La infancia de un futuro santo: San Francisco de Sales

            Francisco nació el 21 de agosto de 1567 en el castillo de Sales, en Thorens, cerca de Annecy, en Saboya, en un paisaje de montañas y valles campestres.
            El padre de Francisco era un hombre leal, caballeresco, generoso y, al mismo tiempo, emotivo e impulsivo. En virtud de su sabiduría y sentido de la justicia, a menudo era elegido como árbitro en disputas y juicios. También era muy acogedor con los pobres del vecindario, hasta el punto de que daba su sopa a un pobre antes que mandarlo a mendigar. De su madre Francisca, Santa Juana de Chantal trazó este admirable retrato:

Fue una de las damas más notables de su época. Estaba dotada de un alma noble y generosa, pero pura, inocente y sencilla, como una verdadera madre y nutricia de los pobres. Era modesta, humilde y bondadosa con todos, muy tranquila en su hogar; gobernaba sabiamente a su familia, preocupada por hacerles vivir en el temor de Dios.

            Cuando nació Francisco, su hijo mayor, ella sólo tenía quince años, mientras que su marido tenía más de cuarenta. Esta diferencia de edad no era infrecuente en la época, sobre todo entre los nobles, pues el matrimonio se consideraba ante todo una alianza entre dos familias para tener hijos y engrandecer sus tierras y títulos. El sentimiento contaba poco en aquella época, lo que no impidió que esta unión aparentemente mal avenida resultara sólida y feliz.
            La maternidad se anunciaba como particularmente difícil. La futura madre rezó ante la Sábana Santa, que entonces se conservaba en Chambéry, capital de Saboya. Francisco vino al mundo dos meses antes de su fecha natural de parto y, temiendo por su supervivencia, fue bautizado rápidamente.
            En Francisco, el hijo mayor, estaban puestas todas las esperanzas de su padre, que preveía para él una carrera prestigiosa al servicio de su país. Este proyecto sería una fuente de dificultades durante toda su juventud, marcada por una tensión entre la obediencia a su padre y su vocación particular.

Los seis primeros años (1567-1573)
            Cuando nació el pequeño Francisco, su joven madre era incapaz de amamantarle, por lo que recurrió a una campesina del pueblo. Tres meses después, su madrina, su abuela materna, se hizo cargo de él durante algún tiempo.
            “Mi madre y yo”, escribiría un día, “somos uno”. De hecho, el niño “aún no es capaz de usar su voluntad, ni puede amar nada que no sea el pecho y el rostro de su querida madre”. Es un modelo de abandono a la voluntad de Dios:

No piensa en absoluto en querer estar de un lado o de otro y no desea otra cosa que estar en los brazos de su madre, con la que cree formar una sola cosa; tampoco se preocupa en absoluto de conformar su propia voluntad a la de su madre, porque no la percibe, ni le interesa tenerla, y deja que su madre se mueva, haga y decida lo que cree que es bueno para él.

            Francisco de Sales también afirmó que los niños no ríen antes de los cuarenta días. Sólo después de cuarenta días ríen, es decir, se consuelan, porque, como dice Virgilio, “sólo entonces empiezan a conocer a su madre”.

            El pequeño Francesco no fue destetado hasta noviembre de 1569, cuando tenía dos años y tres meses. A esa edad ya había empezado a andar y a hablar. Aprender a caminar se produce progresivamente y a menudo ocurre que los niños se caen al suelo, lo cual no es en absoluto grave, porque “mientras sienten que su madre les sujeta por las mangas, caminan enérgicamente y deambulan aquí y allá, sin sorprenderse por las volteretas que les hacen dar sus inseguras piernas”. A veces es el padre quien observa a su hijo, todavía débil e inseguro mientras da sus primeros pasos, y le dice: ‘tómate tu tiempo, hijo mío’; si luego se cae, le anima diciéndole: “ha dado un salto, es sabio, no llores’; luego se acerca a él y le da la mano”.

            Por otra parte, tanto aprender a andar como a hablar se hace por imitación. Es “a fuerza de oír a la madre y balbucear con ella” como el niño aprende a hablar la misma lengua.

Aventuras y juegos infantiles
            La infancia es la época del descubrimiento y la exploración. El pequeño saboyano observaba la naturaleza que le rodeaba y se quedaba embelesado con ella. En Sales, en la ladera de la montaña hacia el este, todo es grandioso, imponente, austero; pero a lo largo del valle, por el contrario, todo es verde, fértil y agradable. En el castillo de Brens, en Chiablese, donde probablemente hizo varias estancias entre los tres y los cinco años, el pequeño Francisco pudo admirar el esplendor del lago Leman. En Annecy, el lago rodeado de colinas y montañas nunca le dejó indiferente, como demuestran las numerosas imágenes literarias de la navegación. Es fácil darse cuenta de que Francisco de Sales no era un hombre nacido en la ciudad.
            El mundo de los animales, en aquella época todavía tan presente en castillos, pueblos e incluso ciudades, es un encanto y una fuente de instrucción para el niño. Pocos autores han hablado de ello con tanta abundancia como él. Gran parte de su información (a menudo legendaria) la extraía de sus lecturas; sin embargo, la observación personal debió de contar bastante, por ejemplo, cuando escribe que “el alba hace cantar al gallo; el lucero del alba alegra a los enfermos, invita a los pájaros a cantar”.
            El pequeño Francisco consideraba detenidamente y admiraba el trabajo de las abejas, observaba y escuchaba atentamente a las golondrinas, las palomas, la gallina y las ranas. ¡Cuántas veces tuvo que presenciar la alimentación de las palomas en el patio del castillo!
            Por encima de todo, el niño necesita manifestar su deseo de crecer mediante el juego, que es también la escuela de la convivencia y una forma de tomar posesión de su entorno. ¿Jugaba Francisco a mecerse en caballitos de madera? En cualquier caso, cuenta en uno de sus sermones que “los niños se balancean sobre caballos de madera, los llaman caballos, relinchan por ellos, corren, saltan, se entretienen con esta diversión infantil”. Y he aquí un recuerdo personal de su infancia: “Cuando éramos niños, ¡con qué cuidado ensamblábamos trozos de tejas, de madera, de barro para construir casitas y edificios diminutos! Y si alguien las destruía, nos sentíamos perdidos y llorábamos”.
            Pero descubrir el mundo que nos rodea no siempre ocurre sin riesgos y aprender a caminar depara sorpresas. El miedo es a veces un buen consejero, sobre todo cuando existe un riesgo real. Si los niños ven ladrar a un perro, «enseguida empiezan a gritar y no paran hasta que están cerca de su madre. En sus brazos se sienten seguros y mientras le den la mano piensan que nadie puede hacerles daño». A veces, sin embargo, el peligro es imaginario. El pequeño Francisco tenía miedo a la oscuridad, y he aquí cómo se curó de su miedo a la oscuridad: “Poco a poco, me esforcé por ir solo, con el corazón armado sólo de confianza en Dios, a lugares donde mi imaginación me asustaba; al final, me refresqué tanto que consideré deliciosa la oscuridad y la soledad de la noche, por esta presencia de Dios, que en tal soledad se hace aún más deseable”.

Educación familiar
            La primera educación recaía en la madre. Se estableció una intimidad excepcional entre la joven madre y su primogénito. Se decía que sentía inclinación por abrazar a su hijo, que, además, se parecía mucho a ella. Prefería verle vestido de paje que con un disfraz de juego. Su madre se ocupaba de su educación religiosa y, deseosa de enseñarle su “pequeño credo”, le llevaba con ella a la iglesia parroquial de Thorens.
            Por su parte, el niño experimentaba todo el afecto del que era objeto, y la primera palabra del niño sería ésta: “mi Dios y mi madre, me quieren tanto”. El amor de las madres hacia sus hijos es siempre más tierno que el de los padres», escribiría Francisco de Sales, porque, en su opinión, “les cuesta más”. Según un testigo, era él quien a veces consolaba a su madre en sus momentos de melancolía diciéndole: “Recurramos al buen Dios, mi buena madre, y él nos ayudará”.

            De su padre empezó a aprender un “espíritu justo y razonable”. Le hizo comprender la razón de lo que se le pedía, enseñándole a ser responsable de sus actos, a no mentir nunca, a evitar los juegos de azar, pero no los de destreza e inteligencia. Sin duda le agradó mucho la respuesta que le dio su hijo cuando de repente le preguntó en qué pensaba: “Padre mío, pienso en Dios y en ser un hombre de bien”.
            Para fortalecer su carácter, su padre le impuso un estilo de vida varonil, la evitación de las comodidades corporales, pero también juegos al aire libre con sus primos Amé, Louis y Gaspard. Sobre todo, Francisco pasó su infancia y juventud con ellos, en los juegos y en el internado. Aprendió a montar a caballo y a manejar armas de caza. También le dieron como compañeros a chicos del pueblo, pero cuidadosamente elegidos.
            Niño normalmente prudente y tranquilo, Francisco manifestaba, sin embargo, sorprendentes ataques de ira en determinadas circunstancias. Con ocasión de la visita de un protestante al castillo de la familia, dio rienda suelta a su animadversión contra los pollos, a los que empezó a apalear, gritando a voz en cuello: “¡Arriba, arriba, sobre los herejes!” Le costaría tiempo y esfuerzo convertirse a la “dulzura salesiana”.

Ingreso en la escuela
            A la edad de seis o siete años, el niño alcanza el uso de razón. Para la Iglesia, ahora tiene la capacidad de discernir el bien y el mal y, para los humanistas, puede empezar a asistir a la escuela primaria. Esta es la edad en la que los niños de las familias nobles suelen pasar de manos de mujeres a las de hombres, de madre a padre, de institutriz a tutora o tutor. La edad de la razón marcaba también, para una pequeña minoría de niños, el ingreso en una escuela o en un internado. Ahora bien, Francisco mostraba notables disposiciones para el estudio, es más, tal impaciencia que suplicaba que le enviaran a la escuela sin demora.
            En octubre de 1573, Francisco fue enviado al internado de La Roche, en compañía de sus primos Amé, Louis y Gaspard. A la tierna edad de seis años, Francisco fue separado de su familia. Permaneció allí dos años para hacer su “pequeña escuela de gramática”. Los niños alojados en la ciudad, puestos bajo la supervisión de un pedagogo particular, se mezclaban durante el día en la masa de trescientos alumnos que asistían al internado. Un criado de la familia se ocupaba especialmente de Francisco, que era el más pequeño.
            Según lo que sabemos de las escuelas de la época, los niños empezaron a leer y escribir, utilizando silabarios y los primeros elementos de la gramática, a recitar de memoria oraciones y textos escogidos, a aprender los rudimentos de la gramática latina, las declinaciones y conjugaciones de los verbos. El compromiso con la memoria, todavía muy dependiente del método didáctico en uso, se concentraba sobre todo en los textos religiosos, pero ya se hacía hincapié en la calidad de la dicción, rasgo característico de la educación humanista. En cuanto a la educación moral, que entonces ocupaba un lugar importante en la educación humanista de los estudiantes, tomaba sus modelos más de la antigüedad pagana que de los autores cristianos.
            Desde el comienzo de sus estudios en el colegio de La Roche, Francisco se comportó como un excelente alumno. Pero este primer contacto con el mundo escolástico pudo haberle dejado algunos recuerdos menos agradables, como él mismo contó a un amigo. No le había ocurrido nunca faltar involuntariamente a clase y encontrarse “en la situación en que a veces se encuentran los buenos alumnos que, habiendo llegado tarde, han acortado ciertas lecciones”

Sin duda, les gustaría volver al horario obligatorio y ganarse de nuevo la benevolencia de sus profesores; pero oscilando entre el miedo y la esperanza, no pueden decidir a qué hora presentarse ante el irritado profesor; ¿deben evitar su enfado actual sacrificando el esperado perdón, u obtener su perdón exponiéndose al riesgo de ser castigados? En tales vacilaciones, el espíritu del niño debe esforzarse por discernir qué es lo más ventajoso para él.

            Dos años más tarde, todavía con sus primos, se encuentra en el internado de Annecy, donde Francisco estudiará durante tres años. Con sus primos, se aloja en la ciudad con una señora, a la que llama tía. Tras los dos años de gramática en La Roche, entró en el tercer año de estudios clásicos y progresó rápidamente. Entre los ejercicios utilizados en el colegio figuraban las declamaciones. El muchacho destacaba en ellas, “porque tenía un porte noble, un físico fino, un rostro atractivo y una voz excelente”.
            Parece que la disciplina era tradicional y severa, y sabemos que el regente se comportaba como un auténtico castigador. Pero la conducta de Francisco no dejaba nada que desear; un día él mismo pediría ser castigado en lugar de su primo Gaspard, que lloraba de miedo.
            El acontecimiento religioso más importante para un niño era la Primera Comunión, el sacramento por el que “nos unimos y nos juntamos a la bondad divina y recibimos la verdadera vida de nuestras almas”. Como diría más tarde sobre la comunión, había preparado «su pequeño corazón para ser la morada de Aquel» que quería «poseerlo» entero. Ese mismo día recibió el sacramento de la Confirmación, sacramento por el que nos unimos a Dios “como el soldado a su capitán”. En esa ocasión, sus padres le dieron como tutor a Don Jean Déage, un hombre rudo, incluso colérico, pero totalmente entregado a su alumno, al que acompañaría durante toda su educación.

En el umbral de la adolescencia
            Los años de infancia y juventud de Francisco en Saboya dejarían en él una huella indeleble, pero también despertarían en su alma los primeros gérmenes de una vocación particular. Empeñado en dar buen ejemplo a los demás con discreción, intervenía ante sus compañeros con iniciativas adecuadas. Todavía muy joven, le gustaba reunirlos para enseñarles la lección de catecismo que estaba aprendiendo. Después de los juegos, a veces los llevaba a la iglesia de Thorens, donde se habían convertido en hijos de Dios. Los días de vacaciones, los llevaba con él a pasear por el bosque y junto al río para cantar y rezar.
            Pero su formación intelectual no había hecho más que empezar. Al cabo de tres años en el internado de Annecy, sabía todo lo que Saboya podía enseñarle. Su padre decidió enviarle a París, la capital del saber, para hacer de él un “erudito”. Pero, ¿a qué internado debía enviar a un hijo tan dotado? Primero eligió el internado de Navarra, al que asistía la nobleza. Pero Francisco intervino hábilmente con la ayuda de su madre. Ante la insistencia de su hijo, su padre accedió finalmente a enviarle al internado de los padres jesuitas de Clermont.
            Significativamente, antes de partir, François pidió recibir la tonsura, una práctica todavía permitida en la época para los muchachos destinados a una carrera eclesiástica, lo que, sin embargo, no debió de agradar a su padre, que no deseaba una vocación eclesiástica para su hijo mayor.
            Alcanzado el umbral de la adolescencia, el muchacho inició una nueva etapa en su vida. “La infancia es hermosa”, escribiría un día, “pero querer ser siempre un niño es hacer una elección equivocada, porque un niño de cien años es despreciado. Empezar a aprender es muy loable, pero quien empieza con la intención de no perfeccionarse nunca, estaría actuando contra la razón”. Tras recibir en Saboya los gérmenes de estos “múltiples dones de la naturaleza y de la gracia”, Francisco encontraría en París grandes oportunidades para cultivarlos y desarrollarlos.




El placer de amar a Dios como San Francisco de Sales

            En su famoso Tratado del Amor de Dios, san Francisco de Sales quiso presentar a su lector un resumen de toda su doctrina en doce puntos. Como Jesús, que practicó doce «actos de amor», quiere animarnos a practicar a su vez los siguientes actos: la complacencia, la benevolencia y la unión; la humildad, el éxtasis y la admiración; la contemplación, el descanso y la ternura; los celos, la enfermedad y la muerte de amor. Al hablar de los actos de amor, no resta en absoluto importancia al papel de los sentimientos, sino que propone los ejercicios prácticos que requiere el verdadero amor. No sorprende que el autor de este tratado fuera proclamado “doctor del amor”.

El placer del corazón humano
            El primer acto de amor hacia Dios -pero esto vale también para el amor al prójimo- es practicar la “complacencia”, es decir, buscar y encontrar el placer con Él y en Él. No hay amor sin placer, como suele decirse. Para ilustrar esta verdad, san Francisco de Sales ofrece el ejemplo de la abeja: “Así como la abeja nace en la miel, se alimenta de miel y vuela sólo por la miel, así el amor nace de la complacencia, se mantiene por la complacencia y tiende a la complacencia”. Esto es verdad para el amor humano, pero también para el amor divino.
            Cuando Francisco era un joven estudiante en París, había buscado y encontrado este placer en la historia de amor narrada en ese maravilloso libro de la Biblia llamado el Cantar de los Cantares, hasta el punto de exclamar en un transporte de alegría: “¡He encontrado a Aquel a quien ama mi corazón, y no lo dejaré jamás!”
            El placer mueve nuestro corazón en dirección de una belleza que nos atrae, de una bondad que nos deleita, de una amabilidad que nos hace felices. Como en el amor humano, el placer es el gran motor del amor de Dios. La amada del Cantar de los Cantares ama a su amado porque su vista, su presencia, todas sus cualidades le proporcionan una gran felicidad.
            Meditando sobre el Cantar de los Cantares, el doctor del amor no quiso detenerse en los placeres carnales que en él se describen. No es que sean malos en sí mismos, pues es el Creador quien los ha ordenado en su sabiduría, pero en ciertos casos pueden dar lugar a comportamientos erróneos. De ahí esta advertencia: “Quien no sepa espiritualizarlos bien, sólo disfrutará de ellos en el mal”.
            Para evitar inconvenientes, Francisco de Sales prefiere a menudo describir el placer del niño en el seno de su madre: “El seno y los pechos de la madre son las habitaciones de los tesoros del niño; no tiene otras riquezas que éstas, que le son más preciosas que el oro y el topacio, más amables que el resto del mundo”.
            Con estas consideraciones sobre el amor humano, San Francisco de Sales quiere introducirnos en el amor de Dios. Sabemos por fe que “la Divinidad es un abismo incomprensible de toda perfección, soberanamente infinita en excelencia e infinitamente soberana en bondad”. Por tanto, si consideramos atentamente la inmensidad de las perfecciones que hay en Dios, es imposible que no experimentemos un gran placer. Es este placer el que hace decir a la amada del Cántico: “¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! Eres toda deseable, más aún, ¡eres el deseo mismo!”.

El placer de Dios
            Lo más hermoso es que, en el amor divino, el placer es recíproco, lo que no siempre sucede en el amor humano. Por una parte, el alma humana recibe placer al descubrir todas las perfecciones de Dios; por otra, Dios se regocija al ver el placer que Él le da. De este modo, estos placeres mutuos “hacen del amor una delicia incomparable”. Así el alma puede exclamar: “¡Oh Rey mío, qué hermosas son tus riquezas y qué ricos tus amores! Oye, ¿quién tiene más gozo en ellos, tú que los disfrutas o yo que me regocijo en ellos?”.
            En el dúo amoroso entre Dios y nosotros, en realidad es Dios quien tiene más placer que nosotros. Francisco de Sales lo afirma explícitamente: Dios tiene “más placer en dar sus gracias que nosotros en recibirlas”. Jesús nos amó con un amor de complacencia porque, como dice la Biblia, “su placer era estar con los hijos de los hombres”.
            Dios no se hizo hombre a regañadientes, sino con gusto y alegría, porque nos amó desde el principio. Sabiendo esto, y sabiendo que Dios mismo es la fuente de nuestro amor, “nos deleitamos en la complacencia de Dios infinitamente más que en la nuestra”.
            Cuando pensamos en esta felicidad mutua, ¿cómo no pensar en una comida compartida entre amigos? Es esta felicidad la que hace decir al Señor en el Apocalipsis: “He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo”.
            Otra imagen, que también se encuentra en el Cantar de los Cantares, es la del jardín lleno de “manzanos de delicias”. Es en este jardín, imagen del alma humana, donde el Esposo divino viene a morar con todos sus dones. Viene allí de buena gana, porque se complace en estar con los hijos de los hombres que ha hecho a su imagen y semejanza. Y en este jardín es él mismo quien ha plantado el deleite amoroso que tenemos en su bondad.
            Nada expresa mejor la felicidad mutua de los que se aman que la expresión utilizada por la esposa en el Cántico para describir su mutua pertenencia: “Mi amado es mío y yo soy suya”. En otras palabras, ella también puede decir: “La bondad de Dios es toda mía, pues disfruto de sus excelencias, y yo soy toda suya, pues sus placeres me poseen”.

Un deseo sin fin
            Los que ya han probado el amor de Dios no dejarán de desear probarlo más y más, porque “al saciarnos siempre queremos comer, igual que al comer nos sentimos llenos”. Los ángeles que ven a Dios siguen deseándolo.
            El goce no es disminuido por el deseo, sino perfeccionado por él; el deseo no es sofocado, sino refinado por el goce. El goce de un bien que siempre satisface nunca se marchita, sino que se renueva y florece continuamente; es siempre amable y al mismo tiempo siempre deseable.
            Se dice que hay una hierba con propiedades extraordinarias: quien la tiene en la boca nunca tiene hambre ni sed, tan llena está, y sin embargo nunca hace perder el apetito. El reposo del corazón no consiste en quedarse quieto, sino en no necesitar nada más que a Dios; no consiste en no moverse, sino en no tener ningún impedimento para moverse.
            Se dice que el camaleón vive del aire y del viento; dondequiera que va, tiene algo que comer. Entonces, ¿por qué va siempre de un sitio a otro? No porque busque algo para saciar su hambre, sino porque siempre está practicando alimentarse del aire del tiempo. Quien desea a Dios poseyéndolo, no lo desea para buscarlo, sino para ejercitar el afecto del que goza.
            Cuando caminamos hacia un hermoso jardín, no dejamos de caminar una vez que llegamos allí, sino que aprovechamos para pasear y pasar el tiempo agradablemente.
            Sigamos, pues, la exhortación del Salmista: “Buscad al Señor con gran ánimo, sin dejar nunca de buscar su rostro”. Busquemos siempre a quien amamos, dice san Agustín; el amor busca lo que ha encontrado, no para tenerlo, sino para tenerlo siempre.

El placer más allá del sufrimiento
            El sufrimiento no es contrario al placer. Según san Francisco de Sales, Jesús se complacía en el sufrimiento, porque amaba sus tormentos. En el colmo de su pasión, se contentaba con morir de dolor por mí. Fue este placer el que le hizo decir en la cruz: “Todo está cumplido”.
            Lo mismo nos sucederá a nosotros si compartimos nuestros sufrimientos con los suyos. “Cuanto más querido nos es nuestro amigo”, dice el doctor del amor, “más gozamos compartiendo sus alegrías y sus penas”. “Moriré feliz”, dijo Jacob después de ver a su hijo José, al que creía muerto. Fue el deleite en la pasión de Jesús lo que atrajo sus estigmas a San Francisco y Santa Catalina de Siena. Curiosamente, la miel hace que la absenta sea aún más amarga, pero el dulce aroma de las rosas se agudiza por la proximidad del ajo agrio. Del mismo modo, la compasión que sentimos por los sufrimientos de Jesús no nos quita el deleite en su amor.

            San Francisco de Sales quiere enseñarnos tanto el sufrimiento que proviene del amor como el amor al sufrimiento, la compasión amorosa y la complacencia dolorosa, el éxtasis amorosamente doloroso y el éxtasis dolorosamente amoroso. Cuando las grandes almas santas fueron estigmatizadas, saborearon el “gozoso amor de la resistencia por su amigo” muerto en la cruz. El amor les dio tal felicidad que compartir los sufrimientos de Jesús les llenó de un sentimiento de consuelo y felicidad.
            El amor de San Pablo por la vida, pasión y muerte de su Señor era tan grande que obtenía de ello un placer extraordinario. Lo vemos claramente cuando dice que quería gloriarse en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. En otro lugar dice también: “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Santa Clara se deleitó tanto en la pasión del Salvador que atrajo sobre sí todos los signos de su pasión: “su corazón se hizo semejante a las cosas que amaba”.
            Todos deberíamos saber cuánto anhela el Salvador entrar en nuestras almas a través de este amor de compasión dolorosa. En el Cantar de los Cantares, el amado implora a su amada: “Ábreme, mi querida hermana, mi amor, mi paloma, mi pura, porque mi cabeza está llena de rocío y mis cabellos de gotas de noche”. Este rocío y estas gotas de noche son las aflicciones y los dolores de su pasión. El divino Amante, cargado con las penas y los sudores de su pasión, me dice también: “Ábreme, pues, tu corazón, y derramaré sobre ti el rocío de mi pasión, que se convertirá en perlas de consuelo”.




El Dios “desconocido” de San Francisco de Sales

Un episodio curioso
            En la vida de Francisco de Sales, joven estudiante en París, hay un curioso episodio que tuvo gran repercusión a lo largo del resto de su vida y en su pensamiento. Era el día del carnaval. Mientras todo el mundo pensaba en divertirse, el joven de 17 años parecía preocupado, incluso triste. Sin saber si estaba enfermo o simplemente melancólico, su tutor le sugirió que fuera a ver las actuaciones del festival. Ante esta sugerencia, el joven formuló de pronto esta oración bíblica: “Aparta mis ojos de ver cosas vanas”. Luego añadió: “Señor, déjame ver”. ¿Ver qué? Respondió: “La sagrada teología; ella es la que me enseñará lo que Dios quiere que mi alma aprenda”.

            Hasta entonces Francisco había estudiado los autores paganos de la antigüedad con gran provecho e incluso éxito. Le gustaban y tenía mucho éxito en sus estudios. Sin embargo, su corazón estaba insatisfecho, buscaba algo o más bien a alguien que pudiera satisfacer su deseo. Con el permiso de su tutor, comenzó entonces a asistir a las conferencias del gran profesor de Sagrada Escritura Gilbert Genebrard, que comentaba un libro de la Biblia que narra la historia de amor de dos amantes: el Cantar de los Cantares.

            El amor descrito en este libro es el amor entre un hombre y una mujer. Sin embargo, el amor que se celebra en el Cantar de los Cantares también puede entenderse como el amor espiritual del alma humana con Dios, explicó Genebrard a sus alumnos, y es esta interpretación totalmente espiritual la que encantó al joven estudiante, que se regocijó con las palabras de la novia: “He encontrado a Aquel a quien ama mi corazón”.

            A partir de entonces, el Cantar de los Cantares se convirtió en el libro favorito de San Francisco de Sales. Según el Padre Lajeunie, el futuro Doctor de la Iglesia había encontrado en este libro sagrado “la inspiración de su vida, el tema de su obra maestra (El Tratado sobre el Amor de Dios) y la mejor fuente de su optimismo”. Para Francisco, asegura también el padre Ravier, fue como una revelación, y desde entonces “ya no podía concebir la vida espiritual más que como una historia de amor, la más bella de las historias de amor”.

            No es de extrañar, pues, que Francisco de Sales se haya convertido en el “doctor del amor” y que el tema del amor haya sido el centro de la conmemoración del cuarto centenario de su muerte (1622-2022). Ya en 1967, con ocasión del cuarto centenario de su nacimiento, San Pablo VI lo había definido como “doctor del amor divino y de la dulzura evangélica”. Cincuenta y cinco años después, en ocasión del aniversario de su nacimiento al cielo, el Papa Francisco, con su Carta apostólica Totum amoris est, nos ofrece nuevas luces sobre la vida y la doctrina del santo obispo y nos vuelve a proponer con autoridad el verdadero rostro de Dios, a menudo ignorado o incomprendido.

El Dios desconocido
            En tiempos de Francisco de Sales, el Rey Enrique IV de Francia, gran admirador de las habilidades y virtudes del obispo de Ginebra, un día se lamentó con él por la imagen distorsionada que sus contemporáneos tenían de Dios. Según un testigo, el rey “vio a varios de sus súbditos vivir toda clase de libertades, diciendo que la bondad y la grandeza de Dios no se preocupaban de cerca de los hechos de los hombres, que él reprochaba fuertemente. Vio a otros, en gran número, que tenían una baja opinión de Dios, creyendo que siempre estaba dispuesto a sorprenderlos, esperando sólo la hora en que hubieran caído en alguna falta leve para condenarlos eternamente, lo cual no aprobaba.
            Francisco de Sales, por su parte, era muy consciente de que ofrecía una imagen de Dios distinta de las muy comunes en su época. En uno de sus sermones, se comparaba al Apóstol Pablo mientras anunciaba al Dios desconocido a los atenienses: “No es que quiera hablarles de un Dios desconocido –precisaba- ya que, gracias a su bondad, lo conocemos, pero ciertamente podría hablar de un Dios desconocido. Yo, por tanto, no os haré conocer, sino descubrir, a ese Dios tan amable, que murió por nosotros”.
            El Dios de San Francisco de Sales no es un Dios policial, ni un Dios distante, como muchos de su tiempo creían que era, y no es el Dios de la “predestinación”, que siempre ha predestinado a algunos al cielo y a otros al infierno, como muchos de sus contemporáneos afirmaban, sino un Dios que quiere la salvación de todos. No es un Dios distante, solitario e indiferente, sino un Dios providente y “dispuesto a la comunicación”, un Dios atrayente como el Esposo del Cantar de los Cantares, a quien la esposa dirige estas palabras: “Vuelve a atraerme hacia ti y correremos al olor de tus perfumes”.
            Si Dios atrae al hombre, es para que el hombre se convierta en cooperador de Dios. Este Dios respeta la libertad y la capacidad de iniciativa del hombre, como nos recuerda el Papa Francisco. Con un Dios de rostro amoroso como el que propone Francisco de Sales, la comunicación se convierte en un “corazón a corazón”, cuyo fin es la unión con Él. Es una amistad, porque la amistad es comunicación de bienes, intercambio y reciprocidad.

El Dios del corazón humano
            En el Antiguo Testamento, Dios es llamado Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. La alianza establecida por Dios con los patriarcas significa realmente el vínculo profundo e inquebrantable entre el Señor y su pueblo. En el Nuevo Testamento, la alianza establecida en Jesucristo une a todos los hombres, a toda la humanidad. A partir de ahora, todos pueden invocar a Dios con esta oración de San Francisco de Sales: “Oh Dios mío, tú eres mi Dios, el Dios de mi corazón, el Dios de mi alma, el Dios de mi espíritu”.
            Estas expresiones significan que para San Francisco de Sales, nuestro Dios no es sólo el Dios del corazón humano en la persona del Dios hecho hombre, sino también el Dios del corazón humano. Cierto, el Hijo de María recibiendo de ella su humanidad, recibió al mismo tiempo un corazón humano, fuerte y dulce. Pero con la expresión “Dios del corazón humano”, el doctor del amor quiere decir que el rostro de nuestro Dios corresponde a los deseos, a las expectativas más profundas del corazón humano. El hombre encuentra en el corazón de Jesús la realización inesperada de un amor que ni siquiera se atrevía a pensar o imaginar.
            El joven Francisco lo sintió bien cuando descubrió la historia de amor narrada en el Cantar de los Cantares. La esposa y el Esposo, el alma humana y Jesús se descubren hechos el uno para el otro. No es posible que su encuentro haya sido casual. Dios los hizo el uno para el otro de tal manera que la novia puede decir: “Tú eres mío y yo soy tuya”. Todo lo que San Francisco de Sales dijo y escribió vibra con esta maravillosa historia de mutua pertenencia.
            En el Salmo 72, San Francisco de Sales leyó estas palabras que lo impactaron: “Dios de mi corazón, mi parte es Dios para siempre”. La expresión “Dios de mi corazón” le gustó mucho. Según el doctor del amor, “si el hombre piensa con un poco de atención en la divinidad, siente inmediatamente alguna dulce emoción en su corazón, lo que prueba que Dios es el Dios del corazón humano”. A santa Juana de Chantal, con la que fundó la orden de la Visitación, le recomendó decir a menudo: “Tú eres el Dios de mi corazón y la herencia que deseo eternamente”.
            Si tenemos afectos rebeldes o si nuestros afectos en este mundo son demasiado fuertes, aunque sean buenos y legítimos, necesitamos cortarlos para poder decir a Nuestro Señor como David: “Tú eres el Dios de mi corazón y mi porción de herencia eterna”. Porque con esta intención viene Nuestro Señor a nosotros, para que todos estemos en él y para él”.

            El corazón de Jesús es el lugar del verdadero descanso. Es la morada “más espaciosa y más querida de mi corazón”, confía san Francisco de Sales, que hace este propósito: “Estableceré mi morada en el horno del amor, en el divino corazón traspasado por mí. En este hogar ardiente, sentiré revivir en medio de mis entrañas la llama del amor, hasta ahora tan lánguida. ¡Ah! Señor, tu corazón es la verdadera Jerusalén; permíteme que lo elija para siempre como lugar de mi descanso”.
            No es de extrañar, pues, que los tesoros del Corazón de Jesús hayan sido revelados a una hija espiritual de San Francisco de Sales, Margarita María Alacoque, religiosa de la Visitación de Paray-le-Monial. Jesús le dijo: “He aquí este Corazón que tanto amó a los hombres, hasta consumirse enteramente por ellos”.

            Dos siglos después de San Francisco de Sales, su discípulo e imitador, Don Bosco, decía que “la educación es cosa del corazón”: todo trabajo empieza aquí, y si no está el corazón, el trabajo es difícil y el resultado incierto. También decía: “Que los jóvenes no sólo sean amados, sino que ellos mismos se sepan amados. Amados por Dios y por sus educadores”. De este supuesto que Don Bosco transmitió a la Familia Salesiana, comienza la acción educativa salesiana.