Vera Grita, Mística de la Eucaristía

            En el centenario del nacimiento de la Sierva de Dios Vera Grita, laica, Cooperadora Salesiana (Roma 28 de enero de 1923 – Pietra Ligure 22 de diciembre de 1969) se presenta un perfil biográfico y espiritual de su testimonio.

Roma, Modica, Savona
            Vera Grita nace en Roma el 28 de enero de 1923, segunda hija de Amleto, fotógrafo de profesión por generaciones, y de María Ana Zacco della Pirrera, de origen noble. La familia, muy unida, estaba compuesta por su hermana mayor Giuseppa (llamada Pina) y sus hermanas menores Liliana y Santa Rosa (llamada Rosa). El 14 de diciembre del mismo año, Vera recibe el Bautismo en la parroquia de San Gioacchino in Prati, también en Roma.

            Vera manifiesta desde niña un carácter bueno y apacible que no se estropeará por los acontecimientos negativos que se abaten sobre ella: a los once años tuvo que abandonar a su familia y alejarse de sus afectos más querido junto con su hermana menor Liliana, para reunirse en Módica, Sicilia, con las tías paterna que estaban dispuestas a ayudar a los padres de Vera, afectados por apuros financieros debido a la crisis económica de 1929-1930. En este periodo, Vera manifiesta su ternura hacia su hermana menor estando cerca de ella cuando esta llora por las noches por su mamá. Vera se siente atraída por un gran cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, colgado en la sala donde con las tías cada día reza las oraciones de la mañana y el Rosario. A menudo permanece en silencio ante ese cuadro y repite con frecuencia que quiere ser religiosa cuando sea mayor. El día de su Primera Comunión (24 de mayo de 1934) no quiso quitarse el hábito blanco porque temía no mostrar suficientemente a Jesús la alegría de tenerle en el corazón. En la escuela obtiene buenos resultados y es sociable con sus compañeros.
            A los diecisiete años, en 1940, regresa con su familia. La familia se traslada a Savona y Vera se gradúa en el Istituto Magistrale al año siguiente. Vera a la edad de veinte años debe enfrentarse a una nueva y dolorosa separación debido a la muerte prematura de su padre Amleto (1943) y renuncia a seguir los estudios universitarios a los que aspiraba, para ayudar económicamente a la familia.

El día de la Primera Comunión

El drama de la guerra
            Pero es la Segunda Guerra Mundial, con el bombardeo de Savona en 1944, lo que causará a Vera un daño irreparable: determinará el curso posterior de su vida. Vera es atropellada y pisoteada por la multitud que huye y busca refugio en un túnel-refugio.

Vera alrededor de los 14-15 años

La medicina llama síndrome de aplastamiento a las consecuencias físicas que se producen tras bombardeos, terremotos, derrumbes estructurales, a consecuencia de los cuales se aplasta un miembro o todo el cuerpo. Lo que se produce entonces es un daño muscular que afecta a todo el cuerpo, especialmente a los riñones. Como consecuencia del aplastamiento, Vera sufrirá lesiones lumbares y de espalda que causarán daños irreparables a su salud, con fiebres, dolores de cabeza y pleuresía. Con este dramático suceso comenzó el “Vía Crucis” de Vera, que durará 25 años, durante los cuales alternaría largas estancias en el hospital con su trabajo. A los 32 años, le diagnostican la enfermedad de Addison, que la consumirá debilitando su organismo: Vera llegará a pesar solamente 40 kilos. A los 36 años, Vera se sometió a una histerectomía total (1959), que le provocará una menopausia prematura y agravará la astenia que ya padecía como consecuencia de la enfermedad de Addison.
            A pesar de su precaria condición física, Vera se presenta y gana un concurso como maestra de escuela primaria. Se dedicará a la enseñanza durante los últimos diez años de su vida terrena, prestando servicio en escuelas del interior de Liguria de difícil acceso (Rialto, Erli, Alpicella, Deserto di Varazze), suscitando estima y afecto entre sus colegas, padres y alumnos.

Cooperadora Salesiana
            En Savona, en la parroquia salesiana de María Auxiliadora, participa de la Misa y es asidua al sacramento de la Penitencia. Desde 1963 su confesor es el salesiano P. Juan Bocchi. Cooperadora Salesiana desde 1967, realiza su llamada en la entrega total de sí misma al Señor, que de manera extraordinaria se entrega a Él, en lo más profundo de su corazón, con la “Voz”, con la “Palabra”, para comunicarle la Obra de los Sagrarios Vivientes. Pone a disposición todos sus escritos a su director espiritual, el salesiano P. Gabriello Zucconi, y guarda en el silencio de su corazón el secreto de aquella llamada, guiada por el divino Maestro y por la Virgen María que lo acompañaran por el camino de la vida oculta, del despojo y del vaciamiento de sí misma.

            Bajo el impulso de la gracia divina y aceptando la mediación de sus guías espirituales, Vera Grita respondió al don de Dios testimoniando en su vida, marcada por la fatiga de la enfermedad, el encuentro con el Resucitado, y dedicándose con generosidad heroica a enseñar y educar a sus alumnos, contribuyendo a las necesidades de su familia y dando testimonio de una vida de pobreza evangélica. Centrada y firme en el Dios que ama y sostiene, con gran firmeza interior se hace capaz de soportar las pruebas y los sufrimientos de la vida. Sobre la base de esta solidez interior, da testimonio de una existencia cristiana hecha de paciencia y constancia en el bien.
            Muere el 22 de diciembre de 1969 en Pietra Ligure, en el hospital Santa Corona, en una pequeña habitación donde había pasado los últimos seis meses de su vida en un creciente sufrimientos aceptados y vividos en unión con Jesús Crucificado. “El alma de Vera – escribirá el P. Giuseppe Borra, salesiano, su primer biógrafo, con sus mensajes y cartas entra en las filas de esas almas carismáticas llamadas a enriquecer la Iglesia con llamas de amor a Dios y a Jesús Eucaristía para la expansión del Reino”. Ella es uno de esos granos de trigo que el Cielo ha dejado caer a la Tierra para que fructifique, a su tiempo, en el silencio y en lo oculto.

En peregrinación a Lourdes

Vera de Jesús
            La vida de Vera Grita se desarrolla en el breve lapso de 46 años marcados por acontecimientos históricos dramáticos, como la gran crisis económica de 1929-1930 y la Segunda Guerra Mundial, y termina en el umbral de otro acontecimiento histórico significativo: la protesta del 1968 (mayo francés de 1968), que tendrá profundas repercusiones a nivel cultural, social, político, religioso y eclesial.

Con algunos miembros de su familia

La vida de Vera comienza, se desarrolla y termina en medio de estos acontecimientos históricos, de los que sufre las dramáticas consecuencias a nivel familiar, emocional y físico. Al mismo tiempo, su historia muestra cómo atravesó estos acontecimientos afrontándolos con la fuerza de su fe en Jesucristo, dando así testimonio de una fidelidad heroica al Amor crucificado y resucitado. Fidelidad que, al final de su vida terrena, el Señor le recompensará dándole un nuevo nombre: Vera de Jesús. “Te he dado mi Santo Nombre, y a partir de ahora te llamarás y serás ‘Vera de Jesús’” (Mensaje del 3 de diciembre de 1968).
            Probada por diversas enfermedades que, con el tiempo, delinean una situación de desgaste físico generalizado e irrecuperable, Vera vive en el mundo sin ser del mundo, manteniendo la estabilidad y el equilibrio interior gracias a su unión con Jesús en la Eucaristía recibida diariamente, y a la conciencia de su Permanencia Eucarística en su alma. Es por tanto la Santa Misa el centro de la vida cotidiana y espiritual de Vera, donde, como una pequeña “gota de agua”, se une al vino para estar inseparablemente unida al Amor infinito que continuamente se da, salva y sostiene al mundo.
            Unos meses antes de su muerte, Vera escribe a su padre espiritual, el P. Gabriello Zucconi: “Las enfermedades que he llevado dentro de mí durante más de veinte años han degenerado, devorado por la fiebre y el dolor en todos mis huesos, estoy viva en la Santa Misa”. De nuevo: “Permanece la llama de la Santa Misa, la chispa divina que me anima, me da vida, después el trabajo, los chicos, la familia, la imposibilidad de encontrar en ella un lugar tranquilo donde aislarme para rezar, o el cansancio físico después de la escuela”.

La Obra de los Tabernáculos Vivientes
            Durante los largos años de sufrimiento, consciente de su fragilidad y limitación humana, Vera aprendió a confiarse a Dios y a abandonarse totalmente a su voluntad. Mantiene esta docilidad incluso cuando el Señor le comunica la Obra de los Sagrarios Vivientes, en los últimos 2 años y 4 meses de su vida terrena. Su amor a la voluntad de Dios llevó a Vera al don total de sí misma: primero con los votos privados y el voto de “pequeña víctima” para los sacerdotes (2 de febrero de 1965); después con el ofrecimiento de su vida (5 de noviembre de 1968) para el nacimiento y desarrollo de la Obra de los Sagrarios Vivientes, siempre en plena obediencia a su director espiritual.
            El 19 de septiembre de 1967 inicia la experiencia mística que la invitó a vivir plenamente la alegría y la dignidad de ser hija de Dios, en comunión con la Trinidad y en intimidad eucarística con Jesús recibido en la Sagrada Comunión y presente en el Sagrario. “El vino y el agua somos nosotros: yo y tú, tú y yo. Somos uno: yo cavo en ti, cavo, cavo para construirme un templo: déjame trabajar, no me pongas obstáculos […] la voluntad de mi Padre es ésta: que yo permanezca en ti, y tú en mí. Juntos daremos grandes frutos”. Son 186 los mensajes que componen la Obra de los Sagrarios Vivientes que Vera, luchando contra el miedo a ser víctima de un engaño, escribe en obediencia al padre Zucconi.
            El “Llévame contigo” expresa de forma sencilla la invitación de Jesús a Vera. ¿Dónde, llévame contigo? Donde vives: Vera es educada y preparada por Jesús para vivir en unión con Él. Jesús quiere entrar en la vida de Vera, en su familia, en la escuela donde enseña. Una invitación dirigida a todos los cristianos. Jesús quiere salir de la Iglesia de piedra y quiere vivir en nuestros corazones con la Eucaristía, con la gracia de la permanencia eucarística en nuestras almas. Quiere venir con nosotros adonde vayamos, para vivir nuestra vida familiar, y quiere llegar a los que viven lejos de Él viviendo en nosotros.

En la estela del carisma salesiano
            En la Obra de los Sagrarios Vivientes hay referencias explícitas a Don Bosco y su “da mihi animas cetera tolle”, vivir en unión con Dios y confiar en María Auxiliadora, para dar a Dios a través de un apostolado incansable que coopere en la salvación de la humanidad. La Obra, por voluntad del Señor, se confía en primer lugar a los hijos de Don Bosco para su realización y difusión en las parroquias, en los institutos religiosos y en la Iglesia: “He elegido a los Salesianos porque viven con los jóvenes, pero su vida de apostolado debe ser más intensa, más activa, más sentida”.

            La Causa de Beatificación de la Sierva de Dios Vera Grita fue iniciada el 22 de diciembre de 2019, 50 aniversario de su muerte, en Savona con la entrega del Supplice libello al obispo diocesano Monseñor Calogero Marino por el Postulador P. Pierluigi Cameroni. Actor de la Causa es la Congregación Salesiana. La Investigación Diocesana es celebrada desde el 10 de abril al 15 de mayo de 2022 en la Curia de Savona. El Dicasterio para las Causas de los Santos dio validez jurídica a esta Investigación el 16 de diciembre de 2022.
            Como escribió el Rector Mayor en el Aguinaldo de este año: “Vera Grita atestigua ante todo una orientación eucarística totalizadora, que se hizo explícita sobre todo en los últimos años de su existencia. No pensaba en términos de programas, iniciativas apostólicas, proyectos: acogía el “proyecto” fundamental que es Jesús mismo, hasta el punto de convertirlo en su propia vida. El mundo de hoy atestigua una gran necesidad de la Eucaristía. Su camino en el duro trabajo del día a día ofrece también una nueva perspectiva laica a la santidad, convirtiéndose en ejemplo de conversión, acogida y santificación para los “pobres”, los “frágiles”, los “enfermos” que pueden reconocerse y encontrar esperanza en ella. Como Salesiana Cooperadora, Vera Grita vive y trabaja, enseña y se encuentra con las personas con una marcada sensibilidad salesiana: desde la bondad amorosa de su presencia discreta pero eficaz hasta su capacidad de hacerse querer por los niños y las familias; desde la pedagogía de la bondad que pone en práctica con su sonrisa constante hasta la generosa disponibilidad con la que, despreocupada de las penurias, se dirige con preferencia a los últimos, a los pequeños, a los lejanos, a los olvidados; desde la generosa pasión por Dios y Su Gloria hasta el camino de la cruz, dejándose arrebatar todo en su condición de enferma”.

En el jardín de Santa Corona en 1966




Artemide ZATTI – Santo

VIDA Y OBRAS

            San Artémides Zatti nació en Boretto (Reggio Emilia) el 12 de octubre de 1880. A una edad temprana experimentó en tal modo la dureza del sacrificio, que a los nueve años ya se ganaba la vida como jornalero. La familia Zatti, obligada por la pobreza, emigró a la Argentina a principios de 1897, y se instaló en Bahía Blanca. Artémides tenía 17 años.

            El joven Artémides inmediatamente empezó a trabajar en un hotel y luego en una fábrica de ladrillos. Comenzó a asistir a la parroquia dirigida por los salesianos. El párroco de aquella época era el salesiano Don Carlo Cavalli, un hombre piadoso de extraordinaria bondad. Artémides encontró en él su director espiritual y el párroco encontró en Artémides a un excelente colaborador. No tardó en orientarse hacia la vida salesiana. Tenía 20 años cuando fue al aspirantado en Bernal. Estos años fueron duros para Artémides, ya que tenía más edad que sus compañeros, pero tenía una formación académica inferior. Superó todas las dificultades gracias a su tenaz voluntad, su aguda inteligencia y su sólida piedad.

            Al asistir a un joven sacerdote tuberculoso, desgraciadamente contrajo la enfermedad. El padre Cavalli, quien paternalmente lo acompañaba a la distancia, hizo que se eligiera para él la Casa Salesiana de Viedma, donde había un clima más adecuado y sobre todo un hospital misionero con un buen enfermero salesiano que en práctica hacía de «médico»: el padre Evasio Garrone. Éste se dio cuenta inmediatamente del grave estado de salud del joven y, al mismo tiempo, percibió sus virtudes poco comunes. Invitó a Artémides a rezar a María Auxiliadora para obtener la curación, pero también le sugirió hacer una promesa: «Si Ella te cura, dedicarás toda tu vida a estos enfermos». Artémides hizo voluntariamente esta promesa y fue curado milagrosamente. Aceptó con humildad y docilidad el no pequeño sufrimiento de renunciar a su sacerdocio (por la enfermedad que había contraído). Nunca se escuchó de su boca un lamento por este objetivo no alcanzado.

            Hizo su Primera Profesión como hermano coadjutor el 11 de enero de 1908 y su Profesión Perpetua el 18 de febrero de 1911. Cumpliendo su promesa a la Virgen, se consagró inmediatamente y por completo al hospital: después de haber obtenido el título de «diplomado en farmacia» se ocupó inicialmente de la farmacia contigua. Tras la muerte del padre Garrone en 1913, toda la responsabilidad del hospital recayó sobre sus hombros. De hecho, se convirtió en su vicedirector, administrador, experto enfermero estimado por todos los enfermos y por los propios médicos, que poco a poco le fueron confiando las tareas más complejas. El hospital fue el lugar donde ejerció su virtud, día tras día, en grado heroico.

            Sin limitarse al hospital, su servicio se extendió a las dos localidades de la ribera del río Negro: Viedma y Patagones. Normalmente salía con su bata blanca y su bolsa con los medicamentos más comunes. Una mano en el manillar y la otra con el rosario. Tenía preferencia por atender a las familias pobres, pero también estaba disponible si le llamaban los ricos. A todas las horas del día y de la noche, en caso de necesidad, se desplazaba en su bicicleta para servir a los enfermos, hiciera el tiempo que hiciera. No se quedaba en el centro de la ciudad, sino que también iba a los hogares humildes de las periferias. Lo hacía todo gratis, y si recibía algo, iba al hospital.

            San Artémides Zatti amaba a sus enfermos de manera verdaderamente conmovedora, ya que veía a Jesús mismo en ellos. Siempre fue obsequioso con los médicos y los titulares del hospital. Pero la situación no siempre fue fácil, tanto por el carácter de alguno de ellos como por los desacuerdos que surgían entre los responsables legales y él. Sin embargo, supo ganárselos a todos y con su equilibrio logró resolver hasta las situaciones más delicadas. Su profundo dominio de sí mismo hizo posible que se impusiera a las molestias y a la fácil irregularidad del horario.

            Fue un testimonio edificante de fidelidad a la vida común. A todo el mundo le sorprendía cómo este santo religioso, tan ocupado con sus múltiples compromisos en el hospital, podía ser al mismo tiempo el representante ejemplar de la regularidad. Era él quien tocaba la campana, era él quien precedía a todos los demás hermanos en los nombramientos comunitarios. Fiel al espíritu salesiano y al lema – «trabajo y templanza»- legado por Don Bosco a sus hijos, llevó a cabo su prodigiosa actividad con habitual presteza de ánimo, con espíritu de sacrificio sobre todo en las guardias nocturnas, con absoluto desprendimiento de cualquier satisfacción personal, sin tomar nunca vacaciones ni descanso. Como buen salesiano, supo hacer de la alegría un componente de su santidad. Siempre aparecía alegremente sonriente: así lo retratan todas las fotos con que contamos. Le era fácil entablar relaciones humanas, con una visible carga de simpatía, siempre feliz de entretener a la gente humilde. Pero era sobre todo un hombre de Dios. Lo irradiaba. Uno de los médicos del hospital dijo: «Cuando vi a Don Zatti, mi incredulidad vacilaba». Y otro: «Creo en Dios desde que conocí a Don Zatti».

            En 1950, el santo se cayó de una escalera, accidente en el que se manifestaron los síntomas de un cáncer, que él mismo diagnosticó con lucidez. Siguió cumpliendo su misión durante un año más, hasta que, tras aceptar heroicamente sus sufrimientos, falleció el 15 de marzo de 1951 en plena conciencia, rodeado del cariño y la gratitud de una población que desde ese momento comenzó a invocarlo como intercesor ante Dios. Todos los habitantes de Viedma y Patagones acudieron a su funeral en una procesión sin precedentes.

            La fama de su santidad se extendió rápidamente y su tumba comenzó a ser muy venerada. Hasta el día de hoy, cuando la gente va al cementerio para los funerales, siempre pasa a visitar la tumba de Artémides Zatti. Beatificado por San Juan Pablo II el 14 de abril de 2002, el santo Artémides Zatti fue el primer coadjutor salesiano no mártir en ser elevado a los honores de los altares.

MENSAJE

            La crónica del Colegio Salesiano de Viedma recuerda que, según la costumbre, por la mañana del 15 de marzo de 1951 sonaron las campanas, pero esta vez anunciando el vuelo al cielo del hermano coadjutor Artémides Zatti. Y agrega estas palabras proféticas: «Un hermano menos en casa y un santo más en el cielo».

            La canonización de Artémides es un don de la gracia que el Señor nos concede por medio de este hermano, salesiano coadjutor, que vivió su vida con el espíritu de familia típico del carisma salesiano, encarnando la fraternidad hacia sus hermanos y la comunidad, y la proximidad hacia los pobres, los enfermos y cualquier persona que encontrara en su camino.

            Las etapas de la vida de Artémides Zatti: La infancia y primera juventud la vivió en Boretto, Italia,; la familia emigró y se asentaron en Bahía Blanca, Argentina; el aspirantado salesiano lo realizó en Bernal; luego vino la enfermedad y el traslado a Viedma, que sería su patria del corazón; allí tuvo la formación y realizó la profesión religiosa como coadjutor salesiano; durante 40 años desarrolló la misión, primero en el Hospital San José y luego en la Quinta San Isidro; los últimos años y la muerte los vivió como un encuentro con el Señor de la vida, destacándose en el ejercicio heroico de las virtudes y la acción purificadora y transformante del Espíritu Santo, autor de toda santidad.

            San Artémides Zatti es modelo, intercesor y acompañante de vida cristiana, cercano a cada uno. De hecho, su biografía nos lo presenta como una persona que experimentó el trabajo diario de la existencia con sus éxitos y fracasos. Basta recordar la separación de su país natal para emigrar a Argentina; la enfermedad de la tuberculosis que irrumpió como un huracán en su joven existencia, destrozando todo sueño y toda perspectiva de futuro; el llegar a ver demolido el hospital que había construido con tantos sacrificios y que había llegado a ser un santuario del amor misericordioso de Dios. Pero Zatti siempre encontró en el Señor la fuerza para volver a levantarse y continuar el camino.

            El testimonio de Artémides Zatti nos ilumina, nos atrae y también nos interpela ya que su vida fue «Palabra de Dios» encarnada en la historia y cercana a nosotros. Él transformó su vida en un regalo para los demás, trabajando con generosidad e inteligencia, superando dificultades de todo tipo con su inquebrantable confianza en la divina Providencia. Si se conoce y motiva adecuadamente, la lección de fe, esperanza y caridad que nos deja llega a ser para nosotros una valiente labor de defensa y promoción de los valores humanos y cristianos más auténticos.

            Artémides Zatti, a través de la parábola de su vida, se destaca sobre todo por haber hecho experiencia del amor incondicional y gratuito de Dios. Podemos valorar en primer lugar, no tanto las obras que realizó, sino el asombro de descubrirse amado y la fe en este amor providencial en cada etapa de la vida. Es de esta certeza vivida que brota la totalidad de su entrega al prójimo por amor a Dios. El amor que recibe del Señor es la fuerza que transforma su vida, ensancha su corazón y lo predispone a amar. Con el mismo Espíritu de santidad, el amor que nos sana y transforma, ya de niño hace opciones y realiza actos de amor en cada situación y con cada hermano y hermana que encuentra, porque se siente amado y tiene la fuerza de amar:

– siendo aún adolescente en Italia, experimenta las penurias de la pobreza y del duro trabajo, pero sienta las bases de una sólida vida cristiana, brindando las primeras manifestaciones de su generosa caridad;

– Cuando emigró con su familia a Argentina, supo conservar y hacer crecer su fe, resistiendo a un ambiente a menudo inmoral y anticristiano. Gracias al encuentro con los salesianos y al acompañamiento espiritual del padre Carlo Cavalli, maduró su aspiración al sacerdocio, aceptando volver a los bancos de la escuela con chicos de doce años, mientras que él que ya tenía veinte;

– se ofreció de buen grado a asistir a un sacerdote enfermo de tuberculosis, contrajo la enfermedad, y nunca pronunció una palabra de queja o recriminación, sino que, viviendo la enfermedad como un tiempo de prueba y de purificación, soportó sus consecuencias con entereza y serenidad;

– sanado en modo extraordinario por intercesión de María Auxiliadora, tras hacer la promesa de dedicar su vida a los enfermos y a los pobres, aceptó generosamente renunciar al sacerdocio y se dedicó con todas sus fuerzas a su nueva misión de salesiano laico;

– Vivió en forma extraordinaria el ritmo ordinario de sus días: practicó la vida religiosa en modo fiel, edificante, y en alegre fraternidad; testimonió un servicio sacrificado a los enfermos y a los pobres, a todas horas y con toda humildad; libró una  lucha continua contra la pobreza, confiando exclusivamente en la Providencia y en búsqueda de recursos y benefactores para hacer frente a las deudas; disponibilidad para acompañar todas las desgracias humanas de quienes pedían su intervención; testimonió la resistencia ante toda dificultad y ejercitó la aceptación de todo caso adverso; tuvo un gran dominio de sí mismo, y una serenidad alegre y optimista que se comunicaba a todos los que se acercaban a él.

            Vivió setenta y un años en esta vida ante Dios y ante los hombres. Se entregó con alegría y fidelidad hasta el final, dando testimonio de una santidad accesible y al alcance de todos, como enseñaban San Francisco de Sales y Don Bosco: no fue una santidad de ermitaño, separado de la vida de cada día, sino encarnada en lo cotidiano, en las salas de los hospitales, con una bicicleta por las calles de Viedma, en los afanes de la vida concreta en pos de atender necesidades y pedidos de todo tipo, viviendo lo cotidiano con espíritu de servicio, con amor y sin quejas, sin reclamar nada, con la alegría de brindarse, abrazando con entusiasmo la vocación de salesiano laico y llegando a ser para todos un reflejo luminoso del Señor.