4 Oct 2025, Sáb

Un toro furioso; Humildad, trabajo y templanza (1876)

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Este vívido relato onírico, narrado por Don Bosco al término de los ejercicios espirituales de 1876, propone una potente alegoría de la vida espiritual y de la misión salesiana. Un toro furioso, encarnación del demonio y de los siete pecados capitales, siembra el terror, pero es vencido por quien se humilla, permanece unido en la obediencia y adora el Santísimo Sacramento. De la escena emergen dos verdades fundamentales: «Trabajo y templanza» como lema y garantía de fecundidad apostólica, y la advertencia de evitar cuatro clavos letales —gula, interés personal, murmuración y pereza — junto a la serpiente oculta de la ambigüedad. El sueño concluye con la visión triunfante de la Congregación que, fiel a estos principios, difundirá el Evangelio a los cuatro puntos cardinales, guiando a multitudes de jóvenes hacia Cristo.

Como clausura y recuerdo de los ejercicios Don Bosco contó un sueño simbólico, que es uno de los más instructivos de cuantos hasta entonces había tenido. Lemoyne tomó apuntes del mismo mientras el siervo de Dios hablaba; después lo puso todo por escrito y se lo dio a leer al buen padre, que hizo algunas leves modificaciones. Para mayor claridad dividiremos la narración en cuatro partes.

Primera parte [Un toro furioso; humildad, trabajo y templanza]

Dícese, comenzó el siervo de Dios, que no se debe hacer caso de los sueños: os aseguro que en la mayor parte de los casos también yo soy de este mismo parecer. Con todo ello, algunas veces, aunque no nos revelan cosas futuras, nos sirven para hacernos conocer cómo hemos de resolver asuntos intrincadísimos y la prudencia con que hemos de solventar algunas cuestiones. Entonces se les puede hacer caso, por el bien que nos proporcionan.
Deseo contaros ahora un sueño que me ocupó, se puede decir, todo el tiempo de estos ejercicios y que me tuvo agitado particularmente la noche pasada. Os lo voy a contar tal y como lo tuve, resumiéndolo acá y allá un poco para no ser demasiado largo, pues me parece rico de muchas e importantes enseñanzas.
Me pareció, pues, que estábamos todos reunidos y que nos dirigíamos de Lanzo a Turín. Íbamos montados en cierto vehículo, pero no sabría deciros si viajábamos en ferrocarril o en ómnibus; lo cierto es que no lo hacíamos a pie. Al llegar a un punto del camino, no recuerdo dónde, el vehículo se detuvo. Yo descendí de él para ver qué era lo que sucedía, cuando se me presentó un personaje que no sabría describir. Me parecía de alta y de baja estatura al mismo tiempo; grueso y delgado; blanco y rojo; caminaba por la tierra y por el aire. Me sentí lleno de estupefacción, pues no sabía darme razón de todo aquello, cuando animándome, le pregunté:
– ¿Quién eres?
Y él, sin más, me respondió:
– Ven.
Yo quería saber antes quién era, qué es lo que quería, pero él repitió:
– Ven pronto; hagamos girar los vehículos hacia este campo. Lo más admirable era que hablaba bajo y alto al mismo tiempo y a varias voces, por lo que yo me sentía extraordinariamente maravillado.
El campo era extensísimo, aun a simple vista, y muy llano; no había en él surcos y estaba apisonado como si fuera una era. No sabiendo qué decir y viendo a aquel personaje tan resuelto, hicimos volver a los vehículos, los cuales entraron en aquel campo, y después les ordenamos a todos los que iban dentro que bajasen. Todos lo hicieron en un santiamén, y he aquí que, apenas echaron pie a tierra, desaparecieron los carruajes sin saber dónde irían a parar.
– Ya que hemos bajado, me dirás…, me diréis…, me dirá… dije yo en tono vacilante, al no saber cómo tratar a aquel personaje ¿por qué nos habéis hecho parar en este lugar?
Entonces me respondió:
– Por una razón muy grave; para libraros de un grandísimo peligro.
– ¿Qué peligro?
– El de un toro furioso que no deja pasar a una persona viva por el lugar en que se encuentra. Taurus rugiens quaerens quem devoret.
– Despacio, querido, tú atribuyes al toro lo que en la Sagrada Escritura dice el Apóstol San Pedro del león: ¡leo rugiens!
– No importa, allí era leo rugiens y aquí es taurus rugiens. El hecho es que tenéis que estar alerta. Llama a todos y que se congreguen a tu alrededor. Anúnciales con toda solemnidad y premura que estén atentos, muy atentos y que, apenas sientan e mugido del toro, que es extraordinario e inmenso, se arrojen inmediatamente al suelo y que permanezcan así boca abajo con la cara vuelta a la tierra hasta que el toro haya pasado. ¡Ay de aquel que no escuche y no siga tu consejo, y no se postre boca abajo de la manera que te he dicho! Está irremisiblemente perdido, pues se lee en las Sagradas Escrituras que quien se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado: qui se humiliat exaltabitur, et qui se exaltat humiliabitur.
Después me añadió de nuevo:
– ¡Pronto, pronto! El toro está para llegar; grita, grita fuerte que se tiren al suelo.
Yo gritaba y él me decía:
– ¡Más, más! Grita aún más fuerte, más fuerte.
Yo lo hice tan fuerte que creo haber asustado a don Juan B. Lemoyne que duerme en la habitación contigua a la mía; no podía gritar más fuerte.
Y he aquí que, de pronto, se siente el mugido del toro.
– ¡Atención! ¡Atención! Que se pongan formando una línea recta, próximos los unos a los otros en una y otra parte, dejando un pasillo en medio para que el toro pueda pasar.
Esto me gritó el personaje. Yo, a mi vez, a voz en grito di esta orden a los jóvenes, y en un abrir y cerrar de ojos todos se postraron en tierra y nosotros comenzamos a ver al toro que desde muy lejos llegaba lleno de furor. Si bien casi todos los muchachos estaban echados en el suelo, con todo había algunos empeñados en ver al toro y no se postraban en tierra por completo; afortunadamente eran pocos.
Entonces aquel individuo me dijo:
– Ahora verás lo que les va a suceder a éstos; ya verás la suerte que les va a caber por no querer bajarse.
Yo quería avisarles, gritar, correr adonde estaban; pero el otro se negaba; insistí que me dejase. Pero me contestó secamente:
– Tú también tienes que bajarte, ¡obedece!
No me había tirado aún al suelo, cuando un terrible mugido, espantoso, tremendo, se dejó oír. El toro estaba ya próximo a nosotros. Todos temblábamos y nos preguntábamos:
– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
– No temáis; pegaos al suelo, les gritaba yo.
Y el desconocido continuaba diciendo en alta voz:
Qui se humiliat, exaltabitur, et qui se exaltat, humiliabitur… qui se humiliat… qui se humiliat
Una cosa extraña, que me llenó de estupor, fue la siguiente: que a pesar de que yo tenía la cabeza pegada al suelo y de estar completamente con los ojos pegados al polvo, veía perfectamente todo cuanto sucedía a mi alrededor. El toro tenía siete cuernos casi en forma de círculo; dos los tenía situados en las narices, dos en el lugar de los ojos, dos en el sitio corriente de los cuernos y uno encima. Y ¡cosa maravillosa! Dichos cuernos eran fortísimos, movibles, los podía volver hacia donde quería, de manera que, para echar por tierra a uno, al correr, no tenía que volverse de un lado o de otro, sino que bastaba que prosiguiese adelante, sin retroceder, para abatir a quien encontraba. Los cuernos más largos eran los que tenía sobre el hocico, con los que causaba estragos verdaderamente espantosos.
Ya estaba el animal muy cerca. Entonces el personaje comenzó a gritar:
– Ahora se verá el efecto de la humildad.
Y ¡oh maravilla!, en un instante todos nosotros nos vimos levantados por los aires a una considerable altura, de modo que era imposible que el toro nos pudiese alcanzar. Los que no se habían bajado no fueron levantados. Y al llegar el toro los destrozó en un momento. Ni uno solo se salvó. Nosotros entretanto, elevados de aquella manera en el aire, teníamos miedo y decíamos:
– Si caemos desde arriba sí que estamos perdidos. ¡Pobres de nosotros entonces! ¿Qué será de nosotros?
Entretanto veíamos al toro furioso que intentaba alcanzarnos; daba saltos terribles para darnos cornadas; pero no nos pudo hacer ningún mal.
Entonces, más furioso que nunca, hizo ademán de ir en busca de algunos compañeros, como diciendo:
– Nos ayudaremos los unos a los otros y formaremos una escalera…
Y así, habens iram magnam, se fue.
Entonces nos encontramos nuevamente tendidos en el suelo, y el personaje aquel comenzó a gritar:
– Volvámonos hacia el mediodía.

Segunda parte [Un toro furioso]

Y he aquí que, sin comprender cómo sucedía aquello, la escena cambió por completo delante de nosotros. Dirigiendo nuestra mirada hacia el mediodía, vimos expuesto el Santísimo Sacramento; había muchas velas encendidas en una y otra parte y ya no se veía el prado, sino que nos parecía encontrarnos en una iglesia inmensa, muy bien adornada.
Mientras estábamos todos postrados en adoración delante del Santísimo, he aquí que vinieron muchos toros furiosos, todos dotados de cuernos horribles y espantosos. Al llegar, como todos estábamos en acto de adoración delante del Santísimo Sacramento, no nos pudieron hacer ningún mal. Nosotros entretanto habíamos comenzado a rezar la Corona en honor del Sagrado Corazón de Jesús. Poco después, no sé cómo, miramos y los toros no estaban ya. Dirigiendo nuestra vista a la parte del altar, comprobamos que las luces habían desaparecido, que el Sacramento no estaba ya expuesto; desapareció la iglesia; pero ¿dónde estábamos? Nos encontrábamos en el campo donde habíamos estado primeramente.
Vosotros comprendéis perfectamente que el toro es el enemigo de las almas, el demonio, que siente una gran ira hacia nosotros y que busca continuamente hacernos mal. Los siete cuernos son los siete pecados capitales. Lo que nos puede librar de los cuernos de este toro, esto es, de los asaltos del demonio, del caer en los vicios, es principalmente la humildad, base y fundamento de las virtudes.

Tercera parte

Nosotros entretanto, estupefactos y maravillados, nos mirábamos los unos a los otros; ninguno hablaba, no sabíamos qué decir. Se esperaba que don Bosco hablase o que aquel personaje dijese alguna cosa. Cuando he aquí que, tomándome aparte aquel desconocido, me dijo:
– Ven, que te voy a hacer ver el triunfo de la Congregación de San Francisco Sales. Súbete sobre esta roca y verás.
Había una gran peña que sobresalía en medio de aquella llanura inconmensurable y me subí a ella. ¡Qué inmensidad se extendía ante mis ojos! Aquel campo, que jamás había imaginado tan vasto, me pareció que ocupase toda la tierra.
Estaban reunidos hombres de todos los colores, vestidos de las formas más diversas, de todas las nacionalidades. Vi tanta gente que no sabría decir si en el mundo existe una población semejante. Comencé a observar a los primeros que se ofrecían a nuestra vista. Estaban vestidos como nosotros los italianos. Yo conocía a los de las primeras filas y había numerosísimos salesianos que conducían como de la mano a multitud de escuadrones de niños y de niñas. Después les seguían otros en varios grupos; y después otros muchos a los cuales no conocía y a los que no podía distinguir, formando un número indescriptible. Hacia el mediodía aparecieron ante mis ojos, sicilianos, africanos y un pueblo integrado por un número incontable de gente desconocida para mí. Todos eran conducidos por los salesianos, de los cuales sólo conocía a los que iban en las primeras filas.
– ¡Vuélvete!, me dijo aquel desconocido.
Y he aquí que vi ante mí a otros pueblos de gente incalculable por su número, vestida de una manera diversa que nosotros; llevaban pieles y una especie de capas que parecían de terciopelo, todas de distintos colores. Aquel personaje me hizo dirigir la mirada hacia los cuatro puntos cardinales. Entre otras cosas, hacia la parte de oriente, vi unas mujeres con los pies tan pequeños que apenas si podían estar de pie y que casi no podían caminar. Lo más maravilloso era que por todas partes veía salesianos que conducían falanges y falanges de niños y de niñas y, al mismo tiempo, un concurso inmenso de pueblo. Siempre me eran conocidos los que iban en primera fila; pero a los que venían detrás los desconocía por completo, lo mismo a los misioneros. Muchas cosas no las puedo contar con todos sus pormenores porque me haría interminable.
Entonces el desconocido, que me había guiado y me había aconsejado lo que tenía que hacer, tomó de nuevo la palabra y me dijo:
– Mira, observa; ahora de momento no comprenderás todo cuanto te voy a decir, pero, presta atención: todo cuanto has visto es la mies preparada para los salesianos. ¿Has visto qué campo tan inmenso por cultivar? Pues esta extensión sin límites ante la cual te encuentras es el campo reservado a tus hijos. Los salesianos que has visto son los operarios de esta porción de la viña del Señor. Muchos de los que trabajan en ella te son conocidos. El horizonte se dilata ante su vista y has visto aparecer ante ti mucha gente para ti desconocida; esto quiere decir que no solamente en este siglo sino también en el próximo y en los siglos futuros, los salesianos continuarán trabajando en su campo. Pero ¿sabes con qué condiciones se podrá conseguir lo que has visto? Te lo voy a decir. Mira, es necesario que hagas imprimir estas palabras que serán como vuestro lema, como vuestra palabra de orden, vuestro distintivo. Nótalo bien: El trabajo y la templanza harán florecer a la Congregación Salesiana. Harás explicar estas palabras, las repetirás continuamente, insistirás en su significado. Harás imprimir un manual que las explique y haga comprender bien que el trabajo y la templanza son la herencia que dejas a la Congregación y, al mismo tiempo, su gloria.
Yo le respondí:
– Lo haré de mil amores; todo esto está muy de acuerdo con el fin que nos hemos propuesto; es lo mismo que recomiendo a mis hijos día a día y siempre que se me presenta la ocasión.
– ¿Estás, pues, bien persuadido de ello? ¿Me has comprendido bien? Esta es la herencia que les dejarás y di, con toda claridad, que mientras sepan corresponder tendrán seguidores al mediodía, al norte, al oriente y al occidente. Ahora termina los ejercicios y encamínalos a su destino. Estos serán los modelos, después vendrán los otros.
Y he aquí que aparecieron nuevamente los ómnibus para conducirnos a todos a Turín. Yo observaba atentamente y pude ver que eran unos vehículos sui generis, extraños a más no poder. Los nuestros comenzaron a subir a ellos; más aquellos ómnibus no tenían apoyo por ninguna parte y yo me temía que los jóvenes se cayesen de ellos y no quería dejarlos partir.
Pero el guía me dijo:
– Deja, deja que marchen; no necesitan apoyo, basta que cumplan bien aquella máxima: Sobrii estote et vigilate. Si se pone bien en práctica esto, no hay peligro de caer, aunque no estén apoyados en nada y la carroza siga su marcha.

Cuarta parte

Partieron, pues, y yo me quedé solo con el desconocido.
– Ven, me dijo inmediatamente; ven, quiero que veas lo más importante. Tendrás que aprenderlo bien. ¿Ves allá aquel carro?
– Sí, lo veo.
– ¿Sabes qué es?
– No lo veo bien.
– Si quieres verlo bien, acércate. ¿Ves aquel cartelón? Acércate, obsérvalo bien; sobre él aparece un emblema; esto te lo explicará todo.
Yo me acerqué y vi pintados en aquel cartelón cuatro clavos muy gruesos. Entonces me volví al guía para decirle:
– Si no me lo explicas, no entiendo nada.
– ¿No ves esos cuatro clavos? Obsérvalos bien. Son los cuatro clavos que desgarraron y atormentaron de una forma tan cruel la persona del Divino Salvador.
– ¿Y qué me quieres decir con eso?
– Son los cuatro clavos que atormentan a las Congregaciones religiosas. Si te libras de esos cuatro clavos, esto es, si procuras que tu Congregación no sea atormentada por ellos, o sea, si sabéis tenerlos alejados de vosotros, entonces las cosas marcharán bien y os salvaréis.
– Pero, te vuelvo a decir que no sé qué es lo que significan esos clavos, repliqué.
– Si quieres tener una explicación más clara, observa detenidamente este carruaje que lleva los clavos por emblema. Mira: este vehículo tiene cuatro departamentos, cada uno de los cuales corresponde a un clavo.
– ¿Y qué significan estos departamentos?
– Observa el primero. Observé y leí sobre el cartel: Quorum Deus venter est.
– ¡Oh! Ahora comienzo a comprender algo.
Entonces el desconocido me respondió:
– Este es el primer clavo que atormenta y arruina a las Congregaciones religiosas. Hará también grandes estragos entre vosotros, si no estás atento. Combate contra él y verás cómo todas tus cosas proceden bien.
Ahora pasemos al segundo departamento; lee la inscripción correspondiente al segundo clavo: Quaerunt quae sua sunt, non quae Jesu Christi. Estos son los que buscan las propias comodidades, su bienestar, y trabajan en ventaja propia o de sus parientes, sin buscar el bien de la Congregación, que es el que forma parte de la porción de Jesucristo. Presta, pues, atención; aleja de ti este flagelo y verás prosperar a tu Congregación.
Tercer departamento. Observé la inscripción del tercer clavo y era la siguiente: Aspidis lingua eorum.
– Clavo fatal para las Congregaciones son los murmuradores, los chismosos; los que siempre están criticando con razón o sin ella.
Cuarto departamento: Cubiculum otiositatis.
– A esta porción pertenecen los ociosos, muy numerosos por cierto. Cuando en una Congregación comienza a introducirse el ocio, la comunidad queda completamente arruinada; en cambio, mientras abunda el trabajo, no existe peligro alguno de ruina. Ahora observa otra cosa que podrás ver en este carruaje y de la que muchísimas veces no se hace caso y que yo quiero que consideres con especial atención. ¿Ves aquel escondrijo que no forma parte de ningún departamento, pero que afecta a todos? Diríamos que es como un medio departamento o apartado.
– Sí que lo veo; pero no hay en él más que hojarasca, unos matojos altos y alguna hierba toda en marañada.
– Bien, bien; esto es lo que quería que observaras.
– ¿Y qué puedo deducir de todo esto?
– Observa la inscripción que aparece medio escondida.
Me fijé bien y leí: Latet anguis in herba.
– ¿Y qué quiere decir esto?
– Mira, hay ciertos individuos que están escondidos, que no hablan, que jamás abren el corazón a sus superiores, que rumian sus secretos en sus corazones; mucha atención: latet anguis in herba. Los tales son verdaderos flagelos, verdadera peste para las Congregaciones. Los malos, si se les tiene al descubierto, pueden ser corregidos, pero si están escondidos no, porque no nos damos cuenta del mal que hacen y de cómo se multiplica el veneno en sus corazones, y cuando se les descubre apenas si hay ya tiempo para remediar el mal que han ocasionado. Apréndete, pues, bien las cosas que has de tener alejadas de la Congregación; no olvides cuanto has oído, ordena que se expliquen estas cosas y que sean largamente comentadas. Si lo haces así, puedes estar tranquilo sobre el porvenir de tu Congregación, que las cosas prosperarán de día en día.
Entonces le pedí a aquel personaje que para no olvidar nada de cuánto me había dicho, me dejase un poco de tiempo para poder escribir.
– Si quieres escribirlo, me dijo, inténtalo; pero me temo que te falte el tiempo. Presta mucha atención.
Mientras me decía estas cosas y yo me disponía a escribir, me pareció oír un rumor confuso, una agitación a mi alrededor. El suelo firme de aquel campo parecía moverse. Entonces dirigí la vista a mi alrededor para comprobar si había alguna novedad y vi que los jóvenes que habían partido poco antes volvían de todas partes hacia mí llenos de espanto; e inmediatamente después percibí el mugido del toro y vi al mismo toro que los perseguía. Al aparecer el animal, fue tal mi terror que, al verlo, me desperté.
Os he referido este sueño antes de separarnos, porque estoy bien persuadido de que sería una excelente conclusión de ejercicios el que nosotros permaneciéramos fieles a nuestro lema: Trabajo y templanza; y que procurásemos evitar a todo trance los cuatro clavos que causan las ruinas de las Congregaciones. El vicio de la gula, el buscar las propias comodidades, entregarse a las murmuraciones y al ocio, a lo que habría que añadir que cada uno se muestre siempre abierto, claro, sincero con los propios superiores. De esta manera proporcionaremos un gran bien a nuestras almas y, al mismo tiempo, podremos salvar aquellas otras que la divina Providencia confíe a nuestros cuidados.

Don Bosco había anunciado y prometido en el curso de la narración, que explicaría mejor el último punto referente a la templanza, contando una especie de apéndice o complemento del sueño; pero después, al pasar a la segunda parte de su relato, se olvidó de hacerlo. Al despertarse, como dijo, impresionado por la súbita y nueva aparición de la fiera, sintió deseos de conocer alguna cosa más y logró su deseo apenas se quedó otra vez dormido.
Lo que vio entonces lo contó más tarde en Chieri. Don Joaquín Berto, que estaba presente, lo escribió y se lo mandó a Lemoyne, el cual lo copió para completar lo que ya tenía escrito.

Estaba deseoso de conocer los efectos de la templanza y de la intemperancia y con este pensamiento me fui a dormir; pero he aquí que, apenas me quedé dormido, apareció de nuevo nuestro personaje invitándome a seguirlo y a ver los efectos de la templanza. Me condujo, pues, a un amenísimo jardín, lleno de delicias y de flores de todo género y especie. En él observé una gran cantidad de rosas, las más espléndidas, símbolo de la caridad; jazmines, claveles, lirios, violetas, siemprevivas, girasoles y un sinnúmero de flores representando, cada una, una virtud.
– Ahora, presta atención, me dijo el guía.
Y desapareció el jardín y sentí un fuerte ruido.
– ¿Qué sucede? ¿De dónde viene ese ruido?
– Vuélvete y observa.
Me volví, y un espectáculo inaudito: un carro de forma cuadrada tirado por un cerdo y por un sapo de enorme tamaño.
– Acércate y mira dentro.
Me adelanté para examinar el contenido del carro. Estaba lleno hasta rebosar de los animales más asquerosos: cuervos, serpientes, escorpiones, basiliscos, babosas, murciélagos, cocodrilos y salamandras. Yo no pude soportar aquel espectáculo y mientras, horrorizado, volví la mirada, por el mal olor que despedían todos aquellos bichos asquerosísimos, sentí como un estremecimiento y me desperté, percibiendo aún durante un buen espacio de tiempo aquel mismo hedor; mi imaginación seguía tan turbada por cuanto había visto, que, pareciéndome que todavía tenía delante de los ojos aquellas alimañas, no pude descansar en toda la noche.

Don Juan Bautista Lemoyne, atento únicamente al sueño, no se preocupó de escribir la segunda parte del sermón, que encontramos, por el contrario, resumida por don Julio Barberis de la siguiente manera:

Pasando ahora a dar algún recuerdo especial que sirva para este curso, he aquí cuál sería: buscar todos los medios para guardar la virtud reina, la virtud que guarda todas las otras; pues si la tenemos, nunca estará sola, sino que tendrá como cortejo a todas las demás; y si la perdemos, las otras no existen o se pierden al poco tiempo.
Amad esta virtud, amadla mucho y no olvidéis que para conservarla hay que trabajar y orar: non eicitur nisi in oratione et ieiunio. Sí: oración y mortificación en las miradas, en el descanso, en la comida y especialísimamente en el vino, no buscar comodidades para nuestro cuerpo, antes al contrario, casi diría, maltratarlo. No tenerle más miramientos que los necesarios, cuando lo reclama la salud; entonces, sí; hay que dar al cuerpo lo estrictamente necesario y no más, porque dice el Espíritu Santo: Corpus hoc quod corrumpitur aggravat animam. ¿Sí? ¿Qué hacía entonces san Pablo? Castigo corpus meum et in servitutem redigo, ut spiritui inserviat.
Recomiendo aquí lo que recomendé en la otra tanda de ejercicios, esto es: OBEDIENCIA, PACIENCIA, ESPERANZA…
La otra cosa es la humildad que debemos esforzarnos por poseer e inculcar en nuestros jóvenes y en todos, virtud que ordinariamente se califica como fundamento de la vida cristiana y de la perfección.
Una cosa que alguna vez se dice, pero que yo no quisiera que se hiciese jamás, es ésta: hacer las cosas sólo para agradar a don Bosco. No, queridos míos, no os preocupéis por agradarme a mí, sino por agradar al Señor. ¡Pobrecitos! ¿Qué premio podría daros yo, si sólo buscáis agradarme a mí? Podría daros mis miserias. Poned todo vuestro empeño en agradar a Dios, y si alguna vez se os confiara algún cometido que os repugna, hacedlo igualmente, hacedlo de buena gana, pensando que con esto ganaréis el amor de Nuestro Señor Jesucristo y un premio eterno en el cielo.
Tenga, además, cada uno un ejemplar de las Reglas; leedlas, estudiadlas y sean ellas como nuestro código, al que nos empeñemos en ajustar totalmente nuestra vida.
De todas las Reglas obsérvense sobre todo las prácticas de piedad y de éstas, como recuerdo especial, deseo que se introduzca y se haga bien cuanto se refiere al ejercicio de la buena muerte. Puedo aseguraros de que quien hace bien este ejercicio mensual, puede estar tranquilo en cuanto a la salvación de su alma y seguro de caminar siempre por la verdadera senda de la propia vocación. Ocurrirá a algunos que no pueden encontrar un día libre de ocupaciones; no importa, hagan solamente lo que es estrictamente necesario para cumplir su oficio; pero no quede nadie sin hallar en aquel día una media hora para pensar seriamente en estos puntos:
1.° Si yo muriese en este momento, ¿tengo algún lío en la conciencia?
2.° ¿Cuáles han sido mis defectos principales en este mes?
3.° Comparando este mes con los anteriores, ¿cuál marchó mejor?
4.° Si muriese ahora, ¿dejaría algún lío en mi gestión o en mis oficios? ¿No dejaría en apuros a mis Superiores en lo tocante a lo que poseo y en las gestiones materiales que me conciernen?
Al hacer estas consideraciones, procurad arreglar verdaderamente cuantos inconvenientes podáis encontrar.
Todavía un pensamiento respecto a las dudas que alguno pudiera tener sobre su vocación. ¿Estoy realmente llamado a esta Congregación? ¿Estoy completamente seguro de que la vida que he abrazado es verdaderamente la que Dios pide de mí?
Ante todo os digo, y tenedlo siempre muy presente, que nunca acepté a ninguno que no me constara con toda seguridad que era llamado a esta forma de vida por el Señor.
Además, pensad: opino que el hecho de haber venido todos vosotros aquí para reuniros en Lanzo, de una y de otra parte, venciendo obstáculos de diverso género, dejando vuestras ocupaciones, y la ocasión especial de encontraros en este momento aquí, esto sólo, creo yo que es una verdadera señal de que Dios os llama para abrazar este estado. En este momento, no temo, en absoluto, deciros que todos los que estáis aquí, todos sois llamados por el Señor; sólo falta que correspondáis, aplicándoos con toda el alma a observar las Reglas. ¡Ah, sí! Yo contestaría a cada uno lo mismo que el Salvador contestaba a aquel tal: Si vis ad vitam ingredi, serva mandata… Hoc fac et vives (Lucas, X, 28).
Hoc fac et vives. Observa las Reglas. Pero ¿qué más? Haz esto y vivirás. ¿Sabéis cuándo empieza a ser dudosa la vocación? Comenzaréis a tener dudas cuando empecéis a contravenir las Reglas. Entonces, sí que vendrán las dudas, y, si se sigue faltando a las Reglas, se corre grave peligro de perder la vocación.
Ánimo, pues; observancia exacta de nuestras Reglas; y sea éste el recuerdo que ponga el sello a todos los otros, a los que al paso os fue sugiriendo el buen Predicador, a los que os sugirió vuestra piedad en las meditaciones, en los exámenes de conciencia, en la santa comunión; y también a cuanto yo os he sugerido en esta misma conferencia; y ¡vivid felices!

(MB IT XII, 462-472 / MB ES XII, 393-401)