Don Elia Comini: sacerdote mártir en Monte Sole

El 18 de diciembre de 2024, el Papa Francisco reconoció oficialmente el martirio de don Elia Comini (1910-1944), Salesiano de Don Bosco, quien será beatificado. Su nombre se suma al de otros sacerdotes—como don Giovanni Fornasini, ya Beato desde 2021—que fueron víctimas de las feroces violencias nazis en el área de Monte Sole, en las colinas de Bolonia, durante la Segunda Guerra Mundial. La beatificación de don Elia Comini no es solo un acontecimiento de extraordinaria relevancia para la Iglesia bolonesa y la Familia Salesiana, sino que también constituye una invitación universal a redescubrir el valor del testimonio cristiano: un testimonio en el que la caridad, la justicia y la compasión prevalecen sobre toda forma de violencia y odio.

De los Apennino a los patios salesianos
            Don Elia Comini nace el 7 de mayo de 1910 en la localidad “Madonna del Bosco” de Calvenzano de Vergato, en la provincia de Bolonia. Su casa natal está contigua a un pequeño santuario mariano, dedicado a la “Madonna del Bosco”, y esta fuerte impronta en el signo de María lo acompañará toda la vida.
            Es el segundo hijo de Claudio y Emma Limoni, quienes se casaron, en la iglesia parroquial de Salvaro, el 11 de febrero de 1907. Al año siguiente nació el primogénito Amleto. Dos años más tarde, Elia vino al mundo. Bautizado al día siguiente de su nacimiento – 8 de mayo – en la parroquia Sant’Apollinare de Calvenzano, Elia recibe ese día también los nombres de “Michele” y “Giuseppe”.
            Cuando tiene siete años, la familia se traslada a la localidad “Casetta” de Pioppe de Salvaro en el municipio de Grizzana. En 1916, Elia comienza la escuela: asiste a las tres primeras clases de primaria en Calvenzano. En ese período también recibe la Primera Comunión. Aún pequeño, se muestra muy involucrado en el catecismo y en las celebraciones litúrgicas. Recibe la Confirmación el 29 de julio de 1917. Entre 1919 y 1922, Elia aprende los primeros elementos de pastoral en la “escuela de fuego” de Mons. Fidenzio Mellini, quien de joven había conocido a don Bosco, quien le había profetizado el sacerdocio. En 1923, don Mellini orienta tanto a Elia como a su hermano Amleto hacia los Salesianos de Finale Emilia, y ambos aprovecharán el carisma pedagógico del santo de los jóvenes: Amleto como docente y “emprendedor” en el ámbito escolar; Elia como Salesiano de Don Bosco.
            Noviado desde el 1 de octubre de 1925 en San Lázaro de Savena, Elia Comini queda huérfano de padre el 14 de septiembre de 1926, a pocos días (3 de octubre de 1926) de su Primera Profesión religiosa, que renovará hasta la Perpetua, el 8 de mayo de 1931 en el aniversario de su bautismo, en el Instituto “San Bernardino” de Chiari. En Chiari será además “tirocinante” en el Instituto Salesiano “Rota”. Recibe el 23 de diciembre de 1933 los órdenes menores del ostiariado y del lectorado; del exorcistado y del acolitado el 22 de febrero de 1934. Es subdiácono el 22 de septiembre de 1934. Ordenado diácono en la catedral de Brescia el 22 de diciembre de 1934, don Elia es consagrado sacerdote por la imposición de manos del Obispo de Brescia Mons. Giacinto Tredici el 16 de marzo de 1935, con solo 24 años: al día siguiente celebra la Primera Misa en el Instituto salesiano “San Bernardino” de Chiari. El 28 de julio de 1935 celebrará con una Misa en Salvaro.
            Inscrito en la facultad de Letras Clásicas y Filosofía de la entonces Real Universidad de Milán, es muy querido por los alumnos, ya como docentes, ya como padre y guía en el Espíritu: su carácter, serio sin rigidez, le vale estima y confianza. Don Elia es también un fino músico y humanista, que aprecia y sabe hacer apreciar las “cosas bellas”. En los trabajos escritos, muchos estudiantes, además de desarrollar el tema, encuentran natural abrirle a don Elia su propio corazón, proporcionándole así la ocasión para acompañarlos y orientarlos. De don Elia “Salesiano” se dirá que era como la gallina con los pollitos alrededor («Se leía en su rostro toda la felicidad de escucharlo: parecían una camada de pollitos alrededor de la gallina»): ¡todos cerca de él! Esta imagen evoca la de Mt 23,37 y expresa su actitud de reunir a las personas para alegrarlas y cuidarlas.
            Don Elia se gradúa el 17 de noviembre de 1939 en Letras Clásicas con una tesis sobre el De resurrectione carnis de Tertuliano, con el profesor Luigi Castiglioni (latinista de fama y coautor de un célebre diccionario de latín, el “Castiglioni-Mariotti”): al detenerse en las palabras «resurget igitur caro», Elia comenta que se trata del canto de victoria después de una larga y extenuante batalla.

Un viaje sin retorno
            Cuando el hermano Amleto se traslada a Suiza, la madre – señora Emma Limoni – queda sola en Apeninos: por lo tanto, don Elia, en plena sintonía con los Superiores, le dedicará cada año sus vacaciones. Cuando regresaba a casa ayudaba a la madre, pero – sacerdote – se mostraba ante todo disponible en la pastoral local, apoyando a Mons. Mellini.
            De acuerdo con los Superiores y en particular con el Inspector, don Francesco Rastello, don Elia regresa a Salvaro también en el verano de 1944: ese año espera poder evacuar a su madre de una zona donde, a poca distancia, fuerzas Aliadas, Partisanos y efectivos nazi-fascistas definían una situación de particular riesgo. Don Elia es consciente del peligro que corre al dejar su Treviglio para ir a Salvaro y un hermano, don Giuseppe Bertolli sdb, recuerda: «al despedirlo le dije que un viaje como el suyo podría también ser sin retorno; le pregunté también, naturalmente bromeando, qué me dejaría si no regresaba; él me respondió con mi mismo tono, que me dejaría sus libros…; luego no lo volví a ver». Don Elia ya era consciente de dirigirse hacia “el ojo del ciclón” y no buscó en la casa Salesiana (donde fácilmente podría haber permanecido) una forma de protección: «El último recuerdo que tengo de él data del verano de 1944, cuando, con motivo de la guerra, la Comunidad comenzó a disolverse; aún siento mis palabras que se dirigían a él con un tono casi de broma, recordándole que él, en esos oscuros períodos que estábamos a punto de enfrentar, debería sentirse privilegiado, ya que en el techo del Instituto se había trazado una cruz blanca y nadie tendría el valor de bombardearlo. Sin embargo, él, como un profeta, me respondió que tuviera mucho cuidado porque durante las vacaciones podría leer en los periódicos que Don Elia Comini había muerto heroicamente en el cumplimiento de su deber». «La impresión del peligro al que se exponía era viva en todos», ha comentado un hermano.

            A lo largo del viaje hacia Salvaro, don Comini hace una parada en Módena, donde sufre una grave herida en una pierna: según una reconstrucción, al interponerse entre un vehículo y un transeúnte, evitando así un accidente más grave; según otra, por haber ayudado a un señor a empujar un carrito. De todos modos, por haber socorrido al prójimo. Dietrich Bonhoeffer escribió: «Cuando un loco lanza su auto sobre la acera, yo no puedo, como pastor, contentarme con enterrar a los muertos y consolar a las familias. Debo, si me encuentro en ese lugar, saltar y agarrar al conductor en su volante».
            El episodio de Módena expresa, en este sentido, una actitud de don Elia que en Salvaro, en los meses siguientes, se manifestaría aún más: interponerse, mediar, acudir en primera persona, exponer su vida por los hermanos, siempre consciente del riesgo que ello conlleva y serenamente dispuesto a pagar las consecuencias.

Un pastor en el frente de guerra
            Cojeando, llega a Salvaro al atardecer del 24 de junio de 1944, apoyándose como puede en un bastón: ¡un instrumento inusual para un joven de 34 años! Encuentra la casa parroquial transformada: Mons. Mellini alberga a decenas de personas, pertenecientes a núcleos familiares de evacuados; además, las 5 hermanas Esclavas del Sagrado Corazón, responsables de la guardería, entre ellas la hermana Alberta Taccini. Anciano, cansado y sacudido por los eventos bélicos, en ese verano Mons. Fidenzio Mellini tiene dificultades para decidir, se ha vuelto más frágil e incierto. Don Elia, que lo conoce desde niño, comienza a ayudarlo en todo y toma un poco el control de la situación. La herida en la pierna le impide además evacuar a su madre: don Elia permanece en Salvaro y, cuando puede volver a caminar bien, las circunstancias cambiantes y las crecientes necesidades pastorales harán que se quede.
            Don Elia anima la pastoral, sigue el catecismo, se ocupa de los huérfanos abandonados a sí mismos. Además, acoge a los evacuados, anima a los temerosos, modera a los imprudentes. La presencia de don Elia se convierte en un elemento aglutinador, un signo bueno en esos dramáticos momentos donde las relaciones humanas son desgarradas por sospechas y oposiciones. Pone al servicio de tanta gente las capacidades organizativas y la inteligencia práctica adquiridas en años de vida salesiana. Escribe a su hermano Amleto: «Ciertamente son momentos dramáticos, y peores se presagian. Esperamos todo en la gracia de Dios y en la protección de la Madonna, que debéis invocar vosotros por nosotros. Espero poder haceros llegar aún nuestras noticias».

            Los alemanes de la Wehrmacht vigilan la zona y, en las alturas, está la brigada partisana “Estrella Roja”. Don Elia Comini permanece una figura ajena a reivindicaciones o partidarismos de ningún tipo: es un sacerdote y hace valer instancias de prudencia y pacificación. A los partisanos les decía: «Muchachos, miren lo que hacen, porque arruinan a la población…», exponiéndola a represalias. Ellos lo respetan y, en julio y septiembre de 1944, pedirán Misas en la parroquia de Salvaro. Don Elia acepta, haciendo descender a los partisanos y celebrando sin esconderse, evitando en cambio subir él a la zona partisana y prefiriendo – como siempre hará ese verano – quedarse en Salvaro o en zonas limítrofes, sin esconderse ni deslizarse en actitudes “ambiguas” a los ojos de los nazi-fascistas.

            El 27 de julio, don Elia Comini escribe las últimas líneas de su Diario espiritual: «27 de julio: me encuentro justo en medio de la guerra. Tengo nostalgia de mis hermanos y de mi casa en Treviglio; si pudiera, regresaría mañana».
            Desde el 20 de julio, compartía una fraternidad sacerdotal con el padre Martino Capelli, Dehoniano, nacido el 20 de septiembre de 1912 en Nembro en la provincia de Bérgamo y ya docente de Sagrada Escritura en Bolonia, también él huésped de Mons. Mellini y ayudando en la pastoral.
            Elia y Martino son dos estudiosos de lenguas antiguas que ahora deben ocuparse de las cosas más prácticas y materiales. La casa parroquial de Mons. Mellini se convierte en lo que Mons. Luciano Gherardi luego llamará «la comunidad del arca», un lugar que acoge para salvar. El padre Martino era un religioso que se había entusiasmado al escuchar hablar de los mártires mexicanos y habría deseado ser misionero en China. Elia, desde joven, es perseguido por una extraña conciencia de “deber morir” y ya a los 17 años había escrito: «Siempre persiste en mí el pensamiento de que debo morir! – ¿Quién sabe?! Hagamos como el siervo fiel: siempre preparado para el llamado, a “reddere rationem” de la gestión».
            El 24 de julio, don Elia inicia el catecismo para los niños en preparación a las primeras Comuniones, programadas para el 30 de julio. El 25, nace una niña en el baptisterio (todos los espacios, desde la sacristía hasta el gallinero, estaban abarrotados) y se cuelga un lazo rosa.
            Durante todo el mes de agosto de 1944, soldados de la Wehrmacht se estacionan en la casa parroquial de Mons. Mellini y en el espacio frente a ella. Entre alemanes, evacuados, consagrados… la tensión podría estallar en cualquier momento: don Elia media y previene también en pequeñas cosas, por ejemplo, actuando como “amortiguador” entre el volumen demasiado alto de la radio de los alemanes y la paciencia ya demasiado corta de Mons. Mellini. También hubo un poco de Rosario todos juntos. Don Angelo Carboni confirma: «Con la intención siempre de confortar a Monseñor, D. Elia se esforzó mucho contra la resistencia de una compañía de alemanes que, estableciéndose en Salvaro el 1 de agosto, quería ocupar varios ambientes de la casa parroquial, quitando toda libertad y comodidad a los familiares y evacuados allí hospedados. Acomodados los alemanes en el archivo de Monseñor, aquí están de nuevo perturbando, ocupando con sus carros buena parte del patio de la Iglesia; con modos aún más amables y persuasivas palabras, D. Elia logró también esta otra liberación en favor de Monseñor, que la opresión de la lucha había obligado a descansar». En esas semanas, el sacerdote salesiano es firme en proteger el derecho de Mons. Mellini a moverse con cierta comodidad en su propia casa – así como el de los evacuados a no ser alejados de la casa parroquial –: sin embargo, reconoce algunas necesidades de los hombres de la Wehrmacht y eso le atrae la benevolencia hacia Mons. Mellini, que los soldados alemanes aprenderán a llamar el buen pastor. De los alemanes, don Elia obtiene comida para los evacuados. Además, canta para calmar a los niños y cuenta episodios de la vida de don Bosco. En un verano marcado por asesinatos y represalias, con don Elia algunos civiles logran incluso ir a escuchar un poco de música, evidentemente difundida por el aparato de los alemanes, y comunicarse con los soldados a través de breves gestos. Don Rino Germani sdb, Vicepostulador de la Causa, afirma: «Entre las dos fuerzas en lucha se inserta la obra incansable y mediadora del Siervo de Dios. Cuando es necesario se presenta al Comando alemán y con educación y preparación logra conquistar la estima de algún oficial. Así muchas veces logra evitar represalias, saqueos y lutos».

            Liberada la casa parroquial de la presencia fija de la Wehrmacht el 1 de septiembre de 1944 – «El 1 de septiembre los alemanes dejaron libre la zona de Salvaro, solo algunos permanecieron por unos días más en la casa Fabbri» – la vida en Salvaro puede respirar un alivio. Don Elia Comini persevera mientras tanto en las iniciativas de apostolado, ayudado por los otros sacerdotes y las hermanas.
            Mientras tanto, el padre Martino acepta algunas invitaciones a predicar en otros lugares y sube a la montaña, donde su cabello claro le causa un gran problema con los partisanos que lo sospechan alemán, don Elia permanece sustancialmente en Salvaro. El 8 de septiembre escribe al director salesiano de la Casa de Treviglio: «Te dejo imaginar nuestro estado de ánimo en estos momentos. Hemos atravesado días negrísimos y dramáticos. […] Mi pensamiento está siempre contigo y con los queridos hermanos de allí. Siento vivísima la nostalgia […]».

            Desde el 11 predica los Ejercicios a las Hermanas sobre el tema de los Novísimos, de los votos religiosos y de la vida del Señor Jesús.
            Toda la población – declaró una mujer consagrada – amaba a Don Elia, también porque él no dudaba en entregarse a todos, en cada momento; no solo pedía a las personas que rezaran, sino que les ofrecía un ejemplo válido con su piedad y ese poco de apostolado que, dada la circunstancia, era posible ejercer.
            La experiencia de los Ejercicios imprime un dinamismo diferente a toda la semana, y involucra transversalmente a consagrados y laicos. Por la noche, de hecho, don Elia reúne a 80-90 personas: se intentaba suavizar la tensión con un poco de alegría, buenos ejemplos, caridad. En esos meses tanto él como el padre Martino, al igual que otros sacerdotes: primero entre todos don Giovanni Fornasini, estaban en primera línea en muchas obras de bien.

La masacre de Montesole
            La matanza más feroz y más grande llevada a cabo por las SS nazis en Europa, durante la guerra de 1939-45, fue la que se consumó alrededor de Monte Sole, en los territorios de Marzabotto, Grizzana Morandi y Monzuno, aunque comúnmente se conoce como la “masacre de Marzabotto”.
            Entre el 29 de septiembre y el 5 de octubre de 1944, los caídos fueron 770, pero en total las víctimas de alemanes y fascistas, desde la primavera de 1944 hasta la liberación, fueron 955, distribuidas en 115 localidades diferentes dentro de un vasto territorio que comprende los municipios de Marzabotto, Grizzana y Monzuno y algunas porciones de los territorios limítrofes. De estos, 216 fueron niños, 316 mujeres, 142 ancianos, 138 víctimas reconocidas como partisanos, cinco sacerdotes, cuya culpa a los ojos de los alemanes consistía en haber estado cerca, con la oración y la ayuda material, a toda la población de Monte Sole en los trágicos meses de guerra y ocupación militar. Junto a don Elia Comini, Salesiano, y al padre Martino Capelli, Dehoniano, en esos trágicos días también fueron asesinados tres sacerdotes de la Arquidiócesis de Bolonia: don Ubaldo Marchioni, don Ferdinando Casagrande, don Giovanni Fornasini. De los cinco está en curso la Causa de Beatificación y Canonización. Don Giovanni, el “Ángel de Marzabotto”, cayó el 13 de octubre de 1944. Tenía veintinueve años y su cuerpo permaneció sin sepultar hasta 1945, cuando fue encontrado gravemente martirizado; fue beatificado el 26 de septiembre de 2021. Don Ubaldo murió el 29 de septiembre, asesinado por una ráfaga de ametralladora en el altar de su iglesia de Casaglia; tenía 26 años, había sido ordenado sacerdote dos años antes. Los soldados alemanes lo encontraron a él y a la comunidad en la oración del rosario. Él fue asesinado allí, a los pies del altar. Los otros – más de 70 – en el cementerio cercano. Don Ferdinando fue asesinado, el 9 de octubre, por un disparo en la nuca, junto a su hermana Giulia; tenía 26 años.

De la Wehrmacht a las SS
            El 25 de septiembre la Wehrmacht abandona la zona y cede el mando a las SS del 16º Batallón de la Decimosexta División Acorazada “Reichsführer – SS”, una División que incluye elementos SS “Totenkopf – Cabeza de muerto” y que había estado precedida por una estela de sangre, habiendo estado presente en Sant’Anna di Stazzema (Lucca) el 12 de agosto de 1944; en San Terenzo Monti (Massa-Carrara, en Lunigiana) el 17 de ese mes; en Vinca y alrededores (Massa-Carrara, en Lunigiana a los pies de los Alpes Apuanos) del 24 al 27 de agosto.
            El 25 de septiembre las SS establecen el “Alto mando” en Sibano. El 26 de septiembre se trasladan a Salvaro, donde también está don Elia: zona fuera del área de inmediata influencia partisana. La dureza de los comandantes en perseguir el más total desprecio por la vida humana, la costumbre de mentir sobre el destino de los civiles y la estructura paramilitar – que recurría gustosamente a técnicas de “tierra quemada”, en desprecio a cualquier código de guerra o legitimidad de órdenes impartidas desde arriba – lo convertía en un escuadrón de la muerte que no dejaba nada intacto a su paso. Algunos habían recibido una formación de carácter explícitamente concentracionista y eliminacionista, destinada a: supresión de la vida, con fines ideológicos; odio hacia quienes profesaban la fe judeocristiana; desprecio por los pequeños, los pobres, los ancianos y los débiles; persecución de quienes se opusieran a las aberraciones del nacionalsocialismo. Había un verdadero catecismo – anticristiano y anticatólico – del cual las jóvenes SS estaban impregnadas.
            «Cuando se piensa que la juventud nazi estaba formada en el desprecio de la personalidad humana de los judíos y de las otras razas “no elegidas”, en el culto fanático de una supuesta superioridad nacional absoluta, en el mito de la violencia creadora y de las “nuevas armas” portadoras de justicia en el mundo, se comprende dónde estaban las raíces de las aberraciones, facilitadas por la atmósfera de guerra y por el temor a una decepcionante derrota».
            Don Elia Comini – con el padre Capelli – acude para confortar, tranquilizar, exhortar. Decide que se acojan en la casa parroquial sobre todo a los supervivientes de las familias en las que los alemanes habían asesinado por represalia. Al hacerlo, aleja a los sobrevivientes del peligro de encontrar la muerte poco después, pero sobre todo los arranca – al menos en la medida de lo posible – de esa espiral de soledad, desesperación y pérdida de voluntad de vivir que podría haberse traducido incluso en deseo de muerte. Además, logra hablar con los alemanes y, en al menos una ocasión, hacer desistir a las SS de su propósito, haciéndolas pasar de largo y pudiendo así advertir posteriormente a los refugiados de salir del escondite.
            El Vicepostulador don Rino Germani sdb escribía: «Llega don Elia. Los tranquiliza. Les dice que salgan, porque los alemanes se han ido. Habla con los alemanes y los hace ir más allá».
            También es asesinado Paolo Calanchi, un hombre a quien la conciencia no le reprocha nada y que comete el error de no escapar. Será nuevamente don Elia quien acuda, antes de que las llamas agredan su cuerpo, intentando al menos honrar sus restos al no haber llegado a tiempo para salvarle la vida: «El cuerpo de Paolino es salvado de las llamas precisamente por don Elia que, a riesgo de su vida, lo recoge y transporta con un carrito a la Iglesia de Salvaro».
            La hija de Paolo Calanchi ha testificado: «Mi padre era un hombre bueno y honesto [“en tiempos de cartilla de racionamiento y de hambruna daba pan a quien no tenía”] y había rechazado escapar sintiéndose tranquilo hacia todos. Fue asesinado por los alemanes, fusilado, en represalia; más tarde también fue incendiada la casa, pero el cuerpo de mi padre había sido salvado de las llamas precisamente por Don Comini, que, a riesgo de su propia vida, lo había recogido y transportado con un carrito a la Iglesia de Salvaro, donde, en un ataúd que él construyó con tablas de desecho, fue inhumado en el cementerio. Así, gracias al coraje de Don Comini y, muy probablemente, también de Padre Martino, terminada la guerra, mi madre y yo pudimos encontrar y hacer transportar el ataúd de nuestro querido al cementerio de Vergato, junto al de mi hermano Gianluigi, que murió 40 días después al cruzar el frente».
            Una vez don Elia había dicho de la Wehrmacht: «Debemos amar también a estos alemanes que vienen a molestarnos». «Amaba a todos sin preferencia». El ministerio de don Elia fue muy valioso para Salvaro y muchos evacuados, en esos días. Testigos han declarado: «Don Elia fue nuestra fortuna porque teníamos al párroco demasiado anciano y débil. Toda la población sabía que Don Elia tenía este interés por nosotros; Don Elia ayudó a todos. Se puede decir que todos los días lo veíamos. Decía la Misa, pero luego a menudo estaba en el atrio de la iglesia mirando: los alemanes estaban abajo, hacia el Reno; los partisanos venían de la montaña, hacia la Creda. Una vez, por ejemplo, (unos días antes del 26) vinieron los partisanos. Nosotros salíamos de la iglesia de Salvaro y allí estaban los partisanos, todos armados; y Don Elia se preocupaba mucho de que se fueran, para evitar problemas. Lo escucharon y se fueron. Probablemente, si no hubiera estado él, lo que sucedió después, habría ocurrido mucho antes»; «Por lo que sé, Don Elia era el alma de la situación, ya que con su personalidad sabía manejar muchas cosas que en esos momentos dramáticos eran de vital importancia».

            Aunque era un sacerdote joven, don Elia Comini era confiable. Esta su confiabilidad, unida a una profunda rectitud, lo acompañaba desde siempre, incluso desde que era seminarista, como resulta de un testimonio: «Lo tuve cuatro años en el Rota, desde 1931 hasta 1935, y, aunque aún era seminarista, me dio una ayuda que difícilmente habría encontrado en otro hermano, incluso anciano».

El triduo de pasión
            La situación, sin embargo, se precipita después de pocos días, el 29 de septiembre por la mañana cuando las SS cometen una terrible masacre en la localidad “Creda”. La señal para el inicio de la masacre son un cohete blanco y uno rojo en el aire: comienzan a disparar, las ametralladoras golpean a las víctimas, atrincheradas contra un pórtico y prácticamente sin salida. Se lanzan entonces granadas de mano, algunas incendiarias y el establo – donde algunos habían logrado encontrar refugio – se incendia. Pocos hombres, aprovechando un instante de distracción de las SS en ese infierno, se precipitan hacia el bosque. Attilio Comastri, herido, se salva porque el cuerpo yerto de su esposa Ines Gandolfi le ha hecho escudo: vagará durante días, en estado de shock, hasta que logre cruzar el frente y salvar su vida; había perdido, además de a su esposa, a su hermana Marcellina y a su hija Bianca, de apenas dos años. También Carlo Cardi logra salvarse, pero su familia es aniquilada: Walter Cardi tenía solo 14 días, fue la más pequeña víctima de la masacre de Monte Sole. Mario Lippi, uno de los sobrevivientes, atestigua: «No sé yo mismo cómo me salvé milagrosamente, dado que, de 82 personas reunidas bajo el pórtico, quedaron asesinadas 70 [69, según la reconstrucción oficial]. Recuerdo que además del fuego de las ametralladoras, los alemanes también nos lanzaron granadas de mano y creo que algunas esquirlas de estas me hirieron levemente en el costado derecho, en la espalda y en el brazo derecho. Yo, junto con otras siete personas, aprovechando que en [un] lado del pórtico había una puertita que daba a la calle, escapé hacia el bosque. Los alemanes, al vernos huir, nos dispararon, matando a uno de nosotros [de] nombre Gandolfi Emilio. Preciso que entre las 82 personas reunidas bajo el mencionado pórtico había también una veintena de niños, de los cuales dos en pañales, en brazos de sus respectivas madres, y una veintena de mujeres».
            En la Creda hay 21 niños menores de 11 años, algunos muy pequeños; 24 mujeres (de las cuales una adolescente); casi 20 “ancianos”. Entre las familias más afectadas están los Cardi (7 personas), los Gandolfi (9 personas), los Lolli (5 personas), los Macchelli (6 personas).
            Desde la casa parroquial de Mons. Mellini, mirando hacia arriba, en un momento se ve el humo: pero es muy temprano, la Creda permanece oculta a la vista y el bosque amortigua los ruidos. En la parroquia ese día – 29 de septiembre, fiesta de los Santos Arcángeles – se celebran tres Misas, por la mañana temprano, en inmediata sucesión: la de Mons. Mellini; la de padre Capelli que luego se va a llevar una Unción de los Enfermos en la localidad “Casellina”; la de don Comini. Y es entonces cuando el drama llama a la puerta: «Ferdinando Castori, que también había escapado de la masacre, llegó a la iglesia de Salvaro manchado de sangre como un carnicero, y se fue a esconder dentro de la cúspide del Campanario». Hacia las 8 llega a la casa parroquial un hombre desconcertado: parecía «un monstruo por su aspecto aterrador», dice la hermana Alberta Taccini. Pide ayuda para los heridos. Una setentena de personas ha muerto o está muriendo entre terribles suplicios. Don Elia, en pocos instantes, tiene la lucidez de esconder a 60/70 hombres en la sacristía, empujando contra la puerta un viejo armario que dejaba el umbral visible desde abajo, pero era no obstante la única esperanza de salvación: «Fue entonces cuando Don Elia, precisamente él, tuvo la idea de esconder a los hombres al lado de la sacristía, poniendo luego un armario frente a la puerta (lo ayudaron una o dos personas que estaban en casa de Monsignore). La idea fue de Don Elia; pero todos estaban en contra de que fuera Don Elia quien hiciera ese trabajo… Él lo quiso. Los demás decían: “¿Y si luego nos descubren?”». Otra reconstrucción: «Don Elia logró esconder en un local contiguo a la sacristía a una sesentena de hombres y contra la puerta empujó un viejo armario. Mientras tanto, el crepitar de las ametralladoras y los gritos desesperados de la gente llegaban desde las casas cercanas. Don Elia tuvo la fuerza de comenzar el S. Sacrificio de la Misa, la última de su vida. No había terminado aún, cuando llegó aterrorizado y agitado un joven de la localidad “Creda” a pedir socorro porque las SS habían rodeado una casa y arrestado a sesenta y nueve personas, hombres, mujeres, niños».
            «Aún en vestiduras sagradas, postrado en el altar, inmerso en oración, invoca por todos la ayuda del Sagrado Corazón, la intercesión de María Auxiliadora, de san Juan Bosco y de san Miguel Arcángel. Luego, con un breve examen de conciencia, recitando tres veces el acto de dolor, les hace una preparación a la muerte. Recomienda a la asistencia de las hermanas a todas esas personas y a la Superiora que guíe fuertemente la oración para que los fieles puedan encontrar en ella el consuelo del cual tienen necesidad».
            A propósito de don Elia y del padre Martino, que regresó poco después, «se constatan algunas dimensiones de una vida sacerdotal gastada conscientemente por los demás hasta el último instante: su muerte fue un prolongar en el don de la vida la Misa celebrada hasta el último día». Su elección tenía «raíces lejanas, en la decisión de hacer el bien incluso si se estaba en la última hora, dispuestos incluso al martirio»: «muchas personas vinieron a buscar ayuda en la parroquia y, a espaldas del párroco, Don Elia y el Padre Martino trataron de esconder a cuantas más personas posible; luego, asegurándose de que estuvieran de alguna manera asistidas, corrieron al lugar de las masacres para poder llevar ayuda también a los más desafortunados; el mismo Mons. Mellini no se dio cuenta de esto y continuaba buscando a los dos sacerdotes para que le ayudaran a recibir a toda esa gente» («Tenemos la certeza de que ninguno de ellos era partisano o había estado con los partisanos»).

            En esos momentos, don Elia demuestra una gran lucidez que se traduce tanto en un espíritu organizativo como en la conciencia de poner en riesgo su propia vida: «A la luz de todo esto, y Don Elia lo sabía bien, no podemos, por lo tanto, buscar esa caridad que induce al intento de ayudar a los demás, sino más bien ese tipo de caridad (que luego fue la misma de Cristo) que induce a participar hasta el fondo en el sufrimiento ajeno, sin temer siquiera la muerte como su última manifestación. El hecho de que su elección haya sido clara y bien razonada también se demuestra por el espíritu organizativo que manifestó hasta unos minutos antes de su muerte, al intentar con prontitud e inteligencia esconder a tantas personas como fuera posible en los locales ocultos de la canonjía; luego la noticia de la Creda y, después de la caridad fraterna, la caridad heroica».
            Una cosa es cierta: si don Elia se hubiera escondido con todos los demás hombres o incluso solo se hubiera quedado al lado de Mons. Mellini, no habría tenido nada que temer. En cambio, don Elia y padre Martino toman la estola, los óleos santos y una caja con algunas Partículas consagradas «partieron, por lo tanto, hacia la montaña, armados con la estola y el aceite de los enfermos»: «Cuando Don Elia regresó de haber ido con Monseñor, tomó la Píxide con las Hostias y el Aceite Santo y se volvió hacia nosotros: ¡aún ese rostro! estaba tan pálido que parecía uno ya muerto. Y dijo: “¡Recen, recen por mí, porque tengo una misión que cumplir!”». «¡Recen por mí, no me dejen solo!». «Nosotros somos sacerdotes y debemos ir y debemos hacer nuestro deber». «Vamos a llevar al Señor a nuestros hermanos».

            Arriba en la Creda hay mucha gente que está muriendo entre suplicios: deben acudir, bendecir y – si es posible – intentar interponerse respecto a las SS.
            La señora Massimina [Zappoli], luego testigo también en la investigación militar de Bolonia, recuerda: «A pesar de las oraciones de todos nosotros, ellos celebraron rápidamente la Eucaristía y, impulsados solo por la esperanza de poder hacer algo por las víctimas de tanta ferocidad al menos con un consuelo espiritual, tomaron el SS. Sacramento y corrieron hacia la Creda. Recuerdo que mientras Don Elia, ya lanzado en su carrera, pasó junto a mí en la cocina, me aferré a él en un último intento de disuadirlo, diciendo que nosotros quedaríamos a merced de nosotros mismos; él hizo entender que, por grave que fuera nuestra situación, había quienes estaban peor que nosotros y era a esos a quienes debían ir».
            Él está inamovible y se niega, como luego sugirió Mons. Mellini, a retrasar la subida a la Creda cuando los alemanes se hubieran ido: «Ha sido [por lo tanto] una pasión, antes que cruento, […] del corazón, la pasión del espíritu. En esos tiempos se estaba aterrorizado por todo y por todos: no se tenía más confianza en nadie: cualquiera podía ser un enemigo determinante para la propia vida. Cuando los dos Sacerdotes se dieron cuenta de que alguien realmente necesitaba de ellos no dudaron tanto en decidir qué hacer […] y sobre todo no recurrieron a lo que era la decisión inmediata para todos, es decir, encontrar un escondite, intentar cubrirse y estar fuera de la contienda. Los dos Sacerdotes, en cambio, se adentraron, conscientemente, sabiendo que su vida estaba al 99% en riesgo; y lo hicieron para ser verdaderamente sacerdotes: es decir, para asistir y consolar; para dar también el servicio de los Sacramentos, por lo tanto, de la oración, del consuelo que la fe y la religión ofrecen».
            Una persona dijo: «Don Elia, para nosotros, ya era santo. Si hubiera sido una persona normal […] no se habría puesto; también se habría escondido, detrás del armario, como todos los demás».
            Con los hombres escondidos, son las mujeres las que intentan retener a los sacerdotes, en un intento extremo de salvarles la vida. La escena es al mismo tiempo agitada y muy elocuente: «Lidia Macchi […] y otras mujeres intentaron impedirles partir, trataron de retenerlos por la sotana, los persiguieron, los llamaron a gritos para que regresaran: impulsados por una fuerza interior que es ardor de caridad y solicitud misionera, ellos estaban ya decididamente caminando hacia la Creda llevando los consuelos religiosos».
            Una de ellas recuerda: «Los abracé, los sostenía firmes por los brazos, diciendo y suplicando: – ¡No vayan! – ¡No vayan!».
            Y Lidia Marchi añade: «Yo tiraba de Padre Martino por la vestimenta y lo retenía […] pero ambos sacerdotes repetían: – Debemos ir; el Señor nos llama».

            «Debemos cumplir con nuestro deber. Y [don Elia y padre Martino,] como Jesús, se dirigieron hacia un destino marcado».
            «La decisión de ir a la Creda fue elegida por los dos sacerdotes por puro espíritu pastoral; a pesar de que todos intentaban disuadirlos, ellos quisieron ir impulsados por la esperanza de poder salvar a alguien de aquellos que estaban a merced de la rabia de los soldados».
            A la Creda, casi con seguridad, nunca llegaron. Capturados, según un testigo, cerca de un “pilar”, apenas fuera del campo visual de la parroquia, don Elia y padre Martino fueron vistos más tarde cargados de municiones, a la cabeza de los rastreados, o aún solos, atados, con cadenas, cerca de un árbol mientras no había ninguna batalla en curso y las SS comían. Don Elia intimó a una mujer que escapara, que no se detuviera para evitar ser asesinada: «Anna, por caridad, escapa, escapa».
            «Estaban cargados y encorvados bajo el peso de tantas cajas pesadas que de las espaldas envolvían el cuerpo por delante y por detrás. Con la espalda hacían una curva que los llevaba casi con la nariz en el suelo».
            «Sentados en el suelo […] muy sudados y cansados, con las municiones en la espalda».
            «Arrestados son obligados a llevar municiones arriba y abajo por la montaña, testigos de inauditas violencias».
            «[Las SS los hacen] bajar y subir más veces por la montaña, bajo su custodia, y además, realizando, ante los ojos de las dos víctimas, las más espeluznantes violencias».
            ¿Dónde están, ahora, la estola, los óleos santos y sobre todo el Santísimo Sacramento? No queda ninguna traza. Lejos de ojos indiscretos, las SS despojaron a la fuerza a los sacerdotes, deshaciéndose de ese Tesoro del que nada más se encontraría.
            Hacia la tarde del 29 de septiembre de 1944, fueron trasladados con muchos otros hombres (rastreados y no por represalia o no porque fueran filo-partisanos, como demuestran las fuentes), a la casa “de los Birocciai” en Pioppe di Salvaro. Más tarde ellos, divididos, tendrán destinos muy diferentes: pocos serán liberados, tras una serie de interrogatorios. La mayoría, evaluados como aptos para el trabajo, serán enviados a campos de trabajo forzado y podrán – posteriormente – regresar a sus familias. Los evaluados como no aptos, por mero criterio de estado civil (cf. campos de concentración) o de salud (joven, pero herido o que simula estar enfermo con la esperanza de salvarse) serán asesinados la noche del 1 de octubre en la “Botte” de la Canapiera de Pioppe di Salvaro, ya una ruina porque bombardeada por los Aliados días antes.
            Don Elia y padre Martino – que fueron interrogados – pudieron moverse hasta el último en la casa y recibir visitas. Don Elia intercedió por todos y un joven, muy afectado, se durmió sobre sus rodillas: en una de ellas, don Elia recibió el Breviario, tan querido para él y que quiso mantener consigo hasta los últimos instantes. Hoy, la atenta investigación histórica a través de las fuentes documentales, apoyada por la más reciente historiografía de parte laica, ha demostrado cómo nunca había tenido éxito un intento de liberar a don Elia, llevado a cabo por el Caballero Emilio Veggetti, y cómo don Elia y padre Martino nunca fueron realmente considerados o al menos tratados como “espías”.

El holocausto
            Finalmente, fueron incluidos, aunque jóvenes (34 y 32 años), en el grupo de los no aptos y con ellos ejecutados. Vivieron esos últimos instantes orando, haciendo orar, absolviéndose mutuamente y brindando cada posible consuelo de fe. Don Elia logró transformar la macabra procesión de los condenados hasta una pasarela frente a la laguna de cáñamos, donde serán asesinados, en un acto coral de entrega, sosteniendo hasta donde pudo el Breviario abierto en la mano (luego, se lee, un alemán golpeó con violencia sus manos y el Breviario cayó en el embalse) y sobre todo entonando las Letanías. Cuando se abrió el fuego, don Elia Comini salvó a un hombre porque le hacía escudo con su propio cuerpo y gritó «Piedad». Padre Martino invocó en cambio “Perdón”, levantándose con dificultad en la laguna, entre los compañeros muertos o moribundos, y trazando la señal de la Cruz pocos instantes antes de morir él mismo, a causa de una enorme herida. Las SS quisieron asegurarse de que nadie sobreviviera lanzando algunas granadas. En los días siguientes, dada la imposibilidad de recuperar los cadáveres sumergidos en agua y barro a causa de abundantes lluvias (lo intentaron las mujeres, pero ni siquiera don Fornasini pudo lograrlo), un hombre abrió las rejas y la impetuosa corriente del río Reno se llevó todo. Nunca se volvió a encontrar nada de ellos: consummatum est!
            Se había delineado su disposición «incluso al martirio, aunque a los ojos de los hombres parece necio rechazar la propia salvación para dar un mísero alivio a quien ya estaba destinado a la muerte». Mons. Benito Cocchi en septiembre de 1977 en Salvaro dijo: «Bien, aquí delante del Señor digamos que nuestra preferencia va a estos gestos, a estas personas, a aquellos que pagan de su persona: a quienes en un momento en que solo valían las armas, la fuerza y la violencia, cuando una casa, la vida de un niño, una familia entera eran valoradas en nada, supieron realizar gestos que no tienen voz en los balances de guerra, pero que son verdaderos tesoros de humanidad, resistencia y alternativa a la violencia; a quienes de este modo sembraban raíces para una sociedad y una convivencia más humana».
            En este sentido, «El martirio de los sacerdotes constituye el fruto de su elección consciente de compartir la suerte del rebaño hasta el sacrificio extremo, cuando los esfuerzos de mediación entre la población y los ocupantes, largamente perseguidos, pierden toda posibilidad de éxito».
Don Elia Comini había sido lúcido sobre su propia suerte, diciendo – ya en las primeras fases de detención –: «Para hacer el bien nos encontramos en tantas penas»; «Era Don Elia quien señalando al cielo saludaba con los ojos perlados». «Elia se asomó y me dijo: “Vaya a Bolonia, al Cardenal, y dígale dónde nos encontramos”. Le respondí: “¿Cómo hago para ir a Bolonia?”. […] Mientras tanto los soldados me empujaban con la culata del rifle. D. Elia me saludó diciendo: “¡Nos veremos en el paraíso!”. Grité: “No, no, no diga eso”. Él respondió, triste y resignado: “Nos veremos en el Paraíso”».
            Con don Bosco…: «[Les] espero a todos en el Paraíso»!
Era la tarde del 1° de octubre, inicio del mes dedicado al Rosario y a las Misiones. En los años de su primera juventud, Elia Comini había dicho a Dios: «Señor, prepárame para ser el menos indigno de ser víctima aceptable» (“Diario” 1929); «Señor, […] recíbeme también como víctima expiatoria» (1929); «me gustaría ser una víctima de holocausto» (1931). «[A Jesús] le he pedido la muerte en lugar de faltar a la vocación sacerdotal y al amor heroico por las almas» (1935).




Vera Grita, peregrina de esperanza

            Vera Grita, hija de Amleto y de María Anna Zacco de la Pirrera, nacida en Roma el 28 de enero de 1923, era la segunda de cuatro hermanas. Vivió y estudió en Savona, donde obtuvo la habilitación docente. A los 21 años, durante un repentino bombardeo aéreo sobre la ciudad (1944), fue atropellada y pisoteada por la multitud en fuga, sufriendo graves consecuencias físicas que la marcaron para siempre. Pasó desapercibida en su breve vida terrenal, enseñando en las escuelas del interior de Liguria (Rialto, Erli, Alpicella, Desierto de Varazze), donde se ganó el respeto y el cariño de todos por su carácter bondadoso y apacible.
            En Savona, en la parroquia salesiana de María Auxiliadora, participaba en la Misa y era asidua al sacramento de la Penitencia. Desde 1963, su confesor fue el salesiano don Giovanni Bocchi. Cooperadora Salesiana desde 1967, realizó su vocación en el don total de sí misma al Señor, que de manera extraordinaria se entregaba a ella, en lo íntimo de su corazón, con la “Voz”, con la “Palabra”, para comunicarle la Obra de los Tabernáculos Vivientes. Sometió todos los escritos al director espiritual, el salesiano don Gabriello Zucconi, y guardó en el silencio de su corazón el secreto de esa llamada, guiada por el Maestro divino y la Virgen María que la acompañaron a lo largo del camino de la vida oculta, del despojo y del aniquilamiento de sí misma.

            Bajo el impulso de la gracia divina y acogiendo la mediación de las guías espirituales, Vera Grita respondió al don de Dios testimoniando en su vida, marcada por la lucha contra la enfermedad, el encuentro con el Resucitado y dedicándose con heroica generosidad a la enseñanza y a la educación de los alumnos, atendiendo a las necesidades de la familia y testimoniando una vida de pobreza evangélica. Centrada y firme en el Dios que ama y sostiene, con gran firmeza interior fue capaz de soportar las pruebas y sufrimientos de la vida. Sobre la base de tal solidez interior dio testimonio de una existencia cristiana hecha de paciencia y constancia en el bien. Murió el 22 de diciembre de 1969, a los 46 años, en una habitación del hospital en Pietra Ligure donde había pasado los últimos seis meses de vida en un crescendo de sufrimientos aceptados y vividos en unión con Jesús Crucificado. “El alma de Vera – escribió don Borra, Salesiano, su primer biógrafo – con los mensajes y las cartas entra en la fila de esas almas carismáticas llamadas a enriquecer la Iglesia con llamas de amor a Dios y a Jesús Eucarístico para la dilatación del Reino”.

Una vida privada de humana esperanza
           
Humanamente, la vida de Vera está marcada desde la infancia por la pérdida de un horizonte de esperanza. La pérdida de la autonomía económica en su núcleo familiar, luego la separación de los padres para ir a Modica en Sicilia con las tías y sobre todo la muerte del padre en 1943, ponen a Vera ante las consecuencias de eventos humanos particularmente sufridos.
            Después del 4 de julio de 1944, día del bombardeo sobre Savona que marcará toda la vida de Vera, también sus condiciones de salud se verán comprometidas para siempre. Por lo tanto, la Sierva de Dios se encontró siendo una joven sin ninguna perspectiva de futuro y tuvo que revisar sus proyectos en varias ocasiones y renunciar a muchos deseos: desde los estudios universitarios hasta la enseñanza y, sobre todo, a una propia familia con el joven que estaba conociendo.
            A pesar del repentino final de todas sus esperanzas humanas entre los 20 y 21 años, en Vera la esperanza está muy presente: tanto como virtud humana que cree en un cambio posible y se compromete a realizarlo (a pesar de estar muy enferma, preparó y ganó el concurso para enseñar), como sobre todo como virtud teologal – anclada en la fe – que le infunde energía y se convierte en instrumento de consuelo para los demás.
            Casi todos los testigos que la conocieron destacan tal aparente contradicción entre condiciones de salud comprometidas y la capacidad de no quejarse nunca, atestiguando en cambio alegría, esperanza y coraje incluso en circunstancias humanamente desesperadas. Vera se convirtió en “portadora de alegría”.
            Una sobrina afirma: «Siempre estaba enferma y sufriendo, pero nunca la vi desanimada o enojada por su condición, siempre tenía una luz de esperanza sostenida por una gran fe. […] Mi tía estaba a menudo hospitalizada, sufriendo y delicada, pero siempre serena y llena de esperanza por el gran Amor que tenía por Jesús».
            También la hermana Liliana sacó de las llamadas vespertinas con ella aliento, serenidad y esperanza, aunque la Sierva de Dios estaba entonces cargada de numerosos problemas de salud y de vínculos profesionales: «me infundía – dice – confianza y esperanza haciéndome reflexionar que Dios siempre está cerca de nosotros y nos guía. Sus palabras me devolvían a los brazos del Señor y encontraba la paz».
            Agnese Zannino Tibirosa, cuyo testimonio tiene un valor particular ya que estuvo con Vera en el hospital “Santa Corona” en su último año de vida, atestigua: «a pesar de los graves sufrimientos que la enfermedad le provocaba, nunca la escuché quejarse de su estado. Daba alivio y esperanza a todos los que se acercaban a ella y cuando hablaba de su futuro, lo hacía con entusiasmo y coraje».
            Hasta el final, Vera Grita se mantuvo así: incluso en la última parte de su camino terrenal guardó una mirada hacia el futuro, esperaba que con los tratamientos el tuberculoma pudiera ser reabsorbido, esperaba poder ocupar la cátedra en los Piani di Invrea en el año escolar 1969-1970 así como poder dedicarse, una vez salida del hospital, a su propia misión espiritual.

Educada en la esperanza por el confesor y en el camino espiritual
           
En este sentido, la esperanza atestiguada por Vera está arraigada en Dios y en esa lectura sapiencial de los eventos que su padre espiritual don Gabriello Zucconi y, antes que él, el confesor don Giovanni Bocchi le enseñaron. Precisamente el ministerio de don Bocchi – hombre de alegría y esperanza – ejerció una influencia positiva sobre Vera, quien él acogió en su condición de enferma y a quien enseñó a dar valor a los sufrimientos – no buscados – de los que estaba cargada. Don Bocchi fue el primero en ser maestro de esperanza, de él se ha dicho: «con palabras siempre cordiales y llenas de esperanza, ha abierto los corazones a la magnanimidad, al perdón, a la transparencia en las relaciones interpersonales; ha vivido las beatitudes con naturalidad y fidelidad diaria». «Esperando y teniendo la certeza de que, así como ocurrió con Cristo, también nos sucederá a nosotros: la Resurrección gloriosa», don Bocchi realizaba a través de su ministerio un anuncio de la esperanza cristiana, fundamentada en la omnipotencia de Dios y la resurrección de Cristo. Más tarde, desde África, donde había partido como misionero, dirá: «estaba allí porque quería llevar y donarles a Jesús Vivo y presente en la Santísima Eucaristía con todos los dones de Su Corazón: la Paz, la Misericordia, la Alegría, el Amor, la Luz, la Unión, la Esperanza, la Verdad, la Vida eterna».
            Vera se convirtió en portadora de esperanza y alegría también en ambientes marcados por el sufrimiento físico y moral, por limitaciones cognitivas (como entre sus pequeños alumnos con discapacidad auditiva) o condiciones familiares y sociales no óptimas (como en el “clima caldeado” de Erli).
            La amiga María Mattalia recuerda: «Veo la dulce sonrisa de Vera, a veces cansada por tanto luchar y sufrir; recordando su fuerza de voluntad trato de seguir su ejemplo de bondad, de gran fe, esperanza y amor […]».
            Antonietta Fazio – ya conserje en la escuela de Casanova – testificó de ella: «era muy querida por sus alumnos a quienes amaba mucho y en particular por aquellos con dificultades intelectuales […]. Muy religiosa, transmitía a cada uno fe y esperanza a pesar de que ella misma estaba muy sufriendo físicamente pero no moralmente».
            En esos contextos, Vera trabajaba para hacer renacer las razones de la esperanza. Por ejemplo, en el hospital (donde la comida es poco satisfactoria) se privó de un racimo especial de uvas para que una parte de él estuviera en la mesita de todas las enfermas de la sala, así como siempre cuidó de su persona para presentarse bien, ordenada, con compostura y refinamiento, contribuyendo también de este modo a contrarrestar el ambiente de sufrimiento de una clínica, y a veces de pérdida de la esperanza en muchos enfermos que corren el riesgo de “dejarse ir”.

            A través de los Mensajes de la Obra de los Tabernáculos Vivientes, el Señor la educó a una postura de espera, paciencia y confianza en Él. Incontables son, de hecho, las exhortaciones sobre esperar al Esposo o al Esposo que espera a su esposa:

            “Espera en tu Jesús siempre, siempre”.

            Venga Él a nuestras almas, venga a nuestras casas; venga con nosotros para compartir alegrías y dolores, fatigas y esperanzas.

            Deja hacer a mi Amor y aumenta tu fe, tu esperanza.

            Sígueme en la oscuridad, en las sombras porque conoces el «camino».

            ¡Espera en Mí, espera en Jesús!

            Después del camino de la esperanza y de la espera vendrá la victoria.

            Para llamarte a las cosas del Cielo”.

Portadora de esperanza en morir y en interceder
           
También en la enfermedad y en la muerte, Vera Grita testificó la esperanza cristiana. Sabía que, cuando su misión estuviera cumplida, también la vida en la tierra terminaría. «Esta es tu tarea y cuando esté terminada saludarás la tierra por los Cielos»: por lo tanto, no se sentía “propietaria” del tiempo, sino que buscaba la obediencia a la voluntad de Dios.
            En los últimos meses, a pesar de una condición que se agravaba y expuesta a un empeoramiento del cuadro clínico, la Sierva de Dios atestiguó serenidad, paz, percepción interior de un “cumplimiento” de su propia vida.
            En los últimos días, aunque estaba naturalmente apegada a la vida, don Giuseppe Formento la describió «ya en paz con el Señor». En tal espíritu pudo recibir la Comunión hasta pocos días antes de morir, y recibir la Unción de los Enfermos el 18 de diciembre.
            Cuando la hermana Pina fue a visitarla poco antes de la muerte – Vera había estado aproximadamente tres días en coma – contraviniendo su habitual reserva le dijo que había visto en esos días muchas cosas, cosas bellísimas que lamentablemente no le quedaba tiempo para contar. Había sabido de las oraciones de Padre Pío y del Papa Bueno por ella, además añadió – refiriéndose a la Vida eterna – «Todos ustedes vendrán al paraíso conmigo, estén seguros de ello».
            Liliana Grita también testificó cómo, en el último período, Vera «sabía más del Cielo que de la tierra». De su vida se extrajo el siguiente balance: «ella, tan sufriente, consolaba a los demás, infundiéndoles esperanza y no dudaba en ayudarles». Muchas gracias atribuidas a la mediación intercesora de Vera se refieren, por último, a la esperanza cristiana. Vera – incluso durante la Pandemia de Covid 19 – ayudó a muchos a reencontrar las razones de la esperanza y fue para ellos protección, hermana en el espíritu, ayuda en el sacerdocio. Ayudó interiormente a un sacerdote que tras un Ictus había olvidado las oraciones, no pudiendo ya pronunciarlas con su extremo dolor y desorientación. Hizo que muchos volvieran a orar, pidiendo la curación de un joven padre afectado por una hemorragia.
            También la hermana María Ilaria Bossi, Maestra de Novicias de las Benedictinas del Santísimo Sacramento de Ghiffa, señala cómo Vera – hermana en el espíritu – es un alma que dirige al Cielo y acompaña hacia el Cielo: «La siento hermana en el camino hacia el cielo… Muchos […] que en ella se reconocen, y a ella se refieren, en el camino evangélico, en la carrera hacia el cielo».
            En resumen, se comprende cómo toda la historia de Vera Grita ha sido sostenida no por esperanzas humanas, por el mero mirar al “mañana” esperando que sea mejor que el presente, sino por una verdadera Esperanza teologal: «era serena porque la fe y la esperanza siempre la han sostenido. Cristo estaba en el centro de su vida, de Él extraía la fuerza. […] era una persona serena porque tenía en el corazón la Esperanza teologal, no la esperanza superficial […], sino aquella que deriva solo de Dios, que es don y nos prepara para el encuentro con Él».

            En una oración a María de la Obra de los Tabernáculos Vivos, se lee: «Súbenos [María] de la tierra para que desde aquí vivamos y seamos para el Cielo, para el Reino de tu hijo». Es bonito también recordar que don Gabriello tuvo que peregrinar en la esperanza entre tantas pruebas y dificultades, como escribe en una carta a Vera del 4 de marzo de 1968 desde Florencia: «Sin embargo, siempre debemos esperar. La presencia de las dificultades no quita que al final el bien, lo bueno, lo bello triunfarán. Regresará la paz, el orden, la alegría. El hombre, hijo de Dios, recuperará toda la gloria que tuvo desde el principio. El hombre será salvo en Jesús y encontrará en Dios todo bien. He aquí que entonces regresan a la mente todas las cosas bellas prometidas por Jesús y el alma en Él encuentra su paz. Ánimo: ahora estamos como en combate. Vendrá el día de la victoria. Es certeza en Dios».

             En la iglesia de Santa Corona en Pietra Ligure, Vera Grita participaba en la Misa y se iba a orar durante los largos ingresos. Su testimonio de fe en la presencia viva de Jesús Eucaristía y de la Virgen María en su breve vida terrena es un signo de esperanza y de consuelo, para aquellos en este lugar de cuidado que pedirán su ayuda y su intercesión ante el Señor para ser aliviados y liberados del sufrimiento.
            El camino de Vera Grita en la laboriosa operosidad de los días también ofrece una nueva perspectiva laica a la santidad, convirtiéndose en ejemplo de conversión, aceptación y santificación para los ‘pobres’, los ‘frágiles’, los ‘enfermos’ que en ella pueden reconocerse y encontrar esperanza.
            Escribe san Pablo, «que los sufrimientos del momento presente no son comparables a la gloria futura que debe ser revelada en nosotros». Con «impaciencia» esperamos contemplar el rostro de Dios ya que «en la esperanza hemos sido salvados» (Rom 8, 18.24). Por lo tanto, es absolutamente necesario esperar contra toda esperanza, «Spes contra spem». Porque, como escribió Charles Péguy, la Esperanza es una niña «irredutible». En comparación con la Fe que «es una esposa fiel» y la Caridad que «es una Madre», la Esperanza parece, a primera vista, que no vale nada. Y, sin embargo, es exactamente lo contrario: será precisamente la Esperanza, escribe Péguy, «que vino al mundo el día de Navidad» y que «trayendo a las otras, atravesará los mundos».
            «Escribe, Vera de Jesús, yo te daré luz. El árbol florecido en primavera ha dado sus frutos. Muchos árboles deberán volver a florecer en la temporada oportuna para que los frutos sean copiosos… Te pido que aceptes con fe cada prueba, cada dolor por Mí. Verás los frutos, los primeros frutos de la nueva floración». (Santa Corona – 26 de octubre de 1969 – Fiesta de Cristo Rey – Penúltimo mensaje).




Perfiles de familias heridas en la historia de la santidad salesiana

1. Historias de familias heridas
            Estamos acostumbrados a imaginar la familia como una realidad armoniosa, caracterizada por la coexistencia de varias generaciones y por el papel guía de los padres que establecen la norma y de los hijos que, al aprenderla, son guiados por ellos en la experiencia de la realidad. Sin embargo, a menudo las familias se ven atravesadas por dramas e incomprensiones, o marcadas por heridas que agreden su configuración óptima y devuelven una imagen distorsionada, falsificada y engañosa.
            También la historia de la santidad salesiana está atravesada por historias de familias heridas: familias donde falta al menos una de las figuras parentales, o donde la presencia de mamá y papá se convierte, por diversas razones (físicas, psíquicas, morales y espirituales), en un obstáculo para sus hijos, hoy en camino hacia los honores de los altares. El mismo Don Bosco, que había experimentado la muerte prematura de su padre y el alejamiento de la familia por la prudente voluntad de Mamá Margarita, quiere – no es casualidad – que la obra salesiana esté particularmente dedicada a la «juventud pobre y abandonada» y no duda en alcanzar a los jóvenes que se han formado en su oratorio con una intensa pastoral vocacional (demostrando que ninguna herida del pasado es un obstáculo para una vida humana y cristiana plena). Por lo tanto, es natural que la misma santidad salesiana, que se nutre de las existencias de muchos jóvenes de Don Bosco que luego fueron consagrados a través de él a la causa del Evangelio, lleve en sí – como lógica consecuencia – la huella de familias heridas.
            De estos chicos y chicas que crecieron en contacto con las obras salesianas se quieren presentar tres, cuyas historias se “inserten” en el surco biográfico de Don Bosco. Los protagonistas son:
            – la beata Laura Vicuña, nacida en Chile en 1891, huérfana de padre y cuya madre inicia en Argentina una convivencia con el rico propietario Manuel Mora; Laura, por lo tanto, herida por la situación de irregularidad moral de su madre, está dispuesta a ofrecer su vida por ella;
            – el siervo de Dios Carlo Braga, valtellinense de 1889, abandonado de pequeño por su padre y cuya madre es alejada porque se la considera, por una mezcla de ignorancia y maledicencia, psíquicamente inestable; Carlo, por lo tanto, que enfrenta grandes humillaciones y verá su vocación salesiana puesta en dificultades en varias ocasiones por aquellos que temen en él un comprometedor resurgimiento del malestar psíquico falsamente atribuido a su madre;
            – finalmente, la sierva de Dios Anna María Lozano, que nace en 1883 en Colombia, sigue con su familia a su padre en el lazareto, donde se ve obligado a trasladarse tras la aparición de la terrible lepra, será obstaculizada en su vocación religiosa, pero podrá finalmente realizarla gracias al encuentro providencial con el salesiano Luigi Variara, beato.

2. Don Bosco y la búsqueda del padre
            Como Laura, Carlo y Anna María – marcados por la ausencia o las “heridas” de una o más figuras parentales – antes que ellos, y en cierto sentido “por ellos”, también Don Bosco experimenta la falta de un núcleo familiar fuerte.
            Las Memorias del Oratorio deben pronto detenerse en la precoz pérdida del padre: Francisco muere a los 34 años y Don Bosco – no sin recurrir a una expresión en ciertos aspectos desconcertante – reconoce que «Dios misericordioso los golpeó a todos con una grave desgracia». Así, entre los primeros recuerdos del futuro santo de los jóvenes se abre paso una experiencia desgarradora: la del cadáver del padre, de quien la madre intenta alejarlo, encontrando sin embargo su resistencia: «Yo quería absolutamente quedarme», explica Don Bosco, quien entonces añadió: «Si papá no viene, no quiero ir [me]». Margarita le responde entonces: «Pobre hijo, ven conmigo, ya no tienes padre». Ella llora y Juancito, que carece de una comprensión racional de la situación, pero intuye todo el drama con una intuición afectiva e identificativa, hace suya la tristeza de la madre: «Yo lloraba porque ella lloraba, ya que a esa edad no podía comprender cuánto gran infortunio era la pérdida del padre».
            Frente al papá muerto, Juancito demuestra considerarlo aún el centro de su vida. De hecho, dice: «no quiero ir [contigo, mamá]» y no, como esperaríamos: «no quiero venir». Su punto de referencia es el padre – punto de partida y deseable punto de retorno –, respecto al cual cada alejamiento parece desestabilizador. En el dramatismo de esos momentos, además, Juancito aún no ha comprendido qué significa la muerte del progenitor. De hecho, espera («si papá no viene…») que el padre aún pueda estar cerca de él: y sin embargo ya intuye su inmovilidad, su mutismo, su incapacidad de protegerlo y defenderlo, la imposibilidad de ser tomado de la mano por él para convertirse a su vez en un hombre. Las vicisitudes inmediatamente posteriores, además, confirman a Giovanni en la certeza de que el padre lo protege amorosamente, lo orienta y lo guía y que, cuando le falta, incluso la mejor de las madres, como lo es Margarita, puede proveer solo en parte. En su camino de chico exuberante, el futuro Don Bosco encuentra sin embargo a otros “padres”: los casi coetáneos Luis Comollo, que despierta en él la emulación de las virtudes, y san José Cafasso, que lo llama «mi querido amigo», le hace «un gesto amable para que se acerque» y, al hacerlo, lo confirma en la persuasión de que la paternidad es cercanía, confianza e interés concreto. Pero hay sobre todo don Calosso, el sacerdote que “intercepta” al rizado Juancito en ocasión de una “misión popular” y se convierte en determinante para su crecimiento humano y espiritual. Los gestos de don Calosso operan en el preadolescente Juancito una verdadera revolución. Don Calosso, ante todo, le habla. Luego le da voz. Después lo anima. Además: se interesa por la historia de la familia Bosco, demostrando saber contextualizar el “ahora” de ese chico en el “todo” de su historia. Además, le revela el mundo, de hecho, de alguna manera lo reintegra al mundo, haciéndole conocer cosas nuevas, regalándole nuevas palabras y demostrándole que tiene las capacidades para hacer mucho y bien. Finalmente, lo cuida con el gesto y con la mirada, y provee a sus necesidades más urgentes y reales: «Mientras yo hablaba, nunca me quitó la mirada de encima.
“Anímate amigo, yo pensaré en ti y en tus estudios”».
            En don Calosso, Juan Bosco hace, por lo tanto, la experiencia de que la verdadera paternidad merece una entrega total y totalizadora; conduce a la conciencia de sí mismo; abre un “mundo ordenado” donde la regla da seguridad y educa a la libertad:

«Yo me puse pronto en manos de don Calosso. Entonces conocí lo que significa tener una guía estable […], un amigo fiel del alma… Él me animó; todo el tiempo que podía lo pasaba cerca de él…. Desde esa época comencé a saborear lo que es la vida espiritual, ya que antes actuaba más bien materialmente y como una máquina que hace una cosa, sin saber la razón».
            El padre terrenal, sin embargo, también es aquel que siempre quisiera estar cerca del hijo, pero en un cierto momento ya no puede hacerlo. También don Calosso muere; incluso el mejor padre en un momento se hace a un lado, para otorgar al hijo la fuerza del desapego y de la autonomía propias de la edad adulta.
            ¿Cuál es entonces, para Don Bosco, la diferencia entre familias exitosas o fracasadas? Se podría estar tentado a decir que está toda aquí: “exitosa” es la familia caracterizada por padres que educan a los hijos a la libertad y, si los dejan, es solo por una imposibilidad sobrevenida o por su bien. “Herida” en cambio es la familia donde el progenitor ya no genera vida, sino que lleva en sí problemas de diversa índole que obstaculizan el crecimiento del hijo: un progenitor que se desinteresa por él y, ante las dificultades, incluso lo abandona, con una actitud tan diferente a la del Buen Pastor.
            Las vicisitudes biográficas de Laura, Carlo y Anna María lo confirman.

3. Laura: una hija que “genera” a su propia madre
            Nacida en Santiago de Chile el 5 de abril de 1891, y bautizada el 24 de mayo siguiente, Laura es la hija mayor de José D. Vicuña, un noble venido a menos que se había casado con Mercedes Pino, hija de modestos agricultores. Tres años después llega una hermanita, Julia Amanda, pero pronto el papá muere, tras haber sufrido una derrota política que ha minado su salud y comprometido, con el sustento económico de la familia, también el honor. Privada de cualquier «protección y perspectiva de futuro», la madre llega a Argentina, donde recurre a la tutela del terrateniente Manuel Mora: un hombre «de carácter soberbio y altivo», que «no disimula odio y desprecio por quienquiera que se oponga a sus planes». Un hombre que solo en apariencia garantiza protección, pero que en realidad está acostumbrado a tomar, si es necesario con la fuerza, lo que quiere, instrumentalizando a las personas. Mientras tanto, paga los estudios de Laura y su hermana en el colegio de las Hijas de María Auxiliadora y su madre – que sufre la influencia psicológica de Mora – convive con él sin encontrar la fuerza para romper el vínculo. Sin embargo, cuando Mora comienza a mostrar signos de deshonesto interés hacia la misma Laura, y sobre todo cuando esta última emprende el camino de preparación para la Primera Comunión, ella de repente comprende toda la gravedad de la situación. A diferencia de la madre – que justifica un mal (la convivencia) en vista de un bien (la educación de las hijas en el colegio) – Laura entiende que se trata de una argumentación moralmente ilegítima, que pone en grave peligro el alma de la madre. En este período, además, Laura quisiera convertirse ella misma en hermana de María Auxiliadora: pero su solicitud es rechazada, porque es hija de una «concubina pública». Y es en este punto que precisamente en Laura – acogida en el colegio cuando en ella dominaban aún «impulsividad, facilidad de resentimiento, irritabilidad, impaciencia y propensión a aparecer» – se manifiesta un cambio que solo la Gracia, unida al compromiso de la persona, puede operar: pide a Dios la conversión de la madre, ofreciéndose a sí misma por ella. En ese momento, Laura no puede moverse ni “hacia adelante” (ingresando entre las Hijas de María Auxiliadora) ni “hacia atrás” (regresando con la madre y Mora). Con un gesto entonces cargado de la creatividad típica de los santos, Laura emprende el único camino que aún le es accesible: el de la altura y la profundidad. En los propósitos de la Primera Comunión había anotado:
            Propongo hacer cuanto sé y puedo para […] reparar las ofensas que ustedes, Señor, reciben cada día de los hombres, especialmente de las personas de mi familia; Dios mío, dame una vida de amor, de mortificación y de sacrificio.

            Ahora finaliza el propósito en “Acto de ofrecimiento”, que incluye el sacrificio de la vida misma. El confesor, reconociendo que la inspiración es de Dios, pero ignorando las consecuencias, consiente, y confirma que Laura es «consciente de la oferta que acaba de realizar». Ella vive los últimos dos años con silencio, alegría y sonrisa y una índole rica de calor humano. Y, sin embargo, la mirada que posa sobre el mundo – como confirma un retrato fotográfico, muy diferente de la estilización hagiográfica conocida – también dice toda la sufrida conciencia y el dolor que la habitan. En una situación donde le falta tanto la “libertad de” (condicionamientos, obstáculos, fatigas), como la “libertad para” hacer tantas cosas, esta preadolescente testifica la “libertad para”: la del don total de sí misma.
            Laura no desprecia, sino que ama la vida: la suya y la de su madre. Por eso se ofrece. El 13 de abril de 1902, Domingo del Buen Pastor, se pregunta: «Si Él da la vida… ¿qué me impide a mí por la mamá?». Moribunda, añade: «¡Mamá, yo muero, yo misma se lo he pedido a Jesús… hace casi dos años que le ofrecí la vida por ti…, para obtener la gracia de tu regreso!».

            Estas son palabras libres de arrepentimiento y reproche, pero cargadas de una gran fuerza, una gran esperanza y una gran fe. Laura ha aprendido a aceptar a su madre por lo que es. De hecho, se ofrece a sí misma para darle lo que ella sola no puede conseguir. Cuando Laura muere, la madre se convierte. Laurita de los Andes, la hija, ha contribuido así a generar a la madre en la vida de fe y gracia.

4. Carlo Braga y la sombra de la madre
            También Carlo Braga, que nace dos años antes que Laura, en 1889, está marcado por la fragilidad de su madre: cuando su marido la abandona a ella y a los hijos, Matilde «casi no comía y se deterioraba a vista de ojo». Llevada entonces a Como, muere allí cuatro años más tarde de tuberculosis, aunque todos están convencidos de que la depresión se había transformado en una verdadera locura. Carlo comienza a ser «compadecido como el hijo de un inconsciente [el padre] y de una madre infeliz». Sin embargo, tres acontecimientos providenciales lo socorren.
            Del primero, ocurrido cuando era muy pequeño, redescubre más tarde el sentido: había caído en el hogar y su madre Matilde, al rescatarlo, lo había consagrado en ese instante a la Virgen. Así, el pensamiento de la madre ausente se convierte para Carlo niño en «un recuerdo doloroso y consolador a la vez»: dolor por su ausencia; pero también la certeza de que ella lo había confiado a la Madre de todas las madres, María Santísima. Escribe don Braga, años después, a un hermano salesiano conmovido por la pérdida de su propia madre:
            Ahora la madre te pertenece mucho más que cuando estaba viva. Déjame que te hable de mi experiencia personal. Mi madre me dejó cuando tenía seis años […]. Pero debo confesarte que ella me siguió paso a paso y, cuando lloraba desolado al murmullo del río Adda, mientras, pastorcillo, me sentía llamado a una vocación más alta, me parecía que la Mamá me sonreía y me secaba las lágrimas.

            Carlo luego conoce a sor Giuditta Torelli, una Hija de María Auxiliadora que «salvó al pequeño Carlo de la desintegración de su personalidad cuando a los nueve años se dio cuenta de que era tolerado y oyó a veces a la gente decir sobre él: “Pobre niño, ¿por qué está en el mundo?”». De hecho, había quienes sostenían que su padre merecía ser fusilado por la traición del abandono y, en cuanto a la madre, muchos compañeros de escuela le replican: «Tú cállate, total tu madre era una loca». Pero sor Giuditta lo ama o lo ayuda de manera especial; posa sobre él una mirada “nueva”; además, cree en su vocación y la alienta.
            Entrado entonces en el colegio salesiano de Sondrio, Carlo vive la tercera y decisiva experiencia: conoce a don Rua, de quien tiene el honor de ser el pequeño secretario por un día. Don Rua sonríe a Carlo y, repitiendo el gesto que Don Bosco había realizado en su momento con él («Miguelito, tú y yo siempre haremos todo a medias»), «mete su mano dentro de la suya y le dice: “siempre seremos amigos”»: si sor Giuditta había creído en la vocación de Carlo, don Rua ahora le permite realizarla, «haciéndolo pasar por encima de todos los obstáculos». Ciertamente, a Carlo Braga no le faltarán dificultades en cada etapa de su vida – de novicio, clérigo, incluso inspector –, concretándose en aplazamientos prudenciales y asumiendo a veces la forma de maledicencia: pero él ya habrá aprendido a enfrentarlas. Mientras tanto, se convierte en un hombre capaz de irradiar una extraordinaria alegría, humilde, activo y de delicada ironía: todas características que dicen del equilibrio de la persona y su sentido de la realidad. Bajo la acción del Espíritu Santo, don Braga desarrolla él mismo una radiante paternidad, a la que se une una gran ternura por los jóvenes a su cargo. Don Braga redescubre el amor por su propio papá, lo perdona y emprende un viaje para reconciliarse con él. Se somete a fatigas sin número para estar siempre entre sus Salesianos y chicos. Se define como aquel que ha sido «puesto en la viña para hacer de palo», es decir, en la sombra, pero para el bien de los demás. Un padre, al confiarle su hijo como aspirante salesiano, dice: «¡Con un hombre así te dejo ir incluso al Polo Norte!». Don Carlo no se escandaliza de las necesidades de los hijos, sino que los educa a manifestarlas, a aumentar el deseo: «¿Necesitas algún libro? No tengas miedo, escribe una lista más larga». Sobre todo, don Carlo ha aprendido a posarse sobre los demás con esa mirada de amor de la que él mismo se sintió alcanzado en su momento gracias a sor Giuditta y don Rua. Testifica don Giuseppe Zen, hoy cardenal, en un largo pasaje que merece ser leído en su totalidad y que comienza con las palabras de su propia madre a don Braga:
            «Mire, Padre, este chico ya no es tan bueno. Quizás no sea adecuado para ser aceptado en este instituto. No quisiera que usted fuera engañado. ¡Ah, si supiera cómo me ha hecho desesperar en este último año! No sabía realmente qué hacer. Y si también aquí me hará desesperar, dígamelo, que iré a recogerlo de inmediato». Don Braga, en lugar de responder, me miraba a los ojos; yo también lo miraba, pero con la cabeza baja. Me sentía como un imputado acusado por el Fiscal, en lugar de defendido por su abogado. Pero el juez estaba de mi lado. Con la mirada me entendió profundamente, de inmediato y mejor que todas las explicaciones de mi madre. Él mismo, escribiéndome muchos años más tarde, se aplicaba las palabras del Evangelio: «Intuitus dilexit eum (“mirándolo lo amó”)». Y desde ese día no tuve más dudas sobre mi vocación.

5. Anna María Lozano Díaz y la fecunda enfermedad del padre
            Los padres de Laura y de Carlo se habían – a diversos títulos – revelado como “lejanos” y “ausentes”. Una última figura, la de Anna María, atestigua en cambio el dinamismo opuesto: el de un padre demasiado presente, que con su presencia abre a la hija un nuevo camino de santificación. Anna nace el 24 de septiembre de 1883 en Oicatà, Colombia, en una familia numerosa, caracterizada por la ejemplar vida cristiana de los padres. Cuando Anna es muy joven, el papá – un día, al lavarse – descubre una mancha sospechosa en la pierna. Es la terrible lepra, que logra ocultar durante algún tiempo, pero finalmente se ve obligado a reconocer, aceptando primero separarse de la familia, y luego reunirse con ella en el lazareto de Agua de Dios. La esposa le había dicho heroicamente: «Tu suerte es la nuestra». Así, los sanos aceptan las condicionantes que les vienen al asumir el ritmo de los enfermos. En este momento, la enfermedad del padre condiciona la libertad de elección de Anna María, obligada a proyectar su vida en el lazareto. Ella, además – como ya había sucedido con Laura – se encuentra imposibilitada para realizar su vocación religiosa a causa de la enfermedad paterna: experimenta entonces, interiormente, esa laceración que la lepra opera en los enfermos. Sin embargo, Anna María no está sola. Como Don Bosco gracias al Calosso, Laura en el confesor y Carlo en don Rua, encuentra un amigo del alma. Es el beato don Luigi Variara, salesiano, que le asegura: «Si tienes vocación religiosa, se realizará», y la involucra en la fundación de las Hijas de los Sagrados Corazones de Jesús y María, en 1905. Es el primer Instituto en acoger en su interior a leprosos o hijos de leprosos. Cuando la Lozano muere, el 5 de marzo de 1982 a casi 99 años, Madre general durante más de medio siglo, la intuición del salesiano don Variara se ha concretado ya en una experiencia que ha confirmado y reforzado la dimensión victimaria-reparadora del carisma salesiano.

6. Los santos enseñan
            En su ineludible diferencia, las vicisitudes de Laura Vicuña (beata), Carlo Braga y Anna María Lozano (siervos de Dios) están unidas por algunos aspectos dignos de nota:
            a) Laura, Anna y Carlo, como ya Don Bosco, sufren situaciones de desasosiego y dificultad, a diversos títulos relacionadas con sus padres. No se puede olvidar a Mamá Margarita, que se ve obligada a alejar a Juancito de casa cuando la ausencia de la autoridad paterna facilita la confrontación con el hermano Antonio; ni olvidar que Laura fue acosada por el Mora y rechazada por las Hijas de María Auxiliadora como su aspirante; que Carlo Braga sufrió incomprensiones y calumnias; o que la lepra del padre parece en un momento dado arrebatar a Anna María toda esperanza de futuro.
            Una familia a diversos títulos herida causa por lo tanto un daño objetivo a quienes forman parte de ella: desconocer o intentar reducir la magnitud de este daño sería una empresa tan ilusoria como injusta. A cada sufrimiento se asocia de hecho un elemento de pérdida que los “santos”, con su realismo, interceptan y aprenden a nombrar.

            b) Juancito, Laura, Anna María y Carlo realizan en este punto un segundo paso, más arduo que el primero: en lugar de sufrir pasivamente la situación, o de gemir sobre ella, se acercan con una mayor conciencia al problema. Además de un vivo realismo, atestiguan la capacidad, típica de los santos, de reaccionar con prontitud, evitando el repliegue autorreferencial. Se dilatan en el don, e insertan este don en las condiciones concretas de vida. Al hacerlo, unen el «da mihi animas» al «caetera tolle».

            c) Los límites y las heridas, así, nunca son removidos: pero siempre reconocidos y nombrados; incluso, son “habitadas”. También la beata Alexandrina María da Costa y el siervo de Dios Nino Baglieri, el venerable Andrea Beltrami y el beato Augusto Czartoryski, “alcanzados” por el Señor en las condiciones invalidantes de su enfermedad, el beato Tito Zeman, el venerable José Vandor y el siervo de Dios Ignacio Stuchlý – parte de vicisitudes históricas más grandes que ellos y que parecen sobrepasarlos – enseñan el difícil arte de permanecer en las dificultades y permitir al Señor hacer florecer a la persona en ellas. ¡La libertad de elección asume aquí la forma altísima de una libertad de adhesión, en el «fiat!».

Nota Bibliográfica:
            Para preservar el carácter de “testimonio” y no de “relación” de este escrito, se ha evitado un aparato crítico de notas. Se señala sin embargo que las citas presentes en el texto son extraídas de las Memorias del Oratorio del Sac. Juan Bosco; de María Dosio, Laura Vicuña. Un camino de santidad juvenil salesiana, LAS, Roma 2004; de Don Carlo Braga cuenta su experiencia misionera y pedagógica (testimonio autobiográfico del siervo de Dios) y de la Vida de Don Carlo Braga, “El Don Bosco de China”, escrita por el salesiano don Mario Rassiga y hoy disponible en copiados. A estas fuentes se añaden luego los materiales de los Procesos de beatificación y canonización, accesibles para Don Bosco y Laura, aún reservados para los siervos de Dios.




El Siervo de Dios Andrej Majcen: un salesiano todo para los jóvenes

Este año se cumple el 25 aniversario del paso a la eternidad del Siervo de Dios P. Andrej Majcen. Profesor en Radna, llegó a las filas de los Salesianos por amor a los jóvenes. Una vida de entrega.

Lo primero es que don Andrej amaba mucho a los jóvenes: por ellos consagró su vida a Dios como salesiano, como sacerdote, como misionero. Ser salesiano no significa sólo dar la vida a Dios: significa dar la vida por los jóvenes. Por eso, sin los jóvenes, don Andrej Majcen no habría sido salesiano, sacerdote, misionero: por los jóvenes hizo opciones exigentes, aceptando condiciones de pobreza, penurias, preocupaciones, para que «sus muchachos» encontraran un techo, un plato que les llenara el estómago y una luz que les guiara en la existencia.
Así pues, el primer mensaje es que el padre Majcen ama a los jóvenes e intercede por ellos.

El segundo es que Andrej era un joven capaz de escuchar. Nacido en 1904, aún niño durante la Primera Guerra Mundial, enfermo y pobre, marcado por la muerte de un hermano pequeño, Andrej guardaba en su corazón grandes deseos y sobre todo muchas preguntas: estaba abierto a la vida y quería comprender por qué merecía ser vivida. Nunca descartó las preguntas y siempre se empeñó en buscar respuestas, incluso en entornos distintos al suyo, sin cerrazones ni prejuicios. Al mismo tiempo, Andrej era dócil: prestaba atención a lo que le decían y preguntaban su madre, su padre, sus educadores… Andrej confiaba en que los demás pudieran tener algunas respuestas a sus preguntas y que en sus sugerencias no hubiera un deseo de sustituirle, sino de indicarle una dirección que luego él seguiría en su propia libertad y por su propio pie.
Su papá, por ejemplo, le aconsejó que fuera siempre bueno con todo el mundo y que nunca se arrepentiría. Trabajó para el juzgado, se ocupó de casos testamentarios, de muchas cosas difíciles en las que la gente suele pelearse y hasta los lazos más sagrados se ven ofendidos. De su papá, Andrej aprendió a ser bueno, a traer la paz, a reconciliar las tensiones, a no juzgar, a estar en el mundo (con sus tensiones y contradicciones) como una persona justa. Andrej escuchaba a su papá y confiaba en él.

Su mamá era una gran mujer de oración (Andrej la consideraba una religiosa en el mundo y le confiaba que no había alcanzado su devoción ni siquiera como religiosa). En su adolescencia, cuando podría haber perdido el contacto con las ideas y las ideologías, ella le pedía que fuera a la iglesia unos momentos cada día. Nada en particular, ni demasiado tiempo: “Cuando vayas a la escuela, no olvides entrar un momento en la iglesia franciscana.Puedes entrar por una puerta y salir por la otra; haces la señal de la cruz con agua bendita, rezas una breve oración y te encomiendas a María. Andrej obedeció a su madre y todos los días acudía a saludar a María a la iglesia, a pesar de que «ahí fuera» le esperaban muchos compañeros y animados debates. Andrej escuchó y confió en su madre, y descubrió que ahí estaban las raíces de muchas cosas, había un vínculo con María que le acompañaría para siempre. Son estas pequeñas gotas las que cavan grandes profundidades en nosotros, ¡casi sin darnos cuenta!

Un profesor le invitó a ir a la biblioteca y allí le dieron un libro con los Aforismos de Th.G. Masaryk: político, hombre de gobierno, hoy diríamos un “laico”. Andrej leyó ese libro y fue decisivo para su crecimiento. Allí descubrió lo que significaba un cierto trabajo sobre sí mismo, la formación del carácter, el compromiso. Andrej escuchó los consejos y escuchó a Masaryk, sin dejarse influir demasiado por su “Currículum”, sino viendo lo bueno incluso en alguien alejado de la forma de pensar católica de su propia familia. Descubrió que existen valores humanos universales y que hay una dimensión de compromiso y seriedad que es “terreno común” para todos.

Profesor en los Salesianos, en Radna, el joven Majcen escuchó por fin a quienes -de distintas maneras- le dieron la idea de una posible consagración. Había muchas razones por las que Andrej podría haberse echado atrás: la inversión de la familia en su educación; el trabajo que había encontrado sólo unos meses antes; tener que dejarlo todo y exponerse a una incertidumbre total si fracasaba… Era en aquel momento un joven que miraba hacia el futuro, que no se había planteado aquella propuesta. Al mismo tiempo, buscaba algo más y diferente y, como hombre y como maestro, se dio cuenta de que los Salesianos no sólo enseñaban, sino que orientaban a Jesús, Maestro de Vida. La pedagogía de Don Bosco era para él esa “pieza” que le faltaba. Andrej escuchó la propuesta vocacional, afrontó una dura lucha durante la oración, de rodillas, y decidió solicitar la admisión al noviciado: no dejó pasar mucho tiempo, pero pensó seriamente, rezó y dijo que sí. No dejó pasar la oportunidad, no dejó pasar el momento…: escuchó, confió, decidió aceptando y sabiendo tan poco de lo que se iba a encontrar.
A menudo todos creemos que nos vemos bien en nuestra propia vida, que tenemos las claves de ella, su secreto: a veces, sin embargo, son precisamente los demás los que nos invitan a enderezar la mirada, el oído y el corazón, mostrándonos caminos hacia los que nunca habríamos ido por nuestra cuenta. Si estas personas son buenas y quieren nuestro bien, obedecerlas es importante: ahí reside el secreto de la felicidad. Don Majcen confió, no desperdició años, no desperdició la vida… Dijo sí. Decidir a tiempo era también el gran secreto recomendado por Don Bosco.

Lo tercero es que Andrej Majcen se dejaba sorprender. Siempre acogió bien las sorpresas, las propuestas y los cambios: el encuentro con los Salesianos, por ejemplo; luego el encuentro con un misionero que le hizo arder en deseos de poder gastarse por los demás en una tierra lejana. También recibió algunas sorpresas no tan buenas: va a China y allí está el comunismo; le echan, entra en Vietnam del Norte y el comunismo también hace daño allí; le echan, sigue hacia el sur, luego llega a Vietnam del Sur; pero el comunismo también llega a esa zona y le echan otra vez (¡parece una película de acción, con una larga persecución con sirenas ululando!). Vuelve a casa, a su querida Eslovenia, y -entretanto- allí se establece el régimen comunista, hay persecución de la Iglesia. ¿Qué es esto? ¿Una broma? Andrej no se quejó. Vivió durante décadas en países en guerra o en situaciones de riesgo, con persecuciones, emergencias, lutos… Durmió durante más de veinte años mientras al otro lado de la ventana, allí, disparaban… Otras veces lloraba… Sin embargo -aunque tenía puestos de responsabilidad y tantas vidas que salvar- casi siempre estaba sereno, con una hermosa sonrisa, tanta alegría y amor en su corazón. ¿Cómo lo hacía?
No ponía su corazón en los acontecimientos externos, en las cosas, en lo que no se puede controlar o.… en sus propios planes (“tiene que ser así porque yo lo he decidido”: cuando «no es así» entras en crisis). Había puesto su corazón en Dios, en la Congregación y en sus queridos jóvenes. Entonces era verdaderamente libre, el mundo podía caer, pero las raíces estaban a salvo. Las raíces estaban en las relaciones, en una buena manera de gastarse por los demás; los cimientos estaban en algo que no pasa.
Tantas veces, basta con que nos muevan una pequeña cosa para que nos enfademos porque no está de acuerdo con nuestras necesidades, deseos, planes o expectativas. Andrej Majcen me dice, nos dice: “¡sé libre!”, “confía tu corazón a quien no te lo robará ni lo dañará”, “¡construye sobre algo que permanecerá para siempre!”, “entonces serás feliz, aunque te lo quiten todo y siempre tendrás el TODO”.

Lo cuarto es que don Andrej Majcen hacía bien el examen de conciencia. Cada día se examinaba a sí mismo para ver en qué había obrado bien, menos bien o mal. Cuando tenía ocasión (es decir, cuando ya no había bombas cerca de su casa o el Viet Cong a poca distancia, etc.) cogía un cuaderno, anotaba preguntas, reflexionaba sobre la Palabra de Dios, verificaba que la había puesto en práctica… Se interrogaba a sí mismo.
Hoy vivimos en una sociedad que da mucha importancia a la exterioridad: también es un don (por ejemplo, cuidarse, vestirse con corrección, presentarse bien), pero no lo es todo. Hay que escarbar dentro de uno mismo, profundizar -quizá con la ayuda de alguien.
Andrej siempre ha tenido el valor de mirarse a la cara, de mirar dentro de su corazón y de su conciencia, de pedir perdón. Al hacerlo, se ha encontrado con algunos aspectos poco bellos de sí mismo, sobre los que trabajar y confiar: pero también ha visto mucho bien, belleza, pureza, amor que, de otro modo, habrían permanecido “bajo el radar”.
Muchas veces, ¡hace falta más valor para viajar dentro de uno mismo que para ir al otro lado del mundo! Don Andrej Majcen afrontó ambos viajes: desde Eslovenia llegó al Lejano Oriente y, sin embargo, el itinerario más exigente permaneció siempre -hasta el final- dentro de su propio corazón.
San Agustín, un joven que buscó la verdad de tantas maneras antes de encontrarla en la persona de Jesús, dentro de sí mismo, dice: “Noli foras ire, redi in te ipsum, in interiore homini habitat veritas” (“No quieras ir fuera, vuelve dentro de ti, la verdad habita en la interioridad del hombre”).
Y así concluyo con un pequeño ejercicio de latín: una lengua muy querida por nuestro Andrej y vinculada a su discernimiento vocacional. Pero eso sería…, al menos por ahora, ¡otra historia!




Encuentro con Vera Grita de Jesús, Sierva de Dios

Vera Grita, junto con Alexandrina Maria da Costa (de Balazar), ambas Salesianas Cooperadoras, son dos testigos privilegiadas de Jesús presente en la Eucaristía. Son un don de la Providencia a la Congregación Salesiana y a la Iglesia, recordándonos las últimas palabras del Evangelio de Mateo: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

La invitación a un encuentro
            Entre las figuras de santidad de la Familia Salesiana, se ha incluido en los últimos años a Vera Grita (1923-1969), laica, consagrada con votos privados, Salesiana Cooperadora, mística. Vera es ahora Sierva de Dios (ha concluido la fase diocesana y actualmente está en curso la Fase romana de la Causa) y su importancia para nosotros deriva esencialmente de dos razones: como Cooperadora, pertenece carismáticamente a la gran Familia de Don Bosco y podemos sentirla “hermana”; como mística, el Señor Jesús le “dictó” la Obra de los Sagrarios Vivientes (Obra Eucarística de amplio alcance eclesial) que, por voluntad del Cielo, está confiada en primer lugar a los Salesianos. Jesús llama fuertemente a los Salesianos para que conozcan, vivan, profundicen y den testimonio de esta Obra de Amor Suya en la Iglesia, para todo hombre. Conocer a Vera Grita significa, por tanto, hoy, tomar conciencia de un gran don dado a la Iglesia a través de los hijos de Don Bosco, y sintonizar con la petición de Jesús de que sean los propios Salesianos quienes custodien este precioso tesoro y lo entreguen a los demás, poniéndose profundamente en juego.
            El hecho de que esta Obra sea ante todo eucarística (… «Tabernáculos Vivientes») y mariana (María Inmaculada, Nuestra Señora de los Dolores y Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de los Cristianos Madre de la Obra) no puede sino remitirnos al “sueño de las dos columnas” de Don Bosco, en el que la nave de la Iglesia encuentra la seguridad frente al ataque de los enemigos anclándose en las dos columnas de la Virgen María y de la Santísima Eucaristía.
            Hay, pues, una gran salesianidad constitutiva que recorre la vida de Vera: esto nos ayuda a sentirla cerca, una nueva amiga y hermana en espíritu. Ella nos toma de la mano y nos conduce -con su dulzura y fuerza típicas- a un encuentro renovado y de gran belleza con Jesús Eucaristía, para que Él sea recibido y llevado a los demás. Es -también esto- un gesto de preparación a la Navidad, porque María (“tabernáculo de oro”) nos trae y nos da a Jesús: el Verbo de vida (cf. 1 Jn 1,1), hecho carne (cf. Jn 1,14).

Perfil biográfico-espiritual de Vera Grita
            Vera Grita nació en Roma el 28 de enero de 1923, la segunda de las cuatro hijas de Amleto Grita y Maria Anna Zacco della Pirrera. Sus padres eran originarios de Sicilia: Amleto pertenecía a una familia de fotógrafos; Maria Anna era hija de un barón modicano y, al casarse contra la voluntad de su padre, había perdido para siempre todo privilegio y la posibilidad misma de cultivar cualquier vínculo con su familia de origen. Vera nació de un desgarro emocional, pero también de un gran amor al que sus padres supieron mantenerse fieles a través de muchas pruebas.
            El antifascismo de papá Amleto, un robo de material fotográfico y, sobre todo, la crisis de 1929-30 tienen graves repercusiones para la familia Grita: en poco tiempo, se encuentran pobres e incapaces de proveer al crecimiento de sus hijas. Así, mientras Amleto, Maria Anna y su hija menor Rosa permanecen juntos y vuelven a partir de Savona, en Liguria, Vera crece con sus hermanas Giuseppina y Liliana en Módica, con las tías de su padre: mujeres de fe y talento, plenamente en el mundo, pero “no del mundo” (cf. Jn. 17). En Módica -ciudad siciliana patrimonio de la UNESCO por el esplendor de su barroco-, Vera asiste a las Hijas de María Auxiliadora y recibe la Primera Comunión y la Confirmación. Atraída por la vida de oración y atenta a las necesidades del prójimo, calla sus propios sufrimientos para ser “madre” de su hermana pequeña Liliana. El día de su Primera Comunión, ya no quiere quitarse el hábito blanco, porque es consciente del valor de lo vivido y de todo lo que significa.
            De vuelta a la familia en 1940, Vera obtuvo su diploma de maestra. La temprana muerte de su padre Amleto en 1943 la obligó a ayudar a la familia con trabajo, pero renunció a su deseada docencia.
            El 3 de julio de 1944 -a la edad de 21 años y mientras buscaba refugio de un ataque aéreo- Vera fue atropellada y pisoteada por la multitud que huía: permaneció en el suelo durante horas, lacerada, magullada, con graves heridas, se la creía muerta. Su cuerpo quedó marcado de por vida y, con el tiempo, dolencias como la enfermedad de Addison (que agota la hormona responsable de la gestión del estrés) y continuas intervenciones quirúrgicas, incluida la extirpación del útero a una edad temprana, le pasaron factura. Los sucesos del 3 de julio y el comprometido cuadro clínico le impidieron formar una familia, como ella hubiera deseado. “A partir de entonces fue una sucesión de hospitalizaciones, operaciones, análisis, dolores insoportables en la cabeza y por todo el cuerpo. Se diagnosticaron enfermedades terribles, se probaron diversas curas. Los órganos afectados no respondían al tratamiento y, en aquel trastorno inexplicable, uno de los médicos que la atendían, asombrado [,] declaró: ‘No se entiende cómo es posible que la paciente haya podido encontrar el equilibrio’”.
            Durante 25 años, hasta el final de su vida terrenal, Vera Grita soportó valientemente un sufrimiento que se profundizaría en lo moral y espiritual, y lo velaría con discreción y una sonrisa, sin dejar de dedicarse a los demás. El suyo se convirtió en un cuerpo “pesado” (aunque grácil: Vera siempre fue muy femenina y bella), un cuerpo que imponía limitaciones, lentitud y fatiga a cada paso.
            A los treinta y cinco años, realizó su sueño de enseñar con gran fuerza de voluntad y de 1958 a 1969 fue profesora en escuelas casi todas del interior de Liguria: de difícil acceso, con clases pequeñas y alumnos a veces desfavorecidos o discapacitados a los que daba confianza, comprensión y alegría, llegando incluso a renunciar a la medicina para comprar los tónicos necesarios para su crecimiento. Incluso en la familia, es con sus sobrinas más “mamá” que sus madres, testimonio de una sensibilidad educativa muy fina y de una capacidad generadora única, humanamente inseparable de sus condiciones probadas (cf. Is. 54). Cuando la relación con los demás, las situaciones, los problemas parecen llevarse la palma y Vera experimenta el desánimo humano o siente la tentación de rebelarse, por una sensación de injusticia percibida, sabe releer la historia a la luz del Evangelio y recordar su “lugar” de “pequeña víctima”: “Hoy […] -escribirá un día a su padre espiritual– veo las cosas en su valor”. “Permanezcamos tranquilos en la obediencia”, le recomendó este sacerdote.

            El 19 de septiembre de 1967, mientras rezaba ante el Santísimo Sacramento expuesto en la pequeña iglesia de María Auxiliadora de Savona, sintió interiormente el primero de una larga serie de Mensajes que el Cielo le comunica en el breve espacio de dos años y que constituyen la “Obra de los Sagrarios Vivientes”: Obra de Amor con la que Jesús Eucaristía quiere ser conocido, amado y llevado a las almas, en un mundo que cada vez cree y busca menos. Para ella, es el comienzo de una relación de creciente plenitud con el Señor, que entra en su vida cotidiana con Su Presencia, dentro de un diálogo concreto como el de dos amantes, participando en la existencia de Vera en todo (Jesús dicta Sus propios pensamientos incluso mientras Vera escribe una carta, por lo que la carta se escribe a “cuatro manos”, con la mayor familiaridad). De “llevar a Jesús” al “llevar a Jesús”: ¡Él!
            Vera sometió todo a su padre espiritual y obediencia a la Iglesia, con un alto concepto de dependencia de ellos, tanta obediencia, una inmensa humildad: Jesús había tomado una “maestra” y la había puesto en la escuela de Su Amor, enseñándole a través de los Mensajes y sobre todo llamándola a la coherencia de fe y de vida. Es un Esposo muy dulce y, sin embargo, muy exigente al adiestrarla en el camino virtuoso: recurre a las imágenes de la excavación, del trabajo, del cincel, del martillo con sus “golpes” para enseñar a Vera cuánto debe llevarse de ella, cuánto trabajo debe realizarse en un alma para que sea un verdadero Templo de la Presencia de Dios: “Estoy trabajando en ti a golpes de cincel […]. La aridez, las pequeñas y grandes cruces, son mi martillo. Así, a intervalos vendrá el golpe, mi golpe. Debo quitarte muchas, muchas cosas: la resistencia a mi amor, la desconfianza, los miedos, el egoísmo, las ansiedades inútiles, los pensamientos no cristianos, los hábitos mundanos”. La docilidad de Vera es la ascesis cotidiana, la humildad de quien toca el límite, pero la pone a disposición de la omnipotencia y la misericordia de Dios. Jesús, a través de ella, enseña un camino de santidad que -si está evidentemente orientado a poder acoger la plenitud de Su Vida- se expresa a través de un “menos” de lo que somos y le resistimos: la santidad… por “sustracción”, para llegar a ser transparencia de Él. La primera característica del Sagrario es, de hecho, estar vacío y dispuesto a acoger una Presencia. Como escribió la maestra de novicias de un monasterio benedictino del Santísimo Sacramento: “Los pensamientos que escribe son de Jesús. ¡Qué limpios son incluso los textos! A veces, incluso en los diarios espirituales de almas santas y bellas, cuánta subjetividad emerge […] y es justo que así sea. […] Vera [en cambio] desaparece, no está ahí [,] no se cuenta” (cf.).

            Vera escribirá un día: “Mis alumnos forman parte de mí, de mi amor a Jesús. Es el fruto maduro de una vida eucarística que la hace “pan partido” con la Víctima Única. Sin Jesús, ya no podría vivir: “Quiero a Jesús pase lo que pase. Ya no puedo vivir sin Él, no puedo”. Una afirmación “ontológica” que habla del vínculo indisoluble entre ella y su Esposo Eucarístico.
            Vera Grita había recibido un primer Mensaje, seguido de ocho años de silencio, en Alpicella (Savona) el 6 de octubre de 1959. El 2 de febrero de 1965 hizo los votos de castidad perpetua y de “pequeña víctima” para los sacerdotes, a quienes servía con particular delicadeza y dedicación. Se convirtió en Salesiana Cooperadora el 24 de octubre de 1967. Amaba intensamente a María, a quien se había consagrado, y vivía su relación filial con Ella en el espíritu de la “esclavitud de amor” de Montfort. Más tarde se ofreció por intenciones diferentes, de carácter eclesial: en particular por los sacerdotes que con el período de los “Sesenta y ocho” abandonaron su vocación, pero permanecieron hijos amados, nunca lejos del Corazón de Cristo, como Él mismo asegura.

            Considerada digna de fe, muy querida y estimada, con fama de santidad, Vera murió en el hospital “Santa Corona” de Pietra Ligure (Savona) el 22 de diciembre de 1969 de shock hipovolémico por hemorragia masiva y consiguiente fallo multiorgánico: “esposa de sangre”, como la había llamado Jesús en los Mensajes, mucho antes de que ella comprendiera lo que esto significaba.
            Unos instantes después, el capellán -con un gesto tan espontáneo como insólito- elevó sus restos al Cielo, rezando y ofreciéndolo todo, presentando a Vera como una ofrenda de bienvenida: ¡consummatum est! Era el último de una serie de gestos que jalonaron la vida de la Sierva de Dios y que, de otras maneras, ella misma había realizado: la señal de la gran cruz; la genuflexión bien hecha, lentamente; la Escalera Santa de rodillas con los Cuadernos en los que transcribía los Mensajes de la Obra; la ofrenda de sí misma llevada incluso a San Pedro. Cuando no comprendía, en el cansancio y a veces en la duda, Vera Grita lo hacía: sabía que lo más importante no era su propio sentimiento, sino la objetividad de la Obra de Dios en ella y a través de ella. Había escrito de sí misma: “Soy ‘tierra’ y no sirvo y no sirvo para nada excepto para escribir bajo dictado”; “A veces comprendo y a veces no comprendo”; “Jesús no me abandona, sino que utiliza este trapo para Sus Planes divinos”. El director espiritual, asombrado, comentó un día -refiriéndose a las palabras de los Mensajes-: “las encuentro espléndidas, incluso beatíficos. ¿Y cómo puedes permanecer impasible?”. Vera nunca se había mirado a sí misma y, como para todo místico, una luz más fuerte se había convertido para ella en noche oscura, oscuridad brillante, prueba de fe.

            Ocho años más tarde, el 22 de septiembre de 1977, el Papa Pablo VI (que ya había recibido algunos de los Mensajes de la Obra, y que había instituido a los Ministros Extraordinarios de la Eucaristía en 1972), recibió en audiencia al padre espiritual de Vera Grita, el P. Gabriello Zucconi sdb, y bendijo la Obra de los Sagrarios Vivientes.

            El 18 de mayo de 2023, el Obispo de Savona-Noli, Monseñor Calogero Marino, “aprobó los Estatutos de la Asociación «Opera dei Tabernacoli Viventi» y el 19 de mayo la erigió en Asociación privada de fieles, reconociendo también su personalidad jurídica”. El Rector Mayor de los Salesianos, Card. Artime, ya en 2017 autorizó y encargó a la Postulación SDB “acompañar todos los pasos necesarios para que la Obra […] siga siendo estudiada, promovida en nuestra Congregación y reconocida por la Iglesia, con espíritu de obediencia y caridad”.

Ser y convertirse en “Tabernáculos Vivientes”
            En el centro de los Mensajes a Vera está Jesús en la Eucaristía: todos tenemos experiencia de la Eucaristía, sin embargo, hay que señalar (cf. el teólogo P. François-Marie Léthel) cómo la Iglesia ha profundizado a lo largo del tiempo en el significado del Sacramento del Altar, de descubrimiento en descubrimiento: por ejemplo, de la celebración a la Reserva Eucarística y de la Reserva a la Exposición durante la Adoración del Santísimo Sacramento… Jesús pide, a través de Vera, un paso más: de la Adoración en la iglesia, a la que hay que ir para encontrarse con Él, a ese “¡Llévame contigo!” (cfr. infra) a través del cual Él mismo, habiendo hecho Su morada en Su Tabernáculo Viviente (nosotros), quiere salir de las iglesias para llegar a los que -en las iglesias- espontáneamente no entrarían; a los que no Le creen; no Le buscan; no Le aman o incluso Le excluyen lúcidamente de su existencia. La gracia carismática vinculada a la Obra es, de hecho, la de la permanencia eucarística de Jesús en el alma, de modo que quien recibe a Jesús-Eucaristía en la Santa Misa y vive sensible a Sus llamadas y a Su Presencia, lo irradia en el mundo, a cada hermano y especialmente a los más necesitados. Así, Vera Grita se convierte en ejemplo y modelo (en el sentido literal del término: quien ya ha vivido lo que a cada uno se le exige) de una vida transcurrida en un profundo cuerpo a cuerpo con el Señor Eucarístico, hasta que Él mismo mira, habla, actúa, a través del “alma” que le lleva y le da. Jesús dice: “Utilizaré tu manera de hablar, de expresarte, para hablar, para llegar a otras almas. Dame tus facultades, para que pueda encontrarme con todos y en todos los lugares. Al principio será para el alma un trabajo de atención, de vigilancia, para desechar de sí misma todo lo que suponga un obstáculo a mi Permanencia en ella. Mis gracias en las almas llamadas a esta Obra serán graduales. Hoy traes de Mí a la familia, Mi beso; otra vez, algo más y más, hasta que, casi sin que el alma misma lo sepa, haré, actuaré, hablaré, amaré, a través de ella a cuantos se acerquen a esta alma, es decir, a Mí. Hay quienes actúan, hablan, miran, trabajan sintiéndose guiados sólo por mi Espíritu, pero Yo ya soy el Tabernáculo Viviente en esta alma, y ella no lo sabe. Debe saberlo, sin embargo, porque quiero su adhesión a mi PERMANENCIA EUCARÍSTICA en su alma; quiero también que esta alma me dé su voz para hablar a los demás hombres, sus ojos para que los míos encuentren la mirada de sus hermanos, sus brazos para que abrace a los demás, sus manos para acariciar a los pequeños, a los niños, a los que sufren. Esta Obra, sin embargo, tiene como base el amor y la humildad. El alma debe tener siempre ante sí sus propias miserias, su propia nada, y no olvidar nunca de qué masa ha sido amasada” (Savona, 26 de diciembre de 1967).
            Así se comprende también otro aspecto de la relevancia “salesiana” del carisma: ser para los demás; enviados en particular a los pequeños, a los pobres, a los últimos, a los alejados; vivir una “interioridad apostólica” que significa ser todo en Dios y todo para el hermano; la gran mansedumbre de quien no se soporta a sí mismo, sino que irradia la mansedumbre, la dulzura y la alegría del Señor crucificado y resucitado; la atención privilegiada a los jóvenes, llamados también a participar en esta vocación.
            Vera -cuyo confesor en vida fue un salesiano (Don Giovanni Bocchi) y cuyo padre espiritual fue también un salesiano (Don Gabriello Zucconi) y un “referente” de la experiencia mística (Don Giuseppe Borra)- vuelve hoy a llamar a la puerta de los hijos de Don Bosco. La Obra misma nació en Turín, en la cuna del carisma salesiano.

Referencias bibliográficas:
– Centro Studi “Opera dei Tabernacoli Viventi” (ed.), Portami con Te! L’Opera dei Tabernacoli Viventi nei manoscritti originali di Vera Grita, ElleDiCi, Turín 2017.
– Centro Studi “Opera dei Tabernacoli Viventi” (ed.), Vera Grita una mistica dell’Eucaristia. Epistolario di Vera Grita e dei Sacerdoti Salesiani don G. Bocchi, don G. Borra e don G. Zucconi, ElleDiCi, Turín 2018.
Ambos textos incluyen estudios de contextualización histórico-biográfica, teológico-espiritual, salesiana y eclesial de la Obra.

Madre de Jesús, Madre del Amor hermoso, da amor a mi pobre corazón, da pureza y santidad a mi alma, da voluntad a mi carácter, da santa iluminación a mi mente, dame a Jesús, dame a tu Jesús para siempre”. (Oración a María que Jesús enseña a Vera Grita).




Laura Vicuña: una hija que “engendra” a su madre

Historias de familias heridas
            Estamos acostumbrados a imaginar la familia como una realidad armónica, caracterizada por la coexistencia de varias generaciones y por el papel orientador de unos padres que marcan la norma y de unos hijos que -al aprenderla- son guiados por ellos en la experiencia de la realidad. Sin embargo, a menudo las familias se encuentran atravesadas por dramas y malentendidos, o marcadas por heridas que atentan contra su óptima configuración y les dan una imagen distorsionada, deformada y falsa.
            La historia de la santidad salesiana también está atravesada por historias de familias heridas: familias en las que falta al menos una de las figuras parentales, o la presencia de la madre y del padre se convierte, por diferentes motivos (físicos, psíquicos, morales y espirituales), en perjudicial para sus hijos, hoy en camino hacia los honores de los altares. El mismo Don Bosco, que había experimentado la muerte prematura de su padre y el alejamiento de la familia por la prudente voluntad de Mamá Margarita, quiso – no es casualidad – la obra salesiana particularmente dedicada a la “juventud pobre y abandonada” y no dudó en tender la mano a los jóvenes formados en su oratorio con una intensa pastoral vocacional (demostrando que ninguna herida del pasado es obstáculo para una vida humana y cristiana plena). Es natural, por tanto, que la misma santidad salesiana, que se nutre de la vida de muchos de los jóvenes de Don Bosco consagrados después a través de él a la causa del Evangelio, lleve en sí -como consecuencia lógica- huellas de familias heridas.
            De estos chicos y chicas que crecieron en contacto con las obras salesianas, presentamos a la Beata Laura Vicuña, nacida en Chile en 1891, huérfana de padre y cuya madre inició una convivencia en Argentina con el rico terrateniente Manuel Mora; Laura, por tanto, herida por la situación de irregularidad moral de su madre, estuvo dispuesta a ofrecer su vida por ella.

Una vida corta pero intensa
            Nacida en Santiago de Chile el 5 de abril de 1891 y bautizada el 24 de mayo siguiente, Laura era la hija mayor de José D. Vicuña, un noble venido a menos que se había casado con Mercedes Pino, hija de modestos campesinos. Tres años más tarde llegó una hermana pequeña, Julia Amanda, pero pronto murió su padre, tras sufrir una derrota política que minó su salud y comprometió, junto con el sustento económico de la familia, también su honor. Privada de toda “protección y perspectiva de futuro”, la madre desembarca en Argentina, donde recurre a la tutela del terrateniente Manuel Mora: un hombre “de carácter soberbio y altivo”, que “no disimula odio y desprecio hacia cualquiera que se oponga a sus designios”. Un hombre, en fin, que sólo en apariencia garantiza protección, pero que en realidad está acostumbrado a tomar, si es necesario por la fuerza, lo que quiere, explotando a la gente. Mientras tanto, paga los estudios en el internado de las Hijas de María Auxiliadora a Laura y a su hermana, y la madre de éstas -que está bajo la influencia psicológica de Mora- vive con él sin encontrar la fuerza para romper el vínculo. Sin embargo, cuando Mora empieza a dar muestras de interés deshonesto por la propia Laura, y sobre todo cuando ésta emprende el camino de la preparación para su Primera Comunión, se da cuenta de repente de la gravedad de la situación. A diferencia de su madre -que justifica un mal (la convivencia) en función de un bien (la educación de sus hijas en el internado)-, Laura comprende que se trata de un argumento moralmente ilegítimo, que pone en grave peligro el alma de su madre. En esta época, Laura también quiso hacerse religiosa de María Auxiliadora ella misma: pero su petición fue rechazada, por ser hija de una “concubina pública”. Y es en ese momento cuando se produce un cambio en Laura -recibida en el internado cuando aún dominaban en ella “la impulsividad, la facilidad para el resentimiento, la irritabilidad, la impaciencia y la propensión a aparentar”- que sólo la Gracia, unida al empeño de la persona, puede producir: pide a Dios la conversión de su madre, ofreciéndose por ella. En aquel momento, Laura no podía ir ni “hacia delante” (entrando en las Hijas de María Auxiliadora) ni “hacia atrás” (volviendo con su madre y Mora). Con un gesto entonces cargado de la creatividad propia de los santos, Laura emprendió el único camino que aún le era accesible: el de la altura y la profundidad. En sus propósitos de Primera Comunión había anotado:

Me propongo hacer todo lo que sé y puedo para […] reparar las ofensas que Tú, Señor, recibes cada día de los hombres, especialmente de las personas de mi familia; Dios mío, dame una vida de amor, mortificación y sacrificio.

            Ahora finaliza la intención en “Acto de ofrend”», que incluye el sacrificio de la propia vida. El confesor, reconociendo que la inspiración viene de Dios, pero ignorando las consecuencias, asiente, y confirma que Laura es “consciente de la ofrenda que acaba de hacer”. Vive los dos últimos años en silencio, alegre y sonriente. Y, sin embargo, la mirada que lanza al mundo -como confirma un retrato fotográfico, muy diferente de la estilización hagiográfica familiar- habla también de la conciencia dolorosa y del dolor que la habitan. En una situación en la que carece tanto de la “libertad de” (condicionamientos, obstáculos, dificultades) como de la “libertad para” hacer muchas cosas, esta preadolescente da testimonio de la “libertad para”: la de la entrega total.
Laura no desprecia, sino que ama la vida: la suya y la de su madre. Por ella se ofrece. El 13 de abril de 1902, domingo del Buen Pastor, se pregunta: “Si Él da la vida… ¿qué me detiene por mamá?”. Moribunda, añade: “¡Mamá, me muero, yo misma se lo he pedido a Jesús… desde hace casi dos años le ofrezco mi vida por ti…, para obtener la gracia de tu regreso!”
            Son palabras desprovistas de pesar y de reproche, pero cargadas de una gran fuerza, de una gran esperanza y de una gran fe. Laura ha aprendido a aceptar a su madre tal como es. De hecho, se ofrece para darle lo que ella sola no puede conseguir. Cuando Laura muere, la mamá se convierte. Laurita de los Andes, la hija, ha contribuido así a engendrar a su madre en la vida de la fe y de la gracia.




Venerable Costantino Vendrame: apóstol de Cristo

La causa de canonización del siervo de Dios Constantino Vendrame avanza. El 19 de septiembre de 2023, el volumen de la “Positio super Vita, Virtutibus et Fama Sanctitatis” fue entregado a la Congregación para las Causas de los Santos en el Vaticano. Presentemos brevemente a este sacerdote profeso de la Sociedad de San Francisco de Sales.

De las colinas del Véneto a las colinas del noreste de la India
El Siervo de Dios P. Costantino Vendrame nació en San Martino di Colle Umberto (Treviso) el 27 de agosto de 1893. San Martino, una aldea de la ciudad más grande de Colle Umberto, es unaencantador pueblo de la región del Véneto, en la provincia de Treviso: Desde sus colinas, San Martino se orienta tanto hacia las llanuras surcadas por el río Piave, como hacia los prealpes de la zona de Belluno, manteniendo así esta doble naturaleza -es un pueblo de colina que mira hacia las montañas y las llanuras- aquellas características, de proximidad a los grandes núcleos de población y de proyección ideal hacia el mundo sobrio y tímido de las montañas, que el futuro misionero Don Costantino encontraría en el noreste de la India, apretujado entre las primeras estribaciones de la cadena del Himalaya y el valle del Brahmaputra.

Su familia también pertenecía a ese mundo de gente sencilla: su padre Pietro, herrero de profesión, y su madre Elena Fiori, originaria de Cadore, se conocieron muy probablemente en la montaña. Los lazos de Don Vendrame con sus hermanos eran fuertes: Juan, del que guardaba fiel recuerdo; Antonia, madre de familia numerosa; su amada Ángela, a la que le unía un profundo afecto, en armonía de obras e intenciones. Ángela permanecerá – con exuberante creatividad – al servicio de la parroquia y ofrecerá sufrimientos y méritos por la empresa apostólica-misionera de su hermano. En la familia también estaba vivo el recuerdo de su hermano mayor Canciano, que voló al cielo con tan sólo 13 años. Bautizado al día siguiente de su nacimiento (28 de agosto) y confirmado en noviembre de 1898, pronto huérfano de padre, para Costantino Vendrame -primera comunión el 21 de julio de 1904 y una infancia dedicada a las tareas cotidianas- la vocación sacerdotal tomó forma de niño. Tal vez tenga sus raíces en la confianza del pequeño Costantino a la Virgen -por iniciativa de su madre-: confianza que luego maduró en una donación más completa.

La realidad del Seminario – que el Siervo de Dios frecuentó en Ceneda (Vittorio Veneto) con pleno éxito – le faltaba aquel aliento misionero que él sentía como propio. Así que se dirigió a los Salesianos y fue en la casa salesiana de Mogliano Veneto donde: “en la pequeña portería, en 1912, con el buen D. Dones, se decidió mi vocación salesiana y misionera”.
Completó así las etapas de formación para la consagración religiosa entre los hijos de Don Bosco, en particular como aspirante (desde octubre de 1912 en Verona), novicio (desde el 24 de agosto de 1913 en Ivrea), profeso temporal (en 1914) y perpetuo (el 1 de enero de 1920 en Chioggia). Fue ordenado sacerdote en Milán el 15 de marzo de 1924. Desde su admisión al noviciado, fue certificado como “muy firme en la práctica y bien instruido”. Sus notas en el seminario habían sido siempre excelentes y se había destacado en la Sociedad de San Francisco de Sales.
Su curso preparatorio estuvo marcado por el servicio militar obligatorio. Eran los años de la Gran Guerra: 1914-1918 (para Italia: 1915-1918). En aquellos momentos, el clérigo Vendrame no retrocedió; se abrió a sus superiores; mantuvo sus compromisos. Los años de la Primera Guerra Mundial forjaron aún más en él el valor que le sería tan útil en sus misiones.

Misionero de fuego

El P. Costantino Vendrame recibió el crucifijo misionero en la basílica de María Auxiliadora de Turín el 5 de octubre de 1924. Unas semanas más tarde se embarcó en Venecia con destino a la India: Assam, en el noreste. Llegó a tiempo para Navidad. En una estampita escribió: “Sagrado Corazón de Jesús, todo lo que te he confiado, todo lo que he esperado de ti y no me he confundido”. Con los hermanos, meditó durante el viaje Encuentro con el Rey del Amor: “Todo está aquí: todo el Evangelio, toda la Ley. Os he amado […]”, “Os he amado más que a mi vida, porque he dado mi vida por vosotros – y cuando uno ha dado su vida, lo ha dado todo”. Este es el programa de su compromiso misionero.

En comparación con los salesianos más jóvenes -que habrían realizado la mayor parte del camino hasta la consagración en la India-, él llega allí como un hombre hecho, en pleno vigor: tiene 31 años y puede aprovechar no sólo la dura experiencia de la guerra, sino también el aprendizaje en los oratorios italianos. Le espera una tierra hermosa y difícil, donde domina el paganismo de cuño “animista” y algunas sectas protestantes alimentan una actitud de desconfianza prejuiciosa o de abierta oposición hacia la Iglesia Católica. Opta por el contacto con la gente, decide dar el primer paso: empieza por los niños, a los que enseña a rezar y permite jugar. Serán estos “pequeños amigos” (unos pocos católicos, algunos protestantes, casi todos paganos) que hablan de Jesús y del misionero católico en la familia, los que ayudan al padre Vendrame en su apostolado. Estaba flanqueado por sus hermanos – que a lo largo de los años le reconocerían como el “pionero” de la actividad misionera salesiana en Assam – y por válidos colaboradores laicos, formados con el tiempo.
De este primer período quedan las huellas de un misionero de “fuego”, animado por el único interés de la gloria de Dios y de la salvación de las almas. Su estilo se convirtió en el del Apóstol de los gentiles, con el que sería comparado por la eficacia propulsora de su anuncio y la fuerte atracción de los paganos hacia Cristo. “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (cf. 1 Co 9,16), dice el P. Vendrame con su vida. Se expone a todo desgaste, con tal de anunciar a Cristo. Verdaderamente también para él: “Viajes innumerables, peligros de los ríos […], peligros de los paganos […]; penurias y fatigas, vigilias sin número, hambre y sed, ayunos frecuentes, frío y desnudez” (cf. 2 Co 11,26-27). El Siervo de Dios se convierte en caminante por el nordeste de la India, infestado de toda clase de peligros; se mantiene con una dieta muy escasa; afronta regresos nocturnos o noches pasadas casi en el frío.

Siempre en las trincheras
Al estallar la Segunda Guerra Mundial y en los años siguientes, el P. Costantino Vendrame supo aprovechar -en momentos de especial fatiga “ambiental” (campamentos militares; extrema pobreza en el sur de la India) y de “eclesial” (duras oposiciones en el nordeste de la India)- toda una serie de formaciones previas: bajo la custodia de los Gurkhas; en Deoli; en Dehra Dun; misionero en Wandiwash en Tamil Nadu; en Mawkhar en Assam. En Deoli es “rector” de los religiosos en el campamento; también en Dehra Dun da ejemplo.
Liberado al concluir la guerra, pero impedido por razones políticas completamente ajenas a su persona de volver a Assam, el P. Vendrame – que tenía más de 50 años y estaba agotado por las privaciones – es destinado por Mons. Louis Mathias, arzobispo de Madrás, a Tamil Nadu. Allí, el P. Costantino tuvo que empezar de nuevo: una vez más, supo hacerse querer profundamente, consciente -como escribió en una carta de 1950 a sus hermanos sacerdotes de la diócesis de Vittorio Veneto- de las durísimas condiciones de su mandato misionero:
Estaba convencido que en todas partes había algo bueno para hacer y en todas partes había almas para salvar. Permaneciendo “ad experimentum”, para garantizar la continuidad a aquella pobre misión, regresó finalmente a Assam: podía descansar, pero se proyectaba establecer una presencia católica en Mawkhar, distrito de Shillong considerado entonces el “fuerte” de los protestantes.
Y fue precisamente en Mawkhar donde el Siervo de Dios realizó su “obra maestra”: el nacimiento de una comunidad católica todavía floreciente, en la que -en años muy alejados de la sensibilidad ecuménica actual- la presencia católica fue primero duramente combatida, luego tolerada, después aceptada y finalmente estimada. La unidad y la caridad testimoniadas por el P. Vendrame fueron para Mawkhar un anuncio inédito y “escandaloso”, que conquistó los corazones más duros y atrajo la benevolencia de muchos: había llevado la “miel de San Francisco” – es decir, la bondad amorosa salesiana, inspirada en la dulzura salesiana – a una tierra donde las almas se habían cerrado.

Hacia la meta
Cuando el dolor de huesos se hizo insistente, admitió en una carta: “con dificultad he podido controlar el trabajo del día”. Se desarrolla el último tramo del viaje terrenal. Llega el día en que pide comprobar si queda algo de comida: una petición única para Don Vendrame, que se bastaba a sí mismo con lo esencial y, al volver tarde, nunca quería molestar para cenar. Esa noche ni siquiera pudo articular algunas frases: estaba agotado, envejecido prematuramente. Había guardado silencio hasta el final, presa de una artritis que también le afectaba a la columna vertebral.
La hospitalización se avecinaba entonces, pero en Dibrugarh: le habría evitado el constante tropel de gente; a la gente, el dolor de presenciar impotente la agonía de su padre. El Siervo de Dios llegaba a desmayarse de dolor: cada movimiento se le hacía terrible.
Mons. Orestes Marengo – su amigo y antiguo clérigo, obispo de Dibrugarh -, las Hermanas del Niño María, algunos laicos, el personal médico, entre ellos muchas enfermeras, se dejaron convencer por su dulzura.
Todos le reconocían como un verdadero hombre de Dios, incluso los no cristianos. Don Vendrame, en su sufrimiento, podía decir, como Jesús: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (cf. Jn 16,32).
Acosado por la enfermedad y las complicaciones de una neumonía por estasis, murió el 30 de enero de 1957, la víspera de la fiesta de San Juan Bosco. Pocos días antes (24 de enero), en su última carta a su hermana Ángela se proyectaba aún en el dinamismo apostólico, lúcido en el sufrimiento, pero hombre de esperanza siempre.
Era tan pobre que ni siquiera tenía una túnica sepulcral adecuada: el obispo Marengo le regaló una suya para que pudiera vestirse más dignamente. Un testigo cuenta lo guapo que estaba el P. Costantino en la muerte, incluso mejor que en vida, liberado por fin de las “fatigas” y “tensiones” que le habían marcado durante tantas décadas.
Tras un primer funeral / momento de despedida en Diburgarh, las vigilias y el solemne funeral tuvieron lugar en Shillong. La gente acudió con tantas flores que parecía una procesión eucarística. La multitud era inmensa, muchos se acercaron a los sacramentos de la Reconciliación y de la Comunión: esta actitud generalizada de acercamiento a Dios, incluso por parte de quienes se habían alejado de Él, fue uno de los más grandes signos que acompañaron la muerte del P. Constantine.