillamos y rezamos una breve oración. Pero, ¿qué? La ayuda de María no se hizo esperar. Cuando el sacerdote impartió la bendición al desolado joven, éste se tranquilizó al instante y cayó en un sueño profundo y plácido. En aquel instante nos asaltó la terrible sospecha de que el pobre joven había sucumbido al mal, pero no, ya se había dormido profundamente, y María había escuchado la oración de su devoto, y Dios la bendición de su ministro.
            Pasaron varios meses, y el joven aquejado del dolor de muelas no volvió a sufrirlo.

(Del mismo).

V. Algunas maravillas de María Auxiliadora.

            Creo que su noble periódico se fijará bien en algunos de los acontecimientos que han tenido lugar entre nosotros, y que expongo en honor de María Auxiliadora. Seleccionaré sólo algunos de los que he presenciado en esta ciudad, omitiendo muchos otros que se cuentan todos los días.
            El primero se refiere a una señora de Milán que desde hacía cinco meses estaba consumida por una pulmonía unida a una postración total de la economía vital.

Pasando por estas partes, el Sacerdote B… le aconsejó que recurriera a María Auxiliadora, mediante una novena de oración en su honor, con la promesa de alguna oblación para continuar los trabajos de la iglesia que se estaba construyendo en Turín bajo la advocación de María Auxiliadora. Esta oblación sólo debía hacerse una vez obtenida la gracia.
            ¡Una maravilla que contar! Aquel mismo día, la enferma pudo reanudar sus ocupaciones ordinarias y serias, comiendo toda clase de alimentos, dando paseos, entrando y saliendo libremente de casa, como si nunca hubiera estado enferma. Cuando terminó la novena, se encontraba en un estado de salud florida, como nunca recordaba haber disfrutado antes.
            Otra Señora padecía desde hacía tres años una enfermedad palpitante, con muchos inconvenientes que van unidos a esta enfermedad. Pero la llegada de unas fiebres y una especie de hidropesía la habían inmovilizado en la cama. Su enfermedad había llegado a tal punto que cuando el mencionado sacerdote le dio la bendición, su marido tuvo que levantar la mano para que ella pudiera persignarse. También se le recomendó una novena en honor de Jesús Sacramentado y María Auxiliadora, con la promesa de alguna oblación para el citado edificio sagrado, pero después de cumplida la gracia. El mismo día en que terminó la novena, la enferma quedó libre de toda dolencia, y ella misma pudo compilar el relato de su enfermedad, en el que leo lo siguiente:
            “María Auxiliadora me ha curado de una enfermedad, para la cual todas las invenciones del arte se consideraban inútiles. Hoy, último día de la novena, estoy libre de toda enfermedad, y voy a la mesa con mi familia, cosa que no había podido hacer durante tres años. Mientras viva, no dejaré de magnificar el poder y la bondad de la augusta Reina del Cielo, y me esforzaré por promover su culto, especialmente en la iglesia que se está construyendo en Turín”.
            Permítaseme añadir aún otro hecho más maravilloso que los anteriores.
            Un joven en la flor de la vida estaba en medio de una de las carreras más luminosas de las ciencias, cuando le sobrevino una cruel enfermedad en una de sus manos. A pesar de todos los tratamientos, de todas las atenciones de los médicos más acreditados, no se pudo obtener ninguna mejoría, ni detener el progreso de la enfermedad. Todas las conclusiones de los expertos en la materia coincidían en que la amputación era necesaria para evitar la ruina total del cuerpo. Asustado por esta sentencia, decidió recurrir a María Auxiliadora, aplicando los mismos remedios espirituales que otros habían practicado con tanto fruto. La agudeza de los dolores cesó al instante, las heridas se mitigaron y en poco tiempo la curación pareció completa. Quien quisiera satisfacer su curiosidad podía admirar aquella mano con las hendiduras y los agujeros de las llagas cicatrizadas, que recordaban la gravedad de su enfermedad y la maravillosa curación de la misma. Quiso ir a Turín para realizar su oblación en persona, para demostrar aún más su gratitud a la augusta Reina del Cielo.
            Todavía tengo muchas otras historias de este tipo, que le contaré en otras cartas, si considera que es material apropiado para su publicación periódica. Le ruego que omita los nombres de las personas a quienes se refieren los hechos, para no exponerlas a preguntas y observaciones importunas. Sin embargo, que estos hechos sirvan para reavivar más y más entre los cristianos la confianza en la protección de María Auxiliadora, para aumentar sus devotos en la tierra y para tener un día una corona más gloriosa de sus devotos en el cielo.

(De Vera Buona Novella de Florencia).

Con aprobación eclesiástica.

Fin




Cuarto Sueño Misionero en África y China (1885)

La divina Providencia no cesaba de descorrer, de vez en cuando, delante de los ojos de Don Bosco el velo de la suerte futura de la Sociedad Salesiana en el campo sin límites de las Misiones. También en 1885 un sueño revelador vino a manifestarle cuáles eran los designios de Dios para un porvenir remoto. Don Bosco lo contó y comentó en presencia de todo el Capítulo Superior la noche del 2 de julio; Don Juan Bautista Lemoyne se apresuró a tomar nota.

Me pareció, dijo el Siervo de Dios, estar delante de una montaña elevadísima, sobre cuya cumbre estaba un Ángel resplandeciente de luz que iluminaba las regiones más apartadas. Alrededor de la montaña había un extenso reino de gente desconocida.

El Angel tenía una espada en su diestra que mantenía levantada, ((644)) espada que brillaba como una llama vivísima y con la izquierda señalaba las regiones circundantes. Entonces me dijo:
Angelus Arfaxad vocat vos ad proelianda bella Domini et ad congregandos populos in horrea Domini. (El Angel de Arfaxad os llama a combatir las batallas del Señor y a reunir a los pueblos en los graneros del Señor). Su palabra no tenía como otras veces forma de mandato, sino que parecía una propuesta.

Una turba maravillosa de ángeles, de los cuales no supe ni pude retener el nombre, lo rodeaba. Entre ellos estaba Luis Colle, al cual hacía corona una multitud de jovencitos, a los que enseñaba a cantar alabanzas a Dios y él mismo también las cantaba.

Alrededor de la montaña, a los pies de la misma y en sus laderas, habitaba multitud de gentes. Todos hablaban entre sí, pero su lenguaje era desconocido, ininteligible. Yo sólo comprendía lo que decía el Ángel. Me sería imposible describir lo que vi. Veía al mismo tiempo
objetos separados, simultáneos, los cuales transfiguraban el espectáculo que se ofrecía a mi vista. Por tanto, aquello unas veces me parecía la llanura de la Mesopotamia, otras un monte altísimo, y aquella misma montaña sobre la cual estaba el Ángel de Arfaxad, a cada momento tomaba mil aspectos diferentes, hasta convertirse en una serie de sombras vaporosas, pues tales parecían los habitantes que la poblaban.

Delante de este monte y durante todo este viaje me parecía estar elevado a una altura grandísima, como si me encontrase sobre las nubes circundado de un espacio inmenso. ¿Quién podrá expresar con palabras aquella altura, aquella anchura, aquella luz, aquella claridad, en suma, un espectáculo semejante? Se puede gozar de él, pero no se puede describir.

En éste y en otros recorridos había muchos que me acompañaban y que me animaban y animaban también a los Salesianos para que no se detuviesen en su camino. Entre los que me llevaban de la mano y me obligaban, por así decirlo, a seguir adelante, estaba el querido Luis Colle y muchos escuadrones de ángeles, los cuales hacían eco a los cánticos de los jovencitos que estaban alrededor de él.
Me pareció, pues, estar en el centro del Africa en un extensísimo desierto viendo escrito en el suelo con grandes caracteres: «Negros». En medio estaba el Angel de Cam, el cual decía: – Cessabit maledictum y la bendición del Creador descenderá sobre sus hijos réprobos y la miel y el bálsamo curarán las mordeduras causadas por las serpientes; después serán cubiertas las torpezas de los hijos de Cam.
Todos aquellos pueblos estaban desnudos.
Finalmente me pareció estar en Australia.
Aquí había también un ángel, pero no tenía nombre alguno. El guiaba, caminaba y hacía caminar a la gente hacia el mediodía. Australia no era un continente sino un conjunto de numerosas islas cuyos habitantes diferían en carácter y formas externas. Una multitud de niños, que vivían allí, intentaban venir hacia nosotros, pero se lo impedían la distancia y las aguas que nos separaban. Tendían las manos hacia don Bosco y hacia los Salesianos, diciendo:
– ¡Venid en nuestro auxilio! ¿Por qué no continuáis la obra que vuestros padres han comenzado? Muchos se detuvieron; otros, haciendo mil esfuerzos, pasaron en medio de los animales feroces y vinieron a mezclarse con los Salesianos, a los cuales yo no conocía y comenzaron a cantar: – Benedictus qui venit in nomine Domini. A cierta distancia se veían grupos de innumerables islas, pero yo no podía distinguir sus características. Me pareció que todo aquel conjunto indicaba que la Divina Providencia ofrecía una porción del campo evangélico a los Salesianos, mas para un futuro lejano. Sus fatigas darán su fruto, porque la mano del Señor estará constante con ellos, si saben agradecer sus favores.
Si pudiera embalsamar y conservar vivos a unos cincuenta Salesianos de los que ahora están entre nosotros, de aquí a quinientos años verían qué destino tan estupendo nos reserva la Providencia, si somos fieles.
De aquí a ciento cincuenta o doscientos años, los Salesianos serán dueños de todo el mundo.
Nosotros seremos bien vistos siempre, aun de los malos, porque nuestro campo especial es de tal naturaleza que se atrae las simpatías de todos, buenos y malos. Habrá alguna mala cabeza que nos quiera destruir, pero serán intentos aislados que no tendrán el apoyo de los demás. Todo estriba en que los Salesianos no se dejen llevar del amor a las comodidades y de la desgana en el trabajo. Manteniendo solamente nuestras obras ya existentes y evitando el vicio de la gula, la Congregación Salesiana ha asegurado su porvenir. La Congregación prosperará, aun materialmente, si procuramos sostener y extender el Boletín y la obra de los Hijos de María Auxiliadora. ¡Son tan buenos muchos de estos hijos! Su institución nos dará Hermanos decididos a mantenerse en su vocación.

Estas son las tres cosas que don Bosco vio más claramente y que mejor recordó y narró la primera vez; pero como expuso sucesivamente a Lemoyne, vio mucho más. Vio todos los países, a los que serían llamados los Salesianos con el tiempo, pero en una visión fugaz, haciendo un viaje rapidísimo, en el que saliendo de un punto volvía al mismo. Decía que había sido algo así como un relámpago; con todo, al recorrer aquel inmenso espacio había distinguido en un momento las regiones, las ciudades, los habitantes, los mares, los ríos, las islas, las costumbres y mil hechos que se entremezclaban y un sinfín de espectáculos simultáneos imposibles de describir. Por eso, de todo aquel viaje fantástico conservaba un recuerdo poco preciso, no pudiendo hacer de él una descripción detallada. Le había parecido que tenía al lado muchos que le animaban a él y a los Salesianos a no detenerse en el camino. Entre los más decididos a estimular a los demás a proseguir adelante, estaba el joven Luis Colle del cual escribía al padre el diez de agosto: «Nuestro amigo Luis me ha llevado a dar un paseo por el centro del África, tierra de Cam, decía él, y por las tierras de Arfaxad, esto es, por la China. Si el Señor nos permite una entrevista, tendremos muchas cosas de que hablar».

Recorrió una zona circular alrededor de la parte meridional de la esfera terrestre. He aquí la descripción del viaje, según asegura Lemoyne haberla oído de sus labios. Partió de Santiago de Chile y vio Buenos Aires, Sao Paulo, en el Brasil, Río de Janeiro, Cabo de Buena Esperanza, Madagascar, Golfo Pérsico, orillas del Mar Caspio, Sennaar, Monte Ararat, Senegal, Ceilán, Hong- Kong, Macao a la
entrada de un mar sin límites y ante la alta montaña desde la cual se descubría la China; después, el Celeste Imperio, Australia, las islas Diego Ramírez, terminando el recorrido con la vuelta a Santiago de Chile. En aquel rapidísimo viaje don Bosco distinguió islas, tierras y naciones esparcidas por todos los grados y otras muchas regiones poco habitadas y desconocidas. De muchas de las localidades que había contemplado en el sueño no recordaba los nombres; Macao, por ejemplo, la llamaba Meaco. De las regiones más meridionales de América habló con el capitán Bove; pero éste, no habiendo pasado del cabo de Magallanes por falta de medios y al haberse visto obligado a volver atrás por varias circunstancias, no le pudo dar alguna aclaración.
Hemos de decir algo de aquel enigmático Arfaxad. Antes del sueño, don Bosco desconocía quién era; después de él, hablaba en cambio de este personaje con bastante frecuencia. Encargó al clérigo Festa buscar en diccionarios bíblicos, en historias y geografías, en periódicos con qué pueblos de la tierra había tenido relación aquel supuesto personaje. Al fin, créyose haber dado con la clave del misterio en el primer volumen de Rohrbacher, el cual asegura que de Arfaxad descienden los chinos.

Su nombre aparece en el capítulo décimo del Génesis, donde consta la genealogía de los hijos de Noé, que se repartieron el mundo después del diluvio. En el versículo veintidós se lee: Filii Sem Elam et Asur et Arphaxad et Lud et Gueter et Mes. Aquí, como en otras partes del gran cuadro etnográfico, los nombres propios designan individuos que fueron padres de pueblos, relacionados también con las extensas regiones que ocuparon. Así, por ejemplo, Elam, que significa país alto, indica la región de Elimaida, que con Susiana, fueron después provincias de Persia; Asur es el padre de los Asirios. Sobre el tercer nombre los exégetas no están acordes al afirmar el pueblo a que se refiere. Algunos, como Vigouroux, señalan a Arfaxad la Mesopotamia. De todas formas, estando considerado como uno de los progenitores de pueblos asiáticos, siendo nombrado precisamente después de dos de ellos que poblaron la costa más oriental de la tierra descrita en el documento mosaico, se puede asegurar que también Arfaxad indique una población que ha de colocarse seguidamente detrás de las precedentes, que se extendió cada vez más hacia el Oriente. No sería, pues, improbable que el Ángel de Arfaxad sea el de India o el de China.

Don Bosco se fijó de una manera más particular en China diciendo que, en dicho territorio, trabajarían de allí a poco los Salesianos; y otra vez dijo:
– Si yo tuviese veinte misioneros para enviarlos a China, seguro que serían recibidos triunfalmente a pesar de la persecución. Por eso, desde entonces se preocupó grandemente de todo lo relacionado con el Celeste Imperio.
Pensaba con frecuencia en este sueño, hablaba de él con cierta satisfacción y veía en él como una confirmación de los otros sueños que había tenido sobre las misiones.
(MB IT XVII 643-645 / MB ES 551-553)




Maravillas de la Madre de Dios invocadas bajo el título de María Auxiliadora (12/13)

(continuación del artículo anterior)

Recuerdo de la función para la 1ª piedra angular de la iglesia dedicada a María Auxiliadora el 27 de abril de 1865.

FILOTICO, BENVENUTO, CRATIPPO Y TEODORO.

            Filot. Hermosa fiesta es este día.
            Crat. Hermosa fiesta; llevo muchos años en este Oratorio, pero nunca he visto una fiesta semejante, y será difícil que en el futuro tengamos una parecida.
            Benv. Me presento ante vosotros, queridos amigos, lleno de asombro: no puedo darme razón.
            Filot. ¿De qué?
            Benv. No puedo darme razón de lo que he visto.
            Teod. ¿Quién eres, de dónde vienes, qué has visto?
            Benv. Soy extranjero, y dejé mi patria para unirme a la Juventud del Oratorio de San Francisco de Sales. Apenas llegué a Turín, pedí que me trajeran aquí, pero apenas entré, vi coches regiamente amueblados, caballos, mozos y cocheros todos decorados con gran magnificencia. ¿Es posible, me dije, que ésta sea la casa a la que yo, pobre huérfano, he venido a vivir? Entro entonces en el recinto del Oratorio, veo una multitud de jóvenes gritando embriagados de alegría y casi frenéticos: Viva, gloria, triunfo, buena voluntad de todos y todas. – Miro hacia el campanario y veo una pequeña campana que se agita en todas direcciones para producir con cada esfuerzo un tañido armonioso. – En el patio, música de aquí, música de allá: los que corren, los que saltan, los que cantan, los que tocan. ¿Qué es todo esto?
            Filot. Aquí en dos palabras está la razón. Hoy se ha bendecido la primera piedra de nuestra nueva iglesia. Su Alteza el Príncipe Amadeo se dignó venir a poner la primera cal sobre ella; Su Excelencia el Obispo de Susa vino a celebrar el oficio religioso; los demás son una hueste de nobles personajes y distinguidos bienhechores nuestros, que vinieron a presentar sus respetos al Hijo del Rey, y al mismo tiempo hacer más majestuosa la solemnidad de este hermoso día.
            Benv. Ahora comprendo el motivo de tanta alegría; y tenéis buenas razones para celebrar una gran fiesta. Pero, si me permitís una observación, me parece que os habéis equivocado en lo esencial. En un día tan solemne, para dar la debida bienvenida a tanta gente distinguida, al Augusto Hijo de nuestra Soberana, deberíais haber preparado grandes cosas. Deberías haber construido arcos triunfales, cubierto las calles de flores, adornado cada esquina con rosas, adornado cada pared con elegantes alfombras, con mil cosas más.
            Teod. Tienes razón, querido Benvenuto, tienes razón, éste era nuestro deseo común. Pero, ¿qué queréis? Pobres jóvenes como somos, nos lo impidió no la voluntad, que es grande en nosotros, sino nuestra absoluta impotencia.
            Filot. Para recibir dignamente a nuestro amado Príncipe, hace unos días nos reunimos todos para discutir lo que debía hacerse en un día tan solemne. Uno dijo: Si yo tuviera un reino, se lo ofrecería, pues es verdaderamente digno de él. Excelente, replicaron todos; pero, pobres, no tenemos nada. Ah, añadieron mis compañeros, si no tenemos reino que ofrecerle, al menos podemos hacerle Rey del Oratorio de San Francisco de Sales. ¡Dichosos nosotros!  exclamaron todos, entonces cesaría la miseria entre nosotros y habría una fiesta eterna. Un tercero, viendo que las propuestas de los otros eran infundadas, concluyó que podíamos hacerle rey de nuestros corazones, dueño de nuestro afecto; y puesto que varios de nuestros compañeros están ya bajo su mando en la milicia, ofrecerle nuestra fidelidad, nuestra solicitud, por si llegaba el momento en que debíamos servir en el regimiento que él dirige.
            Benv. ¿Qué respondieron vuestros compañeros?
            Filot. Todos acogieron ese proyecto con alegría. En cuanto a los preparativos de la recepción, fuimos unánimes: Estos señores ya ven grandes cosas, cosas magníficas, cosas majestuosas en casa, y sabrán dar benigna piedad a nuestra impotencia; y tenemos motivos para esperar tanto de la generosidad y bondad de sus corazones.
            Benv. Bravo, has dicho bien.
            Teod. Muy bien, apruebo lo que dices. Pero mientras tanto, ¿no debemos al menos mostrarles de algún modo nuestra gratitud, y dirigirles algunas palabras de agradecimiento?
            Benv. Sí, queridos míos, pero antes quisiera que satisficierais mi curiosidad acerca de varias cosas relativas a los Oratorios y a las cosas que en ellos se hacen.
            Filot. Pero haremos que estos queridos Benefactores ejerciten demasiado su paciencia.
            Benv: Creo que esto también será de su agrado. Pues como fueron y siguen siendo nuestros distinguidos Benefactores, escucharán con agrado al objeto de su beneficencia.
            Filot. No puedo hacer tanto, porque hace apenas un año que estoy aquí. Quizá Cratippus, que es de los mayores, pueda satisfacernos; ¿no es así, Cratippus?

            Crat. Si juzgáis que soy capaz de tanto, con mucho gusto me esforzaré por satisfaceros. – Diré en primer lugar que los Oratorios en su origen (1841) no eran más que reuniones de jóvenes, en su mayoría extranjeros, que acudían los días de fiesta a lugares concretos para ser instruidos en el Catecismo. Cuando se dispuso de locales más adecuados, entonces los Oratorios (1844) se convirtieron en lugares donde los jóvenes se reunían para un recreo agradable y honesto después de cumplir con sus deberes religiosos. Así que jugar, reír, saltar, correr, cantar, tocar la trompeta, tocar el tambor era nuestro entretenimiento. – Un poco más tarde (1846) se añadió la escuela dominical, luego (1847) las escuelas nocturnas. – El primer oratorio es el que está donde estamos ahora, llamado San Francisco de Sales. Después se abrió otro en Porta Nuova; más tarde otro en Vanchiglia, y unos años después el de San José en San Salvano.
            Benv. Me cuentas la historia de los Oratorios festivos, y me gusta mucho; pero me gustaría saber algo sobre esta casa. ¿De qué condición son recibidos los jóvenes en esta casa? ¿En qué se ocupan?
            Crat. Puedo satisfacerle. Entre los jóvenes que asisten a los Oratorios, y también de otros países, hay algunos que, o por estar totalmente abandonados, o por ser pobres o carecer de los bienes de fortuna, les aguardaría un triste porvenir, si una mano benévola no se asiera al querido corazón de su padre, y los acogiera, y no les proporcionara lo necesario para la vida.
            Benv. Por lo que me dices, parece que esta casa está destinada a jóvenes pobres, y mientras tanto os veo a todos tan bien vestidos que me parecéis otras tantas señoritas.
            Crat. Verás, Benvenuto, en previsión de la extraordinaria fiesta que hoy celebraremos, cada cual sacó lo que tenía o podía tener más hermoso, y así podemos hacer, si no majestuosas, al menos compatibles apariencias.
            Benv. ¿Sois muchos en esta casa?
            Crat. Somos unos ochocientos.
            Benv. ¡Ochocientos! ¡Ochocientos! ¿Y cómo vamos a satisfacer el apetito de tantos destructores de paja?
            Crat. Eso no es asunto nuestro; el panadero se encargará de ello.
            Benv. ¿Pero cómo hacer frente a los gastos necesarios?
            Crat. Echa un vistazo a todas estas personas que amablemente nos escuchan, y sabrás quiénes y cómo se proveen de lo necesario para comer, vestirse y otras cosas que son necesarias para este fin.
            Benv. ¡Pero la cifra de ochocientos me asombra! ¡En qué pueden estar ocupados todos estos jóvenes, día y noche!
            Crat. Es muy fácil ocuparlos por la noche. Cada uno duerme lo suyo en la cama y permanece en disciplina, orden y silencio hasta la mañana.
            Benv. Pero tú disimulas.
            Crat. Digo esto para compensar el ocultamiento que me propusiste. Si quieres saber cuáles son nuestras ocupaciones diarias, te lo diré en pocas palabras. Se dividen en dos grandes categorías: la de los Artesanos y la de los Estudiantes. – Los Artesanos se aplican a los oficios de sastres, zapateros, ferreteros, carpinteros, encuadernadores, compositores, impresores, músicos y pintores. Por ejemplo, estas litografías, estas pinturas son obra de nuestros camaradas. Este libro se imprimió aquí y se encuadernó en nuestro taller.
            En general, pues, todos son estudiantes, porque todos tienen que asistir a la escuela nocturna, pero los que demuestran más ingenio y mejor conducta suelen ser aplicados exclusivamente a sus estudios por nuestros superiores. Por eso tenemos el consuelo de contar entre nuestros compañeros con algunos médicos, algunos notarios, algunos abogados, maestros, profesores e incluso párrocos.
            Benv. ¿Y toda esta música proviene de los jóvenes de esta casa?
            Crat. Sí, los jóvenes que acaban de cantar o de tocar son jóvenes de esta casa; en efecto, la composición musical misma es casi toda obra del Oratorio; porque todos los días a una hora determinada hay una escuela especial, y cada uno, además de un oficio o de un estudio literario, puede avanzar en la ciencia de la música.
            Por esta razón tenemos el placer de contar con varios camaradas nuestros que ejercen luminosos oficios civiles y militares para la ciencia literaria, mientras que no pocos están destinados a la música en diversos regimientos, en la Guardia Nacional, en el mismo Regimiento de S.S. el Príncipe Amadeus.
            Benv: Esto me agrada mucho; para que aquellos jóvenes que han surgido del genio perspicaz de la naturaleza puedan cultivarlo, y no se vean obligados por la indigencia a dejarlo ocioso, o a hacer cosas contrarias a sus inclinaciones. – Pero decidme una cosa más: al entrar aquí he visto una hermosa y lograda iglesia, y me habéis dicho que se va a construir otra: ¿qué necesidad teníais de eso?
            Crat. La razón es muy sencilla. La iglesia que hemos estado utilizando hasta ahora estaba destinada especialmente a los jóvenes de fuera que venían los días de fiesta. Pero debido al número cada vez mayor de jóvenes acogidos, la iglesia se quedó pequeña y los forasteros quedaron casi totalmente excluidos. Así que podemos calcular que no cabía ni un tercio de los jóvenes que acudían. – ¡Cuántas veces tuvimos que rechazar a muchedumbres de jóvenes y permitirles ir a mendigar a las plazas por la única razón de que no había más sitio en la iglesia!
            Hay que añadir que desde la iglesia parroquial de Borgo Dora hasta San Donato hay una multitud de casas, y muchos miles de habitantes, en medio de los cuales no hay ni iglesia, ni capilla, ni poco o mucho espacio: ni para los niños, ni para los adultos que asistirían. Se necesitaba, pues, una iglesia lo suficientemente espaciosa para acoger a los niños, y que también ofreciera espacio para los adultos. La construcción de la iglesia que constituye el objeto de nuestra fiesta tiende a satisfacer esta necesidad pública y grave.
            Benv. Las cosas así expuestas me dan una idea justa de los Oratorios y del objeto de la iglesia, y creo que esto es también del agrado de estos Señores, que saben así dónde termina su caridad. Lamento mucho, sin embargo, no ser un orador elocuente ni un poeta de talento para improvisar un espléndido discurso o un sublime poema sobre lo que me habéis contado con alguna expresión de gratitud y agradecimiento a estos Señores.
            Teod. Yo también quisiera hacer lo mismo, pero apenas sé que en poesía la longitud de los versos debe ser igual y no más; por eso en nombre de mis compañeros y de nuestros amados Superiores sólo diré a S.S. el Príncipe Amadeus y a todos los demás Caballeros que nos hemos deleitado con esta hermosa fiesta; que haremos una inscripción en letras de oro en la que diremos:

¡Viva eternamente este día!
            Primero el sol desde el Ocaso
            Volverá a su Oriente
            Cada río a su fuente

Antes volverá,
            Borremos de nuestros corazones
            Este día que entre los más bellos
            Entre nosotros siempre será.

            A vos en particular, Alteza Real, os digo que os tenemos gran afecto, y que nos habéis hecho un gran favor viniendo a visitarnos, y que siempre que tengamos la dicha de veros en la ciudad o en otra parte, o de oír hablar de vos, será para nosotros objeto de gloria, de honor y de verdadero placer. Sin embargo, antes de que nos hable, permítame que, en nombre de mis queridos Superiores y de mis queridos compañeros, le pida un favor, y es que se digne venir a vernos en otras ocasiones para renovar la alegría de este hermoso día. Usted, pues, Excelencia, continúe con la paternal benevolencia que nos ha demostrado hasta ahora. Usted, señor Alcalde, que de tantas maneras ha tomado parte en nuestro bien, continúe protegiéndonos, y procúrenos el favor de que la calle del Cottolengo sea rectificada frente a la nueva iglesia; y le aseguramos que le redoblaremos nuestra profunda gratitud. Usted, señor Cura, dígnese considerarnos siempre no sólo como feligreses, sino como queridos hijos que reconocerán siempre en usted a un padre tierno y benévolo. Os recomendamos a todos que sigáis siendo, como hasta ahora, insignes bienhechores, especialmente para completar el santo edificio objeto de la solemnidad de hoy. Ya ha comenzado, ya se eleva sobre la tierra, y por eso él mismo tiende su mano a los caritativos para que lo lleven a término. Finalmente, mientras os aseguramos que el recuerdo de este hermoso día permanecerá agradecido e imborrable en nuestros corazones, rogamos unánimemente a la Reina del cielo, a quien está dedicado el nuevo templo, que os obtenga del Dador de todos los bienes larga vida y días felices.

(continuación)




Tercer sueño misionero: viajar en avión (1885)

El sueño de Don Bosco en la víspera de la partida de los misioneros hacia América es un evento lleno de significado espiritual y simbólico en la historia de la Congregación Salesiana. Durante esa noche entre el 31 de enero y el 1 de febrero, Don Bosco tuvo una visión profética que destaca la importancia de la piedad, del celo apostólico y de la plena confianza en la Providencia Divina para el éxito de la misión. Este episodio no solo animó a los misioneros, sino que también consolidó la convicción de Don Bosco sobre la necesidad de expandir su obra más allá de las fronteras italianas, llevando educación, apoyo y esperanza a las nuevas generaciones en tierras lejanas.

Se acercó, entre tanto, a la víspera de la partida. A lo largo de toda la jornada, seguía don Bosco con la idea puesta en Monseñor y los otros que iban a marchar tan lejos, y en la absoluta imposibilidad de acompañarlos, como las veces anteriores, hasta el embarque. Esto y más aún la imposibilidad de darles al menos el adiós en la iglesia de María Auxiliadora le causaban sobresaltos de conmoción, que por momentos le oprimían y le dejaban abatido. Y he aquí que, en la noche del treinta y uno de enero al primero de febrero, tuvo un sueño semejante al de 1883 sobre las Misiones. Lo contó a don Juan Bautista Lemoyne, el cual lo escribió inmediatamente. Es el siguiente:

Me pareció acompañar a los misioneros en su viaje. Hablamos durante unos momentos antes de salir del Oratorio. Todos estaban a mi alrededor y me pedían consejo; y me pareció que les decía:
– No con la ciencia, no con la salud, no con las riquezas, sino con el celo y la piedad, haréis mucho bien, promoviendo la gloria de Dios y la salvación de las almas. Poco antes estábamos en el Oratorio y después, sin saber qué camino habíamos seguido y de qué medios habíamos usado, nos encontramos inmediatamente en América. Al llegar al final del viaje, me vi sólo en medio de una extensísima llanura, colocada entre Chile y la República Argentina. Mis queridos misioneros se habían dispersado tanto por aquel espacio sin límites que apenas si los distinguía. Al contemplarlos, quedé maravillado, pues me parecían muy pocos. Después de haber mandado tantos Salesianos a América, pensaba que vería un mayor número de misioneros. Pero seguidamente, reflexionando, comprendí que el número era pequeño porque se habían distribuido por muchos sitios, como simiente que debía ser transportada a otro lugar para ser cultivada y para que se multiplicase.
Aparecían en aquella llanura muchas y. numerosas calles formadas por casas levantadas a lo largo de las mismas. Aquellas calles no eran como las de esta tierra, ni las casas como las de este mundo. Eran objetos misteriosos y diría casi espirituales. Las calles se veían recorridas por vehículos o por otros medios de locomoción que, al correr, adoptaban mil aspectos fantásticos y mil formas diversas, aunque todas magníficas y estupendas, tanto que no sería capaz de describir ni una sola de ellas. Observé con estupor que los vehículos, al llegar junto a los grupos de las casas, a los pueblos, a las ciudades, pasaban por encima, de manera que el que en ellos viajaba veía al mirar hacia abajo los tejados de las casas, las cuales, aunque eran muy elevadas, estaban muy por debajo de aquellos caminos, que mientras atravesaban el desierto estaban adheridos al suelo y, al llegar a los lugares habitados, se convertían en caminos aéreos, como formando un mágico puente. Desde allá arriba, se veían los habitantes en las casas, en los patios, en las calles y en los campos, ocupados en labrar sus tierras.
Cada una de aquellas calles conducía a una de nuestras Misiones. Al fondo de un camino larguísimo que se dirigía hacia Chile, vi una casa 1 con muchos Salesianos, los cuales se ejercitaban en la ciencia, en la piedad, en los diferentes artes y oficios y en la agricultura. Hacia el Mediodía estaba la Patagonia. En la parte opuesta, de una sola ojeada, pude ver todas nuestras casas de la República Argentina. Las del Uruguay, Paysandú, Las Piedras, Villa Colón; en Brasil pude ver el Colegio de Niterói y muchos otros institutos esparcidos por las provincias de aquel imperio. Hacia Occidente se abría una última y larguísima avenida que, atravesando ríos, mares y lagos, conducía a países desconocidos. En esta región, vi pocos Salesianos. Observé con atención y pude descubrir solamente a dos.

En aquel momento, apareció junto a mí un personaje de noble aspecto, un poco pálido, grueso, de barba rala y de edad madura. Iba vestido de blanco, con una especie de capa color rosa bordada con hilos de oro. Resplandecía en toda su persona. Reconocí en él a mi intérprete.
– ¿Dónde nos encontramos?, le pregunté señalándole aquel último país.
– Estamos en Mesopotamia, me replicó.
– ¿En Mesopotamia?, le repliqué. Pero, si esto es la Patagonia.
– Te repito, me replicó, que esto es Mesopotamia.
– Pues a pesar de ello… no logro convencerme.
– Pues así es: Esto es Me… so… po… ta… mia, concluyó el intérprete silabeando la palabra, para que me quedase bien impresa en la memoria.
– ¿Y por qué los Salesianos que veo aquí son tan pocos?
– Lo que no hay ahora, lo habrá con el tiempo, contestó mi intérprete.
Yo, entretanto, siempre de pie en aquella llanura, recorría con la vista aquellos caminos interminables y contemplaba con toda claridad, pero de manera inexplicable, los lugares que están y estarán ocupados por los Salesianos. ¡Cuántas cosas magníficas! Todos los detalles topográficos anteriores y los que siguen, parecen indicar la casa de Fortín Mercedes, a la orilla izquierda del Colorado. Es la casa de formación de la Inspectoría de San Francisco Javier, con estudiantado numeroso, escuelas profesionales, escuela de agricultura, y santuario, meta de peregrinaciones. ¡Vi todos y cada uno de los colegios! Vi como en un solo punto el pasado, el presente y el porvenir de nuestras misiones. De la misma manera que lo contemplé todo en conjunto de una sola mirada, lo vi también particularmente, siéndome imposible dar una idea, aunque somera, de aquel espectáculo. Solamente lo que pude contemplar en aquella llanura de Chile, de Paraguay, de Brasil, de la República Argentina, sería suficiente para llenar un grueso volumen, si quisiese dar una breve noticia de todo ello. Vi también en aquella amplia extensión, la gran cantidad de salvajes que están esparcidos por el Pacífico hasta el golfo de Ancud, por el Estrecho de Magallanes, Cabo de Hornos, Islas de San Diego, en las islas Malvinas. Toda la mies destinada a los Salesianos. Vi que entonces los Salesianos sembraban solamente, pero que nuestros seguidores cosecharían. Hombres y mujeres vendrán a reforzarnos y se convertirán en predicadores. Sus mismos hijos, que parece imposible puedan ser ganados para la fe, se convertirán en evangelizadores de sus padres y de sus amigos. Los Salesianos lo conseguirán todo con la humildad, con el trabajo, con la templanza. Todas las cosas, que yo contemplaba en aquel momento y que vi seguidamente, se referían a los Salesianos, su regular establecimiento en aquellos países, su maravilloso aumento, la conversión de tantos indígenas y de tantos europeos allí establecidos. Europa se volcará hacia América del Sur. Desde el momento en que en Europa se empezó a despojar a las iglesias de sus bienes, comenzó a disminuir el florecimiento del comercio, el cual fue e irá cada vez más de capa caída. Por lo que los obreros y sus familias, impulsados por la miseria, irán a buscar refugio en aquellas nuevas tierras hospitalarias.
Una vez contemplado el campo que el Señor nos tiene destinado y el porvenir glorioso de la Congregación Salesiana, me pareció que me ponía en viaje para regresar a Italia. Era llevado a gran velocidad por un camino extraño, altísimo, y de esa manera llegué al Oratorio. Toda la ciudad de Turín estaba bajo mis pies y las casas, los palacios, las torres me parecían bajas casucas: tan alto me encontraba. Plazas, calles, jardines, avenidas, ferrocarriles, los muros que rodean la ciudad, los campos, las colinas circundantes, las ciudades, los pueblos de la provincia, la gigantesca cadena de los Alpes cubierta de nieve estaban bajo mis pies y ofrecían a mis ojos un espectáculo maravilloso. Veía a los jóvenes allá en el Oratorio, tan pequeños que parecían ratoncitos. Pero su número era extraordinariamente grande; sacerdotes, clérigos, estudiantes, maestros de talleres lo llenaban todo; muchos partían en procesión y otros llegaban a ocupar las vacantes dejadas por los que se marchaban. Era un ir y venir continuo.
Todos iban a concentrarse en aquella extensísima llanura entre Chile y la República Argentina, de la cual había vuelto en un abrir y cerrar de ojos. Yo lo contemplaba todo. Un joven sacerdote, parecido a nuestro don José Pavía, pero que no lo era, con aire afable, palabra cortés y de cándido aspecto y encarnadura de niño, se acercó a mí y me dijo:
– He aquí las almas y los países destinados a los hijos de San Francisco de Sales. Yo estaba maravillado al ver la inmensa multitud que se había concentrado allí en un momento, desapareciendo seguidamente, sin que se distinguiese apenas en la lejanía la dirección que había tomado.

Ahora noto que, al contar mi sueño, lo hago a grandes rasgos, no siéndome posible precisar la sucesión exacta de los magníficos espectáculos que se me ofrecían a la vista y las varias circunstancias accesorias. El ánimo desfallece, la memoria flaquea, la palabra es insuficiente. Además del misterio que envolvía aquellas escenas, éstas se alternaban, se mezclaban, se repetían según diversas Concentraciones y divisiones de los misioneros y el acercarse o alejarse de ellos a aquellos pueblos llamados a la fe y a la conversión. Lo repito: veía en un solo punto el presente, el pasado y el futuro de aquellas misiones, con todas sus fases, peligros, éxitos, contrariedades y desengaños momentáneos que acompañaban a este apostolado. Entonces lo comprendía claramente todo, pero ahora es imposible deshacer esta intriga de hechos, de ideas, de personajes. Sería como quien quisiese condensar en un solo capítulo y reducir a un solo hecho y a una unidad el espectáculo del firmamento, describiendo el movimiento, el esplendor, las propiedades de todos los astros con sus relaciones y leyes particulares y recíprocas; mientras que un solo astro proporcionaría materia suficiente para ocupar la atención estudiosa de la mente mejor dotada. Y he de hacer notar que aquí se trata de cosas que no tienen relación con los objetos materiales.
Reanudemos, pues, el relato: dije que quedé maravillado al ver desaparecer tan inmensa multitud. Monseñor Cagliero estaba en aquel momento a mi lado. Algunos misioneros permanecían a cierta distancia. Otros estaban a mi alrededor, en compañía de un buen número de Cooperadores Salesianos, entre los cuales distinguí a Monseñor Espinosa, al Doctor Torrero, al Doctor Carranza y al Vicario General de Chile. Entonces el intérprete de siempre vino hacia mí, mientras yo hablaba con monseñor Cagliero y con muchos otros intentando aclarar si aquel hecho encerraba algún significado. De la manera más cortés, el intérprete me dijo:
– Escucha y verás.
Y he aquí que, al instante, aquella extensa llanura se convirtió en un gran salón. Yo no sería capaz de describir su magnificencia y riqueza. Solamente diré que, si alguien intentase dar una idea de ella y lo consiguiese, ningún hombre podría soportar su esplendor ni aun con la imaginación. Su amplitud era tal que no se podía abarcar con la vista, ni se podían ver sus muros laterales. Su altura era inconmensurable. Su bóveda terminaba en arcos altísimos, amplios y resplandecientes en sumo grado, sin que se distinguiese el lugar sobre el que se apoyaban. No existían pilastras ni columnas. En general, parecía que la cúpula de aquella gran sala fuese de candidísimo lino a guisa de tapiz. Lo mismo habría que decir del pavimento. No había luces, ni sol, ni luna, ni estrellas, pero sí un resplandor general que se difundía igualmente por todas partes. La misma blancura del lino resplandecía y hacía visible y amena cada una de las partes del salón, su ornamentación, las ventanas, la entrada, la salida. Se sentía en todo el ambiente una suave fragancia mezclada con los más gratos olores.
Un fenómeno se produjo en aquel momento. Una serie de pequeñas mesas formaban una sola de longitud extraordinaria. Las había dispuestas en todas las direcciones y todas convergían en un único centro. Estaban cubiertas de elegantísimos manteles y, sobre ellas, se veían colocados hermosísimos floreros con multiformes y variadas flores.
La primera cosa que notó monseñor Cagliero fue:
– Las mesas están aquí, pero ¿y los manjares? En efecto, no había preparada comida alguna, ni bebida de ninguna especie, ni había tampoco platos, ni copas, ni recipientes en los cuales se pudiesen colocar los manjares. Tal vez quería decir monseñor Domingo Cruz, Vicario Capitular de la diócesis de Concepción. El intérprete replicó entonces: – Los que vienen aquí neque sitient, neque esurient amplius (Ya no tendrán hambre ni sed Ap 7.16.)

Dicho esto, comenzó a entrar gente, vestida de blanco, con una sencilla cinta a manera de collar, de color rosa, recamada de hilos de oro que les ceñía el cuello y las espaldas. Los primeros en entrar formaban un número limitado, sólo un pequeño grupo. Apenas penetraban en aquella gran sala se iban sentando en torno a la mesa para ellos preparada, cantando: ¡Viva! ¡Triunfo! Y entonces comenzó a aparecer una variedad de personas, grandes y pequeños, hombres y mujeres, de todo género, de diversos colores, formas y actitudes, resonando los cánticos por todas partes. Los que estaban ya colocados en sus puestos cantaban: ¡Viva! Y los que iban entrando: ¡Triunfo! Cada turba que penetraba en aquel local representaba a una nación o sector de nación que sería convertida por los misioneros.

Di una ojeada a aquellas mesas interminables y comprobé que había sentadas junto a ellas muchas hermanas nuestras y gran número de nuestros hermanos. Estos no llevaban distintivo alguno que proclamase su calidad de sacerdotes, clérigos o religiosas, sino que, al igual de los demás, tenían la vestidura blanca y el manto de color rosa. Pero mi admiración creció de pronto cuando vi a unos hombres de aspecto tosco, con el mismo vestido que los demás, cantando: ¡Viva! ¡Triunfo!
Entonces nuestro intérprete dijo:
– Los extranjeros y los salvajes, que bebieron la leche de la palabra divina de sus educadores, se hicieron propagandistas de la palabra de Dios.
Vi, en medio de la multitud, grupos de muchachos con aspecto rudo y extraño, y pregunté:
– ¿Y estos niños que tiene una piel tan áspera que parece la de los sapos, pero tan bella y de un color tan resplandeciente? ¿Quiénes son?
El intérprete respondió:
– Son los hijos de Cam que no han renunciado a la herencia de Leví. Estos reforzarán los ejércitos para defender el reino de Dios que ha llegado finalmente a nosotros. Su número era reducido, pero los hijos de sus hijos lo han acrecentado. Ahora escuchad y ved, pero no podréis entender los misterios que contemplaréis.
Aquellos jovencitos pertenecían a la Patagonia y al África Meridional.
Entretanto aumentaron tanto las filas de los que penetraron en aquella sala extraordinaria, que todos los asientos aparecían ocupados. Sillas y escaños no tenían una forma determinada, sino que tomaban la que cada uno quería. Cada uno estaba contento del lugar que ocupaba y del que ocupaban los demás.
Y he aquí que, mientras de todas partes salían voces de: ¡Viva! ¡Triunfo!, llegó finalmente una gran turba que, en actitud festiva, venía al encuentro de los que ya habían entrado, cantando: ¡Aleluya, gloria, triunfo!
Cuando la sala apareció completamente llena y los millares de reunidos eran incontables, se hizo un profundo silencio y, seguidamente, aquella multitud comenzó a cantar dividida en coros diversos:
El primer coro: Appropinquavit in nos regnum Dei (El reino de Dios está cerca, Lc. 10:11), laetentur Coeli et exultet terra (Alégrense los cielos, exulte la tierra, 1 Cr 16:31), Dominus regnavit super nos, alleluia (El Señor reinó sobre nosotros).

El segundo coro: Vicerunt et ipse Dominus dabit edere de ligno vitae et non esurient in aeternum, alleluia (Al vencedor daré a comer del árbol de la vida, y no tendrá hambre para siempre, aleluya, Ap. 2:7)

Y un tercer coro: Laudate Dominum omnes gentes, laudate eum omnes populi (Todos los pueblos alaben al Señor, todos los pueblos canten su alabanza, Sal 117:1)

Mientras cantaban estas y otras cosas alternando los unos con los otros, de pronto se hizo por segunda vez un profundo silencio. Después comenzaron a resonar voces
que procedían de lo alto y de lejos. El sentido del cántico era éste y la armonía que le acompañaba era difícil de expresar: Soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum (sólo a Dios honor y gloria por los siglos de los siglos 1Ti 1:17). Otros coros, que resonaban siempre en la altura y desde muy lejos, respondían a estas voces: Semper gratiarum actio illi qui erat, est et venlurus est. Illi eucharistia, illi soli honor sempiternus (Acción de gracias eterna a Aquel que era, que es y que ha de venir. A Él la Eucaristía, sólo a Él el honor eterno).

Pero, en aquel momento, los coros bajaron y se acercaron. Entre aquellos músicos celestes estaba Luis Colle. Los que estaban en la sala comenzaron entonces a cantar y se unieron, mezclándose las voces de manera que semejaban instrumentos músicos maravillosos, con unos sonidos cuya extensión no tenía límites. Aquella música parecía compuesta al mismo tiempo por mil notas y mil grados de elevación que se unían formando un solo acorde. Las voces altas subían de una manera imposible de imaginar. Las voces de los que estaban en la sala bajaban sonoras y alcanzaban escalas difíciles de expresar. Todos formaban un coro único, una sola armonía, pero tanto los bajos como los contraltos eran de tal gusto y belleza y penetraban en los sentidos produciendo tal efecto, que el hombre se olvidaba de su propia existencia y yo caí de rodillas a los pies de monseñor Cagliero exclamando:
– ¡Oh, Cagliero! ¡Estamos en el Paraíso!
Monseñor Cagliero me tomó por la mano y me dijo:
– No es el Paraíso, es una sencilla, una débil figura de lo que en realidad será el Paraíso.

Entretanto las voces humanas de los dos grandiosos coros proseguían y cantaban con indecible armonía: Soli Deo honor et gloria et triumphus, alleluia, in aeternum, in aeternum! (Sólo a Dios el honor, la gloria y la victoria, aleluya, por los siglos de los siglos). Aquí me olvidé de mí mismo y no sé qué fue de mí. Por la mañana, a duras penas me podía levantar del lecho; apenas me daba cuenta de lo que hacía cuando me dirigía a celebrar la Santa Misa.

El pensamiento principal, que me quedó grabado después de este sueño, fue el de dar a monseñor Cagliero y a mis queridos misioneros un aviso de suma importancia relacionado con la suerte futura de nuestras Misiones: – Todas las solicitudes de los Salesianos y de las Hijas de María Auxiliadora han de encaminarse a promover vocaciones eclesiásticas y religiosas.
(MB IT XVII, 299-305 / MB ES 260-265)




Maravillas de la Madre de Dios invocadas bajo el título de María Auxiliadora (11/13)

(continuación del artículo anterior)

Apéndice de cosas diversas

I. La antigua costumbre de consagrar las iglesias

            Una vez construida una iglesia, no es posible cantar en ella los oficios divinos, celebrar el santo sacrificio y otras funciones eclesiásticas, si antes no ha sido bendecida o consagrada. El obispo, con la multiplicidad de cruces y la aspersión de agua bendita, pretende purificar y santificar el lugar con exorcismos contra los malos espíritus. Esta bendición puede ser realizada por el obispo o por un simple sacerdote, pero con ritos diferentes. Cuando se trata de la unción del sagrado crisma y de los santos óleos, la bendición corresponde al obispo, y se llama solemne, real y consecutiva porque tiene el complemento de todas las demás, y más aún porque la materia bendecida y consagrada no puede convertirse en uso profano; de ahí que se llame estrictamente consagración. Si entonces en tales ceremonias sólo se realizan ciertas oraciones con ritos y ceremonias similares, la función puede ser realizada por un sacerdote, y se llama bendición.
            La bendición puede ser realizada por cualquier sacerdote, con el permiso del Ordinario, pero la consagración pertenece al Papa, y sólo al obispo. El rito de consagrar las iglesias es muy antiguo y está lleno de profundos misterios, y Cristo como niño santificó su observancia, mientras que su cabaña y el pesebre se convirtieron en un templo en la ofrenda hecha por los Magos. Así pues, la cueva se convirtió en un templo y el pesebre en un altar. San Cirilo nos dice que por los apóstoles el cenáculo donde recibieron el Espíritu Santo fue consagrado en una iglesia, una sala que también representaba a la Iglesia universal. En efecto, según Nicéforo Calisto, hist. lib. 2, cap. 33, tal era la solicitud de los apóstoles que en todos los lugares donde predicaban el Evangelio consagraban alguna iglesia u oratorio. El pontífice san Clemente I, creado en el año 93, sucesor nada menos que del discípulo de san Pedro, entre sus otras ordenaciones decretó que todos los lugares de oración fueran consagrados a Dios. Ciertamente en tiempos de San Pablo las iglesias estaban consagradas, como algunos de los eruditos, escribiendo a los Corintios en el c. III, ¿aut Ecclesiam Dei contemnitis? San Urbano I, elegido en el año 226, consagró la casa de Santa Cecilia en una iglesia, como escribió Burius in vita eius. San Marcelo I, creado en el año 304, consagró la iglesia de Santa Lucina, como relata el papa San Dámaso. También es cierto que la solemnidad de la pompa, con la que hoy se realiza la consagración, aumentó con el tiempo, después de que Constantino, al restablecer la paz en la Iglesia, construyera suntuosas basílicas. Incluso los templos de los gentiles, antes morada de falsos dioses y nido de mentiras, fueron convertidos en iglesias con la aprobación del piadoso emperador, y consagrados con la santidad de las venerables reliquias de los mártires. Entonces, según las prescripciones de sus predecesores, el papa san Silvestre I estableció el rito solemne, que fue ampliado y confirmado por otros papas, especialmente por san Félix III. San Inocencio I estableció que las iglesias no debían consagrarse más de una vez. El Pontífice San Juan I en su viaje a Constantinopla por los asuntos de los arrianos consagró las iglesias de los herejes como católicas, como leemos en Bernini.

II. Explicación de las principales ceremonias utilizadas en la consagración de iglesias.

            Sería largo describir las explicaciones místicas que los santos Padres y Doctores dan de los ritos y ceremonias de la consagración de las iglesias. Cecconi habla de ellos en los capítulos X y XI, y el padre Galluzzi en el capítulo IV, del que podemos resumir lo siguiente.
            Los sagrados Doctores no dudaron, pues, en afirmar que la consagración de la iglesia es una de las más grandes funciones sagradas eclesiásticas, como se deduce de los sermones de los santos Padres y de los tratados litúrgicos de los autores más famosos, que demuestran la excelencia y nobleza que encierra tan hermosa función, encaminada toda ella a hacer respetar y venerar la casa de Dios. Las vigilias, ayunos y oraciones se predican para preparar los exorcismos contra el demonio. Las reliquias representan a nuestros santos. Y para que las tengamos siempre presentes y en el corazón, se colocan en la caja con tres granos de incienso. La escalera por la que el obispo asciende a la unción de las doce cruces nos recuerda que nuestra meta final y primordial es el Paraíso. Dichas cruces y otras tantas velas significan los doce Apóstoles, los doce Patriarcas y los doce Profetas, que son la guía y los pilares de la Iglesia.
            Además, en la unción de las doce cruces en otros tantos lugares distribuidos por la pared consiste formalmente la consagración, y se dice que la iglesia y sus paredes están consagradas, como señala San Agustín, lib. Agustín, lib. 4, Contra Crescent. La iglesia se cierra para representar la Sión celestial, donde no se entra a menos que se esté purgado de toda imperfección, y con varias oraciones se invoca la ayuda de los santos, y la luz del Espíritu Santo. La vuelta que el obispo da tres veces, en unidad con el clero alrededor de la iglesia, pretende aludir a la vuelta que los sacerdotes daban con el arca alrededor de los muros de Jericó, no para que cayeran los muros de la iglesia, sino para que el orgullo del demonio y su poder se apagaran mediante la invocación a Dios y la repetición de las oraciones sagradas, mucho más eficaces que las trompetas de los antiguos sacerdotes o levitas. Los tres golpes que el obispo da con la punta de su báculo en el umbral de la puerta nos muestran el poder del Redentor sobre su Iglesia, no se trata de la dignidad sacerdotal que ejerce el obispo. El alfabeto griego y latino representa la antigua unión de los dos pueblos producida por la cruz del mismo Redentor; y la escritura que el obispo hace con la punta del báculo significa la doctrina y el ministerio apostólicos. La forma, pues, de esta escritura significa la cruz, que debe ser el objeto ordinario y principal de todo aprendizaje de los fieles cristianos. Significa también la creencia y la fe de Cristo transmitida de los judíos a los gentiles, y de ellos transmitida a nosotros. Todas las bendiciones están llenas de profundo significado, como lo están todas las cosas que se emplean en el augusto servicio. La unción sagrada con la que se impregnan el altar y las paredes de la iglesia significa la gracia del Espíritu Santo, que no puede enriquecer el templo místico de nuestra alma si antes no se limpia de sus manchas. El servicio termina con la bendición al estilo de la santa Iglesia, que siempre comienza sus acciones con la bendición de Dios y las termina con ella, porque todo comienza con Dios y termina en Dios. Se termina con el sacrificio no sólo para cumplir el decreto pontificio de San Higino, sino porque no es una consagración completa donde con la Misa no se consume también completamente incluso la víctima.
            Por la grandeza del rito sagrado, por la elocuencia de su significación mística, se ve fácilmente cuánta importancia le concede la santa Iglesia, nuestra madre, y, por consiguiente, cuánta importancia debemos concederle nosotros. Pero lo que debe aumentar nuestra veneración por la casa del Señor es ver hasta qué punto este rito está fundado e informado por el verdadero espíritu del Señor revelado en el Antiguo Testamento. El espíritu que guía hoy a la Iglesia a rodear de tanta veneración los templos del culto católico es el mismo que inspiró a Jacob a santificar con óleo el lugar donde tuvo la visión de la escalera; es el mismo que inspiró a Moisés y a David, a Salomón y a Judas Macabeo a honrar con ritos especiales los lugares destinados a los misterios divinos. ¡Oh, cuánto nos enseña y consuela esta unión de espíritu de uno y otro Testamento, de una y otra Iglesia! Nos muestra cuánto le gusta a Dios ser adorado e invocado en sus iglesias, así como cuán gustosamente responde a las oraciones que le dirigimos en ellas. ¡Cuánto respeto por un lugar, cuya profanación armó la mano de un Dios con el azote y lo transformó de manso cordero en severo castigador!
            Acudamos, pues, al templo sagrado, pero con frecuencia, pues diaria es la necesidad que tenemos de Dios; intervengamos en él, pero con confianza y con temor religioso. Con confianza, pues allí encontramos a un Padre dispuesto a escucharnos, a multiplicarnos el pan de sus gracias como en el monte, a abrazarnos como al hijo pródigo, a consolarnos como a la mujer cananea, en las necesidades temporales como en las bodas de Caná, en las espirituales como en el Calvario; con temor, porque ese Padre no deja de ser nuestro juez, y si tiene oídos para oír nuestras oraciones, también tiene ojos para ver nuestras ofensas, y si ahora calla como cordero paciente en su tabernáculo, hablará con voz terrible el gran día del juicio. Si le ofendemos fuera de la Iglesia, aún nos quedará la iglesia como refugio para el perdón; pero si le ofendemos dentro de la Iglesia, ¿dónde iremos para ser perdonados?
            En el templo se aplaca la justicia divina, se recibe la misericordia divina, suscepimus divinam misericordiam tuam in medio templi tui. En el templo María y José encontraron a Jesús cuando lo habían perdido, en el templo lo encontraremos si lo buscamos con ese espíritu de santa confianza y santo temor con que María y José lo buscaron.

Copia de la inscripción sellada en la piedra angular de la iglesia dedicada a María Auxiliadora en Valdocco.

D. O. M.

UT VOLUNTATIS ET PIETATIS NOSTRAE
SOLEMNE TESTIMONIUM POSTERIS EXTARET
IN MARIAM AGUSTAM GENITRICEM
CHRISTIANI NOMINIS POTENTEM
TEMPLUM HOC AB INCHOATO EXTRUERE
DIVINA PROVIDENTIA UNICE FRETIS
IN ANIMO FUIT
QUINTA TANDEM CAL. MAI. AN. MDCCCLXV
DUM NOMEN CHRISTIANUM REGERET
SAPIENTIA AC FORTITUDINE
PIUS PAPA IX PONTIFEX MAXIMUS
ANGULAREM AEDIS LAPIDEM
IOAN. ANT. ODO EPISCOPUS SEGUSINORUM
DEUM PRECATUS AQUA LUSTRALI
RITE EXPIAVIT
ET AMADEUS ALLOBROGICUS V. EMM. II FILIUS
EAM PRIMUM IN LOCO SUO CONDIDIT
MAGNO APPARATU AC FREQUENTI CIVIUM CONCURSU
HELLO O VIRGO PARENS
VOLENS PROPITIA TUOS CLIENTES
MAIESTATI TUAE DEVOTOS
E SUPERIS PRAESENTI SOSPITES AUXILIO.

I. B. Francesia scripsit.

Traducción.

Como solemne testimonio puesto a la posteridad de nuestra benevolencia y religión hacia la augusta Madre de Dios María Auxiliadora, resolvimos construir este templo desde los cimientos el día XXVII de abril del año MDCCCLXV, gobernando la Iglesia Católica con sabiduría y fortaleza, el Pontífice Máximo Pío IX bendijo la piedra angular de la iglesia según los ritos religiosos por Giovanni Antonio Odone obispo de Susa y Amedeo de Saboya hijo de Vittorio E. II. II la colocó en su lugar por primera vez en medio de gran pompa y gran afluencia de público. Salve, oh Virgen Madre, socorre benignamente a tus devotos con tu majestad y defiéndelos desde el cielo con eficaz ayuda.

Himno leído en la solemne bendición de la piedra angular.

Cuando el adorador de ídolos
            La guerra fue declarada a Jesús,
            Cuántos mil intrépidos
            ¡La tierra ensangrentó!
            De feroces luchas indemne
            De Dios la Iglesia que surgió
            Aún propaga su vida
            De un mar a otro.

Y aún se jacta de sus mártires
            Este humilde valle,
            Aquí murió Octavio,
            Aquí cayó Solutor.
            ¡Hermosa victoria inmortal!
            Sobre el sangriento césped
            De mártires se ensalza
            Tal vez el altar divino.

Y aquí la afligida juventud
            Abre sus suspiros,
            Un refrigerio para su alma
            Encuentra en sus mártires;
            Aquí la viuda despreciada
            De devoto y santo corazón
            Deposita su humilde llanto
            En el seno del Rey de Reyes,

Y a ti, que vences soberanamente
            Más que mil espadas,
            A ti que ostentas glorias
            En todos los ámbitos,
            A Ti poderoso y humilde
            A Quien todo el nombre habla,
            MARÍA, AUXILIO,
            Templo elevamos a Ti.

Así, oh Virgen misericordiosa,
            sé grande para tus devotos,
            Sobre ellos en copia
            derrama tus favores.
            Ya con tierna pupila
            La joven PRÍNCIPE mira
            que aspira a tus laureles,
            ¡Oh Madre del redentor!

El de mente y carácter
            De noble sentimiento,
            A ti se entrega, oh Virgen,
            De años en flor;
            Él con mirada asidua
            Te canta canciones sagradas,
            Y ahora anhela los brazos
            El rugido de siempre.

El de Amadeus la gloria,
            Las grandes virtudes de Umberto
            Guarda en su corazón, y recuerda
            Su celeste corona;
            Y de las nubes blancas,
            De los equipos celestiales
            De la Madre bendita
            Escucha el piadoso discurso.

Querido y amado Príncipe,
            Una hueste de santos héroes,
            ¿Qué benéfico pensamiento
            te trae aquí entre nosotros?
            Utiliza a la aureada realeza
            Del excelso esplendor del mundo
            De miserable escualidez
            ¿Te dignaste visitar?

Hermosa esperanza para el pueblo,
            En medio del cual vienes,
            Que tus días vivan
            Tranquilos, dulces y serenos:
            Nunca sobre tu joven cabeza
            Sobre tu alma segura
            Que no chille la desgracia,
            Que ningún día amargo amanezca.

Sabio y celoso prelado,
            y nobles señores,
            ¿Cuánto gustan al Eterno
            Vuestros santos ardores?
            Bendita vida y plácida
            Vive quien por el decoro
            Del Templo su tesoro
            O la obra prodigó.

¡Oh dulce y piadoso espectáculo!
            ¡Oh día memorable!
            ¡Día más bello y noble!
            ¿Qué se ha visto y cuándo?
            Bien hablas a mi alma:
            De este aún más bello
            Seguramente será el día
            Que el Templo se abre al cielo.

En el difícil trabajo
            Dorados beneficios,
            Y pronto llegará a su fin,
            Con alegría en Dios descansas;
            Y entonces fundiendo fervorosamente
            En mi cítara una canción:
            Alabaremos al Santo
            A la Fortaleza de Israel.

(continuación)




El segundo sueño misionero: a través de América (1883)

            Don Bosco contó este sueño el cuatro de septiembre, en la sesión de la mañana, al Capítulo General. Don Juan Bautista Lemoyne lo escribió en seguida y el Siervo de Dios lo repasó del principio al fin, añadiendo y modificando algo. Nosotros imprimiremos en letra cursiva las partes, que en el original revelan la mano del Santo; en cambio, encerraremos entre corchetes algunos párrafos que Lemoyne introdujo posteriormente a manera de apostillas, hijas de posteriores explicaciones que le dio don Bosco.

            Era la noche precedente a la fiesta de Santa Rosa de Lima, 30 de agosto, y tuve un sueño. Me parecía estar durmiendo y, al mismo tiempo, que corría a gran velocidad, por lo que me sentía cansado no sólo de correr, sino también de escribir y como consecuencia del trabajo propio de mis habituales ocupaciones. Mientras pensaba si se trataba de un sueño o de una realidad, me pareció entrar en una sala de estar donde había numerosas personas hablando de cosas diversas.
            Se entabló una larga conversación sobre la multitud de salvajes que, en Australia, en las Indias, en China, en África y más particularmente en América, viven aún en número extraordinario sepultados en las sombras de la muerte.
            – Europa, dijo con seriedad uno de aquellos pensadores, la cristiana Europa, la gran maestra de la civilización, parece que se deja llevar de la apatía respecto a las misiones extranjeras. Pocos son les que se sienten animados a emprender largos viajes hacia países desconocidos para salvar las almas de millones de criaturas que también fueron redimidas por el Hijo de Dios, por Cristo Jesús.
            Otro dijo:
            ¡Qué enorme cantidad de idólatras viven fuera de la Iglesia, lejos del conocimiento del Evangelio, solamente en América! Los hombres piensan y los geógrafos se engañan al creer que las Cordilleras de América son como una gran muralla que nos separa de aquella parte del mundo. Y no es así. Aquellas extensísimas cadenas de montañas tienen muchas sinuosidades de mil, y más kilómetros de longitud. en ellas hay selvas inexploradas, bosques, animales, piedras que por otra parte escasean en aquellas latitudes. Carbón mineral, petróleo, cobre, hierro, plata y oro escondidos en aquellas montañas, en el lugar donde ((386)) fueron colocados por la mano omnipotente del Creador en beneficio de los hombres. ¡Oh, Cordilleras, Cordilleras, cuán rica es vuestra zona oriental!
            En aquel momento me sentí presa del deseo de pedir explicaciones sobre muchas cosas y de saber quiénes fuesen aquellas personas allí reunidas y en qué lugar me encontraba. Pero dije para mí: – Antes de hablar es necesario observar qué clase de gente es ésta. Y dirigí la mirada a mi alrededor y pude comprobar que todos aquellos personajes me eran desconocidos. Ellos entretanto, como si sólo en aquel momento me hubiesen conocido, me invitaron a pasar y me acogieron bondadosamente.
            Yo pregunte entonces:
            – Decidme, por favor: ¿Estamos en Turín, en Londres, en Madrid o en París? ¿Dónde estamos? Y vosotros, ¿quiénes sois? ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
            Pero todos aquellos señores contestaban de una manera vaga hablando siempre de las misiones.
            Inmediatamente después se acercó a mí un joven de unos dieciséis años, de amable expresión y de sobrehumana belleza, cuyo cuerpo despedía una luz más radiante que la del sol. Su vestido estaba tejido con celestial hermosura y en la cabeza llevaba un gorro a manera de corona recamado de vivísimas piedras preciosas. Mirándome con ojos de bondad, mostró por mí un interés especial. Su sonrisa expresaba un afecto atrayente en extremo. Me llamó por mi nombre, me tomó de la mano y comenzó a hablarme de la Congregación Salesiana.
            Yo me sentía encantado sólo con escuchar su voz. A cierto punto lo interrumpí diciéndole:
            – ¿Con quién tengo el honor de hablar? Haced el favor de decirme vuestro nombre.
            Y el joven:
            – ¡No temáis! Hablad con toda confianza, que estáis con un amigo.
            – Pero y ¿vuestro nombre?
            – Os lo diría si hiciese al caso, pero no hace falta, porque me debéis conocer.
            Y mientras decía esto, sonreía.
            Me fijé mejor en aquella fisonomía rodeada de luz. ¡Cuán hermosa era! Entonces reconocí en él al hijo del Conde Luis Fleury Colle, de Tolón, insigne bienhechor de nuestra casa y especialmente de las Misiones de América. Este jovencito había muerto poco tiempo antes.
            – ¡Oh, ¿tú?, exclamé llamándole por su nombre. ¡Luis! ¿Y todos éstos quiénes son?
            – Son amigos de vuestros Salesianos y yo como amigo vuestro y de los Salesianos, en nombre de Dios, querría daros un poco de trabajo.
            – Veamos de qué se trata. ¿Qué trabajo es ése?
            – Sentaos aquí, en esta mesa, y después tirad de esta cuerda.
            En medio de aquella gran sala había una mesa sobre la que estaba enrollada una cuerda y vi que la cuerda estaba marcada como el metro con rayas y números. Más tarde me di cuenta también de que aquella sala estaba colocada en América del Sur, precisamente sobre la línea del Ecuador y que los números grabados en la cuerda correspondían a los grados geográficos de latitud. Yo tomé, pues, un extremo de la cuerda, lo examiné y vi que al principio tenía señalado el número cero.
            Yo reía. Y aquel joven angelical, me dijo:

            – No es tiempo de reír. ¡Observad! ¿Qué es lo que hay escrito sobre la cuerda?
            – El número cero.
            – Tirad un poco.
            Tiré un poco de la cuerda y apareció el número 1.
            – Tirad aún un poco más y haced un gran rollo con la cuerda.
            Así lo hice y aparecieron los números 2, 3, 4, hasta el 20.
            – ¿Basta ya?, pregunté.
            – No; más, más. Seguid tirando hasta que encontréis un nudo, replicóme el jovencito.
            Continué tirando hasta el 47, donde encontré un grueso nudo. Desde aquí la cuerda seguía, pero dividida en numerosas cuerdecillas que se dirigían hacia Oriente, Occidente y Mediodía.
            – ¿Basta ya?, pregunté. – ¿Qué número es?, preguntó a su vez el jovencito. – El número 47. – ¿Cuánto hacen 47 más 3? – ¡Cincuenta! – ¿Más 5? – ¡Cincuenta y cinco!
            – No lo olvidéis: ¡Cincuenta y cinco!
            Después me dijo:
            – Seguid tirando.
            – Ya he llegado al final, le dije.
            – Entonces volved hacia atrás y tirad de la cuerda por la otra parte. Tiré de la cuerda por la parte opuesta hasta llegar al número 10.
            Aquel joven dijo entonces:
            – ¡Tirad más!
            – Ya no se puede más. No hay más.
            – ¡Cómo! ¿Que no hay más? ¡Observad bien! ¿Qué hay?
            – Hay agua, respondí.
            En efecto: en aquel momento se operó un fenómeno extraordinario, que sería imposible describir. Yo me encontraba en aquella habitación y, al tirar de aquella cuerda, ante mi vista se ofrecía la perspectiva de un país inmenso que yo dominaba como a vista de pájaro y que se extendía cada vez más, según se iba alargando la cuerda.
            Desde el primer cero hasta el número 55, era una extensión de tierra inmensa que después de un estrecho mar, al fondo se dividía en cien islas, de las que una era mucho mayor que las otras. A estas islas parece que aludían las cuerdecillas desparramadas que partían del gran nudo. Cada cuerdecita iba a dar a una isla. Algunas de éstas estaban habitadas por indígenas bastante numerosos; otras estériles, desnudas, rocosas, deshabitadas; otras completamente cubiertas de hielo y nieve. A occidente numerosos grupos de islas, habitadas por muchos salvajes. (Parece ser que el nudo colocado sobre el número o grado 47 representase el lugar de partida, el centro salesiano, la misión principal donde los misioneros, después de concentrados, salieron hacia las islas Malvinas, Tierra del Fuego y otras islas de aquellas regiones de América).
            Por la tarde opuesta, esto es, del 0 al 10 continuaba la misma tierra terminando en aquella agua que ya había visto últimamente. Me pareció que aquella agua era el Mar de las Antillas que contemplaba entonces de manera tan sorprendente que no me sería posible expresar con palabras tal visión.

            Cuando yo dije: – Hay agua, aquel jovencito me respondió:
            – Ahora sume 55 más 10. ¿Cuánto hacen?
            Y yo:
            – Suman 65.
            – Ahora ponedlo todo junto y formaréis una sola cuerda.
            – ¿Y después?
            – ¿Hacia esta parte qué es lo que hay?
            – Y me señalaba un punto en el panorama.
            – Hacia el Occidente veo altísimas montañas y al Oriente el mar.
            (He de hacer notar que yo lo veía todo en conjunto, como en miniatura, lo mismo que después, como diré, vi en su grandiosa realidad y en toda su extensión, y los grados señalados en la cuerda y que correspondían con exactitud a los grados geográficos de latitud, fueron los que me permitieron retener en la memoria durante varios años los puntos sucesivos que visité, al hacer el viaje en la segunda parte del             sueño).
            Mi joven amigo prosiguió:
            – Pues bien, estas montañas son como una orilla, como un confín. Desde aquí hasta allá se extiende la mies ofrecida a los salesianos. Son millares y millones de habitantes que esperan vuestro auxilio, que aguardan la fe.
            Dichas montañas eran las cordilleras de los Andes de América del Sur y aquel mar el Océano Atlántico.
            – Y ¿cómo hacer?, repliqué yo; ¿cómo conseguir conducir tantos pueblos al redil de Jesucristo:
            – ¿Cómo hacer? ¡Mirad!
            Y he aquí que llega don Angel Lago que traía una canasta de higos pequeños y verdes, el cual me dijo:
            – ¡Tome, don Bosco!
            – ¿Qué me traes?, pregunté yo mientras me fijaba en el contenido del canasto.
            – Me han dicho que se los traiga a usted.
            – Pero, estos higos no son comestibles; no están maduros.
            Entonces, mi joven amigo tomó aquel canasto, que era muy ancho, pero que tenía muy poco fondo, y me lo presentó diciendo:
            – ¡He aquí el regalo que os hago!
            – ¿Y qué debo hacer con estos higos?
            – Estos higos no están maduros, pero pertenecen a la gran higuera de la vida. Debéis buscar la manera de hacerlos madurar.
            Don Ángel Lago, secretario particular de don Miguel Rúa, muerto en olor de santidad en 1914.

            – ¿Y cómo? Si fuesen más grandes… se podrían hacer madurar con paja, como se suele hacer con los demás frutos; pero tan pequeños… tan verdes… Es imposible.
            – Muy al contrario; habéis de saber que para hacer madurar estos higos es necesario que todos ellos se unan de nuevo a la planta.
            – ¡Eso es increíble! ¿Cómo hacer?
            – ¡Mirad!
            Y tomando uno de aquellos frutos lo introdujo en un vaso lleno de sangre, después en otro vaso de agua y dijo:
            – Con el sudor y con la sangre los salvajes quedarán de nuevo unidos a la planta y serán gratos al dueño de la vida.
            Yo pensaba: – Pero para conseguir esto se necesita mucho tiempo.
            Y seguidamente dije en alta voz: – No sé qué decir.
            Pero aquel joven para mí tan querido, leyendo mis pensamientos, prosiguió:
            – Esto se conseguirá antes de que se cumpla la segunda generación.

            – ¿Y cuál será la segunda generación?
            – La presente no se cuenta. Habrá una y después otra.
            Yo hablaba confusamente, aturullado y como balbuceando al escuchar los magníficos destinos reservados a nuestra Congregación y pregunté:
            – Pero, cada una de estas generaciones, ¿cuántos años comprende?
            – ¡Sesenta años!
            – ¿Y después?
            – ¿Queréis ver lo que sucederá después? ¡Venid!
            Y sin saber cómo, me encontré en una estación de ferrocarril. En ella había reunida mucha gente. Subimos al tren.
            Yo pregunté dónde estábamos. Aquel joven me respondió:
            – ¡Notadlo bien! ¡Mirad! Vamos de viaje a lo largo de la Cordillera.
            Tenéis el camino abierto también hacia Oriente hasta el mar. Es otro regalo del Señor.
            – ¿Y a Boston, donde nos aguardan, cuándo iremos?
            – Cada cosa a su tiempo.
            Y así diciendo sacó un mapa donde se destacaba en grande la diócesis de Cartagena (Colombia). (Este era el punto de partida).
            Mientras yo examinaba aquel mapa, la máquina silbó y el tren se puso en movimiento. Durante el viaje, mi amigo hablaba mucho, pero yo no lo podía oír por el ruido que hacía el tren. Con todo, aprendí cosas hermosísimas y nuevas sobre astronomía, náutica, meteorología, sobre la fauna y la flora, sobre la topografía de aquellas regiones, que él me explicaba con maravillosa precisión. Salpicaba entretanto sus palabras con una digna y, al mismo tiempo, tierna familiaridad, demostrando el afecto que me profesaba. Desde un principio, me había tomado de la mano y así me tuvo afectuosamente sujeto hasta el fin del sueño. Yo llevaba a veces la otra mano que me quedaba libre sobre la suya, pero ésta parecía escapar de la mía como si se evaporase y solamente su izquierda estrechaba mi derecha. El jovencito sonreía ante mi inútil tentativa.
            Yo al mismo tiempo miraba a través de las ventanillas del vagón y veía desfilar ante mí diversas y estupendas regiones. Bosques, montañas, llanuras, ríos larguísimos y majestuosos que jamás pensé existiesen en regiones tan distantes de sus fuentes. Por un espacio de más de mil millas costeamos el borde de una floresta virgen, hoy día aún sin explorar. Mi mirada adquiría una visibilidad asombrosa. No encontraba obstáculos para llegar hasta el límite de aquellas regiones. No sé explicar cómo se verificaba en mi vista tan extraordinario fenómeno. Yo estaba como quien, desde lo alto de una colina, al ver extendida a sus pies una gran región, se coloca delante de los ojos, a pequeña distancia, una estrecha tira de papel y no ve nada o muy poco; más si se quita aquel papel o lo levanta o lo baja un poco, la vista puede extenderse hasta el extremo horizonte. Así me sucedió a mí durante aquella intuición adquisitiva; pero con esta diferencia: a medida que yo me fijaba en un punto y este punto pasaba delante de mí, era así como si se fuesen levantando sucesivamente diversos telones, tras los cuales, yo contemplaba distancias incalculables. No sólo veía las Cordilleras cuando estaban lejos, sino también las cadenas de montañas, aisladas en aquellas llanuras inconmensurables, a las cuales veía en sus más pequeños detalles. (Las de Nueva Granada, de Venezuela, de las tres Guayanas; las de Brasil y de Bolivia hasta los últimos confines).
            Pude, pues, comprobar la exactitud de aquellas frases oídas al principio del sueño en la gran sala situada bajo el grado cero. Veía las entrañas de las montañas y los profundos senos de las llanuras. Tenía ante mi vista las riquezas incomparables de aquellos países, riquezas que un día serían descubiertas. Vi innumerables minas de metales preciosos, galerías interminables de carbón mineral, depósitos de petróleo tan abundantes como hasta ahora no se han encontrado en otros lugares. Pero esto no era todo. Entre el grado 15 y el 20 había una sinuosidad tan larga y tan estrecha que partía de un punto donde se formaba un lago. Entonces una voz dijo repetidas veces:
            – Cuando se comiencen a explotar las minas escondidas en aquellos montes, aparecerá aquí la tierra prometida que mana leche y miel. Será una riqueza inconcebible.
            Pero tampoco esto era todo. Lo que mayormente me sorprendió fue el ver que en varios lugares en los que las Cordilleras, replegándose sobre sí mismas, formaban valles, de los cuales los actuales geógrafos ni siquiera sospechan la existencia, imaginándose que en aquellas partes las faldas de las montañas están como cortadas a pico. En estos valles y en estas sinuosidades que tal vez se extendían millares y millares de kilómetros, habitan densas poblaciones que aún no han entrado en contacto con los europeos, pueblos que son aun completamente desconocidos.
            El tren continuaba, entretanto, a toda marcha y después de girar hacia un lado y hacia otro, se detuvo. Allí bajó una gran parte de los viajeros que, pasando bajo las Cordilleras, se dirigió a Occidente.
            (Don Bosco se refería a Bolivia. La estación era tal vez La Paz, donde una galería, al abrir el paso hacia el litoral del Pacífico, puede poner en comunicación el Brasil con Lima por medio de otro ferrocarril).
            El tren se puso nuevamente en movimiento, siguiendo siempre hacia adelante. Como en la primera parte del viaje, atravesamos florestas, penetramos en algunos túneles, pasamos sobre gigantescos viaductos, nos internamos entre las gargantas de las montañas, costeamos lagos y lagunas, sobre enormes puentes cruzamos ríos anchísimos, recorrimos inmensas llanuras y praderas. Bordeamos el Uruguay. Creí que era un río poco caudaloso, pero es anchísimo. En un punto vi al río Paraná que se acerca al Uruguay como si viniese a ofrecerle el tributo de sus aguas; más, después de discurrir durante un buen trecho paralelamente, se alejan haciendo un ancho recodo. Ambos ríos eran (Según estos pocos datos parece que esta futura línea de ferrocarriles, saliendo de La Paz, llegaría a Santa Cruz, pasando por la única abertura que existe en los montes llamados Cruz de la Sierra, que es atravesada por el río Guapay; bordearía el río Parapiti en la provincia de Chiquitos, en Bolivia; tocaría el extremo norte de la República del Paraguay; entraría después en la provincia de San Pablo, en el Brasil, llegando a Río de Janeiro. De una estación intermedia, en la provincia de San Pablo, partiría tal vez la línea ferroviaria que pasando entre los ríos Paraná y Uruguay, uniría la capital del Brasil con las Repúblicas del Uruguay y Argentina).
            El tren continuaba en marcha, y girando hacia una parte y hacia la otra, después de un largo espacio de tiempo, se detuvo por segunda vez. Aquí descendió también del convoy mucha gente que pasando bajo las Cordilleras se dirigió hacia Occidente. (Don Bosco indicó en la República Argentina la provincia de Mendoza.
            Por tanto, la estación era tal vez la de Mendoza y el túnel el que ponía en comunicación con Santiago, capital de la República de Chile).
            El tren reemprendió la marcha a través de las Pampas y de la Patagonia. Los campos cultivados y las casas esparcidas por una parte y otra, indicaban que la civilización tomaba posesión de aquellos desiertos.
            Al comenzar a recorrer la Patagonia, pasamos junto a una ramificación del Río Colorado o del Chubut (o tal vez del Río Negro). No podía comprobar si su corriente iba hacia el Atlántico o hacia las Cordilleras. Quería resolver este problema, pero no lo lograba, no siendo posible el orientarme.
            Finalmente llegamos al Estrecho de Magallanes. Yo miraba. Bajamos. Ante mí, veía Punta Arenas. El suelo, por espacio de varias millas, estaba todo recubierto de yacimientos de carbón, de tablas, de travesaños de madera, de inmensos montones de metal, parte en bruto, parte trabajado. Largas filas de vagonetas de mercancías ocupaban las vías. Mi amigo me señaló todas estas cosas. Entonces le pregunté:
            – ¿Y qué quiere decir todo esto?
            El me respondió:
            – Lo que ahora es sólo un proyecto, un día será realidad. – Estos salvajes en el futuro serán tan dóciles que ellos mismos acudirán a instruirse, rindiendo su tributo a la religión, a la civilización y al comercio. Lo que en otras partes es motivo de admiración, aquí lo será hasta el punto de superar a cuanto causa estupor entre otros pueblos.
            – Ya he visto bastante, repliqué; ahora llévame a ver a mis Salesianos de la Patagonia.
            Volvimos a la estación y subimos al tren para el regreso. Después de haber recorrido un gran trecho de camino, la máquina se detuvo junto a un pueblo bastante grande. (Situado tal vez en el grado 47, donde al principio del sueño había visto aquel grueso nudo de la cuerda). En la estación no había nadie esperándome. Bajé del tren y me encontré inmediatamente con los Salesianos. Había allí muchas casas y gran número de habitantes; varias iglesias, escuelas, varios colegios para jovencitos, internados para adultos, artesanos y agricultores y un dispensario de religiosas que se dedicaban a labores diversas. Nuestros misioneros se encargaban al mismo tiempo de los jovencitos y de los adultos.
            Yo me mezclé entre ellos. Eran muchos, pero yo no los conocía y entre ellos no vi a ninguno de mis primeros hijos. Todos me contemplaban maravillados, como si fuese una persona desconocida y yo les decía:
            – ¿No me conocéis? ¿No conocéis a don Bosco?
            – ¡Oh, don Bosco! Nosotros le conocemos de fama, pero le hemos visto solamente en las fotografías. ¡En persona no le conocemos!
            – Y don Fagnano, don Costamagna, don Lassagna, don Milanesio, ¿dónde están?
            – Nosotros no los hemos conocido. Son los que vinieron aquí en tiempos pasados: los primeros Salesianos que llegaron de Europa a estos países. ¡Pero han pasado ya tantos años después de su muerte!
            Al oír esta respuesta pensé maravillado: – Pero» esto es un sueño o una realidad? Y golpeaba las manos una contra la otra, me tocaba los brazos y me movía oyendo el palmoteo, y me sentía a mí mismo y me persuadía de que no estaba dormido.

            Esta visión fue cosa de un instante. Después de contemplar el progreso maravilloso de la Iglesia Católica, de la Congregación y de la civilización en aquellas regiones, yo daba gracias a la Providencia por haberse dignado servirse de mí como instrumento de su gloria y de la salvación de las almas.
            El jovencito Colle, entretanto, me dio a entender que era hora de volver atrás; por tanto, después de saludar a mis Salesianos, volvimos a la estación, donde el tren estaba preparado para la partida. Subimos, silbó la máquina y nos dirigimos hacia el Norte. Me causó gran maravilla una novedad que pude contemplar. El territorio de la Patagonia en su parte más próxima al Estrecho de Magallanes, entre las Cordilleras y el Océano Atlántico, era menos ancho de lo que ordinariamente creen los geógrafos.
            El tren avanzaba velozmente y me pareció que recorría las provincias hoy ya civilizadas de la República Argentina.
            En nuestra marcha penetramos en una floresta virgen, muy ancha, larguísima, interminable. A cierto punto la máquina se detuvo y ante mi vista apareció un doloroso espectáculo. Una turba inmensa de salvajes se había concentrado en un espacio despejado de la floresta. Sus rostros eran deformes y repugnantes; estaban vestidos al parecer con pieles de animales, cosidas las unas a las otras. Rodeaban a un hombre amarrado que estaba sentado sobre una piedra. El prisionero era muy grueso, porque los salvajes le habían alimentado bien. Aquel pobrecillo había sido capturado y parecía pertenecer a una nación extranjera por la regularidad de sus facciones. Los salvajes lo habían sometido a un interrogatorio y él les contestaba narrándoles sus diversas aventuras, fruto de sus viajes. De pronto, un salvaje se levantó y blandiendo un grueso hierro que no era una espada, pero mucho más afilado, se lanzó sobre el prisionero y de un solo golpe le cortó la cabeza. Todos los viajeros del ferrocarril estábamos asomados a las puertas y ventanillas observando la escena y mudos de espanto. El mismo Colle miraba y callaba. La víctima lanzó un grito desgarrador al ser herida. Sobre el cadáver, que yacía en un lago de sangre, se lanzaron aquellos caníbales y haciéndolo pedazos colocaron aquellas carnes aún calientes y palpitantes sobre un fuego encendido a propósito y, después de asarlas un poco, comenzaron a comérselas medio crudas. Al grito de aquel desgraciado, la máquina se puso en movimiento y poco a poco adquirió su velocidad vertiginosa.
            Durante larguísimas horas avanzamos a lo largo de las orillas de un río interminable. Y el tren unas veces discurría por la orilla derecha y a veces por la izquierda. Yo me fijé mucho por la ventanilla en los puentes sobre los cuales hacíamos estos cambios. Entretanto, sobre aquellas orillas aparecían de cuando en cuando numerosas tribus de salvajes. Siempre que veíamos aquellas turbas, el jovencito Colle repetía:
            – ¡He ahí la mies de los Salesianos! ¡He ahí la mies de los Salesianos!
            Entramos después en una región llena de animales feroces y de reptiles venenosos, de formas extrañas y horribles. Hormigueaban por las faldas de los montes, por los senos de las colinas, por los salientes de aquellos montes y de aquellas colinas cubiertas de sombra, por las orillas de los lagos, por las márgenes de los ríos, por las llanuras, por los declives, por las playas. Unos parecían perros con alas y eran extraordinariamente gordos, de abultado abdomen (símbolo de la gula, de la lujuria, de la soberbia). Otros eran sapos grandísimos que se alimentaban de ranas. Se veían ciertos escondrijos llenos de animales de formas diversas de los que nosotros conocemos. Estas tres especies de alimañas estaban mezcladas y gruñían sordamente como si quisieran morderse. Se veían también tigres, hienas, leones, pero diferentes de las especies comunes de Asia y África. Mi compañero me dirigió entonces la palabra diciéndome mientras me señalaba aquellas fieras:
            – Los Salesianos las amansarán.
            El tren, entretanto, se acercaba al lugar de donde habíamos salido, del cual estábamos ya poco distantes. El joven Colle sacó entonces un mapa topográfico de una belleza extraordinaria y me dijo:
            – ¿Queréis ver el viaje que habéis hecho? ¿Las regiones que hemos recorrido?
            – Con mucho gusto, le respondí.
            El entonces extendió aquel mapa en el cual estaba dibujada con maravillosa exactitud toda la América del Sur. Aún más, allí estaba representado todo lo que fue, todo lo que es, todo lo que será aquella región, sin confusión alguna, sino con una claridad tal que de un solo golpe de vista se veía todo. – Yo lo comprendí inmediatamente, pero como los detalles eran tantos, la clara visión de aquellas cosas me duró apenas una hora, y en la actualidad en mi mente reina una gran confusión.
            Mientras contemplaba aquel mapa a la espera de que el jovencito añadiera alguna explicación, emocionado por la sorpresa de lo que tenía ante mis ojos, me pareció que Quirino 1 tocase el Ave María del alba, pero me desperté y me di cuenta que eran las campanas de la parroquia de San Benigno. El sueño había durado toda la noche.
            Don Bosco puso término a su relato con estas palabras:
            – Con la dulzura de San Francisco de Sales, los Salesianos atraerán hacia Cristo los pueblos de América. Será empresa dificilísima el moralizar a los salvajes; pero sus hijos obedecerán con toda facilidad las consignas de los misioneros y se fundarán colonias y la civilización suplantará a la barbarie y así muchos salvajes entrarán en el redil de Cristo.
(MB IT XVI, 385-394 / MB ES 324-332)




La serpiente y el rosario (1862)

I parte

            El 20 de agosto de 1862, después de rezadas las oraciones de la noche y de dar unos avisos relacionados con el orden de la casa, dijo don Bosco:

            – Quiero contaros un sueño que tuve hace algunas noches. (Tal vez se trate de la precedente a la festividad de la Asunción de María Santísima).
            Soñé que me encontraba en compañía de todos los jóvenes en Castelnuovo de Asti, en casa de mi hermano. Mientras todos hacían recreo, vino hacia mí un desconocido y me invitó a acompañarle. Le seguí y me condujo a un prado próximo al patio y allí me señaló entre la hierba una enorme serpiente de siete u ocho metros de longitud y de un grosor extraordinario. Horrorizado al contemplarla, quise huir.
            – No, no, me dijo mi acompañante; no huya; venga conmigo y vea.
            – ¿Y cómo quiere, respondí, que yo me atreva a acercarme a esa bestia?
            – No tenga miedo, no le hará ningún mal; venga conmigo.
            – ¡Ah! exclamé; no soy tan necio como para exponerme a tal peligro.
            – Entonces, continuó mi acompañante, aguarde aquí.
            Y seguidamente fue en busca de una cuerda y con ella en la mano volvió junto a mí y me dijo:
            – Tome esta cuerda por una punta y sujétela bien; yo agarraré el otro extremo y me pondré en la parte opuesta y así la mantendremos suspendida sobre la serpiente.
            – Y después?
            – Después la dejaremos caer sobre su espina dorsal.
            – ¡Ah! No; por favor. ¡Ay de nosotros si lo hacemos! La serpiente saltará enfurecida y nos despedazará.
            – No, no; déjeme a mí, añadió el desconocido, yo sé lo que me hago.
            – No, de ninguna manera; no quiero hacer una experiencia que me pueda costar la vida. Y ya me disponía a huir. Pero él insistió de nuevo, asegurándome que no había nada que temer; que la serpiente no me haría el menor daño. Y tanto me dijo, que me quedé donde estaba, dispuesto a hacer lo que me decía. El, entretanto, pasó al otro lado del monstruo, levantó la cuerda y con ella dio un latigazo sobre el lomo del animal. La serpiente dio un salto volviendo la cabeza hacia atrás para morder el objeto que la había herido, pero en lugar de clavar los dientes en la cuerda, quedó enlazada en ella como por un nudo corredizo. Entonces el desconocido me gritó:
            – Sujete bien la cuerda, sujétela bien, que no se le escape. Y corrió a un peral que había allí cerca y ató a su tronco el extremo que tenía en la mano; corrió después hacia mí, tomó la otra punta y fue a amarrarla a la reja de una ventana de la casa. Entretanto la serpiente se agitaba, movía furiosamente sus anillos y daba tales golpes con la cabeza y anillos en el suelo, que sus carnes se rompían saltando a pedazos a gran distancia. Así continuó mientras tuvo vida; y, una vez que hubo muerto, no quedó de ella más que el esqueleto descarnado.
            Entonces, aquel mismo hombre desató la cuerda del árbol y de la ventana, la recogió, formó con ella un ovillo y me dijo:
            – ¡Preste atención!
            Metió la cuerda en una caja, la cerró, y después de unos momentos, la abrió. Los jóvenes habían acudido a mi alrededor. Miramos el interior de la caja y quedamos maravillados. La cuerda estaba dispuesta de tal manera que formaba las palabras: ¡Ave María!
            – Pero ¿cómo es posible?, dije. Tú metiste la cuerda en la caja a la buena de Dios y ahora aparece de esa manera.
            – Mira, dijo él; la serpiente representa al demonio y la cuerda el Ave María, o mejor, el Rosario, que es una serie de Ave María con el cual, y con las cuales se puede derribar, vencer, destruir a todos los demonios del infierno.
            – Hasta aquí, concluyó don Bosco, llega la primera parte del sueño. Hay otra segunda parte más interesante para todos. Pero ya es tarde y por eso la contaremos mañana por la noche. Entretanto, tengamos presente lo que dijo mi amigo respecto al Ave María y al Rosario. Recémosla devotamente ante cualquier asalto de la tentación, seguros de que saldremos siempre victoriosos.
            ¡Buenas noches!
            Al llegar aquí séanos permitido hacer algún comentario, ya que don Bosco no dió ninguna interpretación a esta escena.
            El peral que aparece en el sueño es el mismo al que don Bosco niño amarrara una cuerda asegurando el otro extremo de la misma a otro árbol poco distante, para entretener con juegos de destreza a sus paisanos, obligándoles de esta manera a escuchar sus lecciones de catecismo. Nos parece poder comparar este peral con aquel árbol del cual se lee en «El cantar de los Cantares», capítulo II, versículo 3:
Sicut malus inter ligna silvarum, sic dilectus meus inter filios. (Como el manzano entre los árboles silvestres, así mi Amado entre los mozos). El comentarista Tirino y otros renombrados intérpretes de la Sagrada Escritura hacen notar que el manzano representa aquí a cualquier árbol frutal. Dicha planta, productora de una sombra agradable y salutífera, es símbolo de Jesucristo, de su cruz, de la virtud de la cual dimana la eficacia de la oración y la seguridad de la victoria. ¿Será éste el motivo por el que un extremo de la cuerda, fatal para la serpiente, fue atada al peral? Y la otra punta, amarrada al enrejado de la ventana, podría simbolizar que al morador de aquella casa y a sus hijos les había sido confiada la misión de propagar el Rosario por todas partes.
            Así parece que lo comprendió don Bosco.
            En I Becchi instituyó la fiesta anual del Santo Rosario; quiso que los alumnos de sus casas rezasen todos los días la tercera parte del mismo; en sus pláticas y mediante la publicación de numerosos folletos, procuró resucitar esta devoción en el seno de la familia. Defendía siempre que el Rosario era un arma capaz de proporcionar la victoria, no sólo a los individuos, sino a toda la Iglesia. Por eso sus discípulos publicaron todas las encíclicas de León XIII sobre esta oración tan del agrado de María; y con el Boletín Salesiano animaron al cumplimiento de los deseos del Vicario de Jesucristo.

Reverendísimo Padre (don Miguel Rúa):

            A mi regreso a Roma, después del Congreso Eucarístico de Nápoles, veo con mucho agrado que la exhortación dirigida a los párrocos en el Boletín Salesiano comienza a producir sus frutos. Doy por ello las gracias a V.S. Rdma. y le aseguro que ha realizado una obra muy grata al Santo Padre, el cual desea muchísimo se mantengan vivas sus encíclicas sobre el Rosario mediante la creación de la Cofradía del mismo título.
            A los sentimientos de gratitud, añado además una súplica; y es que, de cuando en cuando, renueve con breves líneas su recuerdo a párrocos y rectores de iglesias, para que el olvido no les haga perder de vista la fundación de la
            Cofradía del Santo Rosario.
            Dios ayude siempre a V.S. Rdma. de quien me profeso.
            Seguro servidor en Jesús y María.

            Roma, Palacio del Santo Oficio. 27 de noviembre de 1891.
           
Fr. VICENTE LEON SALLUA
            Arzobispo de Calcedonia

II parte

            Al día siguiente, 22 de agosto, le rogamos insistentemente que si no quería hacerlo en público, al menos nos contase en privado la segunda parte del sueño. Se resistía a condescender con nuestros deseos, más después de reiteradas súplicas accedió y nos aseguró que por la noche continuaría el relato. Así lo hizo. Rezadas las oraciones, continuó:
            – Dadas vuestras continuas peticiones, narraré la segunda parte del sueño. Si no todo, al menos os diré lo que puedo referiros. Pero antes es necesario que os ponga una condición, a saber, que nadie escriba ni diga fuera de casa lo que voy a contar. Comentadlo entre vosotros, tomadlo a risa si queréis, haced lo que os plazca, pero sólo entre vosotros.
            Mientras hablábamos aquel personaje y yo, sobre el significado de la cuerda y de la serpiente, me volví hacia atrás y vi algunos jóvenes que recogían pedazos de carne de la serpiente y se los comían. Entonces les grité inmediatamente:
            – Pero ¿qué es lo que hacéis? ¡Estáis locos! ¿No sabéis que esa carne es venenosa y que os hará mucho daño?
            – No, no, me respondían los muchachos; está muy buena.
            Pero, después de haberla comido, caían al suelo, se hinchaban y se tornaban duros como una piedra. Yo no sabía qué hacer, porque a pesar de aquel espectáculo, cada vez era mayor el número de los que comían de aquellas carnes. Yo gritaba a uno y a otro; daba bofetadas a éste, un puñetazo a aquél, intentando impedir que comiesen; pero era inútil. Aquí caía uno, mientras allá comenzaba otro a comer. Entonces llamé a los clérigos en mi auxilio y les dije que se mezclasen entre los jóvenes y se industriasen de manera que ninguno comiese aquella carne. Mi orden no tuvo el efecto deseado, sino que algunos de los mismos clérigos se pusieron también a comer carne de la serpiente y cayeron al suelo igual que los demás. Yo estaba fuera de mí, al ver a mi alrededor a tan gran número de muchachos tendidos por tierra en el más miserable de los estados.
            Me volví entonces al desconocido y le dije:
            – Pero ¿qué quiere decir eso? Estos jóvenes saben que esa carne les ocasiona la muerte, y con todo la comen. ¿Cuál es la causa?
            El me contestó: -Ya sabes queanimalis homo non percipit ea quae Dei sunt: (el hombre animal no capta las cosas del espíritu de Dios 1Cor 2,14)
            – Pero no hay remedio para que esos jóvenes vuelvan en sí?
            – Sí, que lo hay.
            – Y cuál sería?
            – No hay otro más que el yunque y el martillo.
            – El yunque? ¿El martillo? ¿Y cómo hay que emplearlos?
            – Hay que someter a los jóvenes a la acción de entrambos instrumentos.
            – Cómo? ¿Acaso debo colocarlos sobre el yunque y luego golpearlos con el martillo?
            Entonces aquél explicando su pensamiento, dijo:
            – Mira: el martillo significa la Confesión; el yunque, la Comunión; hay que usar estos dos medios. Puse manos a la obra y comprobé que los indicados eran unos remedios eficacísimos, mas no para todos. Muchísimos recuperaban la vida y curaban, pero el remedio era inútil para algunos. Estos son los que no se confesaban bien.
            Cuando los jóvenes se retiraron a los dormitorios -continúa Provera-, pregunté a don Bosco por qué su orden a los clérigos, para que impidiesen a los muchachos comer la carne de la serpiente, no había conseguido el efecto deseado. Y me respondió:
            – No todos obedecieron; por el contrario, vi a algunos de los clérigos, como ya dije, que también comían de aquella carne». Estos sueños representan, en resumidas cuentas, la realidad de la vida. Con las palabras y con los hechos don Bosco refleja el estado interior de una, de cien comunidades en las que, en medio de grandes virtudes, también existen miserias humanas. Y no hay que maravillarse de ello, tanto más que el vicio, por su propia naturaleza, tiende a expandirse más que la virtud, de donde nace la necesidad de una vigilancia continua.
            Alguien podrá objetar que habría sido más conveniente atenuar u omitir alguna descripción un tanto enojosa, pero nuestro parecer no es el mismo. Si la historia ha de cumplir su noble oficio de maestra de la vida, debe describir el pasado tal y como fue en realidad, para que las generaciones futuras puedan animarse ante el ejemplo del fervor y de la virtud de los que les precedieron y, al mismo tiempo, conocer sus faltas y errores, deduciendo de ellos la prudencia con que debe regular los propios actos. Una narración que sólo presentase un lado de la realidad histórica, conduciría irremisiblemente a un falso concepto de la misma. Errores y defectos, repetidas veces cometidos, al no ser reconocidos como tales, volverían a ser causa de nuevas transgresiones sin gran esperanza de enmienda. Una mal entendida apología de nada sirve a los benévolos, ni convierte a los mal dispuestos; en cambio, una franqueza ilimitada engendra crédito y confianza.
            Por tanto, nosotros, al exponer nuestra manera de pensar diremos, además, que don Bosco dio al sueño las explicaciones más adecuadas para las inteligencias de los jóvenes, dejando entrever otras de no menor importancia. No las presentó con toda claridad, porque no creyó llegado el momento oportuno para hacerlo. En efecto: vemos que en lo sueños habla no solamente del presente, sino también del porvenir lejano, como sucede en el de la Rueda y en otros que iremos exponiendo. Las carnes podridas del monstruo no podrían significar el escándalo que hace perder la fe; ¿la lectura de los libros inmorales, irreligiosos? ¿Qué indican la desobediencia al Superior, la caída al suelo, la hinchazón, la dureza de los miembros, sino la culpa, la soberbia, la obstinación en el mal, la malicia?
            El veneno es el mismo con que ha contaminado aquella comida maldita el dragón descrito por Job en el capítulo XLI, que aseguran los Santos Padres ser figura de Lucifer. El versículo 15 de dicho capítulo, dice así: Su corazón es duro como roca. Y así se trueca el corazón de los miserables envenenados en rebelde y obstinado en el mal. -Y cuál será el remedio contra tal dureza? Don Bosco emplea un símbolo un tanto oscuro, pero que señala un remedio sobrenatural. A nosotros se nos ocurre esta explicación: es necesario que la gracia preveniente, obtenida mediante la oración y con los sacrificios de los buenos, encienda los corazones endurecidos y los haga maleables; se necesita que los dos sacramentos, es decir, el martillo de la humildad que golpea y el yunque de la eucaristía sobre el que recibe una forma constante y artística, para ser después enfriado, ejerzan su eficacia divina y concurran a realizar la obra de templar un corazón llagado y dócil a la par. Será entonces cuando éste, rodeado de un nimbo de espléndidos rayos de luz, vuelva a ser lo que fuera en otro tiempo.
            Así expresada nuestra idea, volvemos a las crónicas. Con la protección de María Santísima, don Bosco estaba seguro de recibir y vencer los ataques del enemigo infernal y, en consecuencia, preparaba a sus alumnos para la fiesta de la Natividad de la Madre de Dios. El 29 de agosto dió la primera florecilla y otras cinco en las noches sucesivas. Bonetti las escribió.

            1.ª Hagamos todo un esfuerzo para pasar esta novena sin cometer pecado alguno, ni morral ni venial,
            2.ª Dar un buen consejo a un amigo.
            En la noche siguiente lo dio él a todos en general y dijo que nos hiciésemos generosa violencia para corregir nuestros malos hábitos mientras somos jóvenes; y que tuviésemos con los superiores gran confianza, lo mismo para las cosas del alma que para las cosas del cuerpo.
            3.ª Pensar si sería bueno hacer una confesión general, y esto para los que aún no la han hecho; los que ya la hicieron, rezar un acto de contrición por todos los pecados de la vida pasada.
            4.ª Nos contó lo que una vez dijo don José Cafasso a un comerciante que le preguntó qué era lo que más le gustaba a la Virgen. Replicóle él:
            – Qué es lo que más gusta a las madres?
            El otro contestó:
            – A las madres les gusta mucho que se acaricie a sus hijos.
            – Bravo, respondió don José Cafasso, has contestado bien; si, por tanto, quieres hacer algo muy agradable a la Virgen, haz muchas caricias a su Divino Hijo Jesús; primero, con una santa comunión, y después, teniendo lejos de tu corazón toda clase de pecado, aunque sólo sea venial. Así dijo don José Cafasso y lo mismo os digo yo a vosotros.
(MB IT VII, 238-239.242-245 / MB ES VII,201-202.204-205)